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Figuras al margen: algunas notas sobre ermitaños, salvajes y pastores en tiempos de Juan del Encina

Alberto del Río





Varias son las monografías que abordan el significado de estas tres figuras en múltiples ámbitos de la historia de la cultura occidental y abundantes los contactos que pueden establecerse entre ellas1. Su sola enumeración llevaría a ocupar el espacio de que dispongo en describir una enrevesada casuística de relaciones mutuas. He preferido por eso centrar mi exposición en torno a su marginalidad, empezando en primer lugar por detenerme en algunas peculiaridades ligadas a su representación y, en menor medida, al espacio que comparten. En segundo lugar, pasaré a hablar de varios ejemplos concretos que o bien se sitúan en la frontera de la delincuencia, caso de algunos santeros de mal vivir, o bien desempeñan una función de contrapunto antiheroico a las hazañas caballerescas cuando éstas se reflejan en el espejo deformante de la risa cortesana. Para este último propósito me servirán un caballero salvaje metido a loco de palacio y un pastor que hace oficio de bufón en la floresta de las aventuras nobiliarias.

En primer lugar cabe advertir que la de pastores, ermitaños y salvajes es, strictu sensu, cuestión traída por los pelos. Ciñéndonos al mundo relacionado con el teatro y el espectáculo, en las cuentas del libro de fábrica de la catedral de Toledo para el año de 14952 se habla de la compra de setenta colas de vaca para adornar la túnica de San Juan que el papel designa como «tabardo de pelo afuera». Las representaciones del Bautista, prototipo de ermitaños y trasunto cristianizado del salvaje, lo habían mostrado siempre con abundantes greñas y barba y profusión de pellejos, detalle que no escapó a quienes le tomaron por santo patrono de su oficio: pellejeros y sogueros, entre otros, le paseaban en estandartes y figurado en carros a lo largo de las procesiones festivas ciudadanas, fuesen religiosas o civiles3. Tampoco faltaban en estas demostraciones los salvajes, siempre expuestos por sus indumentarias hechas de cáñamo, esparto y otros materiales altamente combustibles a repetir el tristemente famoso Bal des Ardents en 1392, cuando en la corte del francés Carlos VI se quemaron varios nobles disfrazados de esa guisa4. En Salamanca, en el Corpus de 1501 para lo que con bastante seguridad fue representación de la Comedia de Bras Gil y Beringuella, «los juegos que fiso Lucas», se gastan seis reales en «tres cabelleras para los dichos pastores»5. Gajes de vestuario que exige una práctica teatral muy apegada a estos detalles de caracterización que no sólo apuntarían a lo simbólico sino a reproducir en acercamiento costumbrista al pastor de carne y hueso, pues Covarrubias en su Tesoro define greña como «la cabellera rebuelta y mal compuesta, quales suelen traerlas los pastores y los desaliñados, que nunca se la peinan; y estos dezimos estar desgreñados»6.

Saludos, insultos y vejaciones andan con mucha frecuencia en el teatro primitivo a vueltas con melenas y greñas y la oposición con el personaje del caballero, o del simple habitante de la ciudad, enfrenta la pelambrera en desorden a la cabellera peinada, dato que puede comprobarse, sin ir más lejos, en la Égloga VII de Encina: «¡Hideputa, avillanado, / grossero, lanudo, brusco!» son los insultos con que el escudero regala al pastor que le disputará, sin éxito, el amor de Pascuala. El rústico en contrapartida le replica: «¡Ha, no praga a Dios con vusco / porque venís muy pendado!»7. Todo ello sin olvidar que el Auto del repelón toma su nombre de la broma que escoge las pelambreras de los rústicos por objeto significado de burla8.

