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Filosofía del hombre

Agustín Basave Fernández del Valle



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ArribaAbajoPrólogo

¿Qué título tengo yo, si hacemos punto omiso de la benevolencia y la amistad del autor, para presentar al público mexicano esta docta y pensada Filosofía del hombre, que sondea los fundamentos de una «antropología metafísica»?

Si acaso tuviese alguno sería, precisamente, la afinidad intelectual y también metodológica que me liga al profesor Agustín Basave y Fernández del Valle, quien también se interesa en problemas jurídicos y sociales, siempre dentro de una metafísica espiritualista en la cual el principio del ser y el de la «interioridad» se encuentran indisolublemente unidos. Efectivamente, no hay ser que no sea ser de un sujeto y no hay interioridad que no sea interioridad por el ser, en el cual todo se inscribe.

La obra del profesor Basave, que muy bien se articula en doce densos capítulos, plantea y desarrolla una compleja problemática; es más, diré que se enfrenta al problema que es el hombre en la complejidad de todos sus aspectos. Aun manteniéndose, el autor, en la línea clásica del pensamiento (considerado en sus dos no discordantes directivas, la agustiniana y la tomista), sabe reavivarla a la luz de la problemática actual. Justamente, él filosofa como hombre de hoy, filosofa partiendo de la actual situación del pensamiento. Eso «concreto» que es el hombre, con sus problemas eternos que le son connaturales (aunque la manera con que los concibe el hombre de hoy sea diferente de como los concebía y presentaba el hombre de ayer, por más que el uno es continuidad del otro;) con sus inquietudes y sus esperanzas, con su existencialidad y su esencialidad, con su muerte y con su inmortalidad; eso «concreto» que es el hombre en todas sus dimensiones (la social, la moral, la religiosa, etcétera), que lo hacen persona y, como tal, valor supremo de lo creado por los valores eternos que encarna; eso «concreto» que es el hombre, Basave lo examina, lo analiza, lo profundiza con una viva participación y una ansiosa persecución, que hace de su volumen una viva y nada «académica» investigación.

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Cierto es que yo podría señalar puntos de discusión y también de disentimiento; podría no aceptar algunas páginas e iniciar una crítica. Pero no es éste el objetivo de un «prólogo» que se escribe movido por la simpatía intelectual que liga a dos autores y por la recíproca estimación que dicho prólogo confirma. Por otra parte, me sería difícil formular un juicio crítico y preciso. En el libro se ponen de manifiesto, eficazmente, tesis que también son mías, puntos de vista que yo mismo he adoptado en mis escritos. Sobre todo, los conceptos de «interioridad» y de «amor», tales como son entendidos por Basave, y la concepción del hombre en su integralidad son tesis que me son propias, por más que mi amigo y yo conservemos nuestras distintas personalidades filosóficas. Así, por ejemplo, no puedo menos que compartir con él la afirmación de que el problema de Dios es intrínseco al hombre y está presente, como elemento de vida, como fuerza propulsora y como luz, en la dialéctica de la vida espiritual.

No me queda ya sino dar las gracias al autor por el honor que me ha concedido, y unir al agradecimiento mis votos porque su apasionante búsqueda pueda conquistar el favor de los lectores y de los críticos de buena voluntad.

Michele Federico Sciacca

Universidad de Génova, junio de 1956.



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ArribaAbajoPrefacio a la edición preparada para la Colección Austral

La filosofía, al fin cosa humana, está, en última instancia, como todo lo que es humano, al servicio de la vida, a disposición del hombre. Si suprimimos el carácter de síntesis superior y vital de los conocimientos del hombre, nuestra disciplina pierde todo su valor íntimo y existencial. Una filosofía que no esté al servicio del existir -dicho sea con absoluta sinceridad- no nos interesa. Es mi propia vida, con sus angustias y esperanzas, la que me insta a filosofar. Se trata de un imprescindible menester de ubicación y de autoposesión. Y en ese menester me juego a mí mismo de manera integral, porque en la búsqueda y descubrimiento de la verdad me identifico con mi filosofía. No ocurre cosa semejante con ninguna otra ciencia. Todo auténtico filósofo forja una filosofía y la encarna. Siente el imperativo de explicar fundamentalmente la realidad entera, de acercarse a la estructura óntica de los objetos y escrutar su fondo invisible, subyacente, ontológico. Pero a la vez no puede ni quiere prescindir de una sabiduría vital de los últimos problemas humanos. No se puede vivir sin saber cómo es bueno vivir. La filosofía como propedéutica de salvación -tal como la entiendo yo, por lo menos- no sólo es contemplación de lo eterno (facultad intelectiva), sino también sobre lo temporal, disposición de las cosas materiales al servicio del hombre (conocimiento pragmático). Si la filosofía no es filosofía al servicio del hombre, y, por lo tanto, de su salvación, ¿para qué o para quién puede estar hecha esa filosofía? Debemos estudiar el ser y la esencia de las cosas por su referencia al hombre y conocer y amar al hombre por su relación a Dios. Nada pues de «vivir y después filosofar», sino vivir en profundidad filosófica, y filosofar en profundidad viviendo entusiasmadamente lo que se filosofa. Éste es -en el gentil decir de una voz española- el gran mote heráldico y comprometido de mi filosofía. (Caba). Un conocer vital que nos lleve al ser y a nuestro ser es algo más que una pura ciencia: es un conocer comunicativo. No es cosa de oficio, sino menester   —12→   de vocación. Pero aunque se trate de un imperativo existencial de ubicación, de autoposesión y de comunicación, toda filosofía es especulativa, incluso cuando su objeto es la «praxis», es decir, la actividad humana en su ejercicio. Hasta aquí, en apretado resumen, un preámbulo que puede evitar equívocos en las reflexiones subsecuentes de la obra.

Lo real nos está presente. Porque tenemos existencia de hombre captamos el sentido de nuestro ser y de nuestro contorno. Tenemos que habérnosla con realidades y con nuestra realidad misma. Somos una realidad sustantiva en posesión, no en propiedad, aunque al igual que todas las otras cosas reales tengamos nuestras propiedades. Somos co-seres que estamos referidos a las cosas y a los demás hombres, en un constante «enfrentamiento». Nuestras acciones -preñadas de sentido y de dirección- no son simples reacciones animales, sino «sucesos» que suponen decisión y elección. Nuestra vida es nuestra biografía. Y nuestra biografía está repleta de posibilidades. Animal de realidades actuales y de posibilidades, el hombre, aunque inmerso en el mundo, se proyecta supra-mundanamente.

Antes que el hombre se pregunte ¿qué es el hombre?, ha dado ya, con su vida, una respuesta concreta. El modo de realizar la esencia de su condición humana confiere, a su pregunta, un determinado sesgo. La pregunta misma tiene su historia. Teólogos, filósofos, psicólogos, sociólogos, médicos, antropólogos adoptan, ante el hombre, diversos puntos de vista. ¿Cuál es el nuestro? Queremos referirnos al hombre mismo -y no a lo que tenga, por importante que fuese-, al hombre concreto, íntegro, vivo y actual. No pretendemos, desde luego, encasillar y describir al hombre como el naturalista define y clasifica un trozo de metal. Al preguntar por el hombre me estoy situando ante mí mismo. La exactitud y la objetividad se dificultan. ¿Quién soy yo que existo, pienso, siento y quiero? ¿Por qué soy un ser como el que soy y por qué no soy un pájaro, una flor, un peñón o un espíritu puro? Porque pronto me encuentro siendo un sujeto espiritual encarnado que piensa y quiere ilimitada y constantemente. Si pude no haber sido, ¿por qué soy? Si le pido la respuesta a eso que llamamos «mundo» o «universo» me encuentro con un anónimo monstruoso, con un espantoso e irresponsable Nadie. Sólo el hombre contesta al hombre y acaso Alguien en quien el hombre tiene su principio.

