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Capítulo XIII.

Universidad literaria.-Inauguración del Asilo de Párvulos.-Sesión pública de la Sociedad de Amigos del País.-Liceo.

     Mientras los templos recogían entre las más escogidas melodías, los votos de gratitud y de esperanza de la muchedumbre fiel, que acudía a implorar la misericordia del Señor, por mediación del Santo Apóstol de Valencia; abría la Universidad literaria los tesoros que posee, para que el público pudiera admirarlos; y celebraba también, como en el siglo anterior, su función solemne en memoria de su ilustre fundador. La fachada de este imponente y sólido monumento y renovado por completo en 1840, estaba adornada con la sencillez propia de la sabiduría: numerosos faroles de cristal, y colgaduras en sus balcones; he aquí el adorno esterior. El atrio del gran teatro estaba decorado con un magnífico cartelón, donde se leía escrita una composición latina,(23)

producción del Sr. Don JacintoAsenjo, catedrático de retórica y poética de la misma Universidad.

     Ocupando el gran púlpito o cátedra de los solemnes actos oficiales, se ostentaba el retrato de cuerpo entero de San Vicente Ferrer, rodeado de un pabellón de ropas de seda. A derecha e izquierda los retratos de algunos de los muchos profesores o discípulos de esta escuela; y el piso de todo el edificio y calle que le circuye, inundado de mirto y arrayan.(24) Los ricos, numerosos y bien dirigidos gabinetes de Física, Química, Medicina, Cirugía e Historia natural y la suntuosa Biblioteca estaban accesibles al público que se precipitó en tropel y confusión durante ocho días, para admirarlos; lo mismo sucedía en el jardín botánico, y nuevo y grandioso anfiteatro anatómico. Fue precisa la colocación de centinelas de la milicia nacional, para impedir, un desorden; y no bastaron los ocho días para satisfacer la ansiedad de propios y estraños, que tuvieron la ocasión de visitar este establecimiento, el primero de su clase, que acaso existe en España.

     Principió la función con una misa rezada, pero acompañada de orquesta, que celebró el Sr. canónigo y catedrático de la facultad de jurisprudencia Dr. D. Francisco Villalba, vice-rector de la misma Universidad.

     Concluida la misa y reunidos los profesores, doctores, y personas convidadas y diferentes señoras que ocuparon las galerías, se trasladaron al espacioso teatro, tomando la presidencia el Sr. rector y doctor D. Mariano Batlles, catedrático de medicina y diputado por esta provincia a las cortes constituyentes. Después de una corta sinfonía, tocada por la orquesta, abrió el acto el Sr. rector con un corto discurso, que indicaba el objeto, y acto continuo pronunció la oración panegírica el más pequeño de los profesores actuales, y el que menos merecía esta honra. Lo digo con la más profunda sinceridad de mi alma: fui yo el elegido; pero suplió a mi pequeñez la bondad, con que fui escuchado; porque los numerosos aplausos que recibí, los debí al cariño de mis discípulos. Eran una muestra de estimación y de estímulo; no un premio al mérito del orador. Debo, no obstante, otra prueba de deferencia a mis respetables maestros y comprofesores, y es la instancia que me hicieron, para que publicase este discurso, escrito, como todas mis obras, con precipitación y por lo mismo sin corrección, y lo que es peor, sin verdadero talento. Cumplo, pues, con los deseos de mis respetados compañeros, insertando a continuación el discurso que pronuncié: es un elogio humilde del Santo; pero no una obra digna del claustro actual de la Universidad de Valencia. Sentiría, que la posteridad juzgara, por esta producción, del estado de las letras que hoy tiene nuestra escuela.



Discurso que pronunció el día 7 de Julio en la Universidad literaria de Valencia en celebridad del cuarto siglo de la canonización de San Vicente Ferrer, Don Vicente Boix, catedrático de geografía e historia, etc. etc.

Potens in opere et sermone.       

M. I. S.

     En medio del entusiasmo, con que Valencia ha celebrado en estos días al gran sabio, al celoso patricio, al ilustre Santo Vicente Ferrer en el siglo cuarto de su canonización; entre esos gritos de júbilo, con que un gran pueblo recuerda las glorias del más distinguido de sus hijos, no debía ciertamente la antigua, sabia y veneranda Universidad tener cerradas sus puertas, sin responder al aplauso universal, que de todos los ángulos del reino exhala la gratitud y la fe religiosa del país. No podía, no debía el respetable cuerpo, a quien tengo el honor de dirigir mi humilde y desautorizada voz en este instante, permanecer impasible, sin abrir las páginas de su historia literaria y señalar a Vicente Ferrer, como el alma que presidió a esta escuela, honra de España, resto precioso de las grandes instituciones, que nacieron en los gloriosos tiempos de la antigua corona de Aragón . El mundo católico admira, con razón, las apostólicas virtudes de uno de sus más ilustres ornamentos y egemplos, y con razón afluye al templo para implorar la protección del gran Santo, favorecido de Dios; pero el mundo literario y político, tiene un deber en reconocer los títulos que, como ilustrado patricio, le hacen digno de ocupar un lugar elevado entre los genios, que impulsaron a la Europa por el camino de la civilización. Las almas piadosas hallan en la vida del Santo un manantial fecundo de caridad, de fe, de amor a Dios y de todas las virtudes en fin, que ilustraron los días más brillantes del cristianismo; y justa y merecida es la solemne ovación secular, con que Valencia renueva la memoria veneranda del escogido del Señor. Mientras el pueblo, pues, tributa al Santo ese culto religioso, que una verdadera piedad presenta más digno de nuestras creencias; y el sacerdote hace oír bajo las bóvedas de nuestros templos, la palabra sagrada en elogio del admirable apóstol de Valencia, justo es, que este cuerpo universitario consagre también su recuerdo a la memoria de Vicente, cuyas luces y patriotismo contribuyeron a la creación de esta escuela, en época ya remota, anunciando al mundo literario nuestra gratitud a tan elevado fundador.

     Sensible es, sin embargo, que sea el intérprete de tan distinguido sentimiento el más pequeño de sus representantes; pero suplirá a la elocuencia, que le falta, la sincera admiración, con que el historiador procurará dispertar en vuestra memoria el recuerdo de la creación de esta Universidad, por la mediación y la influencia de San Vicente Ferrer. Escuchad:

     Cuando Valencia inclinó en el siglo XIII su brillante cabeza ante la cruz del Salvador, que levantó sobre sus minaretos el brazo gigante de Jaime I de Aragón , ni se despojó de su manto oriental, ni ahogó a las plantas de los conquistadores cristianos el genio poético, que la raza árabe había importado desde el Asia central. El pueblo africano de Juzuf, al ocupar al lado de los árabes las riberas fértiles y tranquilas del Turia, no hizo más que revestir con la rudeza de sus desiertos el carácter caballeresco de sus hermanos de religión; y el pueblo árabe, confundido con el de los almohades, dejó sentar entre los dos al pueblo cristiano, que proyectó orgulloso su sombra, cubierta de hierro, para dominar con su mirada este paraíso del soldado musulmán. El vencido no olvidó jamás el recuerdo de su independencia: la espada del cristiano le impuso silencio; pero no le hizo esclavo, en tanto que el pueblo vencedor, masa informe, compuesta de diferentes nacionalidades y lenguas, conservó siempre impreso el sello de sus cunas respectivas, que se habían mecido en los bosques de la Germanía, de la Armórica, de la Escandinavia, y en las crestas de los Pirineos. Valencia, poblada de este modo, presentaba tipos del Norte, del África y del Asia; el árabe, el moro, el judío, vagaban recelosos entre los caballeros y soldados de la Provenza, de Italia, de Cataluña y de Aragón ; y el lenguaje bíblico de los hijos del Oriente se confundió ante la sonrisa glacial de los cruzados. Sobre esta población de tan encontradas procedencias, de tan variados caracteres, de intereses tan contrarios y de tendencias tan estrañas, dominó la figura colosal del Rey conquistador, cuyo genio superior, apoyado en la superioridad de su valor, supo amalgamar todos los elementos y tuvo la alta felicidad de establecer una forma de gobierno, donde cada nacionalidad encontró sin resistencia un recuerdo, una garantía y un trozo de su libertad.

