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Capítulo X.

Gran cabalgata de convite.-Iluminación general.

     Dieron las doce del día 28. Un vuelo general de campanas anunció, como a la salida de la aurora, la víspera de la gran festividad. Los artesanos y las modistas salían de sus talleres, los niños estaban dispensados de la escuela, los elegantes y los ociosos discurrían por los puntos céntricos de la carrera. Los forasteros vagaban sin dirección ; pero a oleadas, cogidos del brazo hombres y mugeres, Y chiquillos colgando de sus vestidos: las horchaterías y los cafés llenos de gente; criados llevando recados a sastres y modistas; carros y cabalgaduras que entraban conduciendo nuevos forasteros; ruido, vocería, pasos precipitados, requiebros, ternos, sonrisas, un sol de Junio, el cielo azul, Valencia alegre y feliz.

     Y salió la comitiva que acompañó la publicación del bando. ¡Creíamos que era otra cosa! esclamaban los que esperaban ver en este sencillo acto oficial alguna leza5ión de figurones y danzas. Y el bando se cumplió; porque la autoridad no intervino en ningún asunto desagradable. Carácter de los valencianos, siempre bueno y dócil; digan lo que quieran los que no le han observado, ni estudiado, ni analizado. En esos momentos de espansión olvida la política, la miseria, el día de ayer y el día de mañana: ¿por qué calumniar a un pueblo, que así es feliz?

     Si el bando no era cosa, algo más era lo que se esperaba de la gran cabalgata.

     Dos horas antes de la salida, que era a las cinco de la tarde, ofrecía un cuadro animado, ruidoso, pintoresco y sorprendente el gran patio del palacio arzobispal.

     Figuraos al rededor de la bellísima estatua de Santo Tomás de Villanueva la escena, que torpemente vamos a describir; y tendréis una idea de sus figuras y animación . A la derecha, y ocupando el segundo patio interior los cuatro carros de la asociación , y entre ellos tronquistas y palafreneros arreglando y disponiendo los tiros;(19)

hablando de las calidades de sus caballos, y en torno los amigos y aficionados; los niños y niñas que componían las danzas; San Vicente y el papa Benedicto XIII, y la Fe, la Esperanza y la Caridad, y los representantes de la corona de Aragón, y el Turia, y el Júcar, y el Tiempo, y los párvulos y los niños de San Vicente y los genios, mezclados con el pintor y los carpinteros, charlando, gritando, engullendo caramelos, y ensayándose, y arrojando voces, chillidos, risotadas, y los relinchos de los caballos sobre el gran patio, donde se veía desplegado el cuadro principal.

     He aquí los nombres de las jóvenes que representaban los personages alegóricos de los carros: ninfas, Teresa Almenar y Montesinos, de Benimaclet; Josefa Navarro y Pastor, de id.; N. Biguer, de Campanar; Dolores Martí y Sabater y Leonor Babiloni, de Ruzafa; Carlota Nacher y Ralbela Broseta, de Patraix.

     A medida que se aproximaba la hora, aumentaba la confusión. Las bandas de música y gastadores de todos los cuerpos de la guarnición y milicia nacional cubiertas de lujosos uniformes, formadas aquí y allá; los caballos inquietos y fogosos de los batidores y oficiales de la milicia piafanando y relinchando, al lado de las pacíficas e inmutables cabalgaduras destinadas a los maceros de la ciudad, tartanas, que entraban, conduciendo a los personages de los carros; jacas, bien enjaezadas a la andaluza y a lo árabe, llevando sobre sus ricas mantas a los robustos labradores y a las graciosísimas labradoras con sus lindos guardapues o sayas de damasco, lujosos pendientes y collares, hermosos corpiños, y ojos vivaces, como las hourís de los orientales, cuya belleza conserva muchos tipos en nuestra estensa huerta; alguaciles y agentes de protección y seguridad recibiendo y trasmitiendo órdenes; chiquillos que se deslizaban a través de los centinelas; y los concejales y los señores de la comisión de fiestas discurriendo, circulando, obsequiando, y Albert, y Settier, y Liern, y Sta. Bárbara, y Díaz, y los Sres. alcaldes Escrivá y Piñó en todas partes en todos los grupos, atendiendo y remediando faltas, y el calor, y el humo de los cigarros, y en lo alto de la galería y en algunos balcones varias cabezas con bonete, o solideo, o pelonas, de domésticos o pages del venerable Sr. arzobispo, inmóviles, contemplando el bullicioso cuadro que se agitaba a sus pies.

     Fuera del palacio crece el murmullo; ha sonado la hora de las cinco; se multiplican los aprestos; trepan las figuras históricas a los carros; montan los ginetes el secretario municipal, con la lista de orden de la procesión cívica en la mano, grita, arregla, empuja, señala a cada. uno su lugar; y se da la señal de partir: los carros salen por la puerta que mira a la puerta de la catedral; los demás por la puerta principal.