Los tratados de fisiognomía apuntan a la abundancia de pelo como muestra de necedad: «Multitudo eciam capillorum super utroque humero significat fatuitatem et stoliditatem», según anota Felipe de Trípoli en su Secretum Secretorum9. No es ningún secreto, sin embargo, que la representación de los cabellos, al menos en las mujeres, es abiertamente simbólica: recuérdese que según el código medieval la mujer casada rara vez los muestra; mientras que la doncella, por el contrario, los lleva largos y visibles10. Valdría con mentar la niña en cabello de nuestra lírica tradicional, de la que dice Covarrubias ser: «[...] la donzella; porque en muchas partes traen a las donzellas en cabello, sin toca, cofia o cobertura ninguna en la cabeça hasta que se casan»11. Claro que eso no impide que estas últimas los lleven normalmente dispuestos con cuidado en trenza, anudados o recogidos; y ello por oposición a la prostituta que lleva los suyos aparentes y alborotados. Y es que la maldad, el pecado, lo diabólico y extraño se representan con cabellos abundantes y desordenados12.

Pero el exceso de pelo no sólo aproxima a la lujuria, al pecado o a la estulticia. Cercana a esta última se encuentra la animalidad. Gómez Tabanera apuntó la posibilidad de que planeen sobre estas ideas varios factores: las vacilaciones de viajeros y escritores al enjuiciar a determinados pueblos que podrían haber acusado un estancamiento en la evolución cultural que sigue al Neolítico; la comprobación de la existencia de seres o razas estigmatizados y los errores a la hora de enjuiciar la naturaleza de los grandes monos antropomorfos que van siendo descubiertos a partir de mediados del XV. El problema se agudiza con la llegada de la era de los grandes descubrimientos13.

El peso de este peculiar entramado ideológico gravita sobre las piezas de nuestro primer teatro. Así, por ejemplo, en la Farça del Glorioso Nascimiento de Ranjel, el rústico pregunta al salvaje:

Conjuróte, juro a mí,
porque me digas tu nombre
ea respóndeme, di:
eres animal o hombre.

La respuesta de quien parece un penitente de amor con pasado cortesano no se hace esperar: «¡O calla, calla, grossero / grossero, lanudo, brusco!», en versos que toma prestados a los recogidos más arriba de Encina. El intercambio se cierra con la réplica del pastor, quien protesta: «cata que soy hombre entero»14. Lo que parece ponerse en duda es la humanidad de estas dos figuras: el pastor y el salvaje. Y la duda se puede hacer extensible a muchos anacoretas que, a fuerza de apartamiento y de duras condiciones de vida, acaban recubiertos únicamente por su propio pelo, con la piel endurecida y ennegrecida y caminando a cuatro patas. Resuena el eco de la disyuntiva aristotélica «Homo solitarius aut Deus aut bestia est» (Política, I, 12; Ética, IX, 10), recordada, entre otros, por Casiano o por Humberto de Romanis en sus exposiciones sobre la vida cenobítica y eremítica15. A unos y otros su caracterización les convierte en seres híbridos y las mezclas entre lo humano y lo animal no son fáciles de deslindar a pesar de la importancia que la cuestión adquiere en el sistema ideológico de la época16. No se olvide que el animal realza la humanidad por contraste y es el 'otro' por excelencia en la época que nos ocupa, por oposición al hombre, que está hecho a imagen y semejanza de Dios17.

No es raro, desde este punto de vista, que la perplejidad que asalta a quien se enfrenta a un personaje de este tipo nazca en buena medida de la dificultad de su clasificación dentro del orden natural. Es el sentimiento que parece desprenderse de la narración de Grimalte, deudora de la leyenda de san Juan Crisóstomo, al relatar su encuentro con Pánfilo: «[...] quando lo vi, tan disfigurada visión estava que, si no lo oviera visto, ningún juizio podría a ninguna disformidad compararlo, porque todas las señales de persona razonable tenía perdidas»18. Un ejemplo igualmente significativo aparece en el capítulo CI de las Sergas de Esplandián, salidas de la pluma de Garci Rodríguez de Montalvo. En él se presenta la figura de la maga Melia, mezcla de mujer salvaje y sabia ermitaña. La compañía de caballeros da con

«una boca de una cueva, y cabe ella, sentada una cosa que les pareció la más desemejada cosa que nunca sus ojos vieron. Y por ver qué cosa sería, apartados del camino que llevaban, subieron todos juntos hacia arriba por entre las matas. Y siendo más cerca de manera que muy bien pudieron determinar qué cosa sería, vieron una forma de mujer muy fea, toda cubierta de vello y de sus cabellos, que en el suelo tocaban; su rostro y manos y pies parecían tan arrugados como las raíces de los árboles cuando más envejecidas y retuertas se muestran; así, que a todo su parecer, carecía de la orden de natura»19.