     Desde aquel momento todas aquellas masas se replegaron a sus hogares; porque hubo para todos; para todos independencia. Más que la espada del soldado ha apreciado el mundo el genio del legislador; y los fueros de Valencia son el verdadero monumento de la gloria del Rey D. Jaime. Así se sucedieron las generaciones; y el pueblo árabe adornó con flores nuestras cruces, mientras el soldado cristiano, respirando bajo un cielo de poesía, lejos de ostentar el feudalismo germano, fue, por el contrario, un caballero oriental. Domina, por consiguiente, en las primeras instituciones cristianas de Valencia el espíritu religioso de los cruzados, el orgullo caballeresco de los nobles de Aragón, y la independencia espartana de los vasallos de Sobrarbe. Para asentar, empero, las bases de la futura nacionalidad, consagró el legislador, entre las demás libertades políticas, la libertad de enseñanza, y abrió escuelas, para propagar con la lengua de Ocq el gusto, la aplicación y las letras de la Provenza, único punto de sus reinos donde el saber pacífico conservaba un altar. Pero el estrépito de las armas que Roger de Lauria hizo resonar al pie del Etna, sobre el Cabo Miseno y en las costas de la atrevida Cataluña; las guerras civiles de la Unión, que ahogó entre sus manos Pedro el Ceremonioso, y las contiendas del mismo monarca con Pedro el Justiciero de Castilla absorbieron entera la atención de los reyes y de los pueblos; porque1a guerra en aquellos siglos medios era una ocupación; pelear era vivir, y vivir armado era un deber. Bajo la presión de estas circunstancias prosperó apenas en la espartana población del Cid la instrucción pública, hasta que a mediados del siglo XV, apareció corno el representante de la inteligencia y del desarrollo de la razón, entre las masas militares de nuestros mayores, el genio privilegiado, que Valencia ha colocado justamente entre sus primeros y más grandes bienhechores, el ilustre Vicente Ferrer, a quien los siglos han levantado un monumento de gloria, aún acatando en la misma senda a Rogerio Bacon, Alberto el Grande, Tomás de Aquino, Scotto y Vicente de Beauvais, que fueron las eminencias de las edades de hierro que encadenan la espada de Carlo Magno con el báculo del peregrino Cristóbal Colón. Vicente vino a ennoblecer a su patria en los momentos en que la historia de Aragón ostentaba toda su magestad bajo el cetro de Pedro IV el Ceremonioso; y vino a completar en Valencia la grande obra de la civilización que principiaba a aceptarse, crecer y circular en Europa. Entreveíase la inmediata perfección de la nacionalidad; adquiría importancia el pueblo en la cosa pública anunciábase el espíritu de emancipación y de libertad, manifestado por medio de asociaciones; y el siglo XIV hizo ya grandes ensayos de organización; pero abortaron todos, porque la sociedad no estaba adelantada para prestarse a la unidad, y porque todo era demasiado local, demasiado social, demasiado estrecho, demasiado diferente en las existencias y en los entendimientos. Ni había intereses generales, ni opiniones capaces de dominar los intereses y las opiniones particulares. Los talentos más atrevidos no tenían idea de administración, ni de justicia verdaderamente pública. Y a pesar de esta situación, produjeron aquellos siglos la bula de oro de Carlo IV, de Alemania; la fortuna de Rienzo, último tribuno romano, que resucitó por un día la república democrática de los gracos, y la libertad de los helvecios, por el caprichoso lujo de la tiranía germánica.

     En medio de ese movimiento intelectual y político a la vez, Vicente Ferrer, con el doble carácter de sacerdote y de hombre de estado, reúne a las virtudes del Apóstol y del anacoreta el tacto, la prudencia, la sangre fría y la habilidad del político; y su alma elevada descendía de las regiones de la contemplación, para hacer marchar a la humanidad por la senda de la ilustración, del saber y del bienestar material.

     Permitidme pasar en silencio las obras del Santo y del escogido del Señor; la iglesia ha trazado ya su elogio, y el sacerdocio es el encargado de hacer resaltar las virtudes del noble Apóstol, que marchó por las vías de Dios.

     ¿Y no es grande también Vicente a los ojos del hombre pensador, cuando se le contempla descendido de la silenciosa región del claustro, para confundirse con el pueblo y tornar parte en sus amarguras, y alentarlo y empujarlo a un tiempo por el camino de la felicidad y del saber? Filósofo y sacerdote predica la virtud y el santo temor de Dios y vistiendo la túnica de los dolores del pueblo, se consagra a conservar su bienestar social, derramando los consuelos espirituales y asegurando sus bienes materiales con la defensa de las mejores leyes protectoras. Es el honrado ciudadano que ama a su patria, vigilando la observancia de sus leves en una época en que la fuerza material, dueña todavía de la suerte de los pueblos de Europa, aspiraba también alguna vez a sacudir el espartanismo de los fueros de Valencia, y ahogando con su merecido prestigio las desmedidas pretensiones de los bandos de los Centellas y Solers. Hace triunfar la ley, porque la ley era la libertad de Valencia: y el pueblo acató a su Apóstol, porque su palabra era el producto de la verdad, y la verdad destruyó la tiranía de los ambiciosos.

     La sombra de Vicente veíase aparecer, no sólo bajo las espléndidas techumbres de los castillos de los señores feudales, para enseñar la moderación y el imperio de la justicia, sino también en el taller del artesano, en la choza del morisco y en la cueva del esclavo, para dejar oír en todas partes el acento de la caridad y del consuelo, siempre persuadiendo, y consolando siempre; y llevando en una mano el Evangelio y en otra el código de la ley, era a la vez el representante de Dios y de la más elevada filosofía. Mientras la ciega intolerancia arrojaba a los pies de la tiranía tantos millares de cabezas en Europa, Vicente, celoso defensor de los fueros libres de su patria, recogía a los pobres niños huérfanos de los moriscos, para educarlos en la fe católica, confiando su salvación eterna a la religión, por medio de los hermanos Beguines, y su bienestar temporal a unas buenas señoras: a la caridad y al amor. Para socorrer al hombre, no le preguntaba al esclavo, al judío, ni al morisco, de dónde procedía; las leyes del reino les aseguraban su existencia política, y Vicente, esclavo de la ley, hizo sólo valer su ardiente caridad: pero hablaba, y creían; obraba, y tenían fe; su egemplo realizó su conversión. Nada de amenazas; nada de un celo indiscreto; respetaba a los que debían respetarse, por justicia y por ley, sin que jamás hubiera aprovechado su influencia omnipotente, para desvirtuar el sello de la tolerancia completa, que respiraban los fueros venerandos del país.

     Su patriotismo y su ilustración avanzaron mucho mas: el pueblo se había endurecido durante las desastrosas guerras civiles, llamadas de la Unión y en las continuas luchas con Castilla y con la Francia: nuestros artesanos eran todos soldados; del campo de batalla volvían a los talleres y abandonaban, sin aflicción, el retiro de su hogar para llevar el célebre pendón al seno de la Francia meridional, o a las costas de Italia. El orgullo militar y la fiereza de las leyes suntuarias, que formaban parte del régimen foral, daban a Valencia el aspecto de un campamento dispuesto siempre a combatir. Almugábares, moriscos y cristianos eran hermanos de armas; se toleraban por tradición, por costumbre, por afinidad de pensamientos y porque cada raza tenía su parte de interés en la conservación mutua de la libertad foral. ¡Espectáculo grande, dado a la Europa por el pueblo poético, que se duerme, entre las flores del Guadalaviar! Espectáculo grande, que, nuestro siglo, ávido de tolencia y de garantías sociales, ha podido apenas presentar. ¡Allá! ¡allá en aquellos tiempos, en que con más o menos razón el orgulloso siglo XIX ha llamado bárbaros y oscuros, ofrecía Valencia el aspecto de un pueblo militar, protegiendo bajo la cruz de su estandarte de guerra a las razas orientales y africanas, que lo restante de Europa y España arrojaba a los pies de los caballos de batalla del altivo vasallo feudal! Educado Vicente a la sombra benéfica de unas instituciones tan bellas, y humano por caridad, por voto y por corazón, dio un paso más en la senda del bien, que sus afanes abrían a su patria. Era precisa la instrucción pública, para dirigir hacia el progreso intelectual aquellas masas, a quienes las circunstancias inclinaban esencialmente a la guerra. En ella se empeñaban con frecuencia reyes y vasallos; y era necesario poner un dique a aquel empuje, que el instinto de la época daba a un pueblo, cuyo carácter belicoso no se atemperaba todavía a la suavidad del clima, con que estaba favorecido. Roma debía despojarse de su casco de guerra, para discutir pacíficamente, como Atenas, en el Pórtico del Partenón. La ciencia debía suavizar el ardor de la raza africana y de la segunda descendencia de la generación conquistadora del país. Al tumulto de las armas debía suceder el suave murmullo de los consistorios de la gaya ciencia y de las escuelas tranquilas, en los momentos en que el célebre marqués de Villena renovaba en Barcelona los certámenes y la memoria de Pedro Rogieres, Pedro Remon de Tolosa y Aimeric de Péguilain, de Hugo de Saint Cyr, Azemar el Negro, Pons de Barba y Raimundo de Miraval. Cataluña, pues, lo mismo que Aragón , oía con austo la armonía de las arpas de sus trovadores, y las discusiones de sus poetas e historiadores; y Valencia arrullada por sus brisas, decorada con el brillante azul de su cielo, no podía dejar de convertirse en una Atenas, a quien tanto se parece en genio y vivacidad. Era preciso para ello influencia en el país, dominio sobre el severo consejo de la ciudad, y gran fuerza de voluntad para atraer la multitud, quebrar el instinto militar de las costumbres forales y disipar antiguas preocupaciones. Las disposiciones de Jaime I respecto a la enseñanza se habían ya casi olvidado; y el espíritu, puramente teológico, que había dominado hasta entonces pudría resistir la aparición de otras ciencias, que se miraban por el vulgo como inspiración satánica. Nada de esto fue bastante para detener el plan de instrucción, que Vicente había trazado allá en su mente creadora. ¡Ardua era, Señores, esta empresa; y hubiera sido imposible llevarla a término, a no haber reunido Vicente a su alta importancia política el carácter sagrado de que se hallaba revestido. Vicente marchaba delante de su siglo; los contemporáneos le obedecieron, tal vez sin comprenderle le acataron porque le amaba; no penetraban en su espíritu, pero abrazaron ciegamente sus planes ilustrados. Tal vez sea el único hombre de la antigua corona de Aragón, que haya dominado sólo con su palabra este reino de soldados. Sólo así se comprende el respeto con que se guardó su decisión, cuando hizo reconocer la deposición de Benedicto XIII, aclamado Papa en estos reinos antes del fallo del concilio de Constanza. Sólo así se comprende la autoridad, con que decidió en Caspe la elección de Fernando de Antequera. ¿Por qué? porque en aquellas tiempos de fuerza material, sorprendió su valor apoyado sólo en la caridad; porque en aquellos siglos de ambiciones tan osadas, admiró la abnegación y el desinterés del primer hombre de la monarquía aragonesa.

