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ArribaAbajoLa gran ciencia


ArribaAbajo- I -

¿Es ciencia?


Vamos a descubrir por un momento la nebulosa fisonomía de la ciencia que hoy ilumina las regiones del mundo civilizado. No hay que asustarse; seré breve.

Buscar el principio de los conocimientos, la regla de los juicios y el fundamento de los deberes del hombre, es el objeto de la filosofía. Así es «que no se muestra con los caracteres esenciales que la constituyen sino cuando ha fijado los principios fundamentales de los conocimientos humanos. Hasta entonces, incompleta, incierta, no sale del rango de las simples opiniones. Luego que ha encontrado estos principios que han de servirle de piedra angular, es cuando se constituye en verdadera ciencia». De ese modo se expresa un filósofo racionalista en un momento verdaderamente razonable.

A mí me ocurre preguntar: El variado conjunto de doctrinas y de sectas de que se compone la filosofía que llamamos moderna, ¿tiene derecho para aplicarse el dictado de ciencia?... Es decir; ¿ha fijado los principios fundamentales de los conocimientos humanos? Veamos.

Esta ciencia inquisitiva, escudriñadora, ¿qué ha averiguado acerca de Dios? Esta misma filosofía moderna, vieja ya en tiempo de Cicerón, le hacía exclamar al padre de la elocuencia latina: «Entre las diversas cuestiones entabladas por los filósofos, sin haber podido resolverlas, una es la cuestión de la naturaleza de los dioses. Sobre este grande objeto han emitido los sabios tantas y tan contradictorias opiniones, que por este solo hecho está uno autorizado para pensar que el principio de toda filosofía es la necedad». Y no se detiene aquí la ingenua desesperación del filósofo pagano; pues, reconociendo la impotencia de la razón abandonada a sí misma, añade: «En presencia de tanta obscuridad, de tantas opiniones contrarias de parte de los hombres más grandes, yo me veo obligado a atenerme a este principio: que el hombre no puede comprender nada, ni estar cierto de nada».

Pues bien: aquella misma filosofía, cuyo sistema consiste en no creer en ninguna autoridad y no ceder sino a las razones que después de haber reflexionado parezcan mejores a cada uno, es la que, pasando por el método experimental de Bacon, abre paso de nuevo al materialismo de Epicuro; la misma que, renaciendo en la duda metódica de Descartes, resucita el escepticismo de Platón; la misma, en fin, que, vivificándose en el método de demostración de Leibnitz, despierta en los entendimientos el racionalismo de Zenón. Esa misma es la que, desenvolviéndose después en el sensualismo de Locke, en el escepticismo de Hume, en el idealismo de Burkeley y en la razón pura de Kant, ha cubierto el mundo intelectual de pavorosas tinieblas, y al conjunto de esas eternas obscuridades es a lo que llamamos filosofía moderna.

Yo vuelvo a preguntar: ¿Esta ciencia es ciencia?




ArribaAbajo- II -

Dios


Y bien: después del concurso sucesivo de tantas y tan poderosas inteligencias; después de tanto tiempo, de tanto estudio, de tanta sabiduría, ¿qué ha averiguado de cierto acerca de la naturaleza de los dioses?... ¿A cómo estamos hoy día de la fecha acerca del grande objeto de la primera causa?...

¡Oh inagotable juventud de la ciencia!...; estamos en, el principio. La misma obscuridad, la misma confusión, la misma variedad de opiniones encontradas.

Dios es todo, o no lo es nadie, o lo es cualquiera... ¿No os satisface ninguna de esas tres averiguaciones?... No importa; hay otras: Dios es una hipótesis; ¿no?... Dios es una palabra. Si esto os parece demasiado vago, demasiado obscuro, la ciencia positiva os dará más pormenores: Dios es el gran ser, y ese gran ser es... la Humanidad. Acaso tengáis esta averiguación por un poco arbitraria; mas no hay que afligirse, porque la ciencia moderna va a pronunciar su última palabra. Basta ya de vacilaciones, de medias tintas, de vaguedades; la cúpula del edificio de la impiedad debe ser la blasfemia..., la blasfemia científica..., Dios es el mal.

