Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Finales de novela, finales de película: de «La Regenta» (Leopoldo Alas, 1884-1885) a «La Regenta» (Fernando Méndez-Leite, 1994-1995)

José Manuel González Herrán


Universidad de Santiago de Compostela



Hace dieciséis años me planteaba una «Lectura cinematográfica de La Regenta1 con la intención de «analizar ciertos elementos -secuencialización, procedimientos narrativos y descriptivos, perspectiva...- cuya configuración literaria puede ser interesante, por su adecuación o por sus tentadoras dificultades, en una traducción al lenguaje fílmico» (González Herrán 1987: 467). Aunque ocasionalmente aludía a la película que en 1974 había dirigido Gonzalo Suárez, con un guión de José Antonio Porto «basado en personajes de la novela de Alas»2, mi lectura no se apoyaba en el film del director asturiano3, sino en el virtual que la propia novela encerraba en sus páginas. Y, a propósito de las dificultades que, para su adaptación en una película de dimensiones convencionales, plantea la enorme riqueza de esta novela en cuanto a «la abundancia de tipos y ambientes, de episodios e historias marginales o secundarias», apuntaba yo entre sus posibles soluciones la de plantearse esa versión fílmica de La Regenta «como película en varias partes o como serie de capítulos para televisión» (González Herrán 1987: 469 y 470), aduciendo en nota el testimonio de Juan Cueto Alas, quien, en una entrevista radiofónica, habría aludido a un proyecto de TVE para adaptar la novela clariniana a una serie de televisión.

En efecto, el proyecto existía, aunque tardaría varios años en ser una realidad. Según ha contado su realizador, Fernándo Méndez-Leite4, el guión ya estaba elaborado en 1990, si bien la idea venía de muy atrás: desde el curso 1966-67 en que, siendo alumno en la especialidad de guión en la Escuela Oficial de Cine, abordó por sugerencia de su profesor José Luis Borau la tarea de preparar una adaptación cinematográfica de la novela de Alas, «que aún conservo entre mis viejos papeles y que por fuerza difiere sustancialmente del guión que recientemente he terminado para TVE. Baste decir que aquel primer guión tenía 59 folios y el actual pasa de los mil»5. Hay en el mismo artículo algunos datos interesantes acerca de la historia esa serie: «Ahora TVE aborda el proyecto de una serie de diez horas y media6 sobre La Regenta (...) El origen de ese proyecto está en una propuesta que hice en 1983 al entonces director de programas de la casa, Ramón Gómez Redondo, que aceptó mi idea (...) En el verano de 1984 (...) escribí un primer tratamiento cinematográfico de la novela, en el que estaba ya la estructura básica del presente guión». Aún se producirían más dilaciones, motivadas por nuevos compromisos profesionales y políticos del guionista y cineasta; liberado de ellos, pudo retomar ese «viejo sueño», propuesto y aceptado otra vez por los sucesivos responsables de TVE, de modo que «entre marzo del 89 y marzo del 90 (...) puse punto final a este trabajo» (p. 6). Pero aún habría nuevos obstáculos, demoras y modificaciones (cuyo relato queda fuera del testimonio que vengo citando), hasta que en enero de 1995 aquella serie llegó a las pantallas de televisión por primera vez; luego ha sido reemitida en varias ocasiones y comercializada en copia videográfica7.

Ello me permite ahora cotejar aquella mi lectura de La Regenta como película posible, con la dirigida por Méndez-Leite8 . Para ello y en el limitado espacio de que aquí dispongo, voy a centrar mis comentarios en el que sin duda es su momento más significativo -tanto de la novela como de su adaptación fílmica-, su secuencia final, que nos remitirá incidentalmente también a la inicial. Ya en mi comunicación observaba que «si hay un capítulo del libro eminentemente cinematográfico, ese es el primero. Nos sentiríamos tentados a decir que Alas comienza su relato con unas secuencias propias de cine; que su novela tiene unos planos iniciales ‘de película’» (González Herrán 1987: 475)9; centraba así mi atención en esas páginas de apertura, que proponía «releer con mirada cinéfila», haciendo otro tanto luego con el episodio de cierre (475-480). En esta ocasión, ya no sobre el texto de Alas, sino sobre el de Méndez-Leite, mi atención se dedicará a ese episodio conclusivo.

