Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoPilato y Cristo

«[...] Mas los judíos gritaban diciendo: "Si sueltas a ése, no eres amigo de César"».


(S. Juan, XIX, 12)                


Una esclava de Alabanda -memorable solar de los mimos y bayaderas-, con túnica verde y cerquillo de cobre en la greña indomable, postrose bajo los robustos hinojos de Pilato y le calzó la sólea, pasándole entre los dedos las bridas de color de jacinto. Volviose Claudia, y apareció el contorno magnífico de su cuerpo de una íntima palidez de fruta, y sus piernas desbordaron graciosamente del tálamo de limonero y de marfil. Subió los brazos y trenzó las manos en la delicia de su nuca; y prosiguió diciéndole su sueño.

Los dos copos de luz aromosa de la lámpara avivaban una circulación de sangre de resplandores en la imagen de Júpiter Óptimo Máximo, y en las telas de Pérgamo, que vislumbran y crujen frías, apretadas como un musgo.

-...¡Dejan sus ojos un pesar que va resbalando con la blandura de un ungüento precioso, y queda nuestra vida tan delgada que parece que vuele encima de sí misma, como un ave cerniéndose sobre su nido! Yo sentí una congoja y un bien, que no trae el dolor ni la salud. Y si me dijesen: «Besa de amor a ese judío», y yo le besara, no besaría en él lo que de él me cautiva, que si a ti, Poncio, te beso, beso a Amor y a lo amado; mas, si por besar la música beso la cítara, no besaré la música, que ya está en mi carne y permanece fuera de mi cuerpo y de la cítara. ¡No recuerdas a ese hombre, oh Poncio!

Poncio sonrió, y alzose envuelto en su amfimallum de paños dóciles, blancos y felpudos.

Abrió la esclava los tapices. Por un vidrio de Siria penetró el día azul, y al pasar el romano a su terma se produjo un relámpago de vestiduras.

Oyose la inquietud del agua, rasgada por las piernas de Poncio.

Claudia se expandía desnuda dentro del sol, «el esposo rubio y fuerte», recién ungido de los campos, que llegaba a reposar en el tálamo de la hermosa. Ella se complacía mirándose; pero la memoria de su sueño le apagaba la delectación de sí misma; y entornaba los ojos, y hablaba muy despacio, como si fuese escogiendo y tomando cada palabra de la imagen aparecida en su interior para formarla fuera corporalmente.

-...Tiene su barba dos puntas de rizos, que semejan los brotes del acanto... Su boca, siempre dolorida, se entreabre de cansada. Trae el turbante muy subido, y se le descubre toda la almena de sol de su frente; los cabellos le bajan apretados por su tez de color de trigo. Cuando ese hombre mira, todo lo que está delante de sus ojos parece que palpite desnudo. Su túnica es ancha, de un tejido moreno de hebras rojas, y del manto azul le caen los cordones que le señalan por maestro de gentes. Camina un poco encorvado, parándose, volviéndose a todo lugar. Tiende sus manos, y se le ve el dibujo perfecto de sus dedos. ¡De qué son esas manos, sus manos cinceladas!

Crujió la faz del agua herida por las palmas de Poncio, que dijo con zumba:

-¡Oh, Prócula, y cuán ahincadamente le miraste!

-¡Toda la noche estuvo a nuestro lado! Dormida, comencé a verle; y desperté, y seguí mirándole sin engaños de sueños, porque yo oía el pregón de las vigilias. Las luces del bilychnis doraban su cabeza, quedando en una sombra morada sus pómulos y sus órbitas, y esa obscuridad me miraba, me miraba sin pupilas. Era el hombre que, por vernos, no reparó siquiera en el paso de Ismael-ben-Fabí, el acatado por el esplendor de sus galas y de su mesa...

La bóveda del baño palpitó de risas de Poncio.

-¡Yo tampoco, amiga mía, yo tampoco me vuelvo cuando pasa ese vientre de podre, que despreciaría Edusa! Nada más me enoja que sea su cocina más grande que la nuestra. Afirman que mide ciento cuarenta y ocho pies de longura. ¡He de derribársela; se lo juro a la graciosa deidad del Triclinio!

Claudia prosiguió:

-...Ismael y su cortejo y cuantos hallábamos se doblaban ante nuestra litera, torvos y duros; sólo ese Rábbi levantó su frente para mirarnos. ¡Parecía que contemplara en nosotros toda Roma!

De nuevo rodó la risa de Poncio; pero llegaba desleída en la mañana ancha y libre, porque las siervas habían abierto la azotea para la insolatio. Desnudo y tendido sobre pieles, untado de aceites y bálsamos de flores, que el sol iba exprimiendo sin apoderarse de los aromas, Poncio murmuraba, trémulo por la fricción de las sabias manos de los adobistas.

-¡Por Jove, nunca, nunca... escuché una lisonja de tanta elegancia! El cantor de mi linaje... -Y se detuvo para recoger toda la caricia que le esponjaba la espalda-... ¡El cantor de mi linaje mordería de celos su estilo!... ¡Contemplar en nosotros toda Roma! ¡Oh, fervorosísima, que no sospeche ese elogio Aelius Lammia, porque aun reside más Roma en él que en Poncio Pilato!

Todavía dijo ella:

-...Antes de perdérseme la forma de ese hombre se me acercó mirándome con agonía... ¡He sentido su cuerpo; se agarraban sus dedos a mis hombros; le colgaba la cabellera mojando mi carne de sudor de moribundo!

En las torres vibraron plenas, clarísimas, las trompas de las atalayas, y el sonido frío, luminoso, parecía abrir el azul y alejarse como una bandada de aves.

Por la crujía de los aposentos del Procurador comenzaron a oírse unos pasos macizos, que troquelaban el silencio de las losas.

Llamó la voz del tribuno.

Poncio enviole un siervo; y supo que una multitud, guiada por sanhedritas, pedía el consentimiento de una sentencia de muerte.

Desperezose, volcándose por la blanda solana, y con su grito acerado mandó que se contuviera al pueblo hasta la hora tertia, en que siempre principiaba la de la Justicia.

Las pisadas volvieron a hundirse en los pasadizos; después, las piedras se cerraban en su reposo mural.

Pero, bajo, rompió contra la ciudadela un oleaje tronador de muchedumbre. Era un estallido de la Jerusalén peligrosa, desbordada y fanática.

Resonó descarnadamente el Lithóstrotos por la carrera de la caballería pretoriana.

Irguiose Poncio. Claudia le llamaba. Las siervas se asomaron pálidas y medrosas.

Venían entonces de los adarves los huéspedes del procurador, y hablaban con sosiego. No había tumulto, sino impaciencia popular. Y acercándose a la cámara vestuaria de Pilato, le pedían, remedando los gestos y voces de Israel, que bajase al Pretorio.

Poncio sonreía, y decidiose. Trocó la levísima suela por el calceus patricio, múleo de cuero escarlata y bridas negras que se cruzan y abrochan en el tobillo con una media luna de marfil; se vistió la túnica íntima y corta de hilo de Egipto; encima, la laticlavia, y colgose sobre los hombros, dejando libre el brazo diestro, la toga pretexta, blanca, franjada de púrpura, de gordos pliegues y cauda ampulosa; enjoyó sus muñecas, tomó su insignia, y bajo el dintel de sicomoro esculpido, recibió el salve de sus invitados.

Junto a una pilastra esperaba el tribuno de la fortaleza.

El Procurador retrajo las salutaciones para mandar que se abriese el Pretorio; y salió con reposado continente a la cumbre de la gradería.

Sus amigos corrieron por los techos de los pórticos y se asomaron a la ciudad desde los arcos.

Poncio se paró en el primer peldaño.

La plaza centelleaba de yelmos, de escudos, de picas y brazales, de la cohorte de Cesárea, perteneciente a la legión «fulminata», legio duodecima gemina. Rodeando el púlpito subían los medallones de los manípulos y los cuatro mástiles del velario.

Fuera se encrespaban las voces y los relinchos. Volvió el prefecto de la torre. La cabeza de Poncio se ladeaba escuchándole. Y sonrió desdeñoso.

El pueblo se negaba a pisar las piedras de la casa del gentil para no contaminarse en la vigilia de la Pascua.

Poncio recogiose la vestidura, y ceñudo y rápido comenzó a bajar la escala de mármoles. En el último tramo le aguardaba el séquito de Justicia. Le precedieron los lictores, de uno en uno, con toga delgada, cerquillo de laurel de oro en las sienes y, encima del hombro izquierdo, el haz de abedules, atado con la roja correa, donde reluce la lengua de la segur. Después iban los tabularios, con sus garnachas lisas, llevando junto al seno las dos láminas enceradas, tabula dealbata, para la absolución o la condena; los pregoneros, de piernas desnudas y el sayal cruzado por la banda del cuerno de cobre; el trujamán, con turbante rebultado de telas amarillas y verdes y plumas y abalorios, la dalmática morada y recias bragas medas; los cuatro mílites de las ejecuciones, con su apex de bronce, el pectoral de unas cobrizas, y cayéndoles del costado el sagum o clámide, tenido de púrpura de coccus.

Cruzó Poncio el inmenso patio. Un aire tibio le abría un ala blanca de su toga. Su jabalina de marfil señaló hacia la gran arcada; y ocho númidas hercúleos, de piel callosa de elefante, pasaron los horcones por las argollas del púlpito, arrastrándolo a los portales. Avanzó el centurión con una escuadra de caballería. Gritó la muchedumbre.

Y apareció Pilato sobre la viga forrada del umbral, frente a Jerusalén de cúpulas gozosas, tiernas de sol, y ceñida por el vaho de las callejas sórdidas de Acra.

El silencio fue ondulando hasta cerrarse en toda la planicie.

Se adelantaron los sanhedritas y sacerdotes, y al deshacerse su grupo en fila reverente quedó solo Rábbi Jesús, jadeando entre el aliento de humo de los caballos.

La mirada de Poncio le rozó distraída al hundirse con dureza en el pueblo. Y sin subir a su cátedra levantó la insignia, permitiendo que le hablasen.

Un escriba salmodió el proceso, y el intérprete trasladaba al latín las acusaciones: blasfemias, embaucamientos, adaptación de las profecías, con daño de Israel...

Goteaba la voz en el claustro solitario del Pretorio, con un eco roto y frío.

Poncio se cansaba de aquel relato de culpas, donde no había para él ninguna realidad humana. Y volviose a su séquito.

Sonaron las trompas. El sanhedrita enmudeció, plegándose. Y Pilato exclamó:

-¡Juzgadle vosotros mismos, según vuestras leyes!

Traducidas las bruscas palabras, las enviaban los corros próximos a los apartados, tejiendo un rumor sañudo.

Poncio, que ya pasaba los claustros, retrocedió impulsivo y siniestro.

-¿Qué quieren? -Y quedó inmóvil, mirando la multitud.

Sobre un fondo de voces surgía el grito metálico de un viejo curial.

-¡Rábbi Jeschoua es digno de muerte; mas a nosotros ya no nos es dado el poder de esa sentencia! ¡Rábbi Jes...!

-¿Y qué hizo? -le cortó impaciente y adusto el romano.

Simón-ben-Kamithos, menudo y pálido, le repuso:

-¡No te lo traeríamos si no fuese culpable!

El viejo prosiguió:

-Rábbi Jeschoua se ha rebelado contra el Señor Dios nuestro, contra nosotros y contra ti mismo. ¡Se llama rey!

-¿Rey?

Y la mueca altiva de Poncio acabó en un pliegue de recelo. Se fijó en Jesús y miró al centurión, que arrojose de su potro, dejando las bridas a un esclavo de las cuadras.

Poncio dijo:

-Súbelo.

Y él adelantose.

Detrás le aullaban las turbas. Y no se volvió. Comenzaron a llegarle los pasos del soldado. En el sol del mosaico veía caminar la afilada sombra del reo, y la sombra cojeaba.

Pilato se detuvo para mirarle. Rábbi Jesús tenía un pie descalzo, y le sangraban las uñas; el otro llevaba sandalia, una sandalia reventada de subírsele y aplastarle otros pies, gorda de fango y estiércol.

Los palomos de los torreones volaban rodeando el Pretorio, y la proyección de su vuelo se rompía rauda y graciosa en el sol de las murallas.

Pilato apoyó su diestra en el breve pilar que partía la aguda ventana. Era un aposento hondo, vestido de paños, donde millares de siervas labraron figuras de monstruos y vegetales de Egipto y de Libia. Colgaban de los artesones cuencos de pedernal para las estopas de las luces, racimos de aljabas y de clavas, adargas de pieles polícromas, que envió el Gran Herodes de sus guerras con los parthos. Los lechos de ciprés y cornerina formaban un estalo bajo los tapices. En medio de la estancia reposaba una gigantesca loba de bronce sobre un cubo de mármol negro, por el que se trenzaba, reproducida en esmalte, la viña de oro de 500 talentos, «encanto de los ojos», según los judíos, que Aristóbulo regaló a Pompeyo. Y frente al animal sagrado, en una mesa délfica, brillaba una ampolla de vidrio con peces de Aretusa.

Pilato contempló la gloria del día de primavera, los campos tiernos, los montes esculpidos por el cincel de la luz; y junto a su palacio, las manadas de hombres greñudos y foscos, amontonándose tercamente en la planicie. Les odió tanto, que sintió el latido atropellado de toda su sangre.

Asomose el centurión; luego, Jesús, el trujamán, el asesor.

No lo advertía Poncio. Recordaba las pasadas matanzas, las letras de Tiberio... ¡y se maldijo porque las antiguas crueldades le impedían ahora machacar esa muchedumbre...! ¡Nunca, nunca se le había deparado una costra de humanidad tan densa de israelismo como entonces!

Venían las risas de los caballeros romanos.

Tornose Poncio, y llamó al tribuno.

-¿Qué nuevas tienes tú del Rábbi?

Y el tribuno, recio y pecoso, sonrió como un chico mazorral... Había visto al Rábbi en el Templo». Bajó él con una escuadra, porque Jesús acometía a los mercaderes de los atrios... Fue después del día de su triunfo en las calles...

-¿Su triunfo?... ¿Cuántos le aclamaban?