Acerca de este punto, la filosofía moderna no ha salido del caos en que vivió la filosofía antigua...; sus investigaciones no han sido más afortunadas. De cualquier modo, toda la variedad de sectas en que se divide desde Epicuro a Carl Vogt, vienen a unirse en un fin común: el ateísmo. La proscripción de Dios decretada por el hombre: Dios sustituido en la filosofía por la razón libre, en la ciencia por la naturaleza, en la moral por la ciencia independiente, en la historia por la fatalidad, en la sociedad por el socialismo. La primera causa es un misterio impenetrable, y he aquí que le falta el primer fundamento de los conocimientos humanos; mas no se detiene, y deifica a la razón que tanto yerra, a la naturaleza que se ignora a sí misma, a la conciencia que tan fácilmente se turba, a la fatalidad que es ciega..., al socialismo que es la negación de la sociedad; y sin más ni menos, con una expedición admirable y con una audacia increíble, construye a su gusto un género humano, digámoslo así, científico, sin origen, sin libertad, sin responsabilidad, sin moral, sin providencia y sin justicia.

¡Dios!... ¿Qué necesidad hay de semejante cosa?... Se empeña el género humano en que lo ve, en que lo siente, en que posee la tradición cierta de su existencia; se empeña en confirmarlo el consentimiento universal de todos los tiempos, de todos los pueblos, de todas las generaciones... Quimera vana, quimera que urge disipar. La ciencia libre no puede someterse a esa manía del género humano. No basta suprimirlo en nombre de la razón, de la naturaleza, de la conciencia, de la fatalidad; es preciso además infamarlo.

Y en presencia de tanta obscuridad, de tanta confusión, de tantas y tan contradictorias opiniones, y de tanta audacia, me creo también autorizado a decir que el principio de toda esa filosofía es la necedad. Imaginaos un hombre que, perdido en la confusión de las calles de una gran ciudad, busca a su padre, y en atención a que no lo encuentra, se declara sencillamente hijo de sí mismo. No hace otra cosa la filosofía moderna en la investigación de la primera causa.




ArribaAbajo- III -

El hombre


Y del hombre, ser independiente, limitado, mortal, ¿qué es lo que piensa?... ¿Qué han inquirido los filósofos modernos del bípedo implume de Platón o de las hermosas bestias de la piara de Epicuro?... ¡El hombre!... ¡Ah! ¡aquí sí que ha hecho averiguaciones la filosofía!... Por una parte es la apoteosis de la humanidad...; por otra, el Yo absoluto. Algo más jurídicamente considerado, viene a ser el dominis de su personalidad. Visto de arriba abajo, no ofrece otro aspecto que el de la necesidad de su ser. Yo, que tengo la certidumbre de que he nacido y la evidencia de que he de morir, no encuentro en mi flaqueza, en mi debilidad, en mi humillación, nada que se parezca a una apoteosis. Yo, infeliz criatura, en quien todo es contingente, limitado, relativo, no veo en mi ser ningún yo absoluto. Yo, que no me he concedido la vida, ni puedo evadirme de la muerte, que vivo sujeto a las leyes de la naturaleza y a las de la sociedad, que no sé por mí sólo dominarme ni poseerme..., ¿qué especie de dominio es el de mi personalidad?...

Pero no; nada de eso: yo soy la necesidad de mi ser. ¡Estupenda averiguación! ¡Yo me soy necesario a mí mismo, o, lo que es igual, mi ser necesita de mí para que yo sea yo! O bien es, que yo tenía necesidad de ser. ¿Cuándo? ¿antes de haber sido?... Juro formalmente que no recuerdo haber experimentado en esa época semejante necesidad. ¿Después de haber nacido? ¡Ah!; es evidente; yo no puedo vivir sin mí; no puedo existir más que conmigo.

Todavía, sin embargo, no es ese el hombre. Por esas esplendorosas designaciones podréis concebir una idea aproximada, un indicio vehemente, pero que todavía no es la idea definitiva. La ciencia, al fin, lo ha sorprendido en un momento de abandono, y ha penetrado en el hondo secreto de su existencia... Ya no tiene escape; su tenaz reserva ha sido inútil; está resuelto el problema, descifrado el enigma. La esfinge de la filosofía va a disipar las obscuridades del misterio: oíd al oráculo... ¡Bah!, el hombre es un ser indefinido.

