Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Filosofía idealista y krausismo. Positivismo y debate sobre la ciencia

Yvan Lissorgues





El pensamiento liberal español que en la primera mitad del siglo XIX se fundamenta en el ideal de la Ilustración y, en su parte más progresista, en algunos principios derivados de la Revolución Francesa de 1789, se fortalece notablemente y de manera original con la introducción y la adaptación, en la segunda mitad del siglo, de corrientes o movimientos filosóficos extranjeros. Con la distancia y gracias a los numerosos y valiosos estudios dedicados al krausismo, al positivismo y también al hegelianismo, al postkantismo, al darwinismo, al evolucionismo..., el período que se inicia en 1857 con el discurso de apertura del curso académico de 1857-1858 pronunciado por Julián Sanz del Río (1814-1869) y desemboca en la ebullición ideológica del fin de siglo, puede aparecemos como una apasionante aventura del pensamiento de la modernidad.

Es preciso, sin embargo, no perder de vista la realidad sociocultural del país para guardarse de extrapolaciones. No se puede olvidar que el krausismo, el positivismo y la tan original simbiosis denominada por Adolfo Posada (1860-1944) krauso-positivismo (Posada, 1892, pág. 114), son corrientes minoritarias, cuyo dinamismo moviliza sólo al sector de la intelectualidad liberal progresista, fuera del discurso hegemónico de las clases dominantes (aristocracia y alta burguesía) y al margen del efectivo poder político y económico de dichas clases. Afirmar como afirman algunos estudiosos que «el positivismo como filosofía va a tener la importante función ideológica de legitimar el régimen de la Restauración» (Abellán, 1989, pág. 74), es confundir el pragmatismo que caracteriza el funcionamiento del sistema canovista con el positivismo. El discurso dominante, incluso el que, tal vez por pactismo, esgrime el Partido Liberal Dinástico, se alimenta mucho más en los valores tradicionales del orden católico, reconocido por el artículo 11 de la Constitución de 1876 -«La religión católica, apostólica, romana es la del Estado»- que en la «ideología» positivista.

Por lo demás, si la perspectiva abierta por el krausismo se perfila hoy con bastante claridad por ser, en un principio, una doctrina idealista homogénea, cuya evolución se puede seguir luego en las obras y en las ideas de unos hombres de singular relieve, no pasa lo mismo con el positivismo. La cuestión del positivismo en España es compleja. Primero, porque no arraiga en ningún momento un sistema filosófico positivista determinado; pueden percibirse en varios intelectuales ideas y rasgos procedentes de las doctrinas de Comte, de Haeckel, de Spencer (sobre todo de Spencer), pero no sobresale ningún representante notable de uno u otro sistema Ese eclecticismo filosófico positivista deja transparentar una dificultad de aclimatación en gran parte explicable, según Núñez Ruiz, el mejor y casi el único estudioso del positivismo en España, por «las insuficiencias estructurales» de la «sociedad burguesa decimonónica y el escaso desarrollo científico experimental» (Núñez Ruiz, 1975, págs. 117-118). Al respecto, hay que distinguir -lo que no se hace siempre con claridad, y es otro factor de confusión- el caso de Cataluña, cuya situación socioeconómica, con una dinámica burguesía de negocios, es algo parecida a la de los países europeos. Por fin, el escaso desarrollo del espíritu científico hace que se asimile indebidamente la ciencia con el positivismo. Ejemplo de tal confusión nos lo proporciona el joven Leopoldo Alas cuando confiesa que está decidido «a estudiar el positivismo», «comenzando por la física, la fisiología y si es necesario las matemáticas» (García Sarriá, 1975, pág. 254). Todo lo cual nos incita a ver el positivismo en España más como una activa nebulosa filosófica en tomo a una afirmada preocupación por la ciencia, que como una corriente tan bien definida como el mismo sentido de la palabra positivismo podría dejar suponer. Queda por ver (y podría ser un apasionante tema de estudio) hasta qué punto el positivismo diluye en sus mismos adeptos las preocupaciones metafísicas y religiosas. Tal vez sea más adecuado hablar, como Núñez Ruiz, de una mentalidad positiva que irrumpe hacia 1875, despierta un fuerte y nuevo afán de conocimiento científico y vigoriza notablemente el pensamiento y la ideología liberal.

Al respecto, la saludable adaptación del idealismo krausista a las realidades positivas es de singular interés. Sobre este punto, de gran alcance en el campo de la educación, del derecho y de las letras, habrá que insistir: todos los discípulos de Sanz del Río, con Francisco Giner de los Ríos (1840-1915) a la cabeza, cual más, cual menos, con mayor o menor lentitud, integran la horizontalidad del conocimiento del mundo y de la naturaleza al vertical sistema de la filosofía idealista que en general no se desmorona, pero que pierde su exclusivismo de capilla.

Estas primeras aproximaciones al krausismo y al positivismo valen como justificación del método de estudio de la evolución, adaptación e interrelación de las dos corrientes, aparentemente antagónicas, que juntas dinamizan el pensamiento liberal del último cuarto del siglo XIX, y cuyo alcance en el campo de la educación y de la literatura puede apreciarse en realizaciones pedagógicas de muy moderna originalidad y en una producción literaria tan vigorosa como el gran realismo del siglo XIX.


Krausismo, positivismo: breve resumen histórico

Cuando por los años de 1875 se habla de positivismo en España, hace ya más de quince años que Julián Sanz del Río, con su discurso de 1857, ha dado carta de naturaleza al krausismo español. Durante ese período, Sanz del Río y Fernando de Castro difunden y adaptan a las circunstancias españolas la metafísica y la filosofía de Karl Christian Friedrich Krause (1781-1832). La doctrina se injerta como un núcleo en el tejido universitario (en Madrid y Sevilla sobre todo). Aprovechando las circunstancias favorables del Sexenio Revolucionario (1868-1874) influye en la política e impulsa reformas en la enseñanza universitaria. Sanz del Río y Femando de Castro llevan lo más lejos que se puede la secularización de la enseñanza iniciada en 1857 por la ley Moyano, tomando como base universal la de la ciencia para sustituir el universalismo católico (Abellán, 1984, págs. 401-405).

