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Filosofía y vida individual

Antonio Rodríguez Huéscar





El tema de esta conferencia parece aludir a las relaciones entre la filosofía y la vida individual. Disiparé desde ahora el posible equívoco latente en esa expresión titular: la filosofía, según yo la entiendo, no es que tenga solamente relaciones más o menos íntimas con la vida individual, sino que es vida individual. Todas las demás relaciones que podamos descubrir entre una y otra tienen como supuesto esta «relación» fundamental de identificación. Pero si la filosofía se identifica con la vida individual -con la del filósofo, naturalmente-, esta vida filosófica se caracteriza, a su vez, por aspirar a una identificación intelectual con la realidad misma, a ser una adaequatio intellectus et rei -la definición más clásica y perdurable de la verdad. Parménides, descubridor de la verdad, expresó esa aspiración del modo más rotundo y extremado en su frase «el ser y el pensar son lo mismo». Al decir nosotros que la vida filosófica es la que aspira a identificarse, intelectualmente, con la realidad misma, conservamos la significación sustancial, tanto de la clásica definición atribuida a Israeli como de la afirmación parmenídea, pero sustancialmente modificada, pues ahora no es ya el intelecto o pensamiento el término de la identificación con la realidad, sino la vida, quedando el intelecto reducido a ser el modo o medio (o instrumento) de dicha identificación.

Lo esencial, pues, de esta tesis, es, en resumen, lo siguiente:

  1. Que la filosofía se identifica con la vida individual del filósofo.
  2. Que esa vida consiste, a su vez, en aspirar a identificarse con la realidad misma.
  3. Que el modo de esa identificación es intelectual.
  4. Que, en la medida en que se logra, la vida filosófica es una vida en la verdad. Pero como tal logro es siempre más o menos precario, diremos, más precisamente, que es una vida que transcurre en el horizonte de la verdad (después será menester volver sobre este punto).

Mas, llegados aquí, nos asaltan grandes perplejidades: ¿qué es eso de «vida individual»? ¿Es que hay otra que no lo sea, eso que se llama vida social o colectiva? Y, si la hay, ¿sabemos lo que es? Y, ¿qué es la filosofía misma? Y ¿qué es la verdad? Y ¿qué es la realidad? ¿Podemos dar por supuestos todos esos saberes? ¿Acaso todas esas palabras no son los rótulos de otros tantos tremebundos problemas? Y, si es así, ¿podemos seguir adelante sin correr el riesgo de que mi hablar y su escuchar se limiten a ser una vacía gesticulación? Por otro lado, si intentásemos, no ya resolver, sino tan sólo plantear adecuadamente todos esos problemas, tendríamos que pasarnos aquí la vida entera. Esta embarazosa situación nos revela ya, sin embargo, un rasgo esencial de la filosofía y, de rechazo, otro esencial a toda «conferencia filosófica», a saber: que, hablando con propiedad, una «conferencia filosófica» es imposible, porque la filosofía es «el cuento de nunca acabar». Quiero significar con ello -y aprovecharemos el portillo de esta explicación para colarnos por él, sin más rodeos, en el tema, aceptando ese riesgo que tácitamente acepta todo conferenciante de filosofía-, quiero significar con ello, digo, dos cosas que, a mi juicio, son requisitos indispensables para que un pensamiento o serie de ellos puedan ser llamados estrictamente filosóficos: primera, que la realidad pensada en ellos, la que fuere, lo sea en su dimensión de universalidad o de totalidad; o sea, que el pensar filosófico tiene que colocar su «objeto» en tal posición que, a través de él se esté refiriendo al Universo entero, o, si ustedes lo prefieren, a la totalidad de lo que hay. Para lo cual es imprescindible que, al pensar o mentar algo, esté a la vez co-pensando o co-mentando todo lo demás. En este sentido preciso, daríamos otra «definición» de la filosofía -una más que añadir al montón de las ya existentes- que tiene graciosas resonancias de título de periódico decimonónico-: la filosofía sería el co-mentario universal; esto es: el peculiar ámbito de inteligibilidad dentro del cual sólo se puede entender algo si, con ello, se co-entiende de algún modo todo lo demás. Pero esta primera condición sólo es posible si se cumple una segunda, la cual expresa el modo concreto de ese mentar o pensar. No tendría sentido, en efecto, ponerse a pensar, sin más ni más, abruptamente, en todo lo que hay o, como algunos quieren todavía -insistiendo en lo que ya pretendieron algunas de las más preclaras mentes helénicas- en el ente o en el ser en cuanto tal -o en su problema.

Si el hombre, o algunos hombres, se han puesto a pensar en tales desaforadas cosas, ha sido porque se han encontrado en ciertas situaciones que les han conducido a tan arduas cavilaciones o pensamientos -en rigor, que se los han impuesto. Dichas situaciones se pueden identificar, porque, en muchos casos, los propios filósofos nos han dejado testimonio de ellas. Se nos ha dicho, por ejemplo, que esa situación era el asombro, admiración, pasmo o extrañeza -thaumázein- (Platón, Aristóteles y otros); o bien, la situación de encontrarnos perdidos en el mundo, desorientados, náufragos; o el desamparo, o la impotencia, con la concomitante necesidad e impulso sotéricos -así, las llamadas por antonomasia «filosofías de salvación», empezando por las helenísticas-; o la duda -ejemplarmente representada en el momento cartesiano.

Jaspers interpreta estas situaciones típicas a través de la conciencia de las llamadas por él «situaciones-límite», conciencia que se asimila, más que a ninguna otra, a la que origina las «filosofías de salvación», y que traduce la experiencia radical del fracaso; pero, según él, estas situaciones cobran sentido y pregnancia filosóficas sólo en virtud y en función de algo que está en la base de todas y que sería, por tanto, el más genuino origen del filosofar -sobre todo, para el hombre actual-: la necesidad profunda, y la condigna voluntad, de comunicación. No entremos por ahora en el fondo de esta cuestión del origen -más tarde habré de referirme a ella» y en especial a esto de la «comunicación» filosófica. Lo que de momento me importa meramente subrayar es que, sea cual fuere el «contenido» típico de la situación originaria del filosofar, se trata siempre de una situación. Ahora bien, no hay situación que no sea la de un individuo concreto, viviendo en un aquí y un ahora concretos. Pero un aquí y un ahora concretos, en cuanto «concretos», son atípicos. O, vuelto por pasiva, hablar de «situaciones típicas» es hablar de algo abstracto -todo tipo, todo lo típico, lo es en algún grado. La expresión «situación típica», por tanto, si queremos hablar con última precisión, sería un contrasentido. A lo típico se opone justamente -en una de sus significaciones esenciales- lo individual, lo irreductible, lo irrepetible e intransferible. No hay, pues, situaciones típicas. Hay, sí, elementos o componentes de situación que son típicos -como los hay genéricos, específicos, etc.-, y a ellos podemos referirnos, sin duda, mentalmente, pero sólo mediante abstracción, es decir, aislándolos de la realidad íntegra de que son componentes, del «concreto» que es la situación.

Pero lo concreto de la situación viene dado por ese aquí, ese ahora, y ese quien, cuya es la situación misma. Quien, ahora y aquí son, a su vez, inseparables, pues no hay ahora ni aquí sino para o de un quien, ni hay quien que pueda existir si no es en un ahora y aquí. Y aun así estamos hablando en abstracto, manejando esquemas conceptuales que son puras instancias de impleción, esto es, que están pidiendo ser llenados con contenidos concretos; por ejemplo: Sócrates en tal gimnasio de Atenas, en tal día y hora del año 390 a. d. C., conversando con Alcibiades, Apolodoro, Querefón y Menexenes; o bien, Renato Descartes meditando en su estufa de Neuburg el 10 de noviembre de 1619. En realidad, lo último y verdaderamente concreto sería: yo ahora y aquí, fastidiándoles a ustedes con algo tan imposible como es una «conferencia de filosofía».