     Como ochenta años después, Cristóbal Colón ante el consejo de Salamanca, Vicente, que no tuvo necesidad del ausilio del religioso de la Rápita, dirigiéndose al célebre senado o consejo de Valencia, debería mostrarles en lontananza las ventajas de reunir las diseminadas escuelas de la ciudad, para formar con ellas un estudio general. ¿Cómo hacer comprender a aquellos hombres, elegidos casi todos de la masa de honrados ciudadanos, militares todos, la conveniencia de la nueva institución, y desplegar a su vista atónita el porvenir de gloria, que esa institución ofrecerla en adelante? Allí, allí y les diría, estará el saber, estará la inteligencia, estará el genio, que volará a formar parte de los grandes pensamientos que harán cambiar la faz del mundo? ¿Veis tantos poderes, anidados en sus castillos de granito, caer, como los cuervos, sobre las aldeas, para abrir un cementerio en cualquiera parte donde levantan ahora sus tiendas de pieles? Todo eso desaparecerá; se medirán los espacios; se investigarán las entrañas de la tierra y la profundidad de los mares; la voz del cristiano sorprenderá desiertos y bosques desconocidos; toda la raza humana se levantará de sus sepulcros para responder a las preguntas que los sabios la dirigirán; la muerte se pondrá en guardia a la aproximación del hombre investigador; un aparato sencillo derramará la misma palabra y el mismo pensamiento de un mortal por todos los ángulos del globo; el mando rejuvenecerá; se escudriñarán los secretos de la tempestad y de la calma; se medirá la marcha del huracán; un aparato, sencillo también, guiará al viagero por mares desconocidos, y el océano no será una soledad el mundo viejo va a concluir; principiará una nueva existencia... allí allí, honrados Señores, estará también la cruz, y por ella todos los pueblos, y todas las lenguas se entenderán.... ¿Cómo se verificará esto? Dios lo tiene reservado en sus recónditos arcanos yo los entreveo también : siento nacer en mi mente una esperanza desconocida.... Creedme; descansad sobre el escudo, y mandad aprender. Dios lo quiere; Dios es justo; haced lo que place a Dios. -¿Qué podía responder aquella grave asamblea? No te comprendemos, dirían, no podemos seguirte, Vicente; pero cúmplase la voluntad de Dios, y hágase lo que tú dices. -No, no estaba compuesto de sabios aquel congreso; acaso la sabiduría le hubiera llamado loco; allí había honradez y corazón: y creyeron por que eran buenos y porque les hablaba el sacerdote. Cristóbal Colón, Galileo y otros tantos pensadores, fueron insultados por los sabios, porque a los sabios se dirigieron; Vicente habló al pueblo; y el pueblo le creyó. Vicente no había engañado jamás y por ello se le dio fe, no importaba a aquellos íntegros jurados, que el lenguaje del hombre grande envolviera una idea altísima, que sólo una mente privilegiada podía descubrir; lo decía Vicente, y esto les bastaba para obrar. ¿Cuál es ese porvenir de la humanidad? Lo ignoramos. ¿Qué hay más allá? Tampoco lo sabemos: ¿pero lo quieres? sea. Lenguaje de un pueblo seguro de sí mismo; si ellos no, su descendencia al menos vería descorrer el velo al arcano que envolvían las palabras de Vicente. Más feliz que Cristóbal Colón, no hubo de señalar un término a sus días, si pasado ese plazo, no se descubría un nuevo mundo. Vicente no era tenido por loco; y el consejo creyó, obró y esperó. La santidad del sacerdote tuvo un prodigio; la fe del ciudadano lo realizó, y de este doble estímulo nació la Universidad. ¡Época admirable, en que la mano de Vicente levantaba a su voz sola los espíritus, para conducirlos hasta las alturas, que no podían, distinguir! Cuanto le rodeaba producía bienes sin cuento: su dedo señalaba una nueva faz a la humanidad, en la marcha futura de los siglos, mientras su sabio y noble compañero de misión fray Gilaberto Jofré, a la cabeza de unos humildes artesanos, abría el asilo venerable del hospital general. ¿Qué más se pudo exigir del enviado del Altísimo, del hombre pensador y del honrado patricio? ¿Qué faltaba ya para completar sus obras de caridad y de ilustración? Mucho son esos altares levantados por doquiera a la memoria veneranda de Vicente; no hay un hogar donde el anciano, la madre, la virgen, el niño y el hombre no invoque sin cesar la protección del Apóstol de Valencia; pero si el orgullo del sabio, la tenacidad del filósofo y la audacia del político pasaran, cubierta la cabeza, por delante de la multitud, postrada ante esos altares, podría también llamarles un momento y decirles al oído: ese sacerdote hizo respetar el fallo de una asamblea popular, legalmente elegida, al poderoso conde de Urgel; recordad los tiempos y comprenderéis su valor. Ese sacerdote recogió los huérfanos de los moriscos, enemigos de su religión, de sus leyes y de su patria; examinad las opiniones de aquellos siglos, y comprenderéis su tolerancia. Ese sacerdote, desde el silencio del claustro, invoca los poderes públicos, para atraer las ciencias al seno de una sociedad de hierro; recordad la época y comprenderéis su ilustración.

     No, no sonriáis, espíritus altivos, al contemplar la piedad, el entusiasmo y el cariño con que venera a su patrono este pueblo alegre, bullicioso, inteligente y activo, como el pueblo de Solon. Cada nación, cada tribu, cada familia tiene su genio de gloria, desde el egipcio hasta las tribus aztecas de la laguna mejicana. ¿Dónde hay un pueblo de algún valor en la historia, que no tenga un altar, donde se halle inscrito el nombre de un bienhechor? Si concedéis que la humanidad avanza y se perfecciona, preciso es confesar que esa perfección y ese progreso desciende de la larga cadena de hombres respetables que, con más o menos fortuna, han conducido, conducen y conducirán a esta gran familia, hasta su completo bienestar. Tal vez sea el martirio el premio de esos altos trabajos; no importa, es más gloriosa esa corona de espinas, que el sangriento trono de los conquistadores del mundo. Si Jaime I de Aragón no hubiera sido legislador, no sería más que un Rey de valor y de fortuna; Valencia casi le adora: ¿por qué? porque le dio una verdadera libertad; olvidó la sangre que vertió como soldado, para acatar el bien que le dio como legislador.

     No fueron precisas tantas consideraciones para resolver al consejo de Valencia; y en el memorable día 7 de Octubre de 1411 se decretó la reunión de los estudios. El objeto estaba conseguido; su organización dependía del tiempo y de las circunstancias, como así se verificó en el primer reglamento, publicado por el consejo en 30 de Abril de 1499, con tal amplitud en los estudios, que, a petición de los jurados, el célebre papa Alejandro VI, distinguido valenciano, espidió en 20 de Enero de 1500 las bulas correspondientes, creando la Universidad; bulas que el rey D. Fernando II el Católico aprobó en 16 de Febrero de 1502.

     Desde la primera instalación de los estudios, marcha la ciencia en nuestro país a pasos de gigante; acumúlanse aquí los hombres pensadores en todos los ramos del saber; de su seno salen príncipes para la Iglesia; genios para la política y.e1gobierno del mundo; reciben los profesores privilegios estraordinarios, y la Universidad de Valencia envía sus doctores y sabios a representar la inteligencia en las universidades estrangeras. Valencia se pone en contacto con todos los sabios de Europa. Volved la vista en rededor; esos graves personages, cuyos retratos adornan los muros de este imponente recinto, forman una pequeña parte del vasta catálogo de hombres eminentes para el mundo científico. Jaime Pérez; el cardenal Despuig; el orientalista Zaguntino; el comentador Belluga; Alonso de Borja, papa Calixto III; Ferriz, profesor de Bolonia; el astrónomo y médico Torrella, y el célebre médico Jaime Roig, Palma, doctor en el concilio de Trento; el primer historiador valenciano Pedro Beuter; Egea, profesor de Montpeller; Frígola, apellidado el Santo, vice-canciller del supremo de Aragón ; Pedro Gimeno, padre de la ciencia médica de Valencia; Ledesma, traductor de Avicena y comentador de Galeno; Collado, el descubridor del hueso stapes; el político Rocafull; el orientalista Guerau; Rey de Artieda, jurisconsulto, filósofo, poeta y soldado; el hombre de Estado Crespí de Valdaura, gobernador de España durante la menor edad de Carlos II; el célebre Lorenzo Mateu, comentador de los fueros; el botánico Melchor de Villena; García Salat y Vicente Gil; Vilaroig; Cabadés; Andrés Piquer; Juan Sala; Benavente; Simón Rojas Clemente Gabriel Ciscar; Tomás Manuel Villanova; el gran matemático Tosca; el abate Andrés, Gimeno; Garelly; Liñan; Orfila; Ortolá; Falcó; Galiana; Borrull... Vosotros los conocéis a todos, sabios doctores y venerables maestros míos: cada uno en vuestra ciencia sabe la historia de esos hombres eminentes, y entre ellos no olvidaréis a Juan Nuñez, a Vicente Antist, a Diego Mas, al primer filósofo y humanista de su tiempo Juan Luis Vives, a Lorenzo Palmireno, Corachan, Martí, Muñoz, Cabanilles... Todos os son conocidos... todos ellos constituyen el congreso de hombres grandes, que han ilustrado esta escuela, o como discípulos o como profesores. En lo alto de este olimpo científico brilla la figura humilde y evangélica de Vicente Ferrer. ¿Concluirá un día la obra que su genio comenzó? ¿Habrá una mano profana, que sea capaz de recoger tantas memorias venerandas para arrojarlas al fuego? ¿Sería posible que el impetuoso siglo XIX arrastrara en su corriente una institución que marcha con él, y marchó con los demás? ¿Servirían de juguetes a los niños o a los ignorantes esa soberbia y magnífica biblioteca, esos completos y bien ordenados gabinetes de física, de química, de medicina y cirugía, e historia natural, nuevo anfiteatro anatómico, y ese jardín botánico, pintoresca miniatura de la vegetación universal? ¿Desaparecería bajo las plantas profanas este edificio colosal, este santuario del saber? No, no; eso no puede suceder en nuestro siglo, o sería un espantoso anacronismo. Valencia perdería una de sus joyas más brillantes semejante catástrofe levantaría hasta las conciencias. Eso no puede ser, no, no será.