1875 es la fecha de la Restauración de la monarquía que, para la burguesía y la clase media, clausura un período de ilusiones que desde 1868 se han empantanado progresivamente en el caos de la impotencia. En última instancia el Sexenio Revolucionario fue un accidente histórico, una aventura romántica. La burguesía española no había alcanzado el suficiente grado de madurez histórica (económica e ideológica) como para derribar las estructuras del pasado. El fracaso parece generar dos «sentimientos» opuestos. Primero un sentimiento de frustración latente durante los años de «paz canovista» y que se encona cuando estalla la crisis de fin de siglo ante el fracaso de la gestión oligárquica. Pero no por eso pierden los intelectuales la certidumbre, reforzada por lo que pasa en los países vecinos, de que la burguesía y la clase media constituyen la fuerza del progreso. La clase media -escribía Pérez Galdós en 1870- «es hoy la base del orden social: ella asume por su iniciativa, por su inteligencia, la soberanía de las naciones» (Pérez Galdós, 1971, pág. 122). El fracaso de la «agitación» revolucionaria provoca la vuelta a posiciones más racionales, encaminadas a una comprensión más serena de las realidades y a un fortalecimiento de las posiciones económicas (que pasa por un necesario pactismo con la oligarquía) y, sobre todo, culturales e ideológicas. Así puede explicarse esa coincidencia entre el advenimiento de la Restauración y el debate público en el Ateneo y en la prensa sobre el positivismo, el neokantismo, el hegelianismo. Para muchos, el positivismo se asimila a la ciencia y más precisamente a la ciencia experimental que en los demás países de Europa permite tan brillantes adelantos tanto en el campo de la física, de la fisiología o de la medicina como de la psicología, de la psicofisiología y de esa fascinante sociología que pretende conocer y regular las estructuras sociales y su evolución. Para muchos, el método experimental (completado para algunos por el método inductivo, que permite elaborar sistemas globales de explicación de la realidad) aparece como una panacea y fomenta grandes esperanzas. El impacto del positivismo así considerado es enorme en la intelectualidad liberal; incluso en los que han recibido una formación krausista.

Efectivamente, el movimiento krausista español alcanza su plena madurez histórica cuando deja de ser un sistema metafísico-filosófico homogéneo, es decir, cuando los creadores de la Institución Libre de Enseñanza (1876) matizan sus doctrinas, hasta tal punto que en adelante el krausismo puede llamarse Institucionalismo, y cuando los discípulos de Sanz del Río y de Giner asimilan parte de las nuevas corrientes positivistas forman esa otra nebulosa denominada krauso-positivismo.

Dos causas parecen intervenir en la evolución del krausismo hada el institucionismo y el krauso-positivismo: una externa y otra interna, mucho más importante. Durante los primeros años de la Restauración, el krausismo ortodoxo es atacado y puesto en tela de juicio por un amplio frente formado por los enemigos de siempre, los tradicionalistas como Gumersindo Laverde, Ortí y Lara y el joven Menéndez Pelayo, etc., y por los liberales que, después del fracaso de la experiencia revolucionaria, consideran que una filosofía idealista es un anacronismo frente al dinamismo científico y filosófico del resto de Europa. En las primeras filas de estos últimos figuran el introductor del neokantismo en España, José del Perojo (1852-1908); el defensor del hegelianismo, Rafael Montoro, y el antiguo discípulo de Sanz del Río, adepto ya de la comente positiva, el poeta y crítico literario Manuel de la Revilla (1846-1881). Otros impugnadores del krausismo son los positivistas, médicos en su mayoría, como Luis Simaro Lacabra, agrupados en tomo a la revista Anales de Ciencias Médicas.

Estas presiones externas facilitan la adaptación a las nuevas corrientes de un sistema idealista que en sí mismo encerraba las posibilidades de evolución, aspecto que analizaremos ulteriormente con más detenimiento. Jiménez-Landi sintetiza la situación del krausismo en los primeros años de la Restauración en las siguientes palabras: «El krausismo, pues, habíase quedado atrás, más cuando ya había cumplido su misión histórica: abrir las puertas del mundo intelectual español a los aires europeos y echar una semilla de renovación educadora en los surcos de la libertad y de la ética» (Jiménez-Landi, 1973, pág. 506). Se abre entonces el período (largo periodo) de mayor irradiación intelectual e ideológica de «la manera de ser español» profesada por Sanz del Río y el período en que la «semilla renovadora» da sus más profundos y más duraderos frutos en el campo de las realizaciones pedagógicas, en el de las ciencias psicológicas, jurídicas y sociales y en el de las ideas estéticas.


El krausismo español como filosofía idealista

Como cualquier filosofía idealista, como el hegelianismo del que deriva, el krausismo es un sistema homogéneo y completo, cuya biblia, Urbild der Menschheit (1811), puede proporcionar por deducción soluciones para todo. El libro de Karl Christian Krause (1781-1832), en su traducción española, Ideal de la Humanidad para la vida (1860), pasa a ser la obra de referencia de los krausistas españoles (Ureña, 1992), por lo menos hasta el momento en que, después de 1875, algunas de sus líneas básicas (concepción religiosa, filosofía de la historia) se transforman en grandes ideas legitimadoras, más o menos independientes del sistema total.

Es, pues, imprescindible recordar lo que eran en su forma primigenia la metafísica krausista y su consecuente filosofía, difundidas por Julián Sanz del Río (1814-1874). Dicha metafísica puede encontrarse resumida en la siguiente frase de Sanz del Río:

«El hombre, imagen viva de Dios, y capaz de progresiva perfección, debe vivir en la religión unido con Dios y subordinado a Dios, debe realizar en su lugar y esfera limitada la armonía de la vida universal, y mostrar esta armonía en bella forma exterior: debe conocer en la ciencia a Dios en el mundo; debe en el claro conocimiento de su destino educarse a sí mismo».