¿No lo entendéis?... Es un ser ignorado; un extranjero que llega de un país desconocido. ¡Qué capricho!... Viaja de riguroso incógnito; ni él mismo se conoce. No le preguntéis qué es, porque no lo sabe. ¿Y no habrá por el mundo algún filósofo que me presente a mí mismo para que tenga yo al menos el gusto de tratarme?... Sí, aquí está Vogt, Vogt y toda su numerosa escuela; Vogt, que da lecciones sobre el hombre. Todo el misterio se encuentra reducido a una simple cuestión de genealogía... Este filósofo ha penetrado en el secreto originario de la familia. Ya no hay duda acerca de ello; la luz está hecha, y vamos a vernos con toda la claridad de la ciencia. Sí, no hay que darle más vueltas. ¡Oh secretos inescrutables de la naturaleza!... El hombre es el mono perfeccionado.

Vosotras, gentes sencillas, que acudís al Retiro y penetráis llenas de curiosidad en la Casa de fieras, y os desternilláis de risa alrededor de la gran jaula donde saltan en continua inquietud tantos monos prisioneros, no os moféis de sus contorsiones, no os burléis de sus muecas, porque la naturaleza no os ha dispensado todavía de los deberes que impone el respeto de los hijos a los padres. Esos cuadrumanos que escarnecéis con disculpable ignorancia, son nuestros ascendientes, nuestros abuelos; a ellos les debemos el ser, la vida, la inteligencia; ellos forman el tronco permanente del árbol genealógico de que nosotros somos las ramas.

Si la naturaleza en un momento de mal humor rompió el molde en que perfeccionó al mono haciéndole hombre, sería sin duda con el fin de perpetuar la especie originaria de la familia humana, para que el mono mismo sea a los ojos de la ciencia el testimonio vivo, auténtico de nuestro origen.

Y he ahí cómo hemos venido a ser contemporáneos de nuestra más lejana ascendencia.




ArribaAbajo- IV -

Resumen


Tenemos, pues, respecto a Dios, todas las tinieblas de la filosofía pagana y todas las blasfemias de la filosofía moderna; las sombras del paganismo y las ceguedades de la impiedad. Respecto del hombre, la misma obscuridad, la misma ignorancia, la misma degradación, las mismas extravagancias. Reduciendo a términos precisos la varia doctrina de la razón libre, venimos a caer en estas dos conclusiones filosóficas:

Dios es una simple quimera.

El hombre es una mera casualidad.

Ciertamente que no han de satisfacernos tan pasmosas averiguaciones, porque, por mucho que reduzcan nuestro entendimiento las voluptuosidades del idealismo, o embriaguen nuestros sentidos los deleites del materialismo, siempre se levantará del fondo de nuestro ser una voz profunda, íntima, que clamará diciendo: «¡Mentira!... ¡Ignominia!...» Pero esa voz misteriosa es una voz empírica; no es la voz de la ciencia independiente, de la filosofía libre; y mientras el mundo ignorante cree, ama y espera, la sabiduría moderna, a título de ciencia, enseñará a los hombres la incredulidad, la desesperación y el odio.

Pero bien; no siendo Dios Dios, ni el hombre hombre, ¿qué se ha descubierto acerca del alma humana?... ¿Qué hemos de hacernos de ella?...

Tan curiosas son las investigaciones de la filosofía de que hablamos respecto a este punto, que bien merecen el honor de un capítulo aparte.

Por lo que a mí hace, esta tarea me cansa, me angustia, me aflige, y dejo la pluma, embargado el ánimo por el desconsuelo y la tristeza.




ArribaAbajo- V -

El alma


Hay una palabra que se pronuncia en todas las lenguas, que tiene su expresión en todos los idiomas, una voz que está siempre en la boca del hombre, que viene de una época remota, repetida de siglo en siglo, de generación en generación, de pueblo en pueblo. Alma. ¿Qué es eso? ¿Cuál es su sentido? ¿Qué significa?... Yo quisiera saber qué cosa es ésta que hay dentro de mí, que no me deja ni un instante de reposo, que me descubre mundos que mis ojos no ven, que me angustia con dolores, y me recrea con delicias que mi cuerpo no siente, que me saca fuera de mí mismo iluminando a mi alrededor horizontes ignorados, y me enseña a descubrir secretos impenetrables a mis sentidos.

Preguntamos a la sabiduría pagana.

¿Es el fuego de Zenón? ¿Es el movimiento continuo de las fibras del cuerpo, imaginado por Aristóteles y por Aristóxenes? ¿Es el número de Xenócrates y de Pitágoras? ¿Son las tres almas de Platón?... La filosofía pagana no acertó a salir de esas sabias extravagancias. Oigamos ahora a la ciencia moderna.

El alma viene a ser una porción del cerebro.