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El hombre es la originaria y trascendental posibilidad de la búsqueda de la salvación. Comprometido en esa tarea vocacional, el hombre ve el mundo como un instrumento o un obstáculo. Si lo conoce no es por una gratuita y vana curiosidad sino por un movimiento vital que busca su propia salvación. Existir es estar sosteniéndose dentro de un océano de incertidumbre y riesgo con la posibilidad de naufragar o de salvarse. Todo lo que hay en nuestro ser humano -cuerpo, historia, dimensión social- está al servicio de un existir que se consuma en afanes de salvación. Sorbiendo la circunstancia como nutrimiento para la salvación, el hombre vive desde su intimidad, pero hacia el mundo y hacia el más allá del mundo. No podemos eludir el combate por la salvación en la plenitud subsistencial de nuestra «hecceitas». Nuestra existencia es dramática por esa inseguridad fundamental. Planeamos nuestro propio programa de salvación. Este programa es trascendente, está siempre más allá de nosotros mismos. En este sentido cabe decir que somos una inmanencia que trasciende. Se trata de un plan de salvación que está en la estructura misma del hombre y no de un ornato suplementario y lujoso que el ser humano añade a su ser. Siempre que el hombre se comporta como hombre, esto es, inteligente y libremente, se afana por salvarse en la inmortalidad personal, en su descendencia o en la memoria de las generaciones sucesivas. La estructura escatológica del ser humano está anclada en su misma realidad de hombre. Ahora podemos decir que el hombre no es tan sólo el ser que pregunta por el ser sino el ser que responde al ser y se hace respondiendo.

Agotada, desde hace tiempo, la primera edición de mi «Filosofía del Hombre», he preparado una segunda edición, para la célebre Colección Austral, con algunos cuantos e indispensables retoques. Toda obra humana es perfectible. En el último capítulo, «La dimensión religiosa del hombre», ofrezco, dentro del método dialéctico y sineidético que sigo, una nueva vía de aproximación hacia el Ser fundamental y fundamentante. Esta nueva vía, publicada ya en mi «Ideario Filosófico» (Centro de Estudios Humanísticos de la Universidad de Nuevo León, 1961), se presenta ahora con algunas explicaciones que precisan su sentido.

Mi «Filosofía del Hombre», que va de la vida a la teoría   —14→   para poder volver más ávidamente a la vida, es una obra abierta. No parto de un sistema preconcebido -aunque mi pensar pretenda ser sistemático- sino de la realidad que desborda a todo sistema. Tampoco quiero cerrarme al influjo que viene de lejos. Abierto a la realidad, pero fiel a la mismidad personal. El libro es, en buena parte, el resultado de profesar mi clase de Antropología Filosófica en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Nuevo León. Si el hombre es un ser dialógico, la verdad, la búsqueda de la verdad, tendrá que ser también, en alguna medida, dialógica. Con la mayor concisión y con la máxima claridad mental que me ha sido dable, he tratado de esbozar la problemática y la sistemática de una «Filosofía del Hombre». La ofrezco como personal contribución -siempre perfectible- a la filosofía contemporánea. Y me parece que en el tema del hombre está el tema de nuestro tiempo y el tema capital de la filosofía de todos los tiempos.

Monterrey, N. L. julio de 1963

Agustín Basave Fernández del Valle, Dr. iur., Dr. phil. h. c.



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ArribaAbajoIntroducción

El amor por la verdad, el tiempo y la muerte me incitan a desembarazarme de este libro. Siento que en él va mi mensaje. Muchas cosas habrán, quizá, de ser llevadas a su cabal desarrollo. Pero la estructura fundamental queda ya preparada.

Dentro de lo que cabe ser original -y bien se sabe que no es mucho-, creo que lo soy en muchos puntos, pero, sobre todo, en el núcleo de mi integralismo metafísico antroposófico. Y, sin embargo, no es el afán de originalidad el que me ha movido a objetivar mi mensaje, sino la verdad, que de Dios es y a Dios confluye. Además, -menester es decirlo- me he nutrido en las riquísimas fuentes de nuestra tradición cristiana y occidental.

Aun sin advertirlo y sin quererlo, todo hombre es tradicionalista, porque empieza por ser ya una tradición acumulada. En este sentido, se podría decir que el hombre no tiene una tradición, sino que es tradición. Pero como en la dinámica vital no se puede dar descanso absoluto, es preciso que el ser humano proyecte sus posibilidades y se encare, en carne viva, con la problemática filosófica.

Dentro de la extensa unidad de la naturaleza humana, cada uno de los hombres es de características tan originales que muerto un hombre desaparece una interpretación original de todo el universo. Porque no somos intercambiables con los demás, ni uno de tantos; Suárez pensaba que «cada entidad es por sí misma principio de individuación de sí misma». (Disputationes metaphysicas; Disp. V, sect. VI, 1). Diferimos de los demás porque nuestra unidad interior es única, original, irrepetible.

En mi antroposofía metafísica está empeñado todo el hombre, porque todo el hombre se interesa por su ser religado y por su ser teleológico. La función del sentimiento en la conciencia filosófica no es directiva, sino contemplativa; consiguientemente, en constante e íntima dependencia del anterior juicio del intelecto. Sobre una base racional, el sentimiento se acerca a los espíritus de una manera firme. La razón presenta el hecho, pero el sentimiento lo penetra en sus estratos   —16→   más profundos. Para que se pueda operar una unión existencial entre el sujeto y el objeto, entre el conocido y el cognoscente, es preciso que la emoción haga brotar la vida íntima de las esencias, su calor llameante. La misma palabra filosofía -que etimológicamente significa «amor a la sabiduría»- nos está inclinando, un tanto emotivamente, en dirección a un conocimiento típico. Es preciso echar mano de todos los medios que ponen al hombre en contacto consigo mismo y los demás seres. Para hallar una razón fundamental al universo del hombre, menester es dejarse penetrar por sus afanes más hondos.

Nuestros actos individuales, especiales, concretos, están respaldados, sustentados, mantenidos próximamente por un universo en bloque. Pero este universo en bloque, ¿por quién y cómo está respaldado, sustentado y mantenido? No basta comprobar el hecho bruto de la existencia; es preciso explicarlo, tratar de encontrarle su sentido. No basta tampoco caer de repente en cuenta de que no tenemos más remedio que estar en un mundo que nosotros no hemos hecho, que no hemos elegido y que no podemos dejar cuando queramos. ¿Quién hizo el mundo? ¿Quién nos eligió? ¿Por qué no lo podemos dejar cuando queramos?

El mundo no es ningún a priori, sino una casa para el hombre -mejor sería decir hospedería o paradero- que centra a la vida humana con tono familiar. Los mundos personales no se crean ni se destruyen a voluntad, se construyen con materiales y circunstancias de un universo preexistente y dispuesto para servir a los diversos mundos personales según tipos de vida. Me preocupo por hacer mi mundo, mi vida, porque las cosas se me aparecen, mudas, indiferentes y a veces hasta hostiles. Y, al hacer mi mundo, me voy haciendo a mí mismo. Pero esta faena es insegura porque se hace en camino; en camino de una muerte que no pienso ni quiero que sea más que un tránsito a una vida en plenitud. Tiemblo por mi ser porque es inseguro, contingente, pero a la vez aspiro a trascender, en alguna forma, esa inseguridad, esa contingencia. Todo esto es cosa de conciencia ontológica. Por esta misma conciencia me percato de que mi ser de hombre está proyectado en el tiempo, en el presente. Esta conciencia de finitud presupone ya una infinitud. El hombre advierte que el orden entero de su ser en el mundo es delimitado, estrecho, finito, precisamente porque aspira ineludiblemente   —17→   a ser, de alguna manera proporcionada a su entidad, infinito, pleno. Y con respecto a ese afán de plenitud subsistencial, somos deudores insolventes de nosotros mismos. Por eso nos sentimos desamparados, miserables. Esta humildad ontológica, vivida en la misma carne y en los mismos huesos, nos pone frente al problema de la creación, de la creación de todo y de nosotros mismos. ¿Por qué existe el mundo, y yo en el mundo? ¿Quién nos ha sacado de la nada? Si pude no haber sido, ¿por qué soy?

Tengo un sentido de mí mismo porque tengo autoconciencia. Por esta autoconciencia tomo contacto con la patencia del ser, con la verdad que reconozco como inmutable, eterna, trascendente. Mi afán de plenitud subsistencial es estimulado por la verdad inagotable a la cual está abierto mi ser. Habito en la finitud, pero me siento llamado por una verdad y una vida infinitas que me fundan y me trascienden. No se trata de una verdad inmanente, sino presente con «interioridad objetiva», como diría Sciacca. Los caracteres inmutables y absolutos de esa verdad me están diciendo a las claras que no puede originarse en los seres exteriores y contingentes. La legalidad misma de los juicios está cimentada en la verdad absoluta.

En mi presente está mi posibilidad de morir. Como nuestra existencia es simplemente de hecho, estamos -irremediablemente- en continuo trance de muerte entitativa.