(cit. en Abellán, 1984, pág. 429)                


Este texto muestra que la metafísica krausista es inseparable de una filosofía para la vida, a la que podemos calificar de progresiva, ya que el hombre «imagen vida de Dios» es capaz de «progresiva perfección». El esencial imperativo del hombre en la existencia es perfeccionar la totalidad de sus atributos, tanto del cuerpo como del alma, para intentar acercarse a la síntesis entre la naturaleza y el espíritu. El ser humano, en el tiempo finito que le toca vivir, debe perfeccionarse a sí mismo gracias, entre otras cosas, a la educación y al cultivo de la ciencia.

La filosofía krausista desemboca en una ética individual, que se fundamenta en la voluntad de perfectibilidad y que, desde luego, es base a su vez de la socialidad y de la armonía social. Pero esta ética individual es también la ética de la Humanidad que tiende a su progresiva perfección realizada en el tiempo, es decir, en la Historia. La Historia es, pues, la evolución en el tiempo de la Humanidad hacia su perfección, y la etapa final (encontramos de nuevo la metafísica) se produce cuando la Humanidad entra en el reino de Dios.

Dicho sea de paso, esta optimista concepción del hombre, que desconoce la mancha del pecado y para la que el mal es la ignorancia, provoca fuertes turbulencias al chocar con el pesimismo antropológico católico que impregna la sociedad desde tiempos inmemoriales (véase Abellán, 1984, págs. 438-465). Lo que interesa destacar es que el krausismo «puro» encerraba los gérmenes de su posible adaptación a otras corrientes intelectuales. Aunque la ciencia para el krausismo diste mucho de la ciencia experimental, por ser una elaboración teórica (Wissenschaft) que abarca filosofía, religión y moral (López-Morillas, 1956, págs. 90-94), es una búsqueda abierta. La idea de evolución progresiva de la Humanidad en la Historia y la teoría biológica de la evolución son de naturaleza diferente, pero no son antinómicas y van en la misma dirección.

La filosofía de Krause, aunque especulativa, desemboca lógicamente, por deducción a partir de su fundamento ético, en una práctica individual y social. Lo individual y lo social se vinculan según los imperativos del racionalismo armónico que impone una concepción organicista de la sociedad, característica fundamental de lo que será con Giner y con Posada una original tendencia de la sociología española. Por otra parte, hay que subrayar que la filosofía social krausista implica el mejoramiento del hombre para que pueda haber mejoramiento social: esta idea, implícita en la doctrina de Krause, será altamente proclamada como principio, después del fracaso del Sexenio, para anular la idea de revolución, de cualquier revolución, sustituirla por la de evolución. Ahora bien, la reforma del hombre sólo puede conseguirse a través de la educación, en la que la enseñanza, la ciencia y el arte desempeñan un papel de primer plano.

El krausismo como sistema idealista completo, con su propio lenguaje -imitación del específico lenguaje de Krause y objeto de mofa de parte de los adversarios- no podía dejar de adaptarse ante la nueva mentalidad positiva. Para los hombres que se formaron en su seno, la adaptación resultó relativamente fácil, ya que la misma doctrina estaba abierta a las varias posibilidades de enriquecimiento proporcionadas por el positivismo.






La mentalidad positiva y los debates sobre la ciencia española

Los grandes sistemas filosóficos positivistas (el de Comte, de Haeckel, de Spencer, para atenemos a los que tuvieron mayor influencia en España) derivan de la experiencia, o mejor dicho, de la ciencia experimental; de la misma manera que ésta aísla el objeto de estudio, el positivismo quiere estudiar los hechos en sí, sin ideas previas. Del análisis de los hechos y de sus relaciones se sacan leyes, a partir de las cuales por inducción se construye un sistema global que es la explicación última de las cosas en un momento dado de la evolución histórica. Tal es el esquema común (muy simplificado) de las varias filosofías positivistas. Las diferencias aparecen en la significación que cada sistema atribuye al último nivel de conocimiento. Para Auguste Comte (1798-1857), las leyes de encadenamiento de las varias ciencias forman la ciencia última que es la sociología; así considerada es la filosofía del sistema, su objeto es la Humanidad. El naturalista alemán Ernst Haeckel (1834-1919), adepto del transformismo de Darwin, después de estudiar de modo científico las varias etapas de la evolución desde las formas elementales de la vida («positivismo ontológico», según Núñez Ruiz, 1975, pág. 187), llega, por inducción y mezclando la investigación científica con especulaciones, a formular un monismo naturalista que no dista mucho de una concepción animista. En cuanto a Herbert Spencer (1820-1903), su gran originalidad frente a la euforia cientificista de la época consiste en afirmar el carácter incognoscible de la naturaleza última del universo. Dejando abierta la puerta al misterio, se empeña en buscar una explicación global positiva de la evolución de los seres a partir de las leyes de la mecánica. Por desembocar en una ética, su concepción organicista de la sociedad tuvo gran repercusión en España.

Esta somerísima caracterización de las grandes filosofías positivistas no es inútil para comprender tanto la atracción que pudieron ejercer sobre los intelectuales españoles por relacionarse con la ciencia como la dificultad de su total asimilación por el rechazo absoluto (o relativo en el caso de Spencer) de la metafísica y de la religión. Este sentimiento de atracción y repulsión por el positivismo se patentiza en los mismos títulos de las sesiones del Ateneo dedicadas a ese momento: «¿El actual movimiento de las ciencias naturales y filosóficas, en sentido positivista, constituye un grave peligro para los grandes principios morales, sociales y religiosos en que descansa la civilización?» (Núñez Encabo, 1976, pág. 45).

La penetración de las ideas positivistas en España provoca, por los años 1875-1880, una verdadera ebullición intelectual que da lugar a violentos debates en el Ateneo (de Madrid, de Barcelona, etc.) y sobre todo en la prensa, entre los partidarios y los defensores de «los grandes principios morales, sociales y religiosos». El vehículo de las nuevas ideas son revistas como Revista Contemporánea, Anales de Ciencias Médicas, e incluso -y el dato es revelador de una nueva actitud intelectual de los krausistas- El Boletín de la Institución Libre de Enseñanza.