Voy a parar con todo esto a lo siguiente: si la filosofía es un vivir pensante -o un pensar viviente- orientado hacia la totalidad, universo, ser, realidad -pongan lo que quieran como terminus ad quem de ese pensar-, y si tal pensar se ha disparado como respuesta a una situación de asombro, duda, perdimiento, angustia, etc., hay que entender que esa situación, más o menos típica, y aparte de lo que tenga de típica, es irreductiblemente distinta en cada filósofo y, por tanto, lo típico de ella queda «destipificado» por lo que de irrepetiblemente individual tiene en cada caso. Si, pues, yo, o cualquiera de nosotros, nos asombramos, con filosófico asombro -suponiendo que de ello seamos capaces- no nos asombraremos de lo mismo que Aristóteles, ni, por tanto, la cualidad íntima de nuestro asombrarnos será la misma que la de aquél; si me siento perdido en el mundo, ni ese mundo de mi perdimiento, ni por ende, el íntimo o último sentido de éste, serán los mismos que los del náufrago Zenón de Citium; si dudo, no dudo de lo mismo, ni el sabor de mi duda será el mismo, que el de Descartes; si me angustio o desespero, será con otra angustia o desesperación que las de Kierkegaard.

En suma: el terminus a quo del filosofar varía esencialmente de individuo a individuo, porque es justamente el individuo como tal en su incanjeable situación. Pero, además, esa totalidad -universo, ente, etc.- sobre que mi pensar recae al filosofar -si filosofo- será pensada desde, a través y en función de mi aquí y ahora, es decir -para usar el concepto de Ortega-, de mi circunstancia (o como mi circunstancia), donde subrayo con igual fuerza el posesivo y el sustantivo. Por consiguiente, en mi dirigirme en actitud pensante a la totalidad, entran ingredientes que cualifican, no sólo a mi dirigirme, sino también aquello a que me dirijo -totalidad, universo, etc.-, por el hecho de ser yo el alguien que se dirige a ello, y por hacerlo ahora y desde aquí.

Resumamos esta conditio sine qua non de todo filosofar diciendo que su término de referencia se ofrece siempre en una perspectiva personal. El terminus ad quem del filosofar, aquello sobre que recae la acción filosofante, varía, pues, también de individuo a individuo y de situación a situación. Se dirá -se dice- que, si esto es así, la objetividad del pensar filosófico, y con ella su verdad, queda destruida. Y así sería, en efecto, si por «objetividad» y «verdad» entendiésemos lo que estas palabras significan, por ejemplo, en el lenguaje científico -o lo que han significado casi hasta hoy dentro del propio lenguaje filosófico. En previsión de este malentendido, he comenzado a hablar, de un modo deliberadamente vago, del terminus a quo y el terminus ad quem del filosofar -los latinajos, con su indeciso, remoto, perfil semántico, nos vienen al pelo en este caso- y no, como acaso a alguno le parecería más obvio, del sujeto y el objeto del mismo. Pues, efectivamente, no se trata aquí de un sujeto y un objeto -vocablos cargados, por lo demás, de toda suerte de ambiguas significaciones «escolares». El terminus a quo, punto de partida, origen, o como quiera llamársele, del filosofar no es un sujeto, sino, repito, una determinada situación de la vida de una persona, cosa bien distinta. Y su terminus ad quem, aquello sobre lo que la acción pensante recae, no es tampoco un objeto -menos aún- sino eso que con premeditada vaguedad vengo llamando «todo lo que hay», «ente en total», «universo», «ser», «realidad qua realidad», etc.

Es verdad que en todas estas expresiones se repite de alguna manera un carácter común: el de totalidad. Pero ni la idea misma de totalidad, ni ninguna de sus mentadas modulaciones, coinciden con la idea de «objeto». Y es que la filosofía, rigurosamente hablando, no tiene «objeto». Primero, porque, aun queriendo interpretar «objetivamente» -y en forma estática- la totalidad, siempre quedaría fuera de ella lo trascendente a toda objetivación -por ejemplo, lo ilimitado- y lo ya inobjetivable por principio -entre ello, sin ir más lejos, los propios sujetos como tales. Segundo, porque la realidad no está dada de una vez para siempre; no es, propiamente, sino que va siendo, se va haciendo en el tiempo. Tercero, porque esa realidad que la filosofía busca, no sólo no está dada de una vez para siempre, sino que no está dada, sin más (no es dato), sino meramente postulada, y la filosofía consiste por eso en buscarla; de ahí que la verdad comenzase por llamarse a-létheia, es decir, des-cubrimiento. Pero ni el descubrimiento de la realidad se acaba de hacer nunca, ni lo descubierto de ella por la filosofía cuando lo hay, es «objeto» alguno, sino, a lo sumo, fundamento de la objetividad. Cuarto, porque en esa totalidad que se busca entran -si no, no lo sería- el ser y el vivir del propio filósofo y, por tanto, su propio filosofar. Mas decir «entran» es inadecuado, pues podría entenderse como si la realidad estuviera ya ahí y, luego, «entrasen» en ella, como el personaje entra en escena, el filósofo, su vivir y su filosofar. Por el contrario, es en el ámbito de realidad que es la vida del filósofo en el que aparece, desaparece o transparece -en el que se hace presente, ausente o transparente- toda otra realidad. Quinto, porque, en vista de todo ello -y, además, por otras muchas razones-, el objetivo primario -no el «objeto»- de la filosofía ha de ser un buscar claridad acerca de esa realidad que es la propia vida, y que, por ser aquella en que toda otra realidad radica, ha llamado Ortega «realidad radical». (A algo parecido es a lo que llama Jaspers «aclaración de la existencia».) Y como el sentido y el destino de esa vida -la del filósofo- es justamente filosofar, la filosofía tiene que hacerse cuestión de sí misma en cada filósofo y ahí está una de las raíces de su constitutivo problematismo.

Si, pues, se quiere hablar de «objeto», tendríamos que decir que el «objeto» de la filosofía es, en primer lugar, la vida misma. Sólo que la vida es todo lo que se quiera menos un objeto -aunque en ella sea donde todo objeto aparezca y aunque una parte de la filosofía deba ser, por ello, teoría de la objetividad. Pero la vida, lugar metafísico de la constitución de toda realidad como tal, es siempre la mía o la tuya o la del otro, y se compone a su vez de situaciones. La filosofía, pues, en cuanto emana de una vida concreta, y en cuanto de la vida se ocupa, y en cuanto al ocuparse de ella, y desde ella, tiene que ocuparse también de todo lo demás, es necesariamente situacional, como la vida misma. Ese carácter situacional significa, por lo pronto:

  1. Que toda filosofía es individual, pues toda situación lo es de un individuo determinado.
  2. Que toda filosofía es intrínsecamente histórica, por serlo también toda situación, pues a la esencia de ésta le pertenece el venir de otra pasada.
  3. Que toda filosofía es una visión limitada de la totalidad o de lo ilimitado, pues toda situación delimita necesariamente un campo de visión o perspectiva.
  4. Que toda filosofía ha de ser entonces, en virtud de su más íntima exigencia, distinta de toda otra, en alguna medida, pues no hay dos situaciones -ni, por tanto, dos perspectivas- iguales.

La divulgada frase de Fichte: «La filosofía que se elige depende de la clase de hombre que se es», encierra un núcleo de verdad, al que ha debido su éxito, pero habría que modificarla diciendo que la filosofía que se hace -no que se elige- depende, primero, no de la clase de hombre que se es, sino de quién es el que la hace y desde qué situación, histórica y personal, la hace; pero también depende, además, de qué aspecto o aspectos de la realidad son visibles y pensables para el filósofo (y, en general, para el hombre), cuando aquél se enfrenta con ella -pues no todos lo son, ni siempre los mismos. Esta segunda parte es muy importante y permite eliminar de esta concepción de la filosofía toda presunción de subjetivismo, pues implica que la realidad misma colabora esencialmente a la visión del filósofo, haciéndosele a éste visible -u opaca, según los casos-, en alguno o algunos de sus aspectos.