Nótese que el narrador delata la extrañeza del grupo por medio de la repetición machacona del sustantivo 'cosa', que aparece en el breve fragmento por cuatro veces. Cuando la 'cosa' va siendo observada más de cerca, su forma recuerda a la de una mujer fea a medio camino entre el reino animal y el vegetal. La desmesura de vello y cabellos y la compañía del simio guardián del antro aluden a su animalidad. El reino vegetal se hace presente en la comparación con las raíces de los árboles, repetida de nuevo en otros pasajes tocantes a la ermitaña20. Pero es en la última frase, carecía de la orden de natura, en donde se resume cabalmente la razón de la perplejidad del grupo: la falta de criterio seguro para clasificar a la maga en el orden de la Creación21.

Significativamente, en los dos casos comentados no son únicamente el vello y la apariencia asilvestrada las marcas de su excepcionalidad. Pánfilo habitaba en «una cueva muy fonda que con sus uñas avía cavado»22. La cueva es también en las Sergas morada de Melia y recinto mágico de sus saberes. Los antros transmiten ese halo de maravilla y asombro que conlleva todo aquello que queda fuera de la normalidad23. Es obvio que los lugares que habitan o frecuentan ermitaños, pastores y salvajes contribuyen no poco a su caracterización como seres ajenos a la civilización. Como en el caso de la cueva, yermos, florestas y guaridas quedan apartados de la ciudad socializada y cristianizada. Su reino es el de la marginación real e imaginaria. Carboneros, porqueros, cazadores furtivos, caballeros desterrados, ladrones y salteadores de caminos comparten con ellos los espacios despoblados24. A pesar de que el eremitismo contribuye a santificar los yermos, tampoco es ajeno a esta situación que bordea en muchas ocasiones la criminalidad. Así lo sugieren algunos ribetes de documentación. Por ejemplo, la carta real de amparo que en 1478 consigue Juan de Puelles en torno al litigio que mantenía por una ermita cerca de Écija porque

«estava en aquella ermita un ombre lego e malo e que metía en ella rufianes e gente de mal bevir e que no curava de mejorar lo que cumplía al pro de la dicha hermita, e que él procuró como estuviese en ella pues fasía vida hermitaña, e que anduvo demandando limosna fasta que allegó cinco mill maravedís e que los dio al que estava en la dicha hermita para que saliese délla e gela dezase para él e que fue contento que los dio e que los parientes del que fiso la dicha hermita ovieron dello muy gran plaser e fueron dello muy contentos que estoviese él en ella más que otra persona ninguna»25.


Probablemente el modus vivendi de esos hombres «legos y malos» que metían en las ermitas rufianes e gente de mal bevir debió de ayudar en el desplazamiento semántico que hace del 'ermitaño' en lenguaje de germanía un 'salteador de caminos'. Proceso paralelo al que lleva a designar los burdeles y las tabernas como 'ermitas' y 'ermitas del trago'26.

Pero la carta de Juan de Puelles nos enfrenta a una realidad social en la que la ocupación de santero era vista como un medio de subsistencia para determinados individuos que, solos o en pareja, se planteaban vivir en el santuario y fomentar las limosnas para el culto y la conservación de los edificios. A la par que cuidaban, quizás, de la huerta contigua27. Según tales presupuestos la picaresca y los abusos no se hacen esperar y así lo confirma esta preocupación recogida en las Constituciones Sinodales de Jaén de 1511: «[...] algunas personas seglares diziendo que tienen cofradías las tales hermitas se entremeten a poner en ellas hermitaños e mayordomos e administrar los bienes e rentas e limosnas déllas [...]»28. Recientemente Ángel Gómez Moreno y Teresa Jiménez Calvente nos han vuelto a recordar en un interesante artículo sobre la magia en Celestina que en «la literatura que atiende a los marginados [...] la impronta de la realidad es mucho más poderosa que la libraría»29. Pienso con ellos que la materia prima que nutre la caracterización de estos personajes de nuestra literatura bebe en más de un caso en la circunstancia social de unos individuos que se encuentran a medio camino entre los echacuervos, la mendicidad, las prácticas supersticiosas y aun la tercería y la prostitución.