Durante los primeros años de la Restauración, esta efervescencia da lugar indudablemente a una gran difusión de las ideas positivas en el sector intelectual de la burguesía y de la clase media, sobre todo entre los que se dedican a una actividad científica, pero no se impone claramente ninguna escuela positivista, porque tal vez esos sistemas importados no pueden injertarse en una sociedad que no ha alcanzado el adecuado nivel de desarrollo social y científico. En Cataluña, la presencia de una burguesía dominante explica que el positivismo haya podido generar una ideología justificadora del orden social. El filósofo catalán Pedro Estasén y Cortada (1855-1913) lleva el comtismo hasta sus últimas consecuencias (Abellán, 1989a, págs. 96-97). Significativa de la realidad socioeconómica de Cataluña es la utilización que hace Estasén del positivismo para justificar el proteccionismo catalán. Otra figura destacada y original de la Cataluña de aquellos años es la de Pompeyo Gener (1849-1919), cuya obra total merecería atento estudio por ser este escritor un mediador en España del positivismo, de la obra de Max Nordau y luego de la de Nietzsche (Abellán, 1989a, págs. 87-88; Sobejano, 1967a). Si se considera aparte el caso de Cataluña, es verdad que en la perspectiva histórica española no sobresale ningún pensador positivista de primer plano, pero no se puede negar que el positivismo haya suscitado una reflexión intensa y profunda que se concreta en innumerables publicaciones (libros y artículos) de carácter filosófico o científico en espera de reseña exhaustiva y de clasificación, pero de cuya riqueza da idea el muy documentado trabajo de Diego Núñez Ruiz (1975). Entre esas publicaciones hay muchas traducciones y glosas de obras extranjeras. Las más recientes teorías de todas las ramas del saber se ponen así al alcance de los especialistas y del público. Es el caso de las obras de Darwin, de los fisiólogos, psicólogos, psicofisiólogos, etc., alemanes y franceses (Buchner, Wundt, Claude Bernard, Moleschott...), cuyas ideas refuerzan, entre otras cosas, la concepción naturalista de la literatura (descubrimiento del cuerpo, de la sexualidad, de la relación entre el cuerpo y el espíritu...).

Además de una influencia difusa que contribuye a valorar la observación de las cosas y la experiencia, a dar interés a la realidad de la naturaleza del ser humano, de la sociedad, etc., y a fomentar una actitud y una estética realistas, la mentalidad positiva despierta una inaudita preocupación por la ciencia. La manifestación más visible de dicha preocupación es la llamada segunda polémica de la ciencia española, replanteamiento de la que tuvo lugar a partir de 1782 con motivo de la publicación del artículo Espagne, firmado por Masson de Morvilliers, en la Encyclopédie Méthodique (García Camarero, 1970, págs. 8-9, 75-147). La polémica iniciada por una «Revista crítica» (1846-1881) de Manuel de la Revilla, publicada en la Revista Contemporánea (30 de mayo de 1876) -que hace saltar a la palestra en las columnas de la Revista Europea al joven Marcelino Menéndez Pelayo, «católico a machamartillo», según sus propias palabras- se prolonga hasta el 1 de abril de 1877, fecha de publicación en la Revista Contemporánea del artículo de José del Perojo (1852-1908), La ciencia española bajo la Inquisición. La polémica, muy viva, opone a los partidarios del desarrollo de la ciencia y de la filosofía científica, Revilla, Perojo, Gumersindo de Azcárate (1840-1917), que acusan a la Inquisición y al fanatismo de ser causa de la debilidad de la ciencia y de la filosofía españolas a los que, como Gumersindo Laverde (1840-1890), Menéndez Pelayo, Alejandro Pidal y Mon (1846-1913), esgrimiendo listas de sabios y de filósofos españoles (Ramón Lulio, Luis Vives, Suárez...), sostienen que la ciencia y la filosofía alcanzaron «muy notable desarrollo en España». Como en la primera polémica (la de 1782), se trata de un enfrentamiento ideológico entre tradicionalistas que ven en las ciencias naturales y la filosofía positiva un germen de incredulidad y los liberales que, ahora, ante el desarrollo del conocimiento científico, asimilan la ciencia con el progreso y se valen de ella para pasar a la ofensiva contra las fuerzas del inmovilismo. La polémica se apaga, pero el debate permanece abierto. Es de notar que en la última década del siglo se matizan notablemente las posiciones. Menéndez Pelayo reconoce que es bastante flaca la contribución española a la ciencia universal (García Camarero, 1970, pág. 15). El mismo Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) confiesa, en 1897, que piensa «sinceramente que la hipótesis del fanatismo religioso es, en el terreno histórico, notoriamente insuficiente». Para él, el orgullo, el desprecio al trabajo y sobre todo el enquistamiento espiritual de la Península, es decir, el miedo al espíritu europeo, explican más que todo la escasez de la producción científica e industrial (García Camarero, 1970, págs. 387-392).

No cabe duda de que la penetración de las ideas positivistas y de las nuevas teorías científicas alimenta un debate abierto desde hace tiempo. Es de recordar que durante el Sexenio la propagación de las teorías transformistas a partir de algunas universidades (Sevilla, Santiago de Compostela, etc.) y de ciertas instituciones levantó una polémica tal vez más violenta que la de 1876. Es curioso notar que las ideas de Darwin alcanzaron su plena difusión durante los primeros años de la Restauración, cuando se publicaron las traducciones españolas de sus obras -particularmente El origen de las especies por medio de la selección natural-, entre 1876 y 1885 (García Sarriá, 1978; Núñez Ruiz, 1975).

Las polémicas, los debates, las discusiones son las manifestaciones visibles de la penetración de las ideas positivas y de las teorías científicas. Pero ¿cuál es la situación de la ciencia en España? ¿Hasta qué punto el positivismo favorece su desarrollo?