Error... error profundo. Nada de eso; en vez de una porción del cerebro, es sencillamente la sangre, la sangre que sube y baja, que entra y sale, que va y viene, que no para ni un momento mientras dura la vida.

Pero no nos alucinemos... ¡La sangre! No hay tal cosa... Ahora sí que la hemos cogido: Es la armonía preestablecida... ¡Qué duda cabe! Armonía: ¡qué bella palabra!; preestablecida: ¡qué rigor filosófico!

Mas discurramos con calma; no hay para qué precipitarse, porque la filosofía no tiene prisa. Agotemos los recursos del raciocinio; puede muy bien ser otra cosa, y no debemos apresurarnos... ¡Quién sabe! ¿Por qué no ha de ser, por ejemplo, el resultado de las causas ocasionales, o un fenómeno de la influencia física, o si no la simple perfección del organismo corporal? ¡Qué duende tan misterioso!... ¡qué substancia tan rebelde! ¡qué fácilmente se escapa del alambique de la razón soberana!... Mas acaso en el resumen de todas esas opiniones filosóficas encontremos algún vestigio del alma humana.

Prestemos por un momento oído a las conclusiones de la escuela de Moleschott:

«La voluntad es la expresión necesaria de un estado del cerebro, producida por influencias exteriores; no hay voluntad libre».

«Un crimen es el resultado lógico, directo e inevitable de la pasión que anima».

«Sin fósforo, no hay pensamiento».

«La conciencia es también una propiedad de la materia».

Conclusión definitiva: No hay tal alma.

Jouffroy, más tímido, aplaza la cuestión para más adelante, en atención a que «la humanidad no está todavía bastante madura para tratar la cuestión del alma».

Perfectamente: pero ¿qué hacemos entretanto?... ¡Justicia Divina, con qué claridad resplandeces hasta en la tenebrosa ciencia de los impíos!

Sus espantosas negaciones son el testimonio más auténtico de tu eternidad y de tu gloria.




ArribaAbajo- VI -

Criterio de verdad


¿Y cuál es el criterio de verdad que ha encontrado esa filosofía en el curso sucesivo de sus investigaciones metafísicas?... No es en este punto menos incierta y menos obscura.

Para Varrón no había nada cierto fuera de las instituciones políticas o civiles del país; para Cicerón todo era dudoso, fuera de las creencias religiosas de cada pueblo, y Carneades, en fin, sólo veía en el consentimiento universal el fundamento único de toda certidumbre. La antigüedad pagana de Grecia y de Roma dio con esas tres maneras principales para distinguir lo cierto de lo dudoso, lo verdadero de lo falso; pero la edad moderna, más fecunda en recursos, ha puesto a nuestro arbitrio una verdadera serie, una generación completa de criterios.

La experiencia.

La razón suficiente.

El instinto.

El hábito.

El sentido moral.

El sentido natural.

El sentido común.

El sentido interno.

La sociabilidad.

La identidad.

El principio de contradicción.

No podrá decirse que no nos ha dotado de modos bastantes para saber la verdad. ¡Cuánto criterio!... ¡Cuánta piedra de toque!... y, sin embargo, no encuentra por ninguna parte el oro precioso de la certidumbre. En presencia de tanta confusión, de tantos pareceres, de tantas opiniones, será preciso retroceder muchos siglos, y, desesperados de nuestra propia impotencia, exclamar con los dos filósofos más grandes de la antigüedad: «No se debe admitir como verdadero más que aquello que a cada uno le parezca verdadero, consultando a la naturaleza»; o bien: «Como no es posible obtener certidumbres, nos detenemos en las probabilidades». Así, la razón, abandonada a sí misma, cae de las cumbres de la falsa sabiduría en los abismos de la verdadera ignorancia. ¡Cuán triste es el destino de esa ciencia infausta! Siempre la duda, siempre la incertidumbre; es a la vez el suplicio de Tántalo y el castigo de Ícaro; como las tempestades, lleva delante la obscuridad y deja en pos de sí los desastres.

Todo lo quiere inquirir, y acaba siempre por negarlo todo; niega a Dios, niega el alma, niega al hombre: negando a Dios, niega toda justicia y toda providencia; negando el alma, niega toda moral; negando al hombre, niega la sociedad misma. Reduciendo las ideas a meras sensaciones, niega también las ideas. Como la filosofía del paganismo, desconoce el supremo bien, lo ignora; y, como ella, lo busca en la ciencia, en la riqueza, en la apatía, en la indiferencia, en la ausencia de todos los dolores, en la posesión de todos los placeres, en los goces del espíritu o en los goces del cuerpo, y no lo encuentra, y también lo niega.

