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ArribaAbajoCapítulo VIII

Vocación y trayectoria de Sancho


1.- Vocación íntima de Sancho. 2.- Sancho labriego, receptivo y mediador. 3.- Proyección de Don Quijote en Sancho.


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Vocación íntima de Sancho


«Don Quijote era el espíritu. Sancho era la materia cargada de amor, como si estuviera cargada de una potencia magnética, y gracias a esa potencia magnética pudo Sancho ganar la santificación mítica. El mito de Sancho es la glorificación de la carne por el amor».


Álvaro Fernández Suárez                


Hay quienes ven en Sancho una expresión incompleta y vulgar del buen sentido prosaico. Trataríase de una personificación de la tendencia realista grosera y utilitaria; de un caso de la denominada sabiduría popular con ese sabor sabidero, evidenciado en ese gusto por los refranes rimados o asonantados, que no repara en el sentido. Cide Hamete Benengeli, el supuesto historiador arábigo, lo describe corto de talle, largo de zancas, de barriga grande y con fama de tragón.

¿Por qué escogió Don Quijote a Sancho? Aunque Cervantes no se detenga para explicarnos los motivos,   —115→   bien podemos suponer que el hidalgo vio en el labriego una bondad y una simplicidad de muy alto valor. Debió presentir que le aguardaba un destino común con Sancho. Tal vez esa honrada y bondadosa condición de su futuro escudero -y esa sencillez, sobre todo- le conmovieron íntimamente y le hicieron adivinar ocultas virtudes en Sancho, aun antes de hablarle de aventuras y caballerías. «En este tiempo solicitó Don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien (si es que este título se puede dar al que es pobre), pero de muy poca sal en la mollera. En resolución: tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó a salirse con él y servirle de escudero»47.

¡No! No era tonto Sancho, sino sencillo, crédulo. Astucia no le faltaba cuando era menester, y siempre estuvo «dotado de saviduría radical, de raíz; sabiduría no de sabio, sino de savio», advierte Fernández Suárez.

En Sancho había -¡qué duda cabe!- una vocación íntima, una atracción, un impulso, una adivinación que le llevaron a seguir a un caballero andante capaz de grandes hazañas y valerosos hechos. Pero había también -no menos cierto- una buena dosis de codicia y de ambición burguesa. El mismo Cervantes debió tener una noción muy oscura de las posibilidades de quijotizar a Sancho. Un labrador pobre, leal y algo simplote, llevaba el germen -con toda la preñez de sus posibilidades- de un compañero de aventuras de Don Quijote. A medida que Sancho se va desplegando, a medida que se va imponiendo de su singular e histórico papel, nos llena de asombro. Aunque siempre combate a la defensiva y por algo tangible -no por abstracciones-, valor no le falta. Bástenos recordar su denodado esfuerzo al   —116→   embestir a los bárbaros yangüeses en defensa de Rocinante, o su lucha con Cardenio, el loco enamorado que atacó sorpresivamente a Don Quijote. Contra el cabrero -otro loco de amor- sale Sancho, en defensa de su amo, con verdadera decisión viril.

En el gobierno de la ínsula Barataria probó Sancho una prudencia política exenta de erudición, pero no de sabiduría equilibrada.

El humanismo de Sancho, hecho de tolerancia, de amistad, de respeto socrático a las leyes, de lealtad a su nación, acaba por ganarnos definitivamente. Ahí está ese episodio del encuentro con Ricote -el morisco expulsado- probándonos elocuentemente esa humana tolerancia sanchopancesca. Niégase Sancho a ayudar a Ricote en su empresa de sacar el tesoro fuera del país, aunque le hubiera reportado pingües ganancias. «-Yo lo hiciera, pero no soy nada codicioso, que a serlo, un oficio dejé yo esta mañana de las manos donde pudiera hacer las paredes de mi casa de oro y comer antes de seis meses en platos de plata, y así, por esto como por parecerme, haría traición al Rey, al dar favor a sus enemigos, no fuera contigo si, como me prometes doscientos ducados, me dieras aquí de contado cuatrocientos». Aun así, Sancho tranquiliza a su vecino Ricote diciéndole que no le descubrirá: «Por mi no serás descubierto, y prosigue en buen hora tu camino»48.

La veneración hacia Don Quijote aumenta en Sancho con el transcurso del tiempo. Tal vez nunca llegue a entenderla en plenitud, pero presiente en él un ideal superior, una verdad situada más allá de las locuras. Con tal de restituir a Don Quijote el ánimo perdido, está dispuesto a hacerse cualquier cosa. Le admira por sus altas virtudes y por su vasto y fino saber. Le respetaba, con unción, por los hechos   —117→   insólitos que le veía realizar. Se ha dicho -y no se carece de razón- que en Sancho había un mérito maternal. Guardián del caballero en sus pasos terrenales, recurría, en ocasiones, a «un tienes razón para que te calles, junto con cierta burla piadosa». Aun queriendo y admirando a su amo, en ciertos momentos llegó a burlarse de él y hasta ponerle la mano, aunque fuera sólo para sujetarlo... Con todo, hay una lealtad fundamental de Sancho para Don Quijote.

Ante el lecho de muerte de Don Quijote, Sancho quijotizado saltando por encima de sus dudas, de sus burlas, de sus socarronerías, exclama vivamente conmovido: «No se muera, señor mío, que quizás tras alguna mata hallemos a la señora Dulcinea desencantada que no hay más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser vencedor mañana»49. ¡Estupenda explosión de fe quijotesca! Bien dice Menéndez y Pelayo que Sancho no es solamente el coro humorístico que acompaña a la tragicomedia humana; es algo mayor y mejor que esto, es un espíritu redimido y purificado del fango de la materia por Don Quijote: es el primero y mayor triunfo del ingenioso hidalgo, es la estatua moral que van labrando sus manos en materia tosca y rudísima, a la cual comunica el soplo de la inmortalidad.



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Sancho labriego, receptivo y mediador


Sancho es siempre el mismo: simple y astuto, ansioso y desinteresado, crédulo e inquiridor, anhelando la tranquilidad y huyendo de ella, un gusano en el polvo y un águila en las alturas celestes.


J. Bickermann                


En vez de llamar a Don Quijote «idealista» y a Sancho «realista» -tipos que no convienen en exclusiva a ninguno de los dos personajes-, convendría comprenderlos y valorarlos como seres activos que se van desarrollando a nuestra vista, al compás de incitaciones exteriores e interiores. En tanto que la voluntad de Don Quijote es proyectiva, la voluntad de Sancho es receptiva. «El uno -observa Américo Castro- prefiere cuanto conviene a su programa, encauza el mundo por las vías que él previamente se ha trazado y forja a Dulcinea desde el fondo de su capacidad creadora, lo mismo que el bálsamo de Fierabrás. El otro va encajando su vivir receptivo en las demandas que le salen al encuentro, sean materiales o ideales; se deja afectar, diríamos hoy, por el ‘espíritu objetivado’, mientras que Don Quijote sería ‘espíritu objetivante’, y en torno a el todo se quijotiza. El uno inventa riesgos; el otro los padece, o los evita si puede»50. Sancho reacciona de muy diversas maneras, según el tenor de las circunstancias. Lo que no hace es crear e inventarse el curso de su vida. Cuándo la ocasión es propicia encarnará la función de un buen juez. Y si cree que le llevan por los aires sabrá reflexionar hondamente   —119→   sobre la pequeñez de los afanes que mueven a los habitantes de la tierra. Todo depende del momento. Alguien ha dicho alguna vez -y apenas sí se ha reparado en el alcance de la afirmación- que Sancho es medularmente un labriego. Dígalo sino su amor al terruño, su sobriedad, el afecto que siente por el Rucio, del cual se preocupa casi tanto como de sí mismo; su sabiduría tradicional y refranesca, sus arraigadas convicciones religiosas -gravedad de su conciencia y preocupación por la salvación de su alma-, su avaricia, su simpleza, su resignación y credulidad...

¿Por qué esa humildad de Sancho? El que año tras año surca la misma tierra -podría responder un psicólogo- y sabe que la cosecha depende de los elementos contra los cuales nada pueden los hombres, no se siente con grandes pretensiones ni valúa en mucho sus fuerzas.

En las aldeas se adquieren creencias, costumbres, usos y refranes de los padres y abuelos que llevan a una vida cuyo repertorio es relativamente fijo y sencillo. Saben los aldeanos que más allá de su caserío se abre un mundo extenso y abigarrado que encierra inmensas posibilidades y grandezas. ¿Qué de raro tiene entonces que Sancho creyese las fantasías y las promesas de su culto amo?

También se explica la avaricia de Sancho. El campesino no suelta, sino con gran dificultad, el dinero que ha ido ganando poco a poco y fatigosamente. Por eso el labriego manchego se agarra vorazmente a la bolsa de ducados y hace grandes esfuerzos por convencer a su señor que no persiga al hombre que pudiera resultar el propietario de la bolsa. Es el mismo quien confiesa, al escudero del Caballero del Bosque, su codicia: «ruego yo a Dios me saque de pecado mortal, que lo mismo será si me saca de este peligroso oficio de escudero, en el cual he incurrido   —120→   segunda vez, cebado y engañado de una bolsa de cien ducados, que me hallé un día en el corazón de Sierra Morena, y el diablo me pone ante los ojos aquí, allí, acá no, sino acullá, un talento lleno de doblones, que me parece que a cada paso le toco con la mano, y me abrazo con él, y lo llevo a mi casa, y echo censos, y fundo rentas» (II, 13). Sin embargo, la tentación del dinero y del poder es siempre vencida por esa virtud de fidelidad a su amo: «Y si mi señor Don Quijote, obligado de mis muchos y buenos servicios -dícele al Bachiller Carrasco, antes de la tercer salida-, quisiera darme alguna ínsula de las muchas que su merced dice que se ha de topar por ahí, recibiré mucha merced en ello; y cuando no me la diere, nacido soy, y no ha de vivir el hombre en hoto sino de Dios; y más, que tan bien, y aún quizás mejor, me sabrá el pan desgobernado que siendo gobernador; ¿y se yo por ventura si en esos gobiernos me tiene aparejada el diablo alguna zancadilla donde tropiece y caiga y me haga las muelas? Sancho nací y Sancho pienso morir». Y es lo cierto que sigue siempre fiel a Don Quijote aunque le peguen, le sacudan, pase hambre, sufra otras muchas incomodidades y pierda la ínsula.

Tal vez acierten quienes digan que algo hay en Sancho -en su psicología, claro está- de femenino. Es locuaz, curioso, de corazón mollizo, llorón y propenso a enfadarse y encapricharse fácilmente. Aun la atracción que sobre el ejerce el poder es a manera de golosina magnífica: «Venga esa ínsula, que yo pugnaré por ser tal gobernador que, a pesar de bellacos, me vaya al cielo; y esto no es por codicia que yo tenga que salir de mis casillas ni de levantarme a mayores, sino por el deseo que tengo de probar a qué sabe el ser gobernador».

Sancho es el hombre-pueblo que encuentra satisfacción en seguir a un verdadero adalid y reformador   —121→   del mundo. Tanto admira a Don Quijote que sueña con sus mismos sueños y llega a hablar en el mismo estilo. No tan sólo es el compañero y amigo de Don Quijote, sino su confidente y mediador. Entre la gente, a veces buena, y el solemne caballero de los ideales góticos, Sancho suaviza los contrastes. «Para que Sancho pudiera desempeñar este papel tan importante -apunta Joseph Bickermann- tenía que ser él mismo una especie de Don Quijote, y al mismo tiempo no serlo, porque de otro modo no serviría como vínculo intermediario»51. Lo que no parece tener fundamento es ese paralelo que Bickermann pretende establecer entre Sancho y Mefistófeles. El escudero -figura tonificante y reactiva- es como un reflejo o proyección de Don Quijote que con él acaba por formar comunidad. Discípulo y seguidor del caballero de los mundos imaginarios, no deja por ello de ver las cosas -la mayoría de las veces- como son. Es su constante camarada, su adlátere, su contrafigura, pero nunca su «alter ego». Tiene clara conciencia de ser persona: «no hay tanta diferencia de mí a mi amo, que a él le laven con agua de ángeles y a mí con lejía de diablos» (II, 32).

No carece Sancho, como interpretaciones superficiales nos han querido hacer creer, de espiritualidad. Montado sobre Clavileño; en aquella encantada ascensión, se despierta en él un incontenible deseo de lo sobrenatural: «Después que bajé del cielo, y después que desde su alta cumbre miré la tierra y la vi tan pequeña, se templó en mí la gana que tenía tan grande de ser gobernador; porque, ¿qué grandeza es mandar en un grano de mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres tamaños como avellanas, que, a mi parecer, no había más en toda la tierra? Si vuestra señoría fuese servido   —122→   de darme una tantita parte del cielo, aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor ínsula del mundo» (II, 42). ¡Qué magnífica perspectiva la de Sancho y qué honda sensatez la de sus reflexiones! No tiene apoyo en el texto, ni mucho menos en el contexto, decir, como lo dice Américo Castro, que «Sancho se expresa aquí como un personaje lucianesco, y el cielo de que habla es el firmamento, meta codiciada para desilusionados o escépticos desde que los Diálogos de Luciano de Samosata fueron accesibles para los humanistas del Renacimiento»52. Bástenos recordar que Sancho es un fiel católico -así lo proclama él mismo en varias ocasiones- y un auténtico labriego español con la tradicional fe de su pueblo. Al hablar de «una tantita parte del cielo, aunque no fuese más de media legua», es claro que lo hace en sentido figurado. El firmamento no es objeto de codicia. Y nada tiene el escudero de personaje lucianesco, desilusionado o escéptico.




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Proyección de Don Quijote en Sancho


Entre Don Quijote y Sancho dase una comunidad indestructible. Tal vez por eso se ha llegado a decir -y en ello hay algo de verdad- que el caballero y su escudero son partes de una misma persona real. Salvador de Madariaga ha hablado de la quijotización de Sancho y de la sanchificación de Don Quijote -afirmación esta última que no podemos aceptar-, surgida de «una interinfluencia lenta y segura que es, en su inspiración como en su desarrollo, el   —123→   mayor encanto y el más hondo acierto del libro»53. Externa e internamente Sancho se modela sobre Don Quijote. Con sencillez de labriego imita a su amo hasta en el estilo de las frases: «-Ahora digo que tienes algún familiar en ese cuerpo. Válate Dios, la mujer, y qué de cosas has ensartado unas en otras sin tener pies ni cabeza. ¿Qué tienen que ver el cascajo, los broches, los refranes y el entono con lo que yo digo? Ven acá, mentecata e ignorante...». Cuando la gloria irrumpe de pronto en la vida de Sancho, hay indicios de una nueva debilidad: «...y dice que me mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza». Inflándose de sed de honra y de inmortalidad, exclama el escudero quijotizado: «Atienda ese señor moro, o lo que es, a mirar lo que hace, que yo y mi señor le daremos tanto ripio a la mano en materia de aventuras y de sucesos diferentes que pueda componer, no sólo segunda parte, sino ciento. Debe de pensar el buen hombre sin duda que nos dormimos aquí en las pajas; pero ténganos el pie al herrar verá del que cosqueamos. Lo que yo se decir es que, si mi señor tomase mi consejo, ya habíamos de estar en esas campañas deshaciendo agravios y enderezando entuertos, como es uso y costumbre de los buenos andantes caballeros».

Sin embargo, Sancho -aun quijotizado- sigue siendo Sancho. Quiero decir que todo ese hálito caballeresco que le presta Don Quijote no hace desaparecer -del todo- la sustancia carnal, el arraigo en la tierra, la familiaridad con el pueblo. Sancho seguirá siendo apacible, vividor, empírico. Nació -sit venia verbo- hombre-pueblo y hubo de conquistar la quijotización. «Bien es verdad -nos dice- que soy algo malicioso y tengo mis ciertos asomos de bellaco; pero todo lo cubre y tapa la gran capa de la   —124→   simpleza mía, siempre natural y nunca artificiosa; y cuando otra cosa no tuviere sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente, en Dios y en todo aquello que tiene y cree la Santa Iglesia Católica Romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí y tratarme bien en sus escritos; pero, digan lo que quisieren, que desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano, aunque por verme puesto en libros y andar por ese mundo de mano en mano, no se me da un higo que digan de mí todo lo que quisieren».

Preciso es reconocer, no obstante, que la proyección de Don Quijote en Sancho hace perder a este último algo de ese su buen sentido empírico. Aunque en lo abstracto nunca llegue a tener Sancho -«costal lleno de refranes y de malicias», como le llamó Don Quijote- esa seguridad y esa madurez que había tenido siempre en lo concreto, lo cierto es que ahora le atrae todo ese mundo de ideales que su señor le hace entrever. Su sistema de valoraciones se quiebra al entrar en contacto directo con una persona que tiene por superior.

Cuando el escudero del Caballero del Bosque dice que Don Quijote es más bellaco que tonto y que valiente, Sancho, con hondo afecto y acrisolada lealtad, responde:

«...digo que no tiene nada de bellaco; antes tiene un alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna; un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día, y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga»54.

¡Conmovedoras palabras! Sancho bueno, Sancho   —125→   humilde, Sancho fiel reconoce la superioridad de su amo en conocimiento, valor, estado y tipo moral. Y este reconocimiento, lejos de acarrearle al escudero un resentimiento, le produce una limpia admiración y un sincero cariño. No todo era codicia en Sancho. Si así hubiese sido, al perder su ínsula habría abandonado a su amo. ¡Pero no! Sancho, junto al lecho de muerte del caballero, acompaña a su amo hasta el fin. Se ha llenado de fe quijotesca, de esa misma fe que le hizo escribir a don Miguel de Unamuno: «Sancho, que no ha muerto, es el heredero de tu espíritu, buen hidalgo, y esperamos tus fieles en que Sancho sienta un día que se le hincha de quijotismo el alma, que le florecen los viejos recuerdos de su vida escuderil, y vaya a tu casa y se revista de tus armaduras, que hará se las arregle a su cuerpo y talla el herrero del lugar, y saque a Rocinante de su cuadra y monte en él, y embrace lanza, la lanza con que diste libertad a los galeotes y derribaste al Caballero de los Espejos, y sin hacer caso de las voces de tu sobrina, salga al campo y vuelva a la vida de aventuras, convertido de escudero en caballero andante. Y entonces, Don Quijote mío, entonces es cuando tu espíritu se asentará en la tierra»55. Así pudo haber terminado Cervantes su obra. Y así pudo -también nos parece verosímil- iniciar un nuevo libro.