Explicar al hombre es explicitar su ser latente, decir lo que es cuando no aparece e independientemente de que aparezca o no, de toda posición o actitud subjetiva. La razón, «la gris y la fría razón», descoyunta y tritura al hombre. No obstante, la razón, aunque fría y gris, es la razón, y no es posible que un ser racional renuncie a ella. Ciencia -según Santo Tomás- es tener juicio cierto de las cosas por sus causas. Tener juicio cierto de los hombres por sus causas no consiste sino en afirmar que la multiplicidad de los seres humanos es el producto particular y accidental del entrecruzamiento de factores universales y necesarios. Ya Aristóteles había afirmado que no hay ciencia verdadera de lo individual.

Pero el hecho es que la realidad humana es concreta y viviente. Las ciencias especiales, en cambio, estudian al hombre en aspectos aislados, abstractos y muertos. Situarse en un punto de vista superior a estas ciencias antropológicas especiales no significa colocarse fuera de la razón, sino simplemente   —18→   fuera de los postulados metódicos propios de cada uno de los compartimientos científicos.

Con el cristianismo penetra, en el ámbito de la cultura occidental, la realidad viva y palpitante de la vida interior. El espíritu impregna la totalidad de nuestro ser y del ser de las cosas entre las cuales vivimos. Por el amor somos dioses, afirma San Pablo, imagen y semejanza de Dios. Porque la fuente de todo amor está en Dios. Por el amor de Dios son las cosas lo que son y participan en la comunidad amorosa. El amor presupone la exuberancia, la plenitud. Sólo es capaz de dar quien rebosa vida espiritual. El amor divino eleva las cosas todas a un plano luminoso en donde reverberan sus esencias. «La mirada amorosa -dice Joaquín Xirau- ve en las personas y en las cosas, cualidades y valores que permanecen ocultos a la mirada indiferente o rencorosa... El amor es, por tanto, claridad y luz. Ilumina en el ser amado sus recónditas perfecciones y percibe en unidad el volumen de sus valores actuales y virtuales. Amor es iluminación, contemplación y estimación de las excelencias de un ser, atracción y tendencia vehemente a compartirlas y gozarlas, decisión y anhelo de llevarlas a su más alto grado de perfección».1

En la vida del espíritu, expresa Santo Tomás, todo lo relativo al amor es particularmente misterioso y muchas veces carece de nombre, porque la inteligencia conoce aun más imperfectamente lo propio de las otras facultades que lo que es propio de ella misma, y porque el amor tiende hacia el bien, que reside en las cosas y no en el espíritu; esta tendencia, así como todo lo que aún permanece indeterminado, no es plenamente inteligible.2

Una antroposofía metafísica auténtica es, cabalmente, transfiguración del estado pasional, superación del momento psicológico en la objetividad del problema que, como tal, no resulta en absoluto menos íntimo a la conciencia, ni menos personal y doloroso. Querer reducir toda la realidad del espíritu a un momento de la existencia es como pretender cubrir el mundo con una gota de agua. El existencialismo inmanentista reduce el arte, la moral y la religión a pura existencialidad. Todo se hunde en lo finito de la existencia y desaparece la posibilidad de fundar valores objetivos. Por este   —19→   camino -como bien lo apunta Michele Federico Sciacca- llegamos a la negación del ser y de las cosas, de la vida espiritual en lo que ésta tiene de universal y de objetiva, de Dios; desembocamos en la negación de la existencia misma, que es la razón de ser del existencialismo. Afanándose hasta el encarnizamiento por exaltar el acontecimiento concreto y la singularidad, la insuficiencia y la finitud, los existencialistas concluyen matando al hombre de carne y hueso para darnos, en su lugar, una de tantas abstracciones contra las que habían combatido.

Mi propósito fundamental ha sido el de ofrecer las bases y las líneas directrices de una metafísica del hombre -tarea primerísima, requerida por nuestro tiempo- concebida como prolegómeno de toda fenomenología existentiva. Abundan los análisis fenomenológicos -agudos y penetrantes- sobre el hombre, pero échase de menos una antroposofía metafísica que pueda servirles de fundamento y de guía. Si no se emprende la tarea de determinar la esencia y estructura del ser del hombre en su dui-unidad e integridad, hay el peligro de perderse en un mar de confusiones. No basta señalar el puesto del hombre en el universo; menester es precisar su relación con la realidad última metafísica y buscar el sentido a su existencia. Y esta existencia no es sólo la individual, sino también la histórica y la social.

Al considerar al hombre integralmente -como estructura total- y al intentar caracterizarlo esencialmente, no se puede dejar de estudiar su efectivo acontecer en la historia y en la cultura. Para nosotros, la filosofía de la historia y la filosofía de la cultura son disciplinas particulares de la antroposofía. De ahí que incluya, en mi obra, un capítulo dedicado a la filosofía de la historia y algunas consideraciones (véase, por ejemplo, el capítulo XII, art. 2) filosóficas sobre la cultura. La misión primordial de la antroposofía metafísica, tal como la concebimos nosotros, debe reposar en la mostración precisa de cómo una ontología determinada del hombre explica todas las funciones y operaciones específicamente humanas.

No me arredró la convicción de que los resultados de mi estudio no correspondiesen al propósito. Con todo lo que mi meditación sobre el ser del hombre pueda tener de inconclusa y de defectuosa, tuve la clara conciencia de servir -hasta donde mis posibilidades alcanzaron- a un alto designio.   —20→   Condenado como estoy a la muerte me he apresurado -con inquebrantable voluntad y sin descanso- a dar mi mensaje antes de pasar a aquel estadio en donde tenemos la certeza -los creyentes- de que sobran los mensajes porque todo está a la vista, en su más prístina patencia. Posiblemente nunca llegará el hombre a resolver el problema del hombre. Un saber plenario sobre el hombre supone la facultad de crearlo. Y la verdad es que no hemos creado al hombre, sino que nos encontramos siendo hombres, permeados de humanidad, y sin habernos dado el ser. Toda metafísica del hombre se topará, al final de cuentas, con el misterio. Que nos quede, al menos, la satisfacción de plantear los problemas y trazar las directrices, con cierto rigor y pulcritud. Concentrarme en todos aquellos temas que me parecen de especial importancia en la filosofía del hombre, y buscarles lealmente una solución -cuando la tengan- ha sido mi propósito constante. Con la mayor concisión y con la máxima claridad mental que me ha sido dable, he tratado de esbozar la problemática y la sistemática de nuestra disciplina.

No es una gratuita y vana curiosidad la que me lleva a conocer la estructura del hombre, sino un movimiento vital que busca su más íntima contextura. Yo me siento vivir. Mi yo se extiende en la duración, permaneciendo el mismo en mi devenir psíquico. ¿Cómo conciliar en el yo la incesante transformación psíquica con la permanencia en la mismidad? ¿A qué criterio acudir para distinguir el yo del no yo? ¿Cómo explicar que el hombre se sitúe frente a la naturaleza, si su ser estuviese implicado en la evolución material del cosmos? Al decir lo que las cosas son, ¿no escapa el hombre, en cierto modo, al flujo temporal? ¿Qué sentido tiene el descubrimiento de la verdad? ¿Podremos llegar por la interioridad a la trascendencia? ¿Qué es el hombre, en definitiva? Si somos materia, ¿por qué pretendemos evadirnos de las leyes materiales? Si somos personas espirituales, ¿por qué sentimos gravitar sobre nosotros el peso material y la duración temporal? ¿Cómo se unen el espíritu y el organismo para integrar el compuesto humano? ¿Cabe una explicación puramente mecánica o comportista de mi ser? ¿Desaparece a la muerte del individuo el elemento espiritual que reside en él? ¿Cuál es el sentido de mi vida y cuál es el sentido de la historia?

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Toda esta problemática surge en mí por la conciencia de mi inestabilidad, de mi contingencia. El impulso religioso hacia Dios no es sino la tendencia de mi ser a completarse, a enraizarse. Porque el no salvar la contingencia, el no superar, de algún modo, la finitud, es lo que jamás, a ningún precio, podrá aceptar nuestro afán de plenitud subsistencial.

Un afán de trascendencia, de elevarse sobre sí y su estado actual, de inconformidad con el estado momentáneo de su ser están supuestos en el anhelo de plenitud subsistencial.

Fundamentos de antroposofía metafísica, subtitulo a esta obra, porque se trata de inquirir el principio que abarca todos los principios particulares del ser, del conocer y del obrar del hombre. A partir de este primer principio de la dui-unidad (unidad de dos) contrapuntual del ser contingente del hombre, queda fundamentada su existencia. Pero como nuestra investigación -exclusivamente filosófica- no toma pie en los datos de la revelación -no se trata de una antroposofía revelada- sino que se circunscribe al orden de la razón natural, agregamos a la palabra antroposofía (que usamos en su sentido etimológico, limpia de cualquier significado teofísico), la palabra metafísica, para indicar que nos interesa el estudio del ser último del hombre, despojado de su fenomenicidad.