Recordemos antes la importancia que tiene el final de un texto narrativo10. Según afirma Marco Kunz, «las últimas páginas de una novela son el lugar donde convergen y finalizan los diversos estratos del texto»11; ese cierre, conclusión o desenlace -sea un capítulo, una secuencia, una frase12- que, por constituir su final, además de rematar la sucesión de acontecimientos de la historia, la dota de sentido o finalidad; pues, según observa Philipe Hamon «il est certain que la problème de la fin du texte (sa clausule proprement dite) est lié à celui de sa finalité(de sa fonction idéologique, ainsi que du projet de l'auteur) [...] il est certain qu'il y a une tendence générale de nombreux textes à faire coïncider terminaisonet signification, fin et explication.» (Hamon 1975: 499 y 505); o, en palabras de Gonzalo Sobejano (citado por Kunz 1997: 26-27): «el fin de una novela designa tanto su término textual (el final) como el cumplimiento de su intención (la finalidad)».

Para quienes estén familiarizados con los estudios de teoría literaria no será ninguna novedad recordar la importancia que, en estos últimos años, diversos teóricos, historiadores y críticos de la literatura vienen dando al final de los textos13. Como lamentablemente es usual en esta clase de estudios, las ficciones analizadas en todos ellos pertenecen a las literaturas en lengua inglesa, francesa o alemana, ignorando casi por completo la novela española. La reciente monografía de Marco Kunz El final de la novela (1997) viene a cubrir en parte esa laguna: según anuncia el subtítulo (Teoría técnica y análisis del cierre en la literatura moderna en lengua española), sus análisis se ejemplifican con un amplio corpus de más de treinta autores de este siglo (de Miguel de Unamuno a Jesús Ferrero) y ocasionalmente, algunos anteriores (Hita, Lazarillo, Cervantes, Alemán, Alarcón, Valera, Alas, Galdós). Nuestro realismo-naturalismo decimonónico carece por ahora de una monografía de conjunto, aunque sí hay artículos sobre determinados títulos14: entre los dedicados a La Regentamerecen destacarse los de Noël Valis15 y de Gonzalo Sobejano16 (en los que pueden encontrarse interesantes sugerencias para nuestro propósito, que aquí no utilizaré).

Nadie pone en duda que en toda novela es fundamental su arranque (En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...; Longtemps, je me suis couché de bonne heure...; Call me Ishmael); pero también lo es su resolución: de entre todos los episodios, acontecimientos, anécdotas, situaciones que articulan el argumento de una ficción, hay al menos dos que ningún lector olvida: su principio y su final17. La heroica ciudad dormía la siesta. / Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo: entre estas dos frases imborrables se enmarca la historia de Ana Ozores; y lo recuerdo aquí porque -es observación tan notada que pertenece ya al acervo común de la crítica regentina- hay en las páginas finales de la novela una deliberada alusión a las iniciales, bien que con una levísima modificación: El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes..., leemos en la segunda frase de La Regenta, inmediatamente después de la antes citada. Llegó Octubre, y una tarde en que soplaba el viento Sur perezoso y caliente..., comienza la secuencia que aquí comentaré (cfr. Apéndice B). Pues bien, no me parece casual el hecho de que en su lectura Méndez-Leite haya mantenido esa referencia interna, como luego veremos; siendo en general muy fiel al texto de Alas, el adaptador (guionista y director) lo ha sido especialmente en el comienzo y en el final de su versión, momentos ambos en los que suena en off la voz del narrador18, que recita (empleo a propósito ese verbo, porque parece evidente, en la entonación empleada por el actor, su intención de marcar unos textos sobradamente conocidos): La heroica ciudad dormía la siesta (...) Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica (Alas 1989: I, 135-136)19 / Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas. Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo (Alas 1989: II, 598).