Las respuestas a tales preguntas las da José María López Piñero en su estudio, ejemplar por su rigor y escrupulosidad: «La literatura científica en la España contemporánea» (López Piñero, 1967). Tras explicar las causas del hundimiento de la ciencia española de la Ilustración («que llegó a gran altura durante la segunda mitad del siglo XVIII») en el primer tercio del siglo XIX, y analizar detenidamente la etapa «intermedia» (1833-1875) «tan desconocida y cuya contribución al desarrollo ulterior es fundamental», López Piñero examina, por disciplinas (matemáticas, astronomía, etc.), las principales contribuciones de los científicos durante la Restauración. Este último apartado es, como los demás, un admirable trabajo de erudición científica, cuyo título, «La recuperación de la ciencia española desde la Restauración», vale como conclusión para subrayar el salto cualitativo y cuantitativo dado por las varias disciplinas científicas a partir de 1875.

El método de López Piñero puede calificarse de «positivo», en la medida en que el estudio está centrado rigurosamente en el objeto estudiado y no se alza nunca a consideraciones filosóficas. Las explicaciones que da de las vicisitudes de la ciencia española desde el siglo XVIII son exclusivamente históricas (la guerra de Independencia, la represión fernandina son responsables del «período de catástrofe» de la historia de la ciencia española, mientras que «el aquietamiento político de la Restauración permite recoger y ampliar las cosechas sembradas en la etapa "intermedia"»). Las demás condiciones, como el interés público por la rienda, son apenas aludidas, posiblemente porque se consideran implícitas como puede dejarlo suponer el juicio valorativo acerca del Premio Nobel de Medicina de 1906, Santiago Ramón y Cajal (1852-1934): «La gran personalidad de Cajal ha influido poderosamente en el desarrollo de la investigación científica española y en su consideración social».

Es verdad que López Piñero sólo se ocupa de las ciencias más bien experimentales y deja de lado las disciplinas relacionadas con las ciencias humanas, la psicología, la psicofisiología, la sociología, etc., que, con las grandes teorías científicas (el transformismo, el evolucionismo), apasionaron a los intelectuales de aquellos años y alimentaron debates y especulaciones, en los cuales los krausistas tomaron parte activa y preponderante.




La corriente krausista y el movimiento positivista (el «krauso-positivismo»)

Es muy significativo que los más excelsos cultivadores de las ciencias humanas que entran en España en la estela del movimiento positivista sean hombres que en sus años de formación pasaron por las aulas de los profesores krausistas o por las de la Institución Libre de Enseñanza. Es decir, que todos, como dice Clarín a propósito de Posada, proceden «de Giner, que procede de Krause», aunque -añade Clarín- con el importante matiz de «una absoluta independencia de pensamiento» (Posada, 1892, pág. XVII). Uno de los primeros especialistas en psicología en España es Urbano González Serrano, discípulo de Sanz del Río. Hacia 1871 deriva con Nicolás Salmerón hacia el positivismo pero nunca renuncia a la ética y a la filosofía básica del krausismo. Todos los intelectuales a quienes citaremos a continuación siguen poco más o menos la misma trayectoria que González Serrano, trayectoria que Adolfo Posada sintetiza en la expresión krauso-positivismo.

«La doctrina o, más bien, dirección total del pensamiento que hubo de influir sobre el krausismo de González Serrano, fue la positivista. Pero esta corriente, a pesar de sus grandes atractivos, de su imponente cortejo de importantísimas investigaciones, no arrastró al filósofo español. Le ilustró, haciéndole recoger los resultados de la investigación realista, directa, sobre las cosas mismas, le hizo más prudente y estimuló su nativo espíritu crítico. La posición que en su krauso-positivismo ocupa González Serrano es la indicada; es acaso la que va implícita en el propio Krause, por más que éste no podía definirla plenamente, ni aprovecharse de ella».


(Posada, 1892, pág. 115)                


La cita paradigmática, incluso de la capacidad de apertura de la filosofía de Krause, centra la idea explicativa de la existencia del krauso-positivismo.

Con grandes variantes, que como siempre dan sentido a las abstractas etiquetas, y que sólo estudios monográficos pueden restituir, siguen la misma trayectoria las figuras más destacadas de las siguientes disciplinas. En sociología (ciencia nueva) destacan: Gumersindo de Azcárate (1850-1917), Urbano González Serrano, Adolfo Posada (1860-1994), Manuel Sales y Ferré (1843-1910). En pedagogía, materia que con Bartolomé Cossío (1857-1935) alcanza categoría universitaria (Abellán, 1989, págs. 165-173), encontramos a Francisco Giner de los Ríos (1839-1915), el más excelso y el más completo pedagogo de la España contemporánea, y a otros muchos (digno de mención es el grupo de catedráticos de la Universidad de Oviedo, llamado «círculo neo-krausista de Oviedo»; Abellán, 1989, págs. 137-139). En historia sobresale la obra de Rafael Altamira (1866-1951) iniciador de una historia de carácter científico. El derecho penal es verdaderamente replanteado por Pedro Dorado Montero (1861-1919). Además de gran novelista, Leopoldo Alas, Clarín (1852-1901), es la eminente figura de la crítica literaria de su tiempo. En cuanto al polígrafo Joaquín Costa, su ingente obra polifacética le hace inclasificable entre los grandes hombres del siglo.

Todas estas personalidades (y otras muchas), verdaderamente destacadas en su especialidad, pueden considerarse como representantes del krauso-positivismo. Así puede justificarse la afirmación, algo paradójica a primera vista, según la cual «el positivismo se introduce en nuestro país a través del krausismo» (Núñez Encabo, 1976, n. 13, pág. 123).

Como hemos mostrado en el primer apartado, la doctrina de Krause estaba abierta a ulteriores evoluciones (es también lo que sugiere Posada en la cita anterior). Entre el krausismo y el positivismo pudieron establecerse relaciones a partir de «las categorías-puente» de «unidad» y «evolución», aunque formuladas bajo procedimientos muy diversos (Núñez Ruiz, 1975, pág. 80). Por otra parte, sabemos que para el krausismo español, la filosofía no se reduce a especulación abstracta, sino que tiende a la aplicación concreta en todos los sectores de la actividad humana. No puede sorprender, pues, si ya desde 1878, Nicolás Salmerón (1838-1908), después de mostrar que la enseñanza de su maestro Sanz del Río tendía más que a propagar una doctrina a ejercitar la reflexión, «a buscar en la realidad misma y no en aprensiones subjetivas las fuentes del saber», puede afirmar con fuerza: «No basta, hoy sobre todo, la especulación para el filósofo, ni puede limitarse a sistematizar los datos de la conciencia; necesita conocer a lo menos los capitales resultados de la observación y la experimentación en las ciencias naturales» (cit. en Abellán, 1984, pág. 514).