Nuestro integralismo metafísico antroposófico no desconoce la insuficiencia radical del hombre, el sentido de nuestra contingencia, nuestra dimensión temporal, la humanísima insatisfacción, la angustia, la crisis de nuestros tiempos, las neurosis de la época y el problema de la muerte. Pero, al lado de estos aspectos negativos, hace hincapié en los otros aspectos positivos: nuestro dinamismo ascensional, nuestro ser axiotrópico, el esfuerzo por trascender, el sentido de la libertad, la esperanza, el afán de plenitud subsistencial, lo eviterno del hombre.

Como el hombre no sólo tiene conflictos, sino que ya de por sí es un conflicto por su naturaleza dual: alma y cuerpo, bruto y ángel, tiempo y eternidad, nada prehistórica y destino absoluto, una filosofía del hombre tiene que ser, en este sentido, dualista. Pero como en la existencia humana coexiste este dualismo concertándose en forma parecida al contrapunto musical, una metafísica antroposófica debe tratar de integrar estas vertientes del hombre hasta poder brindar una unidad sustancial. La pareja angustia-esperanza es inescindible.   —22→   Esta pareja psicológica corresponde a esta otra pareja ontológica: desamparo metafísico-plenitud subsistencial. La coexistencia de estos momentos en la vida humana es orgánica y forma una unidad contrapuntual. Los vaivenes de la vida se deben al predominio del sentimiento de nuestro desamparo ontológico o al predominio del presentimiento de nuestra plenitud subsistencial. En el ens contingens que es el hombre hay un desfiladero hacia la nada y una escala hacia lo absoluto. Somos los humanos una misteriosa amalgama de nada y de eternidad, de biología (determinismo del cuerpo) y espíritu (libertad del alma). Como animales somos bestias frustradas, animales enfermos de axiotropía.

Una libertad hueca, nihilista, no puede interesar a nadie: interesa la libertad por lo que ella nos permite hacer, por su sentido y nervio teleológico. Como justamente observa Lavelle, «el primer acto de una libertad es dirigir una llamada a otra libertad, y, por último, sin duda, a aquella libertad infinita que suscita todas las libertades».3

¿Cómo conciliar nuestro desamparo ontológico con nuestro afán de plenitud subsistencial? Su coexistencia es esencialmente dialéctica. Desamparo ontológico y afán de plenitud subsistencial son principios antagónicos -como lo son la angustia y la esperanza, sus correspondientes psicológicos- que luchan entre sí y a la vez se condicionan mutuamente. El afán de plenitud subsistencial existe sólo en función de superar nuestro desamparo ontológico. Y nuestro desamparo ontológico se hace tan sólo patente porque tenemos un afán de plenitud subsistencial. Cada uno de estos momentos del hombre presupone su contrario. Por eso el hombre es un drama viviente, un contrapunto sin tregua.

El hombre aspira a la plenitud subsistencial y quiere protegerse contra su desamparo ontológico. Sin embargo, su «ser-en-el-mundo» transcurre más bien en invisible alianza con el desamparo que con la plenitud. La vida humana, en su sentido integral, manifiesta la insoslayable dialéctica entre desamparo ontológico y afán de plenitud subsistencial. La plenitud lograda es siempre relativa y está amenazada por el desamparo. Pero, a su vez, el desamparo se ve corregido, amparado en parte, por el afán de plenitud subsistencial que se proyecta con toda su intención significativa.

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Amamos lo ordenado, lo perfecto, pese a las diarias discordancias de nuestro ser y del mundo que nos rodea. Estamos ordenándonos y ordenando nuestro mundo, porque la vida nos deshace a cada rato nuestras construcciones. Hay un elemento imprevisible, que no podemos eludir, suficiente para quebrantar todos nuestros cálculos. Y, sin embargo, nuestro esfuerzo por trascender la incertidumbre nunca es del todo vencido.

Mientras el animal tiene un desamparo ontológico objetivo y menor, el hombre tiene un desamparo ontológico objetivo, subjetivo -puesto que lo conoce y lo siente- y de mayor grado. El animal -al fin pura naturaleza- se deja conducir necesariamente por sus instintos. Le es imposible transgredir el orden natural. El hombre, en cambio, es un ente bifronte, anfibio. Vive en dos mundos -que en él se encuentran- sin poder vivir bien en ninguno de los dos. Es natura y es cultura. Está parcialmente determinado por su animalidad y es, a la vez, libertad. Aunque no es pura posibilidad -tiene dimensiones constantes-, cuenta con infinitas posibilidades. Mientras el animal viene definido, el hombre viene tan sólo bosquejado. Su desequilibrio proviene de la tensión constante entre su desamparo ontológico y su afán de plenitud subsistencial. Como es un ser que vive siempre en camino, con una determinación ilimitada, nunca puede gozar de la comodidad animal de fijarse y amurallarse. Por su conciencia, por su interioridad objetiva está permanentemente abierto al ser. Vive en circunstancia, pero no es, como el animal, un esclavo de su contorno. El uso de la razón da testimonio de su interioridad ilimitada. La intranquilidad de su espíritu tiene su origen en la tensión entre carne y alma, en la fluctuación que supone el equilibrio inestable de un espíritu encarnado.

A veces quisiéramos ser plenamente animales -por ejemplo, en el aspecto sexual- y otras ocasiones quisiéramos vencer el lastre del cuerpo y llegar a espiritualizarnos integralmente. Pero la dialéctica de nuestra situación humana nos impide proyectarnos hacia cualquiera de estos dos polos. Estamos forzados por naturaleza -cosa ontológica- a vivir en tensión metafísica. Y esta tensión puede adoptar caracteres trágicos. Ese afán de plenitud subsistencial, esa nostalgia hacia Dios, es hondamente significativa. Trátase de un   —24→   testimonio irrecusable de la egregia vocación humana. Cuando nuestra alma se abre hacia el ser y hacia la verdad, en un abismo de amor, se acaba todo egoísmo y sentimos una simpatía originaria hacia todo lo objetivo. Pero cabe también una repulsa de la dirección del ideal, para aislarse en el propio yo, siguiendo la ley del egoísmo. En este último caso, el ser carece de sentido. Nuestra decisión vital descansa en nuestra razón moral. Y toda decisión implica peligro. Conscientes de nuestra más profunda peligrosidad, caemos en la cuenta, no obstante, de que la vida nos ha dado, como precioso regalo natural, la esperanza. Nos descubrimos, en el más íntimo núcleo de nuestro ser, como desamparados, como carentes, como indigentes, y como plenitud incumplida, pero, a la vez, tenemos la esperanza de llegar a ser la plenitud que no somos. No se trata, en manera alguna, de un intimismo subjetivo dictatorial frente a la realidad objetiva de la cosa en sí, sino de una humilde sumisión del hombre integral a su interioridad abierta al ser.

Si fuésemos ya plenitud nuestra vida no sería peligrosa. Pero como somos un desamparo que puede llegar, por decisiones existenciales, a la plenitud que apunta, nuestra vida está en constante peligro. La vida es, en este sentido, milicia. Nunca podremos eludir el peligro de frustración, de fracaso. Nuestra situación económica, nuestro saber y nuestro futuro destino no están nunca asegurados. Aquí encuentro la razón más profunda para decir que el burgués es un hombre falsificado y la vida burguesa es una vida inauténtica.

Se ha dicho, con evidente exageración, que «el hombre no tiene naturaleza, sino historia». Dícese también que la posibilidad es la categoría fundamental de lo humano. Es cierto que la vida del hombre no viene hecha, sino que se va haciendo. Pero no es menos cierto que la vida humana no puede reducirse a mero proyecto, porque los proyectos se hacen sobre la base de ser ya algo quien los formule. Y un proyecto no merecerá nuestra adhesión si no concuerda con nuestro peculiar modo de ser. La posibilidad es posibilidad de un ser actual. La historia es historia de una naturaleza. Sin una estructura permanente del hombre, sin una naturaleza, ¿cómo historiar lo historiado? Un conjunto de caracteres biológicos (anatómicos y fisiológicos), de caracteres psíquicos (sensación, percepción, apercepción, memoria, imaginación, abstracción, sentimientos, reflexiones, etc.) y un   —25→   sistema de funciones espirituales (expresiones artísticas, organizaciones jurídicas, preocupaciones religiosas y, en suma, esa capacidad de percibir objetivamente, de juzgar) nos autorizan a sostener la unidad fundamental de la naturaleza humana. Lo que no quiere decir, por supuesto, que estas constantes universales de lo humano impidan hablar de la radical singularidad intransferible de cada persona. Por más que nos aproximemos a los otros -y nos aproximamos porque co-estamos, co-existimos con ellos en sentido originario- por razones de temperamento, nacionalidad, profesión, círculo cultural, clase social, etc., nuestro yo es único y nuestra tarea vital es incanjeable. Dentro de una misma naturaleza, lo humano tiene una ilimitada plasticidad y variedad.