     Bien hacéis por lo mismo, señores, en hallaros en este sitio, para rendir en este día un culto de gratitud a la memoria de nuestro ilustre y primer favorecedor. Vuestra presencia recuerda aquí todas las glorias pasadas, que tan bien sabéis conservar y aumentar. Sois todavía el sostén de la grande obra principiada por Vicente; sois todavía, a pesar de vuestra humildad, los continuadores del gusto que el ilustre Blasco introdujo en nuestra escuela; sois dignos del profesorado. Vuestras obras, y vuestro egemplo, forman el más bello elogio de los adelantos de nuestra Universidad; y siempre, siempre conservaréis incólume el honor, la dignidad y la altísima reputación de este antiguo cuerpo científico, que si alguna sombra le oscurece en este momento es sin duda la presencia mía, en un lugar que ciertamente no merezco. Adelante, señores, en la grande obra en que nos hallamos empeñados; así lo reclaman nuestra misión, el porvenir de la juventud confiada a nuestra dirección, el honor de esta distinguida escuela, y el empuje del siglo que marcha a realizar los grandes pensamientos, que Vicente Ferrer, en armonía con los bienhechores de la humanidad, concibió allá en su mente creadora. ¡Perseverancia y valor! Vicente Ferrer nos confió el sostenimiento de su obra; esta obra constituye un monumento universal, del que huye sonriendo la ignorancia; guiemos por su egemplo a esa juventud que nos sigue con fe y con voluntad, para que al retirarnos apoyados en el báculo de los viejos, para sentarnos al borde del sepulcro, nos diga nuestra conciencia: Habéis llenado vuestro deber Valencia no ha perdido su nombre; la Universidad es digna de su fundador; dejad en paz esta senda de peregrinación, para vivir en la inmortalidad. He dicho.

     Terminado el discurso, se procedió al premio de los alumnos sobresalientes, que por suerte, podían aspirar a esta distinción. El premio consistió en un egemplar de las obras del célebre filósofo valenciano Luis Vives, edición lujosa; ocho tomos en folio; en otro de la obra de Marco Tulio Cicerón, titulada De Officiis, en un tomo en 4.º, y otro en uno de las obras de D. Agustín Silvela. Las de Luis Vives para las facultades de medicina, jurisprudencia, y de filosofía; la de Cicerón para los tres años del instituto; y la de Silvela para los tres de latinidad y humanidades. En esta clase fueron comprendidos los alumnos del colegio de las Escuelas-Pías y de enseñanza doméstica; pero en todos se exigía, para entrar en el sorteo, la nota de sobresaliente. Obtuvieron la suerte en jurisprudencia, D. Bienvenido Oliver y Esteller y D. Juan Sorní y Villarrasa; en medicina, D. Juan Gómez Andrade y D. Juan Sevilla y Melo; en la facultad de filosofía, D. Cecilio Alegre y Renau; en filosofía elemental, D. José Moya y Soler; en latinidad, D. Antonio Tarazona y Blanch, alumno de las Escuelas-Pías, y en enseñanza doméstica, D Francisco Cubells y Cubells.

     Terminóse el sorteo; y la estensa duración de este acto sólo permitió la lectura de tres poesías, una la una, y dos castellanas sobre las muchas que se presentaron. La primera fue escrita por el citado profesor D. Jacinto Asenjo, y leída por el Dr. D. Miguel Payá; y las segundas por los alumnos D. Rafael María Liern y D. Miguel Vicente Roca. Escribieron también otras poesías análogas el profesor D. Pedro Romero, catedrático de literatura latina, D. José Peris y Pascual, D. José Zapater y Ugeda, D. Francisco Genovés Y Burguet, D. Filiberto Díaz y Donderis, Don Teodoro Llorente, D. Antonio Ruiz, D. Joaquín Serrano, D. Tomás Solanich, D. Vicente Querol, D. Carmelo Calvo Asensio, D. Félix Pizcueta, D. José Iranzo y D. Jacinto Labaila, jóvenes dignos de estima, esperanza de las letras, y conocidos ya muchos de ellos por otros ensayos felices en la literatura.

     El Sr. rector concluyó este acto, dando las gracias a las personas distinguidas que le habían honrado con su asistencia; acto que mereció el aprecio público por la gravedad, el noble aparato y escogida concurrencia, con que se presentó. La Universidad ha dejado en los anales de estas fiestas un señalado recuerdo de distinción; ha ocupado dignamente su lugar, como lo ocupan en la sociedad los sabios profesores, que hoy constituyen su mayor progreso.

     Casi a la misma hora y en el mismo día 7, en que la sabiduría congregaba bajo las venerables bóvedas universitarias a tantas notabilidades científicas, concurrían las autoridades a la inauguración del humilde asilo, consagrado bajo la invocación de San Vicente Ferrer, a la guarda y educación de los párvulos pobres.

     Abierta por la iniciativa y por los primeros recursos facilitados por la asociación, en el local que hasta estos días había sido iglesia del colegio imperial de niños huérfanos de San Vicente Ferrer, y acogida a la protección de la patriótica Sociedad de Amigos del País, la nueva escuela se inauguró antes de terminar las obras, que ahora la embellecen. Presidía el acto el simpático Sr. Vilar de Vidaurreta, secretario y gobernador interino de la provincia, y vimos en aquel humilde recinto, exornado modestamente, al Sr. general segundo cabo, al Sr. alcalde, presidente del Excmo. ayuntamiento, los Sres. canónigos Carrascosa, López y Montagut, Sr. conde de Almodóvar, y al de Ripalda, al Sr. marqués de Someruelos, y al de Montortal, a los ilustrados redactores del Diario Mercantil y del Valenciano, al Excmo. Sr. conde de Cervellon, y al de Creixells, a las Sras. religiosas del distinguido colegio de Loreto, y los Sres. de la comisión de párvulos D. Juan Castillo, presidente; D. Francisco Pujals, vice-presidente; D. Santiago García, D. Tomás Rubio y Almenar, D. Ramón Dorda, Don Matías Llop, D. Ramón Díaz, D. Antonio de Lacuadra, D. Antonio Quilis, y D. José María Llopis, el P. provincial de las Escuelas-Pías D. Vicente Borja y el P. Sebastián, Pedron de Sta. Teresa de la misma orden; los Sres. diputados provinciales D. Félix Gallac, y D. Francisco Ramírez, y el director del colegio de San Vicente D. Sabas Trapiella.

     Abierta la sesión, el vocal secretario de la misma comisión de párvulos, y que todo esto escribe, pronunció el pequeño discurso siguiente, que conmovió al público, más por el objeto a que se dirigía, que por la energía, ni la ternura de su elocuencia.

     Señores: Me cabe la satisfacción de ser, en estos momentos solemnes, el humilde intérprete de los sentimientos de la comisión de párvulos de San Vicente Ferrer, a la que tengo la distinción de pertenecer. Testigo, empero, del afán con que sus dignos individuos han procurado llegar a este acto de alta importancia moral y política para el porvenir puedo señalar uno por uno los pasos, que ha seguido hasta aquí bajo el amparo de Dios y de las dignísimas autoridades, y con la cooperación de patricios de inolvidable recordación.

     La institución de las salas de asilo se halla estendida por Alemania, Francia, Bélgica, Inglaterra, Prusia y en no pocos pueblos de la monarquía española. Su objeto principal es recoger en un punto a los niños de tantos pobres jornaleros que, al abandonar durante el día sus modestos hogares, para buscar un pedazo de pan en el trabajo, puedan llevar la confianza, de que sus inocentes hijos se hallan seguros en brazos de la caridad. Así se ven libres de tantos peligros, que abruman por las calles de los grandes pueblos a esa tierna infancia, cuyo oído delicado deja paso a toda clase de palabras, cualquiera que sea el labio que las pronuncia, y en cuyo corazón queda grabado el egemplo de cuanto sus ojos ven. Mejor, que yo, comprenderéis, señores, la utilidad de estos asilos, que tienden a morigerar casi desde la cuna a esa numerosísima clase obrera, privada generalmente de medios para recibir instrucción; ella forma la gran masa de nuestras primeras poblaciones, y justo es inocular desde los primeros años en su infancia las grandes ideas de la moralidad, de la religión y del deber, antes de que la necesidad de los padres tenga que conducir a sus hijos al trabajo. Sólo así es posible enlazar las exigencias del siglo que avanza, con los eternos principios de la moral cristiana, que deben servir de base a los grandes cambios sociales que se están verificando. La niñez pertenece a todos; estos asilos la guían por la senda de la moralidad y de la virtud: cuando estos niños sean hombres serán buenos, cualquiera que sea la denominación que adopten los poderes públicos. he aquí por qué los gobiernos de todas formas, y los hombres de todas opiniones han prestado a estas salas la más decidida protección. Es obra de caridad, obra de filantropía, obra de patriotismo, obra de religión.

     Así lo entendió hace muchos años la benemérita y celosísima Sociedad de Amigos del País, cuando concibió el proyecto de establecer en Valencia un Asilo de Párvulos.

     Para ello nombró una comisión especial; pero circunstancias imprevistas y agenas a la voluntad de sus respetables individuos dejaron incoado el proyecto, que nunca se echó en olvido, para poderlo realizar en la primera ocasión.

     Poco después el gobierno recordó, en medio de sus altas atenciones, la necesidad de abrir estos asilos, dispensando para ello su elevada y poderosa protección. Tan oportuna medida fue secundada, como era justo, por la autoridad superior de esta provincia, y con la rapidez del entusiasmo se inauguró la escuela en los pisos bajos de la casa-enseñanza el día 10 de Octubre de 1853, bajo la dirección de D. Mariano Adúa, y con el nombre de Egaña, que fue el ministro que publicó el decreto. La apertura del establecimiento y el modo con que se había llevado a efecto, mereció el agrado de S. M., como se dignó manifestado en Real orden de 18 de Noviembre del mismo, año.