Pero centrémonos ya en la lectura de la secuencia conclusiva de la película (aproximadamente los siete últimos minutos), comparada con las páginas finales de la novela; para ello remito a los Apéndices A y B, que recogen, respectivamente, mi segmentación20 en 56 planos de esa secuencia, y el correspondiente texto del capítulo XXX de La Regenta; texto en el que he suprimido los fragmentos eludidos por la versión filmada: principalmente, las reflexiones de Ana al entrar en la catedral, y algunas descripciones referidas a elementos omitidos en la escena (los otros canónigos que también están confesando, las sucesivas penitentes del Magistral, la impresionante talla del Jesús que preside el altar de la capilla...) Aunque el lector que compare minuciosamente ambos textos (y más, el que revise los siete minutos de esa secuencia) podrá extraer suficientes conclusiones, me detendré a señalar y comentar aquí algunas observaciones que considero interesantes o significativas.

Acaso sea la principal la ya mencionada fidelidad con que las palabras de Alas han sido traducidas a imágenes y sonidos: si en el texto no había más voz que la del narrador y, ocasionalmente, las íntimas reflexiones de Ana, la secuencia fílmica transcurre en un silencio sólo roto por los ruidos de ambiente (campanas, pasos, cerraduras...) y una música de fondo -no del todo acertada-, cuya dimensión subjetiva (desde la conciencia de Ana) se evidencia por el hecho de que cesa de sonar cuando ella se desmaya (plano 42), para reanudarse en el momento en que, abriendo sus ojos, vuelve a la vida (plano 53). Por otra parte, la pantalla recoge con precisión algunos de los objetos y gestos indicados en la narración: el tupido velo sobre el rostro de Ana, sus lágrimas, su genuflexión ante el altar, las bóvedas y naves de la catedral solitaria, la oscura capilla del Magistral, su mecánica absolución, sus atónitos ojos que pinchan como fuego, el gesto amenazador que se resuelve clavándose las uñas en su propio cuello, el cuerpo desmayado caído sobre las baldosas del pavimento, la corta sotana de Celedonio, el sonido de las llaves, su rostro asqueroso inclinado sobre el de la Regenta y besando sus labios... Notemos también, a propósito de algunas de estas imágenes, que el cineasta parece haberse inspirado no sólo en el texto clariniano, sino también en los grabados que ilustraban su primera edición21: así parece, al menos, en los planos 8 y 10 (el confesonario en la capilla, Fermín confesando), 41 y 55 (el cuerpo de Ana caído sobre las baldosas)22.

Aludí más arriba a otro rasgo de fidelidad textual en esta secuencia: la reiteración en ella del mismo marco temporal y climatológico (una tarde de octubre con viento sur) que abría la novela; para ello Méndez-Leite se sirve de un recurso tan económico como eficaz: si la serie comenzaba -como es obligado- con un plano de la torre de la catedral ovetense recortándose en un cielo límpidamente azul, mientras sobre el tañido de una campana la voz en off del narrador recitaba la conocida obertura23, la transición de la secuencia penúltima (diálogo entre Ana y Frígilis) a la final se marca con un plano (nº 0 de mi segmentación) que de manera sutil remite al inicial: otra vez la catedral, la torre, la campana...; pero añadiendo -acaso como visualización de la referencia temporal ofrecida por el texto (una tarde en que soplaba el viento Sur, perezoso y caliente)- unos elementos que en aquel plano inicial faltaban: el color del cielo es ahora grisáceo, hay algunas nubes y palomas revoloteando en torno a la torre [vid. ilustraciones 7 y 8].

