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Capítulo XI.

Día de San Pedro.-Bautizo singular.

     Comenzaron las fiestas religiosas: la santa iglesia Catedral estaba cubierta con la luz de un sol esplendoroso. En todas sus cornisas, y colgando de sus bóvedas y en la galería del cimborio, se veían cirios y arañas, dispuestas para la entrada de la solemne procesión. El presbiterio se había prolongado: abierto el altar mayor, dejaba ver los soberbios cuadros de Pablo de Areggio: en el nicho la bellísima imagen de la Virgen, y sobre el altar la riquísima estatua de San Vicente Ferrer y las otras imágenes, también de plata, que posee la iglesia Metropolitana. Lujosos bancos de terciopelo para la diputación, ayuntamiento y comisión de asociación. Dos sitiales distinguidos, con reclinatorio de almohadones, para el Sr. capitán general y el Sr. gobernador de la provincia; desde el coro al presbiterio yen numerosos bancos la alta nobleza de Valencia, empleados y funcionarios públicos, generales, gefes y oficiales del egército y milicia nacional, y comisiones de todas las corporaciones de la capital, y alrededor y ocupando las estensas naves del templo una multitud confusa de gentes de todas clases. En vano se había destinado una puerta para la entrada de las autoridades y convidados; en vano se habían colocado centinelas en las tres puertas; la multitud invadió la iglesia, arremolinada y atropellándose. Hubo momentos en que parecía inevitable el peligro de infinitas desgracias por la presión de la muchedumbre; momentos en que los gritos y la confusión interrumpieron la gravedad silenciosa de aquel sagrado recinto; pero merced a la distribución de algunos centinelas, colocados de trecho en trecho, se evitaron escenas desagradables, y no hubo que lamentar ningún incidente desgraciado. Viéronse allí en confusión nobles, propietarios, artesanos, labradores, militares, ricos y pobres; entorchados, fajas, uniformes, cruces de distinción, trages de seda, chaquetas humildes, hábitos eclesiásticos, zaragüelles: en fin, todas las clases, todos los pueblos de la provincia y fuera de ella tenían allí sus representantes.

     Y principió la función: oficiaba de pontifical el simpático y venerable Sr. arzobispo, asistido por numeroso acompañamiento, con ese aparato, solemne y único, que la santa iglesia de Valencia sabe dar a sus grandes ceremonias. Asistieron a este y los demás actos al Sr. arzobispo los canónigos siguientes:

     FIESTA DEL DÍA DE S. PEDRO.-Capas de honor: Señor Dr. D. Manuel Lucía Mazparrota, deán; Sr. Dr. D. Calixto Castrillo, tesorero. -Diáconos de honor: D. Joaquín Carrascosa, canónigo prebendado- Dr. D. Manuel Dieguez, penitenciario. -Diáconos de oficio: D. Francisco Peris, canónigo prebendado; Dr. D. Francisco Mateu, id. -Capa y cetro: Dr. D. José Matres, canónigo prebendado; Dr. D. José Luis Montagut, magistral.

     BAUTIZO. -Sres. deán, tesorero, Carrascosa y Dieguez.

     PROCESIÓN. -Capas: Sr. Dr. D. Manuel Lucía Mazparrota, deán; Sr. Dr. D. Calixto Castrillo, tesorero. -Diáconos: Sr. D. Joaquín Carrascosa; Sr. Dr. D. Manuel Dieguez. -Capas y cetro: Dr. D. José Luis Montagut, magistral; Dr. D. José Ortiz, doctoral.

     Grave e imponente fue la sagrada ceremonia: allí el grande y el pequeño, el sacerdote y el lego, la vejez y la infancia, la belleza y la deformidad, propios y estraños, bañados por la luz que descendía por entre los vidrios del pintoresco cimborio, inundados de melodía religiosa, circundados por el inmenso ruido que producía la multitud en la parte esterior del templo, invocaban recogidos la protección del fraile humilde, por medio del anciano prelado, venerable como un apóstol, sencillo como un monge, y bondadoso como el ángel de la caridad. Hubo momentos, en que sentimos en el corazón el olvido de todas las penas, el apaciguamiento de todos los dolores, y en los ojos esas preciosas lágrimas, que deposita en ellos la suavidad de la religión. Y aquella muchedumbre prosternada esperaba escuchar la palabra evangélica, y el elogio del Santo de los labios de un elevado personage. Inteligente, conocedor y de buen juicio el pueblo de Valencia, vio aparecer con gusto en el púlpito, decorado competentemente, al Ilmo. Sr. D. Fr. Domingo Canubio, religioso que fue de la orden de Predicadores, obispo dignísirno de Segorbe. Por elección suya escogió el púlpito destinado a los demás presbíteros, a pesar de las galantes muestras de cariño y deferencia que recibió de continuo, tanto del venerable metropolitano, corno de su ilustrado cabildo. La magestuosa y simpática presencia del Sr. obispo, su mirada serena y afable, su porte decoroso y fino a la vez; su lenguaje franco, amistoso y paternal, y hasta el acento gracioso de la lengua que habló el P. Granada, hijos los dos de la bella Andalucía, habían cautivado a cuantos tuvimos la honra de conocer de cerca al distinguido orador, cuya celebridad le había precedido a la capital. Se hospedó en el colegio de las Escuelas-Pías, rehusando humildemente la generosa hospitalidad, con que le brindó el Sr. arzobispo; y vino a este acto solemne en virtud de real licencia, impetrada en tiempo oportuno por nuestro Excmo. ayuntamiento constitucional.