Tampoco puede sorprender la posición de Giner de los Ríos cuando, en 1878 también, confiesa que debe completar los puntos de vista de Krause, Ahrens, Sanz del Río con «los progresos que en los últimos años han realizado la antropología, la fisiología psicológica y la novísima psicofísica (merced a los trabajos de Wundt, Fechner, Lotze, Helmholtz, Spencer)» (cit. en Laporta, 1974, pág. 261). Spencer y Darwin son nombrados profesores honorarios de la Institución Libre de Enseñanza, y el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza es un órgano desinteresado de difusión de las teorías y de los descubrimientos científicos europeos.

Lo que permanece vivo en todos los que fueron discípulos de Sanz del Río o de Giner, aun en los que se alejan más de las enseñanzas de los maestros, como Manuel Sales y Ferré (1843-1910) o Pedro Dorado Montero (1861-1919), es una autenticidad ética, una entereza humana que proceden de esa profunda huella dejada por el krausismo, tan acertadamente caracterizada por Clarín: «El krausismo español [...] había dejado en buena parte de la juventud estudiosa e inteligente, como un rastro perfumado, el sello de una especie de unción filosófica que engendraba el ánimo constante y fuerte del bien, el instinto de la propaganda, de la vida ideal, de abnegación pura y desinteresada: a la cabeza de estos jóvenes, como un padre y un maestro, estaba uno de los espíritus más grandes y más nobles que ha producido España, el señor D. Francisco Giner de los Ríos» (Posada, 1892, pág. XVII).

Además, en muchos queda viva la idea de trascendencia. Por eso se sienten mucho más cerca de Spencer que de Comte, aunque su verdadera filosofía sea un eclecticismo que mezcla idealismo (fe en el progreso, fe en la prefectibilidad del hombre) y empirismo, y que, desde luego, rechaza cualquier dogmatismo.

Ese eclecticismo, que tiene la fuerza de una convicción, es el resultado de la feliz conjunción y de la fértil asimilación de lo mejor del idealismo krausista y de lo más aceptable (la ciencia, el método experimental, etc.) del positivismo. No puede generar, como, por ejemplo, el comtismo, una ideología imperialista que salga a conquistar el mundo, pero sí una confianza en sí mismo que anima una certidumbre en el porvenir. Un porvenir que ya ha empezado en la medida en que cada hombre debe prepararlo cada día educándose y educando a los demás, «haciendo hombres».




El krausismo en la actividad educativa y en la crítica literaria

«Hacer hombres» es el fin de la Institución Libre de Enseñanza, escuela privada fundada por Francisco Giner en 1876 y considerada hoy como una de las más prestigiosas experiencias pedagógicas de la España contemporánea. «La personalidad de Giner y la experiencia de la Institución Libre de Enseñanza son en mi opinión -escribe Francisco Laporta-, y refiriéndome a España, los acontecimientos pedagógicos que tienden el puente, menos definido en otros países, entre las pedagogías ilustradas y románticas [entiéndase a Rousseau, Pestalozzi, Froebel, y en España a Pedro Montesino] y las llamadas escuelas nuevas del siglo XIX» (Laporta, 1977, pág. 22). Sobre la personalidad y las concepciones pedagógicas de Giner, sobre la Institución y su funcionamiento, sus colaboradores, su alcance y su irradiación existe hoy abundante y valiosa bibliografía que exime de entrar en detalles; citaremos y remitiremos a: Gómez Moheda, 1966; Jiménez-Landi, 1973,1996; Jobit, 1936; Laporta, 1977; López-Morillas, 1969.

«Hacer hombres» implica una concepción antropológica, una concepción y una práctica pedagógicas y una finalidad.

Para Giner, como para Krause y Sanz del Río, el hombre es un ser perfectible en sus diversas cualidades racionales, sentimentales, sociales, estéticas, físicas...; es una unidad orgánica, expresión de «la bondad de la naturaleza»; ninguna de sus cualidades, ninguno de sus atributos debe menospreciarse. Despreciar al cuerpo «es olvidar la ley de la armonía divina en la humanidad» (cit. en Abellán, 1989a, pág. 157). Cada hombre tiene en sí mismo, con la razón y la voluntad, la posibilidad de su mejoramiento intelectual y moral: «la razón humana está hecha para descubrir gnoseológicamente el bien y aplicarlo a la conducta práctica de la vida» (Ibid., pág. 156). El mal, pues, es sólo falta de conocimiento. El principio fundamental del humanismo de Giner es el de la sustantividad y de la independencia de la persona, y desde luego de su total libertad: «Siendo cada individuo el único llamado a juzgar de su propia vocación y aptitud para cada fin determinado, él sólo puede tener la facultad de elegirlo» (cit. en Laporta, 1977, pág. 52).

La concepción pedagógica de Giner, la que se pone en práctica en la Institución Libre de Enseñanza, dimana de esa filosofía (tan brevemente resumida), que es fundamentalmente la del krausismo. La educación tiende a desarrollar todas las capacidades naturales, sin olvidar el cultivo del cuerpo; debe estimular el uso de la razón para fortificar la conciencia ética individual. La base de la formación del niño es lo que llama Giner el método intuitivo que «exige del discípulo que piense y reflexione por sí mismo, en la medida de sus fuerzas, que investigue, que arguya, que cuestione, que intente, que dude, que despliegue las alas del espíritu, en fin, y se rinda a la conciencia de su personalidad racional» (Giner de los Ríos, 1969, pág. 14). Para desarrollar el pensar por cuenta propia y el espíritu crítico debe dedicarse particular atención a los métodos activos, como la observación sensible de la realidad y el estímulo de la actividad creadora. Esa educación integral implica la práctica de la coeducación, el contacto directo con la naturaleza favorecido por las excursiones al campo, el cultivo del arte por visitas de museos y monumentos, el trabajo manual, la gimnasia, y también la introducción en los programas de asignaturas no integradas en la enseñanza oficial, como las ciencias naturales, la geología, la antropología. Otras consecuencias innovadoras de tal concepción son la supresión de las barreras entre primera y segunda enseñanza y entre las varias asignaturas, ya que de la misma manera que el ser humano es una «unidad orgánica», la ciencia es un «todo orgánico» y la pedagogía es un sistema de diferenciación progresiva (Giner de los Ríos, 1969, pág. 15). La aplicación de esta pedagogía cuenta mucho con la influencia del maestro que debe ser un ejemplo en todo. Basta decir que incluso los adversarios de los krausistas se ven obligados a reconocer la entereza y la rectitud moral de Giner y de sus colaboradores.