Pero esa fidelidad que solemos exigir a la versión fílmica de un relato no debe ser entendida de manera tan estricta que suponga una limitación: la secuencia que vengo comentando introduce ocasionalmente leves cambios o añade elementos ausentes en el texto, aunque absolutamente justificados y coherentes. Así sucede, por ejemplo, con la lluvia que empaña los cristales de la ventana (plano 1), inmediatamente antes de la salida de la Regenta: se diría que el relato nos sitúa así en una tarde distinta de aquella ventosa de octubre; mas si atendemos al plano 2 (Ana camina hacia la catedral, pero no llueve), el sentido del anterior no es otro que el de marcar un intermezzo de hastío entre la conversación de la viuda con Frígilis (que cerraba la secuencia precedente), y la primera salida de la Regenta; con ello, además de glosar certeramente lo indicado por el texto algunos párrafos antes (Se había prometido no salir de casa, y la casa empezaba a parecerle una cárcel demasiado estrecha; Alas 1989: II, 594), se evoca otra inolvidable secuencia de la novela, aquella del capítulo XVI en que Ana percibe el hondo vacío de su existencia, asociado al sonido de la lluvia y de las campanas24 (¿qué contaban aquellos tañidos? Tal vez las gotas de lluvia que iban a caer en aquel otro invierno; Alas 1989: II, 65). También es aportación del guionista-director lo mostrado en el plano 4: en el texto (cfr. Apéndice B) Ana pasa directamente de su caserón a la catedral, sin que nada se diga de su trayecto por las calles; pero el gesto de las damas que cotillean burlonas a su paso traduce perfectamente la actitud vetustense a raíz del escándalo, explicada en las páginas previas de ese capítulo (Vetusta la noble estaba escandalizada, horrorizada [...] Hablaban mal de Ana Ozores todas las mujeres de Vetusta; Alas 1989: II, 584 y 585). Igualmente, una mínima indicación del texto (cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y negro) se precisa en la imagen fílmica de manera simbólicamente certera, haciendo que el cuerpo de Ana quede postrado en el centro de una especie de tela de araña que dibujan las baldosas de la capilla [vid. ilustraciones 4, 5 y 6].

Fácilmente justificables son también algunas ausencias: las meditaciones y rezos de Ana en la catedral (soslayando el fácil y poco cinematográfico recurso del monólogo interior); la sucesión de penitentes confesadas por el Magistral, con lo que, al abreviar la espera, se concentra e intensifica su emoción; ciertos ruidos ambientales (cuchicheos de las beatas, cháchara de la penitente, crujidos del cajón), ventajosamente sustituidos por otros menos efectistas pero más eficaces (tañido de campanas, pasos en el pavimento, rechinar de verjas y cerraduras...). En cambio, me parece lamentable la supresión de efectos visuales tan impresionantes como este: La escasa claridad que llegaba de la nave y los destellos amarillentos y misteriosos de la lámpara de la capilla se mezclaban en el rostro anémico de aquel Jesús del altar, siempre triste y pálido, que tenía concentrada la vida de estatua en los ojos de cristal que reflejaban una idea inmóvil, eterna... (Alas 1989: II, 596).

También en la gestualidad hay ciertas modificaciones tan imperceptibles como certeras: así la escena en que Fermín se aproxima amenazante a la Regenta y, tras clavarse las uñas en el cuello, se pierde hacia la sacristía, gana en expresividad dramática al prescindir de algunas muecas demasiado «teatrales» (El Magistral extendió un brazo, dio un paso de asesino hacia la Regenta [...] El Magistral se detuvo, cruzó los brazos sobre el vientre. No podía hablar, ni quería... Temblábale todo el cuerpo; volvió a extender los brazos hacia Ana... dio otro paso adelante... y después, clavándose las uñas en el cuello, dio media vuelta, como si fuera a caer desplomado, y con piernas débiles y temblonas salió de la capilla). Especialmente acertado parece el tratamiento gestual de Celedonio, cuya estudiada mímica (frotarse los dedos, acariciarse una ceja, recogerse los faldones de la sotana...), además de resolver la escueta información ofrecida por el texto (el acólito afeminado), expresa visualmente (limpiándose previamente las manos en el litúrgico roquete, manoseando el rostro de Ana, estrujándole el labio inferior, mordiéndose los suyos antes de besarla, restregando su boca con la de ella) la sutileza de su depravación: sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios...