Nuestro primer teatro está plagado de solitarios que hablan en latín macarrónico, piden 'esmola' como el de la Tragicomedia pastoril da serra da estrela de Gil Vicente; se les relaciona con prácticas asimiladas a la magia y no descartan la adivinación entre sus recursos. Echan suertes y hasta dibujan en sus pretensiones un ideal de vida más cercano al País de Jauja que al ámbito austero del retiro, caso del ermitaño vicentino, quien querría que su habitación

[...] fosse num deserto
d'infindo vinho e pão,
e a fonte muito perto
e longe a contemplação
[...] E fosse o meu repousar
e dormir até tais horas
que não pudesse rezar,
por ouvir cantar pastoras,
e outras assoviar.
A ceia e jantar perdiz
ao almoço moxama,
e vinho do seu matiz;
e que a filha do juíz
me fizesse sempre a cama30.

Con individuos de este cariz rondando las ermitas se explican los recelos expresados en la normativa eclesiástica desde temprano, pues ya en el año 633 un canon del IV Concilio de Toledo ordena el control de los solitarios por parte del clero regular o secular31; sin olvidar que el anacoretismo, en un principio, se entiende como mera incapacidad para la vida cenobítica y, aunque posteriormente el silencio parece imponerse en textos de derecho canónico hasta las fechas de Trento32, lo cierto es que no dejan otros documentos, y notablemente los literarios, de dar cuenta de los desmanes de ciertos individuos a los que se tacha de ignorantes o de embaucadores, personas que por sus licenciosas costumbres se hacen indignas del oficio. Baste el ejemplo del famoso ermitaño de Valencia en el Arcipreste de Talavera, cuya fuente de inspiración se desconoce, aunque se intuye que podría estar relacionada con algún caso procesal conocido por Martínez de Toledo33. Acusaciones similares por desórdenes sexuales no faltan en las piezas del primer teatro, particularmente en las de Torres Naharro, con el Teodoro de la Serafina, por ejemplo, maldiciendo de sus hábitos y acosado por la urgencia del deseo carnal: «Utquid non hoc indumentum / precio tradam ebreis, / cum desideriis meis / sit magnum impedimentum?»34. En ellas, como ha destacado Miguel Ángel Pérez Priego, es mucho más evidente el entronque con la sátira anticlerical que las hipotéticas coincidencias con el monachatus non est pietas erasmiano35. Pero quizás la figura más interesante a este respecto sea la ermitaña de San Bricio descrita por Fernández: embaydora, gran diabro, encantadora, medio bruxa, davina, si hemos de hacer caso al pastor Gil36. La propia alusión a la figura de San Bricio debe insinuar más o menos encubiertamente una relación ilícita con la clerecía. Pues en la Leyenda dorada cuando se habla del que fuera obispo de Tours adquiere un papel protagonista el embarazo de «una mujer que vivía en hábito de monja en casa del prelado en calidad de ama de llaves»37. El retrato que de la tal ermitaña hacen Gil y Bonifacio en la obra de Lucas Fernández recorre, como ha sido suficientemente señalado por la crítica38, los lugares comunes de la caracterización del personaje de la alcahueta en el libro de Rojas: vieja, de aspecto repugnante, dada a la bebida y ducha en ligar, desligar y otras prácticas de hechicería, asimiladas desde antiguo a los oficios de la tercería39: «¡Quán gran puta vieja es ella! / Peor es que Celestina», en definitiva, como sentencian los implicados en la conversación, en claro y temprano tributo a la medianera.