Para conocer al hombre partimos de una posición realista metódica. Tenemos la certeza de que antes de la verdad sobre el hombre existe el verdadero hombre; antes de la adecuación del juicio y de lo real humano, se da la adecuación vivida del entendimiento mismo con la realidad humana. Y esta adecuación del entendimiento con la realidad humana es lo que le capacita para concebir su esencia. La percepción de una existencia que me es dada en sí misma -y no primariamente en orden a mí mismo- está antes que cualquier otra cosa. El ser es la condición del conocer. A cada esfera de lo real le debe corresponder un especial conocimiento de lo real. Tomar otro camino es envolverse en una serie inextricable de contradicciones internas. No veo razón alguna para suponer a priori que mi pensamiento es condición del ser humano. Estoy convencido de que mi único deber es ponerme de acuerdo conmigo mismo y con la realidad humana.

En estos mezquinos tiempos de agitación sin sentido en que la locura de las ambiciones terrestres esclaviza a los más de los hombres, he podido, con la ayuda de Dios, guardar lealtad a mi vocación filosófica. No vivimos en épocas propicias para filosofar y, sin embargo, nuestro mundo requiere -hoy más que nunca- de la filosofía. El adelanto técnico se ha utilizado para devorar al hombre en los campos de la economía y de la guerra, porque el pensamiento ha perdido el contenido moral que lo arraigaba a la comunidad. Echemos una ojeada al ámbito del espíritu humano y nos sentiremos conmovidos por su desesperación y su angustia provocadas   —26→   por el maravilloso avance de una ciencia sin brújula que, hace ya un siglo, cava el alma del hombre hasta dejarla sin contenido. Por eso no hemos tenido más remedio que renegar de esa cultura, desnudarnos de ella para ponernos de nuevo ante el universo, en carne viva, y volver a vivir y a filosofar de verdad. En el vacío y en la ausencia de convicciones en que vivimos ha sentido el hombre, por fortuna, horror a ese vacío, y ya retorna con su cansancio y su melancolía letal a regiones donde «súbitamente, con la gracia intacta de una casta virgen, emerge a sotavento el acantilado de la divinidad...».

El presente libro ha tenido una lenta gestación. Empecé a trabajar en él a mi regreso de Europa, hace ya ocho años. Aunque no agrupados definitivamente hasta ahora, los capítulos de esta obra llevan en su estilo el sello de las diversas épocas de mi vida en que fueron escritos. He optado por respetar su forma primigenia, variando tan sólo el orden de los capítulos. En ellos -pese a cierta diversidad estilística producida por mis estados personales- he podido reconocer un hilo continuo de pensamiento y una misma actitud existencial.

Con toda intención he procurado presentar sólo unas cuantas e indispensables indicaciones bibliográficas. Nunca he podido gustar del virtuosismo en filosofía. Soy de los convencidos de que no es en la erudición -cuyo exceso mata la vena creadora- en donde se engendra y se cultiva la filosofía, sino en la meditación y en la soledad que todo ser humano tiene el deber de frecuentar. Un encararse personal y desnudamente con la problemática filosófica, debe darse siempre en todo auténtico filosofar.

Monterrey, N. L., primavera de 1956.

DR. A. B. F. V.





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ArribaAbajo- I -

El método en la filosofía del hombre


1. El método en el conocimiento del hombre.- 2. Objetividad y subjetividad.- 3. El estudio del hombre como un todo unitario.



ArribaAbajo1. El método en el conocimiento del hombre

En la filosofía del hombre, como en toda otra ciencia, se persigue un conocimiento verdadero. Toca a la metodología dirigir las operaciones de la mente hacia ese fin. Método -etimológicamente significa camino- quiere decir disposición de conceptos para llegar al conocimiento verdadero, proceso ordenado de conocimientos parciales que desembocan en el conocimiento total de un objeto científico. Consiguientemente, el objeto propuesto y el fin perseguido deben ser la pauta para escoger y seguir -con coherencia lógica- el método apropiado. Tradicionalmente se han reducido a tres las principales leyes del método: 1.º Proceder de lo conocido a lo desconocido, o de lo que es más conocido a lo que es menos. 2.º Proceder por grados, esto es, sacar conclusiones de principios inmediatos, sin dejar vacíos. 3.º Que exista entre las conclusiones el debido enlace. Como propiedades, el método debe presentar solidez, brevedad y claridad. En todas las ciencias se precisa definir, dividir, probar, refutar. Pero cada ciencia lo hace -sin mengua de los principios generales de la metodología- de un modo peculiar.

Se ha llamado «comprender», al procedimiento mediante el cual conocemos el mundo de lo peculiarmente humano: vida y cultura (Dilthey y Spranger). Mientras que la naturaleza puede ser explicada, la vida del alma sólo puede ser comprendida. Y comprender significa aprehender un sentido, poner un fenómeno en relación con una conexión total conocida.   —28→   Spranger nos dirá que «tiene sentido lo que en un todo lógico (sistema de conocimiento) o en un todo de valor (sistema de valor) entra como miembro constitutivo obedeciendo una ley de constitución particular».4 Lo fundamental para el sentido es que las partes se unan al todo según una ley. El sentido se refiere, invariablemente, a un valor. El valor se descubre siempre detrás del objetivo propuesto o fijado en las estructuras culturales.

El comprender toma pie en los hechos, en la experiencia. Por percepción sensible se capta la propia realidad anímica y la que infiero en el prójimo (espíritu subjetivo), esta novela o aquella sinfonía (espíritu objetivo).

Si el alma no fuese una estructura teleológica -conjunto en que se articulan las funciones particulares en una totalidad- nunca podríamos llegar a la comprensión personal.

Históricamente, el hombre empezó por conocer primero la realidad exterior: el mundo y el prójimo. Le era necesario saber a qué atenerse en sus relaciones con los demás hombres y con la naturaleza. Sólo más tarde dirigirá su atención de fuera a dentro (homo interior). Como todo conocer exige una distancia, le era más fácil al hombre conocer al prójimo que conocerse a sí mismo. Cierto que el hombre no puede vivir la vida de sus semejantes, ni reproducir sus vivencias; pero puede, al menos, mediante categorías significativas, ordenar y articular el caos de la subjetividad inmediata, justamente porque él mismo es un compendio de todo lo humano. Comprendemos a los demás por sus objetivaciones y con la ayuda de categorías interpretativas. Es así como podemos ver el mundo -hasta cierto punto- con los ojos de nuestros semejantes.

En la acción voluntaria se realiza un propósito -previamente representado- en virtud de ciertos medios adecuados. Pero no basta conocer el objetivo; se precisa penetrar en los motivos de la conducta. Un mismo objetivo se puede realizar por muy diversos motivos. Toda representación, en la acción voluntaria, tiene un acento de valor. Hay una escala, en la conducta racional, fácilmente advertible: medio-objetivo-valor.

Pero la mayor parte de las veces, los hombres actúan por tendencias, y en estos impulsos no hay ningún acto planeado,   —29→   ningún objetivo propuesto. Es menester entonces elevar a la zona de la luz racional las tendencias que imperan en los estratos profundos de la vida (tendencia sexual, impulso de venganza, afán de dominio, tendencia agresiva, etc.). No tenemos otro recurso.

Pensamos -con Juan Roura-Parella- que la separación radical de los dos caminos de conocimiento (explicación y comprensión) no podía ser más que pasajera. No se trata de métodos incompatibles, sino complementarios. Inducción y deducción, abstracción y determinación, clasificación, analogía y comparación son procedimientos de las ciencias naturales que no puede dejar de utilizar una antropología filosófica. Por otra parte, tampoco puede excluirse el comprender en la esfera de la naturaleza. La explicación completa el conocimiento descriptivo. Y en ocasiones comprendemos fenómenos naturales sin poderlos explicar (v. gr.: la reproducción). El que exista una tensión entre ambos conceptos no significa que sean antagónicos.5

La respuesta que se dé al problema del hombre debe corresponder al planteamiento de la cuestión. La respuesta que se espera depende, en cierto modo, de los términos del problema. Nuestro problema es determinar la esencia y estructura del ser del hombre en su integridad y unidad. El hacer del hombre nos interesa, sobre todo, porque nos lleva a su ser, al sentido de su existencia -individual, histórica y social-, a su relación con la realidad última metafísica, a su puesto en el cosmos.