Concluyo. Deliberadamente he evitado aquí cualquier consideración de índole teórica o metodológica en torno a la debatida cuestión de la relación literatura/ cine, del traslado (traducción, adaptación, versión) de un texto narrativo al lenguaje fímico, del estudio comparado entre ambas formas artísticas y sus respectivos sistemas semiológicos25 . No como teórico -que no lo soy- sino como historiador y crítico de la literatura (pero también asiduo espectador de cine) he querido enfrentarme al cotejo de estos dos finales, el de la novela y el de la película, anotando aquí algunas de las observaciones que me ha sugerido esa lectura comparada.






ArribaAbajoApéndice A

Secuencia final de La Regenta (1995) de F. Méndez-Leite


1. Plano de la torre de la catedral, vista desde abajo, recortada en un cielo grisáceo y con nubes blancas; en torno a ella, desde el fondo hacia el primer plano (¿de sur a norte?), revolotean las palomas mientras suenan la campana.

2. Primer plano del rostro de Ana, vestida con un camisón blanco, mirando tristemente a través de los cristales de un ventanal, mientras cae la lluvia, que golpea los cristales.

3. Primer plano del rostro de Ana, ya vestida de calle, de riguroso luto y con sombrero, mientras se coloca unos pendientes ante el espejo; luego, baja el velo negro de su sombrero, que le cubre la cara; toma un devocionario y se dispone a salir.

4. Ana desciende lentamente por la escalera de su casa, con expresión ausente, sombría, triste.

5. Ana camina por una calle, sin mirar a las personas con quienes se cruza; dos damas, detenidas ante la fachada de una iglesia -tal vez la catedral-, la observan y comentan algo en voz baja, con expresión levemente burlona.

6. Plano medio frontal de Ana, que camina por la nave central de la catedral, con cierta expresión de ansiedad, pero también de tristeza, casi al borde del llanto.

7. Plano general de Ana caminando por una de las naves laterales; parece dirigirse a algún lugar concreto: a su paso se ven los altares iluminados.

8. Ana entra en una capilla sombría.

9. Al fondo se ve, recortado en la sombra de la pared, un confesonario; se adivina la silueta de una mujer arrodillada, confesándose en el lado izquierdo.

10. Ana se detiene y dirige sus pasos, que resuenan sobre el fondo musical, hacia el interior de la capilla.

11. Plano medio de Fermín, vestido con roquete blanco, estola y tocado con el bonete; levemente inclinado hacia su derecha; mira al frente y de pronto adopta una expresión de asombro y sorpresa, como si no creyese lo que está viendo.

12. Plano de Ana, vista desde atrás, que, ya en la capilla, hace una genuflexión al pasar ante el altar y se dirige a uno de los bancos, donde se arrodilla.

13. Primer plano del rostro de Ana, que alza el velo y descubre su rostro, con expresión de ansiedad y los ojos llorosos; mira hacia su izquierda, en dirección al confesonario.

14. Primer plano del rostro de Fermín, cada vez más asombrado. Hace leves gestos afirmativos con la cabeza y murmura algo en voz inaudible hacia su penitente, mientras alternativamente mira de reojo a esta y a la cámara (esto es, hacia el exterior del confesonario).

15. Primer plano del rostro de Ana, mirando llorosa hacia el confesonario.

16. Como en 8, la sombría silueta del confesonario, mientras continúa la confesión.

17. El rostro de Ana, de perfil, mirando hacia el confesonario; luego, baja su mirada al suelo y traga saliva ostensiblemente.

18. El rostro de Fermín, ahora ya totalmente desentendido de su penitente, mirando al frente. De manera maquinal, y sin dejar de observar afuera, esboza con su brazo derecho el gesto de la bendición.