Un detalle da la razón de nuevo a Gómez Moreno y Jiménez Calvente cuando aducen testimonios al respecto de la mala reputación de las labranderas40. En el comienzo de su relato Gil confiesa: «Una vez entré en su ermita / y porque llegué a un altabaque, / corrió la vieja maldita / por me acotar muy afrita». El 'tavaque' es según Covarrubias un «género de cestico o canastillo pequeño de mimbres en que las mugeres tienen su labor». Y nos aclara a continuación en sus pesquisas etimológicas: «[...] por quanto en los tavaques se ponen los ovillos del hilado se pudo dezir del verbo tavanare, filare». El detalle, aunque mínimo, demuestra la captación por Lucas Fernández de la íntima relación que existe entre el oficio de 'labrandera' y todos los demás que ejerce Celestina y notablemente con el de la hechicería41. Y nos da mínimo pie, a falta aún de una documentación, por el momento esquiva, para relacionar el ámbito de algunas ermitas y sus santeros con el de las más variadas formas de marginalidad, sin excluir, quizás, ni la prostitución ni la tercería.

Pero dejemos de lado a estos ermitaños sin escrúpulos para perseguir los pasos que llevan a otra figura de las que me ocupo en este trabajo hacia las salas de la corte. Tras su estela queda huella de la maestría de Gil Vicente en manejar los hilos dramáticos de la Tragicomedia de Don Duardos. En primer lugar, parece obligado a estas alturas partir de la juiciosa argumentación de López-Ríos42 al respecto de la condición de Camilote en el Don Duardos. El escudero no representaría en escena al personaje mítico que todos conocemos por mil y una leyendas y reelaboraciones literarias. Aunque hay indudables huellas de su caracterización en la presentación del mismo, su estirpe enlaza con ese histrión del que nos hablan documentos como el Libro de las confesiones de Martín Pérez43: un individuo suelto de palabra y de maneras rudas, dedicado a ofrecer espectáculos de combate. Aceptando esas premisas, no estaría de más volver de nuevo sobre la elaboración que se hace del personaje contando con el apoyo que le ofrecía a Gil Vicente el Primaleón, fuente primera de la Tragicomedia44. Mi intención es deslindar la deuda que este episodio del libro de caballerías mantiene con el mundo del entretenimiento cortesano, mundo al que no eran ajenos, como es de sobras sabido, ni el salvaje entendido como tal figura mítica45 ni el caballero salvaje que queda dibujado en el capítulo CI como muy cercano al loco de sala.

El epígrafe de ese capítulo reza46: «Cómo estando el Emperador Palmerín en su palacio con muchos altos hombres entró por las puertas un hombre muy feo con una donzella muy desemajada por la mano y suplicó al Emperador que le diese orden de cavallería y de lo que le avino después que la rescibió» (fols. 94v.-95r.). Cabe advertir en un principio que nos las habernos con una petición de investidura a la que sigue un reto; e investidura y reto son dos de los momentos más espectaculares de un estamento como el de la caballería muy dado ya de por sí a las maneras gesticulantes47. Pocas líneas más abajo, se declara, sin dejar de insistir en su fealdad y en la de la acompañante, la condición de ese hombre muy feo, un subalterno de la caballería:

«entró [...] el escudero que traía por la mano una donzella e ambos a dos eran tan feos que no avía hombre que los viesse que dellos no se espantasse. Él era alto de cuerpo y membrudo, era todo velloso, que parescía salvaje y de aquella manera venía vestido, que traía los bracos de fuera que parescían bien sus cabellos y la ropa era muy corta y abrochávase delante con una broncha de oro. Y la donzella venía vestida de una seda de muchas colores y traíala cercada de piedras muy buenas y encima de su cabeça no traía cosa, y ella tenía los cabellos muy negros y cortos y crespos a maravilla, y traía la garganta muy seca y negra de fuera y venían ambos a dos tan desemejados que a todos pusieron espanto».


(fol. 95r.)                