     ¡Fuera! ¡fuera! gritaba el observador; es preciso ver desde un punto conveniente esta imponente procesión. El cronista la vio en conjunto, revuelto y confuso dentro del palacio; pero hed aquí el orden que siguió:

     Rompían la marcha, empujando una inmensa masa de gente, los batidores de los cuerpos del egército y milicia nacional: en pos marchaban alegres, juguetonas y perfectamente vestidas, las danzas de catalanes, aragoneses, mallorquines y valencianos, en representación de la antigua corona, y las ya conocidas en otras solemnidades. Seguían a estos grupos bulliciosos dos bandas de música, con los gastadores del tercer batallón y la brigada de zapadores de la milicia. En seguida venían los carros triunfales de los gremios y oficios: otra banda de música con los gastadores del segundo batallón de la milicia; a éstos, y acompañados de una música militar, seguían los cuatro cuarteles de la antigua vega representados por las lindísimas parejas de labradores y labradoras, cuyas bellas fisonomías llamaban la atención de niños y viejos: iban dos grupas de Benimaclet; una de Campanar; otra de Patraix, y otra de Ruzafa. Venia en pos la respetable corporación de vergueros o heraldos, vestidos de gramalla y con mazas de plata, recordando a los heraldos del célebre consejo de la ciudad; los dos capellanes de honor con hábitos talares y montados en escolentes caballos, precediendo a los magníficos carros de la asociación: otra música militar con los gastadores de artillería del egército y los de igual arma de la milicia y los del primer batallón de la misma milicia marchaban delante de la roca nueva, donde se ostentaba la espada del más grande de los reyes de Aragón , el pendón de la conquista y el estandarte de los tercios antiguos de Valencia, durante los tiempos forales. La roca iba escoltada por los oficiales de la milicia nacional; y la compañía de subtenientes veteranos custodiaban las enseñas. En varias carretelas descubiertas venían finalmente las comisiones reunidas del ayuntamiento y asociación, y cerraban la cabalgata diversos piquetes de caballería del egército y milicia.

     ¡Bravo! ¡bravo! esclamaban mil voces a un mismo tiempo, desque aparecía esta vistosa procesión.

     Al llegar la roca nueva delante del palacio de la antigua diputación foral del reino, hoy palacio de la audiencia, se detuvo y fue bendecida por el Excmo. e Ilmo. señor arzobispo, cuya figura anciana, venerable y apostólica se destacaba entre la silenciosa multitud que asistía al acto, y cuyo rostro. tranquilo, sonrosado y benévolo estaba radiante de júbilo y de satisfacción.

     La cabalgata brillaba mucho más en las calles de Caballeros y Bolsería, plaza del Mercado, calle de San Vicente y calle y plaza de las Barcas, donde se desplegaba en toda su estensión.

     -¡Bien! ¡bien! gritaba la gente al dispersarse.

     -¡Magnífico! decían los forasteros.

     -¡Soberbio! repetían los entusiastas.

     -¡Admirable! murmuraban los que habían viajado y visto mucho.

     Y era magnífica, soberbia y admirable esta procesión cívica, que unía a la novedad, la elegancia, la magestad, el orden y la hermosura. Vista desde una altura y a lo largo de la plaza del Mercado o de las Barcas, presentaba un gracioso conjunto de objetos, que la distancia óptica hacía más ricos, formando una corriente de colores, entre los que brillaba profusamente el oro. No puede darse cosa más poética, más encantadora. Sin disputa ninguna fue el espectáculo más regio de cuantos se ofrecieron en las fiestas actuales.

     Si su vista satisfacía completamente el gusto más delicado, aun de las personas que más han observado en las solemnidades de otros países; no era menos agradable el movimiento de la concurrencia inmensa, que llenaba plazas, calles, balcones, ventanas, azoteas y hasta las grietas del más elevado zaquizamí. Apilada, apretujada, y prensada aquella multitud flotante dejaba apenas un canal estrecho al paso de la procesión; canal que se ensanchaba o estrechaba, según el movimiento de los caballos de los tiros; y que sufría estrañas ondulaciones, citando caía sobre aquella masa movible una lluvia de versos y de flores. Veíanse destacadas, sobre el fondo de aquel mar, fisonomías graves, alegres, picarescas, inocentes; rostros de angeles; ojos vivaces y seductores; labios risueños; o caras severas pero tranquilas; y en todas o la curiosidad o la admiración: en ninguna el desdén. Así como en la calle, se veía también en los agugeros de todas las casas la misma perspectiva; de modo que la vista vagaba de un punto a otro, sin poderse fijar, por el confuso cúmulo de objetos, que escitaban la atención. Cien mil bocas aplaudían a un mismo tiempo la novedad de la procesión, todos los ojos describían la misma línea; y a pesar de tantas bellas, hubo momento en que no fueron ellas solas las que atrajeron las miradas de la multitud.

