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Fígaro en Lisboa. Adiós a la patria

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Mariano José de Larra

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil del manuscrito Fígaro en Lisboa. Adiós a la Patria, con su transcripción.]

¡Costumbres! ¡Otra vez! ¡Costumbres y siempre costumbres! ¿Quién le ha dicho a Fígaro que puede importarle al público madrileño de junio de 1835 ni el bosquejo de sus costumbres que sabe él mejor que el que se las viene a contar, ni las observaciones de sus viajes, ni...? ¡Linda ocasión! ¡Cuando nuestras líneas se retiran sobre el Ebro, cuando la desgracia o el error acumulan sobre esta pobre patria todos los males de la guerra civil, hablarnos de costumbres y de viajes! ¡Si al menos nos renovara algunos de sus artículos mordaces, si tomase como otras veces por tema de sus boletines los descuidos, la mala fe, el atraso, la desconfianza injusta..., si los salpimentase con esas alusiones políticas, alimento del siglo, del país, que las circunstancias reclaman, y que llenan todas las conversaciones...! ¡Vaya!

No desconozco estas razones; no desecho la ocasión de responder a esos cargos, por si alguno me los hace, y antes ya los hubiera satisfecho, a no ser porque para llevar a cabo esta idea era preciso ocuparse en uno mismo y ocupar en uno a los lectores, y dónde está el hombre que puede, sin riesgo de parecer vano y ridículo, entretener de sí mismo a sus lectores? Pero como al fin alguna vez conviene aclarar cada cual su modo de pensar, de escribir, de proceder, lo haré una por todas, y seré breve.

Cuando empecé la difícil carrera de escritor público, empecé con artículos de costumbres. Era a la sazón Calomarde y todo el mundo sabe en qué términos y hasta dónde le era entonces lícito, posible al escritor rebelarse contra el poder, aludir a la injusticia. A poder de reticencias, haciendo concesiones, podía uno alguna vez ser atrevido; siempre que pude fui más que atrevido, fui temerario, y completé catorce números de un folleto, mitad mío, mitad del Gobierno; entonces el Gobierno escribía por medio de sus censores la mitad de las obras que veían la luz; un folleto de dos ingenios, si se puede llamar ingenio a la censura, si es que ésta puede tener algo de común con aquél.

Los sucesos de La Granja vinieron poco después a alterar la monotonía de nuestra esclavitud y a resucitar todas las esperanzas nuestras. En un largo espacio de tiempo los partidos, asombrados de un suceso que ninguno esperaba, permanecieron uno enfrente de otro, como contemplando la fuerza del enemigo, sin atreverse a acometerse, y como dos perros igualmente faltos de resolución que gruñen por lo bajo anunciando un próximo rompimiento; la falta de ánimo de unos y otros dio lugar a una especie de justo medio que vista la falta de energía de ambos contrincantes se creyó dueño de la mayoría y que empezó a reinar; entonces apareció Cea, y Cea reinó porque nadie se le opuso. La cuestión política estaba reducida entonces a cuestión mera de sucesión, de familia, de nombres propios, y éste fue el objeto del famoso manifiesto. Los absolutistas vieron que habían andado lentos y esperaron la suya; los liberales vieron que habían andado más lentos todavía, y quisieron resarcir ya tarde el tiempo perdido. Nacieron periódicos, pero el garrote antiguo que no había hecho más que pasar de una mano a otra y que antes sólo daba palos a un partido, comenzó a darlos a los dos, y todos callaron y esperaron. Nadie era todavía poderoso en España sino los abusos, y entre ellos los cómicos eran los más poderosos, porque impetraban y lograban reales órdenes para que no se les juzgase. La autoridad, recelosa sin duda de que aquél que empezaba por el teatro podía muy bien acabar por otra cosa, sacrificaba la imprenta a las intrigas de bastidor; y entonces Fígaro, que nació, se hizo un pequeño lugar en los periódicos y acometió el abuso poderoso. Luchó contra las intrigas de bastidor y triunfó. A despecho de las órdenes, se burló de ellas y de los cómicos protegidos.

El partido absolutista creyó de allí a poco ver la suya; sucedió un momento de crisis; un momento en que pudiera haber triunfado, si su jefe hubiera sido hombre, al mismo tiempo que jefe; en aquel momento una de las primeras voces que se oyeron fue la de Fígaro, y bien o mal, como pudo, se aplicó a poner en ridículo al partido renaciente, la fantasma absolutista: a este puntito se había convertido entonces todo el compromiso, todo el peligro; ahí se puso Fígaro, por consiguiente y arrostró el compromiso y el peligro, despreciando el partido de la insurrección: caído el déspota portugués, lanzado su compañero de esperanzas de la península, proclamado el tratado Cuádruple, que entonces fue creído y tenido en algo, parecía ya una cobardía reírse del caído, del desesperanzado, del prófugo. Entonces cesan los artículos de Fígaro contra el pretendiente. Los liberales se reunieron y creyendo ver el mal principal, el error funesto a la patria en el miedo injusto que se les tenía, contemplando la importuna clemencia, viendo ocuparse en momentos preciosos a su Gobierno del traje de los próceres y negándose a las exigencias de la representación nacional al poder, se creó una oposición, oposición entonces peligrosa, puesto que sucumbieron en ella amigos nuestros, jóvenes de ilustración y hombres injustamente sospechados. Cayeron periódicos, se firmaron destierros. En la oposición, pues, se reasumió todo el peligro, y allí Fígaro, por consiguiente.

Explicada ya la clave de la marcha de Fígaro, ¿quién podrá extrañar que se lance en las costumbres, que se aparte de las alusiones políticas, de los artículos malignos, en el día en que, fuera de su patria por circunstancias particulares y disgustos privados, ningún peligro había para él en escribir contra un partido que impone miedo, o contra el poder desviado a su entender del mejor, del único camino? ¿No sería una cobardía acometer desde París a los poderosos de España? ¿No lo sería mayor acometer a los carlistas? ¿Dónde estaría el peligro? ¿Dónde para Fígaro el compromiso? ¿No sería esto insultar al toro desde la barrera?

He aquí la razón de mi actual moderación: no se le busque otra. No es, pues, que falte materia; y si Fígaro se pudiera creer con alguna importancia, si su voz pudiera tener eco en el punto mismo de donde partiese, largo asunto tendría para esgrimir su pluma en otros gobiernos que en el español: en aliados peores que enemigos; larga materia en hombres que han desconocido las circunstancias, en políticos niños, en hombres del todo inocentes, que han creído poder despedir a los amigos antiguos en obsequio de los nuevos con que contaban, y que han perdido torpemente los unos y los otros. En una palabra, el perro que ha perdido la carne por la sombra de la carne y que preferirá ahora mendigar de puerta en puerta, de casa extraña en casa extraña, a confesar su error, a volver a su familia, a poner en contribución sus verdaderos, sus únicos, sus primeros amigos, los únicos que podían serlo, porque eran los únicos que tenían interés en serlo: que prefieren el desdoro general, y el desaire recibido en común, a su humillación personal. Y en este sentido, si Fígaro entrevé algún peligro para él, si tiene alguna cosa que sacrificar, si puede quejarse de poderosos bajo cuya influencia se halle en el día, escribirá aún algún artículo mordaz antes de soltar la pluma por largo tiempo.

En el ínterin volvamos a nuestros artículos menos importantes.

Escrito en mayo o junio de 1835

[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 688-691; Artículos, ed. Carlos Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 466-469.]