Aquí surgirá una nueva dificultad en la mente de algún oyente: si la realidad sólo ofrece a cada filósofo alguno o algunos de sus aspectos, ¿cómo puede ser visión de totalidad? Cuestión demasiado peliaguda para que podamos abordarla aquí. Sólo señalaré -y con suma levedad- hacia alguno de los «poros» o salidas de esta aparente aporía. En primer lugar, al decir que la filosofía es un saber de totalidad, sólo se quiere decir que pretende serlo, pero no que pueda lograrlo. La filosofía, antes y más fundamentalmente que un modo de responder, es un modo de preguntar -«un método de interrogación, más que de resolución», según mi maestro Zubiri-, y es ahí, en la pregunta filosófica, donde «aparece» intencionalmente el totum -aparece en la forma de no aparecer, claro está, puesto que preguntamos por él, puesto que lo buscamos. La intención de totalidad del preguntar filosófico es indefectible, porque éste se hace «desde la nada», quiero decir, desde la posibilidad de la nada: «¿Por qué hay todo lo que hay, y no más bien nada. Por ahí comienza esta historia o «cuento de nunca acabar» de la filosofía. Y a partir de ahí viene luego el «sistema de preguntas» que «nace de la estructura de la situación de la inteligencia humana» (otra expresión de Zubiri) en cada momento, y que, por tanto, varía al compás de la variación de esas situaciones. En segundo lugar, lo que cada filósofo, desde su situación o punto de vista, ve de la realidad, le remite inexorablemente a lo que no ve de ella, a todo lo demás, y esta remisión no es mera consecuencia del ver, sino constituyente estructural del mismo.

Esto es algo, sólo algo, de lo que quise decir al comenzar afirmando que la filosofía es vida individual. Antes de mirar este poliédrico asunto por otra de sus muchas facetas, conviene que mostremos, por vía de contraste, también algo, sólo algo, de lo que se quiere decir cuando se afirma que la filosofía tiene una «vida social» -y que, como veremos, es algo que no es vida tenido por algo que no es filosofía.

Claro es que la filosofía tiene ciertas dimensiones, condicionamientos, intenciones, dependencias y efectos -sobre todo, efectos- que podemos llamar sociales. Si la filosofía es una «forma de vida», no puede menos de entrañar el sistema de tensiones entre lo puramente individual y lo social e histórico en que toda vida humana consiste. ¿Cuáles son, pues, los principales modos de incidir la filosofía en la llamada «vida social»?

Parece que el primero de todos (y origen de todos) sea esa «necesidad de comunicación» que Jaspers considera como origen de la filosofía misma -aunque el alcance que él da a esta idea y el uso que de ella hace me parecen muy discutibles. Todo pensar -y el filosófico con máxima pureza-, por el hecho de traducirse en pensamientos o lógoi, en significaciones y expresiones, lleva ya en su misma raíz una intención o impulso comunicativo. De ahí la estructura dia-lógica o dia-léctica del pensar filosófico, ya descubierta por los griegos, y a la que dio plena actualidad Platón, incluso en la forma literaria de su filosofía: el diálogo. Pero adviértase que para que haya dia-logos no hace falta en absoluto un inter-locutor, sino que basta el movimiento o discurso de una mente «a través» -dia- de distintos lógoi; es más, la condición para que pueda haber diálogo filosófico entre individuos es que cada uno de ellos haya practicado previamente ese interno dia-logar o dis-currir a través de sus propios lógoi.

Eso lo sabía muy bien Platón, y por eso fue él quien designó tan bella y profundamente a la filosofía como «un silencioso diálogo del alma consigo misma» (Sofista). El impulso comunicativo del pensamiento, ínsito en el expresivo, apofántico o manifestativo, comienza así, por ser el que tiende a una «comunicación consigo mismo»; pues no está dicho sin más, ni es cierto en definitiva, que el hombre viva ya de por sí en comunicación consigo mismo; antes bien, el sentido más hondo del modo de vida, que es la filosofía, consiste en el esfuerzo por llegar a la experiencia radical -y radicalmente difícil- que es entrar en comunicación consigo mismo, con ese sí-mismo que última e inexorablemente se es «en el fondo»; lo normal y consuetudinario, por contra, es vivir en una cierta «comunicación» vicaria con otros, sin haber logrado -ni aun siquiera intentado- esa otra consigo mismo, que es la fundamental, e imprescindible -repito- para poder establecer una auténtica comunicación con otro. Ésta viene, pues, en segundo lugar, y viene, no por un simple afán de mostrar o exhibir ante el otro la propia si-mismidad traducida en pensamientos -afán que en sí sería ininteligible-, sino por ser también necesaria, a su vez, para llevar a término la ardua e inacabable tarea -tan larga como la vida del filósofo- de alcanzar una cada vez más honda y perfecta comunicación, o acuerdo, consigo mismo. (Se podrían -y se deberían- investigar y determinar en detalle las modalidades funcionales de ordenación a este fin último de todas las formas de comunicación filosófica.)

Pero esa comunicación con otro u otros que la filosofía busca y necesita -si la busca es porque la necesita- exige reciprocidad, esto es, que esos otros sean también individuos que hayan intentado, o estén en disposición de intentar, esa misma auto-comunicación. De ahí la primera formación social a que la aparición del hecho humano llamado filosofía dio origen: la escuela. Parece, en efecto, que la primera vez que la filosofía adquiere realidad social -y, con ella, efectos sociales- fue con los pitagóricos. Aunque lo que internamente fuese la liga o asociación pitagórica sigue siéndonos un misterio, sabemos por lo menos que estaba compuesta por hombres que no se contentaban con la doxa, opinión o creencia colectiva, y que su cohesión como «sociedad» mínima, dentro de la sociedad grande o sociedad sin más, tuvo el sentido, incluso, de una grave se-cesión. Parménides dará expresión filosófica rotunda -Parménides siempre es rotundo- a esa condición «anti-social» de la filosofía al oponer formalmente ésta -es decir, la alétheia- a la doxa u «opinión de los mortales». Y desde entonces, o sea, desde sus orígenes, la filosofía ha sido siempre para-doxa (Ortega).

Esa primaria tendencia o intención «social», única que descubrimos como interna a la filosofía, resulta, por consiguiente, que no es social, puesto que se resuelve en interacción inter-individual. Todo lo demás son ya condicionamientos, dependencias o efectos sociales de la filosofía, y por tanto, no se pueden confundir con ella misma.

Los efectos sociales de la filosofía son de distinta especie y condición. Algunos, aunque no son la filosofía, pueden, sin embargo, formar parte de ella, cuando funcionan adecuadamente dentro de su complejo organismo. Son, pues, efectos internos. Pero esos mismos efectos pueden funcionar también como efectos sociales externos a la filosofía, y cuando así lo hacen, ni son la filosofía, naturalmente, ni forman parte de ella. Entre ellos figuran, sobre todo, los escritos y exposiciones filosóficas. La compleja realidad que es la filosofía comprende, en efecto, tanto los filosofemas y su articulación «lógica» tal y como aparece en la exposición -sistemática o no-, como el proceso viviente de que forman parte y la articulación que dentro de él les corresponde -ésta sí, siempre y necesariamente sistemática. Por eso, el tipo de intelección que la filosofía requiere es, no sólo la intelección lógico-abstracta de sus enunciados, sino también la del origen y función de éstos dentro de la vida y situación de que tales enunciados o pensamientos emanaron -un tipo de intelección singular, funcional y concreta que tiene su propio logos, cuyas «formalidades» habrían de ser dilucidadas en una nueva lógica-, y sólo desde esta intelección viva o «reviviscente» puede ser en verdad fecunda la de los enunciados lógico-abstractos y sus complexiones.