19. A lo lejos, vista a través de las rejas de la capilla, la sombría silueta de Ana, arrodillada en el banco.

20. Primer plano del rostro de Fermín, mientras maquinalmente absuelve a su penitente; su mirada sigue clavada en el exterior.

21. Primer plano del rostro de Ana, que alza su mirada del suelo y la dirige otra vez hacia su izquierda.

22. Plano general del fondo de la capilla, en cuya pared blanca destaca la sombría silueta del confesonario. La penitente que estaba confesando se levanta.

23. Primer plano de Ana, que mira ansiosamente hacia el confesonario: en sus mejillas brillan las lágrimas.

24. La mujer que se ha confesado, se aleja del confesonario; sus pasos resuenan sobre el fondo musical de la escena (y continúan resonando en los planos siguientes).

25. Primer plano del rostro de Fermín, que mira hacia afuera con gesto inexcrutable.

26. Primer plano de Ana, que continúa mirando, llorosa, hacia el confesonario; inicia el gesto de levantarse.

27. Al fondo de la capilla, y siempre vista a través de las rejas, Ana se pone en pie y se acerca lentamente hacia la cámara (es decir, hacia el confesonario, desde donde Fermín la está mirando); sus pasos suenan sobre la música.

28. Primer plano del rostro de Fermín, que se levanta e inicia su salida; se oye el ruido de la portezuela del confesonario.

29. Fermín sale del confesonario.

30. Ana detenida y en pie observa a Fermín.

31. Fermín se acerca lentamente y con gesto amenazador hacia la cámara (es decir, hacia Ana), mientras sus pasos resuenan sobre el fondo musical.

32. Plano medio de Ana, asustada, que camina hacia atrás; los pasos de Fermín continúan resonando sobre la música.

33. Primer plano del rostro de Fermín, que continúa avanzando con mirada amenazadora.

34. [alternan, reiterados, planos como el 31 y el 32]

35. Ana camina hacia atrás y cae al suelo.

36. En contrapicado (desde Ana, caída) primer plano de Fermín, que adelanta sus brazos y esboza con sus manos el gesto de estrangular.

37. Ana, sentada en el suelo, mira aterrorizada y jadeante a esa figura amenazadora; con un leve movimiento de su cabeza parece negar lo que ve.

38. El rostro de Fermín, con gesto más asustado que amenazador. De repente, las manos se vuelven hacia su propio cuello y lo atenazan, como si quisieran arrancar de cuajo la cabeza. La música crece en intensidad y tono.

39. Primer plano del rostro de Ana, que mira con gesto de incredulidad y terror.

40. Plano general de ambos, en medio de la solitaria capilla: Fermín atenazando su cuello y Ana sentada en el suelo a sus pies. Sobre la música se oye el estertor de Fermín, que bruscamente cesa de estrangularse, se aleja con paso rápido y sale de campo mientras Ana le ve alejarse. Ana se levanta

41. La silueta de Fermín se aleja rápidamente por las naves de la catedral, tuerce hacia su izquierda y desaparece de campo.

42. Ana, ya en pie, camina lentamente en la misma dirección en que se ha ido Fermín. Se detiene, jadea y cae desmayada. Su cuerpo queda tendido en el centro de la capilla, justamente en el centro de una especie de tela de araña que dibujan las baldosas. Cesa la música.

43. Visto desde atrás, un acólito rubio, vestido con sotana y roquete, cierra la verja de una de las capillas. En el silencio resuena el ruido de la cerradura y del gran pestillo metálico.

44. El acólito se vuelve hacia la cámara, llevando en su mano derecha una llave: reconocemos en él a Celedonio (que había aparecido en una de las secuencias iniciales). Mientras camina se frota los dedos de la mano izquierda y luego se acaricia maquinalmente la ceja del mismo lado. La cámara sigue en travellingsu tranquilo caminar por las naves de la catedral, mirando distraídamente a ambos lados y golpeando la mano izquierda con la llave que lleva en la derecha.