     Tal era el alto personage encargado del panegírico de Vicente, en el cuarto siglo de su canonización. Y apareció en la cátedra del evangelio. la multitud se estrechó y calló: recogimos todos la atención, y principió el discurso. Sonora y vibrante era su voz: su presencia llenaba aquel punto, digno de él. Con gusto y por obligación debíamos insertar aquí, la oración que pronunció: pero sentimos privar de su lectura a la posteridad, porque el Sr. obispo no la escribió; meditó, estudió, y habló de repente. Así lo aseguró en algunos pasages de su peroración. Hednos, pues, en el caso difícil de no poder juzgar su discurso con la justicia de la más severa crítica; tanto por la dificultad de conservar en memoria, después de cuatro meses, en que esto escribimes, los pensamientos y las formas de su discurso, cuanto por la pequeñez de nuestra inteligencia. Nos atreveremos sin embargo a indicar, protestando nuestra incompetencia en este y otros ramos de la elocuencia, que el exordio fue brillante, elevado, lleno de unción, de respeto al público, y cautivó, no sólo la benevolencia del imponente auditorio, sino que previno dulcísimamente a favor del apreciable orador. Después de esta elegante introducción, adoptó el lenguaje sencillo y natural de una homilía, como padre que habla a sus hijos, como prelado hablando a su pueblo. En esta parte de su discurso, estuvo al alcance de todas las clases y de todas las inteligencias, usando el lenguaje más acomodado a las más pequeñas capacidades, y haciendo ver a todas las categorías sociales, los deberes que deben cumplir, desde el guerrero hasta el pobre labriego. Describió con ligeras pinceladas las circunstancias del mundo político, y defendió el catolicismo de España con la energía de su elevado. ministerio. Habló con elogio de los valencianos, cuyo ingenio le arrancó alguna frase de espansión, y se glorió una y otra vez de ser en aquella solemne ocasión el intérprete de los sentimientos de nuestro pueblo, valiéndose de continuo de los hechos y palabras de Vicente, aplicándolos al pensamiento general de su discurso. El epílogo y la última deprecación, espresaron la mayor ternura, y el más profundo cariño a Valencia, sobre cuyas autoridades y pueblo invocó con fervor y con fe, las bendiciones del Señor, por mediación del Santo patrón de la ciudad y reino.

     A pesar de la duración del discurso, no se halló fatigado el auditorio, que en cada frase esperaba un nuevo pensamiento: pues no fueron pocos los que por su originalidad y viveza de imaginación escitaron la atención.

     El eco de las palabras del Sr. obispo, llenas de dignidad y de paternal solicitud, se confundió con las armonías que continuaron con la misa y los pasos de gran parte del público, que había acudido a escuchar al ilustre orador.

     Concluida la misa, el Sr. arzobispo entregó las libretas a los niños y niñas de las casas de caridad, que contenían las dotes, que era donativo suyo, y regresó el Excmo. ayuntamiento con la comisión de la asociación al palacio de la audiencia, precedido de las danzas y música del país.

     No debía terminar este día solemne sin otro espectáculo, que ocupó plenamente en aquella tarde la espectación pública.

     El colegio del arte mayor de la seda, tan importante en Valencia por su número y sus riquezas, no sólo levantó a sus espensas el altar, que decoraba la esquina de la calle de Renglons, sino que aparte de obras de caridad y de beneficencia, que reservarnos para otro lugar, dispuso, de acuerdo con las autoridades, celebrar solemnemente el bautizo de un niño, hijo de maestro a oficial del colegio, que naciere en la hora más inmediata a las cuatro de la madrugada del día 28. El niño, que mereció esta honra, nació a las diez y media de la noche del 24, hijo de Juan Belenguer y López, de 23 años, y de Josefa Peiró y Martín, de 27, que vivían en la calle del Triador, núm. 13, piso principal; natural el padre de la parroquia de San Martín, y la madre de la de San Pedro de esta ciudad. Su matrimonio se verificó el día 7 de Setiembre del año anterior 1854 en la iglesia- parroquial de San Martín.