Éstos, tal y como aparecen, por ejemplo, en los libros, suelen ser pensamientos muertos -y fue también Platón el que empleó ya esta expresión casi literal para referirse al «saber» depositado en ellos (recuérdese el mito de Teuth del Fedro)-; un decir congelado que no puede tener, según Platón, otro sentido que el de un expediente «rememorativo».

Los efectos sociales de la familia, que ni son la familia ni forman parte de ella, se pueden dividir en difusos y visibles, siendo los primeros, con mucho, los más importantes -en rigor, los únicos verdaderamente importantes. Ciertos resultados o productos de la filosofía -ya efectos de ella, pero efectos internos, como son ciertas ideas filosóficas- acaban por hacerse efectivamente sociales, en el sentido fuerte de la palabra: se convierten en patrimonio colectivo, en bien común, y muchos terminan por cristalizar en creencias sensu stricto. Pero, en cuanto lo hacen, sus contenidos quedan vaciados de sustancia filosófica, transformados en una especie de «hechos brutos»; adquieren un modo de ser vividos, un modo de inserción en la vida humana, que es justamente el opuesto al modo peculiar de ser vivida la filosofía. La acción difusa de estos «productos» filosóficos se traduce en lo que solemos llamar «consecuencias sociales e históricas de la filosofía», de alcance inconmensurable en nuestra civilización, ya que su área de expansión se extiende literalmente a la vida entera de nuestras sociedades, cuyas más genuinas peculiaridades históricas ha configurado o modelado en enormes proporciones. Nada culturalmente importante se ha creado en Occidente que no haya estado condicionado, orientado o internamente informado por alguna idea o concepción filosófica vigente: así, la religión, la ciencia -con su secuela, la técnica-, las «concepciones del mundo», las ideologías, la política, la organización social, el arte, el lenguaje, y hasta en algún sentido, muchas costumbres y formas triviales de convivencia.

En cuanto a los efectos sociales de la filosofía no difusos, sino inmediatamente «visibles», se pueden dividir, a su vez, en tres clases: cosas, actividades e instituciones. A la primera pertenecen, en lugar preferente, las publicaciones de filosofía: libros, revistas, artículos, tal y como aparecen a los ojos del profano -es decir, cuando se limitan a ser cosas sociales que están ahí, y, por tanto, no cumplen su función de efectos internos a la filosofía. En segundo lugar, las actividades: cursos, conferencias, congresos, etc., de filosofía, cuando con ellos sucede lo mismo que en el caso anterior. En tercer lugar, las formas institucionales creadas para servir de molde o cauce a las «actividades»: cátedras, departamentos, facultades, institutos, sociedades de filosofía -y también, por supuesto, grados, títulos, dignidades académicas, etc. La existencia y proliferación verdaderamente temerosa de estos efectos «visibles» de la filosofía no es sino consecuencia -y corroboración- de la importancia de los efectos difusos a que antes me referí. Agregaré que lo dicho acerca de las publicaciones y de las actividades filosóficas vale lo mismo (en cuanto a su no ser filosofía) con respecto a los que se limitan a tener noticia de su existencia que con respecto a los que leen las publicaciones o participan en las actividades sin espíritu filosófico. La diferencia está en que, en este último caso, esos efectos visibles producen a su vez nuevos efectos difusos.

Las lecturas o audiciones filosóficas realizadas sin espíritu filosófico, no hay duda que dejan alguna huella en el lector u oyente, quien algo de ellas entiende, pues al fin y al cabo son decires y están dichos en un lenguaje cuyos elementos y estructura son, en su mayor parte, los del lenguaje común (de todo escrito o exposición filosóficas, y especialmente de los de estilo más diáfano o más «literario» se podría decir, como decía Averroes del Corán, que son susceptibles de varios niveles de intelección, pero sólo desde ciertos límites de «profundidad» comienza esa intelección a ser filosófica). Tales lecturas o audiciones, acaso despierten «estímulos» en el lector u oyente, o le sugieran «ideas», o «sentimientos» más o menos vagos, u otras «reacciones»; acaso, incluso, le provean de un arsenal de conceptos, de «conocimientos» bien «aprendidos», que entran a engrosar el «acervo cultural» del receptor y quedan en disponibilidad de ser «usados» y reproducidos por éste. Pero todo eso no significa en absoluto que se haya pisado ni el umbral de la filosofía, y mucho menos que una filosofía haya sido «comunicada».

El decir filosófico exige un receptor también «filosófico», como condición necesaria -aunque no todavía suficiente- para que esa función «comunicativa» pueda cumplirse. En suma, el discipulado, o bien (aunque en mucho menor medida) el diálogo, discusión, correspondencia o lectura entre filósofos u hombres vocados a la filosofía, son las únicas formas posibles de «comunicación» filosófica. En todo caso, más que de comunicar una filosofía, se trata de comunicar -o comulgar- en la filosofía, es decir, en la auténtica vida filosófica (y ello, aun en el caso de la apropiación de una filosofía ajena, como es normal en ciertas etapas de todo discipulado, pues tal apropiación, o es una recreación o simplemente no existe). Se trata, pues, de un con-vivir la filosofía, como medio necesario para que cada cual haga o alumbre la suya. Y esa es la única forma posible de auténtica comunicación filosófica. Por tanto, más que una estricta «comunicación», es una psychagogía, como alguna vez sugirió Platón, o, mejor, una magéutica, como definitivamente descubrió su maestro. (También Kant lo dijo, en otra forma: «No se aprende filosofía, sino a filosofar», aunque, en realidad, no fue eso lo que dijo, sino que en «un cierto sentido», se puede aprender filosofía, pero que el aprenderla no es filosofar, ni el que la aprende es por ello filósofo; es lo mismo.)

Siendo esto así, se comprenderá que eso de «estudiar», «enseñar» y «aprender» filosofía, tal y como estas expresiones son comúnmente usadas -esto es, con la más alegre irresponsabilidad- suene casi a blasfemia en oídos filosóficos bien afinados, y no es flojo el equívoco de que existan en las universidades y otros centros «docentes» cátedras, cursos, etc., de filosofía, al lado, en el mismo plano y sometidas al mismo régimen comunal que los dedicados a otras «ciencias» o disciplinas transmisibles, pues la filosofía empieza por no ser ciencia, ni es, desde luego, nada transmisible. Ni digo, entiéndaseme, que todo eso no esté justificadísimo, que no sea deseable, y hasta imprescindible. Digo solamente que su existencia arrastra un ingente equívoco; pero claro está que hay equívocos necesarios -la vida social entera está tejida de ellos, y ella misma, eso que llamamos «vida social», no es más que un equívoco descomunal.

Si la filosofía no se puede enseñar, aprender ni estudiar, ¿se podrá al menos «profesar»? Es este un asuntó con muchas espinas, porque afecta más hondamente que los anteriores -en definitiva bastante claros- a la «vida filosófica» misma. De él se ha ocupado, quizá más insistentemente que nadie, mi maestro Gaos -aquí presente-, y yo no debería acaso rozarlo ahora sin referirme formal y temáticamente a lo que él ha dicho, cosa, ya se ve, no hacedera. Pero, puesto que la mención, por lo menos, del asunto me viene impuesta ineludiblemente por mi tema, me limitaré a decir, del modo más dogmático y sinóptico posible, que, en mi opinión, si por profesión se entiende «oficio» o «carrera» -en la acepción común de estos términos- la filosofía no es «profesable». Si se entiende algo así como «profesión de fe», tampoco -más bien sería «profesión de duda». Si la fe de que se habla es religiosa, hay que añadir, además, que ésta implica el rasgo esencial de la comunión o comunidad de los fieles en ella -incluso en su contenido-, cosa que la irreductible individualidad de la filosofía excluye ya en principio -lo mismo que, mutatis mutandis, excluye el alojarse en el molde social de un oficio.