Y el custodio de la fortaleza quedose cavilando. Se veía en su frente ruda el ahínco de torpe y de escrupuloso para el recuerdo. Parpadeó mucho, resolló y dijo:

-Eran todos pobres y forasteros. Menos que los que él sanaba; gentes galileas y algunas del arrabal de Bethania, de Bethfage y de Ofel.

-¿Es éste el mago a quien Addaï, rey de Edesa, llamó a su casa?... ¡Empújalo aquí!

Y Poncio sentose en un dorado bisellium, de espaldas a la claridad. Sus pupilas de cobre se contraían acechando a Jesús. Y de improviso le gritó:

-¡Cuéntame lo de tu reino!

Aun llegaba el Señor, y su frente, sus pómulos, el hueso de su nariz, su barba, iban recibiendo la luz de la estrecha ventana.

El trujamán, pesado, rollizo, repitió en siriaco lo que dijo Poncio, y reparaba soezmente en las basuras de la sandalia del Rábbi.

Pilato apartó al plebeyo, Hincándole en la pierna la punta agudísima de su calceus.

Jesús les miró; pasose la lengua por sus labios terrosos, y contestó en habla greciana:

-¡Mi Reino no es de este mundo!...

El judío dice: «Tres idiomas hay: el hebreo, para la plegaria; el latín, para la conquista; el griego, para la elocuencia y la plática».

El Rábbi valiose del griego en sus jornadas por Skythópolis, Gerasa, Hippos, Pella y todas las ciudades helenizadas de la Judea oriental; en algunas de Galilea y de Samaria; en sus disputas con helenistas. Y Poncio, como caballero y magistrado romano, hablaba el idioma oficial de la sabiduría de su tiempo.

Ya no era menester que la boca mercenaria obscureciese el coloquio.

Y sin darse cuenta, Pilato arrastró su asiento y Cristo se le acercó más.

Los invitados del procurador comentaban gratamente la pronunciación del Rábbi. Fosidio tomó de la cintura a Celio. ¡Oh, prefería este visionario a la hez israelita que le acusaba! Después no pudo reprimirse y suspiró:

-¡Qué no diera yo por haber escuchado a Cleopatra, sabidora de todas las lenguas! ¡Su garganta se acomodaba a los acentos, como la del ruiseñor a los trinos!

Insistió Jesús:

-¡Mi Reino no es de este mundo, porque si de aquí fuese, mis gentes me librarían victoriosas de vosotros!

Irónico y rápido, le dijo Poncio:

-¿De nosotros, o de esa chusma que te agarró?

Y quedose mirando las manos de Cristo. Los cordeles las hendían, subiéndole los bordes de la tumefacción amoratada. No eran manos cortas y rudas de artesano, ni untuosas, cadavéricas, rapaces, de mercader semita... Y se las indicaba a sus amigos. El senador juró por la «Aurora de rosados dedos», que los dedos del Rábbi eran de una pureza verdaderamente latina.

Pilato se acariciaba sus pulidas uñas.

-...¿Luego te crees rey?

Jesús contestó:

-¡Tú dices que lo soy!

-¿Yo? ¡No, por tus dioses y los míos! ¡Yo no! ¡Lo dicen los que te traen y tú mismo lo dices!

Se alzaron las risas de los caballeros, y el centurión, el tribuno, los curiales se daban de codos y también reían.

Jesús prosiguió con una firmeza amarga:

-...Yo para ser Rey nací y para testimonio de la Verdad. ¡Todo aquel que ama la Verdad escucha mi voz!

Poncio, con las piernas tendidas y cruzadas, movía los pies, recreándole el brinco del sol en las lúnulas de su calzado.

Los patricios repetían en su torno las palabras del reo.

Se incorporó Poncio, y en tanto que se subía la toga dijo bostezando:

-¡La Verdad..., la Verdad! ¿Y qué es la Verdad?

Agrupados los amigos, olvidándose de Jesús, se cambiaban los conceptos aprendidos de los sofistas y de sus lecturas.

Pilato los desdeñaba todos; en cada pueblo y en cada nombre había visto florecer una verdad. Hacía tiempo que su esposa triunfaba del anagnostes... Y cansado de vanas sutilezas de adomenos, apotegmas y definiciones, soltose de Fosidio y de Celio, de más atildaduras y remilgos de erudición que los otros, y bajó al Pretorio.

Rugieron las trompas. Y en el silencio que dejaron se oían los toquecillos que daba Poncio con su jabalina sobre el oro de sus brazaletes.

Onduló la muchedumbre. Y el romano la miraba distraído, impenetrable.

Venía Jesús muy despacio. Y Poncio, señalándole, gritó:

-Yo no hallé culpa en ese hombre. La justicia del Imperio no puede confirmar vuestra sentencia.

Se elevaron los brazos de los sanhedritas. Y el pueblo, que aun no entendiera al Procurador, también alzó sus manos y agitó sus cayadas.

Salió del todo Jesús.

Fue tan estridente el vocerío, que hería el aire y los muros con sensación de piedras que rebotasen.

Bajaron afanosos los invitados de Pilato. Todas las galerías se coronaron de cubicularios y siervas.

A un signo de Poncio cabalgó el centurión, y se removieron estruendosos los corceles.

Los sacerdotes iban a las turbas para aquietarlas, y volvían junto al Procurador. Allí, en un ruedo, se consultaban, con ademanes resbaladizos, con sonrisas incisivas; se estregaban sus manos enjutas; aparentaban sumirse en una consternación sigilosa y ritual. De sus frentes pendían las cajuelas de boj y badana, donde llevan las palabras del Éxodo y del Deuteronomio, que deben acompañar todos sus pensamientos. Y compungidos repetían a Poncio los delitos de Jesús, instándose, enmendándose, dándose aletazos con los codos: y cuando alzaban sus miradas, Pilato las pisaba con la suya... «Muchas veces buscaron a Jeschoua Nazarieth para apartarle de sus maquinaciones con la mansedumbre del consejo, con la aspereza de la amenaza, con el aviso del enojo de Antipas y de Roma. Y el Rábbi les menospreció. Toda sumisión peligraba por su doctrina. Revuelto estaba su país de la Galilea, y ahora traía el mal a Jerusalén...».

Poncio contuvo al intérprete. Denotaba una vivacidad propicia.

-¿Por ventura es galileo ese Rábbi?

Y como ellos se lo confirmasen, cerró la causa:

-No tengo poder sobre él. Su foro es el de origen. En su palacio de Sión está ahora el Tetrarca; que Herodes os lo juzgue, y yo consentiré que se cumpla su fallo en la Judea.

Luego dictó a los tabularios:

-Forum originis vel domicilii!

Tendió su insignia, resonaron los cuernos y desapareció, seguido de los atributos y oficiales de la jurisdictio. Detrás, los enormes esclavos le llevaban el púlpito.

La caballería abrió un vado en la riada de muchedumbre. Y Rábbi Jesús se fue alejando por la puente de Tyropeon, entre picas, yelmos, tiaras y turbantes.

Poncio y sus amigos buscaron la umbría de los claustros, haciendo un grupo de claridad y elegancia bajo las rudas bóvedas.

Bílbilo apartó los comentarios del juicio, renovando el propósito de recorrer la Galilea.

Pero Cebo pidió ir a Jericó, donde se hunden las rodillas en las mieles de los dátiles y en el suco delicioso del mirabolano.

Mario gritaba:

-¡A Cafarnaum y Tiberiades! ¡Un centurión me ha prometido hebreas que tienen todo el recato de la virgen de Oriente y la oculta y sabia liviandad de la mujer de todos los países! ¡Ellas componen para sus cuerpos un aroma, cuyo secreto no descifraron todavía nuestros perfumistas! ¡Tiberiades!

-¡Tiberiades reciente, pulcra y perversa! -dijo casi cantando el senador- ¡Tiberiades, la concubina de un príncipe que le ha dado por baño un mar diminuto! ¡Tiberiades, sagrada por su nombre imperial!

Stertinius confesó que le agradaría más quedarse en Jerusalén.

Celio puso sus pálidos dedos, cuajados de anillos, en la boca del héroe.

-¡Por el dulce ceñidor de Venus, que no atienda nuestro huésped tu antojo de soldado!

Y Poncio imitaba los fervores de Mario Antisticio:

-¡Tiberiades, Tiberiades, casa placentera del Tetrarca, en cuyos jardines se ofrece Herodías tan poderosa para la tentación, que hasta los cisnes la miran amándola como si cada uno escondiese un Júpiter!

-«¡Qué palabras se escaparon del cerca de tus dientes!» -recitó Fosidio.

Y Mario, encendido, rugía:

-¡Magistrado cruel que estimulas nuestra hambre de delicias y nos dejas entre gentes ensayaladas! ¡Oh, Bílbilo, cómprate un reino con tus riquezas y arráncanos de Poncio y de Stertinius!

Poncio sonreía.

-¡Acaso realicé hoy, valiéndome del pobre Rábbi Jeschoua, una obra política que abrirá las puertas de Tiberiades para vuestro gusto!

Le acometieron todos preguntándole.

Y él contó:

-Rompiose mi amistad con Antipas por las matanzas que hice de sus súbditos amotinados en el Templo; la sangre de los galileos se juntó con la de los bueyes y ovejas de los holocaustos. En Cesárea tuve también que acuchillar a los judíos. Intercedió Herodes, y no pude oírle. Hoy el Procurador del Imperio le cede un reo en presencia de Jerusalén. ¡Basta una lisonja para trocar en amigo al adversario vano!

Mario le abrazó diciéndole:

-¡Dos tórtolas de las palmeras de Magdala he de ofrecerle a Lubentina para que César te nombre su Legado en Siria!

-¡No, por todo el Olimpo, no pidas mercedes a las divinidades, no fuera que se asemejasen a los hombres que cuando remedian se comportan con el protegido de modo que evitan la gratitud!...

Pasaban por el ergástulo. Celio se estremeció y tuvo que buscar el sostén de su hermano,

Entre dos sillares del zócalo se erizaba una reja, y dentro fosforecía una mirada.

El tribuno les dijo que allí estaban los reos guardados para las ejecuciones de la Pascua. Los suplicios se habían retrasado esperando al Procurador. Ya sólo podrían cumplirse en aquel día, «antes de que apareciesen dos estrellas en el cielo», según comprueba el israelita el tránsito de la tarde a la noche, o después de la santidad de los Ázimos.

Quiso verlos Stertenius; y dos esclavos desempotraron los travesaños, sumiéndose en lo profundo con sus linternas cilíndricas de cuerno y las virgas de acebo enfundadas de cuero de toro. Sonaron los varazos abriendo la piel, rebotando en los cráneos. Acercose un ruido de prisiones y losas, y salió arrastrándose un hombre velludo y fornido que traía en las nalgas la paja y la inmundicia de la yacija. Luego asomó un costal humano, una masa rezumante con dos cabezas: dos reos atados juntos; el lodo y la mugre se les agrietaba en la boca, en los párpados, en las orejas, en el vientre.

Mandó Pilato que desgajasen el montón; y los custodios lo fueron desliando, volcándolo brutalmente bajo el sol del Pretorio.

El tribuno leía en una rodaja de pino colgada del cepo del carcañal los nombres de los sentenciados. Para mostrarlos apoyaba su pie en las frentes; y subía un hervor de moscardas verdosas.

-«Genas, incendiario y ladrón. Gestas, ladrón y homicida».

-¿Y aquél? -preguntó Stertinius señalando al hombre peludo.

El soldado doblose y el reo le miró como las ratas cuando las ahogan, y le dio sus lomos.

-«Jeschoua-bar-abbas, ladrón, dos veces asesino y sedicioso».

Les interrumpió el estrépito de las trompas de los vigías previniendo de proximidad o sospechas de disturbios.

Y subieron precipitadamente a las terrazas, Poncio se asomó al pasadizo. Al verle, los pretorianos que guardaban el Lithóstrotos se apercibieron para acometer. Conocían el ceño de sangre de su amo.

Retornaban las turbas, conmoviendo la mañana de rumores, nublándola con humo de carne y de tierra. Desde lejos adivinó el centurión el afán de Poncio; su caballo botó, y se produjo una llama de hierro, de oro, de púrpura. Pronto estuvo bajo el recio arimez; y en tanto que refería todos los lances del fracasado juicio en la cámara herodiana, fue enjambrándose la muchedumbre al pie de los muros.

Rábbi Jesús traía una ropa blanca, inflada de viento, llena de sol, como la vela de un navío.

Y esa vestidura cándida podría simbolizar tan sólo el oprobio de una quimera; pero Pilato recordaba su significación jurídica en los procesos de Israel. Porque allí el acusado presentábase a los jueces con sayal negro; y reconocida su inocencia, se le ataviaba con vestiduras blancas.

Abrió sus brazos sobre el azul y exclamó:

-Yo no descubrí delito en ese hombre. Su Tetrarca tampoco puede condenarle...

Apenas vertidos sus conceptos saltó unánime el aullar de la plebe, como si viniese ensayada y decidida a la revuelta.

Pilato se sintió acechado de odios. Y brilló en sus ojos un destello de crueldad. Pero, dentro de sí mismo, Roma le observaba.

El grupo de jueces era ya más copioso, y lo presidía el Pontífice, asistido del Hâkân.

Y fue el Sumo Sacerdote el que arredró la multitud, subiendo su báculo de curva enjoyada.

Destacose pesadamente, y dijo en lengua latina:

-¡Pido justicia a Poncio Pilato! ¡Y la justicia traerá júbilo a la ciudad del Señor y paz al gobierno de Roma!

Poncio sonreía heladamente.

Kaifás esforzó su voz de cortesano.

-Los tres anatemas de la Synagoga han caldo sobre Jeschoua Nazarieth. Y el Sanhedrín, en mi aula y en su cámara, le ha condenado a que muera. Porque ha escarnecido la Ley Santa y quebrantó todos sus preceptos; y se llamó el Ungido, el Mesías, que descenderá de David y será tanto como el rey glorioso que redujo a los sirianos y domeñó a los ammonitas. Mas todo impostor que se alce por mesías, «¡muera de muerte!».

Y rugió el pueblo:

-¡Muera de muerte!

-Roma -acabó el Pontífice- no puede oponerse a nuestra sentencia. Jerusalén acusa al falsario que puso asechanzas contra su Templo, y yo soy el testimonio de la ciudad, yo el Sumo Sacerdote desde los primeros tiempos de Valerius Gratus, sin que éste ni tú hallaseis engaño en mí. El Tetrarca no le condena porque aquí aun tiene menos poder que nosotros. El derecho a la muerte, el jus gladii, sólo es del Imperio.