Condenada al horror de una incertidumbre eterna, dividida y subdividida en escuelas, en sectas, en opiniones y en pareceres, sin un criterio común de verdad a que atenerse, acaba al fin por negarse a sí misma.




ArribaAbajo- VII -

No es ciencia


No es ciencia, porque no ha sabido fijar los principios fundamentales de los conocimientos humanos. No es moderna, porque no ha hecho más que recoger y resucitar todos los errores, todas las extravagancias, todas las tinieblas de la filosofía pagana, renovando el escándalo de sus interminables disputas, despertando sus abominables costumbres y sus degradantes vicios. No es filosofía, porque ¿dónde tiene el principio seguro de los conocimientos, la regla fija de los juicios y el fundamento permanente de los deberes del hombre? No es, pues, ni verdadera ciencia, ni verdadera filosofía, ni siquiera una verdadera novedad... ¿Qué es, pues? La audacia de la soberbia, la desesperación de la impotencia... Me atrevo a decirlo: el oprobio del entendimiento humano.

En sus tenebrosas soledades se han perdido grandes talentos, poderosas inteligencias, nobles propósitos y bellos caracteres, y los nombres ilustres que puede invocar en honor de su triste gloria, en vez de absolverla, la condenan; no la amparan; más bien la denuncian. Nada cierto ha encontrado en ella ni el genio de la antigüedad, ni el genio de la edad moderna, y entonces, como ahora, no ha recogido de la esterilidad de su sabiduría ni virtudes, ni felicidades que ofrecer al hombre sobre la tierra.

En cambio, ha cubierto el mundo de sombras, de tempestades y de degradaciones: al querer ahogar la Fe, ha sembrado en el espíritu humano las más bochornosas credulidades; al querer arrancarle la Esperanza, le ha infundido la desesperación, y al querer extinguir la Caridad, ha despertado entre los hombres el egoísmo, el odio y la envidia.

¡Ciencia orgullosa! No te debo ni una verdad, ni una alegría, ni un consuelo. No puedo mirarte sin indignación; creo que te burlas de mí; unas veces me adulas y otras me insultas; ya me elevas a la categoría de un Dios, ya me impones la ignominia de proceder de una bestia salvaje; deificas mi razón, divinizas mi inteligencia, y al mismo tiempo me condenas al deshonor de no ser más que materia bruta. Tú le robas la nobleza a mis ideas y el perfume a mis sentimientos, y causas en mí una embriaguez, llena de angustia, porque eres el vértigo que produce el abismo.

Y la sociedad, ¿qué te debe?... ¡Ah! Te debe el escepticismo en que vive, la convulsión en que se agita, la inquietud en que se mueve, el desierto moral en que habita. Te debe su egoísmo, las frialdades de su alma, las inconstancias de su corazón, la instabilidad de sus intereses, el rebajamiento de los caracteres, el mercantilismo que nos hiela... Te debe las tormentas del mundo político, la tiranía del éxito, la lucha formidable entre el capital y el trabajo..., las terribles conquistas de la Internacional, los horrores de la Commune. Todo eso te debe.

Ella es, para que acabemos de conocerla y de bosquejarla, la que ha convertido la libertad legítima del hombre en afrentosa licencia; el número, en razón; la duda, en ciencia; el éxito, en derecho; el interés, en ley; la voluptuosidad, en arte, y la sensualidad, en costumbre.






ArribaAbajoEl filósofo moderno


ArribaAbajo- I -

La especie


Oigamos por un momento a Diderot, que va a darnos una idea general de la especie.

«Todos somos eclécticos. Desde el siglo XV, ¿qué hacemos, pregunta, tantos como somos? ¿Qué somos desde Jordán Bruno, desde Cardano? ¿Tenemos acaso una bandera, una escuela?... Yo no veo más que libre pensadores, celosos de la prerrogativa más bella de la humanidad: la libertad de pensar por sí mismo. El sectario es un hombre que ha abrazado la doctrina de un filósofo; el ecléctico, por el contrario, es un hombre que, pisoteando la preocupación, la tradición, la antigüedad, el consentimiento universal, la autoridad; en una palabra, todo lo que subyuga al vulgo de los espíritus, se atreve a pensar por sí mismo, a remontarse a los principios generales más claros, examinarlos, discutirlos, no admitir nada sino sobre el testimonio de su experiencia, de su razón; y de todas las filosofías que ha analizado, sin parcialidad, hacerse una particular que le pertenezca».