45. Le vemos cómo cierra las puertas enrejadas de otra de las capillas laterales.

46. Desde el interior de la capilla en la que confesaba Fermín, y con el cuerpo de Ana tendido en el suelo, le vemos entrar; se detiene un momento y, lentamente, mirando precavido hacia ambos lados, se acerca hacia el cuerpo caído en el suelo; al llegar a él, se detiene.

47. Primer plano del rostro desmayado de Ana, con los ojos cerrados.

48. De nuevo en plano general, Celedonio, cogiéndose con las manos las faldas de su sotana -en gesto deliberadamente afeminado- se inclina sobre Ana; arrodillado, tras limpiarse las manos en el roquete, pone una de ellas cautelosamente sobre el hombro de la mujer caída; luego, la acerca al rostro.

49. Primer plano de una mano (la de Celedonio), acercándose despacio al rostro de Ana. Acaricia -más bien, manosea- la mejilla de la mujer, y luego el labio inferior, que estruja con los dedos.

50. Primer plano del rostro de Celedonio, que en la oscuridad esboza un ambiguo gesto lascivo, mordiéndose los labios.

51. De nuevo en primer plano, el rostro de Ana, manoseado por Celedonio, mientras la cara del acólito aparece por la izquierda del plano, acercándose y colocando sus labios sobre los de la mujer. La besa demoradamente, entreabriendo la boca y frotando sus labios con los de ella; luego se separa.

52. Plano general de ambos. Celedonio se levanta rápidamente, permanece un instante en pie, mirando a la mujer mientras sostiene levemente levantadas las faldas de la sotana; y, sin bajarlas -de manera que asoman ridículas sus canillas- se aleja rápidamente hacia la puerta, al fondo, haciendo sonar su taconeo en el silencio de la capilla.

53. Primer plano del rostro de Ana, que imperceptiblemente parece despertar: esboza un gesto de desagrado, casi de repugnancia, mientras en el silencio resuenan los pasos de Celedonio. Ana abre de repente los ojos y simultáneamente se reanuda la música. La mirada de Ana expresa asombro, quizá incredulidad; mira hacia los lados, mueve una de sus manos. Apoyándose en ellas, empieza a levantarse lentamente. La voz en off del narrador recita: «Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas. Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo».

54. Mientras suena esa voz, Ana permanece unos instantes levemente erguida, para dejarse caer de nuevo.

55. Ana, en el suelo, adopta una postura casi fetal y la cámara se va alejando lentamente. Cuando la mirada de la cámara queda enmarcada por la verja de la capilla, la secuencia concluye con el cuerpo de Ana caído en el centro de la red de las baldosas, mientras la música crece.

56. En fundido en negro, mientras suenan los tambores de una marcha -o procesión- empiezan a desfilar los títulos de crédito.




ArribaAbajoApéndice B

Fragmentos del capítulo XXX de La Regenta (1884-1885), de L. Alas


Llegó Octubre, y una tarde en que soplaba el viento Sur, perezoso y caliente, Ana salió del caserón de los Ozores y con el velo tupido sobre el rostro, toda de negro, entró en la catedral solitaria y silenciosa. Ya había terminado el coro.

(...)

Como quien vuelve a la patria, Ana sintió lágrimas de ternura en los ojos. ¡Pero qué triste era lo que la decía el templo hablando con bóvedas, pilares, cristalerías, naves, capillas..., hablando con todo lo que contenía a los recuerdos de la Regenta...! (...) Salieron lágrimas a los ojos, y sin pensar más, Ana entró en la capilla oscura donde tantas veces el Magistral le había hablado del cielo y del amor de las almas.

(...)

En el confesonario sonaba el cuchicheo de una beata como rumor de moscas en verano vagando por el aire.

El Magistral estaba en su sitio.