Y volviose Kaifás, y todas las tiaras se humillaron acatándole.

Los amigos de Poncio se asomaban y escondían. Se les juntó el Procurador, y los cinco le acogieron imitando con el índice y el pulgar de entrambas manos el pico de la cigüeña, ademán de burla en Roma.

Mario gritaba:

-¡Se nos revienta la esponja de la risa, la «pulpa lienis», según diría nuestro Senador, mirando al hierofante de Jehová!

-Yo he visto -dijo Stertinius-, yo he visto en Germania bestias como ese Pontífice: su misma barba, sus orejas, sus ojos, sus ancas, sus pies.

-Tú la tienes, carísimo, en tu atrio -prorrumpió Bílbilo.

Y le recordó la pintura de un bisonte lamiéndose.

Celio gimió:

-¡Oh Poncio, que desuellen y asen todo ese sacerdote de grasa, o que le den eléboro!

Y Fosidio olvidose de sí mismo para recitar el adagio.

-Ventris obesitas non gignit ingenium!

No participaba Pilato del regocijo. Se le había endurecido la mirada; se oía el temblor del eburno dije de su calceus que golpeaba nerviosamente los balaustres.

¡Un pueblo y un sacerdocio con el Pontífice Máximo acusando a un curandero!

Y se inclinó para mirarle.

Kaifás, que seguía todos sus impulsos, le dijo:

-Ahora está encogido y medroso. ¡Desconfía de él! Examínale más por ti mismo, si quieres, siendo cauto con el astuto.

Moviose la mano del Procurador. Y el centurión empujó a Jesús dentro del Pretorio.

Corrían los viejos del Sanhedrín, buscándose, espesándose. Descollaban Kaifás y un escriba lívido, caroñoso, cuya osamenta se le señalaba espantosamente bajo su túnica rajada de verde y ocre.

La multitud llamaba a los vendedores de agua de miel, de bergamotas y ponciles, de pasta de higos; y la disputa y el bocado les hinchaba la faz pringosa.

Un viento cálido esparcía sobre el Lithóstrotos los humos de los sacrificios.

En la hondonada cruda de sol se desarrollaban largas sierpes de rebaños conducidos por pastores árabes, con sus albornoces rígidos como pieles de tiendas.

Poncio y Jesús se encontraron donde principia el pasadizo de los arcos.

El Rábbi se pisaba el lienzo y la soga de la befa de Herodes.

-¡Quitádselo! -rugió el romano.

Y Jesús le miró.

De una colgada azotea salió un grito de mujer. Pasaron perezosamente los patricios, y antes de entrar en la cámara de la loba, llamaban a Poncio.

-¡Prevén a Herodes de nuestro viaje!

-¡Oh, ya basta, dilectísimo!

-¡Aconseja al pobre mago que se humille al bisonte!

-¡Que dispongan la comida viaticia! Poncio sorprendiose de la mirada firme y austera del nazareno. Pero en seguida los ojos del Rábbi quedaron en una quietud soñadora, como si contemplaran un abierto confín.

La liberta de Claudia vino, presentando al esposo una tablilla que decía:

«¡Nada hagas tú contra ese justo! ¡Es el que se paró a mirarnos; es el de mi visión!».

Los trazos del estilo rasgaban, retorciéndose, la faz de la cera.

Poncio sentía en su frente el ahínco de Claudia, asomada entre dos leves pilares.

Leyó otra vez su aviso; se fijó en Jesús. Y tuvo una sacudida de protesta, porque le cansaba y le violentaba un hombre que era un reo, y un reo de Israel, como los que se revolcaban en su miseria, avivada por el sol del patio.

Y, de improviso, mirando a los ruines, se suavizó su gesto; dio un breve mandato al centurión, y salió sobre las arcadas.

Su voz comenzó a caer recortadamente:

-Est autem consuetudo vobis ut unum dimittam vobis in Pascha.

Kaifás y los sanhedritas que sabían el habla latina, se sobresaltaron, barruntando que el anuncio del jus aggratiandi fuese entonces una destreza de magistrado para librar a Jesús.

Este indulto sancionado por el pueblo, derivado de la fiesta romana del Lectistemium y de la griega de las Thesmophorias, lo traía Roma a sus provincias para dejar en sus sometidos una ilusión de poder; y los hebreos se incorporaron la gracia a su cerrada vida, tomándola como memoria del término de la servidumbre de Egipto.

-Costumbre tenéis vosotros que os suelte uno en la Pascua -tradujo el dragomán al arameo.

Esperó Poncio.

Se le acercaba un hollar de pies descalzos, un resuello convulso, un rumor de argollas.

Y apareció Barabbas; y a su lado, Jesús, frágil, exprimido entre la corpulencia bravía del preso y la blancura estatuaria del romano, cuya palabra revibró:

-Quem vultis vobis de duobus dimiti: Barabbam an Jesum, qui dicitur Christus?

-¿A cuál de los dos queréis que os suelte? -voceaba el mercenario- ¿A Barabbas o Jesús, que se dice el Cristo?

Los codos de Barabbas retemblaron; crujieron sus quijadas y se le desgarró la boca en un mugido de buey. Dos lictores le contenían estrangulándole los cordeles de los riñones con el astil de su destral. Súbitamente los ojos del homicida, de una esclerótica de coágulo, quedaron fijos a la mirada de Jesús.

-¡Barabbas! -pronunció el Pontífice. Y lo repitió el sacerdocio, y lo aclamó la plebe.

Pilato estrujaba la orilla de púrpura de su toga. En su frente hendida, en la palpitación de sus labios se fraguaba un arranque de ferocidad. Pero abatió su cráneo y retirose del pretil. Se le estremecían las mandíbulas y las sienes como si estuviera mordiéndose las ataduras de su sangre.

Y en todo el hondo seguía resonando:

-¡Barabbas, Barabbas, Barabbas!

Los ejecutores abrieron la carlanca y los hierros del facineroso, que al sentirse aflojado hinchó su tórax, se trenzaron sus músculos, saltaron rotas las cuerdas y escapó enloquecido, arrastrando de un talón un trozo de cadena que chacoloteó en todas las gradas y rebotó contra los eslabones de los reos del patio.

Todo el Pretorio llenose del relincho y del trueno de su huida.

El romano y Jesús se miraron. Y pareciole a Poncio que resalían en el Rábbi los rasgos firmes, angulosos, de terquedad y sigilo de la raza odiada.

Y murmuró con lástima dura y zumbona:

-¿Y tus partidarios, Cristo? ¡No ha venido nadie de los que te quieren! ¡No, no es de este mundo tu reino! ¡Mas, por las sombras del Báratro, en este mundo es donde matan los hombres a los hombres!

El Rábbi contempló desoladamente los montones de humanidad seca, enemiga: judíos que le aborrecían; gentiles gozosos de tumulto; galileos humildes que se recataban de los altivos jerosolimitanos, o celebraban sus insultos confesándose engañados por el mal Profeta; mujeres, lisiados, viejos y hasta criaturas chiquitas, los niños que él descansaba con lástima en su pecho y se le incorporaba la palpitación de su vida. ¡No tenía a nadie!

Una tristeza de hombre, de hombre desamparado, comenzó a reducirle y angustiarle; se le plegaba la piel a sus huesos agudos de un temblor frío y trágico. Un extranjero le recordaba su soledad. Y sintiose extranjero en la tierra judía, agria, quebrada, obscura. ¡Oh Padre, si él hubiese vivido siempre entre estos hombres de Judea! Lejos, sobre un remolino de koufiehs y turbantes, osciló la espalda sudada y hercúlea de Barabbas. Poncio gritó:

-El daño que Rábbi Jeschoua os hizo lo expiará con la flagelación.

Y ordenó el suplicio que aplacase a Israel y sirviese de tortura, quaestio per tormenta, para arrancar revelaciones al obstinado galileo.

Los lictores bajaron a Jesús a la rinconada de los Pórticos, donde estaba la columna flagelatoria, un pedestal mutilado, cortezoso de sangres viejas, de sudores y mugres.

Rápidos, expertos, calzaron con cepos los pies del Señor; le descolgaron las ropas hasta los hinojos; le enfundaron la cabeza con la máscara de paño rígido y amargo de pringue, de salivas, de espumas y lágrimas; el capuz que ciega a la víctima y ahoga un poco sus bramidos. La espalda del Señor crujió al doblarse; y quedó inmóvil y curvo, con las muñecas y la garganta atadas en manojo a una argolla.

El lictor Proximus conversaba con un viejo rapado y bisojo, de piernas cortas y el vientre desbordante del cíngulo de esparto, mientras los demás deshacían los rollos de varas. El viejo arrastró un tajo de higuera, subiose, y fue tentando con su pulgar, todo córneo, los flacos ijares, la quilla de vértebras, los huesos de las axilas de Jesús.

Un tabulario llamó al centurión.

Poncio no quería que golpeasen al Rábbi con las virgas; quebraban ocultamente el hueso; y él prefería que se rasgara la carne para saciar la multitud.

Bílbilo propuso el flagrum, correas retorcidas que acaban con mendrugos de osecicos, de plomo y de vidrio.

También lo rechazó Poncio. El flagrum dejaba llagas asquerosas y, a veces, una semilla de infortunio y aun de muerte ya inútiles; muchos azotados con el flagrum quedaban idiotas, y otros, después de cerrárseles las heridas, pasado tiempo, morían enrollándose como virutas.

Celio confesó que nunca había visto tan curiosa agonía en ninguno de sus esclavos, y prometiose verla.

El procurador se desciñó la toga, y se alejaba y volvía por el hondo aposento. Se paró frente al tribuno y le dijo:

-¿Y Melio?

Trasudó el tribuno. No comprendía, no recordaba.

-¿Y Melio?

Y el grito de Pilato le hizo apretar los ojos.

El centurión intervino: Melio pertenecía a la cohorte de Cesárea, y en el Pretorio de Jerusalén nada más se sabía el apodo del lorarius de la otra residencia: «Sísifo».

Ya descansó el custodio de la Antonia.

Sísifo. Sísifo se hallaba entonces con los lictores.

Y Poncio decidiose por el flagellum, haz de trallas hendidas y sutiles que desgajan la carne en hebras, y, si no es hábil el lorario, pueden sumirse y enroscarse a los nervios y a las entrañas.

-¡Que lo flagele Melio! -Y dirigiéndose a sus amigos, añadió-: «Sísifo» desuella los cuerpos con más goce y sapiencia que los asirios a sus prisioneros; ¡los descorteza de modo que se les ve la vida desnuda, y no mata!

Aun aguardaba el centurión.

Le miró Poncio, y el soldado preguntó fríamente:

-¿Cuántos?

-¡Es verdad, cuántos...! Si hablase, un cuarenta menos uno, según dicen en este país Hórrido y falaz hasta para el suplicio. Y si no hablase, si no hablase, acordad vosotros el número. ¡Yo no quiero que ese hombre muera!

Y comenzó la flagelación de Jesús. Los patricios, recostados en los pilares de la escalinata, presenciaban el tormento y gritaban sus comentarios al Procurador, que seguía cruzando la profunda sala.

Stertinius exclamó:

-¡Puño de oro! ¡Cuán perfecta la red de surcos que teje en un espinazo seco!

Pero Celio pidioles que callasen, y dijo dulcemente:

-¡Exquisito dolor, que nunca agota la sensibilidad ni la resistencia! ¡No cambia el golpe ni el gemido! ¡Atended como yo!

Y todos escucharon.

Rechinaba la argolla de la columna, y bajo la tela retesada que cegaba el rostro de Jesús, se producía siempre el mismo quejido, y siempre exacto con el movimiento de la tralla; una queja íntima, aspirada y rota contra el paladar.

Fosidio copio su tono y recitó la frase de la tercera sátira de Horacio:


Ne scutica dignun horribili sectere flagello!


Ya cansados, buscaron a Poncio, y se tendieron en los almohadones que se estremecían como espaldas deliciosas.

Mario inició una plática de aventuras de matronas ilustres.

Y Poncio, reclinado sobre la mesa deifica, sumergió sus dedos en el fanal de peces de Aretusa; fue doblándose su mano, y recogió en su hueco un latido frío que le produjo una risa violenta.

-¡Cómo rebulle el pobre pez! ¡Mirad que no me es dado abrirle la cárcel ni cerrársela más! Esta palpitación helada...

Calló. Subía un cántico entonado a la manera de un coro litúrgico:


Salve, salve
Rex Judaeorum!
Saaalve!


-...Esta palpitación helada me recuerda el temblor caliente de una golondrina que aplasté con mis manos. Fue la tarde que me quitaron la toga cándida y la bula de oro de la puericia para vestirme la libera. ¡Aun siento aquella agonía en mi piel!

-¡Tú apretarás ahora, oh Poncio!

-¡Yo lo estrujaría si lo tuviese mucho tiempo; y no por maldad, sino por hastío!

Y soltó al pez, que retorciose inflando las agallas en el agua de luz.

Del Pretorio a la planicie se volcaba el croar de la chusma romana y judía.

En medio de los claustros, los lictores guardaban un hombre postrado. «Sísifo», con una rodilla en tierra, le abría la clámide andrajosa.

Llegaban los mílites; y apareándose frente al grupo, hacían media genuflexión y elevaban las espadas diciendo:

-Ave, Caesar!

Y se tornaban, subían un calcañar, sacaban las corvas.

Precipitose Poncio entre las columnas, y su voz de imperio rechocó terrible en todos los muros.

Se esparció la soldadesca. Y quedó Jesús doblado al tajo de higuera. No podía incorporarse.

Una vara de bambú marino le retorcía las sogas de los talones, subiéndole rectamente a la gafa del sagum.

Mandó Poncio que lo alzaran; y viose entonces el cráneo de Cristo enjaulado de ramaje.

El centurión contó todo el improperio. Dieron cetro, manto y corona al Rábbi; y por trono, el escabel del lorarius. Y como no podía tenerse, se revolcaba sellando el piso con la llaga de su espalda. La hechura de la diadema antojósele a «Sísifo». Pero las caídas y los golpes del cetro de bambú fueron hundiéndosela, y ya le rasgaba las orejas.