La fe de Sancho en Don Quijote -alimentada de dudas- era una fe viva, triunfante. «Y así como Don Quijote tiene que creer en Dulcinea, a fin de creer en sí mismo -observa agudamente Madariaga-, Sancho tiene que creer en Don Quijote para creer en la ínsula. De este modo la fe del caballero va a nutrir el espíritu del criado después de haber   —126→   sostenido el espíritu propio»56. ¿Acaso Don Quijote tendrá, a su vez, fe en Sancho? ¡No! Don Quijote se siente unido fraternalmente a Sancho, pero no tiene fe en él. Conoce muy bien a la persona y al mundo de su escudero, mientras que este apenas sí presiente el maravilloso y sorprendente mundo de su señor. La humanidad del buen Sancho está demasiado a la vista. El heroísmo y la incitación ideal de Don Quijote están, por el contrario, en el cielo de los mitos. No hay tal «sanchificación de Don Quijote» como lo pretende Madariaga. Existe -tal vez eso sí- una desengañada piedad de Don Quijote que le va poseyendo después de haber vivido cuanto la vida le ofreció.





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ArribaAbajoCapítulo IX

El problema de Dulcinea


1.- Don Quijote y su Dulcinea. 2.- ¿Cómo concibe Don Quijote a Dulcinea?


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Don Quijote y su Dulcinea


Dulcinea es, para Don Quijote, la objetivación de todos aquellos valores, que estaban encarnados en la dama medieval, a los que un caballero debe rendir pleitesía. Para el aumento de su honra y para mejor servir como caballero andante poetiza a una aldeana de nombre Aldonza Lorenzo. «Básteme a mí -afirma esa activa conciencia a caballo que es Don Quijote- pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta... y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo». Y aún llega a decir: «Yo imagino que todo lo que digo es así... y píntola en mi imaginación como la deseo». Pero nuevamente Cervantes construye sobre una realidad primaria. Dice el capítulo inicial del libro: «...y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado (aunque, según se entiende, ella jamás lo supo, ni se dio cata dello). Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció   —128→   ser bien, darle título de señora de sus pensamientos y buscándole nombre que no desdijese del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, nombre, a su parecer, músico y peregrino, y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto»57.

Sobre el cuerpo rústico de Aldonza Lorenzo, Don Quijote va a insuflar toda una carga de idealidad. Ha nacido, pues, Dulcinea. En ella cree Don Quijote como se cree en los ideales amados. Podemos imaginar, si queremos, que en su fuero interno empieza dudando y esforzándose por no dudar. Muy pronto triunfará en él la voluntad de creer. Sus sacrificios, las mofas de los duques, los engaños y socarronerías de Sancho son pruebas de heroísmo, al servicio de su ideal, que acrecentarán su fe.

Bien sabe el Caballero de la Triste Figura quien es Dulcinea y así se lo deja ver a Sancho cuando le cuenta la historia de la hermosa viuda, libre y rica, que se enamoró de un mozo rollizo y motilón. «Para lo que yo le quiero -había sentenciado la viuda a uno que se burlaba de la ignorancia del mozo- más sabe que Aristóteles». Llevando al plano espiritual el amor de la viuda, Don Quijote se aplicó la sentencia, transponiéndola: «Para lo que yo quiero a Dulcinea, tanto vale como la más alta princesa de la tierra».

Desde el primer momento advierte Don Quijote que va a necesitar «una dama de quien enamorarse: porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma». Y recurre a «una moza de muy buen ver de quien el un tiempo anduvo enamorado». Carmen Muñoz de Dieste observa agudamente: «se va a idealizar la mujer, pero   —129→   a partir de una femenidad sana y hermosa. Se va a idealizar el amor, pero a partir de una chispa de su ardiente realidad: el amor de un soltero entrado en años, que no se atrevió, sin duda, a manifestarlo y que ahora va a crecer, se va a manifestar con todo derecho, dentro de los cánones de la caballería»58. Para Don Quijote, como buen caballero andante, tener una dama de sus pensamientos es cosa de norma moral, de ineludible deber. Más aún, se trata de una imprescindible necesidad: «digo que no puede ser que haya caballero andante sin dama, porque tan propio y tan natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se haya visto historia donde se halle caballero andante sin amor es; y por el mesmo caso que estuviese sin ellos no sería tenido por legítimo caballero sino por bastardo, y que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por las bardas como salteador y ladrón». La ética se combina con la estética y surge en Don Quijote el amor, como un culto, a Dulcinea. Antes de cada lance invoca a su dama: «Acorredme, señora... no me desfallezca vuestro favor y amparo... ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza»; o bien: «¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo...». Enamorado fiel y casto, el Caballero de la Triste Figura se niega a aceptar las solicitaciones de enamoradas doncellas, cuidándose, no obstante, de no herir ni humillar a las cuitadas damas. Cuando Sancho se entusiasma ante la perspectiva de una ventajosa alianza de su amo con la princesa Micomicoma (la hermosa Dorotea), Don   —130→   Quijote monta en cólera y advierte a su escudero: «...¿No sabéis vos, gañán, faquín, belitre, que si no fuese por el valor que ella infunde a mi brazo, que no le tendría yo para matar una pulga? Decid, socarrón de lengua viperina, ¿y quien pensáis que ha ganado este reino y cortado la cabeza a este gigante, y hecho a vos marqués (que todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada en cosa juzgada) si no es el valor de Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea en mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser». Nótese hasta qué punto siente Don Quijote que en Dulcinea tiene su fundamento: apoyo y raíz. No se trata simplemente de un motor para su heroísmo, sino de un ente -su Dulcinea- fundamental y fundamentante. El peligro de idolatría es palpable.

Pero es tiempo de que nos preguntemos: ¿Existe Dulcinea? ¿Quién es Dulcinea y cómo la ve Don Quijote? Hay un momento -cuando el Duque refiere al caballero que Avellaneda asegura en su libro que no hay tal Dulcinea- en que Don Quijote no parece estar muy seguro de la existencia de su dama:

«En eso hay mucho que decir. Dios sabe si hay Dulcinea, o no, en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y estas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo»59.

Antes, cuando los mercaderes toledanos pedían a Don Quijote que les mostrase a Dulcinea para poder confesar la verdad que les pedía, el enamorado deja ver a las claras que se trata de materia de fe: «Si os la mostrara, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia»60.



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¿Cómo concibe Don Quijote a Dulcinea?


La amorosa fe de Don Quijote en Dulcinea le hace decir: «Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta, o no, de que el mundo sepa que yo la sirvo; sólo se decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, en lugar de la Mancha; su calidad, por lo menos, ha de ser princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas»61. Aunque «Dulcinea es -para su rendido caballero- principal y bien nacida, y de los hidalgos linajes que hay en el Toboso, que son muchos, antiguos y muy buenos», vale, sobre todo, por su virtud: «A eso puedo decir que Dulcinea es hija de sus obras, y que las virtudes adoban la sangre, y que en más se ha de estimar y tener un humilde y virtuoso que un vicioso levantado; cuanto más que Dulcinea tiene un jirón que la puede llevar a ser reina de corona y cetro; que el merecimiento de una mujer hermosa y virtuosa a hacer mayores milagros se extiende, y, aunque no   —132→   formalmente, virtualmente tiene en sí encerradas mayores venturas»62.

Creyendo fuertemente en su mito, Don Quijote decide ir a Toboso, en compañía de Sancho, para visitar a Dulcinea. El caballero avanza lentamente, como temiendo el choque con una realidad adversa, y por fin llega al pueblo manchego en una noche entreclara. Manda a su escudero que le guíe hasta el palacio de Dulcinea, y respóndele Sancho:

«-¿Cómo quiere vuesa merced que encuentre yo el palacio de nuestra señora Dulcinea del Toboso si no vine más que una vez, y de día, cuando vuesa merced tampoco le encuentra, y eso que debió venir millares de ellas y a toda hora?

»-Tú me harás desesperar, Sancho -dijo Don Quijote-. Ven acá, hereje: ¿no te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sinpar Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que sólo estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta?

»-Ahora lo oigo -respondió Sancho-; y digo que pues vuesa merced no la ha visto ni yo tampoco.

»-Eso no puede ser -replicó Don Quijote-; que, por lo menos, ya me has dicho tú que la viste ahechando trigo, cuando me trajiste la respuesta de la carta que le envié contigo.

»-No se atenga a eso, señor -respondió Sancho-; porque le hago saber que también fue de oídas la vista y la respuesta que le traje; porque así se yo quien es la señora Dulcinea como dar un puño en el cielo»63.

Antes, en Sierra Morena, Don Quijote habíale dicho a Sancho que a Dulcinea la había visto tres o cuatro veces (I, XXV). ¿Nos engaña Don Quijote?   —133→   ¿Por qué se complace Cervantes en ese juego como de espejos? ¿Se tratará de un descuido de autor? Es cierto que Cervantes juega con el tema de Dulcinea y hasta juega con nosotros, los lectores; pero no creemos que se olvide el autor de lo que escribió en otra parte. Más plausible nos parece la interpretación de Álvaro Fernández Suárez: «Dulcinea ha cobrado tal entidad propia, independiente de la moza Aldonza Lorenzo, que Don Quijote olvida haber visto al pretexto carnal de su verdadera amada, de la dama ideal que, efectivamente, nunca tuvo ante sus ojos. Es decir, el caballero no habla ahora, como hablara en aquella sazón, antes de enviar a Sancho a la embajada de amor, de la moza Aldonza Lorenzo, la hija de Corchuelo, sino de la princesa Dulcinea del Toboso, que no es hija de nadie sino de su pecho, nacida como nacieron antiguas diosas. En Sierra Morena, Dulcinea era aún Aldonza. En el Toboso, Dulcinea es Dulcinea. La carne que diera sustancia al sueño empieza a desvanecerse para dejar todo lugar a la entidad ideal»64. Queremos, no obstante, hacer una observación: No es que en Sierra Morena Dulcinea fuese aún Aldonza. Dulcinea fue siempre Dulcinea. Lo que pasa es que el mito llega a adquirir tal plenitud, que acaba por borrar la realidad primaria que le diera sustancia. Si se nos permite el vocablo -usándolo analógicamente y con todo respeto-, diríamos que se ha operado una transustanciación.

Cervantes esquiva todo encuentro entre Don Quijote o Sancho y Dulcinea. Porque en las afueras del Toboso la dama ideal de Don Quijote es una Dulcinea encantada sin plena realidad externa. Y sin embargo, el mito se salva siempre. Más que la filiación física de Dulcinea, impórtale, a Don Quijote, su valor ideal. Si prefiere a la Dama de sus sueños sobre   —134→   la bellísima Dorotea es porque opta por el valor ideal sobre la belleza sensible. La voluntad de creer llevada hasta la abnegación y el sacrificio, hace de Don Quijote un «dócil poseso de su propio mito».

Caminó de su aldea, el Caballero de la Triste Figura regresa vencido, llevando en su alma el peso de aquellos, tristes agüeros. En vano Sancho el bueno alienta a su señor. «Esto quiere significar que no tengo de ver más a Dulcinea», exclama acongojado Don Quijote. Y muere -o se desvanece en el cerebro de Alonso Quijano- sin verla. El presentimiento se cumple. Es mejor que así sea.

La dama ideal de Don Quijote es impersonificable e insustituible. La imaginación amorosa del alucinado caballero iba siempre más allá de toda mujer real, por bella que fuese. Llevaba doce años de quererla más que a la lumbre de sus ojos que habían de comer la tierra. «...Porque mis amores y los suyos -nos dice- han sido siempre platónicos, sin extenderse más que a un honesto mirar»65. El amor intelectual «de un cuerpo bello» (el de Aldonza Lorenzo) engendró en Don Quijote «bellos pensamientos». Al final se desvanece la belleza particular del cuerpo y del rostro de Aldonza Lorenzo, perdiéndose hasta su recuerdo frente a lo Bello en sí, del que no era sino fugaz reflejo que excitaba, en el caballero, el deseo del eterno esplendor de la belleza divina que torna a su alma -para decirlo en lenguaje platónico- capaz de la inmortalidad.





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ArribaAbajoCapítulo X

La Filosofía de los valores y el Quijote


1.- La Filosofía de los valores. 2.- Naturaleza de los valores. 3.- Bases para una Filosofía de los valores. 4.- Don Quijote y el valor de lo caballeresco. 5.- Hacia una axiología del Quijote. 6.- El Mensaje de Don Quijote.


ArribaAbajo- 1 -

La Filosofía de los valores


En la base de una investigación axiológica del Quijote, está presupuesta una Filosofía de los valores. ¿Qué son los valores? ¿Existen en sí y por sí? ¿Por qué medios los conocemos? ¿Cómo los realizamos?


ArribaAbajoGénesis de la teoría

Nombres ilustres de la filosofía contemporánea se encuentran vinculados a la axiología. Bástenos citar a Brentano, Scheler, Hartmann, Durkheim, Müller Freienfels, Meinong, Heyde, Ostwald, Lessing, Vierkandt, Stern, Aloys Müller...

Viejo como la filosofía misma, el problema de los valores empieza a surgir cuando los economistas plantean la cuestión de los satisfactores de la necesidad. ¿Es el valor económico un resultado de la utilidad, o bien se trata de la cristalización del esfuerzo?   —136→   Federico Nietzsche emplea, por primera vez, la palabra valor en sus escritos filosóficos. Pero preocupado por destruir la misericordia y la caridad cristiana y por implantar, en su lugar, la voluntad de poderío, no se cuida de estudiar el problema de los valores. Francisco Brentano -fecundo en tantas direcciones- piensa que «lo bueno para el hombre es lo mejor, lo mejor es lo estimado como preferible; lo preferible, es lo que dice adecuación con la tendencia superior del hombre, esto es, con la voluntad; toda adecuación denuncia ajustamiento; el ajustamiento es justicia en el preciso sentido de relación de los actos humanos con los objetos específicos; luego, la esencia de lo justo es la bondad de la relación entre la voluntad y el bien práctico supremo». Aquí, en la teoría de la preferibilidad, está contenida germinalmente la intuición emotiva de Max Scheler.




ArribaAbajoDirecciones principales

1.- Para Marx Scheler «los valores son cualidades irreductibles que se ofrecen como objetos intencionales de los sentimientos puros, ocupando la jerarquía más elevada aquellos que son contenidos objetivos de los sentimientos puros de la personalidad». La intuición emocional del espíritu -actos de sentir, preferir, amar, odiar, querer- es «a priori», independientemente de la experiencia y de la lógica. Este orden material apriorístico corresponde al «ordre du coeur» pascaliano. Según Max Scheler, los valores no se abstraen de los bienes, sino que son fenómenos independientes, cualidades materiales. El valor de una cosa y su rango -dice el filósofo de Munich- nos son dados de una manera evidente, sin que los soportes de este valor, los bienes, nos sean dados. Trátase de esencias alógicas, irreductibles e irracionales, cuyas conexiones y jerarquías son   —137→   dadas antes de toda experiencia, es decir, apriorísticamente. Un valor será tanto más elevado cuanto menos relativo sea. Hay una escala ascendente de valores que tiene los siguientes peldaños: valores sensoriales (agradable-desagradable), valores vitales (noble-vulgar), valores espirituales (bello-feo, justo-injusto, verdadero-falso), valores de lo sagrado. El verdadero soporte de los valores morales es la persona: unidad concreta y esencial de todos los actos.

2.- Nicolás Hartmann hace de los valores ideas platónicas, esencias independientes que no provienen ni de las cosas reales ni de los sujetos. No cabe definir el valor -como no cabe definir el ser-; sólo cabe hablar de errores axiológicos y de ceguera axiológica. En el sujeto activo el deben-ser de los valores se transforma en un deber-hacer. Los grandes guías éticos descubren y proclaman nuevos valores.

3.- Pero no son sólo Scheler y Hartmann los representantes de las tendencias actuales de la axiología. En Alemania -hogar de la filosofía de los valores- no escasean los axiólogos.

4.- Ricardo Müller Freienfels sostiene que el fundamento de los valores puede ser un sentimiento, un anhelo o cualquier otro fenómeno emotivo. El valor no es más que un valor para alguien, para un sujeto. En última instancia, los valor es no son más que la objetivación de nuestros sentimientos. «La puesta de valor es, por consiguiente, una manera secundaria de tomar posición frente a los propios sentimientos y deseos, que, por su parte, constituyen la toma de posición primaria». A esto se ha llamado -y con razón- psicologismo.

5.- Johannes Erich Heyde ha tratado de construir una ciencia fundamental de los valores. Considera que la cuestión primordial es la investigación ontológica del valor, no la psicológica. Formula tres ecuaciones: 1) Objeto de valor = objeto más el valor   —138→   del objeto; 2) Valor del objeto = objeto de valor menos el objeto; 3) Objeto = objeto de valor menos el valor del objeto. Para Heyde los valores no son cualidades sino relaciones de objetos con sujetos. Es el goce el que funda el valor.

6.- Guillermo Ostwald ha pretendido fundar en la termo-dinámica la Filosofía de los valores. El rendimiento energético o «efecto útil» es determinante de todo valor de la cultura humana. He aquí el imperativo energético: «no malgastes la energía; trata de utilizarla». Para la vida carece de valor la energía disipada porque no es transformable en trabajo. La fuente de todo valor está en la energía libre.

7.- Alfredo Vierkandt es el representante de mayor relieve de la sociología de los valores. Los sentimientos dan origen a los valores por los mecanismos de tradición, condensación y desplazamiento.

8.- Guillermo Stern ve en el valor un «acento de significación», una noción atributiva que adhiere siempre a algo. El dominio axiológico presenta valores propios, irradiados y de servicio. Su imperativo categórico es el siguiente: «¡forma tu vida de tal modo que tu actitud hacia los valores sagrados esté comprendida en el cumplimiento de tu propio valor!».

9.- Teodoro Lessing esboza una axiomática de los valores. Busca dar razón del valor de los valores. Intenta formular enunciados que hacen caso omiso de toda voluntad y de toda apreciación. Ejemplo: Si A es un valor y B otro, A más B es un valor mayor que A y B aislados. El valor es aquello que es justamente estimado. La vida no puede ser verdaderamente la norma última y el valor supremo de todo sistema axiológico.