Al entrar la Regenta en la capilla, la reconoció a pesar del manto. Oía distraído la cháchara de la penitente; miraba a la verja de la entrada, y de pronto aquella silueta conocidoa y amada se había presentado como en un sueño. El talle, el contorno de toda la figura, la genuflexión ante el altar, otras señales que sólo él recordaba y reconocía, le gritaron como una explosión en el cerebro:

«¡Es Ana!»

La beata de la celosía continuaba el rum rum de sus pecados. El Magistral no la oía, oía los rugidos de su pasión, que vociferaban dentro.

Cuando calló la beata, volvió a la realidad el clérigo, y como una máquina de echar bendiciones desató las culpas de la devota (...) y al fin quedaron solos la Regenta sobre la tarima del altar, y el Provisor dentro del confesonario.

Ya era tarde. La catedral estaba sola. Allí dentro ya empezaba la noche.

Ana esperaba sin aliento, resuelta a acudir, la seña que la llamase a la celosía...

Pero el confesonario callaba. La mano no aparecía, ya no crujía la madera.

(...)

Ana, ante aquel silencio, sintió un terror extraño...

Pasaban segundos, algunos minutos muy largos, y la mano no llamaba.

La Regenta, que estaba de rodillas, se puso en pie con un valor nervioso que en las grandes crisis le acudía... y se atrevió a dar un paso hacia el confesonario.

Entonces crujió con fuerza el cajón sombrío, y brotó de su centro una figura negra, larga. Ana vio a la luz de la lámpara un rostro pálido, unos ojos que pinchaban como fuego, fijos, atónitos como los del Jesús del altar...

El Magistral extendió un brazo, dio un paso de asesino hacia la Regenta, que horrorizada retrocedió hasta tropezar con la tarima. Ana quiso gritar, pedir socorro y no pudo. Cayó sentada en la madera, abierta la boca, los ojos espantados, las manos extendidas hacia el enemigo, que el terror le decía que iba a asesinarla.

El Magistral se detuvo, cruzó los brazos sobre el vientre. No podía hablar, ni quería... Temblábale todo el cuerpo; volvió a extender los brazos hacia Ana... dio otro paso adelante... y después, clavándose las uñas en el cuello, dio media vuelta, como si fuera a caer desplomado, y con piernas débiles y temblonas salió de la capilla. Cuando estuvo en el trascoro, sacó fuerzas de flaqueza, y aunque iba ciego, procuró no tropezar con los pilares y llegó a la sacristía sin caer ni vacilar siquiera.

Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y negro; cayó sin sentido.

La catedral estaba sola. Las sombras de los pilares y de las bóvedas se iban juntando y dejaban el templo en tinieblas.

Celedonio, el acólito afeminado, algo y escuálido, con la sotana corta y sucia, venía de capilla en capilla cerrando verjas. Las llaves del manojo sonaban chocando.

Llegó a la capilla del Magistral y cerró con estrépito.

Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja y miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la oscuridad. Debajo de la lámpara se le figuró ver una sombra mayor que otras veces...

Y entonces redobló la atención y oyó un rumor como un quejido débil, como un suspiro.

Abrió, entró y reconoció a la Regenta desmayada.

Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios.

Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.

Había creído'' sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.

(Alas 1989, II, pp. 594-598).



ILUSTRACIONES

1.- Plano 8.

imagen

El confesonario del Magistral, al fondo de la capilla.

2.- Plano 10.

imagen

Fermín de Pas, confesando.

3.- Grabado 1 [fotocopia de ilustración de cap. XXIV]

Ilustración del capítulo XXIV.

4.- Plano 41.

imagen

El cuerpo de Ana tendido en el centro de la capilla.

5.- Plano 55.

imagen

Ana, en el suelo de la capilla, adopta una postura casi fetal.

6.- Grabado 2 [fotocopia de ilustración de cap. XXX]

Ilustración del capítulo XXX.

7.- Plano inicial de la serie.

imagen

«La heroica ciudad dormía la siesta...»

8.- Plano 0.

imagen

«Llegó Octubre, y una tarde en que»



 
Indice