Trajeron a Jesús. La congestión le había roto los vasos de las encías, de los oídos, de la nariz. Estaba tejida su corona con un aro recio de juncos, y del borde salían combándose, en forma de alcartaz o mitra de los reyes caldeos, las zarzas de zizifus y cambroneras, erizadas de espolones de púas. Un tallo verde, al desplegarse, le arrancó un trozo de párpado, que le colgaba de una espina, delante del mismo globo del ojo desnudo.

Celio iba rodeando al Rábbi, y profirió admirado:

-¡Qué suprema púrpura!

Hizo el tribuno que el reo se volviese. Y tuvieron que separarse los cortesanos, porque todo el cuerpo de Jesús desgranó sangre. Poncio removía dulcemente su insignia para quitarle una moscarda.

Estuvieron mirándole la espalda, abierta en un latido de granas con descarnaduras de costillas y músculos descuajados como filamentos de raíces, que daban orientes de perla. En cada gota de sangre renacía otra, sorprendida en su origen, con un punto convexo de sol, y ya espesada, caía apagándose, brillando, escondiéndose.

Fosidio murmuró:

-¡Oh Poncio, bien dijiste: esto es la vida por dentro, y tan maravillosa que parece que no deba sufrir!

Poncio se fijó en un codo del Señor: la lora o tralla abrió la piel, dejándola como una felpa que se deshila; y en el arrastramiento del rodillo, el mosaico, menudo y áspero, fue aserrando la carne hasta mondar todo el gozne del olécranon.

Convulsionaba sinuosamente Jesús como si respondiese a torceduras del hueso, y muy hondo crepitaba su quejido. Rendía la cabeza con un crujir de leña, y le salían las moscas, y en seguida le bajaban a los mismos grumos que estaban chupando.

Se hallaba el sol casi en medio del cielo. Y hervía el Lithóstrotos como una tierra agusanada.

Los sacerdotes se deslizaron entre los grupos, suscitándoles la saña contra el impostor que había acatado al extranjero en sus predicaciones. «¡El ungido verdaderamente por Dios exaltará a Jerusalén en trono del reino mesiánico; todos los pueblos traerán sus ofrendas; se alimentará el judío de pan y de bienes de los gentiles! ¡La casa de Israel será señora de los que la hicieran su cautiva! ¡Y Rábbi Jeschoua mintió a los humildes y quiso malograr las promesas de la plenitud y «ahuyentar la gloria del Señor como un ave»!

Estalló el enojo de la multitud en un clamor de injurias, injurias rebañadas de los muladares de la lengua, con el goce de lo hediondo que siempre habita en las entrañas de la plebe y engendra el aborrecimiento, sin ajarse en el aborrecido, y se desea ciegamente el mal.

Presentose Pilato sobre el pasadizo.

Y se agitó una masa de pupilas voraces, de dentaduras frías, de carnes bazas, de risas ruines, de brazos peludos, de sudarios pegados a las frentes aceitosas.

Relumbraron los crestones y lorigas de los mílites y apareció la cabeza ensarmentada de Cristo.

El estruendo del escarnio sacó otra vez de la querencia a los palomos.

Escasa es la risa de Israel. Sus libros sapienciales la reputan por error y descubren el llanto en los extremos del gozo. Sobre la frente de cada judío se proyecta el agobio de la patria. Y en esa mañana de Nisán, la evocación que trae la Pascua de una jornada venturosa, el júbilo cosmopolita de las ferias, de los lupanares, de las caravanas, de los paradores; el vano de vinos, de ropas, de frutas, de primavera; el apretamiento de toda la sensualidad de Oriente amontonada en Jerusalén, exaltaba al hombre judío que se fundía en multitud, y el fervor y el odio y el grito se rompían en risada.

Los jueces daban chillidos y silbos de corneja, esforzándose por reprimir la algazara que trocaba la justicia en un lance chocarrero de hampa de lonja.

Y Poncio lo advirtió y quiso valerse de la burla. Asomose; tendió su mano; y en el súbito reposo se oía el rico y grueso desdoblar de su ropaje. Y dijo sarcásticamente:

-Ecce Homo!

Lo repitió el intérprete mirándose el caño de su boca grotesca de gárgola.

El escriba huesudo se precipitó hacia el portal, estirando los brazos, que semejaron colgarse de dos garfios, y rugió al pie de la muralla:

-¡Poncio: la cruz para ése!

Brincó la muchedumbre, y se fijaron todos los puños en el cielo:

-¡Poncio: la cruz!

Y la planicie trepidó bajo la danza ominosa de la canalla, que venía delirante, con los brazos tendidos, como una espesura de buitres de alas podridas.

Poncio apartose de aquel abrazo hediondo, y le dijo al Señor:

-¡Qué hiciste que así te odian!

Recudían más gentes de las puertas del Templo, de la plaza de Xystus, del arrabal de los obradores, y todas llegaban imprecando:

-¡La cruz, la cruz!

Stertinius torció con repugnancia la boca.

-¡Nuestro pueblo brama y acomete como una fiera colosal y horrible; mas este pueblo hebreo es una manada de chacales flacos!

Poncio gritó a los lictores:

-¡Retirad al Rábbi, que no lo vean esas hordas!

Agrandose tanto el vocerío, que semejó hincharse el Lithóstrotos, y que el pueblo fuese a trepar por las cornisas.

Salió Poncio. Y porfió Kaifás:

-Nosotros tenemos nuestros mandamientos de justicia, y, según ellos, debe morir Jeschoua Nazarieth. ¡Escrito está por Moisés en el Levítico!

Y Pilato comentaba: «¡Mísero de Moisés atravesando el horno de los arenales en la corcova de su camello, acosado perpetuamente por una raza de heces de tribus, sin una prenda de ciudadanía!».

Clamó el Pontífice:

-¡El ruin se dice Hijo de Dios, y se obstina en su blasfemia!

-¡Hijo de Dios! -murmuró Poncio volviéndose a sus invitados-. ¡Un dios humano les asusta, y en las florestas de Roma habitan más dioses que hombres!

Pero luego se nubló su frente. Y miró al Rábbi:

-¿Quién eres?

Kaifás y sus familiares se alejaron hacia la residencia de Annás para pedirle consejo, temerosos que el Procurador retardase la causa y viniese el crepúsculo y con él la santidad de los Ázimos, que impide todo suplicio.

-¡Quién eres! -insistía Pilato.

El Rábbi se quejó.

-¡No me respondes a mí, que tengo poder para protegerte de tus enemigos o para empalarte en la cruz!

Y oyó a Celio Antisticio:

-¡Todo debió acabar con el flagrum! ¡No queda ya reo!

Entre las zarzas y la sangre cuajada se produjo una sonrisa, y gimió Cristo:

-¡No es tuvo ese poder, sino que lo recibes de lo alto!

Se le arrojó Poncio, y los ojos del Señor le esperaban.

En aquel instante llegó aturdidamente una sierva de Claudia, y huyendo de Jesús, le dijo:

-¡La dómina llora!

Fue Pilato a la cámara, y su esposa se le abrazó sollozando:

-¡No matarás al justo! ¡Yo sentí su agonía en mi visión! ¡Poncio, no lo mates!

Y le dejaba el perfume de su boca y de sus cabellos, y de las magnolias de sus manos y la amargura de sus lágrimas.

Llamaba el tribuno. Y Poncio se arrancó de las caricias de Claudia.

Habían venido los hijos de Annás, el que fue pontífice y engrandeció su casa, y mantenía amistad con el Legado de Siria.

Y cuando apareció el procurador, embraveciose el tumulto y gritó Eleazar, el primogénito del «hombre venturoso».

-Esto dice mi padre: ofendes a Tiberio amparando al que se levantó por rey de los judíos.

Los sacerdotes murmuraban:

-¿Te recordaremos nosotros al César?

Y seguía Eleazar:

-¡Título tienes de Amigo del César, y Rábbi Jeschoua se rebeló contra Roma!

-¡La cruz! -bramó la muchedumbre.

Pilato sonreía cansadamente.

-¿Crucificaré yo a vuestro rey? -y pronunciándolo, volviose a sus amigos, que recibieron con frialdad su chanza.

Se había invocado a Tiberio, y los patricios se apartaban cautelosos de la contienda.

Los sanhedritas, escandalizados, se golpeaban la faz.

El Sumo Sacerdote levantó su báculo.

-¡Todavía no tenemos más rey que Tiberio!

Y muchos voceaban:

-¡El «amigo de César», el «amigo de César»!

Sobrecogiose Poncio. Jerusalén se le ceñía para derribarle. Se enjugó las sienes y pensó: «Sudo como el Rábbi». Y apartose de él. En el grito de amigo de César resbalaba el ludibrio y una amenaza de delación. Buscó la compañía de los caballeros romanos, y con tono de zumba, tan forzado que desconoció su misma voz, les dijo:

-¡Le acusan de rey, y no tiene a nadie!

No le respondieron.

Poncio lo repitió:

-¡No tiene a nadie el rey desollado!

Y cuando se afanaba por sonreír, le hincó Bílbilo sus ojos de gavilán.

-¿Nadie? ¡Y tiene toda Jerusalén que le acusa!

Enrojeció Poncio, porque el logrero mejor semejaba advertirle: ¡Tienes toda Jerusalén que te acusa!

Y vio la patria romana: se hundía en las nieblas de los más apartados confines del mundo; pero la conciencia de la soberanía de Tiberio se prolongaba como una raigambre viva, sustentándose de la tierra de las colonias más remotas y sintiendo todos sus latidos.

Poncio se sorprendió mirando rencorosamente a Jesús. Cebo dijo verdad: ¡No quedaba ya reo! Y seguía llegándole la mirada de padecimiento y de firmeza del acusado. Se odió y lo odió todo: Jerusalén, César, la figura de Jesús, sus amigos, su insignia, su sudor, el cielo magnífico de la mañana, el llanto de Prócula...

Tropezó consigo mismo, obscuro, murado, inepto.

Y todo pesaba sobre su vida. Reducido, atado a los otros, y todos sometidos a su voluntad.

Avanzó, y le seguían sus gentes; se retrajo, y se apartaban. ¡Era él; era amo! Y abrió su puño y retronó su voz:

-¡Bajadlo al Pretorio!

Y él corría delirante, con la toga desplegada; y su cortejo saltaba ágilmente los blancos peldaños. Abriose la cohorte para recibirle, centelleando de sol. Sol, bronce, clámides, retumbos y alaridos de trompetas y multitud; el púlpito arrastrado como un carro triunfal por sus gigantes de acero; las insignias moviéndose gloriosamente en el azul. Y Poncio se deslizaba dentro de lo magnífico, de lo gallardo y fácil de su pomposa jerarquía.

Se halló sobre su estrado de la Justicia. La ley romana quiere que la sentencia se pronuncie desde un lugar eminente, y él lo había subido.

Un anhelo precipitado le calentaba su diestra, apoyada en el recodadero de la tribuna.

Junto al sitial se doblaba Jesús crujiéndole su aro de púas.

Poncio se dijo: «¡Así debió derribarse en los hombros de Claudia!».

Para no verle, sentose en la cátedra; la cauda de su vestidura desbordó espumosa por la gradilla. Y aun asomaba el erizo de ramas.

Y mandó que le quitasen al Rábbi la corona.

Lanzas, broqueles, cascos, báculos, tiaras, quedaron esplendiendo quietamente. Jerusalén calló.

Le esperaban. Y hundió la mejilla en su puno nervioso, dilatose su nariz, se le hundieron los ojos y parecía mirar con la crispación de sus cejas.

Después, ladeose. Un legionario recogió su rápida palabra. Y le presentaron un escudo por el lado cóncavo y un jarro de oro de cuello alongado y fino como un cisne de luz.

El tribuno le desnudó los brazos, y fue vertiéndole el agua, que asperjaba sus pulseras y se rompía entre sus dedos, y saltaba fresca y sonora en el broquel. La emoción sagrada del símbolo en las viejas edades segaba como una hoz todos los rumores.

Concepto de pureza inspiró siempre el agua. El sabio de Mileto la puso sobre todos los orígenes de las cosas; y el cantor tebano la ensalzó como gracia primera de la vida. Y surgió el rito y el remedio lustral. Había lustraciones para expresar la inocencia; la proclamaban antes que el discurso; porque aun no se penetraba en toda la íntima fuerza de la palabra, y un acto simbólico comprendía más cabalmente lo que yacía dormido en la mudez. La voz del nombre fue dando forma dócil y perenne a los pensamientos; pero siguió practicándose el símbolo, porque con él los jueces avisaban el peligro de una injusticia y se eximían de su pesadumbre con más pudor y eficacia. El vocerío de la multitud, que apagaba la palabra del prudente, no vencía el silencio mímico de la ceremonia.

Poncio Pilato se descansó en el símbolo. Y Jerusalén temió. Un gentil evocaba la voz del salmista: «Lavaré mis manos entre los inocentes»; y la solemne severidad del Deuteronomio: «Cuando fuere hallado un hombre muerto, y no se supiere quién le mató, saldrán los ancianos de la Judicatura y medirán la tierra desde el sitio del cadáver hasta las ciudades del contorno; y los jueces del lugar más inmediato tomarán una ternera añoja que no haya traído yugo ni roto el campo con la reja; y llevándola a un valle árido, le quebrarán la cerviz. Y los ancianos lavarán sus manos sobre la res, diciendo: «Nuestras manos no derramaron la sangre de ese hombre ni nuestros ojos lo vieron. ¡Sé propicio, Señor, a tu pueblo, a quien rescataste, y no le imputes la sangre inocente!». Y será apartado de los jueces el reato y peso del homicidio».

Y la Glosa de Sôtah resume y cifra el texto mosaico: «Tan puras y limpias como nuestras manos lustradas, están nuestras conciencias de toda sangre».

Poncio tendió sus brazos, y el agua goteó en la cabeza lacia de Cristo. Y dijo el romano:

-¡Inocente soy de su sangre!

Se adelantaron los sacerdotes, los escribas, los ancianos de Israel, formando un círculo en torno de la cátedra. Y el Príncipe del Sinedrio y el Hâkân subieron sus frentes, y no pronunciaron la fórmula pavorosa de descargo: «Caiga la sangre de ese hombre sobre él», sino que dijeron dándose en prenda de su verdad:

-¡Caiga la sangre del Rábbi sobre nosotros y sobre nuestros hijos!