Varias son las consideraciones que cabe hacer sobre esta presentación de los personajes. Repárese en primer lugar que el texto no dice explícitamente que fuera salvaje sino que «parescía salvaje y de aquella manera venía vestido». Se podría pensar que en esta ocasión, el hábito hace al monje, porque Camilote, a pesar de compartir la caracterización del salvaje mítico, al relatar sus orígenes confiesa ser «fidalgo» y venir «de linaje de cavalleros en quien siempre ovo bondad y ardimiento»48. Si su presencia resulta ridícula es, pues, por la vestimenta de los protagonistas, que roza el estatuto de los bufones o locos de corte. La ropa corta del escudero, y sobre todo el detalle del vestido de la doncella, hecho con «una seda de muchas colores», me parece inequívoco al respecto de su relación con el truhán palaciego49. Los «cabellos muy negros y cortos y crespos a maravilla» de Maimonda le acercan a la locura50 y al modelo invertido de lo femenino51. Se explica así la reacción de la corte, al terminar su parlamento Camilote:

«El Emperador no pudo estar que no riesse y así mesmo todos los altos honbres que con él estavan y dezían: "Cierto, la fermosura de la donzella es tanta que sus mercas farán ser el cavallero de grande ardimiento. Viéndola ante sí no deve turar cavallero en silla mucho tiempo". Y dezían otras cosas d'escarnio. La infanta Flérida, acordándosele de la fermosura de su Julián, fizóse muy loçana y començó de reír con sus donzellas del escudero y de la donzella».


(fol. 95r.)                


Es como mínimo sospechosa tanta insistencia en la risa dadas las intenciones del escudero: ser investido como caballero para poder retar a la corte en la prueba de la guirnalda de flores52. El reto no tiene nada de particular y la guirnalda recuerda otros muchos tocados maravillosos de los libros de caballerías y especialmente el que luce Oriana en el libro II del Amadís. Cabe recordar, sin embargo, que en aquella prueba «a todas dezía Macandón cosas de burla y de plazer»53 y no olvidar que este personaje, cuya actuación es calificada por Avalle-Arce de «entremés», anda cercano a la figura del escudero ridículo54. La aventura de los tocados tiene también un marcado tono entremesil en otros libros de caballerías55 y en ella resuenan en muchas ocasiones los ecos del homo facetus, dado a la conversación animada y al manejo presto del lenguaje ingenioso, según se recogían en los manuales del cortesano ideal. Otro es el caso en el Primaleón, en donde nos las habernos con burlas degradantes que traspasan la frontera de la corrección recomendadas por esos mismos libros56. Pero aun así, los intercambios dialogados cuando no van dirigidos a la pareja cómica, adquieren ese tinte característico de la gala palaciega:

«El Emperador ovo gran plazer de ver a Camilote tan enamorado de aquella donzella tan desemejada y bolvióse con alegre cara contra la Emperatriz Polinarda y díxole: "¿Creis vos, señora, que si vos fuérades tan fermosa como aquella donzella, que no me dírades mayores fuerças para començar acabar mayores fechos de los que fize por vuestro servicio?". La Emperatriz se le acordó de aquel sabroso tiempo e tornó muy loçana e dixo al Emperador: "Creo yo, mi señor, que délla a mí ay poca ventaja e si vos grandes fechos fezistes, acabásteslos por el vuestro grande ardimiento"».


(fol. 95v.)                


También ese tono cercano a la magia, tantas veces asimilada al espectáculo cortesano en los libros de caballerías, resulta inequívoco al respecto:

«fuese para un escudero de los suyos y sacóle de baxo del manto una guirlanda de rosas, las más fermosas e de estraña color que jamás allí vieron. Y como él las sacó de baxo del manto, todo el palacio fue lleno de olor maravilloso».


(fol. 95v.)                