Es preciso tomar contacto con la realidad del hombre que se nos ofrece en la vida activa. Estas manifestaciones espirituales o culturales humanas tengo que referirlas a un contexto efectivo, mediante un sistema de categorías interpretativas. Hay muchas cosas que tienen relación con el hombre, pero que no son el hombre mismo. A nosotros nos interesa tan sólo su mismidad, aunque tengamos que estudiarla en su concreción circunstancial. Y como esta concreción circunstancial es inagotable, sin fondo, nuestro análisis intelectual sobre el ser del hombre no agotará nunca el tema.



  —30→  

ArribaAbajo2. Objetividad y subjetividad

Si es verdad que el conocimiento puro, objetivo e impersonal es fin propio de la filosofía y de la ciencia en general, no es menos cierto que las ideas nacen y viven en el hombre, nutridas con el calor vital de su alma y arraigadas en el campo vario y cambiante de su personalidad. La filosofía deshumanizada -estéril fruto que no satisface-, aunque sea exacta y noticiosa, es fría y desapacible como una estrellada noche de invierno. La objetividad sólo tiene sentido para la subjetividad. Si suprimimos a la palabra «subjetivo» todo sentido psicológico y empírico y volvemos a su originaria acepción, podríamos afirmar, con toda certeza, que la filosofía se halla al servicio de la «subjetividad». Y subjetividad no quiere decir subjetivismo. No es mi arbitrio el que dicta las mudanzas del mundo, ni la objetividad puede estar sujeta a las eventuales modificaciones de mi situación natural. Mi mundo es una parte del mundo, henchida de profundidades y de misterios: aquella parte del mundo que soy capaz de percibir con la mirada de mis ojos y con la visión de mi espíritu. Como sujeto soy irreductible a toda explicación. El Dios motor de la filosofía sólo abstractamente es mi Dios. Para mí hay un Tú absoluto ante el cual yo soy yo.

La objetivación del hombre siempre deja escapar entre sus mallas los estratos más profundos de la libertad que le hace ser humano. La esencia «animal racional», o mejor aún, «animal espiritual», define el minimum requerido para formar parte de la especie humana sin prejuzgar nada de lo que será tal o cual hombre. Después de aceptar la definición tradicional del hombre, debemos vivificarla, desarrollando las conclusiones concretas para nuestra vida y nuestra cosmovisión. La realidad más profunda no la puedo captar silogísticamente, ni la puedo contemplar o pensar, por la sencilla razón de que no es objetiva. Esa realidad sólo la puedo vivir, aprehender personalmente en una experiencia singular e intransferible.

Para dar una respuesta total al problema de la vida es preciso sobrepasar una filosofía a base de pura razón. Se precisa buscar el encuentro de la filosofía con la vida aprovechando, en orden a la verdad, las vivencias existenciales. No se puede prescindir de la razón pura, porque sin ella las   —31→   vivencias existenciales no se podrían constituir en filosofía. Pero tampoco se puede prescindir del contacto existencial amoroso si no se quiere caer en una filosofía deshumanizada. Objetividad y subjetividad son indispensables al filosofar. Cuando se separa la osamenta de la carne se tiene una masa informe; cuando se separa la carne de los huesos queda un esqueleto.

Sobre las vivencias, con todo su calor vital, puede operar la mente a posteriori dándoles una explicación racional y derivando de ellas las conclusiones debidas. Si nos evadimos de la razón en la experiencia existencial pura es para volver después a ella en busca de una explicación lógica, válida universalmente.

La gran revolución del existencialismo en filosofía estriba, como lo ha visto certeramente el padre Juan Luis Segundo S.J., en la afirmación de «que el fin del conocimiento humano, proveniente de su misma naturaleza, no es captar la esencia de las cosas como si estuvieran aisladas en un vacío infinito, sino en su destinación esencial a complementar la existencia del hombre mediante el contacto existencial».6

Y ahora viene este otro problema: ¿Es el lenguaje un fiel instrumento de expresión para la filosofía? ¿Habrá correspondencia entre la vivencia existencial y el concepto, y entre éste y la palabra? Empecemos por decir, con Bergson, que la realidad desborda infinitamente los esquemas intelectuales forjados para apresarla, como el poema trasciende al texto encargado de contenerlo. La existencia es medularmente inquieta, móvil, huidiza, frágil. La palabra congela el fluir de mis experiencias vitales y detiene la vida de mis pensamientos en un conjunto de fórmulas estereotipadas capaz de producir errores crasos. Todo esto es cierto, pero en determinado sentido inútil, porque el filósofo no puede prescindir de la palabra. El pensamiento sin palabras carecería de apoyo y no podría organizarse y progresar hasta constituirse en saber sistemático. Sin el sostén de la palabra no habría tampoco comunicación entre los hombres.

El lenguaje de una antroposofía metafísica se presta para mostrar la íntima alianza de vida y pensamiento. El nus de los griegos no era sólo la razón raciocinante de la filosofía moderna. Había mucho más: intuición, sentido estético,   —32→   emotividad... Todo ello presidido por la inteligencia. Nuestro integralismo metafísico existencial lejos de ser un examen frío de las teorías es la historia viviente de un alma angustiada por la inquietud de su destino, que busca claridad a través de los conceptos.

Con un desprecio olímpico para la calidad estética de la prosa, Edmundo Husserl decía que «la elegancia es asunto de sastres y zapateros» que no debe preocupar al filósofo. Preocuparlo no; pero rehuirla tampoco. «En unos casos convendrá -como afirma Eugenio Pucciarelli- la designación directa, y en otros será menester valerse de expresiones metafóricas, figuradas, indirectas, apelar a la capacidad de sugestión de las palabras, rozar los límites de la poesía o de la mística». Creemos, no obstante, que el uso de las metáforas y de las expresiones debe ser la excepción, que sólo se justificará en el caso de ausencia de conceptos precisos. La imagen, adherida a lo sensible, tributaría de lo concreto, es un obstáculo para la expresión cabal del pensamiento que, por la índole de los objetos a que alude, se sustrae a toda representación. La filosofía es un saber riguroso a base de conceptos. Y los conceptos, si son verdaderos, siguen al ser de las cosas.

La intuición intelectual del ser con su primera ley, el principio de contradicción, es la raíz de todo conocimiento metafísico. A diferencia de las diversas ciencias antropológicas, la antroposofía tiene por objeto al ser humano en cuanto ser humano, su objeto es el acto mismo de existir. Pero la existencia es siempre la existencia de un sujeto, de una capacidad de existir. Por consiguiente, el concepto de existencia no puede ser separado del concepto de esencia.




ArribaAbajo3. El estudio del hombre como un todo unitario

La antroposofía es una ciencia fundamental que señala las líneas directivas a las otras ciencias que estudian aspectos parciales del ser humano. Trátase de una disciplina de reciente creación que ya no se satisface con ideas fragmentarias acerca del hombre, sino que lo estudia como un todo unitario. Esto significa haber tomado conciencia directa de que al hombre no se le puede comprender por secciones o compartimientos, sino aprehendiéndolo como una Gestalt.

A más de ciencia fundamental, la antroposofía es ciencia   —33→   vital, en el sentido de que a todos nos importa conocer la esencia del hombre, para estar en aptitud de comprender nuestros problemas personales que están envueltos en la esencia del homo humanus. Necesitamos conocernos para actuar y para dirigirnos hacia el destino que nos está reservado. Todo filosofar es, en cierto sentido, antropocéntrico y egocéntrico (no egoísta). De ahí la divisa de Ismael Quiles: «A los “primeros principios” y a Dios mismo por el hombre”». En otras palabras: «el hombre es el centro y el objeto último de la filosofía. Evidentemente que en el orden de la excelencia, Dios la tiene infinita y el hombre la tiene limitada; evidentemente que en el orden de la dependencia primero es Dios y después el hombre, que depende en su existir de aquél. Pero en el orden de la investigación filosófica lo más principal y lo más importante para la filosofía humana es el hombre, a la vez el punto de partida de la filosofía y término final donde ella descansa plenamente».7