     Para darle mayor estensión e interesar en su conservación a todas las clases de la sociedad, se formó una comisión, bajo la presidencia del Sr. alcalde, se formuló un reglamento de asociación caritativa; se recogieron suscriciones, y el Excmo. ayuntamiento, secundado siempre por la autoridad superior, completó la grande obra que acababa de inaugurarse. Razones de economía y consideraciones de utilidad obligaron en este estado a la comisión a impetrar la cooperación de las señoras religiosas de Loreto, a quienes un voto particular liga a esta clase de obras de instrucción, entre otras de caridad evangélica. La comisión halló pronto y eficaz ausilio en estas apreciables religiosas, y por disposición de la autoridad se encargaron del asilo en 13 de Enero de 1854.

     Desde aquella época tomó el establecimiento rápidas y asombrosas proporciones, tanto en su parte material debida a la municipalidad y a su Sr. alcalde D. Juan Miguel de San Vicente, como en su parte moral, confiada a las inteligentes y activas religiosas. Se completó el menage, y concurrieron a la escuela 206 niños y 96 niñas, cuya dirección e instrucción no costaba sacrificio alguno, porque las religiosas prestaban este servicio tan útil, como cristiano, sin estipendio y sin honorario de ninguna clase. El establecimiento atrajo la atención; y la comisión recuerda con gratitud las felicitaciones verbales y por escrito; que se recibieron de las autoridades civiles y eclesiásticas, y de cuantas personas tuvieron la dignación de visitar el asilo, examinándolo hasta en sus menores detalles.

     Mayor hubiera sido el progreso de la institución; más abundantes los resultados que se preparaban; y otras escuelas se hallaban próximas a abrirse, cuando los acontecimientos políticos del año último, y sobre ellos la horrible epidemia del cólera, vino a destruir las obras levantadas con tantos sacrificios y tanta abnegación, de los patricios que constituían esta asociación filantrópica.

     Pero pensamientos tan humanitarios no mueren jamás, la conciencia pública les da una sanción sagrada; duermen; pero no perecen. La gloria de, hacer reaparecer este asilo se debe a la gran asociación de Valencianos, para celebrar el cuarto siglo de la canonización de San Vicente Ferrer. Guiada por un noble impulso ha hecho bribar en todas sus formas el genio inteligente y creador de nuestro país; pero ha tenido por base principal de su cometido la beneficencia y la instrucción. A manos llenas ha derramado los actos de caridad; y con una ilustracción, digna de aplauso, deseó el establecimiento de esta escuela, dándole no sólo la vida, sino recursos también, para renovar su existencia. ¡Dios bendiga a tan honrados patricios! Estos niños pronunciaran un día sus nombres; cuando los sepan, los bendecirán con más fe. Para no distraer sus urgentes y multiplicadas atenciones tuvo la asociación la bondad de consultar a la antigua comisión de párvulos y de apelar a su filantropía, para que emprendiera de nuevo la obra de este asilo bajo la invocación de San Vicente. Y la comisión se reunió, conferenció, evacuó su informe y aceptó el encargo que con tanta honra se le confiaba. Mientras la comisión se preparaba a los nuevos trabajos, la gran asociación, por consejo de la misma comisión, ponía la escuela bajo el amparo del Santo y bajo la inspección e influencia de la Sociedad de Amigos, a quien se debía el primer pensamiento antiguo. A esta comisión se agregó entonces la que existía de la Sociedad, y desde aquel momento ha sido uno el pensamiento, una la voluntad. La asociación ha dispensado recursos; el Excmo. señor arzobispo los dispensa también; el colegio del arte mayor de la seda no se ha olvidado de los niños; otras corporaciones y particulares, y hasta los escelentes y dignísimos poetas que han formado la corona magnífica a la gloria del Santo, se han acordado también de estos pobres. Los Sres. D. Antonio Ripollés y D. Manuel Benedito, diputados provinciales agregados a la comisión, han prestado servicios, que no olvidarán jamás las almas agradecidas. El Sr. gobernador civil y el alcalde constitucional han impulsado la obra, con esa protección que era de esperar de su ilustración y patriotismo: la junta directiva de este santo hospicio ha estado generosa hasta el estremo, ofreciendo sin dificultad alguna este recinto, que fue su antiguo templo; el director general de las hermanas de la caridad se ha prestado con delicadeza a facilitar la asistencia de dos religiosas de la orden, que vendrán a formar parte de esta comunidad con el objeto de dirigir la escuela. El Sr. clavario del colegio ha secundado a la junta removiendo toda clase de obstáculos; y se espera fundadamente en la caridad del Excmo. Sr. marqués de San José, para adquirir un trozo de su huerto contiguo, que hace falta para el complemento de la escuela. Todo esto ha sido rápido, casi improvisado: en horas se ha trasformado el templo y se han hecho obras importantes; el Excmo. ayuntamiento ha facilitado con una galantería digna de memoria, los enseres de la antigua escuela; se ha vuelto a recoger los niños, y a su instrucción se ha dedicado generosamente el Sr. D. Mariano Tamayo, profesor de la escuela Normal.

     El local del asilo está, pues, escogido; las obras principiadas; preparada la instrucción; asegurada la subsistencia de las dos religiosas que la han de dirigir, y todo se ha hecho por momentos, para que llegara esta día. Y este día ha llegado, y San Vicente corona los esfuerzos de la comisión al ver honrado este venerable recinto con la presencia de las dignas autoridades y de personas ilustradas, que vienen a colocar la primera piedra de la obra social que se prepara. ¡Gloria a la asociación de fiestas; gloria a todos los bienhechores! ¿Cómo podré yo espresar toda nuestra gratitud? Hay acciones que no hallan recompensa digna en la palabra del hombre; su premio está en la conciencia. Pero entretanto ponemos esta obra en manos de la Providencia y bajo el amparo del Santo en cuya casa se albergan ahora estos niños; y esperamos que se concluirá, y esperamos que se perpetuará, dando lugar a la habilitación de otros asilos.

     Gracias, pues, señores, a todos, en nombre de estos niños que no hablan todavía, pero que reciben el beneficio besando la mano que les acaricia; gracias en nombre de tantos padres de familia, pobres jornaleros, que os cercan por todas partes y os llenan de bendiciones; gracias en nombre de la comisión que, al terminar su obra, llevará el consuelo de que no le ha faltado ni la asistencia de Dios, ni la caridad de Valencia; gracias, en fin, por mí, que puedo apreciar cuanto habéis hecho por este asilo, y la atenta bondad que habéis dispensado a estos recuerdos de una historia de caridad. Para cuanto habéis hecho, almas benéficas, por estos pobres, no hay recompensa bastante debida en la tierra.... pero sí la hay, señores: la hay en la conciencia de cada uno; y nunca falta un corazón agradecido que se acerca alguna vez al sepulcro del hombre honrado, para derramar una lágrima de bendición a su memoria. He dicho.

     El público escogido, que llenaba el asilo, se dignó pero dispensar a este discurso los más lisongeros elogios mayores los mereció la contestación del Sr. Vidaurreta, que estuvo oportuno, feliz, apasionado, y elocuente en su improvisación. En seguida se presentaron unos cincuenta niños, de uno y otro sexo, y ya por mano del Sr. presidente y de las demás autoridades, ya de otras personas, recibieron dos reales vellón, un ramo de flores, una estampita con la imagen del Santo y una medalla colgada de una cinta que se les puso al cuello. Un niño dio las gracias en dos solas cláusulas, terminando este acto, en que se vertieron lágrimas de ternura, de caridad y de consuelo. La escuela está concluida bajo el amparo de Vicente y de la Sociedad de Amigos del País; la caridad la sostendrá; los buenos patricios la dispensarán su cariñosa, protección.

     Antes, empero, de estas funciones, en que el saber por una parte y la caridad por otra marcaban el progreso humano en general, y el carácter filantrópico de estas fiestas en particular, celebró otra la Sociedad Económica de Amigos del País. Desde los tiempos del Sr. rey D. Carlos III, ilustrado fundador de estas patrióticas instituciones, no habrá tal vez celebrado la Sociedad de Amigos otra sesión tan concurrida, tan brillante, tan nueva, tan sorprendente como la que tuvo lugar en la noche del día 2. Figuraos el espacioso patio de la Universidad cubierto con magnífico toldo: el ángulo que corre por la pared del edificio que fue de la academia de San Carlos ocupado por un alto y estenso entarimado, en cuyo centro, bajo regio dosel, se descubría el retrato de nuestra Reina Doña Isabel II, y a sus pies la presidencia, y a un lado y otro suntuosos sofás y sillones de terciopelo un ancho graderío conducía a este puesto de honor, y formando calle dos series de sofás, con asientos de terciopelo, que cruzaba de un estremo a otro del patio hasta el pie del citado graderío: numerosas filas de sillas se estendían por detrás de aquellos asientos; a la izquierda, y detrás de las sillas, una escalinata, destinada para los niños y niñas premiadas. la espaciosa galería del claustro cubierta de sillas, alumbrada con los faroles del establecimiento; la pared que ocupaba la presidencia velada por ricos tapices, y el entarimado por lujosas alfombras; una concurrencia inmensa compuesta de lo más noble, elegante y bello que encerraba la sociedad de Valencia; el profuso lujo de vestidos y adornos, autoridades civiles, eclesiásticas y militares; corporaciones de la capital; poetas, artistas, artesanos, escritores, militares, niños de San Vicente, de la Misericordia, de la Beneficencia, y de los establecimientos todos de instrucción primaria, perfume abundante de flores; iluminado todo por ricos candelabros y caprichosos juegos de luz de gas, colocados entre arcos de mirto; y una noche tranquila, y una orquesta numerosa, y un bienestar dulcísimo; y tendréis una idea imperfecta del aspecto poético, armonioso y mágico que presentaba aquella deliciosa reunión. Quisiéramos ver copiado en un lienzo aquel cuadro, único que hemos visto en su clase, y que fuera de los jardines de Luis XIV o Luis XV de Francia, no concebimos otro espectáculo igual. Teniendo a derecha e izquierda al excelentísimo Sr. capitán general y al Ilmo. Sr. obispo de Segorbe, y tantas y tantas notabilidades políticas, eclesiásticas y militares, presidía dignamente el activo, celoso y apreciable valenciano, director de la Sociedad, el excelentísimo Sr. D. Vicente Rodríguez de la Encina, barón de Sta. Bárbara. La comisión encargada llenó sus funciones con galantería, con esmero y con eficacia.