Semejante eclecticismo constituye el estado de profunda anarquía intelectual en que se agita el pensamiento libre. Y como que cada uno, debiendo referirse a su propia razón en materias de verdad, es muy difícil que se entregue a la razón de los otros, resulta que cada filósofo viene a ser una filosofía particular, que le es propia y que casi exclusivamente le pertenece. Cada libre pensador forma un cuerpo de doctrina para su uso. Se puede decir que cada hijo de vecino funda su escuela, en la que él mismo es el único maestro y el único discípulo. La última evolución hegeliana ha dicho: cada cual es a sí propio su dios; y en tal caso, nada más justo que cada uno de esos filósofos tribute a su sabia divinidad el homenaje solitario de su propia adoración.

Mas en medio del individualismo científico de esta sabia confusión, se distinguen las tres ramas principales que parten del tronco de la filosofía independiente. Por una parte están los idealistas, que niegan el cuerpo; más allá están los materialistas, que niegan el alma, y antes de llegar a unos y a otros tropezaréis con los deístas: deísmo del cual dice Proudhon que es el ventorrillo necesario a los que han abandonado la religión de sus padres.

Si hemos de dar crédito a Cicerón, que en este punto es testigo irrecusable, no hay absurdo ni extravagancia, por grande que sea, que no haya sido enseñado por algún filósofo.

Descartes fue del mismo parecer, y, tan ingenuo como Cicerón, no tuvo inconveniente en confesarlo: «Está demostrado por la experiencia, dice, que los que profesan la filosofía son muchas veces los que saben menos, y que no hacen tan buen uso de la razón como los que no se han dedicado nunca a semejante estudio».

En fin, Rousseau ha llevado mucho más lejos la severidad de su juicio, pues en un momento de desesperación o de remordimientos se escapó de su alma esta desolada frase: «El hombre que razona es un animal depravado».

Después de los tres testigos que acabo de citar, ¿me permitirán los espíritus fuertes que invoque el testimonio de San Pablo? Refiriéndose a los más grandes filósofos de la antigüedad pagana, decía el Apóstol de las Gentes: «Estos hombres que se habían colocado como los más sabios de los hombres, no eran sino los más necios y los más estúpidos de ellos».

Pero no nos contentemos con el juicio de los testigos. Oigamos a algunos de los filósofos que más alto han puesto el honor de la razón libre. Oíd la opinión científica que Jouffroy tiene de sí mismo:

«Hay todavía, dice, demasiadas preocupaciones en el mundo, demasiado orgullo en el hombre, demasiado cristianismo en Europa; demasiada fe en la Francia, para que se pueda, sin temor de herir legítimas susceptibilidades, afirmar que el hombre no es más que una bestia, que vive por el cuerpo y concluye con el cuerpo».

Sea la que quiera la ignominia que Jouffroy os anuncie en esas palabras, siempre tendréis que agradecerle el respeto que tributa a vuestras susceptibilidades. No se os puede decir más atentamente que todavía no habéis llegado a este punto de madurez e ilustración necesarias, para que podáis saber sin indignación, sin vergüenza y sin enojo, que no sois, en definitiva, más que unas bestias. Pero entretanto, Jouffroy os permite que lo ignoréis; y esa condescendencia hacia vuestra ignorancia os consiente por algún tiempo todavía la persuasión de que sois hombres: por ahora, él solo está en el secreto.

Mas si Jouffroy ha sido tan atento, Virchow, menos escrupuloso, ha sido más franco. ¿A qué andar con tantos secretos? «Vivir no es más que una forma particular de la mecánica»; y he ahí, por la intervención científica de otro filósofo, a la bestia convertida en máquina.

M. Taine, más inflexible todavía, no se concede ni el simple honor de ser un mero mecanismo; al contrario, declara terminantemente que el hombre es un producto como otro cualquiera. Para este libre pensador, que extiende su sabiduría por la tierra desde la Revista de ambos mundos, «cada siglo, cada raza, cada clima han tenido su moral distinta»; por lo cual afirma con una sinceridad abrumadora que el vicio y la virtud son productos lo mismo que el azúcar y el vitriolo. Apenas se concibe el asombro de la naturaleza al encontrarse con el mágico poder de una química que hasta ahora le ha sido desconocida.