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ArribaAbajoCaracterísticas de los valores

Aunque las direcciones actuales de la Filosofía de los valores son de lo más diverso, cabe, no obstante, extraer algunas características generales: a) Los valores reposan en la no-indiferencia del mundo; b) Son objetivos pero sólo cabe mostrarlos, no demostrarlos; c) No son entes sino valentes que adhieren a las cosas; d) Son extraños a la cantidad, al tiempo y al espacio; e) Todo valor tiene su contravalor (estructura pilar); f) Tienen jerarquía.

La axiología ha intentado poner ante nuestra consideración un mundo ignorado, rico, fecundo, como el mundo del ser, pero que no es real sino virtual... El intento es grandioso aunque fallido.






ArribaAbajo- 2 -

Naturaleza de los valores


Las más recientes investigaciones axiológicas han puesto de relieve lo infundado de la dicotomía ser-valor, que en su expresión scheleriana nos asegura que el valor no es sino que vale.

Fundándose sobre la teoría de la experiencia fenomenológica de Husserl -opuesta a la experiencia construida, científica o vulgar-, Max Scheler hace hincapié en la experiencia inmediata de las esencias extratemporales (Wesenheiten) o intuición (Wesenschau). Trátase de un positivismo de las esencias directamente presentes y encarnadas en los objetos reales del mundo temporal. Estas cualidades inmediatas e irreductibles (valores) se encuentran desprovistas de significaciones intelectuales y son vividas en la experiencia emotiva que posee sus intuiciones propias. Los actos específicos de preferencia   —140→   y de repugnancia intuitivas -esencialmente variables- nos dan el grado de elevación de los diversos valores bipolares. Es evidente, para Scheler, que se puede establecer, «a priori», un orden único de los valores con la siguiente jerarquía: el rango inferior corresponde a los valores de lo agradable y de lo desagradable; siguen después los valores vitales: bienestar, prosperidad y valores económicos; viene después el rango de los valores espirituales (estéticos, jurídicos, cognoscitivos) pudiendo exigir el sacrificio de lo vital y de lo agradable. En la cumbre de los valores nos encontramos con lo divino y lo sagrado. Y algo de primordial importancia: todos los valores posibles están fundados sobre el valor de un espíritu infinito y personal. Sobre el mundo de los valores a el ofrecido gravita todo lo valioso. Porque los valores están insuficientemente encarnados en la existencia, dan origen a un deber ser. En este sentido el deber ser es intermediario entre valores y bienes existentes66.

Nicolai Hartmann absolutiza e inmoviliza los valores a manera de ideas platónicas. Los concibe como objetos ideales que existen en sí y por sí, independientemente de que se les ignore. En su ideal esencialidad permanecen siempre más allá del acto de realización. Aunque relativos a las personas y a los bienes, los valores no sufren en su objetividad. Hartmann no advierte que «los valores no sólo son relativos a las personas que les dan vida, sino a las situaciones reales en que se manifiestan o producen», como lo apunta Eduardo García Maynez67. No hay que olvidar que los valores sólo dentro de una situación concreta tienen existencia y sentido. Nuestro gusto estético y nuestra conciencia ética intervienen   —141→   en un juicio de valor. Pero la objetividad se impone desde el momento en que valoramos de un modo determinado al objeto que nos obliga, nos fuerza -por decirlo así- a reconocer en él cierta cualidad. Por la experiencia valorativa sabemos que esta se da dentro de un conjunto de elementos históricos, culturales, sociales, objetivos y subjetivos. Y sin embargo, «lo deseable -observa Risieri Frondizi- mantiene su cordón umbilical con lo deseado»68.

La «estrechez del sentido del valor» es, para Hartmann, un hecho indubitable. Consiste, precisamente, en la incapacidad humana para intuir cabal y perfectamente todos los valores. De individuo a individuo y de siglo a siglo varía la intuición axiológica. Los valores -y esto, claro está, supone educación y esfuerzo- se descubren pero no se inventan. Puede haber cegueras, perversiones y errores en la conciencia estimativa. La relación de los valores con la realidad aparece en la conciencia bajo la forma del deber: el ser ideal tacha de antivaliosa la realidad y contrapone al punto de vista ontológico la estructura axiológica. La realización de la conducta obligatoria tiene, como forma categorial, el acto teleológico: postulación del fin, elección de los medios, realización. Hartmann se cuida de advertir que la teleología supone necesariamente a la causalidad. Si los medios elegidos no producieran causalmente la finalidad buscada, no habría realización de propósitos y, por ende, ni propósitos.

Las teorías axiológicas con base en la fenomenología no han podido explicar, cabalmente, el fundamento de la relación entre el valor y la cosa valiosa en que se encarna. Si los valores son autónomos y absolutos, ¿cómo pueden tener «soportes» y «portadores»? Cuando Hartmann, por ejemplo, trata de   —142→   determinar esas cualidades existentes en sí y absolutamente en una esfera que les es propia, cae, muy a su pesar, en la «cosa».

«La posibilidad de que los valores sean agrupados en familias diferentes: morales, estéticos, sociales, biológicos, utilitarios, etc., sugiere fuertemente que sus contenidos cualitativos o están arraigados en último, análisis en cosas, actos o sucesos del mundo real, o están co-ordinados de tal modo con ellos que, subyacente a los dos términos de la relación valor-cosa, haya un principio -asegura el profesor de la Universidad de Bogotá, Jaime Vélez Sáenz- en que ambos se identifiquen. No admitirlo así es condenarse a no dar satisfactoria cuenta y razón del hecho fundamental de que el contenido cualitativo de un valor determinado, o de un tipo de valores, se coordina con determinado género de realidades, no con otro»69.

Si el valor no es manifestación y expresión del ser real, no podrá explicarse la conexión del contenido cualitativo valioso con la cosa real. ¿Por qué sólo a determinados conjuntos y ordenamientos de cualidades sensibles les damos el calificativo de valiosos? Scheler y Hartmann no pueden dar razón de este hecho con su dicotomía: entes-valentes.

De mí sé decir que no puedo concebir el valer sin algo que valga. ¿Podría hablarse de una existencia sin algo que exista? Pues bien, tampoco cabe divorciar la idea de valor de los valores reales particulares.

Tendemos a los valores porque su existencia -no su inexistencia- llena nuestros vacíos y satisface nuestros intereses. Lejos de ser «a priori absoluto, el valor es la expresión natural del dinamismo del   —143→   ser que le impulsa a su perfección. Estas determinaciones ontológicas de la realidad en sus diversas formas dependen de las cualidades reales de una cosa. Por los valores entendemos el sentido de lo real y entramos en la compleja armonía de un universo.




ArribaAbajo- 3 -

Bases para una Filosofía de los valores


La axiología se resiente de falta de claridad en la explicación del nexo entre los valores y sus realizaciones en las cosas particulares. Es lo mismo que ocurría a las ideas platónicas con respecto a los entes concretos. La esfera axiológica sin potencia ontológica, y por lo mismo sin ser, no tiene consistencia alguna.

Apuntemos algunas de las principales críticas que se han enderezado contra la filosofía de los valores:

1.- Es insostenible el dualismo entre ser y valor. Si los valores son algo que se ofrece como contenido de un acto, ¿cómo puede pensarse que este algo no sea ser? ¿Cómo puede haber un campo de objetos que no son?

2.- La intuición emocional «a priori», al lado del conocer teórico, es otro dualismo inaceptable. «Este sentimiento intencional, órgano específico de aprehensión del valor -expresa el Dr. Antonio Linares Herrera- o es un conocimiento o no lo es. Si es un conocimiento, el conocimiento no tiene más que un sentido, el de ser una actividad, que aprehende espiritualmente objetos, y esto solamente puede hacerlo una facultad de orden teórico. Si no es un conocimiento, entonces tampoco puede atribuírsele la propiedad de captar o aprehender objetos».

3.- Si el hombre es el portador y el realizador de   —144→   los valores, es un contrasentido que se pase su vida afanándose por realizarlos para que a la postre se le diga que los valores no son sino que valen. Esto equivale a decirle que ha realizado una pura nada.

La filosofía escolástica finca en el ser la valiosidad fundamental. Todo ser es valioso. Brunner propone el siguiente criterio: «donde la relación es objetivamente de activación del ser, un ente resulta valor para otro; donde es de lesión del ser, un ente resulta contravalor o un mal». Porque es estimulador del ser, el bien es apetecible.

Cada ser particular tiene comprimida una abundante riqueza de concebido potencial valioso. En la realidad caben diversos grados de acrecentamiento de las normas ideales. El supremo valor es Dios: acto puro y actualidad suma. A mayor actualidad mayor valor; o mayor potencialidad menor valor.

Geyser concibe los valores como relaciones u ordenaciones reales que el hombre descubre cuando sus naturales facultades cognoscitivas penetran en la complicada trama del mundo real. La raíz fundamental del deber y de la buena o mala conducta hay que buscarla relacionando la conducta del hombre con aquel comportamiento que su razón le muestra como recta y racionalmente ordenado. El valor puede ser concebido como esencia o como existencia. Como esencia es una cualidad o determinación de un objeto sustantivo con los caracteres de polaridad, diversidad específica y rango jerárquico. «Valor -define Linares Herrera- es aquella peculiar situación o aspecto del ser que consiste en el sentido de importancia, notoriedad, dignidad o jerarquía que le sobreviene a efectos de su ajustamiento a la ley o principio de finalidad que satura todos los ámbitos del ser». La clave del valor está en su ordenación teleológica residente en su propia naturaleza. Pero estamos ante una situación ontológica que no rebasa los   —145→   dominios del ser. Situación que consiste en la relación real entre el estado efectivo de un ser y la norma ideal inmanente que se contiene en su propia contextura o esencia. La potencialidad de perfección sirve de modeló ontológico.

Frente a las actitudes del psicologismo, formalismo y autonomismo del valor, es preciso orientarnos hacia una concepción metafísica. El valor tiene que incluirse en la estructura óntica del ser, no en un mundo etéreo de esencias alógicas, sino que tiene su soporte en el mundo real. Trátase de una manifestación activa del ser, de una ordenación del ente fundada teleológicamente.

Aunque Santo Tomás de Aquino no haya desarrollado explícitamente una filosofía de los valores, hay en sus obras elementos suficientes para estructurar una axiología (la cuestión 5.ª de la primera parte de la Summa Theologica que s e titula «De Bono», los «Quaestiones Disputatae de Veritate», el opúsculo «De Pulchro»). Un tomista mexicano, el Dr. Oswaldo Robles, encuentra en la noción tomista de bien adecuado un sinónimo preciso del valor. «El valor -nos dice- es una relación entre el ente en acto y la tendencia natural; el valor es ‘a priori’ porque la relación es ‘a priori’, es decir, fundada en la esencialidad del ser en acto y en la esencialidad de la tendencia natural, o para hablar en lenguaje escolástico, en la formalidad actual del ente y en la formalidad actual de la tendencia natural». En una posición realista, no sería el valor el fundamento del bien, sino a la inversa: el bien, el fundamento del valor. Dentro de la misma escuela, Paul Siwek expresa que valor es aquello «que corresponde a la finalidad intrínseca del ser». Y habrá tantas clases de valores como grados de finalidad intrínseca. El «tipo ideal» de la naturaleza de un ser servirá, en todo caso, para graduar el valor de su desenvolvimiento. Pero obsérvese   —146→   que solamente el ser puede complementar o perfeccionar a otro ser. El valor puro y simple «no puede encontrarse sino en el Dios de la Filosofía y tiene de particular que solamente aquí la razón formal del valor coincide con el sujeto portador del mismo».

Sobre estas bases es posible airear y dar nueva vida a la filosofía fenomenológica de los valores, para que cese de ser un capítulo cerrado en la historia de la filosofía.

Es tiempo ya de emprender el estudio de la relación que guarda Don Quijote con el valor de lo caballeresco. ¿Cómo construir una axiología del Quijote? ¿Cuál es, en última instancia, el valioso mensaje de Don Quijote?




ArribaAbajo- 4 -

Don Quijote y el valor de lo caballeresco


Decíamos que los valores son cualidades que determinan a las cosas. Cualidades con peculiares características: polaridad, diversidad específica y gradación jerárquica. Valor es -según la definición que antes hemos apuntado- aquel estadio o modo del ser que estriba en el sentido de excelencia, dignidad, importancia o jerarquía que le acaece en virtud de su adecuación a la ley teleológica, a la causa final que permea todo el orden ontológico. Una cosa vale tanto más, cuanto se conforme mejor con el principio de su ordenación final. No se trata de cualidades ideales y absolutas que valgan fuera del dominio del ser en su reino irreal, sino de modelos o arquetipos antológicos extraídos por la razón de la actualidad del ser y de su potencialidad de perfección; de su norma ideal inmanente contenida en su misma esencia.   —147→   En rigor, nada hay negativamente valioso; el valor negativo sería un ente privado del ser, es decir, un no-ser. Por lo demás, resulta un contrasentido, un absurdo, que una persona se afane por realizar valores y se pase su vida realizándolos para que a la postre se le diga esta zarandaja: «los valores no son, sino que valen». O son o no son. Si no son no merecen ni la más pequeña partícula de nuestro aprecio.

Don Quijote, al intentar realizar el valor de lo caballeresco, se hace por esta misma situación portador de valor. El caballero es la encarnación del honor, valioso por valeroso, por realizador del deber, por honrado en su actuar, por defensor de la justicia, por amparador del débil contra el fuerte. Convierte a la mujer en el ideal más puro de sus amores y le profesa un culto idolátrico, desviándose del auténtico valor que perseguía y enturbiando su actuar. Del castillo feudal sale el caballero andante, se arma de todas sus armas, embraza su adarga, toma su lanza y, en camino de glorioso alucinado, busca las aventuras por lo más intrincado de las selvas, en las más lóbregas encrucijadas y expuesto a las inclemencias del cielo. Combate a los malhechores, socorre a los indigentes, impone la paz y la justicia sobre la tierra. Y todo esto lo hace Don Quijote a la española, con esa rara mezcla de orgullo y honor. Orgullo fatuo que genera su individualismo y anarquismo; honor acrisolado que gesta el personalismo hispano de tan alto valor. En el ejercicio de su elevado ministerio, Don Quijote se coloca por encima de toda autoridad. Por encima de él sólo reconoce a Dios. Su lanza es su ley, sus bríos son sus fuerzas, su voluntad sus premáticas. España, el grande y heroico pueblo del Romancero y de los Cantares de Gesta, se impregnó del espíritu caballeresco aunque la caballería no se halla establecido propiamente en su suelo.

Hay en el Quijote como un hacerse del interior espiritual   —148→   al exterior corporal. Vive desde sí y para todos. Es un «hijo dalgo», es decir, un hijo de bien. Mi maestro en la Universidad Central de Madrid, Alfonso García Valdecasas, ha explicado que el concepto de «hidalgo» -radicado en el tiempo- hace referencia a un pasado, a una continuidad, a una sucesión. El tener ascendientes nobles no es más que una causa de obligación. Cada cual, por consiguiente, tiene que ser hijo de sus propias obras y justificarse por ellas. Las obras consisten en la acción esforzada, no en el resultado ni en el éxito. Reiteradamente formula Cervantes estos principios: «Cada cual es hijo de sus propias obras»; «la verdadera nobleza consiste en tu virtud»; «la honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso». Un caballero para Don Quijote es aquel que «siendo afable, bien criado, cortés, comedido y oficioso; no soberbio, no arrogante, no murmurador y, sobre todo, caritativo, que con dos maravedises que con ánimo alegre dé al pobre, se mostrará tan liberal como el que, a campana herida da limosna». (Parte II, Cap. IV.) La generosidad de alma y el desprecio del éxito es algo muy quijotesco e hispánico. Lo que verdaderamente importa es la obra y el esfuerzo producidos por el ser; el éxito o el fracaso no están determinados por la virtud, sino que, en sus efectos, interviene la fortuna. Amonestando a Sancho, dice Don Quijote: «Bien se parece, Sancho, que eres villano, y de aquellos que dicen: ¡Viva quien vence!». Como buen hidalgo, Don Quijote se cuida más del ser que del parecer, y a solas, consigo mismo es más hidalgo que nunca. Está siempre por encima de los convencionalismos y del éxito, dependiente sólo de su propia persona y de Dios. Su honor es más sustancial que él mismo. La honra es para «el caballero de la triste figura» cosa de vocación. Abnegado y desprendido sin proponérselo, está listo siempre para defender cualquier causa   —149→   justa. Obra conforme a su conciencia -norma próxima de moralidad- y esto le salva aunque tuviese conciencia errónea.

¿Por qué sigue Sancho a Don Quijote? He aquí la explicación de García Valdecasas: «El cazurro Sancho le sigue y le quiere, no ciertamente por loco, sino por hidalgo. Toda su gramática parda y sus infinitos refranes no pueden impedir que Sancho se sienta arrastrado a seguir a Don Quijote. Ni salarios al contado, ni ínsulas prometidas bastarían para explicarlo. Lo explica el natural señorío del hidalgo, que despierta en quienes están en torno de ellas virtudes dormidas, y suscita en cada uno lo mejor que pueda dar de sí»70.

Lo que en el español hay de humano, su eterna y universal humanidad, transparece en el Quijote, cristalización perenne de la grande y heroica cultura ibera. No se trata de un libro deprimente, ni de una sátira contra las esencias heroicas que informaban la caballería medieval: siempre generadoras de nobles y abnegadas acciones. En Madrid, el día 23 de abril de 1948, tuvimos la satisfacción de escuchar de viva voz de don Ramón Menéndez Pidal, Director de la Real Academia Española, un discurso titulado «Cervantes y el Ideal Caballeresco», cuyas últimas palabras deseamos ahora reproducir: «Es apreciación muy incompleta toda aquella que se detiene en la burla de la caballería andante y no percibe la complicación del tipo quijotesco: cuerdo cuando raciocina, mueve a profunda melancólica simpatía, haciendo deseable la santa sed de Justicia, de Verdad y de Belleza que él propugna; loco cuando obra, se capta todavía nuestra admiración por su inquebrantable fe, por su inagotable energía, por su martirial poder de sufrimiento que nos edifica y fortalece. El   —150→   invencible entusiasmo del vencido caballero es donairoso y grave doctrinal de tenacidad heroica ante los ideales más arduos, los únicos dignos de tal nombre, los que hoy son un sueño inasequible, y sólo se harán asequibles en un futuro mejor». Todo esto está muy bien, a condición de no caer en aquel empeño de Unamuno de hacer del quijotismo una religión nacional. El Quijote nos proporciona descanso en la lucha de la vida, creando a nuestro alrededor una zona ideal y estética. Por eso se le experimenta como «catarsis» y como liberación, pero no como salvación. La liberación que ofrece es artística, no real; es un desviar los ojos de la amenaza, no una destrucción de la misma. De ahí que el Quijote, como el arte en general, no pueda asumir veces de realidad y menos de religión. Nos quitará, y ya es bastante, el fardo de la existencia por unos momentos, para que, fortalecidos, podamos recomenzar el asalto de la altura. Contra el quijotismo como religión de Unamuno, proclamamos el quijotismo como espíritu tutelar de nuestra cultura hispánica.