La única comunidad filosófica que cabe es la de los discrepantes, en acto o en potencia. (Por eso, hablar de «filosofía original» es redundancia, ya que toda auténtica filosofía lo es, y no sólo por su «individualidad», sino también por tener que retornar siempre a los orígenes, y por tener que estar re-originando constantemente sus evidencias, y por ocuparse de realidades originarias, etc.) En algún sentido, sin embargo puede ser la filosofía «profesión»: si no en el de oficio, sí quizá en el de officium o deber: no que sea un «oficio» que lleve aparejada una especie de ética profesional o «código de deberes», pero sí que es una ética profesada: la de la veracidad. Esta profesión ética u officium sí puede ser, más aún, no puede dejar de ser, un modo o forma de vida. Las otras, las profesiones u oficios -en la acepción corriente de estos vocablos-, por el contrario, en cuanto se constituyen socialmente como tales, dejan de ser «modos de vida» -que es lo que originariamente fueron- para pasar a ser simples «medios de vida». Mas eso es lo que jamás podrá ser la filosofía: un «medio de vida» (recuérdese el escándalo de la sofística).

Y no puede serlo, porque la filosofía es cosa de ocio -otium-, ¿Cómo podría ser entonces cosa de «negocio» -nec-otium-? (A no ser que, trasladando a otro plano el sabroso decir de nuestros místicos y ascéticos, hablemos del «gran negocio de la salvación».) Ya Aristóteles exigía para la «vida teorética» o contemplativa, propia del filósofo, la (sxolh/), de donde la voz latina schola y la española escuela. Scholé significa literalmente ocio. Se trata, claro está, de un ocio internamente laborioso, meditativo. No obstante, perduran en él, trasladadas a otro plano y dimensión, las principales estructuras vitales del ocio a secas. Por ejemplo, el dis-traerse en él. Filosofar es, en efecto, un cierto dis-traerse, traerse de la vida más o menos convencional de los afanes cotidianos a la vida más propia y auténtica -para el filósofo, se entiende- de la sumersión en sí mismo. Un distraerse, pues, que es propiamente un re-traerse de las cosas en torno, que vuelven a asirnos una y otra vez, a la soledad que es la profunda morada de sí-mismo: en-si-mismarse. No un ensimismamiento cualquiera, sino uno sui generis, matriz de todos los demás y único que puede llamarse rigurosamente filosófico: aquel en que el ensimismarse tiene como término y fin simismizarse -sit venia verbo-; no, pues, cualquier entrar en sí mismo (cosa que puede hacerse de muchos modos y a muchos niveles), sino aquel concreto y único entrar en sí mismo que busca resolverse en un ser-sí-mismo -algo que no puede acontecerle a cualquiera, sino acaso solamente a esa variedad humana que llamamos «el filósofo». El ensimismamiento filosófico es un enfrentarse con el enigma de la existencia, de la propia, en primer lugar, y, a través de ella, o en ella, de la de todo lo demás. Porque sólo en ese enfrentamiento puede lograr ser sí mismo el hombre dado a la filosofía, y, por ello, sólo en él podrá alcanzar en plenitud aquello a que ha puesto su vida (que es el único modo en que ésta puede ser auténtica): la verdad. Verdad y autenticidad, en el filósofo, son la misma cosa.

He dicho re-traerse porque el re es esencial, ya que acusa el carácter iterativo -re-iterativo- del ensimismamiento filosófico. Si ahora queremos subrayar el de, diremos que cada acto de retracción lo es de abstracción. El ocio filosófico es abstractivo, en varios sentidos. («Está abstraído en sus meditaciones», dice certeramente el lenguaje coloquial.) En el ocio meditativo, en efecto, el filósofo se ab-strae o separa de lo que le circunda, pero esta abstracción de lo otro -y de los otros- es una concreción de sí mismo o concentración en sí mismo. He aquí cómo describe José Gaos este carácter de la abstracción: «La abstracción y el trascenderse por ella suponen una concreción en renovado trance de se-cesión como intento de ex-cederse. La naturaleza humana es multiplicidad de movimientos y actos que se despliegan hacia una periferia esférica de términos antípodas y se repliegan reactivamente hacia un centro, hacia un término medio (meson y mesotes aristotélicos). Es constitutiva oscilación entre los opuestos extremos del descentrarse, de la excentricidad, a través del centrarse, de la concentración»1.

El pensamiento siempre es en algún grado abstracto. Del filosófico se ha dicho hasta la saciedad que es el más abstracto de todos -y el origen de esta idea no deja de tener su justificación en la historia de la filosofía. Pero falta en este decir toda la otra mitad del asunto, y es que, por otro lado, el pensar filosófico no puede dejar de aspirar a ser, con rigor y celo incansables, el más concreto de todos, en cuanto pretende darnos o hacernos patente la realidad misma en su mismidad, es decir, limpia de toda suerte de interpretaciones encubridoras, empezando por las intelectuales. Para lo cual, una vez más paradójicamente, es menester esta abstracción suma de la concretación o concentración en sí mismo, en la simismidad -el superlativo de lo concreto, pues toda otra mismidad ha de hacérseme patente en o a través de la mía. (A este hecho, tan inexorable como sorprendente, se dirigía ya, más o menos oscuramente, el pensamiento de Sócrates, cuando exigía como condición primera del hallazgo de la verdad el «conocerse a sí mismo».)

La extrema personalización e individualización del pensar y el saber, por una parte, y la extrema abstracción por otra, Scila y Caribdis de la filosofía, mantienen a ésta en una constante tensión, en. un equilibrio inestable, con peligro de estrellarse contra uno u otro de ambos escollos, que la obligan a un incesante alerta y la dotan de un movimiento interno de vaivén, de ida y vuelta -una especie de «movimiento perpetuo»-: de ida a las cosas en su concreción vital y de vuelta de ellas a los conceptos abstractos, o pensamientos (entrada en sí mismo), para llenarlos con el contenido concreto que es el botín de dicha ex-cursión, en la unidad dinámica del vivir filosófico, un vivir des-viviéndose por lo demás -por y en las cosas-, en tanto en cuanto se pretenden pensar y ver desde sí-mismo, único modo de llegar a ellas mismas con el pensamiento. Y viceversa: esa buscada identificación intelectual con las cosas mismas sólo tiene sentido por ser ella el único modo posible para el filósofo de alcanzar la sí-mismidad. La distracción, retracción o abstracción de las cosas, en las que naufraga o se pierde, para volver a ellas, una vez y otra, inacabablemente, en cada vez más firme posesión de su mismidad -la de ellas-, es, simultáneamente, el proceso de autoposesión del hombre, de «liberación del hombre hacia sí mismo» -la mejor definición de la verdad y de la filosofía.

Mas la realidad suele mostrarse indócil -a veces terriblemente indócil- a la pretensión de la filosofía. La realidad, diríamos, «campa por sus respetos», y siempre nos sorprende. Sorprende, sobre todo -¡quién lo diría!- a aquél que sabe, o pretende saber, algo de ella, es decir, al filósofo. De esa renovada sorpresa arranca la profunda idea de la filosofía como el «saber del no saber». Y así ocurre que, cuando más segura cree una tenerla, nos sorprende mostrándonos la faz inesperada de su inseguridad. Y de esta ley no escapa la realidad que es la filosofía misma. Decía Aristóteles que todas las ciencias son más necesarias que la filosofía, pero superior ninguna. Dejando a un lado lo de la superioridad, es lo cierto que a veces cabría decir todo lo contrario. Hay, en efecto, sazones históricas en que la filosofía sería más necesaria que nunca -y, desde luego, más que ninguna «ciencia»-, pero justamente en ellas es cuando se hace más improbable. Hay síntomas, muy inquietantes síntomas, de que la nuestra pueda ser una de esas épocas. (Lo que se hace improbable, ni que decir tiene, es el filósofo, el logro de una existencia filosófica plena.) En tales sazones -que más bien debiéramos llamar desazones-, el filósofo puede, y suele, pasar su vida entera sin haber encontrado o descubierto aquello a cuya búsqueda decidió consagrarla -ni aun en la medida normal en que tal logro se ha revelado posible en filosofías de otra fecha, estilo y consistencia. Ante esa situación le caben al filósofo varias actitudes -auténticas unas, inauténticas otras-, fundadas unas en la aceptación leal del hecho mismo -por trágico que pueda resultarle-, determinadas otras por su no aceptación -y, en virtud de ello, más radicalmente trágicas que las anteriores. Hacer en serio una morfología de estas actitudes sería una de las tareas filosóficas de mayor interés que hoy podrían intentarse. Tampoco, por supuesto, podemos proponernos aquí nada semejante. Pero sí señalaré, por lo menos, algunas de esas actitudes posibles para el filósofo que se encuentra en la situación descrita, procurando elegir las más puramente representativas de la misma.