     El bautizo, según el programa, debía recordar el de San Vicente, con los mismos personages, en la parte que tuvieran alguna analogía con las dignidades actuales.

     El Excmo. Sr. D. Juan de Villalonga, marqués del Maestrazgo, capitán general de este distrito militar, y su señora, habían de ocupar la alta dignidad de virey y de vireina, que en el siglo XIV desempeñaban los infantes de Aragón . Y ocupando el puesto de Doña Ramoneta Carroz, madrina del Santo, una señora de la esclarecida y apreciable familia. del excelentísimo señor D. Vicente Palavicino, marqués de Mirarol,(20) como heredero de la noble casa de Guillem Carroz, el conquistador de Cullera, en tiempo de Jaime I de Aragón. La comisión encargada de formular el programa de esta función estraordinaria tuvo presente, que el Sr. marqués se hallaba de luto por el reciente fallecimiento de su señora madre política, la excelentísima Sra. marquesa de Zambrano; y respetando, como debía, su situación doméstica, solicitó esta honra de la muy ilustre Sra. Doña Josefa Palavicino, baronesa de Cortes, hermana del marqués. A este fin, la dirigió el Sr. alcalde la siguiente comunicación. - «Entre las fiestas dispuestas por el colegio del arte mayor de la seda tendrá lugar el bautismo del niño, que nazca en la hora más próxima al 28 del corriente. Esta ceremonia. religiosa se verificará con la asistencia de las autoridades civil, eclesiástica y militar, y con la pompa que exige acto tan piadoso, que debe recordar el que presenció Valencia, al recibir el agua, del bautismo nuestro patrono San Vicente Ferrer. Entre los personages que figuraron en aquel grande acontecimiento, la historia conserva el nombre de la Sra. Doña Ramoneta Carroz, de la distinguida familia de V. S. -Para representar a tan ilustre dama, ninguna otra puede ser más digna que V. S., descendiente de tan esclarecida familia y digna también, por otras mil circunstancias, de tomar parte en tan plausible festividad. Al dirigirme, pues, a V. S. con el objeto de merecer su anuencia para este acto, me cabe la satisfacción de creer que los deseos del colegio del arte mayor de la seda, la importancia de la ceremonia y la mediación de mi autoridad hallarán en V. S. la honrosa acogida que es de desear.» -La Sra. baronesa de Cortes, cuya gentileza ha sido la admiración de los valencianos, aceptó tan caballeresca invitación con la amabilidad que distingue a la familia de Palavicino.

     El Sr. gobernador civil debía representar al antiguo gobernador general del reino; y, los Sres., alcaldes, al venerable justicia civil y jurados. Habían de honrar este, acto el Sr. arzobispo de la diócesis y el Sr. obispo de Segorbe, y los grandes y títulos de Castilla, que tuviesen a bien asistir. Fueron padrinos Félix Colom, maestro del arte, de 93 años de edad, y Vicenta Garrido y Telmo, de 105; el primero natural de Valencia, y ésta de Albaida: y tanto estos ancianos respetables, como el recién nacido habían de ser conducidos a la iglesia de San Esteban en la regia carroza antigua, que se conserva en la casa del Sr. marqués de Dos-Aguas carruage que, además de sus soberbias molduras doradas, lleva pinturas del inmortal Vergara, y que fue tirado por seis mulas y los conductores montados a la española.

     Llegada la hora pasaron las autoridades y demás personas respetables de la comitiva en carretelas descubiertas al palacio del Sr. arzobispo, y de allí a la casa del recién nacido, adornada con gusto. Una guardia correspondiente, situada en la referida casa, hizo los honores de ordenanza al Sr. capitán general; y poco después se veía la aseada y modesta habitación de los afortunados padres obstruida por tan distinguidos personages. El recién nacido llevaba sobre ricos pañales una soberbia capa de alama de oro. Colocado en la carroza en compañía de los ancianos padrinos, la comitiva guardó el orden siguiente: Abrían la marcha batidores de caballería del egército y de la milicia: seguían dos maceros a caballo, con mazas y gramalla; D. José Merelo, como maestro del colegio, vestido de ceremonia, a caballo también , llevando el pendón histórico del oficio y a su lado los macipes del colegio: venían en pos diferentes maestros del mismo colegio, vestidos igualmente, de ceremonia; detrás la magnífica carroza con el niño y los padrinos, tirada por seis mulas con riquísimos atalajes; luego varios coches con una comisión del gremio, los señores alcaldes: constitucionales; la Sra. baronesa de Cortes, en compañía del Sr. gobernador civil D. Ramón de Keyser, el Sr. arzobispo de Valencia, Sr. obispo de Segorbe y algunos prebendados, y últimamente el Sr. capitán general con su señora.