Lo repitió el cortejo volviéndose a la multitud; y ya todos rugían la maldición con un ahínco que les rasgaba las bocas y les inflaba las fauces como gañiles de perro.

Poncio quedó inmóvil, supremo, duro sobre el oleaje de sayales, de sudarios, de cayadas, de gestos y aullidos de plebe; plebe de astrosos, de lisiados y vagabundos; plebe de artesanos, labradores y camelleros; de rábbis, juristas, mercaderes y devotos; de gentes honradas y poderosas, sin un ímpetu de rebeldía, todo desconfianza, odio y obediencia; plebe que pastura el camino estercolado por todos los rebaños humanos.

Y Poncio la miraba con una frialdad señoril, complaciéndose en sentirse él, y él solo, blanco, prócer, togado, esculpido en la excelsitud de su jerarquía y de su raza.

La muchedumbre llegó a los pretales de los caballos, enloquecida por el cansancio; y daba ya hedor de entrañas agotadas, de lenguas secas.

Moviose Poncio. Había sentido en sus hombros los dedos de los romanos remedando el crepitar del pico de la cigüeña. Y no estaban. No estaban, pero recibía sus miradas; y ya no eran sus ojos los ojos agradados del poder del amigo. Le miraban los decuriones, el centurión, el tribuno, y ya no le miraban pendientes de su ceño o de su insignia. Y detrás de todas las miradas se abrían los párpados blandos de Tiberio, que le observaba con una fijeza glacial, sin ira ni lástima; los ojos de Tiberio parándose sobre un delatado de lesa majestad, acusación que aparta el amor del hermano, del hijo, de la esposa.

Levantose con indolencia. Acaso hiciera un ademán muy sabido de sus tabularios, porque acudieron apercibiendo sus láminas. Ya estaba todo: el pueblo, que pedía un fallo en nombre del Emperador; el reo, desfallecido, desangrándose; los curiales, los ejecutores... Y la fórmula jurídica externa, enjuta de piedad, se deslizó en los labios del magistrado.

Después prosiguió dictando el fundamento de la acusación:

-...Jesum Nazarenum, subversorem gentis, contemptorem Caesaris...

Y acabada la sentencia alzose, señaló a Jesús y sin mirarle dijo:

-Ibis ad crucem!

Rápidamente recogiose la cauda, descendió del púlpito por la gradilla frontera a la del Rábbi y mandó al lictor Proximus:

-I lictor: expedi crucem!

Poncio subió lentamente. Las piedras de los muros y torreones humeaban de calina. De las cúpulas, de los umbráculos bajaba un convite de silencio y reposo de siesta.

En el azul de dos almenas se recortaba la blanca figura de Claudia.

Y Pilato sumergiose en la penumbra de la sala del Pretorio.

Los patricios dormitaban en los grandes lechos.

Y él desabrochose la vestidura pretexta y la arrojó entre las patas de la loba de bronce.

Despertó Celio, y sonriéndole dijo:

-¡Procurador implacable que te mustia una cruz! ¡Blando es tu ánimo!

Poncio arrebatose.

-¡Blando soy porque no alcé esa cruz en cada azotea!

Se había incorporado el fastuoso mercader.

-¿En cada azotea? ¡Carísimo: toma mis bosques de Sicilia!

Mario rodó por las almohadas, mordiendo las estofas de carmesí.

-¡Cafarnaum, Tiberiades! Los brazos de Herodías, más dulces que las manzanas de Tíbur... ¡Yo quiero exprimirlos!...

En la paz del Pretorio tronaron las bocinas, pregonando la hora sexta.




ArribaAbajoSimón de Cyrene

«Y obligaron a uno que pasaba, Simón de Cyrene, padre de Alejandro y de Rufo, que venía de una granja, a que cargase con la cruz de Jesús».


(S. Marcos, XV, 21)                


Vistiose Simón su sayal de la muda de fiesta, que era recio y azafranado, y las mangas de las que se rasgan por el codo. Fue doblándose a los riñones la ropa ancha, que le servía de talega y cíngulo, y entonces se le descubrieron más sus piernas, vibrantes de músculo, con vello como el esparto, domado por las ataduras de las ferradas sandalias, de piel de hiena. Tomó el sudario, que se ciñe a la barba, y salió a bañarse en la pila. Y se llenó de luna. Parecía forjado de metales y mármoles bruñidos; y su cabeza, pequeña y rizada, tenía los dulces rasgos de la raza libia.

Rufo, ya subía el agua; y la herrada tronaba fresca y ruda, desbordándose dentro del aljibe. La volcó desde el brocal; y el agua caía como una trenzada barra de luz. La luna, grande, redonda, lo penetraba todo, como si fuese un ascua que derretía el sahumerio de claridad esparcido dulcemente en todo; hasta los insecticos que hilan entre los árboles eran gotas y hebras de plata.

Alejandro abrió la cancilla del aprisco; y fue apareciendo el rebaño, que brincaba ganoso de salir, porque recogía los olores de la hierba nueva y mojada del relente.

El padre escogió un cordero blanco, de patas todavía sonrosadas de desnudas; y Rufo, que siempre se quedaba en la heredad, moliendo el grano y cuidando la casa desde que la madre muriera, agarró a la res de los tiernos ijares y la volvió al establo, caliente del vaho de toda la noche, guardándola para celebración de la Pascua.

Lavose Simón; tomó su cayada y apartose con su hijo Alejandro delante del rebujal, que hacía un áspero raído de pezuñas, de topadas y retozos, y un balar alegre de la holgura y de la promesa del collado y del hondo de aguas vivas. Sonoreaban las esquilas, desgranándose en la paz del alba, llenándola de la inocencia y gracia de aquellas auroras de bendición en que Moisés mostrara a su pueblo, desde el monte de los Pasajes, el monte Abarim, el principio de la tierra prometida, «cuyas rocas destilan la miel, el aceite y la sangre purísima de las uvas».

Simón cantaba y miraba sus bancales mullidos. Y había de volverse para llamar una oveja que se quedaba roncera y se paraba balando.

Desde el casal venía un quejido roto de la cría encerrada.

Alejandro le pidió a su padre:

-¡Cuéntame de Cyrene, que yo nunca vi!

Y dijo Simón:

-¡Cyrene, Cyrene! Sus muros, su tierra, sus casas tenían un color de mies y de manzanas maduras; sus montes, como panales. ¡A una moza rubia la comparábamos! Más que el Jordán era de grande el camino que venía del puerto de Apollonia, siempre apretado de mercaderes; y bajo los velarios, en presencia del Rey, se pesaba y vendía el silfion, caña codiciada de los griegos que le extraen su jugo para especias y drogas. Fuera del recinto, camino de las huertas que crían la cidra y el azafrán, manaba una fuente de tres canos, al pie de un cabrahígo, en cuya sombra podía sestear un buen rebaño. Y cuando abrevaban las camellas se nos aparecía un viejo giboso y desnudo, gritando como si ladrase y moviendo su tirso de pieles de víboras. Escapábamos los pastores; y entonces él, escondido bajo los vientres de las camellas, les chupaba las ubres, y después se iba, volcándose, beodo del hartazgo. Amenazonos el amo con la tortura; cobramos ímpetu, y una tarde caímos sobre el viejo, arrojándole piedras y escombros. Un canto le quebró los hinojos. Los alaridos del lisiado sacaron de la muralla a la gente. Y todos se holgaban apedreándole, y decían:

«¡Es vampiro, vampiro de la enjundia de las hembras!».

Y el viejo bramó: ¡La sed os seque las entrañas y os pesen más que estos guijarros, porque matáis al dios de vuestra agua!».

Muchos se asustaron; pero el rabadán de nosotros gritó:

«¡Rematadle, que ya se hiende y sangra por todo el cuerpo! Rematadle aunque sea dios, que alguna vez habíamos de poder nosotros».

¡Y sus palabras y el olor de la sangre embravecieron las manos, que arrancaban las losas de la misma fuente, y aplastaron al dios como un alacrán!...

A poco vino sequía; menguaban los caños. Y toda la ciudad nos culpó. Se buscaron y recogieron todos los pedrales de la maldición, y con ellos labrose un ara bajo el árbol para hacer de nosotros un sacrificio de desagravio al viejo giboso.

Pudimos huir. Pasamos muchos pueblos de deleites y magias feroces, donde se trasmudan las personas en bestias; y así, había damas principales que agasajaban mulos y carneros en estrados floridos. Pues los brujos se apoderan, desde muy lejos, de la voluntad de los hombres; clavan agujones invisibles, encendidos de antojos, en el corazón de las mujeres, haciéndoles aborrecer lo galano y amar lo inmundo. Con un trozo de la ropa de una enamorada, embebido del olor y de alguna sangre de su cuerpo, fraguan encantos que nadie resiste. También componen de cera unas imágenes de la hechura de quien se quiere gozar o se odia, y todo lo que en ellas se comete lo siente la persona representada. Llaman Thot a la divinidad de la magia, y es cruel y propicia, porque a Thot se le pide el daño de los hechizos, y a Thot se le invoca para los remedios y los sortilegios. Hay, además, unos seres que dicen demonios. Tienen macho poder. Algunos aparecen como sabandijas con alas; se ciernen en el viento, se juntan con el polvo, se cuajan en el vapor de las marismas, buscan los lagares cuando hierve el vino, se sumen en la humedad de las praderas. Son los genios de la fiebre y de la locura; son los trasgos y los duendes, que traen la desgracia de las esposas y de las hijas; son las gulias, de mirada pegajosa y voraz, que, hartas de la podredumbre de los sepulcros, se pegan a la piel de los caminantes y les chupan la substancia de las venas y del hueso, dejándoles desjugados, y se les ve arremolinarse en las polvaredas de las encrucijadas como hojas secas...

Llegamos a un país que adora a una deidad desnuda, que se coge los pechos. Sus sacerdotes no pueden conocer mujeres, y las sacerdotisas mueren hartas de amor. Transpusimos más fitas de naciones, y nos acomodamos en las majadas del Líbano. Desde allí se veía toda la anchura del mar como un prado azul, y el reposo de la tierra, y sus ciudades dóciles y menudas como un hato de recentales. Yo cantaba la tonada de la muerte de Adonis, que aprendí de mi madre; nunca la acabé, recordando el tormento del viejo de Cyrene; y les preguntaba a los otros: «¿Sería un dios?». Ellos se reían de mi espanto y de mi lástima; ¡y a ti te digo que yo deseaba que fuese alguna divinidad, porque me daba más compasión el sufrir que tuvo como hombre!...


...Cuando llegaban a los majanos y muladares de Bezetha, asomó el sol como una rodela ensangrentada. Se inflamaron las cúpulas, los hizanes, las eminencias y torres de Jerusalén. Pasaban las palomas que anidan en los techos y capiteles de los palacios, y al recibir la llamarada del cielo, semejaban heridas. Los vellones del lomo de las reses se tiñeron de una púrpura siniestra, y sus sombras y las de Simón y Alejandro se tendían oblicuas y lívidas por los recuestos.

Desde un adarve de la ciudadela, un pretoriano disparó su arco contra dos buitres que se remontaban y luego volvían a la querencia del Cedrón. El Cedrón rugía hinchado de las aguas gordas y de las sangres de los vertederos del Templo.

Se entraron por el camino de Damasco, que allí se recoge entre cercas desbordantes de frescura de los huertos patricios. Los granados y laureles sueltan sus frutillas, se doblan bajo el abrazo de la madreselva y del jazmín; y la calzada queda íntima y umbrosa, con un rumor de norias, de arcaduces desbordantes. De cuando en cuando surgen los adelfos, los magnolios y las oleadas de rosales del huerto de Josef de Arimathea. De una acacia en flor siempre salía la trova de los ruiseñores; y hasta las ovejas miraban el árbol apasionado», que era como un salterio tañido por la brisa primaveral. Después acababa el deleitoso cercado, y la tierra parecía crepitar de sol. Camino entre cactos y eriales; camino de Jaffa, que rodea un cerro polvoroso, con cardos que se quiebran de sed y semejan vaciados en cal. Una cisterna abandonada abría sus fauces rotas; la peña, en lo alto, huesuda, lisa, gorda, se va oprimiendo como una sien y después se levanta, abovedándose como la frente de un cráneo enorme. Es el Gólgotha, hórrido y viejo, entre la feracidad y juventud de las quintas señoriales de placentería; su vereda ardiente roe la ladera y baja a lo llano del Efraim o Puerta de los Jardines.

...Simón y su hijo descansaron a la sombra de los muros. La grey pacía las matas menudas de los fosos. En los yermos, bajo los olivos, se hacinaban los aduares de las caravanas.

Y mientras venían los mercaderes de ganados, Simón, tendido hacia el azul, recordaba de su vida.

En estos mismos parajes descansó otras mañanas de Pascua para vender rebaños de su amo. Entonces ya se le deshacía la memoria de los dioses cartagineses, y mezclaba en sus imploraciones a Allah y Elohim, coincidiendo su ánima intonsa con las sutilezas de los etimógrafos.

Revolviose; se acodó en la tierra, y dijo:

-...Fue tu madre la que me pasó del todo a Israel. Aquí nos vimos un día de Parasceve. La seguí por toda la ciudad para mirarla. Subió al Templo, y yo también subí. Se apoyó en un pilar de los pórticos, y yo toqué esa piedra como se acaricia una cordera recién parida. Se marchó a su granja, que ahora es nuestra casa, y yo caminé detrás, y siempre la miraba...

Pero yo era pobre; yo no tenía todos los dineros del Mohar que me pidió su padre. Y entré al servicio de sus campos, hasta pagar en sudor el precio de la boda. ¡Ensalzada sea la mujer que me hizo venturoso y me dio hijos fuertes! ¡Ella me bendijo, sonriéndome en su agonía; y su mano se fue enfriando dentro de mi pelo! ¡Y yo entonces, entonces vi el pilar del pórtico donde ella se recostó siendo moza! ¡Y la besé llorando, y besándola, besándola, se derribó en mi hombro, muerta! ¡Vosotros jugabais con un cabritillo que estaba mamando de su madre!

...Llegaron los mercaderes de rebaños, cuyas túnicas olían como la piel del macho cabrío.