En cuanto a las finalidades, la primera, intrínseca, es el enriquecimiento del hombre en el sentido del bien y en todas sus dimensiones; tal enriquecimiento es el imperativo categórico de cualquier intento de transformación de la sociedad. El proyecto, dadas las condiciones del país, podría parecer ambicioso, idealista, si Giner y sus colaboradores, entre los cuales hay que destacar a Bartolomé Cossío (1857-1935), que expuso su doctrina pedagógica en De su jornada (1929), no se hubieran asignado con lucidez etapas bastante precisas. La finalidad que a medio plazo asignan a su proyecto es formar una elite capaz de dirigir el país. Hasta tal punto que el institucionismo es, como muestra María Dolores Gómez Molleda (1966), un reformismo social, político, económico que, de momento, sólo puede obren en el sector limitado, pero prometedor, de la enseñanza. Merced a la pariente acción de Cossío, las ideas de la Institución se difunden gradas a la creación de organismos o instituciones, como la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (1906), la Dirección General de Enseñanza Primaria, con Rafael Altamira (1866-1951) a la cabeza (1911); la Residencia de Estudiantes (1910), etc. En cuanto a los hombres formados por la Institución Libre de Enseñanza o por Universidades que difunden su espíritu (entre las cuales hay que mencionar a la de Oviedo con Clarín, Posada, Buylla, Sela, Aramburu, Altamira) son muy numerosos. Por lo que se refiere a la Institución, basta citar a algunas personalidades prestigiosas: Julián Besteiro, Manuel y Antonio Machado, Femando de los Ríos, José Castillejo, Luis de Zulueta, Manuel Azaña, Juan Ramón Jiménez, Ramón Pérez de Ayala, Alberto Jiménez Fraud, Gregorio Marañón, Eugenio d'Ors, Américo Castro, Salvador de Madariaga, y otros muchos (veáse Gómez Molleda, 1966) para justificar la afirmación de Mana Dolores Gómez Molleda, según la cual la Institución Libre de Enseñanza, y a través de ella la doctrina de Krause, «fue una tendencia a la reforma práctica de la vida, de la cultura y del modo de ser español» (Ibid., pág. 30).

Otro sector de actividad en el que se distinguen los intelectuales que han tenido una influencia krausista es el de la crítica literaria. La reflexión apasionada que emprenden sobre el hecho literario merece calificarse también de reformadora, en la medida en que quieren que sea una contribución a la renovación cultural de la sociedad española. Pero es preciso ver que ese modo peculiar de ser español, que se afirma también frente a la literatura, se sitúa en un contexto general, europeo y español, de verdadero auge de la crítica literaria, que alcanza en la segunda mitad del siglo XIX categoría de género. Basta evocar los grandes monumentos sistemáticos que son, por ejemplo, las obras de Sainte-Beuve o de Taine, para dar idea de la dignificación del género. La crítica -escribe Sergio Beser- «es la base casi general a todas las manifestaciones del pensar humano de esta época: corresponde a la ideología de la burguesía y refleja el liberalismo político en el plano del pensamiento» (Beser, 1968, pág. 33). La crítica literaria es un género autónomo, en la medida en que se propone exclusivamente explicar la obra artística, pero no independiente, ya que su finalidad, que no se limita nunca a la obra en sí, está previamente determinada por posiciones filosóficas o ideológicas y más aún cuando, como en el caso de Taine, tiene pretensiones den- tíficas. (Y citamos a Taine por la gran influencia que tuvo en España, incluso en... Menéndez Pelayo; Beser, 1968, pág. 63.)

Dentro del panorama español de la época, la crítica literaria desempeña un papel cultural de primer orden. Las numerosas publicaciones (libros y folletos) a que da lugar ya dan idea de una vitalidad que se expande sobre todo en periódicos y revistas. El dinamismo de la crítica es inseparable del gran desarrollo de la prensa a partir de 1868 y durante la Restauración. Las numerosas y prestigiosas revistas (La Ilustración Ibérica, La Ilustración Española y Americana, La España Moderna, La Ilustración Artística, etc.) y los semanales suplementos que se añaden a los grandes rotativos (El Imparcial, El Liberal, La Época, La Correspondencia de España, etc.) son los vectores irreemplazables de la difusión de la crítica, cuyo prodigioso desarrollo se sitúa dentro de la efervescencia de los grandes debates filosóficos e ideológicos del momento. Hasta tal punto que, si dejamos de lado los infinitos matices, de los que sólo un estudio detallado pudiera dar idea, y si ponemos aparte al grupo de los críticos catalanes, José Yxart, Juan Sardá, etc. (Beser, 1968, págs. 58-59), es lícito clasificar en dos grupos a los críticos literarios de la Restauración.

Por un lado, están los escritores de ideología tradicionalista o liberal moderada y de religión católica; sus dos figuras más destacadas son Menéndez Pelayo y Emilia Pardo Bazán. «Los dos, dentro del campo de la cultura y la literatura y tal vez inconscientemente, intentan situar la mentalidad tradicionalista a la altura de los tiempos. Menéndez Pelayo dando bases racionales al historicismo tradicionalista; Pardo Bazán vigorizando esa mentalidad con la adaptación de las modas literarias europeas» (Beser, 1968, pág. 58).