     La procesión siguió las calles siguientes: plaza de la Constitución, calle de Caballeros, Tròs-alt, Bolsería, Mercado, Flasaders, Porchets, San Vicente, Sangre, plaza de San Francisco, calle y plaza de las Bareas, calle de la Universidad, plaza de las Comedias, Cullereta, Mar, Santo Domingo, Congregación, otra vez a la calle del Mar, plaza de Santa Catalina, calle de Zaragoza, a la plaza de la Constitución. Fue preciso marcar esta carrera, algo variada de la que siguió la procesión religiosa, por la dificultad de conducir los carros por los callejones, que se estienden desde el Arco del Cid a la iglesia de San Esteban.

     Desde la plaza de la Constitución fueron conducidos los carros y la roca nueva a la plaza de Santo Domingo que era el lugar destinado para ellos.

     A medida que pasaba la procesión cívica se desleía la masa que había formado el muro de la carrera, filtrándose por las calles contiguas y derramándose por toda la capital; y en todas partes, en todos los grupos se oía esta espresión: «Magnífica procesión.»

     La asociación de Valencianos, su comisión de fiestas, y el Excmo. ayuntamiento tuvieron razón para quedar satisfechos. Valencia muestra siempre un genio privilegiado; ora levante su cabeza para sonreír, ora la incline para consolar: es admirable citando se divierte y cuando socorre, en sus fiestas y en sus calamidades. Todo lo improvisa, y en todo es inimitable. Bulliciosa, jovial y hospitalaria en los días de la solemnidad; tranquila, celosa y caritativa en la epidemia, que la asaltó pocos días después. Dejadla vivir con su, propia vida, y será la primera ciudad de España.

     La carrera de la procesión cívica no fatigó más que a los que tornaron parte en ella: la muchedumbre buscaba más distracción, y la noche se la ofreció. ¿A dónde acudir? Música en los tres altares del Mar, Tròs-alt y Mercado; música en la plaza de la Constitución; música en otras partes. Bella estaba la iluminación de la fachada de los Santos Juanes; bellísima la de la fuente monumental del Mercado, cuyas luces de gas formaban un juego fantástico entre la corona de agua, que circundaba el pedestal de la estatua de Valencia; sorprendente, admirable la de la fachada y torre de la iglesia de las Escuelas-Pías; graciosa la de la parroquia de, Santo Tomás y fuente de la plaza de la Congregación; grave y numerosa la de San Esteban y San Nicolás; caprichosa, nueva y variada la de los señores Kreysler y Compañía, figurando varias estrellas y rosetones, formados de piedras trasparentes de un efecto asombroso; pintoresca la serie de faroles de colores que coronaba la galería o azotea de la iglesia de las monjas de Santa Catalina de Sena; y bien ordenada y escogida en el altar de la plaza de Santa Catalina, del Palau, de la plaza de las Comedias, calle de la Sangre y de las Barcas; severa y bien combinada en las fachadas del cuartel de caballería de Carabineros de la Reina, 2.º de Lanceros, y en el de infantería del Inmemorial del Rey, núm. 1.º; agradable en los faroles y trasparentes de la torre del telégrafo; risueña y de bellísimo efecto en el altar de la plaza de Santo Domingo; y en el patio de nuestro amigo el Sr. conde de Almodóvar; modesta, pero muy propia, en la Sociedad de Amigos del País y en la fachada de la Universidad literaria; magestuosa en la del conde de Cervellon, y en otros mil puntos a la vez; y en todos los balcones y ventanas o lujosos faroles, u humildes farolillos, o pobres candilejas, y alguno que otro candil, preparado por la mano de una venerable vieja, devota del Santo.

     Vista Valencia desde fuera y en aquellas noches de luna, y desde el puente del Real, donde salimos para observar, ofrecía un punto de vista de un efecto fantástico. La luna saliendo por entre los viejos árboles de la Alameda, rielando en la corriente tranquila del Turia, bañaba con su luz de plata diferentes grupos de nubes, tendidas hacia la partes del Sur, y las altas torres y cúpulas de las iglesias, cuyas tejas de azul o de oro, reflejaban aquel brillo mórbido y delicioso: las luces de las torres se destacaban en aquel momento desde el fondo de la atmósfera iluminada; mientras siguiendo el curso del río, hacia su origen, sol prendía la vista la iluminación del convento de monjas de la Trinidad, que se distinguía entre el ramage de los árboles, que sombrean las orillas del río; hasta que la mirada se perdía en el vasto horizonte que se estiende hacia las montañas de Chiva.

     En fin, fije agradable y dulcísimo el paseo por Valencia, durante aquellas noches de iluminación; se caminaba entre regueros de luz, sobre un suelo enarenado y entre un ambiente perfumado por las flores, y por las esencias y el aliento de tantas bellas, que nos recordaban las figuras de los encantados países del Oriente,

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