Un estudio axiológico del Quijote servirá, tal vez, para poner de relieve los valores-claves de la cultura hispánica. En todo caso, iluminará la genial obra de Cervantes, esclareciendo, de rechazo, una buena porción de problemas sobre el hombre.




ArribaAbajo- 5 -

Hacia una axiología del Quijote


Como Cervantes, también los lectores acabamos por amar -y no secretamente- la actitud del hidalgo. Mucho se ha dicho sobre la quijotización de Sancho Panza, pero hay un hecho más radical y primario: la quijotización de Cervantes. El autor casi   —151→   desaparece en aras de su ente de ficción. Y queda sólo un mensaje de heroísmo, una dichosa embriaguez ante el valor de lo caballeresco.

Es tiempo ya de afirmarlo: lo esencial de Don Quijote -el núcleo de donde dimana toda su acciones eso: el sentirse portador de un valor personal: lo caballeresco. Impulso hacia lo heroico, sentimiento del honor, sed de gloria, amor idealizado, lealtad acrisolada y fervor religioso, son notas esenciales o ingredientes constitutivos del valor de lo caballeresco, tal como lo realiza Don Quijote. Todo el afán de ejercitar su voluntad sobre su contorno, todas sus esperanzas de reformador, provienen de su intuición de los valores espirituales en cuyo favor sacrifica todo valor vital.

Hasta ahora no se ha hecho -que yo sepa- un estudio rigurosamente axiológico sobre el Quijote. Y sin embargo, toda la estructura de la novela parece descansar sobre la noción de valor. Pero no de valor en el sentido de una forma apriórica vacía de contenido real, o como una segunda especie de entidad o subsistencia ideal, distinta e independiente de la realidad del ser. Frente a las actitudes del psicologismo, formalismo y autonomismo del valor, Cervantes se orienta hacia una concepción metafísica. En la estructura óntica va ya incluido el valor. Trátase de una manifestación activa del ser, de una ordenación del ente fundada teleológicamente. El basamento de lo caballeresco no está flotando en un mundo etéreo de esencias alógicas, sino que tiene su soporte en el mundo real. Vayan, como ejemplo, estos expresivos textos: «A esto puedo decir que Dulcinea es hija de sus obras, y que las virtudes adoban la sangre, y que en más se ha de estimar y tener un humilde virtuoso que un vicioso levantado». «La honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso». «Cada uno es hijo de sus obras». «La virtud   —152→   vale por sí sola lo que la sangre no vale». A lo largo de toda la obra cervantina, el honor aparece como mero apéndice de la virtud. La dignidad del hombre no pende de la fama, de la opinión, de los galardones o de cualquier otra circunstancia externa, sino de la intimidad de la virtud personal. No hay por qué concluir, como lo hace Américo Castro, que la moral naturalista y estoica da frutos originales en Cervantes y que la psicología de sus personajes -empirismo, relativismo y «engaño a los ojos»- nos lleva a los estados de espíritu más exquisitos dentro del Renacimiento precortesiano71. Es claro que su flora temática crece en el clima histórico renacentista, pero recuérdese que el Renacimiento español -Renacimiento «sui generis»- no rompe con la tradición medieval en lo sustancial, en las ideas-madres. La ética de Cervantes es una ética cristiana. El ideal caballeresco del Medievo persiste y se salva en el Quijote, «que sólo satiriza -como lo han apuntado casi unánimemente todos los críticos contemporáneos- los desvaríos y excesos idealistas, en lo que son contrarios a la razón y al sentido de la realidad».

¡No! Don Quijote no es un hombre erasmiano, renacentista; es un caballero cristiano encendido por nobles afanes de ejecutar «el bien de la tierra», «con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas». Su moral es inconfundiblemente cristiana; dígalo si no este pasaje: «Hemos de matar en los gigantes, a la soberbia; a la avaricia y envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por   —153→   todas las partes del mundo buscando las ocasiones que nos pueden hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros». No hay duda alguna, Don Quijote tiene clara conciencia de ser portador del valor de lo caballeresco: «Yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro... Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos». No importa que tenga un físico débil; la debilidad de su físico la suplirá con el gran temple de su alma. Lo que cuenta es la lucha contra los obstáculos que se oponen a la felicidad común. Viejo y achacoso por su cuerpo, el caballero manchego vive anímicamente sueños e ilusiones de mozo. Esta mezcla inesperada de vejez y de juventud es la fuente de la «vis» cómica de Don Quijote. Y sin embargo, más allá de toda comicidad, habría que exclamar con Merimée: «¡Ay del que no haya tenido alguna idea de Don Quijote, ni corrido el riesgo de verse apaleado o ridiculizado por enderezar entuertos!».

«España -dijo una vez Nietzsche- es un pueblo que quiso ser demasiado». Lo característico del siglo XVI estriba en una voluntad de ideal y de fe que se superpone a la realidad, a la evidencia que suministran los sentidos y al raciocinio natural, «como en los cuadros de El Greco hay una espiritualidad que no tienen graciosamente las figuras, sino que quieren tenerla, y por eso la alcanzan» (R. de Maeztu). Cervantes, con los ojos bien abiertos, contempla a su alrededor la pobreza de España y la fatiga de sus caballeros: todo lo que circunda aparece derrengado y jadeante. Tal vez sea necesario marcar el alto. Pero ahí está el arrebato de la voluntad española, el designio de realizar increíbles hazañas. «Don Quijote -escribe Ramiro de Maeztu- es el prototipo del amor, en su expresión más elevada de amor cósmico, para todas las edades, si se aparta, naturalmente, lo   —154→   que corresponde a las circunstancias de la caballería andante y a los libros de caballería. Todo gran enamorado se propondrá siempre realizar el bien de la tierra y resucitar la edad del oro en la del hierro, y querrá reservarse para sí las grandes hazañas, los hechos valerosos. Ya no leeremos el Quijote más que en su perspectiva histórica; pero aun entonces, cuando no pueda desalentarnos, porque lo consideraremos como la obra en que tuvieron que inspirarse los españoles cuando estaban cansados y necesitaban reposarse, todavía nos dará otra lección definitiva la obra de Cervantes: la de que Dante se engañaba al decirnos que el amor mueve el sol y las estrellas. El amor sin la fuerza no puede mover nada, y para medir bien la propia fuerza nos hará falta ver las cosas como son. La veracidad es deber inexcusable»72. En el mundo cervantino, la esfera de lo real colinda por una parte con el hemisferio de la ilusión, y por otra parte con el del ideal. Y esto nos da como resultado lo que el alemán Joseph Bickermann, en su libro «Don Quijote y Fausto», ha llamado el hallazgo de un mundo trino en el hombre por parte de Cervantes.




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El Mensaje de Don Quijote


Don Quijote no es un ser que husmea lascivamente -dentro y fuera de sí, sino un ser que vive; es decir, un ser que quiere realizar la vida integral. Sin eludir ni renegar de la condición carnal de lo humano, tampoco la exalta y sublimiza; le basta con suponerla. Sus ojos esperanzados siempre están vueltos hacia las alturas.

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¡Sí! El Caballero de la Mancha es un loco, un extraviado; pero su locura no se origina en sus altos ideales ni toma pie en sus esfuerzos, apasionados. Se trata simplemente del mucho leer la letra muerta de libros extravagantes. Y la realidad se venga cruelmente de él con el molino de viento que no reconoce como tal. Fuera de este punto ciego de su conciencia, ¡qué discreto, qué noble, qué delicado es Don Quijote y cuántas cosas sabe! ¡Cuidado! ¡No hay que burlarnos! «Cualquier hombre que pasa a nuestro lado es un posible Don Quijote, sólo que de tipo y calidad inferior»73.

Dos ideas directrices presiden la estructura espiritual de Don Quijote: ecumenicidad e institucionalismo personalista. El caballero español no se conforma con la idea de luchar contra un mal localizado en su país y en su tiempo. Quiere servir a todos los pueblos, a la Cristiandad, y a todos los tiempos venideros. Su reforma del mundo la confía a una institución: la orden de la caballería andante. Pero esta institución deberá reposar en los valores personales del caballero: «Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro».

Cuando acompañamos a Don Quijote en su evasión de la realidad, retornamos más ávidamente a ella, para enraizarnos en la tierra de lo eternamente humano. Después de acompañara este héroe derrotado por las inclemencias de la suerte, nos queda un sedimento familiar, comprensivo, profundamente humano... Ya podemos contemplar la vida y los hombres «con ojos conmovidos, húmedos de emoción, con la luz entre irónica y oleosa de una limpia melancolía». ¿Lágrimas? Tal vez algunas afloren a los ojos, pero impregnadas de sal, saturadas de compasión por los hombres.

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«¿Por qué el Quijote es la obra maestra de la ironía...? -pregunta Alomar en sus «Notas al margen de mi Quijote»-. Todo el hombre está aquí... Por eso muestra este libro maravillosamente la identidad matriz de ideal y regalo, o sea de imagen y cosa, porque se ve despuntar bajo las cosas su identidad con nuestra propia naturaleza, y se las ve acomodar su forma al molde de nuestro espíritu. Por eso también en el Quijote se inicia la modalidad de los tiempos modernos, hechos de ironía y contraposición, de hipótesis y duda».

Concluimos la lectura de «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha» y pensamos que ideal y vida no son dos polos irreconciliables: el ideal viene a ser como la luz que ilumina la vitalidad. A través de la inserción del ideal en un ser viviente individual se realiza esa iluminación. Y hasta cabe hablar de unos «ideales de la vida» y de una «vida de los ideales». El valor de lo caballeresco llegó a erigirse en rector, de la vida de Don Quijote, señalándole, como ideal que es, un nimbo por seguir. Pero la promoción de su ser viviente hacia su objetivo debiose a su esforzada voluntad, al calor propio de su emoción vital.

Ninguna otra novela como el Quijote provoca con mayor intensidad la voluntad de superar las barreras entre la obra y el sujeto, invitando a la intropatía. A su profunda significación une un valor abierto a la «Einfühlung».

Colocándose en la dimensión del espíritu, clave de lo humano, Don Quijote tiene constante comercio con los valores y con los universales. Esta región, específicamente humana, le exige disciplina y sacrificio. La pendiente de la animalidad se baja fácil, por más que nunca acabe el hombre de convertirse en puro animal. Lo difícil es subir, como Don Quijote, la escala de los valores, dominando los obstáculos externos   —157→   e internos. Para esta ascensión cuenta el caballero manchego con un motor excelente: el amor. Por el ejercicio amoroso se sale de sí mismo y se da a los demás. Y esta dádiva le enriquece y le salva. En Don Quijote -podríamos decir siguiendo a Nicolai Hartmann- el deber-ser de los valores se transforma en un deber-hacer. Pero esto no es una necesidad física. Es justamente su libertad frente a la necesidad de los valores la que representa un valor constitutivo para su ser moral. El ideal personal de lo caballeresco sirve de estrella polar a la persona empírica de Alonso Quijano.

Un día cayó vencido Don Quijote al ímpetu del Caballero de la Blanca Luna. Y la tenue luz de su ocaso le dispuso a recibir la plena luz del sol. «Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala que dejase renombre de loco; que puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte» (II, 74). Cualquiera que haya sido su locura -y no la fue por haber querido realizar altos valores- no dese a acreditarla en la muerte. Lejos de entregarse a cruel desesperación, supo sufrir con paciencia y hasta con dulzura. He aquí su último mensaje que podría ser el mismo de Job: «post tenebras spero lucem», después de las tinieblas espero la luz.

Nuestros tiempos han ido formando un verdadero culto de la vida. De tanto buscar las fáciles satisfacciones y el «confort» a todo precio, se ha desembocado en un simple «spleen» sentimental, en un terrible hastío de la vida. En medio de esta confusión moral y política, contemplemos una vez más a Don Quijote. Ridículo a veces por sus extremos de locura, digno de lástima por sus frecuentes descalabros, es noble, es digno, es idealista, esforzado, desinteresado, merecedor, en todos los conceptos, de mejor suerte.   —158→   Se entregó, sin reservas ni claudicaciones, a su nobilísima empresa. Qué importa que no haya obtenido lo que el común de las gentes llaman trofeos, si logró una victoria que su fiel Sancho juzgara la más valiosa: la victoria sobre sí propio. Su solución es, en definitiva, la solución del desinterés y de la justicia. Nos enseñó a pasar sobre el propio yo, que es el hombre rudimentario; a vencer al hombre egoísta que todo lo calibra por el interés; a triunfar sobre el yo meticuloso que se lisonjea con atribuir a la prudencia su flojedad y su tardanza. Sin negar al bien útil su parte de bondad, supo subordinarle al bien honesto, como medio al fin. Contra los acomodaticios de toda laya, prefirió la buena esperanza a la ruin posesión (II, 7). Vencedor o vencido, el buen caballero acreditó con sus obras sus palabras (II, 66). Es incapaz de hacer traición a su programa, aunque postrado en tierra vea blandir sobre su rostro la lanza del rival: «Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra».

¡Te equivocas, Don Quijote, la honra no te ha sido quitada! La victoria material, en buena tesis, no concede derechos. Has perdido una batalla, eso es todo. Pero has ganado la unidad de un enjambre de pueblos que hablan tu mismo idioma, has enarbolado un ideal que conserva la voluntad personal dentro de la voluntad de Dios y que une el mundo de los acaeceres en el que todos padecemos con el mundo de los sueños en el que estamos solos. Los hombres ya no se podrán olvidar de Don Quijote cada vez que renueven sus sentimientos de hidalguía y de honor. ¡Y honra, verdadera honra de hijos de Dios, es lo que está necesitando el mundo de nuestros días!





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ArribaAbajoCapítulo XI

El eticismo de Don Quijote


1.- El bien. 2.- La dimensión más excelsa del hombre. 3.- Más allá de la ascesis. 4.- La vida de Don Quijote al servicio del bien. 5.- Espíritu de sacrificio y entusiasmo de Don Quijote.


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El bien


Dilucidar, dentro de lo posible, la noción del bien; hacer hincapié en nuestra dimensión más excelsa y en lo que está más allá de la ascesis, es un preámbulo necesario, antes de introducirnos en el eticismo de Don Quijote.

Estamos en constante relación con el bien. Como el ser, como la verdad, como la belleza, el bien es una noción inmediata, un trascendental, un objeto universal que todo ser busca para sí. Bueno es lo que todos apetecen, decía Aristóteles, y con él la filosofía medieval. Se apetece el bien precisamente porque perfecciona, porque hace ser lo que se está avocado a ser. Abrazando a todos los entes, el bien permanece, no obstante, superior y distinto de ellos. Capaz de corregir las naturales deficiencias de cada ser, el bien resulta deseable porque es perfecto. He aquí la íntima razón de la bondad: «unumquodque dicitur bonum inquantum est perfectum». (Sum. Theol., 1-5-5-c.)

  —160→  

El bien no sólo es objeto de deseo, cosa exterior y por lo mismo inasimilada y no poseída, sino que es también ya cierta perfección en el ser individual. Por eso se atribuye a todos los entes. ¿Es que podría concebirse algún ente que no poseyese algo y que no fuese algo?

Entera posesión de sí mismo, identificación total y completa -sin nada de opacidad- con lo que se es, adecuación a la mismidad, todo ello podría desprenderse de aquella profunda y sencilla frase del aquinatense: «integritas sive perfectio». (Sum. Theol., 1-39-8-c.) La perfección es la integridad absoluta. Ahora bien, sólo Dios es íntegramente él y se posee a sí mismo en plenitud. Por tanto, Dios es el ser íntegro que nos atrae. por su luz. Este «Sol de las inteligencias», como poéticamente le llama San Agustín, carece de tendencia y de deseos, permaneciendo «unum», «bonum», «verum»; pero simple, sin composición, sin referencia a otro ser. No sólo identifica en sí las cualidades trascendentales, sino que funda la razón de ser de las cosas y nos suministra la razón íntima y la finalidad última de los seres. Es posible, en consecuencia, poseer el bien por el mismo bien, esto es, por la interioridad del ser. La perfección cubre y cobija a las cosas en toda su entidad. Su ser y bondad participadas nos hacen asignarles su verdadero valor.

Amamos el bien por su perfección. Si no nos fuese semejante no le podríamos apetecer. Queremos integrarnos más y más en la misma bondad. Porque aunque somos bondad -relativa-deficiente- apetecemos más bondad, mayor adecuación a nosotros mismos, máxima permanencia en la perfecta integridad del propio ser. Tenemos potencia o virtud para acercarnos a la bondad. El principio eficaz de obrar con sigue la perfección de la naturaleza. Y lo bueno es difusivo...

  —161→  

Como hombres, nuestro bien humano consiste en ser, en permanecer, en obrar como seres humanos. Las operaciones se producen y terminan en el propio ser. La forma propia del hombre es lo que le hace ser animal espiritual; consecuentemente para que su actividad sea verdaderamente humana, menester es que se conforme en todo con la recta razón y con las necesidades íntegras del espíritu. Sólo disminuyéndonos a nosotros mismos podemos privarnos de asimilar una inagotable verdad, bondad y belleza.

Con la visión del ser -y sus trascendentales- empieza nuestra perfección. Iluminamos, con nuestra luz intelectual, cada cosa que escogemos para centrar en ella nuestra atención, elevándola a un orden superior. Moral, arte y ciencia son buenos en sí en la medida en que perfeccionan al hombre en su ser íntegro y completo. Porque el principio último de todo obrar es la persona.

Obramos siempre en vista de un objeto. Consiguientemente por el objeto se determina el contenido y la clase de obrar. Un orden de ser y de valores preside el mundo objetivo. Si el obrar afirma una relación objetivamente lesiva del ser para el hombre, es un obrar inmoral. La conducta que favorece al hombre como un todo y lo perfecciona es una conducta objetivamente moral. Y es claro que al hablar del hombre no podemos desligarlo de sus prójimos, porque existir es coexistir originalmente. Lo que destruye a la comunidad destruye al individuo. Por supuesto que en la práctica la regla general tiene que ser aplicada a casos particulares por los hombres.