Mas Condorcet, como si quisiera consolarnos del cruel rigor de estas investigaciones filosóficas, ha vaticinado que esa misma filosofía llegará en algún tiempo a encontrar y revelar al hombre el secreto para no morir... Tenemos, pues, la eternidad en perspectiva; y preciso será ir pensando en ensanchar los términos de la tierra si ha de contener la interminable suma de las generaciones inmortales.

Mas ¡ah! si el decreto de Condorcet se cumple, adiós maravilloso sistema de Moleschott; la circulación de la vida descubierta por la inaudita perspicacia de este filósofo, se vería paralizada, porque le es absolutamente indispensable la muerte para producir la vida. Oíd sus propias palabras:

«¡Qué precioso era aquel polvo que los antiguos depositaban en las urnas cinerarias en el fondo de los sepulcros! Constituía la materia que da a las plantas el poder de crear los hombres».

«Bastaría cambiar un lugar de sepultura por otros, después de haber servido un año, para obtener al cabo de seis o diez años un campo de los más fértiles, que crease hombres, al mismo tiempo que aumentaría la cantidad de los cereales».

¿Dónde ha estado escondido hasta ahora el secreto de esta inaudita agricultura? ¿En qué rincón oculto de la ciencia yacía ocioso ese prodigio de vegetación humana?... ¡Oh ilustre profesor de la Universidad de Turín! Si Condorcet no nos consigue la inmortalidad que en nombre de la filosofía nos tiene prometida, ¡cuánto va a deberte el hombre futuro!... ¡Entonces sí que será completamente libre!... Se hallará emancipado del dominio de los padres, de la esclavitud de los hijos, del yugo de la familia... Y tú, ¡oh dulce y cara mitad del género humano!, ¿qué dices a esto?... ¿Comprendes la deplorable inutilidad a que te condena la ciencia de los filósofos modernos?... Moleschott, que tiene bastante poder filosófico para convertir la sociedad en un bosque y el género humano en una selva, ¿qué destino te reservará en su sabiduría? No es posible adivinarlo. Acaso te conserve como un lujo de vegetación, como un adorno bello e inútil, como una flor también inútil y también bella.

Y he aquí un prodigio aritmético que salta a los ojos: al mismo tiempo que Moleschott multiplica el género humano por medio de la agricultura, lo reduce hasta el punto de restar nada menos que la mitad de la especie.

Todo es ya posible, porque para M. Renan no tiene límite alguno la inteligencia humana; nada es superior al hombre. Así es que este filósofo, dirigiendo sus miradas a un horizonte más vasto, espera la aparición de un químico predestinado que transforme todas las cosas; la aparición de un biólogo que se haga al fin dueño del secreto de la vida.

Y como si se sintiera poseído por el espíritu profético de su filosofía, exclama:

«¿Quién sabe si la ciencia infinita nos traerá el poder infinito?... Sí, el poder infinito, porque el poder del futuro sabio omnisciente puede llegar hasta resucitarnos. Podemos afirmar que la resurrección final será obra de la ciencia».

Aquí me detengo absorto, oprimido por el peso de una impresión dolorosa; siento mi razón llena de angustia, de una angustia indecible, y puedo asegurar que me duele el alma.




ArribaAbajo- II -

¿Qué son?


Yo pregunto: ¿Estos hombres son unos sabios, o son unos insensatos? ¿Me encuentro en presencia de una academia de filósofos, o delante de una jaula de locos?... Si analizara la sensación que experimento, encontraría en ella horror, lástima y vergüenza. Horror, porque espanta la profundidad del abismo en que puede caer la inteligencia humana abandonada a sí misma. Lástima, porque no hay desdicha más grande que la ceguedad voluntaria a que se condenan los que toman por única guía la soberbia de su razón. Vergüenza, porque el desorden de semejantes delirios es la afrenta del entendimiento. Sí; horror, porque es el caos; lástima, porque es la locura; vergüenza, porque es la embriaguez.

Ciertamente entristecen el ánimo con el espectáculo de tanto extravío, de tanta extravagancia, de tanto absurdo; no se les puede pedir ni más audacia, ni más fiereza, ni más frescura. Ellos, haciendo del talento que han recibido de la Inteligencia suprema un uso inicuo, calumnian a la razón e infaman a la ciencia. Es la traición de aquellos que vuelven contra su patria las armas que su misma patria les ha confiado; es la mano alevosa del hijo que se levanta contra el padre a quien debe el ser, la vida y la fuerza.