     En otra carretela se llevaban, para arrojar, a cargo de otra comisión del colegio, confites, medallas y versos. Cerraba el acompañamiento una numerosa escolta de caballería del egército y milicia.(21)

La comitiva siguió la carrera que la estaba señalada.

     Es indecible el afán, las corridas y la impaciencia con que la muchedumbre se agolpó a las calles del tránsito, para presenciar aquel espectáculo nuevo, original, desconocido y dignísimo del ilustre colegio del arte mayor de la seda. Unos admiraban la carroza; otros se apretujaban, prensaban y pateaban por ver al recién nacido; otros buscaban con la vista a los venerables padrinos; y todos los de la comitiva fueron objeto de curiosidad. Las dignas autoridades civil, eclesiástica y militar veían con satisfacción tranquilo, unido y risueño al numeroso pueblo que les circundaba; la gentil baronesa de Cortes dio mayor realce a su belleza seductora con un trage tan elegante, como nuevo, y gracioso por el magnífico velo del corte del siglo XVI, con que cubría su lindo talle: la Señora del Excmo. Sr. Capitán general, de aspecto dulce, afable y espresivo vestía también un trage de esquisita delicadeza; y en fin el colegio del arte mayor de la seda se mostró esplendido, noble e ilustrado. ¡Mil veces enhorabuena a este gremio benemérito!

     Otra guardia, con música, hizo los honores a la puerta de la iglesia de San Esteban, que mira a la plaza de las Moscas, al llegar el capitán general mientras otra comisión del mismo colegio de la seda, y otra de la de fiestas de la parroquia y el clero, recibían galantemente a los personages de la comitiva. Testigos de la entrada de esta lujosa comitiva, contemplamos con asombro la afluencia de una muchedumbre compacta, que obstruía la citada plaza y las avenidas de las calles contiguas. Fue precisa la presencia de algunos soldados de caballería, para facilitar el ingreso en la iglesia, ocupada por las personas convidadas y una gran porción de Señoras, vestidas con la más esquisita elegancia. El Excmo. e Ilmo. Sr. arzobispo bautizó con la solemnidad, que el ceremonial de nuestra iglesia metropolitana prescribe, para los actos pontificales de sus ilustres prelados, recibiendo el niño el nombre de Vicente. Concluida la ceremonia, volvió la comitiva, observando el mismo orden, a la modesta casa de la recién parida, cuya joven y graciosa fisionomía estaba radiante de una dulcísima satisfacción, de la que participaba su honrado esposo y su buena familia, en presencia de los altos personages, que honraban su morada. Éste fue un acto único en su clase, que Valencia no ha presenciado en algunos siglos; pues fuera de los desposorios del Rey D. Felipe III, no se halla memoria de un acontecimiento más honroso, no sólo para una familia particular, sino también para los hijos de los poderosos vireyes antiguos. Cuando este niño afortunado llegue a una edad competente, y lea o por curiosidad o por recuerdo de interés, los detalles de la gran pompa, con que la piedad, la religión y la sociedad misma le rodeó al venir al mundo, en medio de la modesta, pero honrada condición en que acababa de nacer, debe tener presentes los deberes que ha contribuido para con la religión, con sus bienhechores y con su mismo pueblo; de corresponder dignamente a las honras que se le dispensaron. ¡Ay de él, si su conciencia desconociera estas obligaciones de honradez y de gratitud! ¡Ay de él, si o miserable, o vicioso, o indolente, o criminal ocultara en el cieno los títulos, que recibió en el bautismo! ¡Ha de ser bueno por deber, por gratitud, por religiosidad! Acaso el cronista del siglo próximo sabrá, si este niño ha dejado o una página de oro en la historia de la industria o del saber, o ha perecido oscuro, como las hojas desprendidas de su tronco en el fondo de los desiertos. Recomendarnos a sus buenos padres su mejor educación: tienen este deber también : en ello se halla interesado el decoro de Valencia y el recuerdo perpetuo de la solemnidad que acabamos de describir. ¡Que sea así! ¡Y sea este niño el hijo predilecto de la patria de Vicente en el siglo XIX!

     Después de bautizado, recibió el recién nacido el título de Maestro; y además el dote que se designará al hablar de los actos de beneficencia.

     La joven madre salió a misa el día 44 de Julio, y acompañada de una comisión del gremio devolvió las visitas a las autoridades, oyendo la misa, que celebró el excelentísimo Sr. arzobispo en la capilla, confimándole al mismo tiempo, y sirviéndole en este acto de padrino D. Juan Mustieles.

     ¡Esta honrada madre debió tener momentos de suprema, felicidad! ¡Dios bendiga, haciendo bueno a su hijo, a estos padres afortunados!

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