Son todos éstos detalles que confirman la sospecha de la deuda de este capítulo del Primaleón con la práctica del entretenimiento áulico. Quien mejor comprendió las posibilidades dramáticas que le ofrecía una figura como la del escudero feo en cuanto desencadenante de la risa, apoyada no sólo en la apariencia desemejada de los protagonistas sino en su cultivo de las artes de la palabra burlesca, fue Gil Vicente. El autor portugués se apoya en la teatralidad que le ofrece un capítulo que anda a medio camino entre la investidura y el reto, momentos como se ha advertido espectaculares donde los haya. Su instinto teatral intuyó las potencialidades del episodio de Camilote y Maimonda, centrado ya en el libro de caballerías en torno a las pullas y el arte de motejar y se decidió a reelaborar sus figuras para dar el salto definitivo del momo a la verdadera intriga dramática, como nos enseñara el llorado Eugenio Asensio57, ahondando en la diferencia entre espectadores reales y ficticios y profundizando en la mimesis dramática. El mismo diseño de ese capítulo CI invitaba a retomar unos personajes que por su marginalidad se convertían en contrapunto escénico de los protagonistas de la Tragicomedia, en inversión burlesca de los usos nobiliarios58. El caballero salvaje no andaba, pues, a mi entender, excesivamente alejado tanto por su indumentaria y apariencia, como por su posición excéntrica y a la vez cercana a la sala, de las funciones propias del loco de corte.

Paradójicamente, éste no habita de manera exclusiva en palacio. Un curioso vaivén nos muestra a esta figura de nuevo en el ámbito de las florestas y los descampados de las aventuras caballerescas. También en ellos se refugian quienes, con disfraz de pastor ahora, encarnan igualmente la inversión de los modelos heroicos con sus acciones y su palabra. El primero de entre los de esta ralea en conquistar el coto vedado de los libros de caballerías es el pastor Darinel. Pasea este personaje sus bufonadas por el Amadís de Grecia, obra que andaría por el magín de Feliciano de Silva allá por los últimos años de vida de Juan del Encina. De hecho, el volumen sale de la imprenta de Cristóbal Francés en Cuenca en 153059. En su tramo último un memorial del sabio Alquife nos habla de la suerte que corrió la princesa Onoloria, hija de Lisuarte, hallada por un escudero y su mujer, quienes la rebautizan como Silvia, nombre más apropiado para sus andanzas pastoriles. A ellas debe dedicarse la familia tras el revés de fortuna que hace perder al escudero todos sus haberes y retirarse a sus escasas posesiones en un apartado lugar llamado Tirel, en tierra de infieles. A la muchacha la pretenden varios labradores muy ricos y notablemente Darinel, hijo también de villano acomodado. El pastor, despechado de la ingrata pastora, que había ofrecido su castidad a Minerva, decide retirarse «a morir a unas grandes montañas del reino de Alexandria [...] cerca de la ciudad de Babilonia en una floresta muy espessa que cabo el Nilo estava, donde él holgava por la soledad y allí andava comiendo las yervas, contino tañendo y cantando cantares en quexas de Silvia» (fol. 277v.). Se convierte así en uno más de esos penitentes de amor de larga singladura en cancioneros, teatro, romancero, ficción sentimental y caballeresca. En el cap. CXXXI Florisel y Garínter, donceles de pareja edad a la de la doncella, persiguiendo una cierva, asisten con embeleso a los cantos de Darinel y quedan «espantados de ver hombre tan disfigurado como Darinel de comer yervas andava». Su extravío en la caza, como en tantas otras ocasiones en que se pone en juego este motivo folclórico60, les llevará al encuentro del amor. El pastor les informa de la hermosura de Silvia. Quedan fulminantemente prendados de sus encantos por oídas y viajan a Alejandría, en donde dan con la pastora. Maravillados de su cortesía, a pesar de sus hábitos: «[...] que no es pequeña aventura de ver en una villana tanta beldad y discreción», se enamoran de la doncella y riñen por sus favores. Silvia les separa y les quita esperanzas. Florisel se hace «pastor por tener más aparejo para amar a Silvia». En motivo que comparte con el Don Duardos y con el Primaleón, se ocupa con un villano a quien da una cadena de oro para que le mantenga en su casa y le compre ovejas y así salir a apacentarlas junto a Silvia. Toma nuevos hábitos y nombre: Laterel Silvestre. Mientras tanto, Darinel vuelve a Silvia roto y se establece la competencia con el noble disfrazado de villano. El triángulo amoroso, con mínimas variantes, recuerda el típico de las pastorelas61 y se constituye en germen de la transformación de Darinel, quien de ser el pastor enfermo de hereos, «flaco y amarillo de la vida que passava», pasa a representar el contrapunto risible del caballero, salvo en un detalle que remite a la universidad de amor y que comparte con el Filínides de la Segunda Celestina, pues por boca de Darinel: «[...] claro parecía su razón más hablar en él Amor que no aquellas palabras que su estado y abito le obligavan, como los que tienen demonios suelen hazer, que hablan no lo que saben, mas lo que sabe quien habla en ellos» (fol. 281r.)62. Pero centrémonos en su faceta bufonesca para establecer su conexión con el caso de Camilote. De ello dan cumplida cuenta algunos lances que les avienen al trío en la floresta. En primer lugar, un alevoso caballero intenta forzar a Silvia, haciendo suyo el consejo de Andrea Capellanus63 cuando un noble se siente aguzado por las urgencias del deseo ante una villana, o sea, sin demora en suavizar la resistencia de la pastora Silvia: «Pues vos no queréis ir de grado conviene ir por fuerça». Darinel intenta protegerla, pero el traidor «con su espada de llano lo començó a herir», de tal forma que Darinel se ve obligado a huir tras los golpes. Su cobardía contrasta con la entereza de Silvia que no rompe en llanto y gritos, como el villano, ni intenta la carrera. Florisel, que acude en su socorro, mata al felón y quedan todos «riendo del huir de Darinel». A continuación, un segundo andante pide cuentas a Florisel por la muerte del caballero y recibe también su merecido. Entre tanto se manifiesta de nuevo la poca entereza de Darinel, quien huye despavorido, esta vez de la mano de Silvia. Tras el reencuentro de los protagonistas, un entretenido diálogo sanciona la condición de gracioso del pastor:

«Don Florisel, muy ledo de lo que avía hecho, dixo riendo: "Por cierto, Darinel, que me tienes ventaja en el servicio de mi señora Silvia". "Téngoos tanta, dixo él, que quería guardar la vida para su servicio donde vos la queríades perder"».


(fol. 282r.)                


Este tipo de respuestas ingeniosas dan la medida de la relación entre los dos personajes. Sin lugar a dudas, la risa cortesana de nuevo es el elemento de unión básico entre el caballero noble y ese pastor metido a escudero ridículo y bufón que es Darinel.

El final de este tramo pastoril del libro de Feliciano coincide también con el broche último del Amadís de Grecia. Su simbología se muestra inequívoca y expresiva. Tras el enfrentamiento con los caballeros descorteses los tres se encaminan hacia el infierno de Anastarax en Niquea. Florisel, ya correctamente vestido de noble, pues ha superado las pruebas de la floresta, penetra con Silvia para probar ventura. Darinel intenta insinuarse, pero el caballero toma su alusión en broma: «Y ya que Darinel quería tras ellos entrar, las puertas del castillo se cerraron y Darinel quedó defuera» (fol. 283r.). Cierre simbólico el de las puertas del castillo, recinto de pruebas amorosas reservadas a los amantes nobles. Cuando a Darinel se le abran las de otras salas palaciegas en la corte de Constantinopla, su carta de naturaleza será la risa del bufón, contrapunto del mundo heroico de la caballería64.

Otros pastores, otros ermitaños y otros salvajes hay de signo positivo, pero he querido atender aquí a su contrapartida negativa, cercana en las reelaboraciones literarias de las figuras elegidas a la realidad, próxima a la delincuencia, de algunos santeros y al amplio espectro de los locos y bufones de corte. Su misma condición de marginales les sitúa en una posición idónea para hacerse indistintamente blanco y dardo de las críticas contra determinadas actitudes sociales que afectan por igual a los tres grupos de la organización estamental.





 
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