No hay verdadero orden moral sin un fundamento en el orden entitativo. Podrán mudar las circunstancias o el conocimiento del orden moral pero la constitución misma de un hecho -moral o inmoral- no puede variar.

La persona espiritual e inmortal del hombre se   —162→   altera con cualquier hecho inmoral. Su tendencia al ser es algo dado. ¿Dado por quién? Tenemos que remontarnos a la voluntad creadora de Dios para explicarnos esa nuestra ultimidad otorgada. La obligación moral surge de nuestra propia entidad como un desborde de nuestro ser. La conciencia aplica las leyes abstractas a cada caso concreto. Actuamos para lograr la mayor plenitud del ser de nuestra humana personalidad.

Es preciso distinguir el bien relativo o «bonum secundum quid» (el cual se subdivide en ontológico y técnico) del bien absoluto o «bonum simpliciter» (bien honesto), que es el propio de los actos humanos en tanto que humanos. El dinamismo real de nuestra voluntad está orientado a un fin último: el bien en tanto que perfecto. Queremos los bienes imperfectos o restringidos en la medida en que tienden al bien perfecto y participan de él. Sin un último fin no hay fines intermedios. Y este último fin o bien supremo se nos presenta, a los seres libres; como algo que «debe ser» buscado, no como algo que «tiene que ser» por necesidad física. No cabe eludir esta alternativa: o nos ordenamos, por nuestras acciones humanas, a un ente creado o nos ordenamos -si no de un modo actual por lo menos de una manera virtual- al Ser fundamental y fundamentante.




ArribaAbajo- 2 -

La dimensión más excelsa del hombre


El hombre, sin el bien, no es hombre. Quiero decir que el bien es una dimensión esencial del ser humano. Y no una dimensión cualquiera, sino su más excelsa dimensión. Si la verdad es aspiración suprema del hombre, es porque se convierte en bien. Cabe   —163→   entonces afirmar que la aspiración del hombre al bien le es consustancial. O movido por el bien, o zarandeado por los rencores, la vanidad, los instintos...

A la presencia universal del bien respondemos con nuestro apetito innato. El ser es por antonomasia, en este sentido, el bien. Nuestro vivir, nuestro ser, no es más que una participación o comunión del ser. Decía Aristóteles que todos los seres tienden al bien, es decir, tienden a algo que es el bien. Y esta tendencia es insoslayable. Incluso en el estado de angustia radical que describe Heidegger, el ser humano sigue tendiendo al bien que le perfecciona. En el lenguaje técnico de la escuela se afirma que «la bondad formal del ser es la que explica y fundamenta la bondad activa». Lo cual quiere significar que el bien, precisamente por ser bien, es lo que atrae al hombre.

Supóngase que el hombre se inclinase o se decidiese hacia un falso bien, o bien aparente. El resultado sería no la perfección propia, sino la destrucción moral. En vez de consumación, consumición.

Observa Santo Tomás de Aquino: «Hay que hablar del bien y del mal en las acciones, de la misma manera que se habla del bien y del mal en las cosas» (I, II, c. 18, art. 1). Si la ley moral es la que sirve de orientación real, un acto será objetivamente bueno. Y será subjetivamente bueno si hay rectitud de voluntad. El bien logrado, aunque bien, no es bien absoluto. De ahí el dinamismo volitivo.

La «inquietud humana» se origina, precisamente, en la distancia siempre existente entre el bien absoluto y el bien apropiable. «El hombre está siempre en vilo, porque está siempre suspendido de una estrella a la que aspira, que le sirve de luz y guía -escribe Adolfo Muñoz Alonso-, pero a la que no consigue fijar en el cielo de su corazón». Mientras contemplemos la grandeza y excelsitud esencial del bien posible, no cabe descanso en el bien apropiado.   —164→   Sólo un iluso puede satisfacer plenamente su tendencia con los bienes, que no son, en última instancia, más que fragmentos del bien. Ante los bienes, se da un indeterminismo deliberativo; pero ante el bien, el determinismo de la voluntad es ineludible.

Cuidémonos de no hacer de un bien cualquiera, el bien. La irrequietud -tan admirablemente descrita por San Agustín- surge por la condición menesterosa de los bienes y por la añoranza del bien para el que fuimos creados.

Sobre un determinado plano histórico en el que estamos, queremos y aspiramos a un bien concreto. Es en la situación en que estamos en la que nos ganaremos a nosotros mismos en el bien o en la que nos perderemos en los falsos bienes.

Pero, ¿qué es el bien?, preguntará alguien con impaciencia. De los trascendentales del ser no cabe ninguna definición. Bástenos decir que el bien es la perfección del ser, esto es, lo que le conviene o le es debido. El mal es imperfección, carencia. En este sentido, todo ser existente -por tener una esencia y por existir- es en sí bueno. Lo que no quiere decir, por supuesto, que por tener todo ser algún bien tenga todo bien posible. Sólo quien sea omniperfecto -Dios- tendrá como bien poseído todo bien por poseer.

Hay bienes que no apetecemos en sí y por sí, sino como medios para otros fines. Se trata de bienes útiles. Otros bienes, en cambio, los apetecemos en sí, pero no por sí, sino como algo que siguen y dependen del fin. Estos son los bienes deleitables.

Pero hay también un bien apetecible y apetecido en sí y por sí mismo, el fin o bien absoluto.

Una especie de peso o gravedad de la naturaleza hace tender al hombre, en todos sus actos, hacia su bien absoluto, hacia su felicidad. Y esta felicidad no se la puede dar al hombre el mundo entero, ni la humanidad.

  —165→  

Ocúrresenos proponer el que se haga una historia: la historia de los errores humanos al convertir un bien determinado -las riquezas, los placeres, la ciencia, la fama, la humanidad- en el bien absoluto. Esta historia nos mostraría la miopía y el daltonismo de teóricos consagrados y de épocas reconocidas. Y si se ahondara en las causas fácilmente se descubriría la concupiscencia y la soberbia de la vida, como promotoras principales de los errores garrafales en que incurrieron hombres de genio.

Quede bien clara una cosa: nuestra condición de mendigos de una existencia plenaria que las cosas de esta vida no puedan brindarnos. ¡Qué hondamente sentimos y comprendemos aquella frase genial de San Agustín «Feciste nos ad te, et inquie tum est cor nostrum, donec requiescat in te!»; nos hiciste para Ti, e inquieto está el corazón nuestro, danos descanso en Ti. El no encontrar descanso en el mundo y en los seres intramundanos es nuestra prerrogativa esencial y nuestra dimensión más excelsa.




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Más allá de la ascesis...


«Lo que debe dominar la vida es la preocupación por hacer nuestra obra, ocupar el puesto que nos corresponde en el orden universal, realizar nuestra vocación. Lo que constituye la grandeza del hombre es el que haya en el mundo, por el hecho de haber pasado por él, algo que sea su aportación y confiera al mundo una belleza más».


L. Leclercq                


La ascesis, aunque de gran importancia en la moral, no tiene la última palabra. Si la tuviera, la moral postularía un tipo de perfección más bien negativo, que tiende a comprimir más que a dilatar. Está muy   —166→   bien combatir los movimientos desordenados de la naturaleza, pero es mucho mejor alentar las tendencias generosas.

Después del dominio de la carne, de las miradas, del pensamiento, de los afectos... después de la formación del carácter, queda todavía mucho por hacer. En rigor, no se ha hecho aún lo más importante. No es que pretendamos negar que la ascesis constituya el primer elemento permanente de la vida moral. Pero los moralistas que subrayan casi exclusivamente el aspecto voluntario de la actividad, orientan hacia un tipo de perfección que destruye toda espontaneidad afectiva. Y nosotros no queremos desembocar en un ideal tan poco humano. Porque más allá de la ascesis está el desprendimiento y el amor...

El control de la voluntad sobre los sentidos, la imaginación y el amor propio, no puede ser nuestro último fin. Trátase de un estadio preparatorio, de un primer momento, de un tratamiento terapéutico preliminar. Pero una vez realizado el autodominio, hay que pensar cuál va a ser la dirección que le demos a nuestra vida. Al decir que la preocupación ascética en moral descansa en una concepción más bien pesimista de la vida, no queremos caer en el otro extremo -optimismo naturalista- que hace amar la vida como torrente ciego de energía, oponiéndose a cualquier tendencia que ahogue el espontáneo desarrollo de la vida.

El amor polariza toda la existencia. El amor gobierna la vida. «Dime a quién amas y te diré quién eres», ha dicho -y con sobrada razón- un moralista. La orientación que tome cada vida humana será totalmente diferente, según que ame la riqueza, el poder, el placer carnal, los honores, la belleza plástica o Dios. Necesariamente el corazón se halla centrado en algo. Si se desprende de un bien, no es   —167→   para caer en el vacío, sino para asirse más fuertemente a otro bien. Por eso el desprendimiento es inconcebible sin amor. El que se apega a sí mismo, desprendiéndose de todos los otros bienes, se deforma radicalmente.

Desprenderse de los valores inferiores para entregarse a los valores superiores, es identificarse con la verdadera libertad. Porque no se le puede llamar libre a un hombre que esté sujeto a la carne, a las ambiciones sociales, a sí mismo. Es un esclavo de sus pasiones. Si el hombre no se compromete en el amor, cae en la esterilidad.

La plena fecundidad de la ascesis -ha dicho el filósofo belga Jacques Leclercq- exige que esté dominada por la preocupación del desprendimiento, y la plena fecundidad del desprendimiento exige que esté dominada por el amor de los valores superiores en los que encuentra el hombre la realización de su ser.

Cabe decir que la vida está hecha de acción y que la acción es la gran escuela de la vida. La mayor parte de los hombres no reflexionan más que a propósito de la acción. Y sin embargo, los tratados corrientes de moral impulsan poco a la acción. Es preciso que sepamos gobernar nuestras acciones. Menester es que elijamos las formas de la acción en la medida en que las circunstancias nos lo permitan. Podemos enmarcar la vida en una acción que estimule las aspiraciones morales, sin olvidar que la acción debe ser dirigida por la preocupación de la obra.

¡Actuemos, sí, pero actuemos humildemente, penosamente, caritativamente! El éxito es peligroso. Prefiramos, como verdaderos sabios, la oscuridad. Los que buscan el brillo de la fortuna humana la pagan con su alma: «sic transit gloria mundi». No obstante, debemos aceptar esas posturas peligrosas, de brillo   —168→   mundano, si son exigidas por la obra que estamos avocados a realizar. Así fue como San Luis aceptó ser rey y San Gregorio (el Grande) aceptó ser Papa. Los moralistas señalan que «los honores humanos se hallan frecuentemente contrabalanceados por cargas, responsabilidades, preocupaciones y luchas en que el hombre puede encontrar materia de perfección. El éxito se paga frecuentemente con contradicciones y a veces persecuciones. Los que son objeto de grandes admiraciones son también frecuentemente objeto de críticas y odios. Las carreras peligrosas son las carreras fáciles, pero las carreras brillantes son a veces difíciles». La alabanza divina la podemos encontrar, más o menos directamente, en la verdad que se busca en el trabajo filosófico o científico, en la belleza que se persigue en la obra de arte y en todas aquellas formas de acción que nos descentren de nosotros mismos. La cuestión está en que el hombre se olvide de sí mismo para absorberse en el amor.

Vayamos más allá de la regla. negativa del no-pecado. Enamorémonos -regla positiva- del bien que se expresa en la obra. Cristo nos ha dicho que discípulo suyo es «el que hace la voluntad de Mi Padre que está en el Cielo». Quedarse en la simple evitación del mal, sin hacer nada positivo, es caer en orgullo, en egoísmo, en pereza. El verdadero sabio se apoya en Dios, se desprende de sí mismo, se recoge, y en el silencio interior considera la vida bajo el ángulo de la verdad. Y ya en este estadio siente un asombro que le absorbe: oración laudatoria.

Después del estudio precedente, se puede abordar mejor el examen de la vida de Don Quijote al servicio del bien. Ahora estamos en posibilidad de comprender y -valorar ese espíritu de sacrificio y entusiasmo del Caballero de la Triste Figura.




ArribaAbajo- 4 -

La vida de Don Quijote al servicio del bien


En el mundo entero no hay nada más profundo y potente que esta obra. Hasta ahora es la última palabra, y la más grande del pensamiento humano, es la ironía más amarga que el hombre haya podido jamás expresar. Y si el mundo llegara a acabar y se preguntara a los hombres allá abajo, en cualquier lado: «¡Y bien! ¿Si habéis comprendido vuestra vida sobre la Tierra, a qué conclusiones habéis llegado?». Ellos podrían, en silencio, enseñar al Quijote: «Aquí está mi conclusión sobre la vida, ¿podréis, por ventura, a causa de ella, condenarnos?».


Dostoievski                


Don Quijote está en constante relación con el bien. Su vida entera la pone al servicio del bien. Quiere ser un siervo de Dios en la tierra, unos brazos por los que se ejecuta en ella su justicia. Como caballero, sabe que su bien consiste en ser, en permanecer, en obrar como caballero andante. Obra siempre en vista de la justicia y de la caridad. El dinamismo real de su voluntad está orientado a un fin último: el bien en tanto que perfecto. Decir, como lo dice Unamuno, que Dulcinea simboliza la gloria que persigue Don Quijote, es caer en el campo de las interpretaciones estrictamente subjetivas. Dulcinea es, simplemente, su dama; con todo el significado que una dama tenía en los libros de caballerías para un caballero andante.

La dimensión más excelsa de Don Quijote es ese su peculiar eticismo. La aspiración al bien le es consustancial. Nunca le vemos zarandeado por los rencores, la vanidad, los instintos... Aparece siempre movido por su apetito de justicia, por su amor a los desamparados. En el cumplimiento de su vocación siente que está su felicidad. Una especie de peso o   —170→   gravedad de su naturaleza le hace tender, en todos sus actos, hacia el valor de lo caballeresco. No encuentra descanso en el mundo y en los seres intramundanos, porque vive en todas sus aventuras y desventuras -aunque tal vez no lo sepa con toda claridad- aquella inquietud genialmente apuntada por San Agustín: «Nos hiciste para Ti, e inquieto está el corazón nuestro; danos descanso en Ti».

Lo que domina la vida de Don Quijote es la preocupación por hacer su obra de caballero, el imperativo de ocupar el puesto que le corresponde en el orden universal. Lo que constituye la grandeza de ese personaje es el que haya en el mundo de los objetos ideales, por el hecho de estar en él, algo que confiere al mundo una dignidad y una belleza más. Toda esa ascesis del caballero es un estadio preparatorio. Es casto, temperante, cortés... Pero su ascesis está dominada por la preocupación del desprendimiento. Y su desprendimiento es fecundo porque está dominado por el amor de los valores superiores, en los que encuentra la realización de su ser. Don Quijote, enamorado de la regla del bien que se expresa en la obra, va más allá de la regla negativa del no-pecado.

«Don Quijote y Sancho -expresa P. Giralt- no son moralmente dos tipos perfectos y sostenidos. Si lo fueran, no serían figuras humanas; no veríamos, como vemos en ellos, correr la sangre bajo el relieve azul de sus venas; ni sentiríamos como sentimos el palpitar de sus pechos, el gesto de sus fisonomías y el brillo de sus ojos... Don Quijote no es un ideal completo en el sentido exacto de la frase; y tanto no lo es, que a menudo la palabra quijotismo se entiende como una jactancia risible. El caballero manchego tiene en general buenas intenciones, pero no resultan buenos sus actos cuando no los ajusta al sentido de la realidad. Dotado de un excelente corazón,   —171→   sabe dar admirables consejos; pero su chifladura le impide llevarlos con fruto a la práctica. Sus mismas virtudes se malogran por ineficaces. Es ridícula su honestidad extrema, y muchos de sus alardes justicieros acaban por ser lamentables desaguisados. Don Quijote es, por lo general, discreto, comedido, sincero, valiente y virtuoso; pero a ratos se muestra irascible, fanfarrón, entrometido, fatuo, mal pagador y hasta cobarde. Mas con todos sus defectos, lo hallamos siempre razonable y simpático, tal vez porque se parece a todo el mundo»74. Cervantes no pretende dibujar ángeles, ni construir símbolos, sino expresar los personajes que viven en su fantasía, con ese auténtico calor humano. Don Quijote no es un ser químicamente puro. Desprovisto de un sentido de realidad y de crítica es, no obstante, un hombre de corazón noble, de alma amante, dotado de una fuerte voluntad e inteligencia. Diserta con ecuanimidad y poesía, aunque actúe -con mucha frecuencia- torpe y estúpidamente. Resulta excesivo afirmar que es ridícula su honestidad extrema y que, en ocasiones, es mal pagador y hasta cobarde. Su honestidad -verdaderamente admirable- está más allá del ridículo. Desfallecimientos de voluntad sí que los tiene, pero nunca se le puede llamar cobarde. Y si no paga en las ventas es porque se acoge a los fueros y a los usos de la andante caballería. Su conciencia, aunque errónea, es la norma próxima de moralidad que le salva.

En abono de Don Quijote quedará siempre -¡qué duda cabe!- esa excelsa locura del idealismo, esa fuerza propulsora del bien, al que ni vence ni cansa la derrota. Es claro que quisiéramos que el caballero manchego no caminase con ojos vendados para la realidad. Su ceguera nos duele. Con un caballejo,   —172→   una débil armadura y un cuerpo no menos frágil no se puede implantar el fin objetivo, ideal, que se ha apoderado de su pensamiento. Aquí encontramos, los lectores, la tragedia de nuestra propia nada.

El generoso atrevimiento quijotesco hace de cada fracaso un triunfo de conciencia. En su pelea contra los que considera viles, llega hasta el sacrificio. Y para llegar al sacrificio -dicho sea de paso- hace falta un poco de santa locura. De esa santa locura participan todos esos héroes de diversa prosapia que se juntan -como dice Vasconcelos- en el desfile quijotesco: «los que tuvieron la ambición de crear patrias nobles y grandes y se vieron traicionados por los viles; los que engañados una vez, tornaron a confiar; los que padecieron traición y vuelven a entregar su amor; los fracasados, porque su arrojo excedió a sus medios; los que pusieron en el empeño todo su ímpetu y cayeron, sin embargo, sin culpa propia o con culpa; todos habrán de escuchar, en un instante de espléndida justicia, la voz de Aquel que sonríe y bendice, aunque apostrofe: creíste poder redimir sin redimirte antes tú mismo; no mediste tu fuerza, pero la usaste; lo malo es tener algo y reservárselo, dejar de emplearlo en la causa del Bien; jugaste a Dios, creyéndote llamado a enderezar entuertos y causaste daños, risibles unos, ciertos otros; pero el fin puro de tu afán te salva y queda de lección para que otros actúen con más prudencia»75. La generosidad, ese darse a los prójimos y a las buenas obras olvidándose del yo egoísta, salva y dignifica a Don Quijote. Y esa generosidad tiene, como ingredientes, el entusiasmo y el espíritu de sacrificio.