La primera, entre las auténticas, consistiría en aceptar honradamente el fracaso y responder de él diciendo la verdad -que es siempre, repito, el officium del filósofo. En este caso se trataría de aceptar y decir la verdad de la no-verdad en que se vive o ha vivido. En último análisis, sólo el filósofo puede vivir la no-verdad, puesto que es el único hombre constituido por la pretensión radical de vivir la verdad -que todo hombre, y no sólo el filósofo, pueda, y tenga, que vivir en la verdad o en la no-verdad, es otra cuestión- (en rigor, el filósofo es el único hombre que no puede simplemente vivir en la verdad, sino que vive des-viviéndose por ella; en el mejor de los casos, siempre está llegando a ella; por eso es preferible decir, como indiqué al principio, que vive en el «horizonte de la verdad»). Y nótese que esta pretensión constitutiva del tipo de hombre que llamamos filósofo, cuando se frustra, lleva aparejada la terrible consecuencia de que tal hombre no ha vivido de verdad: como todo filósofo, se ha desvivido por la verdad, pero, al no haberla encontrado, y al desesperar de poder encontrarla, resulta que se ha des-vivido por nada; su vivir ha sido, pues, un desvivirse simpliciter; desvivirse por nada, por la nada equivale a nihilizar la propia vida, a aniquilarse. Esta conciencia -de no haber vivido de verdad (por haber puesto la vida a la verdad y haber perdido, es decir, no haberla encontrado), y, por tanto, de haber perdido la oportunidad única de hacerlo; esta fáustica conciencia de haber, pues, perdido el tiempo (no cualquier tiempo, no un tiempo intercambiable o sustituible, sino el tiempo único de que se disponía para vivir), de haber, por consiguiente, perdido la vida y, así, de estar perdido -no ya por hallarse perdido en el mundo, sino por haberse perdido a sí mismo-; esa conciencia, digo, es demasiado insufrible para que no se trate de disfrazarla de alguna manera (después diré unas palabras sobre tales enmascaramientos).

Por el momento, adviertan la extraña situación a que el proceso entero de su vida -ese des-vivirse por nada- ha conducido al filósofo: éste, que acaso -y sin acaso- fue empujado a la vida filosófica, a darse a la filosofía, por encontrarse en una situación inicial de perdimiento, con una clara y profunda conciencia o saber de ella -lo que Gaos ha llamado un «saber de perdición»-, se encuentra en un cierto estadio avanzado de esa vida, cuando ya no es posible tal vez proyectar o emprender otra, con que la verdad, a cuya búsqueda y conquista partió para salvarse, jugándose en tal trascendente aventura el todo por el todo, se le ha mostrado desesperadamente esquiva, y, por tanto, se encuentra, al cabo de su problemático periplo, no ya en un perdimiento como el inicial -alentado por la esperanza de salvarse de él en la verdad-, sino con la mucho más grave, acaso definitiva perdición de haber perdido la vida en la demanda, de haberse perdido a sí mismo, justamente al buscarse, y por ello.

La filosofía toma entonces la figura de un transitar entre dos perdiciones, o, para hablar con más propiedad, de un camino que lleva del perdimiento a la perdición (no son la misma cosa: el perdimiento es un estado; la perdición es una acción -o su resultado-: en este caso, la de perderse uno a sí mismo). Nótese que no se trata aquí de un error de vocación -el peor de los errores- ni de un caso de inautenticidad, sino que me estoy refiriendo a hombres de auténtica vocación filosófica. Es la realidad misma la que, en ciertas sazones -o desazones- históricas, como con toda probabilidad ocurre con la nuestra, se hace insistentemente -resistentemente- opaca a la mirada, a la interpretación filosófica, justamente cuando más necesaria sería ésta, ya que dicha opacidad coincide con -¿o tal vez procede de?- la ausencia de toda interpretación plenamente válida o vigente.

Has sería justo que nos preguntáramos: ¿qué vida es esa que el filósofo ha perdido en su perdición? No vaya a resultar que esa vida perdida, esa vida que pudo ser y no fue, era una vida que no pudo ser, era una vida imposible. ¿Qué hubiera hecho el hombre de vocación filosófica, de no haber hecho o tratado de hacer filosofía? ¿Qué vida hubiera elegido, de no haber elegido ésa? ¿Tenía siquiera opción para elegir otra, quiero decir, otra que no hubiese sido más inauténtica, y, por tanto, al cabo, más perdida aún que la que eligió? Preguntas son éstas que envuelven uno de los problemas más serios -quizá el más serio y difícil- que hoy tiene planteados la filosofía, porque en él le va su propia existencia. No entremos en él. Tornemos al punto en que yo señalaba la primera actitud posible ante el hecho de la percatación por el filósofo de la no-verdad de su pensar y, con él, de su vivir. Esta primera actitud consistía en aceptar o asumir el hecho y decirlo: decir, pues, la verdad de la no-verdad. Tal actitud permite al filósofo un nuevo modo de instalación en la verdad -aunque sea en la de la no-verdad-, le ofrece una nueva posibilidad de autentificación, y, por tanto, de salvación y como de recuperación de sí mismo y, con él, de su vida perdida. No me parece menester insistir en que ese decir de la no-verdad tiene que ser, por supuesto, un decir filosófico. (Un ejemplo clásico de ello -sólo un ejemplo, pues existen otras posibilidades- es el escepticismo, instalado en la verdad de la no-verdad, pero decidor de ella filosóficamente. El escepticismo es una forma como otra cualquiera de autenticidad filosófica.)

Una segunda actitud posible -igualmente entre las auténticas- consistiría en callarse. La obligación primaria del intelectual -y en grado superlativo de este intelectual «en carne viva» que es el filósofo- es decir la verdad. Si, por razones para él suficientes, cree que no puede decirla, bien porque no tenga verdad que decir, bien porque juzgue que la que tiene no es decible (y también los motivos de esta indecibilidad o inefabilidad pueden ser de varia y muy diversa índole, dentro de la más estricta ética intelectual), entonces debe callarse. Hay que subrayar que, en este caso, el filósofo, si de veras lo es, debe haber llegado a la decisión de callar también por motivos estrictamente filosóficos. Pero los «motivos» filosóficos se llaman razones o ideas (las cuales, dicho sea de paso, muestran aquí con especial claridad su indeclinable vertiente ética); por tanto, el callar filosófico no puede ser sino consecuencia de una cierta filosofía. Lo cual nos hace ver que la filosofía, en determinadas coyunturas, puede y tiene que adoptar la más extraña de las «formas», la más en pugna con su más larga e ilustre tradición: el silencio. Claro es que se trata de un silencio poblado de voces interiores; claro es que el filósofo tiene que manifestarse y decirse a sí mismo, en todo momento, sus «razones» o lógoi -las palabras o «razones» de su silencio. La filosofía, en este caso, como en todos, comienza por ser «silencioso diálogo del alma consigo misma», pero, a diferencia de todos los demás, acaba también en ser eso mismo porque comenzó. Este silencio filosófico está muy lejos de ser quietud o reposo interior, de ser un simple y pasivo dejar de hablar. Por el contrario, es viva dialéctica interna, constituida en la más inquieta, tensa e intensa de las situaciones, en la más dramática y necesitada de vigilancia y disciplina, porque siempre está actuando sobre el ser humano, y en grado sumo sobre el pensador, una fuerza indomable que le impulsa a exteriorizar y comunicar su pensamiento.