Mi conciencia me revela mi ser. Existo y sé que existo. Y este mi existir está ubicado en el mundo, en medio de otras existencias; transcurre fluidamente en el tiempo. Mi impulso vital se siente detenido o moderado por un conjunto de presiones y de resistencias. Este sentir y pensar mi concreta existencia es el punto de partida de una fenomenología del existir. ¿Qué es la existencia humana? No puedo contestar a esta pregunta. Se definen las esencias; las existencias se comprueban o se viven. Soy un ser con posibilidades. La transitividad de mi ser humano me impide decir de una manera absoluta y exacta: «esto soy». Pero puedo decir, sin embargo, «esto quiero ser» y «esto puedo ser». No me agoto con ser «aquí» y «ahora»; avanzo hacia la lejanía, me alejo de mi ser actual en busca de un ser futuro y posible. Para ello tengo que elegir, a cada momento, el ser que quiero ser: mi persona ideal. La elección se da dentro de un marco limitado de posibilidades. Pero las posibilidades surgen, como observó Kierkegaard, gracias a que el hombre es una posibilidad fundamental. Por eso tengo que cuidarme de mi ser, soy cuidado. Vivo en riesgo constante y en deficiencia perpetua. Soy un punto de vista sobre el mundo que puede llegar, por experiencia y raciocinio, a la objetividad. Mi cuerpo me individualiza y me sitúa. Soy un ser encarnado.   —34→   La distentio de mi alma es mi tiempo. Mi tiempo y mi época me delimitan como ser finito. Al temporalizarse, este ser finito se hace histórico. Hubo un momento en que no fui y habrá otro momento en que no seré, por lo menos como actualmente soy. La muerte está en mis entrañas. Soy un cadáver en potencia. Hasta aquí los principales axiomas de la antroposofía, obtenidos por vía fenomenológica.

La antropología filosófica o antroposofía es un conocimiento supra-empírico y supra-histórico que estudia la estructura esencial del ser humano en todos sus estratos. Aunque el hombre esté lleno de misterio para el hombre, no es puro misterio. La razón puede explicar mucho, pero no lo puede explicar todo. Ni racionalismo ni escepticismo. El racionalismo tropezará, a la postre, con el obstáculo insalvable de que estamos sumergidos dentro de la realidad humana -la cual nos hemos creado-, con medios limitados de conocer y con una posición relativa o contingente. El escepticismo afirma, contradictoriamente, la imposibilidad de conocer la verdad sobre el hombre, y esta afirmación pretende ser ella misma verdadera. Por lo demás, un escepticismo vital que se mantenga flotante en la abstención de todo juicio, sin arraigar en convicciones, es incompatible con la vida humana que es ocupación, afirmación del ser, faena poética.

Espíritu y cuerpo -estratos del hombre- son causas formal y material en el todo del ente humano. «De esta manera -como expresa Alejandro Willwoll- todo el hombre es una unidad de ser y un todo intencional; pero, sin embargo, un todo que no tiene en todo y simplemente la primacía respecto de cada parte. Lo espiritual es el principio formal del todo, fuente de la vida en todo el hombre, y presta (a todas las otras partes o) a todo lo demás el sentido último perfecto».8 Es sobre todo con el espíritu con el que transitamos intencionalmente hacia una gran plenitud de sentido meta-vital, hacia la madurez de nuestro ser personal.





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ArribaAbajo- II -

Esencia y existencia


1. La peculiar distinción entre la esencia y la existencia.- 2. Existencialismo y esencialismo.



ArribaAbajo1. La peculiar distinción entre la esencia y la existencia

Que nosotros distinguimos entre la esencia (essentia) y la existencia (esse) de las cosas es indudable: en cuanto concebimos el objeto como realizado (acto), concebimos la existencia, y en cuanto concebimos una determinación que constituye o puede constituir al objeto (potencia) en tal o cual especie, concebimos la esencia. La idea de existencia nos representa la realidad pura, el supra-inteligible o fuente de los inteligibles; la idea de esencia nos ofrece la determinación de esta realidad.

La esencia es aquello que constituye el ser en su propia especie, o aquello por lo que el ser es lo que es. Por el estado en que se encuentra puede ser actual o meramente posible, según que esté realizada o por realizar. Por razón del orden considerado, la esencia puede ser: a) física, que es la que comprende todo aquello sin lo cual una cosa no puede existir; b) metafísica, que es la que comprende todo aquello sin lo cual no se puede concebir una cosa.

Por la existencia, sistit extra nihil, el ser se encuentra fuera de la nada. Consiguientemente, la existencia es «aquello por lo cual un ser se pone en acto formal e intrínsecamente fuera de la nada, y, si es creado, fuera de la mera posibilidad y de la potencia de sus causas».

Si prescindimos de la existencia de este hombre concreto, y aun del hombre, aún es posible concebir la esencia del hombre; pero el problema no está en si distinguimos entre lo humano como esencia y la existencia del hombre, sino en aclarar si hay una distinción real entre su esencia propia y su misma existencia.

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Podría pensarse que puesto que las esencias de todas las cosas están en Dios, se distinguen de las existencias finitas. Pero, si se profundiza más en la cuestión, se verá que cuando las cosas existen en Dios no son nada distinto de Dios; las esencias representadas en la mente divina, no dejan de hallarse en la divinidad.

No se da una existencia real que no lo sea de una esencia, ni una esencia real que no sea existente; mientras haya esencia habrá también existencia; si la esencia falta, faltará también la existencia. Con todo, en el plano de lo real no es perfecta la coincidencia de la esencia con la existencia, desde el momento -y aquí estriba sobre todo la distinción- que de una misma esencia genérica y específica se da una serie de realizaciones más o menos limitadas y diversificadas en otros tantos individuos existentes. Nosotros pensamos, con el Dr. Zaragüeta Bengoechea, que «entre la esencia y la existencia de los seres creados se da una distinción que en vano (a juzgar por lo interminable de tal controversia) se ha pretendido caracterizar como “real” o “de razón”: es una distinción sui generis, peculiar de este caso y no reductible a otros... Fácilmente damos en imaginar que, cuando se produce un ser real, su esencia antes ideal ha venido a “unirse” con una existencia, que a su vez ha sido “recibida” en aquélla, dando lugar a un “compuesto” de ambas; al revés de cuando se destruye un ser real, en el que suponemos una especie de retorno de su esencia, separada ya de la existencia, al mundo ideal de los posibles. Al reducir toda esa imaginación a conceptos racionales, resulta claro que todo ser real se produce o destruye de una vez, como una esencia existente, subsistiendo siempre intacto en un plano de idealidad».9

Algunos escolásticos han sostenido que el ser cuya esencia fuese lo mismo que su existencia sería infinito y absolutamente inmutable, a causa de que, siendo la existencia lo último en la línea de ente o de acto, dicho ser no podría recibir cosa alguna. Ya Balmes escribía en el siglo pasado que esta dificultad se funda en el sentido equívoco de las palabras. ¿Qué se entiende por último en la línea de ente o de acto? Si se quiere significar que a la esencia identificada con la existencia nada le puede sobrevenir, se comete petición de principio, pues se afirma lo que se ha de probar.   —37→   Si se entiende que la existencia es lo último en la línea de ente o de acto, en tal sentido que, puesta ella, nada falte para que las cosas cuya es la existencia sean realmente existentes, se afirma una verdad indudable, pero de ella no se infiere lo que se intentaba demostrar.10

Salta a la vida que Dios, puesto que es ens a se, ser necesario y, en cuanto acto puro, ser absoluto por su propia esencia, no puede tener de otro la existencia; la esencia y la existencia no pueden en modo alguno ser realmente diversas. En esto están todos de acuerdo.

Pero el sentido del «no ser» en los seres creados será distinto según se refiera a la esencia o a la existencia. En el plano de las esencias no hay otro «no-ser» que lo contradictorio; en tanto que en el plano de las existencias el «no-ser» es todo lo no real: seres posibles, seres quiméricos y seres ficticios.




ArribaAbajo2. Existencialismo y esencialismo

La existencia, la intuición del ser existencial, tiene la primacía sobre la esencia, como el acto precede a la potencia. Pero eso no significa que se destruyan o supriman las esencias. Todo lo contrario, la existencia implica las esencias o naturalezas y con ello salva la inteligibilidad. Porque existencias sin esencias es algo impensable y por ende imposible. Es preciso ir, como Santo Tomás de Aquino, por la inteligencia a la existencia.