De otro lado, los intelectuales liberales progresistas que, como para cumplir una misión, dedican parte de su actividad a la crítica literaria: Francisco Giner de los Ríos, Manuel de la Revilla, Urbano González Serrano, Leopoldo Alas, Adolfo Posada, Rafael Altamira, y ocasionalmente Armando Palacio Valdés. Todos han recibido influencia krausista y todos tienen un muy alto concepto de la literatura, que procede indudablemente de la privativa dignificación krausista del arte, repercutida por Sanz del Río («Las obras de arte [...] son una viva y progresiva revelación de la divinidad entre los hombres»; cit. en López-Morillas, 1956, pág. 129) y explicitada por Giner en numerosos escritos. Para él, el arte, y especialmente la literatura, es una intuición de armonía superior y una aspiración a la totalidad, una aspiración «a conocer y sentir toda la verdad y belleza en el mundo físico, en el espiritual, en el de la sociedad humana, en el universo en fin, y sobre el universo a Dios» (Giner de los Ríos, 1969, pág. 27). Desde luego, el arte contribuye más que todo al perfeccionamiento del hombre, del hombre en general (aspecto idealista), pero también del hombre actual (aspecto reformador). Tal dualidad se halla representada en la creación artística, por lo menos en la que «aspira a vivir eternamente en la memoria de los pueblos»; ésta «debe, por un lado, referirse a las leyes necesarias de lo bello; por otro, al carácter de la civilización en que nace; lo inmutable y lo temporal, lo accidental y lo absoluto han de tener en ella representación» (López-Morillas, 1973, pág. 159). Por eso la literatura es superior a la historia, ya que aquélla restituye la vida que a ésta le falta. Por eso también la obra de arte, producto de la «intuición artística», es, por una parte, plasmación de la visión del artista, y por otra, generalización de esta intuición individual (López-Morillas, 1956, pág. 126). Estas características, a las que hay que añadir un fundamental optimismo («la vida toda nos aparece como una obra artística»; Giner de los Ríos, 1969, pág. 22), son elementos básicos de la crítica literaria de Giner de los Ríos y, en última instancia, son las que asoman, como elementos esenciales, pero adaptados a las nuevas exigencias de los tiempos, en las obras de crítica de González Serrano, Clarín o Altamira.

Varios escritos de Giner (1969, págs. 53-63) dejan transparentar cierta nostalgia de la poesía épica por ser este género la expresión de la unidad de todo un pueblo, mientras que la poesía lírica, que domina en la primera mitad del siglo XIX, es la poesía de la variedad individual y la «proyección artística del egoísmo» (López-Morillas, 1956, pág. 134). Antes de 1875, tanto Sanz del Río como Giner o Francisco de Paula Canalejas (1834-1883) pensaban que el género del porvenir, el que restablecería la unidad entre el arte y todo el pueblo, sería el drama (López-Morillas, 1973, págs. 55-75). Pero la reacción contra el lirismo se produjo mediante la novela, cuya primacía marcó el paso de la sensibilidad romántica a la realista, fuertemente condicionada por la nueva mentalidad positiva. Para Clarín, para González Serrano, para Altamira, para todos los epígonos del krausismo la novela es el género más adecuado al espíritu de los tiempos. Significativo de la pervivencia de la influencia krausista es el hecho de que hasta el final del siglo todos consideren que la novela es a la vez la «épica del siglo» (Clarín), es decir, el género que mejor refleja la unidad del pensar común (de una clase, diríamos) y la expresión del propio sentir del autor. Para González Serrano, en 1881, la novela «lo mismo revela las impresiones y juicios personales del artista que las circunstancias reales y objetivas que acompañan el desarrollo de la acción» (cit. en López-Morillas, 1956, pág. 201). De la misma manera define Rafael Altamira, en Psicología y literatura (1905), lo que es la novela (y lo que fue desde 1975): «Si nos fijamos en la novela por ser el género característico de nuestros días, hallaremos continuamente penetrada su cualidad épica por el más genuino lirismo» (cit. en Mainer, 1987, pág. 151).

Estos puntos de vista, que insisten en el aspecto subjetivo de la creación literaria y recuerdan la «intuición artística» de que hablaba Giner, permitirían ya explicar la moderada y limitada aceptación del naturalismo de Zola, considerado sin embargo como una decisiva conquista moderna (Beser, 1972; López-Morillas. 1973, págs. 111-185). Casi en el mismo orden de ideas, la conciencia que todos tienen de la complejidad de la obra artística les hace ver con recelo cualquier intento de explicación científica de la literatura, lo que no les impide integrar en el aparato crítico todos los adelantos de la ciencia: psicología, psicofisiología, antropología, sociología, etc. Clarín, el más constante, el más eminente y el más prestigioso crítico de la Restauración, repite siempre que el arte no es reductible a la ciencia: «La crítica en nuestros días no puede todavía -ignoro si podrá más adelante- llamarse científica» (Clarín, 1889, pág. 61).

Todos nuestros críticos consideran que la crítica literaria tiene una misión histórica: la de educar al público, formar su gusto, es decir, contribuir al perfeccionamiento del hombre (Beser, 1968, págs. 149 y ss.; Lissorgues, 1989, págs. 21- 25). Para Clarín, la crítica militante -que él califica de higiénica y policíaca- es una necesidad (Sobejano, 1967b, págs. 139-177). La regeneración intelectual y moral exige que se persiga sin tregua el mal gusto, la estupidez y que se haga resaltar «lo poco bueno que nos queda» (Clarín, 1887a, pág. 13). La crítica literaria tiene un afirmado papel educativo: permite explicar y difundir novedades europeas y abrir entre el público el camino del arte, pues ciertas ideas salvadoras necesitan seguir el camino del arte para «llegar -explica Clarín- al seno de nuestra sociedad adormecida» (Botrel, 1972, pág. LXVIII). Esta misión reformadora y regeneradora hace que la crítica de los intelectuales que han hecho suya la ética krausista no sea inmediata y exclusivamente artística, sino mucho más. Sin olvidar la sustantividad del arte, la poesía, lo inefable (el misterio), sin olvidar los valores estrictamente literarios, Clarín y los demás críticos enjuician también las obras en función de criterios extraliterarios, sociológicos, antropológicos y, sobre todo, éticos.







Indice