  —173→  

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Espíritu de sacrificio y entusiasmo de Don Quijote


¿Qué representa en sí Don Quijote? Ante todo, la fe; la fe en algo eterno inmutable y puro. En otras palabras, la fe en la verdad que encontrándose fuera del individuo no se le entrega fácilmente, exige de él servidumbre y sacrificio; la fe en la verdad, que es accesible por medio de la constancia en el servicio y por medio de la fuerza del sacrificio. Don Quijote está por entero penetrado de la lealtad a su ideal y para servir a ese ideal está dispuesto a sufrir todas las posibles privaciones, a sacrificar la vida. Él estima su propia vida sólo en la medida que ella puede servir como medio para la realización de su ideal, que consiste en implantar la verdad y la justicia sobre la tierra.


Iván Turguenef                


Muchos lectores del Quijote, deslumbrados por su aspecto cómico, no reconocen en la palabra «quijotismo» un alto principio de sacrificio. El 10 de enero de 1860, el gran escritor ruso Iván Turguenef pronunció una conferencia intitulada «Hamlet y Don Quijote». Dejaremos un tanto de lado el interesante paralelo, para destacar, preferentemente, la imagen que Turguenef se hizo del Quijote.

Aunque en nuestro tiempo abunden más los Hamlet que los Don Quijote -sin que los Don Quijote hayan desaparecido-, cada uno de nosotros tiende, bien hacia Don Quijote, o bien hacia Hamlet. «Vivir sólo para sí, preocuparse sólo de sí mismo, esto Don Quijote lo consideraría vergonzoso. Todo él vive (si puede decirse de este modo) fuera de sí, para los demás, para sus semejantes, para el aniquilamiento del mal, para oponerse a las fuerzas enemigas de la humanidad -hechiceros y gigantes-. Es decir, los opresores. En él no hay huella alguna de egoísmo, él no se preocupa de sí, él es todo sacrificio -aprecien   —174→   bien esta palabra-; él cree firmemente y sin reservas»76. Para Turguenef -y en esto no lo podemos seguir- Don Quijote cree firmemente y sin reservas. Pensamos nosotros que la fe de Don Quijote se alimenta, en buena parte, de dudas. Bien podría repetir la frase evangélica: «Creo, Señor, ayuda mi incredulidad». Limitémonos tan sólo a recordar el asombro de Don Quijote, como quien despierta de un sueño, cuando le reciben en el castillo ducal como a un caballero andante. Cervantes observa: «de todo lo cual se admiraba Don Quijote; y aquel fue el primer día que todo en todo conoció y creyó ser caballero andante, verdadero y no fantástico». Esto significa, en buena lógica, que antes de este episodio Don Quijote creía a medias, es decir, quería creer que era autentico caballero andante. Y su voluntad de creer -que no era fe en plenitud- le llevó a extremos heroicos. Se daba por satisfecho con la ropa más pobre y con el más mínimo alimento. Su inflexible voluntad tendía siempre hacia un mismo fin. Hay quienes piensan que esta permanente aspiración del caballero manchego da una cierta monotonía a sus pensamientos y una peculiar unilateralidad a su mente. Es posible; pero, en todo caso, no se puede negar que conocer bien la causa por la que se vive sobre la tierra es la principal sabiduría. Y esta sabiduría sí que la tenía Don Quijote, por más que el mismo mundo real desapareciera ante sus ojos, derritiéndose como cera al fuego de su entusiasmo. Podría ver moros vivientes en los muñecos del retablo, y caballeros en los borregos, y gigantes en los molinos de viento; pero sus convicciones morales permanecen siempre inalterables. Su entusiasmo al servicio de una idea clavó -como un árbol secular- profundas raíces en   —175→   la tierra. ¡Qué importa que su primer intento de libertar de opresores a inocentes caiga como una doble desgracia sobre el mismo inocente, y que pensando habérselas con peligrosos gigantes cargue contra molinos de viento! Lo que cuenta es que este hombre pobre, casi mísero, sin medios ni relaciones, viejo solterón, se impone el deber de enderezar entuertos y defender oprimidos dondequiera que los haya.

«Nos reímos de Don Quijote... pero, ¿quién de nosotros puede en conciencia, preguntándose a sí mismo, a su pasado, a sus actuales convicciones, afirmar que siempre y en todos los casos, diferencia y diferenció el cobre del barbero del maravilloso yelmo de oro?... Porque nos parece -apunta certeramente Iván Turguenef- que lo principal es la pureza y la fuerza de la propia convicción... El resultado está en manos del Destino. Sólo el puede demostrarnos si peleamos con fantasmas o con enemigos verdaderos, y con qué casco cubrimos nuestra cabeza... Nuestro deber es armarnos y luchar...»77.

Cuenta Turguenef que un Lord -buen juez en este aspecto- calificó en su presencia a Don Quijote como el modelo del auténtico gentleman. Me parece que el Lord pecó, en su juicio, por defecto. Don Quijote, por ser hidalgo, es más que «gentleman». Se ha dicho que al «gentleman» -hermano menor del hidalgo- le importa más el mundo y las virtudes sociales. Para el hidalgo, lo que cuenta es guardar la honra y hasta ganarla. Y esto, más que ambición, es cosa de vocación. La hidalguía de Don Quijote se puede constatar, a cada momento, en la sencillez de sus maneras, en el respeto -no preocupación- a sí mismo y a los demás, en la falta de pose.

La fantasía del entusiasta Don Quijote le lleva, en muchas ocasiones, más allá de donde quisiéramos.   —176→   Preciso es reconocer, sin embargo, que después de haber pagado caros tributos a la grosera casualidad y a la descarada e indiferente incomprensión, después de haber sufrido las bofetadas de los fariseos, el Caballero de la Triste Figura conquistó para sí la inmortalidad, y esta se abrió para él en los siglos de los siglos.

Han desaparecido para siempre de nuestro campo visual las novelas de caballerías. Y, no obstante, nuestra cultura tiene, en Don Quijote, un factor perdurable. Las generaciones humanas se han venido convirtiendo, sucesivamente, en un satélite eterno que gira en torno a la genial creación cervantina. La adversidad fue, para el alma creyente de Cervantes, más provechosa que la próspera fortuna. Bien pudo haber repetido con el gran filósofo cristiano Boecio: «Etenim plus hominibus reor adversam quam prosperam prodesse fortunam». («De Consolatione Philosophiae». Lib. II, prosa VIII.) No hubo en el imprecaciones ni amargos lamentos contra la adversidad. Aguantó las majaderías del vulgo y comprendió las debilidades humanas. Sin destemplanzas ni prejuicios, pensó que las cosas del mundo no pueden dejar de ser como aparecen y que la obra de Dios no puede ser más perfecta de lo que es. ¿No es acaso un trasunto de su convicción de que es buena la obra de Dios en este mundo ese extenso e intenso interés de Cervantes por la vida?

«Todo pasa -dijo el apóstol-, sólo el amor queda». Por ese poderoso amor que sintió Don Quijote -verdadero entusiasmo- ha permanecido en la memoria de los hombres.






ArribaAbajoCapítulo XII

Derecho y política en el Quijote


1.- Ontología del Derecho. 2.- El Derecho y la coacción. 3.- La seguridad jurídica. 4.- Disquisiciones sobre la justicia. 5.- El bien común. 6.- Ideas cervantinas sobre el Derecho. 7.- El sentido justiciero de Don Quijote, la coacción y la seguridad jurídica. 8.- La política en el Quijote. 9.- La prudencia política de Sancho Panza.


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Ontología del Derecho


El ser jurídico se nos muestra ubicado en el fino y sutil mundo del espíritu. Bien se trate de Derecho como sinónimo de lo que a cada uno corresponde como suyo, bien se hable del conjunto de normas, reglas o disposiciones vigentes en un grupo social o una parte orgánica del mismo, bien se evoque la facultad moral de hacer o no hacer, siempre subyace la idea de algo que atañe a la humana conducta y va teñida de las notas de racionalidad y de libertad.

Nunca encontraremos el ser del Derecho entre los determinismos ciegos de la materia, porque su entidad pertenece al mundo cultural-espiritual-histórico bajo el modo de ser de una forma de vida social. Los hombres tenemos conciencia de que el derecho es fruto de nuestro espíritu. Sabemos que lo jurídico es una dimensión vital nuestra, algo en que existe   —178→   huella de nuestra personalidad íntima, activa y creadora. Esas formulaciones imperativas de una voluntad -la del legislador- iluminada por la inteligencia, están presididas por ideas y por fines objetivos. Trátase de un orden que ajusta la convivencia con arreglo a la justicia, a la seguridad y al bien público temporal. Mientras en los fenómenos físicos hay unas rígidas y necesarias conexiones inflexibles, en el Derecho hay criterios racionales finos y dúctiles, susceptibles de violación y, sin embargo, necesarios moralmente. Esa realidad espiritual, externamente plasmada en el vivir de los hombres, posee una estructura normativa y teleológica.

Cuando se ha tratado de emplazar el Derecho dentro de los entes no sensibles (y específicamente dentro de los valores) se ha caído en los excesos del racionalismo yusnaturalista. Por el contrario, cuando se ha pretendido insertar el Derecho en la esfera del mundo sensible, se ha caído en los desvaríos del psicologismo, del biologismo o del sociologismo jurídicos.

Si la experiencia de algo, en cuanto conocimiento, implica aquellos cuatro elementos señalados por Edmundo Husserl en sus «Investigaciones Lógicas», la experiencia del Derecho puede ser expresada como lo ha propuesto el Dr. Luis Legaz Lacambra, Rector de la Universidad de Santiago de Compostela:

1.- Las palabras, la costumbre o uso social, etc., son el signo de una realidad social.

2.- Esas palabras, costumbres, etc., poseen una significación normativa.

3.- El objeto mentado en la norma es una conducta humana que debe ser (del legislador, del juez, del individuo), y una conducta humana que es en cuanto no debe ser o en cuanto que puede lícitamente ser (por consiguiente, siempre en cuanto debe ser   —179→   para algo: para aplicar una sanción o sancionar un impedimento).

4.- No hay intuición de la conducta que debe ser o en cuanto debe ser, sino sólo de la conducta que es en cuanto ser.

En resumen, Legaz Lacambra sostiene que las normas constituyen el objeto de la Filosofía del Derecho en cuanto teoría de la ciencia jurídica, por cuanto que la ciencia jurídica conoce una realidad transida de normatividad. «Las normas jurídicas como proposiciones normativas sirven a la ciencia del Derecho para conocer la conducta; pero el ser de esa conducta no interesa a la ciencia jurídica en cuanto es, sino en cuanto debe o no debe ser o en cuanto puede ser (que es también un deber ser para otra cosa). Ahora bien, la esencia de la norma es ser la objetivación de una forma del vivir social, y la vida social es una realidad existencial, un substratum fáctico de la norma, y puede decirse que el Derecho es la unidad de este substrato y su objetivación normativa»78.

La nueva ontología «pluralista» del ser, en armonía con la extensa multiplicación de datos y sectores de nuestra experiencia y vivencia, ha proyectado sus luces sobre el Derecho. Aprovechando las ideas de la filosofía tradicional, y singularmente tomista, se preocupa de precisar por vía inductiva la estructura óntica de la esfera, capa o región de lo jurídico. En la fenomenología de la conciencia y de lo histórico se ha revelado la esfera peculiar del ser espiritual-cultural de lo jurídico, condicionado por las otras esferas, pero sin embargo con sus leyes propias y sus finalidades de sentido y valor. Problema que no interesa sólo a la inteligencia, sino a la voluntad.

El Derecho es una regla de vida social, una ordenación positiva y justa, establecida por la autoridad   —180→   competente en vista del bien público temporal. Trátase de un conjunto de leyes que tienen por misión conservar la necesaria proporción en las relaciones esenciales a la convivencia, mediante la previa atribución de lo que corresponde a cada quien. En principio, este orden está provisto de sanciones para asegurar su efectividad.

No podemos desconocer el dato social del Derecho, la realidad; pero tampoco podemos hacer del Derecho un puro manejo técnico de hechos ayuno de principios y de fines de razón. Sin un sistema de leyes morales (género próximo) que rigen el cumplimiento de la justicia (última diferencia) estableciendo derechos subjetivos y deberes jurídicos, no podremos nunca entender, en plenitud, el fenómeno jurídico.




ArribaAbajo- 2 -

El Derecho y la coacción


La sanción no es un elemento indispensable del Derecho. La mayor parte de los seres humanos obedecen la ley porque conocen su necesidad y no por temor del castigo. La coacción, sin ser esencial, se desprende como propiedad de la naturaleza y del fin del Derecho. La sanción viene tras el Derecho; desde afuera se le asocia y ocurre en su auxilio. No hay que olvidar que la coacción es en ocasiones innecesaria; otras es imposible, y algunas veces inoportuna.

Si la coacción fuera nota esencial de la norma jurídica, tendríamos, entre otras -advierte el doctor José Corts Grau, Rector de la Universidad de Valencia-, estas consecuencias:

a) En cuanto faltara o se eclipsara el poder coactivo,   —181→   quedaría desvirtuada la norma; a mayor coacción, más clara virtud normativa.

b) La sentencia de un juez inerme no sería derecho.

c) Decir que tenemos derecho a una prestación o a un objeto supondría tener también la fuerza actual para exigir.

d) Un hombre desvalido sería un hombre falto de derechos, cuando precisamente la violencia ajena es la que viene a destacar en un hombre indefenso su derecho a la vida, o a la propiedad, etc.

En su sentido cerrado de fuerza física, la coacción nunca podrá ser nota esencial del Derecho. La norma jurídica puede ser violada, pero no por eso pierde su validez. Además, es preciso recordar que el deber existe antes que el derecho y subsiste aunque no se emplee fuerza alguna sobre el sujeto obligado.

Giorgio del Vecchio ha propuesto una distinción entre el concepto «coacción» y el concepto «coercibilidad». Lo esencial no es disponer de la fuerza cuando se tiene el derecho (coacción), sino la virtualidad, la facultad de emplearla, si contáramos con ella y fuese necesario (coercibilidad). He aquí el argumento con sus propias palabras: A menudo se habla indiferentemente de coercibilidad y de coacción. El primer término es, sin embargo, mucho más propio, porque con él entendemos la posibilidad jurídica de la coacción, la coacción virtual, en potencia, no en acto. Si afirmáramos que la coacción en acto es esencial al Derecho, la mera observación de un solo caso en el cual no se verificara la coacción contra la ofensa bastaría para destruir la teoría. Pero lo que afirmamos es una posibilidad de derecho, y no de hecho, esto es, la posibilidad jurídica de impedir un entuerto cuando este se presentare79.

  —182→  

El ideal jurídico, al cual debemos aspirar siempre los hombres, es que por los actos jurídicos circule «la sangre de la propia convicción». (Binder.) Pero la realidad humana, la cual no puede ser perdida de vista, nos muestra el hecho incontrovertible de que los mandatos y prohibiciones del Derecho son observados, frecuentemente, por temor a las sanciones del poder estatal. «La coacción -afirma, el profesor Max Ernst Mayer- está constituida por el poder y la fuerza en su recíproca condicionalidad: hay que afirmarlo así, porque la amenaza de coacción («vis compulsiva», coacción psíquica) es el instrumento primario de protección, y su realización («vis impulsiva», coacción física), el secundario; y sobre todo, porque la segunda forma de coacción no es una acción cualquiera, sino precisamente un acto de fuerza, una reclusión, una confiscación de bienes o algo semejante, generalmente una pérdida de derechos80.

La dignidad de la Ley reside en el hecho de que es una norma del obrar humano ajustada a la razón, o si se prefiere emplear la definición clásica: «una ordenación de la razón para el bien común». Por eso la coacción no es nota esencial del Derecho, aunque la Ley jurídica exija un poder coercitivo de parte del Estado, en contraste con la ley moral que no lo requiere. «De aquí se sigue -expresa F. V. Martens en frase que en el fondo es exacta- que la coacción es más bien un elemento de injusticia que de derecho, ya que este último, mientras funciona normalmente, no tiene necesidad de ser establecido por la violencia». El Derecho, como realidad espiritual, externamente plasmada en el convivir de unos seres corporales y sensibles, los hombres, es   —183→   dirección, norma, finalidad. Esto es lo que nunca puede omitirse en una caracterización fundamental del Derecho.




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La seguridad jurídica


«La seguridad es la garantía dada al individuo de que su persona, sus bienes y sus derechos no serán objeto de ataques violentos o que, si estos llegan a producirse, le serán asegurados por la sociedad protección y reparación».


J. T. Delos                


El ordenamiento jurídico responde a la ineludible necesidad de un régimen estable; a la eliminación de cuanto signifique arbitrariedad. Lo contrario de la seguridad o «regularidad inviolable», al decir de Stammler, es la arbitrariedad o «irregularidad caprichosa».

La seguridad jurídica reclama no solamente que las normas estén bien determinadas, sino que su cumplimiento quede cabalmente garantizado.

Cabe hacer una consideración subjetiva de la seguridad, pero puede también -y debe hacerse- una consideración objetiva de la misma. Subjetivamente, la seguridad es la convicción que profeso de que la situación de que gozo no me será arrebatada o perturbada por la violencia. Pero este sentimiento subjetivo tiene sus raíces en las reglas y principios que rigen la vida social. De ahí el indisoluble ligamen entre el sentido subjetivo y el sentido objetivo de la seguridad. Objetivamente la seguridad reposa en todo ese aparato de organización social: el ejército, la policía, los tribunales de justicia, el orden de la comunidad. Esa armadura jurídica que está ahí, que   —184→   me es patente, es la causa de mi sentimiento de seguridad. En el aspecto social, positivo y técnico del derecho se finca esa «regularidad inviolable». Se ha propuesto el término de «certeza» para designar ese «saber a qué atenerse», ese dato subjetivo que me tranquiliza en la vida de relación, reservándose la palabra «seguridad» para denotar una situación objetiva de la vida social. «En el concepto de seguridad jurídica están implicadas -afirma el Lic. Rafael Preciado Hernández- tres nociones: la de orden, la de eficacia y la de justicia»81. El derecho positivo debe tener un orden o plan general, pero este orden no sólo debe ser teórico e ineficaz, sino que debe tener vigencia práctica, y esta eficacia o facticidad del orden legal no debe chocar contra la justicia porque -menester es recordarlo- un orden injusto no puede ser seguro.