Así como los escolásticos decían que el bien es de suyo difusivo (bonum est diffusivum sui), así podríamos decir del pensamiento que es de suyo comunicativo, locuente -no en vano fue llamado logos-, y ya vimos cómo la «comunicación» interior busca prolongarse y completarse en la exterior. En fin, el silencio filosófico, en toda ocasión, pero de modo muy especial cuando procede de no tener verdad que comunicar, sólo se justifica últimamente cuando el filósofo ha agotado los medios conducentes a permitirle poder hablar, esto es, poder decir la verdad. La carga ética del silencio filosófico permite que esta actitud pueda servir también como un modo de autentificación, de salvación personal, para el filósofo silente.

Una tercera actitud ante esto que vengo llamando perdición por la filosofía -y que viene a coincidir con lo que Gaos ha llamado la doble decepción, doctrinal y vital, del filósofo- es lo que él mismo denomina la obstinación en la filosofía, de donde «surge la filosofía de la filosofía» y «el conocimiento de la personalidad como elemento y motivo fundamentales y decisivos de la vocación y la profesión filosóficas»2. Este es, en efecto, otro modo de autenticidad filosófica, cuya expresión condensada rinden las siguientes palabras del mismo autor: «"Filosofía en la concreción de la vida madura", o no puede significar nada, o ha de significar un vivir la vida como vida de uno y de la íntegra y no mutilada realidad para uno -y un pensar y expresar la vida así vivida con esforzada veracidad- lo que no excluye el expresarla cum grano salis, no ya como medio de ocultar el pensamiento y la vida, sino, todo lo contrario, de hacer posible justan mente su revelación»3.

En fin, una última actitud o reacción igualmente auténtica: buscar la salvación, no ensayando una nueva vida no filosófica, pero sí una nueva forma de vida filosófica sin filosofía. Concretamente: una vida en la que, a través de modos de conceptuación y de expresión no filosóficos -por ejemplo, poéticos, en la más amplia acepción de la palabra-, como único vehículo adecuado a las nuevas intuiciones y vivencias filosóficas, la personalidad del filósofo siga centrada en la verdad, sin necesidad de hacer filosofía sensu stricto -que es lo que se le ha revelado, precisamente, como irrealizable. Esta actitud plantea por sí misma un problema filosófico de gran calado -que, por cierto, puede servir también a quien la adopta para un reingreso en la filosofía mediante su concentración en él-: el de si es posible, y cómo, una «vida filosófica» sin filosofía en sentido estricto. Este problema, digo, puede convertirse en el gran tema de una nueva meditación filosófica, y conducir así al filósofo a quien se le plantea a una re-instalación en la filosofía sensu stricto; pero se puede intentar, resolver también ejecutivamente -y a esto es a lo que aquí me refiero-, es decir, poniendo en marcha, sin más, la actividad pensante y «creadora» (poética) que ha de constituir el nuevo instrumento de penetración en la realidad, la nueva «vía de la verdad».

Todas estas actitudes, tan someramente descritas, y que tienen el denominador común de la autenticidad, pueden revestir, por supuesto, formas mixtas; y lo mismo se puede decir de aquellas a que me voy a referir a continuación, las cuales, por el contrario, son inauténticas.

Las actitudes inauténticas ante el hecho de la no-verdad, de la «perdición por la filosofía» como situación del filósofo, se fundan todas en la no aceptación del hecho mismo, en no querer asumirlo. ¿Cómo es esto posible? De varios modos, que son otras tantas maneras de enmascaramiento. Señalaré sólo dos, a los cuales, quizá, puedan reducirse todos los demás. El más peligroso de todos -por ser el pecado capital en filosofía- consiste en la ignorancia de la ignorancia, esto es, en tomar, y dar, como verdad, como saber, lo que no lo es, pero «tiene apariencias» de serlo.

No se trata aquí -hay que subrayarlo- de si el presunto filósofo cree o no en lo que piensa, profesa y dice. No es esa la cuestión.

Es más: para que el fenómeno a que me estoy refiriendo pueda darse en toda su pureza, es condición que el presunto filósofo «crea» efectivamente (no entremos en la cuestión de la fuerza, profundidad y autenticidad de este creer, ni en la de los supuestos vitales que lo hacen posible como tal, pues nos llevaría muy lejos) que aquello que piensa y dice es verdad y es auténtica filosofía.

Si no creyera en ello, ya no estaríamos ante un filósofo -quiero decir, ante un hombre que ha puesto sil vida a la verdad, aunque resulte que la ha perdido-, sino ante un nuevo sofista, o, lo que es igual, ante un mero profesor de filosofía (y conste que al decir esto no implico en la palabra «sofista», ni en el término «profesor de filosofía», estimación peyorativa alguna, sino que considero al tipo humano que ellos designan, en principio, como encarnando valores positivos; sólo que tal hombre no es un filósofo, ni siquiera incoativamente o como mera pretensión, y, por tanto, queda fuera de nuestra consideración).

Es de suma importancia estar en claro acerca de si lo que se pretende ser es filósofo o simplemente «profesor de filosofía», porque si alguien, queriendo ser lo primero, resultase no ser sino lo segundo, ni aun lo segundo será en forma efectiva. (Por ejemplo, si se dedica a serlo sólo para «ganarse la vida», es seguro que la perderá.)

Resulta, pues, que, en este tipo de «filosófico» enmascaramiento que he definido como la «ignorancia de la ignorancia», lo que cuenta no es que el presunto filósofo crea o no en la verdad de lo que piensa, dice o escribe, sino el que eso que piensa y expresa carece de la evidencia y radicalidad suficientes para aspirar al título de verdad filosófica. Esto es lo decisivo. ¿Será necesario añadir que el hombre definido por esta actitud se ha condenado a sí mismo al destierro a perpetuidad de toda auténtica vida filosófica, se ha privado de toda posibilidad de auténtica filosofía? Mas como el supuesto fundamental de su vivir, su pretensión constitutiva, era precisamente la filosofía, la vida filosófica, al desterrarse, al desarraigarse de ella sin saberlo, o sin querer saberlo, creyendo que de verdad en ella sigue afincado -ignorando, por tanto, su no-verdad- se niega a sí mismo la posibilidad de toda instalación y radicación en cualquier modo de vida auténtica; la suya, con las raíces en el aire, no será ya sino una seudo-vida, una trágica falsificación; esto es, no una vida en la verdad ni en el horizonte de la verdad, sino en el fantasmal horizonte de la ficción, remedo o contrahechura de la verdad: la perdición definitiva e irremisible para un pretendido filósofo.