Sacaron discos de pan de maíz, habas tostadas y un tarro de vino fermentado de Media. De todo les dieron a Simón y su hijo; y les desmenuzaban el cuento de sus pérdidas y malogros.

Simón y Alejandro les atendían con desconfianza. Y los otros, muy falagueros, les llamaban hermanos y amigos de bien. Y uno, seco de años y avaricia, de rostro sumido y húmedo como una rata de albañal, guiñaba de ojos, murmurando:

-¡No hay mujer extranjera ni creyente que pase sin miraros! Apostura hermosa y buen sino hallarán todas en vosotros. ¡Amigos: no necesitáis de la prenda que yo traigo!

Y descubriéndose el seno peludo, sacó un amuleto fétido de mandrágora.

Alejandro lo miraba, ávido de saber su razón.

Y el vejezuelo le dijo con risa de vicio:

-Esta planta da el ardor y la fuerza que tiene el morueco. ¡Bien apeteció Raquel su fruta! Y para que aproveche, ha de arrancarla un perro en la luna nueva, y se oye el llanto del hombrecillo que vive en lo profundo, y le deja su figura humana. ¿No sabéis que los elefantes se alimentan de mandrágoras en el Paraíso?

Y cuando ya sintió que el mozo y su padre se desfruncían de recelos, profirió el precio de las reses.

Simón quitose el alimento mordido de la boca y sacudió los relieves y migajas del enfaldo de su sayal, agraviado de la codicia de aquellos hombres de ojillos insaciables.

Los mercaderes engullían sin alzar la frente. Y murmuraban gangosos:

-¿Acaso piensas doblar la ganancia en las ferias del Templo de Dios?

-El profeta Jeschoua vino otra vez como una tempestad del desierto y trastornó los bancos de los cambistas y derribó los puestos de los vendedores.

Porfiaba el cyreneo en entrar su ganado. Y los negociantes se reían heladamente, advirtiéndole:

-El profeta golpeó nuestras espaldas con una jáquima que recogió del muro, toda pinchosa de ortigas, y gritaba: «¡Mi casa es casa de oración y no madriguera de ladrones!».

Y el viejo rijoso alzó sus manos de raíces podridas, exclamando:

-¡Pero maldito ha sido su improperio, maldita su audacia! «¡El Señor hace misericordia a todos los que sufren agravios! ¡El Señor es mi auxilio, y no temeré lo que el hombre me haga!». Preso está ya ese Rábbi. Cuando salíamos lo subían atado al Pretorio. Yo le vi una mañana, resistiendo, con injurias y burlas, las palabras de los sacerdotes.

Simón y Alejandro se acercaron más al mercader.

-...Oraba yo en el Templo. Y vino Rábbi Jesús con sus discípulos, y aprovechándose de la soledad, llegaron al vestíbulo. Yo les miraba espantado y aun les llamé. Y Jesús no quiso oírme y se adelantó con altanería a las gradas santísimas. Pero Jehová les envió un sacerdote. Terrible como el unicornio me pareció su ministro. Y resonó su voz en todo el santuario: «¡Cómo osasteis llegar hasta aquí! ¡Cómo pisasteis ni una de estas losas sin bañar siquiera vuestro cuerpo, cuando nosotros no pasamos sin lustrarnos y sin trocar las vestiduras!». Y el Rábbi no temió. El Rábbi, enfurecido, le dijo: «¿Acaso tú estás puro?». Y el sacerdote gritó: «¡Lo estoy. Yo me he bañado en la piscina de David, y descendí a las aguas por unos escalones, y subí por otros para no recoger las inmundicias que al bajar dejaran mis sandalias. ¡Mira mis pies y mis manos; mira mi túnica inmaculada!». Entonces Jesús movió su cabeza con menosprecio y dijo: «¡Desventurados los que tienen ojos y no ven! ¡Tú te has bañado en agua que corre por cauces donde pueden arrojar perros y cerdos muertos! Tú te has limpiado la piel, te has lavado por fuera, como las cortesanas y tañedoras se limpian y ungen para despertar los deseos de los hombres; mas, por dentro estáis avivados de escorpiones y de todo mal. ¡No así yo ni los míos, que nos purificarnos en aguas de vida eterna!».

Calló el ganadero y quedose señalando hacia la ciudad.

Llegaba una alarida pavorosa esparciéndose por el paisaje.

Los mercaderes prorrumpieron en maldiciones; se herían la frente con sus puños crispados, se retorcían las barbas y las vestiduras, se agobiaban hasta el polvo, y después elevaban sus brazos implorando al Señor.

-¡Ya no hay término en nuestros males! ¡Jerusalén gime en la revuelta por la obra ruin de Jesús!

Y Simón, temeroso de que el tumulto malparase el mercado del día, consintió en el precio que antes desdeñara.

El hijo llevó las ovejas madres a la verde blandura de una bobada.

En tanto, Simón se acercaba a Jerusalén, contando su ganancia. Corta había sido; pero ya se sentía descuidado, y con ella podía aguardar hasta que vendiese sus cebadas y avenas. Ahora compraría los panes y frutas de la Pascua; después de los Ázimos remendaría los muros de la heredad, que se iban desgarrando, y de noche entraban las sierpes, que buscan los rescoldos del Kiraim y la tibieza de los pesebres.

Le distrajo el habla bárbara de dos esclavos negros que subían la vereda del Gólgotha, escoltados por un pretoriano.

El cyreneo quedose mirándoles.

A poco, aparecieron en la cima. Brillaba como un basalto esculpido la carne atezada y desnuda de los siervos; sus brazos se levantaban y caían pesadamente, abriendo la roca. Sobre el crudo azul se perfilaba la silueta perezosa del soldado, reclinándose en su lanza.

Pasó Simón bajo el arco de la Puerta de los Jardines.

La cuesta y las calles bajas de Acra temblaban de turbantes, de palios, de lienzos. Los cantones, escombros y peldaños de algunas calles traveseras hervían de andrajos de mendigos y rapaces, que se revolcaban en basuras, entre patas de jumentos atados, inmóviles, sobre los que se aupaban sus amos, de pie, para mirar.

A trechos, la rampa se hacía angosta; avanzaba la muralla ruda, húmeda; se tendía una bóveda apagando la mañana, apretando los hedores. Retumbaban delirantes los gritos. Después cegaba la cal y el azul. Se desplomaba el sol anaranjado, recto; parecía que resquebrajase el aire. La hora sexta. El mediodía del arrabal hondo de Jerusalén. Los terrados y cenáculos eran hormas humanas; desaparecía la piedra bajo la gente. Y de celosía a celosía saltaban los surtidores de risas y coloquios de las esposas, de las hijas, de las esclavas. Alguna vez no podían soportar su ansia; y asomaba una cabeza velada, caía una palabra, y entonces sabían los ojos y fisgas de la multitud. Pasaban mancebos egipcios, pintados y lascivos, con las cejas y cabellos de añil, ofreciendo en sus cestillas de mimbres limones dulces, almendras verdes, meollo de palma, quesos de Bythinia. Un árabe hercúleo, de muslos de oso, con una camisa azul y una hoz rota atada a su frente como un asta, vendía en una cántara bermeja vino de misericordia, el mesek, vino con granos de mirra, que aturde a los reos. Por un óbolo, la gente regocijada podía catar el último sabor que queda en la lengua del crucificado.

Le llamó una moza, vestida de un oleaje de colores; y desde un portal le avisaban:

-¡Engaño, engaño, porque la libra de mirra vale más de veinte denarios!

Y el árabe rugió:

-¡No beberíais lo que cabe en el hueco de las dos manos sin desfallecer!

Le cayó entre los ojos una plasta de estiércol.

-¡Raka! ¡Pones amargo tu vino con aguas de asno!

Bramó, ya cerca, la retorcida bocina del pregonero. Redoblaron los clamores. Tronó el suelo por el brío y fortaleza de Roma. De todos los callejones que vienen precipitándose a la ruta grande se descolgaban racimos de plebe, que ya viera el paso de los condenados, y se adelantaba para presenciarlo de nuevo. Chillaban enardecidas las viejas malagoreras que se refocilan en la visión de la muerte; las que pasan arrastrándose bajo la muchedumbre, y les crujen los huesos pisados, y se revuelven entre perros, que les desgarran el capuz, y llegan junto a los sentenciados; les siguen, les toman el aliento de su angustia; oyen el pregón de su crimen, se muestran horrorizadas para agradar a los ejecutores. La soldadesca las incrusta brutalmente en la costra del público; y ellas refieren que las miró un reo, que tocaron su piel, y esa piel estaba erizada y se movía como la de los mulos cuando se les paran los tábanos en las mataduras.

Simón bajaba, ahogándose, por la cuesta. Quiso volverse; buscar a su hijo; correr al apartamiento de su granja, y no pudo; le atropellaron, le injuriaron, resollándole encima de su boca. Le hincaban los codos en las ijadas. Surgió el caballo del centurión. Un heraldo levantaba en el astil de una pica los títulos que habían de colgar de las cruces. Comenzó Simón a leerlos, y apartole el golpe de una rodela que ardía de sol.

Entre los legionarios descollaba un reo rollizo, de cráneo chato, trasquilado; un anillo verdoso le taladraba su nariz, en cuyas fosas se le había cuajado la sangre. Los dos tablones de su cruz, atados por una punta, le cabalgaban sobre el cuello como un yugo.

Una correa le atraillaba con el collar de otro reo lívido, mugriento, flaco, de barba de pelusa de panizo. Traía sus maderas como una horca, aplastándole un hombro. Las moscas les buscaban la humedad de las llagas de la flagelación, que iba acartonándoles los harapos.

Seguían los esclavos sirianos de la cohorte y sanhedritas sentados en sus mulas, cubiertas de paramentos de plata. Asomaban las trozas cercenadas de la cruz del Rábbi, y súbitamente oscilaron, derribándose. Se ovó un gemido.

Una vieja hedionda voceaba:

-¡Lo chafa el peso, porque ya está el Mesías como un gato canijo!

Acudió el centurión, grande, blanco, cruzado por la banda de oro de su balteus, de cuyo broche de púrpura pendía la centella de su espada. Brincó su bestia sobre un torbellino de carne, y el jinete quebró la punta de su vara jerárquica de vid, golpeando frentes.

Salía entonces del cerco de Jesús un legionario, y reparó en Simón.

-¡Eres como un árbol de fuerte! ¡Ven, y probaremos tu rejo!

Y lo empujaba hacia el caudillo.

Estuvieron hablando. Su amo, para oírle, se inclinaba encima de las crines rizadas de su potro.

Luego irguiose gritando:

-Cargádsela a él.

Y el soldado agarró del sayal al cyreneo. Intentó rechazarle el campesino. Vibraron las risas. Y una voz dura, extranjera, le increpó:

-¡Anda, llévale la carga a ése, o te clavamos en la muralla como un murciélago!

Simón llegose temblando junto al Rábbi. Le alzó su cruz.

Y caminaron.

El hombre de Cyrene se sentía traspasado por la mirada del reo. Ladeose para verle. Tenía un párpado rasgado; las sienes, hondas; y al quitarse la sangre dura de las órbitas, su mano herida se dejó sangre fresca en su boca, estirada por el asma. Y esa boca le sonreía...


...Rufo y Alejandro lavaban y buscaban en el cuello de su padre.

Y decía el hijo pastor:

-¡Debe de ser una pincha como una jara, según te quejas; y no se te ve de tan menuda!

Mucho tiempo pasaron para arrancársela. Era como la arista de un cascabillo de cebada. Y se la dieron. Simón lloraba mirándola...




ArribaAbajoMujeres de Jerusalén

«Y le seguía una multitud, y entre ella un grupo de mujeres que le lloraban».


(S. Lucas, XXIII, 27)                


«Salió para aquel lugar que se llama Calvario, y en hebreo Gólgotha. Y allí le crucificaron, y con él a otros dos, a un costado y a otro, y Jesús en medio».


(S. Juan, XIX, 17, 18)                


Hacendera de bienes y virtudes es el hogar de la mujer prudente. Las hijas labran túnicas y ceñidores; las siervas mozas bullen al sol del patio, blanqueando el tejido con la planta jabonera; algunas hilan y devanan; otras muelen, hiñen la masa, hurgan el rescoldo. Las esclavas de oreja horadada, porque renunciaron a la libertad del ano sabático, venden labores al cananeo, vigilan el escriño donde se guardan las joyas: las armillas, el thorim de hebras de aljófares, el añazme, los zarcillos, las cadenicas con gálbulos y almendras y lirios de orificia y ámbar, que resuenan en los pies. La madre previene la costura, renueva el perfume de los pomos de alabastro que traen las hijas en el pecho y las redomas del stibium y sus agujas de marfil, que agrandan y perfilan los párpados y cejas; toma el huso, mide el lienzo», alimenta la lámpara «que arderá toda la noche», aconseja los preceptos del Señor, «porque abrió su boca a la sabiduría», y cuida de las arcas del vestuario del esposo y de los hijos, acomodando las mudas, que trascienden de limpias: los mantos, las túnicas, el cíngulo externo y fuerte y el cíngulo íntimo y dulce que se cine a la carne; los sudarios de los hombros, los paños para las abluciones, las codas y las calzas, el sadin, el turbante, el kouneh y el bonete de fieltro... Repasa las vestiduras de las mujeres: túnicas blancas, túnicas con bordados y velludos, cendales, velos, tocas, los mantos que pueden envolver seis medidas de trigo... Ella se viste de fortaleza y decoro. Atiende y conoce las veredas de su casa; abre su mano al desvalido, y es ensalzada en las puertas de la ciudad, las puertas de la ciudad que, en Oriente, son el husmo y el obrador de la infamia, el asiento de la fisga, de la pendencia y de la injuria, que no tiene entredicho en Israel; el arbollón de las lavazas y podres de todos los hogares y arroyos. Allí trae el esclavo la intimidad del lecho de la señora, desmenuza el cliente la sordidez del patrono, cuenta el parásito los festines y el rabino escurre su memoria para sellar el lance que se refiere con la marca de su escuela; allí se pregona el fraude, el adulterio, las lágrimas de la estéril; recude el soldado, el batanero, el forjador, el azacán, el levita andrajoso, que no participa de diezmos y ofrendas; el hijo desgarrado de casa ilustre, la manceba y el jornalero, que aguarda dormitando que le arriende un mayordomo. Al abrigo de las bóvedas pone el fenicio sus bazares y el lisiado clama su laceria, y el portitor o aduanero acecha desde su tarima, despreciado de todos; hasta el inmundo, que lleva roto el sayal para prevenir de sus úlceras, rechaza su limosna, y el caminante que pide posada urde el embuste contra él, y se celebra su engaño si pasa al siervo por hijo, y jura que lo de su fardel no ha de tributar, porque viene destinado al santuario, aunque luego lo granjee y lo consuma con rameras. Puertas de ciudad, plaza, carava, cata y embalse de todas las vidas; y concurso y harzón de ancianos doctos, de vecinos principales, que vienen en las horas de sol del invierno y al oreo de las tardes de estío; y también roen y desnudan la desgracia y el vicio, y exaltan la gentileza de la casada que fue sorprendida sin velo; y se dividen sus pareceres comentando un repudio, porque los partidarios de la doctrina de Schammaï sólo lo aprueban si la mujer cometió adulterio y consienten el divorcio para que el varón busque prole en esposa fecunda; mas, los que siguen la escuela de Hillel lo tienen por justo, siquiera se funde en servir al esposo un manjar desaborido. Y el que oye alabanzas para la madre de sus hijos repite con el sabio que «la pérdida de ella fuera más amarga que la ruina de Jerusalén».