Es, para nosotros, inadmisible el criterio de Gustavo Radbruch, distinguido filósofo del derecho que sostiene que entre los fines jurídicos de justicia, seguridad y bien común existe una desarmonía y una antinomia viviente. Tampoco estamos de acuerdo con el eminente tratadista hispánico de filosofía jurídica Luis Recasens Siches cuando supone que «podríamos decir que cabe que haya un derecho -orden de certeza y con seguridad impuesta inexorablemente- que no sea justo»82. La experiencia nos enseña que las llamadas leyes injustas ni benefician ni duran. En un régimen injusto sólo puede existir una apariencia de seguridad que desaparecerá tan luego como el movimiento revolucionario subrepticio explote. Todo lo que se oponga a las exigencias de la naturaleza humana -y la injusticia se opone- no puede perdurar ni, por ende, reunir los requisitos de estabilidad   —185→   y eficacia que se suponen en la seguridad jurídica. En la tercera sesión del Congreso del Instituto Internacional de Filosofía del Derecho y de Sociología Jurídica (1937-1938), Louis Le Fur defendió la tesis de «que la justicia y la seguridad, lejos de ser verdaderamente antinómicas, son más bien los dos elementos, las dos caras del bien común o del orden público que, bien comprendidas, tienen el mismo sentido, un poco como se dice indiferentemente libertades individuales o derechos públicos, según que uno se coloque en el punto de vista del individuo o de la sociedad».

Gracias a la seguridad podemos estudiar, trabajar, ahorrar para el porvenir y proyectar. Gracias a ella nuestra vida no se disuelve en una pluralidad de momentos angustiantes y podemos cumplir continuamente la vocación.




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Disquisiciones sobre la justicia


«Constans ac perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi».


Ulpiano                


«De la conformidad del acto libre del hombre con el orden jurídico surge la noción de la justicia. Es el ser humano -y en esto se diferencia de los otros seres- el que tiene que ajustar sus acciones a las exigencias de su naturaleza racional. Pero la naturaleza específica del hombre no se desarrolla convenientemente sino en el seno de la sociedad. Consiguientemente, ‘justicia’, en el sentido propio, vendrá a ser la adaptación de las operaciones o de la conducta del hombre a las exigencias esenciales de su naturaleza social» (Sancho Izquierdo). Si todo orden   —186→   social implica relaciones entre sus miembros, el derecho ha de regir la conducta social de estos a través de la realización de la justicia.

Como virtud, la justicia es -explica Santo Tomás- el «hábito según el cual, alguien, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno su derecho» (Sum. Theol. 2, 2, q. 58, art. 1). Y se entiende por «suyo» en relación a otro todo lo que le está subordinado. Considerada como virtud, la justicia tiene dos propiedades: 1) decir relación a otro, y 2) decir relación a un deber.

Lo que la justicia manda dar puede serlo de la comunidad o del individuo. De ahí que se divida la justicia en general o legal y particular, subdividiéndose, esta última, en distributiva y conmutativa.


ArribaAbajoLa justicia general o legal

Cada miembro es deudor a la comunidad de todo aquello que es necesario para la conservación y prosperidad de la misma. Por eso la justicia general o legal exige que todos y cada uno de los miembros de la comunidad ordenen adecuadamente su conducta al bien común. Sobre gobernantes y gobernados pesa la obligación de actuar de acuerdo con lo que reclama el bien común. El sujeto activo en esta relación lo es, consecuentemente, la comunidad, mientras que el sujeto pasivo lo es el individuo, llámese ciudadano o gobernante. Se ha dicho, en frase gráfica, que esta justicia hace que cada uno ajuste el bien particular al bien del conjunto.

La comunidad, por medio de sus representantes, debe dar a cada uno de los miembros que la integran lo que les corresponde, lo que les es debido. Como su nombre lo está indicando claramente, la justicia distributiva regula la participación que compete a cada uno de los miembros de la sociedad en el bien común;   —187→   distribuye cargas y beneficios. Pero como los particulares son desiguales y su contribución al bien público varía en diferentes proporciones, el criterio racional de la justicia distributiva no es el de una igualdad aritmética, sino el de una igualdad proporcional. A mayor preponderancia en la comunidad, mayor suma de bienes. A cada uno según sus merecimientos y sus necesidades. De cada uno según sus medios y su responsabilidad. El bien común como criterio primordial.




ArribaAbajoLa justicia conmutativa

La armonía entre las partes es el presupuesto necesario para el ordenamiento de todas ellas al bien común. Esta es la razón de que se haya considerado a la justicia conmutativa como básica. En efecto, es ella la que ordena unas partes para con otras, regulando lo que han de dar y lo que han de recibir en sus relaciones privadas. La justicia conmutativa preside los cambios y rige las relaciones de las personas dentro de su esfera privada. Se funda en la igualdad según una medida aritmética. Colocando a las personas en el mismo plano, prescinde, por así decirlo, de sus diferencias individuales, exigiendo una estricta equivalencia entre la prestación y la contraprestación, entre el delito y la pena.




ArribaAbajoLa denominada justicia social

En nuestro tiempo se ha pretendido introducir una nueva especie de justicia: la justicia social. Según el pensamiento de sus autores, este nuevo término designaría la «justicia que regula, en orden al bien común, las relaciones de los grupos sociales entre sí (estamentos o clases) y de los individuos como   —188→   miembros de ellos» (Messner). Se trataría de una clase particular de justicia cuyo objeto propio sería la repartición equitativa de la riqueza superflua.

Nosotros pensamos -con Vermeersh- que «habrá tantas especies de justicia propiamente dicha cuantas son las especies de derechos que se deben a otro. Ahora bien, hay tres especies de derecho, a saber: el que deben los miembros a la comunidad, el que debe la comunidad a los miembros y el que se deben las personas privadas unas a otras. Estas tres especies son la justicia legal, la distributiva y la conmutativa. Por fin, estas tres especies son últimas, es decir, no admiten otra subdivisión. Porque no hay más personas que los individuos y la comunidad, ni cabe discurrir otro cuarto de relación entre las personas, consideradas simplemente bajo el concepto de tales»83.

Afirmar que desde el punto de vista de la filosofía jurídica no se justifica la inclusión de una cuarta especie de justicia, la justicia social, no significa, ni mucho menos, que se le reste importancia al gravísimo problema de la injusta distribución de la riqueza, que tanto aflige a nuestro tiempo. Las clases sociales -como clases- no tienen personalidad jurídica ni tienen derechos, porque son naturalmente amorfas (carentes deforma jurídica) y acéfalas (sin jefes o gobernantes). Cosa diferente es que los individuos integrantes de una clase sean los titulares de derechos. Pero ellos están ya suficientemente amparados con las tres especies de justicia existentes.





  —189→  

ArribaAbajo- 5 -

El bien común


El bien común ha de ser «bien» y ha de ser «común». Que sea «bien» quiere decir que dé satisfacción a las necesidades del hombre en su entera naturaleza espiritual, moral y corporal, proporcionándole la paz, la virtud, la cultura y las cosas necesarias para el desenvolvimiento de su existencia; que sea «común» ha de entenderse en el sentido de que el esfuerzo y el disfrute de estos bienes ha de compartirse en la proporción de la justicia.


Dr. Luis Sánchez Agesta                


La propia razón de ser del estado -que trasciende a los bienes particulares de los individuos y grupos de que se compone- es el propio bien común. Las funciones estatales «no son en sí y directamente acciones puramente interiores e ideales, sino, por el contrario, exteriores y públicas» (Valensin). Es la idea del bien común la que orienta y define la política misma. En Santo Tomás, el bien común aparece como el fin central de la «sociedad civil», el animador de la acción gubernamental y el que da sentido a la ley como instrumento de la acción del poder y del orden político.

Si el estado se justifica como una condición necesaria para el desenvolvimiento de la persona humana, su fin ha de ser, precisamente, dar cabal realización a este «desideratum». Directa o indirectamente, el estado deberá tender a procurarme todos aquellos bienes materiales, culturales y morales que me permitan el desarrollo como persona humana. Los escolásticos designan doctrinariamente como contenido de la «suficiencia» dos clases de bienes: 1) el «bonum essentialiter» (desenvolvimiento intelectual y moral y recepción de la cultura), y 2) el «bonum intrumentaliter»   —190→   (medios naturales necesarios para la subsistencia). «Pero la obtención de estos bienes -afirma el Dr. Sánchez Agesta- precisa un esfuerzo coordinado de los hombres, y la satisfacción que cada uno de ellos puede obtener está limitada por la concurrencia en la necesidad de los demás hombres»84. El orden social realiza el «bonum integraliter» a través del derecho y la organización política.

El bien común no es el bien particular de cada uno de los individuos que integran la pluralidad de seres humanos que componen la comunidad política, ni existe entre esos bienes diferencia puramente cuantitativa, sino la diferencia esencial que existe entre el bien del todo y el bien aislado de cada una de sus partes. J. T. Delos define el bien común diciendo que «es el conjunto organizado de las condiciones sociales gracias a las cuales la persona humana puede cumplir su destino natural y espiritual». Es, pues, el bien común la forma de ser del bien humano en cuanto el hombre vive en comunidad. La justicia es su forma y el bien mismo del hombre -personal y social- es su contenido.

La paz, la virtud para el alma, la cultura y la abundancia necesaria para el mantenimiento y desenvolvimiento de nuestra vida corporal, son los cuatro fines positivos que ha de cumplir la acción de gobierno para realizar el bien común.

Más allá de cada comunidad política queda la comunidad humana. La unidad de origen y de destino de la especie humana exige que el bien a que se dirige el estado sea compartido en cierta manera por la humanidad. «Al bien común inmanente que el estado sirve como su fin propio se superpone un bien común trascendente que el estado ha de servir en el orden   —191→   de la humanidad, integrando en ella el pueblo que organiza políticamente»85.

Como es evidente que no todos los hombres prestan iguales servicios a la sociedad ni contribuyen en la misma forma eficaz al bien común, la distribución de ese bien tendrá que ser forzosamente desigual. Porque al fin y al cabo el bien común aportado se traduce en bien común distribuido, puesto que el hombre es relativamente para la sociedad, en tanto que la sociedad es absolutamente para el hombre. Consecuentemente las prerrogativas esenciales de la persona no pueden ser sacrificadas por la sociedad so pretexto del bien común. Por lo demás, racionalmente no existe -ni puede existir- conflicto entre las exigencias del bien personal y las del bien común. En su libro «Para una Filosofía de la Persona Humana»86, J. Maritain expresa: «El bien común temporal es fin intermedio o infravalente. Por su especificación propia es distinto del fin último y de los intereses eternos de la persona humana; pero su misma especificación incluye la subordinación a ese fin y a esos intereses, de los cuales recibe el módulo de sus medidas». A la luz de otros postulados, fácilmente podrán resolverse las oposiciones de derechos entre el estado y el hombre. El hombre requiere del estado. En absoluto no es el hombre para el estado, sino el estado para el hombre; pero el hombre debe trabajar y sacrificarse tanto cuanto lo requiera la existencia y el perfeccionamiento del estado, bajo la pena de que muera este y también el hombre mismo. Y en ese sentido relativo y limitado también es el hombre para el estado.



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Ideas cervantinas sobre el Derecho


Cervantes entiende por derecho, primordialmente, lo que a cada uno le corresponde como suyo. Sabe que lo jurídico es una dimensión vital del hombre, algo en que existe huella de su personalidad íntima, activa y creadora. Pero no acaba de comprender, en plenitud, que el Derecho es una regla de vida social, una ordenación positiva y justa, establecida por la autoridad competente en vista del bien público temporal. En su concepción predomina el derecho subjetivo sobre el derecho objetivo. Le tocó vivir en una época en que los favoritos hacían de las suyas. Aquellos días revueltos, que siguieron a la muerte de Felipe II, fueron desastrosos para la vida española, sobre todo en materia de administración de justicia. Recordemos, tan sólo, que Cervantes alude dos veces, en el Quijote, a la «ley del encaje». Covarrubias asegura que esa ley era «la resolución que el juez toma por lo que a él se le ha encajado en la cabeza, sin tener atención a lo que las leyes disponen». Justamente por eso, Cervantes se vio tentado a salir al mundo, con Alonso Quijano, para socorrer viudas, amparar doncellas, favorecer casadas, huérfanos y pupilos.

Aunque Cervantes no fue un jurisconsulto, tuvo, como buen hombre culto, sus ideas sobre el Derecho y la Política. Ideas -menester es decirlo- que no sobrepasaron las concepciones generales de su época, pero que expresan, con profunda convicción, aquel noble pensamiento que hace muchos siglos quedó escrito en las Pandectas de Justiniano: «Ius est ars aequi et boni».

Apenas si hay rama del Derecho sobre la cual no   —193→   haya manifestado Cervantes algún principio o posición personal. Partiendo de las investigaciones más serias en lo que va del siglo, ofreceremos, en apretado resumen, las principales ideas cervantinas en materia jurídica:

A) En Derecho Internacional, Cervantes sigue esa profunda y generosa corriente española de la época que postula los principios humanitarios del Derecho de la Guerra.

B) Teoría del Estado y Derecho Administrativo.- Basándose tal vez en la tradicional doctrina tomista, Cervantes consideró que la dirección de una multitud por un solo representante de la autoridad es ventajosa, ante todo porque de esta manera es como está más asegurado el bien de la paz. Esta forma de gobierno es también la mejor, porque es la más natural y la Naturaleza hace siempre lo que es mejor. Creía en un Estado-providencia y en una Monarquía con carácter paternal. No advirtió la distinción de poderes, o dicho con más precisión: la división de las funciones del poder. Todos los problemas jurídicos necesitaban resolverse desde arriba.

C) Derecho Penal.- Cervantes reconoció el carácter social y público de la pena y advirtió la necesidad de corrección del culpable. Ilustres juristas han observado que algunas de sus descripciones fenoménicas sobre la vida del crimen alcanzan el valor de verdaderos documentos humanos ante la criminología.

D) Derecho Procesal.- En contraste con el legalismo mecánico actual, las concepciones del Derecho Procesal en el siglo XVI (que profesa el Manco de Lepanto) se orientan hacia el arbitrio judicial y hacia el predominio del sistema inquisitivo. Es interesante hacer notar que Cervantes repudia el duelo.

E) Derecho Privado.- Se proclama la indisolubilidad   —194→   del vínculo matrimonial. En la sociedad paterno-filial, el padre provee con un poder ilimitado el bien de los hijos: los educa, encauza o restringe su vocación y hasta decide si convienen sus matrimonios. El comunismo cervantino, en punto a propiedad, es puramente espiritual o cristiano y nada tiene que ver con la interpretación económica de la historia que siglos más tarde habían de postular Marx y Engels. De acuerdo con la idea romana del «pater familiae», el amo gobierna como hijos a sus siervos o criados.

F) Derechos naturales del hombre.- Como buen español, Cervantes tiene, muy a lo vivo, un sentimiento de la dignidad personal. Es un convencido del derecho a la vida y a la legítima defensa, del derecho a la actividad y a la inviolabilidad del domicilio, del derecho a ejercitar la fuerza individual. Su concepto de igualdad en el Quijote -nada democrático, por cierto- es el de la igualdad en la participación de los privilegios. Supo muy bien que los derechos naturales del hombre eran interiores y superiores a toda concesión estatal, pero no alcanzó a percatarse de que esos derechos naturales son, por su misma esencia, derechos subjetivos públicos oponibles al mismo Monarca. Sin un medio procesal adecuado -pienso con especial satisfacción en nuestro magnífico juicio de amparo- los derechos naturales del hombre quedan reducidos a meras declaraciones románticas o a poética legislativa.

En «La Filosofía del Derecho en el Quijote»87, el Dr. T. Carreras Artau reduce a ocho las concepciones generales que sobre el Derecho tenía Cervantes. En gracia a la brevedad, las expondremos en la siguiente forma:

1º.- El Derecho es concebido en un sentido francamente   —195→   eticista. Todo el gobierno de Sancho es trazado por el caballero con el lápiz de la rectitud.

2º.- La noción del Derecho es informada por el principio teológico-cristiano. Sancho es la encarnación perfecta del Gobernador cristiano.

3º.- Se comprende el Derecho como un principio positivo que obliga también a hacer el bien: es, pues, algo más que un conjunto de condiciones necesarias para mantener la seguridad o la coexistencia.

4º.- El Derecho es concebido en indisoluble maridaje con la fuerza. Don Quijote predica bueno y armado el reinado de la justicia absoluta sobre la tierra. En sus pláticas casi anarquistas sobre la libertad, queda patente su individualismo jurídico de innegable cepa hispánica. Ahí se contiene, potencialmente, toda esa indisciplina social y todo ese impulso de insurrección tan propios de la raza. Su justicia es una justicia desnuda que no se detiene ante procedimientos.

5º.- El Derecho es un principio absoluto, inmutable y eterno. (Observemos, de paso, que echamos de menos, en Cervantes, toda la parte prudencial, histórica y técnica del Derecho.)

6º.- La tutela se manifiesta en todos los campos del Derecho. (Idea fecunda si se le entiende adecuadamente.)

7º.- El Derecho se desenvuelve en una relación unilateral: predomina la autoridad sobre la libertad, el «status» sobre el «contratus», el Derecho Público sobre el Derecho Privado.

8º.- Hay una concepción orgánica del Derecho: el Derecho emerge de cada uno de los centros respectivos: familia (padre), gremio, municipio, monarca.

Impórtame decir que, a la altura de nuestro tiempo, tenemos aún mucho que aprender de ese personalismo jurídico teocéntrico, sentido tan a lo vivo por Cervantes.



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El sentido justiciero de Don Quijote, la coacción y la seguridad jurídica


Don Quijote comprende muy bien que toda ley es, ante todo, un acto de la razón. La «sanción» viene tras la «deliberación». Y sabe también que la obediencia, para tener categoría moral, tiene que ser una obediencia razonable.

Más moralista que jurista, Don Quijote no parece advertir que la voluntad del Estado que realiza y salvaguarda el orden es un bien superior, precisamente por el orden que mantiene. La ausencia de todo orden es un mal intolerable. La ley no es tan sólo un «actus intellectus», una ordenación de la razón para el bien común, sino que es, además, un decreto de la razón práctica.