     Descubierto el retrato de la Reina, y poseído de la más profunda admiración el público escuchó el discurso, que por encargo de la misma Sociedad, pronunció el socio Don Manuel Benedito, cautivando por la manera y por las formas de su oración. Al concluir recibió una salva de prolongados aplausos, seguidos de ese murmullo grato, que anuncia la más completa satisfacción.

     El discurso decía así:

     En estos momentos en que la paz del mundo parece próxima a ser turbada por el choque de los opuestos principios y de las grandes ambiciones, que han escogido el campo allá en las estremidades de Europa, se ofrece un espectáculo grato y consolador al hombre contemplativo que asiste tranquilo a estos magníficos concursos, donde se ostentan, crecen e impulsan las artes de esa misma paz amenazada. Cuentan los viageros que la naturaleza niega sus producciones al terreno situado al pie de los volcanes: el mundo moderno, por fortuna, aun en medio de sus continuas agitaciones, y del profundo desasosiego que causa la incertidumbre del porvenir, halla solaz y espacio para consagrarse a importantes descubrimientos, a mejoras utilísimas, a invenciones sublimes, y a empresas colosales, reuniendo después en más o menos vastas esposiciones los productos de su genio y de su industria, para que, siendo conocidos, el bien que de ellos resulte se difunda por todas partes. ¡Quién sabe, si los esfuerzos que se multiplican en este sentido, la rapidez prodigiosa de las comunicaciones, y el instinto de sociabilidad siempre creciente, lograrán al fin hacer refluir en bien del orden moral tantos y tantos progresos, como en el material admiramos cada día! Misterio es éste, que la Providencia esconde en sus profundidades: nosotros somos demasiado humildes, para intentar descorrer el velo; pero demasiado honrados, para dejar de espresar nuestro deseo ardientísimo de ver la paz, la concordia y la felicidad fijando su domicilio entre los hombres.

     Involuntariamente me he estraviado de mi propósito; disimuladme. La benevolencia de la Sociedad me ha designado para deciros breves palabras sobre el objeto de este solemne acto. Procuraré ofrecerlo a vuestra consideración bajo dos diferentes puntos de vista; como estímulo poderoso de la industria y de las artes valencianas, como ofrenda a la memoria del más ilustre hijo del país.

     Un clima templado, un cielo limpio y sereno, y un sol espléndido, no sirven solamente para dotar el suelo de fecunda vegetación: estiéndese su influjo a producir la viveza de ingenio, el despejo de imaginación que, en medio de una vida activa y laboriosa, dejan ver los felices habitantes a quienes cupo una parte privilegiada de la herencia común. Así favorecidos los valencianos, los faltaba ciertamente espacioso campo donde hacer públicos sus adelantamientos, e inflamar su genio con el eficaz ausilio de una noble emulación, y la Sociedad, primera siempre en acoger los pensamientos útiles, acudió presurosa a llenar la falta, creando las esposiciones. El progresivo alimento de objetos presentados, y de la concurrencia ávida de examinarlos que atraen, dice bien cuánto ha sabido el país conocer y apreciar tan importante mejora.

     Pareciera a muchos que nuestra agricultura había llevado a los límites de la perfección, y sin embargo, la abundancia de productos, el mejoramiento de los frutos de antiguo conocidos, y la aclimatación de otros nuevos, vienen cada día a patentizar progresos en el cultivo, y a demostrarnos cuánto pueden avanzar las artes humanas, sin que lleguen a tocar la suspirada meta.

     Reina de las flores llamó la poesía a nuestra patria desde muy antiguos tiempos, y con placer observamos los esfuerzos de la jardinería para conservar con brillo este hermoso título; vedla sino cómo engalana a las hijas del país, realzando su belleza, y adorna los altares, aumentando las pompas del culto.

     La industria manufacturera, destinada a satisfacer necesidades de la vida, o a acrecentar sus comodidades, merece bien un lugar preferente en este rápido bosquejo de los modernos adelantamientos. No son escasos los que nos ofrece en sus diversos ramos, y tanto más apreciables cuanto debidos a una rivalidad empeñada y fecunda con industrias estrangeras, de cuyo yugo aspira felizmente a emanciparnos: especialmente fijan la atención los progresos de los hilados y tejidos de seda, cuya producción, si malograda dolorosamente en éste y el pasado año, no puede dejar de considerarse como una de las más ricas y espontáneas del país.

     Demos también una mirada de complacencia a la juventud que con ardoroso anhelo cultiva las bellas artes: ellas ¡doloroso es decirlo! son las menos favorecidas por la época presente, escasa del espiritualismo que ha inspirado las obras maestras del arte, pero aun así, sobresalen algunas de aplicación práctica, y en otras de más elevado concepto, se advierten destellos luminosos, que recuerdan la patria de los Joanes y Riberas.

     La educación y la instrucción, bien lo sabéis todos, han sido siempre objeto preferentísimo de las tareas de la Sociedad: en su amorosa solicitud han encontrado siempre las escuelas primarias sostenimiento o protección, y a sus constantes desvelos se debe la primera fundación de esas enseñanzas de que tanto provecho grangean las ciencias físicas, el comercio y la industria. En breve veréis el tierno espectáculo que presentan jóvenes y niños aproximándose a recibir la medalla de honor que premia y estimula su aplicación, y si los afanes de los amigos del país necesitasen alguna recompensa, veréis también cuán colmada la reciben en la dulce complacencia, que les hace esperimentar este feliz momento.

     Mas hoy todavía se ofrece otro motivo de gran satisfacción para el pueblo de Valencia. Volved los ojos al colegio de huérfanos de San Vicente Ferrer, y bajo su santa invocación, uniendo caridad a caridad, veréis renacer el asilo de los pobres parvulitos. ¡Ah! tengamos orgullo de este grande acto: el orgullo de hacer bien es tal vez el único disculpable.

     Pero, señores, al recorrer la serie de los adelantamientos de nuestros días, debemos precavernos de mostrar injusto desdén hacia los que nos precedieron en el camino. Si nos ha cabido la suerte de vivir en el siglo del vapor y de la electricidad, a otros cupo no pequeña gloria, restaurando la nacionalidad, combatiendo la rudeza del feudalismo, encendiendo la apagada antorcha de las luces, y tras la sublime invención de la brújula, lanzándose a remotos mares en busca de mundos desconocidos. Los períodos de la vida de la sociedad no se desarrollan aisladamente; para el desenvolvimiento de cada uno, sirve la nutrición de los anteriores. No de otra suerte sería posible reunir el fondo de conocimientos y de esperiencia, que se necesita para perfeccionar los más útiles inventos, estender sus aplicaciones, depurar las ideas, fijar los sistemas, y en lucha incesante de continuados trabajo, y de aciertos y de errores, preparar las conquistas de la civilización.

     Agradecido y laudable ha sido, pues, el pensamiento de consagrar este acto solemne a la memoria del eminente patricio, a quien Valencia y el mundo aclaman héroe en la ciencia, en el gobierno y en la virtud. Su figura, humilde y colosal al mismo tiempo, se destaca en la historia de los siglos a que pertenece, como un faro luminoso entre las sombras. Repartió cetros, apaciguó reinos, difundió la caridad, protegió las letras, e inspirado del cielo, predicó la doctrina santa y civilizadora entre las gentes. ¡Cuántas grandezas reunidas en la vida de un sólo hombre! ¡Y cuánta enseñanza ofrece a los que se sientan con fuerzas, para desempeñar el papel de guías y conductores en la marcha de la sociedad.

     No se espere, no, que llegue el hombre al límite de la perfección, concedida a la humana naturaleza, ni que florezca la paz, ni que reine el orden, ni que vivifique la libertad al mundo moral, si es que se cree y vive como nacido sólo para los goces de la tierra, reduciendo su alteza y dignidad a tan mezquina circunferencia. No; el hombre, criatura de Dios, debe vivir sobre todo en la esfera amplísima del espíritu, haciendo descender a su inteligencia y a su corazón algunos rayos de la razón divina, de la verdad absoluta y eterna. Así, y sólo así podrá sofocar las tendencias del sórdido egoísmo; conciliará su propio bien con el de los demás; impulsará las grandes creaciones de las ciencias y de las artes: se lanzará a empresas atrevidas; cruzará, si es posible, las regiones del aire; y corona de todos sus trabajos, serán la paz, la armonía, la facilidad del género humano.

     Participad, pues, señores, de la fe que alienta mi corazón. En los adelantamientos todos del siglo, contemplad la mano de la Providencia. ¡Que se cumplan sus altos fines!

     Un prolongado, repetido y espontáneo aplauso respondió a las últimas palabras del orador, que fue escuchado en medio del más profundo y respetuoso silencio.

     En seguida se concedieron treinta y seis premios de medalla y cinta a otros tantos niños que, no escediendo de 8 años, resultaron en los exámenes más aventajados en todo el texto de la doctrina cristiana, leer impreso y escribir en pautado.