Un día llegó en que estos hombres, los tolerantes, los rencilleros, los mozos, los ancianos, se alborotaron contra un Rábbi que perdonó a una adúltera.

El perdón les escandalizaba más que el mismo pecado.

Los escribas, los sacerdotes, los fariseos «que prolongan la oración al lado de las viudas para devorar sus bienes», maldijeron al que pretendía derrocar los mandamientos del pueblo escogido.

Y las mujeres descuidaban sus haciendas escuchando; y en el baño y en la plegaria se preguntaban por el Maestro, cuya palabra de amor tenía un filo de espada y de luz que iba penetrando en muchas voluntades. Porque su secta, que principió con doce discípulos en el país de Genezareth, se había derramado por la Decápolis y Samaria, y entraba en el recinto de Judea, murado y desdeñoso aun para las relajaciones de las mismas comarcas israelitas. Sesenta eran sus emisarios, como el número de las familias de Israel; y surgían adictos en la ciudad del Señor y en las granjas del contorno.

El nombre de Jeschoua Nazarieth fue execrado por las Synagogas, pero ya se pronunciaba en todos los hogares; y las siervas, apostadas en los canceles, traían el aviso del paso de ese hombre. Venía por los callejones ahumados de las fraguas; atravesaba la plazuela tronadora de los batanes; salía por el arrabal de los tahoneros, oloroso de harinas y de leña; se alejaba hacia Sión.

Y las mujeres, a hurto del padre o del esposo, se asomaban a las celosías para ver al Profeta, enjuto y triste, de mirada vigilante y ancha; algunas veces tendía sus manos sobre las sienes de un niño, sobre las angarillas de un paralítico que llevaban a esperar el hervor de la Piscina. Y sonaba la voz de Jesús, cálida y conmovida, que daba la gracia.

Tornaban las mujeres a su recogimiento, con un dulce sobresalto, un ansia nueva, dolorida y gustosa.

Cada palabra del Rábbi era como un regazo que adormecía el corazón herido. Frente a los hombres, ásperos, desjugados, duros de egoísmo, otro hombre, que se llamaba Mijo de Dios, se adolecía de la mujer y había perdonado a la más abyecta. Rábbi Jesús condenaba hasta el pensamiento del pecado, pero menospreciaba la injusticia de los acusadores concupiscentes «que no podían arrojar la primera piedra». Entre la mujer y Dios estaba siempre el esposo, el padre, el dueño, la sombra del Doctor de la Ley «que oprime a los otros con un peso que no pueden soportar, y él no toca ni con una mano esa carga». Y el Rábbi Jesús no las arrancaba de sus deberes, y ponía la mujer al lado del hombre para que a entrambos les llegase la claridad y el amparo del Padre que está en los Cielos.

Junto a la oración farisaica, de labios enjutos y rencorosos, de piedad artera y ufana, Jesús renovaba la plegaria de los tiempos patriarcales, enseñando el coloquio íntimo y tierno de la criatura con el Criador, del hijo necesitado que pide pan a un Padre que perdona.

Y cuando la judía confiaba en la promesa de su palabra, la voz adusta de los hombres la hundió en sequedades recelosas: Rábbi Jesús hollaba la Ley, omitía sus ritos, trastornaba la verdad, participaba de la mesa de aventureros y gentiles.

Pero se dijo que Nicodemus-ben-Gorion, maestro de Israel, fariseo justo y puro, había buscado al Profeta pidiéndole enseñanza; y que Josef de Arimathea, sanhedrita sabio y rigoroso, le agasajaba y escuchaba devotamente.

Y vaciló el alma de las mujeres temiendo y esperando.

Y vino una mañana de primavera, tan jubilosa que parecía que se hubiesen alzado las bóvedas y las puertas de la ciudad. Jerusalén era un campo rebrotado, un monte verde, lleno de sol.

-¡Hosanna, hosanna al Hijo de David! -gritaba un grupo campesino, dejando olor de ramaje fresco de palmera y de olivo. ¡La alegría de Nisán penetraba en los cerrados hogares! ¡El Rábbi de Galilea triunfaba de la ciudad enemiga! ¡Y contemplándola y escuchando las bendiciones de las gentes, lloraba el Maestro de pena de amor!

Los cánticos se iban deshaciendo como una niebla encima de los muros del Templo; y los que habían glorificado al Rábbi regresaban esparcidos por las calles lóbregas, cansados, silenciosos, arrastrando por las vilezas de la tierra las ramas de olivo y de palma que resplandecieron sobre la frente de Jesús.

Jesús volviose a Bethania, andando, con los doce discípulos.

Y se nubló la felicidad de las mujeres.

Siguió otro día, otro día de exaltación. De los pórticos del santuario bajaban las aclamaciones al Rábbi. Prorrumpían los hosannas de lenguas de gracia y de pureza, de los coros de niños consagrados al Señor. Pero los cánticos infantiles, que subían como un humo de perfume, se tornaban en bramara, como una hoguera roja y aciaga. Escapaban las gentes dejando un estrépito de mesas y vasijas volcadas, de jaulones rotos, de aves huidas, de monedas y balanzas, de brincos y balar de reses. Y el grito de Jesús cruzaba como una centella por todos los claustros.

La mujer judía pronunciaba confiadamente el nombre del denodado nazareno; y la mirada del esposo o del padre conturbó y apagó su fe. El nazareno se vanaglorió de una austeridad que arruinaba a los mercaderes humildes; y en su ímpetu había proferido una blasfemia abominable contra el Templo del Señor.

Ni sus mismos discípulos osarían encubrirle.

...Después siguió el afán de la fiesta de la Pascua, el estruendo de sus multitudes y caravanas, el fausto de la corte de Antipas, la elegancia y majestad del Procurador de Roma.

Todas las familias aderezaban galas y convites, apercibían los aposentos para dar albergue a los peregrinos. Lo aconsejan las Escrituras: «El Señor Dios vuestro ama al caminante. Amad y acoged al extranjero, porque vosotros lo fuisteis en Egipto».

Se iba secando la huella de la emoción de Jesús. Algunos comentaban rápidamente sus apariciones y disputas en los atrios. Su triunfo veíase ya muy remoto, como un episodio rústico y obscuro.

Y una noche se supo su prendimiento. Fue en una almazara. Todos sus partidarios lo desampararon. Y al amanecer, el profeta, que hizo aletear el corazón atado de la judía, pasaba más encogido y andrajoso que los que antes se le postraban buscando su misericordia.

Las damas enviaron sus siervas a los alrededores del Pretorio. La tardanza del proceso las inquietó. Se equivocaban en sus menesteres, las irritaba el hablar de un esclavo, las espantaba el batir de una puerta. Se sobrecogían oyendo las trompas y rugidos del Lithóstrotos... Y el fallo de muerte las acongojó; pero fue pacificándolas. No podían resistir más las torceduras de sus quimeras. Acababa ya el ansia escondida en sus entrañas, el sobresalto de sus pensamientos. Ahora el dolor remansado, la resignación de sus vidas sin remedio y el afligirse por la desgracia del pobre Rábbi: una caridad de lágrimas muy dulces. Les acudió el recuerdo de la madre de Jesús, anhelando saber dónde se hallaba, si era hermosa, si asistiría al suplicio; y se imaginaban a sí mismas en su trance, y besaban sollozando a sus hijos, y habían de apresurar los cuidados de su casa, casa de limpia estirpe, de abundancia venturosa. Y bendecían al Señor Dios de Israel.

Menos podían recogerse en su tristeza las que residían a lo largo de la ruta de la ejecución. Tres calles: una honda y larga, con trechos abovedados por pasadizos y estribos en arco de las fachadas, con toldos de figones y tiendas; otra, que se sume hacia el Tyropeon, y en los dinteles, junto a la mesusa que guarda los mandamientos, cuelgan tarros de óleos y drogas, y atadijos de plantas de los herbolarios y perfumistas, viejos descoloridos y halagadores, de manos femeninas, de oculto caudal; y la calle que sube encalada y abrupta a la puerta de los Jardines, con amplitudes de tapias de casales agrícolas. Por los muros bajan desde la azotea las escalas de yeso, de troncos de palmera y trozas de pino. En el portal, en las bardas, en los cenáculos, se agitan los forasteros y amigos que vienen a ver los sentenciados. Y dentro, las mujeres encerradas, ansiosas en la penumbra y sofocación de los aposentillos que huelen fuertemente a ropas almizcladas, a humos de braseros, a hierbas de virtud, a cedro del tálamo y de los arcaces, a miel de cofines de frutas... La voz, la risa del arroyo las empuja a la herida de luz de las rejas avaras. Imaginan peligros; suspiran, se besan, se oprimen, disputan, resplandecen las almendras de sus ojos, vibran sus cuerpos enjoyados. Y cuando la audacia de una frente o de una mano abre la estera de juncos de la celosía, estalla el susto y el enojo de todas, mezclados con el regocijo de mirar; entonces se comenta el lujo y los afeites de las cortesanas que pueden solazarse por todo el tránsito, la desenvoltura de los mancebos de las colonias griegas, el ingenio de los nombres ágiles de Fenicia que vocean mercancías de todos los países, desde los monos de piel verdosa de lo profundo de Asia hasta el ámbar amarillo del Báltico y las telas recamadas de la Jonia; la timidez de los pastores libios, grandes, blancos, tatuados de azul, hermosos y tristes, con sus cabellos partidos en dos colas trenzadas sobre las orejas y cortados en la cerviz y las plumas de avestruz en las sienes...

Los pasos terribles del esposo precipitan el agobio de la obscuridad, y todas se sumergen en los divanes. Se oye más cerca el alarido de la bocina. Y vuelve a presentárseles la imagen del reo. Hablan de él compungidas, sonrojadas del aturdimiento que les traen sus memorias; se avisan para no gritar. Se repiten el abandono en que le dejaron sus discípulos. Entonces piensan en las que han de ofrecerle el «vino de mirra».

Siempre lo llevaban a los sentenciados las damas esclarecidas de Jerusalén, y luego consolaban el hogar roto por la pobreza y por la infamia, remediando a la viuda, a los hijos, a los padres, para que pudiesen salir de la tierra que vio la desnudez y la agonía del ajusticiado.

Vino de caridad que se menciona en los Proverbios; vinum languidum, que permite el Gran Sanhedrín, vino de solera rancia con un grumo de la goma del balsamódendron myrrha que enturbia y adormece los sentidos; el «sopor», de gusto de hiel que apaga el entendimiento del que muere lentamente en la cruz.

Mas, si el delito fuere de una repugnancia ominosa, no asiste al culpable la mujer hebrea; y los mismos ejecutores le dan el vino amargo.

No quisieron acudir al suplicio de Jeschoua Nazarieth las esposas del principado del sacerdocio. Ninguno de los sanhedritas aventurose a negar este socorro ni a ofrecerlo de sus hogares. Y Elisama, varón prudente, padre de Elifeleth, de aquel mancebo que amó al Profeta y huyó de su mirada y de los peligros de Gethsemaní, sólo Elisama fue esforzado y piadoso consintiendo que su mujer se presentase en las ejecuciones de la Pascua. Se lo dijeron llorando los esposos. Y, escondiéndose del hijo, dejó ella su quinta del Monte del Olivar, y en Jerusalén buscó la compañía de algunas mujeres de menestrales y hacendados.

Caminaron por las traveseras retraídas, sintiendo el latido de sus pechos y de sus pulsos en la soledad. No hablaban porque se oía muy fuerte su voz en la angostura de los callejones; pisaban despacio.

Delante de un portal, un camello viejo volviose roznando, y ellas huyeron medrosas. Se agoniaban por salir; y en seguida tenían que reprocharse su paso menudo, no ciñendo sus tobillos las ajorcas que encogen el andar. Ni adorno ni joyel en sus ropas, perdiéndose sus figuras bajo los paños morados o de color de ceniza, gordos, lisos, que ciegan la gracia del talle. La toca les suprimía la frente, y desde los pómulos les bajaba rígido y tupido el velo.

La esposa de Elisama, por su patricio apartamiento, y las demás mujeres, por su humildad, nunca practicaron esta ceremonia lúgubre. Se hallarían entre la soldadesca; habían de recoger en sus ojos la mirada de los condenados, sentir el temblor de sus cuerpos que aun pisan la tierra junto al mástil ya hincado que les aguarda.

Y se apretaban en torno de la madre de Elifeleth, cuyos dedos crujían convulsos sobre la copa de hierro que había de poner en los labios del hombre que rasgó la juventud de su hijo.

Desde una azotea, donde se curaban pieles de chacal, les sonrió un esclavo. Y el grupo se precipitó como un hato de ovejas por un pasadizo de escalones. Salieron a una calle roja de sol y de muros viejos con alcaparrales, cuya semilla ácida adoba y come el judío.

Una ráfaga de gritos ya próximos les disipó el miedo de la soledad para traerles la angustia de la multitud y del principio de su obra.