Más que un defensor en el sentido técnico del Derecho moderno, Don Quijote aparece como un defensor en el peculiar significado que se determina en las Partidas. Es un justiciero que procede conforme a los dictados de la razón, haciendo caso omiso de leyes positivas y de autoridades. Es un desfacedor de entuertos que se entrega con ardor a su misión, sin pensar en la necesaria seguridad jurídica. Para conquistar el reino de la justicia, que no se viene a la mano por sí solo, el Caballero de la Triste Figura despliega un esfuerzo enérgico y constante, llegando hasta el sacrificio. No le interesa el conjunto de los principios de Derecho en vigor, el orden legal de la vida. Se apasiona, en cambio, por el precipitado de la regla abstracta en el Derecho concreto de la persona. Lucha contra el poder, contra la ignorancia, contra el vicio y algunas, veces contra la coacción. Aborrece el quietismo jurídico. Parte del concepto   —197→   de un Derecho natural-ideal que existe en su conciencia como arquetipo descubierto de una vez y para siempre, por la razón misma «ab eterno», pero desconoce el proceso vital y técnico de la regla jurídica.

Para entender a fondo ese sentido justiciero de Don Quijote, habría que comprender y vivir en plenitud esa lucha por el Derecho que se opera -como apunta R. von Ihering- «por el simple sentimiento del dolor». «El dolor que el hombre experimenta cuando es lastimado, es la declaración espontánea, instintiva, violentamente arrancada de lo que el Derecho es para él, en su personalidad, primeramente, y como individuo de clase, luego; la verdadera naturaleza y la importancia real del Derecho se revelan más completamente en semejante momento y bajo la forma de afección moral que durante un siglo de pacífica posesión. Los que no han tenido ocasión de medir experimentalmente este dolor, no saben lo que es el Derecho, por más que tengan en su cabeza todo el ‘Corpus juris’...»88.

En el capítulo XXII de la primera parte cuenta Cide Hamete Benengeli «que Don Quijote alzó los ojos y vio que por el camino que llevaba venían hasta doce hombres a pie, ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro, por los cuellos, y todos con esposas a las manos». Sancho Panza le advirtió que era una cadena de galeotes, gente forzada del Rey, que iba a las galeras. «-¿Cómo gente forzada? -preguntó don Quijote-. ¿Es posible que el Rey haga fuerza a ninguna gente?

»-No digo eso, sino que es gente que por sus delitos va condenada a servir al Rey en las galeras, de por fuerza.

»-En resolución -replicó don Quijote-, como   —198→   quiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan van de por fuerza, y no de su voluntad.

»-Así es -dijo Sancho.

»-Pues de esa manera -dijo su amo-, aquí encaja la ejecución de mi oficio; desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables».

Lo único que verdaderamente le interesa saber a Don Quijote es que los galeotes «van de por fuerza y no de su voluntad». Con eso le basta para acudir en su auxilio. De todas maneras se toma la licencia de preguntarles, a los prisioneros, los delitos que se les imputan. «-De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado en limpio que, aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a padecer no os dan mucho gusto, y que vais a ellas muy de mala gana y muy contra vuestra voluntad; y que podría ser que el poco ánimo que aquel tuvo en el tormento, la falta de dineros deste, el poco favor del otro, y, finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra perdición, y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníades. Todo lo cual se me presenta a mí ahora en la memoria, de manera que me está diciendo, persuadiendo, y aun forzando, que muestre con vosotros el efecto para que el Cielo me arrojó al mundo, y me hizo profesar en el la Orden de Caballería que profeso, y el voto que en ella hice de favorecer a los menesterosos y opresos de los mayores. Pero, porque se que una de las partes de la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal, quiero rogar a estos señores guardianes y comisarios sean servidos de desataros y dejaros ir en paz; que no faltarán otros que sirvan al Rey en mejores ocasiones; porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres. Cuanto más, señores guardas -añadió Don Quijote-, que estos pobres no han cometido nada contra vosotros.   —199→   Allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo, ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello. Pido esto con esta mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros; y cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y esta espada, con el valor de mi brazo, harán que lo hagáis por fuerza»89.

La libertad que dio Don Quijote a los galeotes es un verdadero atentado contra la seguridad jurídica y contra la cosa juzgada. Del hecho que haya Dios en el cielo no se puede derivar -como lo pretende el Caballero manchego- que a los hombres, agrupados en el Estado, no les competa hacer justicia. Ni cabe decir, tampoco, que los criminales no merecen pena porque no han delinquido en perjuicio de los guardas. Sin todo ese aparato de organización social: los tribunales de justicia, la policía, el ejército, el orden de la comunidad, no se podría dar la convivencia humana. Gracias a la seguridad jurídica sabemos a qué atenernos. Sin ella, la vida social sería una angustiante amenaza que nos impediría cumplir la vocación.

Si Don Quijote hubiera comprendido la dignidad y la necesidad de la ley positiva, habría aceptado, como consecuencia, la coacción. Pero el sólo entendía la ley como un ordenamiento de la razón al bien común, privado de fuerza coercitiva. Pone de manifiesto -cosa digna de atención- que el legislador o el juez que establece la consecuencia jurídica de una acción culposa ha de tener en cuenta necesariamente la estructura objetivamente lógica de la culpa. Nos induce a elaborar aquellas estructuras objetivas   —200→   lógicas, insertas en la materia jurídica y anteriores a todo Derecho positivo. Así puede la ciencia del Derecho guarecerse de toda «arbitrariedad legisladora», en medio de las decisiones que han de tomarse aquí y ahora. Base duradera para todos los que pensamos que la estructura del Derecho no cambia por tres o cuatro palabras rectificadoras del legislador.




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La política en el Quijote


Explicando su profesión de caballero a Vivaldo, el pastor, Don Quijote afirma: «Así, que somos ministros de Dios en la tierra y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia». (Parte I, Cap. XIII.) ¡Graves palabras! Precisamente porque se tiene por un justiciero, reclama para su persona un fuero: «¿dónde has visto tú, o leído, jamás, que caballero andante haya sido puesto ante la justicia -pregunta a Sancho- por más homicidios que hubiese cometido?». (Parte I, Cap. X.) «¿Quién fue el ignorante que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy?». (Parte I, Cap. XLV.)

Sancho, en cambio, no tiene ninguna conciencia de misión, ni aduce nunca, para sí, algún privilegio que pudiera corresponder a su calidad de escudero. Pero sabe, con toda claridad, que por el solo hecho de ser hombre tiene un conjunto de derechos naturales. Así se lo deja ver a su amo en la primera oportunidad: «...bien es verdad que en lo que tocare a defender mi persona, no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle». (Parte I, Cap. VIII.)

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Un caballero andante -según el de la Triste Figura- debe saber jurisprudencia, conociendo las reglas de la justicia distributiva y de la justicia conmutativa. Se empeña en que Sancho sepa que todo ser humano tiene que ajustar sus acciones a las exigencias de su naturaleza racional. Toda su vida conserva esa constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho.

Antes de que fuese a gobernar la ínsula, Don Quijote instruye a Sancho en materia política. Los consejos que le da son de tres clases: morales, jurídicos y de urbanidad. Todos ellos son precisos en el arte de gobernar. Porque quisiera ver convertido a Sancho en un político probo, técnico e independiente, se aplica a dictarle algunas normas de prudencia. Más que su carácter de sabio, estas normas reflejan su virtud de hombre sensato, cuando discurre. La sociedad subyace al Estado. Lo que este agrega a aquella es un nuevo principio: lo político. Este nuevo principio organiza lo social -antes apolítico- y de este modo lo completa. Pero este complemento no significa, en manera alguna, absorción. Antes por el contrario, el Estado queda siempre al servicio de la sociedad, de los grupos y, en última instancia, de la persona. El gobernante está para contribuir al bien común que de satisfacción a todas las necesidades del hombre.

He aquí una serie de consejos para juzgar y de preceptos de Derecho Natural que Don Quijote ofrece a Sancho:

«Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos.

»Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia que las informaciones del rico.

»Procura descubrir la verdad por entre las promesas   —202→   y dádivas del rico como por entre los sollozos e importunidades del pobre.

»Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente; que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo.

»Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.

»Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso.

»No te ciegue la pasión propia en la causa ajena; que los yerros que en ella hicieres, las más veces serán sin remedio; y si le tuvieren, será a costa de tu crédito, y aun de tu hacienda.

»Si alguna mujer hermosa viniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera despacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros.

»Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones.

»Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente; porque aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia.

»Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible: casarás tus hijos como quisieres; títulos tendrán ellos y tus nietos; vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la   —203→   muerte en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tierras y delicadas manos de tus terceros netezuelos. Esto que hasta aquí te he dicho son documentos que han de adornar tu alma; escucha ahora los que han de servir para adorno del cuerpo». (Parte II, Cap. XLII.)

Para gobernar hace falta, ante todo, buena intención. Hablándoles de Sancho a los duques, dice Don Quijote: «estoy en duda si será bien enviarle al gobierno de quien vuestra grandeza le ha hecho merced; aunque veo en él una cierta aptitud para esto de gobernar, que atusándole tantito el entendimiento, se saldría con cualquier gobierno, como el Rey con sus alcabalas; y más que ya por muchas experiencias sabemos que no es menester ni mucha habilidad ni muchas letras para ser uno gobernador, pues hay por ahí ciento que apenas saben leer, y gobiernan como unos gerifaltes; el toque está en que tengan buena intención y deseen acertar en todo; que nunca les faltará quien les aconseje y encamine en lo que han de hacer, como los gobernadores caballeros y no letrados, que sentencian con asesor». (Parte II, capítulo XXXII.) Y es lo cierto que a Sancho no le falta buena intención ni deseo de acertar en todo. Además de su bondad y de su sencillez, sabe oír, pensar, valorar, dirigir, alegrar, innovar, autorizar y negar.

Respecto a la política internacional, Sancho había oído decir a Don Quijote que «los varones prudentes, las repúblicas bien concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las espadas, y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas: la primera, por defender la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta, en servicio de su rey, en la guerra justa; y si le quisiéramos añadir la quinta (que se puede contar por segunda), es en defensa de su patria.   —204→   A estas cinco causas, como capitales, se pueden agregar algunas otras que sean justas y razonables y que obliguen a tomar las armas; pero tomarlas por niñerías y por cosas que antes son de risa y pasatiempo que de afrenta, parece qué quien las toma carece de todo razonable discurso». (Parte II, capítulo XXVII.)

Derecho natural y justicia material, arte de gobernar y prudencia política resplandecen, con inextinguible luz, en la obra maestra de Cervantes.




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La prudencia política de Sancho Panza


Si por prudencia política se entiende la «cualidad de la razón práctica que la dispone a realizar con prontitud, infalibilidad y eficacia los actos enderezados a la consecución del bien común» (Leopoldo E. Palacios), Sancho Panza fue, políticamente, un prudente. Tal vez esperarían algunos que Sancho, de suyo tan astuto y tan poco arriesgado, sería, como gobernante, un oportunista. Porque a nadie, que conozca un poco a Sancho, se le podría ocurrir que tuviese el peligro de ser un doctrinarista. Los principios abstractos, desvinculados de las realidades punzantes de la vida y de las mudanzas históricas, nunca fueron su fuerte. Jamás le vemos absorto en la contemplación de combinaciones ideales. Mientras sueña Don Quijote, al borde de la locura, y su sueño alcanza grandezas ideales que sobrecogen, Sancho se arrastra entre las ollas y los guisos, abrazado a las alforjas de su rucio. Y sin embargo, cuando suena la hora del escudero y recibe el Gobierno de la ínsula Barataria, está muy lejos de ser un oportunista.

Sancho no concibe la política como una veleta   —205→   -pasional y arbitraria- que se muda a todos los vientos, sin estabilidad y sin rectitud. En conjunción armónica de lo ideal y de lo real, sabe aprovechar las oportunidades que se presentan, juzgándolas a la luz de principios inmutables. Hace una política de realidades, pero dentro de un orden moral inmutable. El bien común de la ínsula es su principal objetivo. Su proceder es moral, sin dejar de ser flexible.

Siente Sancho, como la mayoría de los hombres, vivos deseos de mandar, aunque fuese a un hato de ganado. «Letras -le advirtió al Duque- pocas tengo, porque aún no sé el A, B, C; pero bástame tener el Cristus en la memoria para ser buen gobernador. De las armas manejaré las que me dieren, hasta caer, y Dios delante». (Parte II, Cap. XLII.) Este saber fundamental y su sensatez tan honda, le salvan como gobernante. Sabe de sobra que de cualquier manera que vaya vestido será Sancho Panza. No le falta malicia para penetrar en las intenciones de los litigantes. Descubre que el viejo del báculo ocultaba los diez escudos de oro que debía, en el interior de su bastón, por el juramento que pronunció de haber vuelto con su propia mano a la del acreedor la cantidad adecuada, después de haber entregado el báculo al mutuante, en presencia de Sancho, para que se lo tuviese en tanto que juraba. A una mujerzuela que se queja de haber sido violada, pero que no se dejó quitar la bolsa, le sentencia Sancho: «-Hermana mía, si el mismo aliento y valor que habéis mostrado para defender esta bolsa le mostrarades, y aun la mitad menos, para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza. Andad con Dios, y mucho de enhoramala, y no paréis en toda esta ínsula, ni en seis leguas a la redonda, so pena de doscientos azotes. ¡Andad luego, digo, churrillera, desvergonzada y embaidora!». (II, XLV.) En este, como en todos los otros pleitos, Sancho juzga luego   —206→   a juicio de buen varón, sin largas dilaciones. «Yo gobernaré esta ínsula -dítele Sancho al doctor Pedro Recio- sin perdonar derechos ni llevar cohecho». Declara su intención de limpiar el territorio «de inmundicia y de gente vagamunda, holgazana y mal entretenida; porque quiero que sepáis, amigos, que la gente baldía y perezosa es en la república lo mesmo que los zánganos en las colmenas, que se comen la miel que las trabajadoras abejas hacen. Pienso favorecer a los labradores, guardar sus preeminencias a los hidalgos, premiar a los virtuosos, y, sobre todo, tener respeto a la religión y a la honra de los religiosos. ¿Qué os parece desto, amigos? ¿Digo algo o quiébrome la cabeza?». (Parte II, Cap. X LIX.) Dice tanto el buen Gobernador, que el mismo mayordomo confiesa, admirado, que «cada día se ven cosas nuevas en el mundo: las burlas se vuelven en veras y los burladores se hallan burlados». (II, XLIX.)

No olvida Sancho, en el Gobierno, los consejos que le había dado Don Quijote. Juzgando un intrincado y dudoso caso en el que unos jueces le mandaron pedir su parecer, el Gobernador de la ínsula Barataria expresa: «pues están en un fil las razones de condenarle o asolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal; y esto lo diera firmado de mi nombre si supiera firmar, y yo en este caso no he hablado de mío, sino que se me vino a la memoria un precepto, entre otros muchos qué me dio mi amo Don Quijote la noche antes que viniese a ser Gobernador desta ínsula: que fue que cuando la justicia estuviese en duda, me decantase y acogiese a la misericordia, y ha querido Dios que agora se me acordase, por venir en este caso como de molde». (Parte II, Cap. LI.) Y Don Quijote -padre espiritual de Sancho- se siente íntimamente satisfecho de las discreciones de Sancho.   —207→   «Dícenme que gobiernas como si fueses hombre, y que eres hombre como si fueses bestia, según es la humildad con que te tratas», escríbele el caballero a su escudero. Hondamente preocupado por la suerte del nuevo Gobernador, Don Quijote le aconseja, en la misma misiva, que procure la abundancia de los mantenimientos; que no haga muchas pragmáticas, y que si las hace, procure que sean buens, y, sobre todo, que se guarden y cumplan; que sea bien criado, que visite las cárceles, las carnicerías y las plazas, porque la presencia del Gobernador en lugares tales es de mucha importancia; que sea padre de las virtudes y padrastro de los vicios, porque «en sabiendo el pueblo y los que te tratan tu inclinación determinada, por allí te darán batería hasta derribarte en el profundo de la perdición»; en fin, recomienda que les escriba a sus señores los duques y les muestre su agradecimiento.

Determinó Sancho «hacer algunas ordenanzas tocantes al buen gobierno de la que él imaginaba ser ínsula, y ordenó que no hubiese regatones de los bastimentos en la República, y que pudiesen meter en ella vino de las partes que quisiesen, con aditamento que declarasen el lugar de donde era, para ponerle el precio según su estimación, bondad y fama, y el que lo aguase o le mudase de nombre, perdiese la vida por ello; moderó el precio de todo calzado, principalmente el de los zapatos, por parecerle que corría con exorbitancia; puso tasa en los salarios de los criados, que caminaban a rienda suelta por el camino del interese; puso gravísimas penas a los que cantasen cantares lascivos y descompuestos, ni de noche ni de día; ordenó que ningún ciego cantase milagro en coplas si no trujese testimonio auténtico de ser verdadero, por parecerle que los más que los ciegos cantan son fingidos, en perjuicio de los verdaderos; hizo y creó un alguacil de pobres, no   —208→   para que los persiguiese, sino para que los examinase si lo eran; porque a la sombra de la manquedad fingida y de la llaga falsa andan los brazos ladrones y la salud borracha. En resolución, él ordenó cosas tan buenas, que hasta hoy se guardan en aquel lugar, y se nombran ‘Las constituciones del gran gobernador Sancho Panza’». (Parte II, Cap. LI.)

Es claro que desde el punto de vista del Derecho Constitucional, no hay en las llamadas constituciones de Sancho Panza ningún derecho fundamental de organización proveniente de la actividad política; pero lo que verdaderamente importa hacer notar en estas ordenanzas de tan variado aspecto jurídico, es el sentido de las realidades concretas, la solercia, la memoria, la intuición y la providencia de Sancho.

Sancho, el hombre-pueblo, el labriego, fue más feliz con los cuidados de su rucio que con el cuidado de ese gobierno que le hizo subir sobre las torres de la ambición y de la soberbia, y que le trajo al alma -según su propia confesión- mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos. El Duque se equivocó en el caso de Sancho. No sólo no se comió las manos tras el Gobierno («por ser dulcísima cosa el mando y ser obedecido»), sino que renunció voluntariamente al cargo de Gobernador y salió desnudo, dando a entender que había gobernado como un ángel.





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