Una segunda especie de enmascaramiento es la de los «filósofos del absurdo», o, en términos más generales, la de ciertos representantes de ciertas formas de «irracionalismo» -pues la «filosofía del absurdo», más que filósofos propiamente dichos, lo que tiene son representantes literarios. No puedo demorarme en este aspecto de la filosofía de nuestro tiempo, vinculado con algunos sectores del llamado «existencialismo». Diré tan sólo que el irracionalismo actual, sobre ser anacrónico, suele responder a una mauvaise conscience. La manera de eludir o disfrazar el hecho de no haber logrado alcanzar la verdad consiste aquí, no en justificar filosóficamente la duda -como, por ejemplo, en el escepticismo-, sino en negarse a toda justificación, fundándose -es decir, en definitiva, justificando su negativa y, por tanto, en el fondo, destruyéndola- en la descalificación radical de la razón, y, en general, en la negación de toda estructura profunda de sentido y consistencia a la vida humana -o a la existencia-, descalificación y negación que los representantes de esta sedicente filosofía «decretan», sin embargo, no sin sus correspondientes «considerandos» -lo que, una vez más, invalida su propio supuesto. Se pretende, pues, hacer una filosofía no-racional -círculo cuadrado-, apelando a instancias más o menos misteriosas -ya sea la «intuición», ya cualquier otro género de «vivencia filosófica»- las cuales tal vez puedan, y aun tengan, que estar en el origen de toda filosofía, pero que jamás podrán aspirar a constituir ésta. El «mecanismo» del enmascaramiento, en este caso, estriba en una suerte de exculpación metafísica inconfesada -este es su trasfondo, su sentido recóndito-, y, por tanto, irresponsable. ¿Exculpación de qué? ¿Cuál es la culpa? -se preguntará. Toda culpa o falta en filosofía se reduce a una originaria, brota de una fundamental: el faltar a la verdad. Que la verdad le falte al filósofo, puede ser una tragedia para éste -y lo es cuando, como hemos visto, esa falta se le revela como algo insuperable-, pero no destruye necesariamente -según hemos visto también- toda posibilidad de «vida filosófica».

Hasta tal punto es así, que lo que hace posible que haya vida filosófica y, por tanto, filósofo, es precisamente que a éste le falta la verdad, y por faltarle, sale en su búsqueda. Muchas veces se ha repetido el dicho platónico de que ni Dios -que tiene ya la verdad- necesita de la filosofía, ni tampoco el animal -que no la tiene, pero a quien no le falta-; sólo el hombre es capaz de filosofía, justamente porque la verdad le falta, o le hace falta. Que la verdad le falte al filósofo podrá, pues, ser grave -cuando esa falta no es sólo inicial, sino insistente y continua a lo largo de una «vida filosófica»-, pero lo definitivo e irremediablemente grave es que el filósofo falte a la verdad, porque desde ese momento no hay ya «vida filosófica» posible -esto es, una vida que debe estar informada a radice por la verdad. Aquí, como en el caso anterior, lo que resulta insoportable para el pretendido filósofo es la falsificación de su propia vida, principio y manadero de toda falsedad.

Y aquí viene otra vez a colación, para terminar, lo de las sorpresas de la realidad: en este caso, la sorpresa que nos está deparando la realidad de la filosofía misma. Se ha repetido en todos los tonos que nuestro siglo es una época de renacimiento filosófico, de florecimiento espléndido de la filosofía, y, a fuerza de repetirlo, hemos llegado a creer en ello como en una especie de dogma. Nada más peligroso -para la filosofía, claro- que descansar en esa creencia. Es cierto que, comparada con la segunda mitad del siglo XIX, la primera mitad de nuestra centuria ha representado, no sólo un pujante renacer de la filosofía, sino, sobre todo, una feliz recuperación del prestigio de la misma, tan malparado con la vigencia de las corrientes positivistas durante aquel período. Pero esa eufórica impresión, justificada sin duda hasta. 1935 o 1940, es más que problemático que lo esté en la misma forma desde esas fechas, y, sobre todo, que lo esté hoy. La situación ha cambiado bastante desde entonces. Tanto, que lo primero que se advierte en ella, si bien se mira, son peligros para la filosofía, para su inmediato futuro. Y todos ellos se relacionan, directa o indirectamente, con uno, que me parece el fundamental, y que es el siguiente: la filosofía -que es, como queda dicho, radical y superlativamente, vida individual (el máximo acendramiento de la vida individual)- está amenazada en su existencia, y en su misma posibilidad, en tanto en cuanto está amenazada la posibilidad de la vida individual misma. Ésta, en efecto, se va viendo cada día más menoscabada, obstaculizada y disminuida en el seno de nuestras sociedades de masas, que tienden a convertirse en una sociedad mundial dominada por la técnica, la economía y la burocracia -los tres grandes «enemigos del alma» del hombre contemporáneo-; una sociedad homogeneizada por la fuerza misma de sus rígidos mecanismos reguladores; una sociedad-Leviathan, devoradora de sus propios individuos, con pérdida fatal, o reducción a un mínimo inapreciable de todas aquellas creaciones humanas que requieren para su brote y desarrollo, precisamente, un ámbito autónomo, bien diferenciado y recoleto de libre vida personal, es decir, vidas con el más elevado índice de individuación.

Entre esas creaciones, figura en primer lugar la filosofía. Por eso, a medida que el proceso de socialización del hombre avanza, la filosofía va siendo menos probable, y, si no se inventan y ponen en vigor nuevas formas de convivencia y de vida pública que hagan posible la recuperación y expansión de la privada y personal dentro de nuestras sociedades; si no se encuentran los medios de neutralizar los efectos sobre el hombre de la socialización progresiva -y me estoy refiriendo aquí, como es obvio, a la «socialización» de las conciencias, y no a la de los bienes materiales-, yo no vacilaría en pronosticar la desaparición completa de la filosofía, a no largo plazo. No me pronunciaré acerca de si ello es bueno o malo. Digo solamente que es una efectiva posibilidad de la filosofía. Ésta nos ha enseñado últimamente bastantes cosas acerca de lo humano, y, por tanto, aplicables a sí misma. Una de ellas es que nada de lo que el hombre tiene y hace es seguro, que todo puede volatilizarse cualquier día -hasta el hombre mismo. Tal saber ha sido posible, por otra parte, como consecuencia de ciertas experiencias históricas -entre ellas, algunas intelectuales- que el hombre ha realizado en los últimos tiempos. Y precisamente la sensación de radical inseguridad que ha informado e informa la vida del hombre actual -frente a las seguridades en que vivieron nuestros progresistas abuelos o bisabuelos del XIX- ha sido uno de los resortes vitales que explican ese renacer de la filosofía en el XX, a que antes aludí, pues la filosofía sólo puede brotar de esa sensación vital de inseguridad; es una respuesta específica a ella. Mas cuando la inseguridad alcanza ciertos extremos, puede hacer zozobrar en ella a la filosofía misma, sobre todo, si va unida a un estrangulamiento progresivo de la vida individual -hecho que bastaría por si solo para acabar con toda posibilidad de filosofía.

Pues bien, hay, como decía, muchos síntomas de que eso, en efecto, sea lo que, en plazo más o menos breve, pueda llegar a ocurrirle a la filosofía. La mencionada «masificación», la prisa y urgencias de nuestro cotidiano vivir -que no dejan espacio al ensimismamiento, al ocio meditativo-; la excesiva, creciente publicidad de la filosofía, su institucionalización, burocratización y hasta comercialización; las presiones sociales -para no hablar de las estatales, en los países donde éstas actúan de consuno con aquéllas-, que obligan al filósofo a engranarse en toda esa maquinaria infernal, cuando lo que más necesitaría sería un temple «monástico», el «yermo», la soledad..., etc.

Todos estos hechos, y muchos más que no hay tiempo de enumerar, y que entran asimismo a formar parte de la compleja estructura de nuestro presente histórico, hacen que la filosofía, siempre problemática, esté viviendo hoy uno de sus más inquietantes avatares de problematicidad, tan inquietante como que puede ser el definitivo -para bien o para mal. En el problema de la posibilidad de la salvación o perdición del filósofo -de su vida personal- por la filosofía, va envuelto el de la salvación o perdición de la filosofía misma para la vida histórica que se avecina; va envuelto, pues, el porvenir de la filosofía. Pero, si se piensa que la vida histórica de Occidente ha estado siempre, como dijimos, internamente informada por algún modo de acción social y cultural profunda de la filosofía, la interrogación que se cierne sobre el futuro de ésta dilata su curva hasta encerrar en ella el destino total del mundo occidental, y, con él, claro está, el de la humanidad.





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