Menguó un instante el vocerío, y se sobrecogieron escuchando unos pasos horrendos. Les alcanzó un mendigo agarrado al dogal de una rapaza descalza, greñuda, enfangada y seca como una perra hambrienta. Aplastaban todas las inmundicias. Se sintió el empuje de los puños seniles en los hombros canijos de la moza que iba cogiendo y rosigando pezones y cortezas de frutas, y, de súbito, se precipitó sobre una algarroba ya mordida. Rugió el viejo escupiéndole en la nuca pelada; le hundía en el oído la nariz de guadaña.

Era un hombre agigantado y corvo, con turbante duro como una soga amarilla, la faz de cazcarrias y mechones; la túnica, recia, cruda, atada por un cincho de pleita; las zancas, de res, y las sandalias, enormes, de pellejos y fibra de palmera.

Se les apartaron las mujeres, y al pasar les dejó el anciano el horror de sus ojos vacíos, mutilados por el punzón candente de una justicia bárbara.

Les vieron hender los montones humanos; oían el gañido del ciego, y su turbante avanzaba y cejaba con un cabeceo pesado, terco, furioso.

Desapareció. Llegaban también ellas a la calle clamorosa.

Ondulaban; creían perderse en hervideros de un río podrido. La esposa del patricio levantó el vaso del Mesek. Las reconocieron. Se hallaron entre siervos del Pretorio. Abriose un portal; sonó un grito; apareció una anciana de mirada aguda y azul; sus manos de marfiles desplegaron un sudario y enjugaron el rostro de un reo.

Revolviose la plebe, aullando y mofándose de su compasión.

-¡Es de la secta del Rábbi! -chillaba un mercader.

Todos querían mirarla.

Y el centurión, el exactor mortis, arremetió protegiéndola. Se supo su nombre: Berenice; una extranjera que vino a Jerusalén para ver a su hijo, mercenario de la guardia del Tetrarca...

El grupo de mujeres llegó a la umbría fonda, retronante, de las Puertas, entre un jadear de hombres atados. Se abrazaban cerrando los ojos, palpando los sillares resbaladizos. Gimieron asfixiándose. Y la cuna humana las arrojó a las afueras...

Campos de sol, el azul inmenso, toldos, ropas tendidas, humos y camellos de los aduares. Oleadas de la muchedumbre del cortejo que hacían regolfar a los que salían por caminos y atajos. Botes de cabalgaduras, resplandor de armas, cayadas en alto protegiendo rebaños. Esquilas, balidos, flautas de encantadores, gritos injuriándose, llamándose.

Las calzadas de Jaffa y Damasco se congestionaban de viajeros contenidos, trémulos, cerrados por una escuadra de la cohorte. Las bardas de las huertas bullían de fellaths y mujeres labradoras.

Se alzó un rumor de júbilo. Cedían los caballos hacia las escarpas del Gólgotha, que miran al Norte. Las otras laderas que bajan en mansos dobleces arcillosos se iban avivando de chusma que braceaba, riendo, apedreándose, quebrando cardenchas y escombros, removiendo andrajos y basuras de aquel vertedero y letrina de todas las miserias del barrio de Acra, de todos los vagabundos y caminantes que se acogen en los fosos; y, por la noche, suben los perros, animal salvaje en Israel, y se despiojan y rebuscan en los despojos de ciudad acumulados dentro de las dos cisternas del cerro. Cerro descarnado como una carroña, que humea de vaho y de moscas de sepultura.

Muchas gentes no quisieron hollar sus repugnancias, y se quedaban esperando por los alrededores. Escasa es su altitud, y termina en una peña lisa y calva. Todo el surco de la vereda palpitaba de resplandor de legionarios, de tiaras y ropas solemnes. El centurión hacía brincar su potro sobre cardos y muladares. Se ocultaba en una revuelta, surgía encendido, flameándole la clámide, su codo cincelado en el azul, su puño, descansando gentilmente en la cintura, y el arrial de su espada como una antorcha. Y luego, semejando las antenas del gusano hediondo de sayales, de túnicas de albornoces, iban moviéndose las aspas de las cruces...

Se detuvo todo hinchadamente.

Las mujeres que traían el «vino de misericordia», subiendo por otro sendero, se presentaron en lo último de la cuesta. Pero la varilla del centurión señaló a la cumbre. Ellas se apartaron, y comenzó a envolverlas la mirada, el estrépito, las risas de la cohorte. Pasó un reo viscoso, cayéndose, empujado por los esclavos; su cruz les dejó la sombra horrible en la frente; y en seguida, otro sentenciado, de lomos blandos de acémila cansada.

Y apareció el pastor de Cyrene, roblizo, bravo en su servidumbre, con un crujir de maderos, de músculos, de sandalias ferradas y peña raída.

Acababa la vereda abriéndose en una rampa pedregosa hasta lo alto.

Los sanhedritas aguijaron sus mulas. Acababa de surgir un grupo encubierto, guiado por un hombre pálido, de barbilla de vello tierno y el labio desnudo; sus dedos retorcían el turbante, y su cabellera cobriza aleteaba como un águila joven.

El potro del romano le escupió la espuma de su freno, y él avanzó y asomose por el tropel, sollozando:

-¡Rábbi, Rábbi!...

Ofreciose todo su grupo. Los mantos abiertos, desceñidos, mostraban la carne en una torsión pavorosa; los ojos, dilatados; las bocas, con una mueca infausta y sublime, y sus manos alzadas al azul, que seguía amparando los huertos jugosos, las sierras joviales, los caminos de la tierra de Promisión...

La muchedumbre se paró mirando a la madre del Rábbi, lívida, muda, inmóvil.

Y la madre de Elifeleth rindiose agotada entre sus amigas. Pasaba Jesús; los cabellos le caían por toda la faz, costrosos, goteantes, como pelo de un ahogado; alargaba el cuello con ansia; le subían los hombros por la violencia de los brazos atados brutalmente a la espalda... Y estalló el plañir de las mujeres de Jerusalén, voz de congoja contemplando el infortunio del nombre glorificado y temido por el pensamiento de la judía; clamor de lástima ante las desventuras de otra madre.

Acudieron los rabinos, avisándoles que el Gran Sanhedrín vedaba el llanto por los reos. Y ellas les rechazaban, les odiaban, les huían siguiendo a Jesús, exaltadas y poderosas en su pena. Toda su vida, siempre cerrada, se abría ya en lágrimas. El ímpetu de los sollozos les golpeaba fieramente su pobre carne. El contenido terror, el cansancio y angustia del camino por las calles y la cuesta del Gólgotha se recruzaban con recuerdos de su juventud, de humillaciones, de agobios, de ternuras de maternidad; y saltaba ahora todo de sus entrañas, todo hecho de lágrimas. Sentían acometidas de dolor en su costado, de dolor recóndito y duro, y un goce expansivo de llorar y de llorar por él, como una venganza contra los otros hombres...

Y la mujer de Elisama, que le había temido y le había odiado por su hijo, y había confiado en él por sus hijas, lloraba como las otras mujeres, como todas las madres llenas de amargura...

Jesús las miró. No vieron ellas sus ojos, pero les penetraban en la llaga viva del corazón. Y la mirada del Rábbi tendiose por la ladera, y su boca amoratada gimió con desconsuelo de niño. Veíase subiendo otro monte, «tierno de ciclamas, rojo de anemonas que teñían de frescos zumos los pies de la muchedumbre»... «Dos hormigas le subían por la sandalia; y él las tomó blandamente y las puso dentro de una flor». «Bajaban cantando las alondras a la abundancia de las mieses». Y él se había quitado el koufieh para recibir en toda su frente la gloria de la mañana de sol y de miel de frutales, y entonces, oh Padre, extenuado de súplicas, les dijo: «¡Bienaventurados los pobres, pobres como vosotros, porque de ellos es el Reino de los Cielos!...». Ahora le lloraban de compasión las mujeres de la ciudad que se ensañó afrentándole.

Y Jesús revolviose, sacudió su cabeza para apartar los cabellos que le cegaban, y se torcieron sus labios en un alarido ronco:

-¡Ya no lloréis por mí! ¡Llorad por vosotras mismas!

Y ellas clamaron delirantemente.

La voz se arrastraba:

-¡Llorad por vuestros hijos! Porque vendrán días en que diréis: ¡Dichosos los vientres estériles!

Y la voz del Rábbi, rota de estertor y de sed, iba alejándose por la rampa. Aun hizo un esfuerzo, y rugió las palabras de Oseas:

-Y pediréis a los montes: ¡venid sobre nosotras! Y a los collados: ¡aplastadnos!

Llegaba a la cumbre, recortándose su busto huesudo en el cielo. Detrás caminaban los esclavos sirianos, la soldadesca, los sacerdotes, con un ruido bronco de pies y de correas y una dureza de testuz en sus frentes sudadas.

Arriba, entre los legionarios, que ya guardaban la roca de la ejecución, surgió tercamente el turbante amarillo del ciego.

De súbito, esparciose la multitud trepando por lo abrupto. Habían aparecido dos mástiles; estuvieron vacilando, y quedaron fijos, pesados y rudos. Brincó la canalla, y el centurión movía su bestia regodeándose en derribar a los astrosos, rasgándoles con el hierro de sus carcañales. Salía, se paraba al borde del cráneo del peñascal. Los cascos de su caballo astillaban la losa, y el jinete se arqueaba bizarramente mirando el fondo rumoroso; se alzaba de pie sobre los estribos, crasos de espuma; contemplaba los horizontes, se volvía hacia la ciudad.

Llegósele un siervo, mostrándole la esportilla de los garfios que cosen la boca de los crucificados para ahogar sus blasfemias contra la justicia del Emperador.

Movió el romano con desdén sus hombros modelados por la malla.

-¡No injuriarán a Roma! ¡Que se maldigan ellos!

Y al ladearse, reparó en las mujeres del narcótico. Les gritó que viniesen, y él mismo las guió al ruedo del suplicio.

Todavía los esclavos cavaban para hincar la cruz del Rábbi. El ciego aullaba lamiendo, tentando con las cuencas de sus ojos la frente sumida de Genas, el sentenciado enjuto. Un hipo de agonía golpeaba la laringe del reo; la rapaza se entretenía mirándola; después le buscó las manos hinchadas, trémulas, abiertas y los pies chafados, que humedecían la roca.

Genas torciose en una queja caliente y convulsa. Un soldado le arrancaba el sayal, renovándole las llagas de la flagelación. Todo desnudo, semejó más débil, estrecho, de un argadijo roído. Cruzaba sus brazos angulosos, rayéndose la miseria y las mataduras; pateaba, rodaba; el ciego seguía hablándole y ya no estaba él; y se reía la moza de la mano que palpaba ávida en el sol.

Cuando las mujeres llegaron junto a Jesús, estaban desciñéndole la túnica; él mismo sacó su pie de la sandalia que le quedaba. Después tomó el sabor amargo de la copa, y la apartó mirando dentro de los ojos de la patricia.

Una lágrima de ella hundiose en el vino como otra gota de mirra. Y ofreció el vaso al hombre enjuto, que se le abalanzó tragando con un ansia de bestia, mordiendo los bordes, que resonaban contra sus quijales verdes. Tosió, se dobló de náuseas y se lo vomitó todo en las ingles.

El otro ya tenía atados los pulsos al travesaño para que las sacudidas del dolor no entorpeciesen el taladro de las palmas; y con el anillo verdoso de la nariz se volcó el cáliz en su seno de odre.

«¡Le sobraban hígados para cantar en la cruz mientras las hijas de Jerusalén se refocilaran encendidas de vino de la Pascua!». Y les arrojó su risotada de aliento fétido. Aproximose un ejecutor, y sonriente y ágil le abrió la diestra y sonó un golpe blando.

Al segundo martillazo oyose penetrar el clavo en el madero. Crujían los riñones del ejecutado, le salían las pupilas, gordas, vidriadas, y bramaba con la mueca que le dejó la chanza.

El viejo huyó, revolcándose; se arrancaba la zalea roñosa de sus barbas; se hería su frontal de muerto, se cerraba los oídos con los puños.

Y el ciego seguía derrumbándose, agarrado a los cardizales, a los escombros, a las plastas de podredumbre, llorando por las fístulas de sus órbitas, y se le hinchaban las pieles de su cuello como las agallas de un pez moribundo.

Los mílites, desde sus escalas, elevaban con correas el leño, en cuyos remates se estremecían las manos clavadas de Gestas. Después le alzaron los muslos, cabalgándolos en la «sedila», el escabel que surge a la mitad del árbol y soporta la pesadumbre del cuerpo para que no se desgarren las heridas; le doblaron las piernas hasta que la planta del pie se adhirió al tronco de la cruz; y entre los golpes de martillo se oía el rascar de las uñas, la crispación de los dedos por los que se deshilachaba la sangre de los colgajos.

Dos siervos izaron rápidamente el harapo de Genas. Quedó en una quietud de síncope. Las piltrafas de sus labios se prolongaban en una sonrisa, se arqueaban en un sollozo, se fruncían balbuciendo como la boca de una criatura que exprime el pecho de la madre. La gente le rodeó, esperando que despertase, comentando sus alucinaciones infantiles. Y tuvo que huir, porque el reo comenzó a estercolar la cruz.

Apareció Barabbas, que quiso ver en los otros su ejecución. Faltaba la del Rábbi: la suya.

Levantaron a Jesús, ya clavado; una sierpe de soga se anillaba por todo su cuerpo.

Las tres cruces hacia la ruta del sol de la tarde. Mas alta y en medio, la cruz del Señor.

Un aire cálido, oloroso de jardines, movía dulcemente las cabelleras y el vello de los reos, desvanecidos por el dolor y la hemorragia

Pero los mismos clavos fueron oprimiendo las venas rotas. Se oyó un quejido. Se les inflaban los costados con un espantoso crepitar de costillas. Y los desataron. Venía la conciencia del suplicio y de su inmovilidad.

Pasaban nubes blancas, rizadas, magníficas, y se apagaba fríamente la carne de los ejecutados. Después, el sol volvía a desnudarles.


Algunas de las mujeres piadosas regresaron a Jerusalén. Habían de preparar el cenáculo, acomodar a sus forasteros.

En torno de las murallas, en el júbilo de las ferias, encontraban a sus esposos, a sus padres, a sus hermanos, dándose un saludo recatado y breve, porque todos acechan a la judía y murmuran de la que se para a platicar con los hombres.