Para el pensamiento, la existencia empírica se presenta como un hecho bruto, no susceptible de más o de menos. El ser finito existe o no existe. El pensamiento se establece desde luego en las esencias, que ya nunca abandona. Pero el hecho es que las existencias continúan en el ser aunque se haya hecho abstracción de ellas. «Lo que hace tan difícil el problema, y acaso hasta insoluble bajo la forma en que se lo plantea -ha observado agudamente Etienne Gilson- es que de estas dos nociones, la única conceptualizable deriva de la que no se deja conceptualizar».11 Si hay que recurrir   —38→   a la existencia para decir que el ser es lo que «es» ¿a qué recurrir para definir la existencia misma? Menester es no retroceder ante esta afirmación: la ontología y toda la filosofía penden de un algo inconcebible, inconceptuable: la existencia. Es preciso que la razón se resigne a no poder conceptualizar, a no poder captar, todos los elementos constitutivos de lo real. Más aun, este algo inapresable tendrá la primacía en toda investigación. La metafísica del ser no puede reducirse nunca a una ontología de la esencia. Sin la existencia, no se podría ni siquiera plantear el problema de la inteligibilidad del ser. «De hecho, el único “más-allá” de la esencia en que se pueda pensar, sin verse obligado a ponerlo o afirmarlo como radicalmente extraño a la misma esencia -apunta Gilson- es la existencia. Para aceptar lo real en su integridad preciso es, pues, concebir al ser, en el sentido pleno de este término, como la comunidad de la esencia y de la existencia, tanto que no haya ningún ser real, en el orden de nuestra experiencia, que no sea una esencia actualmente existente y un existente concebible por la esencia que lo define».12 Esto no es sino volver a la sana tradición metafísica (Platón-Plotino-Escoto-Erígena) que incluye en el ser la manifestación primera e inmediata de eso que Gilson llama «un más-allá de la esencia, que revela sin agotarla».

Primacía de la existencia sobre la esencia, en la estructura del ser real, no significa primacía de la existencia sobre el ser, sino en el ser y sobre la esencia. El acto de existir fecunda, vivifica, por así decirlo, a la esencia.

La existencia pura, separada de la esencia que actualiza hic et nunc, no puede dar razón, ni de su origen, ni de su más íntima contextura. La esencia sin la existencia no se puede considerar sino como un ser que todavía no ha recibido la existencia -candidato a ser existencial-, o como un ser que ha perdido la existencia, que ha sufrido -si se me permite la expresión- una capitis diminutio.

Los existencialistas han acabado por identificar con el ser algo que no es sino uno de sus modos: el Dasein humano. Y acaso diga bien quien diga que todos los fracasos de la metafísica provienen de haber los metafísicos sustituido el ser, y tomado como primer principio de su ciencia uno de los aspectos particulares del ser estudiados por las diversas ciencias de la naturaleza.

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La existencia como tal es una realidad primaria que no se deja encajonar en conceptos. La esencia en cambio (aquello por lo que una cosa es lo que es y se distingue de las demás) refleja lo que en un ser hay de inteligible. La existencia -aun la misma de los existencialistas- se muestra incorporada o realizada en las cosas existentes: este hombre, esta ciudad, aquella colina... Pero aunque la filosofía enfoque y dilucide más la esencia que la existencia, de aquí no cabe concluir -como lo hace Sabino Alonso Fueyo- que «importa, sobre todo, más que el hecho de ser, lo que se es; una existencia que corresponde a nuestra naturaleza»; y mucho menos afirmar «la primacía de la esencia sobre la existencia». Una aseveración como ésta no puede admitirse, a menos que se niegue la primacía ontológica del acto sobre la potencia.

Sirviéndose de una imagen, Miguel Federico Sciacca ha llamado al esencialismo la filosofía del molde universal, o de la forma eterna; y, al existencialismo, la filosofía de la impresión particular, diversa de todas las demás, irrepetible. Así considerado, el existencialismo es la última rebelión contra el pensamiento especulativo. En este sentido puede llegar únicamente a una descripción fenomenológica del existir, pero nunca a una filosofía que es discurso sobre el ser. El existencialismo espurio pretende entronizar la primacía de la existencia bruta sobre los despojos de las esencias (posibilidades, proyectos). Pero filosofía había sido hasta ahora -y tendrá que seguir siendo- captura e inquisición de esencias. En y por las esencias, el hombre -ser inteligente- puede aproximarse al ser de la vida. Si las cosas son lo que son, es porque tienen una peculiar consistencia. La inteligibilidad es inseparable del ser; y si de algún existencialismo auténtico cabe hablar, éste tendrá que ser de tipo racional...

Se nos ha dicho que el hombre no tiene esencia, sino historia. Pero la historia sólo podrá decirnos lo que le acaece al hombre, pero nunca lo que el hombre es. Porque una cosa es describir lo que hace un ser y otra cosa es aprehender y expresar su esencia. Lo que hace el hombre no lo hace porque sí -la gratuidad perfecta es imposible- sino que tiene una específica intencionalidad. Toda existencia tiene sentido, mejor dicho es creadora de sentido. Y si alguna vez falta este sentido se produce la angustia, que es siempre tardía, derivada, momentánea, provisional.

No hay que olvidar que la verdad es posterior al ser de las   —40→   cosas (veritas sequitar esse rerum); que lo primero que nos dan los sentidos son las existencias y que el juicio tiene una última función existencial.

Reducir la existencia a «posibilidad», a indeterminación absoluta, es disolverla en la nada, es proclamar el naufragio de la razón y el fracaso de la metafísica. Pero la existencia, concebida sin la esencia, es inexistente. Esencia y existencia son ontológicamente inescindibles. El ser es una síntesis de esencia y existencia. Usar el nombre de «existencialismo» para negar las esencias es fraude y es usurpación.

Lo existente es el ser real determinado -acto de existir- y no lo puramente particular. Trátase de un universal existente que permanece en sus mutaciones. El ente puede existir por sí (Dios) o por otros (seres finitos). La intuición intelectual desexistencializa el ser de lo perecedero y cambiante en que vive -realidad heraclítea- y lo torna eidético, espiritual, inteligible. La inteligencia penetra en el seno fecundo del ser, encontrándose con su bivalencia: esencia-existencia. No se trata, en manera alguna, de una división adecuada sino de una perfección entitativa. Sin esencia no hay ser. Pero una existencia que no sea de algo no se puede dar. Hablar de la existencia es caer en vacua habladuría.

La univocidad no resuelve el problema del grado y la necesidad del carácter existencial en la esencia del ser metafísico. Sólo la analogía apunta una solución.

Dice la fórmula clásica: «el ser es lo que existe o puede existir». Y comenta un filósofo contemporáneo: «El existir, si no está inviscerado en el ser, sí que ha de estar aludido, porque es ininteligible una esencia que no pueda ser, aunque no es de difícil comprensión una esencia que pueda no ser. Pero el poder-no-ser, el ser y el poder-ser, alguna referencia al ser importan; como también el no-poder-ser», dice Muñoz Alonso.

La antroposofía metafísica se plantea el problema de la «consistencia» de la existencia humana. Una estructura -la humana- se manifiesta en la experiencia mudable y en devenir. Esta estructura o esencia se consolida, por así decirlo, con el existir. Yo «encarno», como sujeto, una esencia que no agoto. Sin un fundamento teológico, inicial y final, mi existir concreto no encuentra solución. Mi ser está hecho por y para ese Ser cuya positividad absoluta remedia mi positividad limitada. Sobre esta base, mi consistir resiste   —41→   el tiempo que pasa y persiste hacia su fin, en estado perfectible. Mi incompletud reclama lo completo.

No partimos de la pura razón; partimos del hombre real con todas sus implicaciones. Por el acto de existir de este hombre real se hace posible aprehender lo supremo inteligible: la esencia. Y en la esencia existente de este hombre real vemos que no es posible que se funde por sí mismo. El hombre busca, en todos los casos, un fundamento, un completamiento, una estabilidad que le faltan; busca el Ser supremo. Está implantado en el ser, existiendo, trascendiendo para ser. Pero si bien es cierto que en el plano gnoseológico busca ese fundamento, en el plano metafísico está vinculado (atado) a la vida y en última instancia, a lo que hace que haya vida. (Éste es el sentido de la doctrina zubiriana de la religación). Adviértase que no se trata de ningún ontologismo. El ens fundamentale no está patente «tal como es en sí», sino como «fundamentante». Se trata de que nos está fundamentando. Fundamento -raíz y apoyo a la vez- es la causa de que «estamos siendo». Por eso nuestra persona es -para decirlo en términos de la primitiva filosofía franciscana-, relación, principium originale. Más allá de las vicisitudes de mi existencia -rectificaciones, arrepentimientos, conversiones- está mi persona. Porque todas esas vicisitudes son mías, puedo decir que estoy sobre ellas, como un sujeto relativamente absoluto. Los esclarecimientos que obtengo sobre mí mismo me comprometen en un modo de ser: tarea privativamente personal.





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