     Treinta y un premios de medalla de plata y cinta a otros tantos niños que, no habiendo escedido de 10 años, resultaron dignos en los exámenes de doctrina cristiana, leer impreso y manuscrito, escribir en papel blanco y las cuatro reglas simples de aritmética.

     Dos medallas de plata dorada y cinta a los dos niños menores de 12 años, impuestos perfectamente en las dos clases anteriores, en historia sagrada y la de España, conocimientos del sistema métrico decimal de pesos, medidas y monedas, gramática castellana y reglas de urbanidad.

     Un premio especial de medalla de plata dorada con cinta de segunda clase a Enrique Juan, de la casa de Beneficencia, por haberse distinguido en los exámenes, para obtener el premio de tercera clase de la manera más aventajada.

     Una corona de laurel y encina y cinta rotulada a Don José Lluch y Guas, de 11 años, que resultó sobresaliente en los conocimientos anteriores y en las cuatro operaciones de aritmética, en números quebrados y denominados, ortografía, sintaxis y prosodia de la gramática castellana y geografía de España.

     Dos premios estraordinarios de medalla de plata de segunda clase y cinta de la tercera a Salvador Montaner y Juan Bautista Lleonart, de la casa de Beneficencia, opositores al premio de la corona.

     Un testimonio de aprecio y nueve cartas de estimulo a otros tantos niños, dignos de este premio inmediato, y tres egemplares del tratado de educación de Mr. Julien, y un oficio laudatorio a otros niños de bastante instrucción para obtener esta honra.

     Entre las niñas fueron premiadas treinta de primera clase; veinticuatro de segunda; y dos de tercera que sabían doctrina cristiana, leer, escribir en pautado y en blanco, calceta, coser liso, las cuatro reglas simples de aritmética, coser primoroso, zurcir y bordar en blanco, al pasado y cadenilla, historia sagrada de Fleury, gramática castellana y reglas de urbanidad.

     Una corona de flores y cinta a Doña Filomena Fernández, de 12 años, hábil en las clases anteriores y en las materias señaladas para este honor.

     Seis egemplares de las fábulas de Samaniego a otras tantas niñas, dignas de los premios inmediatos.

     Se repartieron premios de 500, de 750, de 320 y de 250 a niños y niñas del colegio de niños de San Vicente Ferrer: una medalla de plata dorada, dos de plata con cinta de segunda clase, cuatro de plata y cinta de tercera, cartas de estimulo a otros tantos niños, y los mismos premios a igual número de niñas, que se distinguieron en la escuela gratuita de canto: doce medallas de plata de tercera clase, doce cartas de estímulo a otros tantos adultos y adultas, que merecieron estos honores, por su constante aplicaron y aprovechamiento: premios a la preceptora y varias alumnas del Real colegio del Refugio, y al colegio de nuestra Señora de Loreto: premios especiales a diferentes maestros y maestras; una medalla de plata dorada de primera clase a D. Francisco Monforte, autor de la oda a San Vicente Ferrer; un testimonio de aprecio a D. Benito Altet, por un escelente, nuevo y dificilísimo canto en monosílabos valencianos en loor de San Vicente. Se declararon socios de mérito, y con aplauso público, a los escelentísimos Sres. barón de Santa Bárbara y conde de Olocau, a D. José Campo, director-gerente del camino de hierro y al escultor D. José Marzo.

     En el ramo de agricultura, fueron premiados D. Pascual Maupoey, D. Vicente Lasala, D. José María Vallterra, Sr. canónigo D. Joaquín Carrascosa, Sr. conde de Ripalda, D. Joaquín Santonja e Hijo, D. Ricardo Stárico Ruiz, Don Luis Bordeore, D. Alejandro Martínez, D. Enrique Rubio, D. Salvador Bodí y D. Vicente Giner.

     En esposición de frutos recibieron iguales distinciones D. Mariano de Cabrerizo, D. Vicente Andreu, D. Salvador Galán, D. Manuel Montesinos, D. Luis Corset, D. Andrés Sancho, D. Jaime Larrosa, D. Vicente Martínez y Peris y los Sres. Carreras y Compañía.

     En la industria D. Ladislao Chornet, D. José Llorens, D. Gaspar Dotres, D. Antonio Oñate, D. Miguel Anadon, D. José Ramón Bonell, D. Martín Sanz y Rubio, D. Matías Sever y Tena, D. Mariano Garin, Sres. Garin, Ruiz y Compañía, D. Vicente Orduña e Hijos, D. Juan Miguel de San Vicente, D. Vicente Lajara, D. Pascual Martínez y Segarra, D. Joaquín Daroqui, D. José Bas, D. Francisco Seitre y Amorós, D. Ramón Sanchís, D. José Navarro, Don Francisco Malabonche, D. Ramón Gil, D. Rafael Formentin, D. Felipe Asenjo, D. Pedro Izquierdo, Sres. Estellés, Hermanos, D. Luis Reig, D. Jose Albert, la sociedad «La Constante», D. Bernardo Monserrat, D. Francisco Martín, D. Mariano lborra, D. Juan Masfarner, D. Francisco Masip, Doña Concepción Lleó, D. Tomás Estellés y D. José Ibáñez de Rada, D. Pedro Gómez, D. Rafael Vilar y Psaila, Sres. Graus y Compañía, D. Tomás Miralles, D. José Muñoz, D. Juan Pedro Gaballer, D. Jacinto Quinzá, D. Alejandro Gilardi, D. Miguel Santamaría, D. Carmelo Noguera, D. Federico Larrosa, D. Francisco Larrosa, y al director de la fábrica de cigarros.

     En la pintura D. José Gutiérrez de la Vega, D. Rafael Montesinos, D. Miguel Pou, D. Fortunato Bonich, D. Ramón Simarro, D. José Parra, D. José Lafaya, Don Gonzalo Valero y Montero, D. Daniel Cortina, D. José Estruch, D. Antonio Castelló, D. José Gallel, D. Antonio Bergon, D. José Brel, D. Manuel Lavernia, D. Agustín Ramel, D. Francisco Miralles, D. Bernardo Ferrandis, Don Ramón Rocafall, D. Salustiano Asenjo, D. Fausto Sancho y Fornes, D. Juan Antonio Barrera, D. Antonio Morata, D. Vicente Belmon, D. José Ferrandis, D. Carmelo Miquel, señorita Doña Isabel Pascual y Francés, D. José Romá, D. Francisco Venturas Roig y D. Rafael Marques.

     En arquitectura D. Antonino Sancho y D. Vicente Alcaine.

     En escultura D. Bernardo Llácer y D. Felipe Farinós.

     En dibujo D. Agustin Mustieles, D. Juan Porcar, Don José Morell, D. Camilo Burguete, D. Fernando Miranda, D. José Coscollá, D. Joaquín Gimeno, D. Felipe Albiol, D. Ricardo López, D. Ramón Benso, D. Eduardo Amorós, D. José María Mifsut, D. José Ponce, D. Miguel Mollá, D. Pascual Bent, D. José Calvo, D. Timoteo Xarri, D. José Ibáñez y Puchades, D. José Beltrán y D. Vicente Monmeneu.

     En fotografía y daguerrotipo D. José Monserrat, Don Francisco Carruana y D. Francisco José Barreda.

     En litografía, iluminación y estampación D. Antonio Pascual y Abad, Doña Matilde Pascual y Francés y D. Isidoro Puig.

     La distribución de tantos premios ocupó bastante tiempo pero amenizando sus entreactos con escogidas piezas de música y con la recitación de algunas poesías, dichas por niños y niñas. Pero llamó la atención a aquella escogida concurrencia la soltura, gracia y entonación con que la niña Filomena Fernández dirigió la siguiente alocución:

Excmo. Señor:(25)

     «Poseído mi tierno corazón do, los afectos más dulces y encantadores, y embargada mi alma, todavía infantil, con el temor y respeto que la infunde la presencia de esta ilustre Sociedad, no acierta a formular un pensamiento, digno de la muchedumbre y grandeza de los objetos, que hoy tanto interesan a nuestra querida patria. Porque ¿cómo, ni qué puedo yo decir del acendrado celo de la Sociedad por la instrucción y progreso intelectual de la niñez y juventud valencianas? ¿qué del amor con que escita nuestra emulación y premia sobreabundantemente nuestros pequeños adelantos? ¿qué de los asiduos, trabajos con que ha promovido y llevado a cabo esta pública esposición, y del santo entusiasmo con que aspira a imitar las virtudes eminentemente benéficas del primero y más grande de nuestros héroes? En verdad que mi espíritu, de suyo débil, a fuer de pequeñuelo, se anonada ante objetos de tal magnitud, que bastaran a arredrar a ingenios vastos y esperimentados en el arte de transmitir, por la palabra, las elevadas concepciones de su mente.

     «Y crece aun mi turbación, cuando a todo aquello se añade el peso de esta corona... peso, sí, grave, hasta abrumador; pero corona que es mi orgullo, que hará el encanto de mi vida, que será siempre la joya más preciada de mi corazón, siquier contribuya en la hora a embargar mi lengua y me imponga el nuevo y más arduo deber de testificar la gratitud, que corresponde a la bondad y munificencia, con que después de haberme honrado con otros premios, superiores todos a mis cortos afanes, os dignasteis ceñir mis sienes con la auréola del triunfo, que yo depongo gustosa a vuestras plantas. ¡Oh padres! ¡oh amigos verdaderos de Valencia! Aceptad, os ruego, el homenage que os rinde toda mi alma; y permitid que mi pensamiento, fluctuante a la vista de tantos objetos, se fije en uno solo, en el que debe hoy, sin duda, absorber toda nuestra atención.

     «Que uno es, señores, y culminante sobre todos el que en estos días conmueve a nuestra patria y hace saltar de gozo a los hijos de Valencia. Vicente Ferrer al cabo de cuatrocientos treinta y seis años, que desapareció de sobre la tierra, y al completarse el cuarto siglo de su canonización, en la que fue aclamado, no sólo como otro de los próceres más eminentes en el reino de Dios, sino también como a uno de los primeros bienhechores de la humanidad; Vicente es el que arrebata por entero mi consideración, puesto que en él veo, el único resorte que impulsa y el blanco feliz a que se consagran los afectos, las obras y cuanto de grandioso tiene lugar entre nosotros. A él, pues, la gloria; a él, la bendición; a él, las alabanzas en este día; y toda vez que así lo desean nuestros corazones, séame lícito indicar cuán justos son y en rigor debidos a San Vicente los homenages, que le tributa Valencia en el cuarto centenar de su canonización. Escuchad, escuchad.

     «No se crea, señores, que aspiro yo a tejer el elogio de las virtudes y méritos de nuestro ínclito protector. Vana fuera e imperdonable presunción la mía, si osara pronunciar, con la feble voz de niña balbuciente, una loa que jamás saldrá perfecta de lengua alguna mortal. Ni lo sufren tampoco el fin que aquí nos consagra, ni los actos ya egecutados, y los que han de efectuarse en demostración del júbilo que nos domina. Pero ese mismo júbilo me obliga a inquirir cuál es su verdadera causa: ¿por que la memoria secular de los triunfos y glorias de Vicente Ferrer promueven a tan alto grado nuestro entusiasmo? ¿cómo su recuerdo viene a reunir nuestras voluntades y fuerzas, para inaugurar empresas y reproducir hechos muy semejantes a los que en él celebramos? ¡Oh! Ese es el poder de la verdad; esa la gloria especialísima del espíritu, que dirigió al Ángel de Valencia mientras vivió entre nosotros; espíritu de unión y de paz, de sabiduría y de amor; de beneficencia inagotable y de verdadero patriotismo.

     «Estas palabras, si bien las notamos, comprenden toda la alabanza que puedo yo tributar a nuestro escelso patrono, y demuestran la estricta justicia que nos obliga a rendirle obsequiosos homenages. Impulsado Vicente desde su nacer por ese espíritu de paz y de unión, dedica todos sus esfuerzos a unir a sus hermanos con tan dulces lazos, combatiendo por doquiera la discordia, el cisma y todo género de escisiones y revueltas. Notables son, entre otros mil, los inmensos trabajos con que procuró esterminar el gran cisma de Occidente, y logró dirimir en las célebres resortes de Caspe la cuestión dinástica de Aragón. El amor intenso, que profesa a sus semejantes, no se contenta con difundir entre ellos los tesoros de su sabiduría; quiere, a más, perpetuar la verdad y abrir a las generaciones venideras manantiales perennes de ilustración y de ciencia. Por ello, mientras que recorre con pasmosa velocidad las primeras naciones de Europa, atrayéndose los respetos y veneración de todas las clases y países, su grande alma forma vastos proyectos, que sirven a eternizar la verdad, y a propagar su luz por medio de los monumentos que levanta y de las escuelas que establece, cuales son aún de ver después del trascurso de más de cuatro siglos.

     «Empero, qué, señores, ¿necesitamos nosotros buscar testimonios del amor de Vicente, y pruebas de su beneficencia inagotable? ¿no fue siempre Valencia, con sus fueros de madre, la ciudad más querida de su corazón? ¿Dónde se nos podrá señalar un momento, que sea comparable con el menor de los muchos que fundó entre nosotros? Colegio imperial de huérfanos; casas de refugio para el arrepentimiento; de consolación y de salud para todo género de males; cátedra sublime de la palabra de Dios; Universidad literaria!!! Señores, dignaos escusar la emoción que me agita... Después de enunciados rápidamente esos títulos inmortales de nobleza, que nos legó el gran Padre Ferrer, ya no me atrevo a proseguir enumerando otros que, aunque en menor escala, no dejan por ello de ser dignos de llamar nuestra atención y merecer nuestros encomios. Ni debo, tampoco atreverme a investigar la grandeza de aquellos beneficios, a describir su naturaleza, a medir su estensión, y a narrar algunos de los prodigiosos efectos que han producido; todos de honor y de exaltación para Valencia; todos de bendición y de gloria para Vicente. Cada uno de ellos puede asimilarse a un venero fecundo, cuya potencia crece, a medida que se le estraen más abundantes y preciosos caudales, o bien a un árbol frondoso, plantado por mano maestra, en tierra feracísima que produce más copiosos frutos, a medida que profundiza sus raíces y estiende sus ramas con el trascurso del tiempo.

     «¡Ya nadie puede admirarse de que debiendo tanto Valencia al primero, al más grande de sus hijos, al que no tiene igual, Vicente Ferrer, se esceda a sí misma al tratar de pagarle el justo tributo de gratitud que le es debido. Que así y todo, jamás llegará el obsequio a igualar al mérito, ni la alabanza alcanzará la inconmensurable estensión del heroísmo, ni podrán nuestras solemnidades seculares espresar de lleno la dignidad del objeto a quien se consagran. Convencida de ello la ilustre Sociedad de Amigos del País, ha juzgado muy acertadamente, que el medio más apto para solemnizar el cuarto siglo de la canonización de nuestro Patrono, es imitar las obras de su patriótica beneficencia, de su celo ilustrado, de su evangélica y heroica caridad. A tan noble fin ha dirigido todos sus conatos, y por ello merece nuestra gratitud, nuestro reconocimiento, los encomios de todos los valencianos, y este pequeño sacrificio de gratitud que nosotras, ¡oh mis queridas hermanas y compañeras! ofrecemos rendidas a los dignos socios nuestros bienhechores. Honor y hacimiento perdurable de gracias os tributamos, ¡oh padres y amigos verdaderos de Valencia! Vuestros nombres serán siempre en bendición, y los votos más fervientes de nuestras almas se dirigirán a obtener de Dios vuestra felicidad y la de la patria, cobijada bajo las alas protectoras de Vicente Ferrer. He dicho.



     Fue tal el acento de ternura y de espiritualismo, con que la niña pronunció este discurso que arrancó multiplicados y generosos aplausos, disputándose todos, señoras y caballeros, el honor de acariciar y obsequiar a esta preciosa criatura. Sus padres debieron sentir un noble orgullo; y la niña recibió la ovación más completa, que se puede conceder al genio en reuniones de esta clase.

     Los alumnos de la escuela de canto merecieron iguales aplausos al cantar la siguiente composición, poesía del Sr. barón de Andilla, y música del sabio y profundo maestro y director de dicha escuela D. Pascual Pérez.

Primer intermedio.
Coros de niños sin acompañamiento
                   Qué dones más puros
Te puede ofrecer,
Que el gozo que ostenta
La tierna niñez
Tu férvido canto
Circunde el dosel,
Donde ángeles ciñen
Tu frente, FERRER.
   
   Tú, a cuyos prodigios
Se postra Luzbel;
Que amparas al pobre,
Que avivas la fe;
A cuya elocuencia,
Vencido el infiel,
Adora humillado
De reyes al Rey.
   
   Contempla a la Iberia
Tu patria, que fue
De genios y santos
La cuna también;
Mirar orgullosa
Del Turia el vergel
Que el sol más fecundo
Te viera nacer.
   
Valencia sus flores
Ofrece a tu sien:
Tus hijos gozosos
Su amor y su fe.
Y el cuerpo que guía
La tierna niñez,
Celebra tu gloria
Premiando el saber.


Segundo intermedio.
Coro de niñas sin acompañamiento.
                    De amor el puro canto
   Se eleve al cielo santo:
Sin sol, ¡qué fuera de la planta y flor!
   Del pobre ¡qué la infancia!
   ¡Qué amarga la ignorancia
Si no velara un genio protector!
   
      Ciñámosle de azahares
   En plácidos cantares;
Que vuelen de VICENTE hasta el dosel,
   Ardiendo en regocijos
   Valencia, al ver sus hijos
Las sienes coronadas de laurel.
   
Coro de niñas acompañadas por la orquesta.
   FERRER, el fértil suelo,
De España rica joya,
Bendíjolo ya el cielo
Porque nacieras tú.
   Y a par las sedas de oro
Los frutos y riquezas,
Su más rico tesoro
Que el sol de tu virtú.
   
Coro de niños acompañados por la orquesta.
   Feraz da plantas bellas,
Tapízase de flores;
Que imiten sus doncellas,
Su mágico candor:
Y pues que siempre trajo
Virtud y paz al alma,
Inspírame al trabajo
El más ardiente amor.
   
Niños y niñas.
   Cantemos unidos, de júbilo llenos:
Valencia tributa a VICENTE su palma,
Millares de seres hoy tienen un alma,
Tan sólo que a un tiempo les hace sentir.
Y el Turia orgulloso contando sus glorias,
Mirando en su mente prodigios sin cuento
Ve a Edeta asombrada olvidando un momento
Las glorias sangrientas de Jaime y del Cid.
Loor a VICENTE, al apóstol hispano
Tan grande en virtudes, tan rico en la ciencia;
Así sus egemplos imite Valencia,
Y arribe al más alto y brillante esplendor,
En tanto él proteja a los nobles amigos
Que sirven al pobre de amparo y de guía.
Y abriendo a las artes y ciencias la vía,
Nos llevan al templo de gloria y honor.

     El Sr. presidente terminó esto acto dando las gracias con toda la efusión del entusiasmo y del agradecimiento, dejando en el público una de esas impresiones, que no se borran en mucho tiempo. La Sociedad de Amigos se cubrió de gloria; Valencia la considera como uno de sus más bellos adornos.

     La ilustrada corporación del Liceo celebró también en la noche del 30 de Junio una función amena de canto y declamación, destinando la mitad del producto para los pobres de la parroquia de San Esteban y la otra mitad para la asociación caritativa de Ntra. Sra. de los Desamparados. La función fue variada, escogida y brillante, como debía esperarse de un cuerpo que reúne tanta galantería, tanto gusto y tan apreciables talentos.

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