Mas no es entre las inteligencias superiores que acaban de bosquejarse por sí mismas, y que tan duras sentencias han merecido de Cicerón y de Descartes, de Rousseau y de San Pablo, donde yo me propongo buscar la fisonomía contemporánea del filósofo moderno. Yo no me siento con bastante fuerza para juzgar a los grandes hombres, y los abandono al juicio de los grandes hombres. Los talentos pervertidos y los genios extraviados son propios de todos los siglos, y yo no pretendo pasar del vulgo de los filósofos.

Dejo al maestro para trazar el perfil del discípulo, porque se me ofrece como una fisonomía propia, característica de nuestra época.

No es un trabajo serio el que me espera, no; el perfil que distingo y que ha de servirme de modelo, se presta más a los encantos de la amenidad que el dogmatismo de la crítica.

Si acierto a contornearlo como es, podréis sonreíros; y, ¿quién sabe?; acaso acabéis por entristeceros, porque, ¡vamos!, bien mirado el caso, no es enteramente un caso de risa.

Entretanto, ya habéis visto lo que me atrevo a llamar la especie, y la habéis visto pintada por sí misma; otro día veremos la figura. ¡Ah!... ¡si yo pudiera dibujarla con la fidelidad que la estoy viendo!... No obstante, voy a intentarlo.




ArribaAbajo- III -

El perfil


La fisonomía que intento bosquejar en el curso del presente capítulo, ya lo he dicho, no pertenece a ninguno de esos seres raros que respiran la atmósfera de la sabiduría en las altas regiones de las ciencias humanas. No es un ser, digámoslo así, abstracto, sino un individuo sumamente concreto. No es una de esas inteligencias que, bien o mal encaminadas, buscan la verdad por amor a la verdad misma, y que, sea como quiera, más obscuros o más claros, más anchos o más estrechos, pasan en el mundo por pozos de ciencia.

Precisamente el filósofo que tienta mi pluma en estos momentos, viene a ser todo lo contrario. Un sabio es, al fin, el resumen de una biblioteca; hace de su memoria el archivo de todos los conocimientos humanos que el estudio pone a su alcance, y habla como un libro. Con frecuencia su juicio se extravía, y a lo mejor, cargado con su fardo de ciencia, sale por los cerros de Úbeda. Muy bien; pero al fin es un sabio, funesto muchas veces, pero al fin sabio. No se le puede negar el mérito de haberse quemado las cejas durante todo el curso de su vida para perderse y para perdernos.

Nuestro filósofo es un ser más vulgar, más común, y, digámoslo así, más corriente; se le encuentra en cualquier parte, mejor dicho, se le encuentra en todas. Discute en los cafés, perora en los clubs, profetiza en los casinos, y echa también su cuarto a espadas en los ateneos. Es una especie de bulle bulle filosófico, un correvedile científico. Su entendimiento no es una biblioteca; es más bien una cartera llena de apuntes en abreviatura, que contienen medias ideas, medias frases, medias palabras; un cajón de sastre, donde se encuentran retales, recortes de todos los errores.

En 1834 se desató el furor de los versos lúgubres; la musa de los cementerios fue de casa en casa, y aquí uno y más allá otro, comenzaron a salir del polvo de la tierra generaciones súbitas de poetas más tristes que la misma muerte. Aquello fue una verdadera desolación; parecía que el mundo se hallaba en la víspera de su última catástrofe; no era posible vivir en aquellos días sin morirse; todo era desesperación, lamentos, suicidios, en verso, por supuesto. La poesía romántica inspiraba los más sepulcrales desatinos, y el que no tenía a su alcance un arpa en que llorar sus imaginarias desdichas en metros desaforados, casi no pertenecía al género humano.

Al fin se disipó aquella nube de trovadores que contristó la tierra; la epidemia pasó, como pasan todas las calamidades, dejando en las huellas de su paso el germen de otra dolencia más desastrosa: la plaga de la filosofía. El furor métrico degeneró en furor político: brotaron por todas partes oradores, estadistas y hombres de Estado; partidos, grupos, fracciones; callaron las cítaras, para que resonara la voz de los tumultos, de las asonadas, de los pronunciamientos y de los motines, y apareció al fin el nuevo contagio: el furor filosófico; y he aquí que todos somos filósofos.

A los desórdenes de la poesía siguió el trastorno de la vida pública, y no había de hacerse esperar mucho tiempo el libertinaje de la ciencia.

Nos hallamos, pues, en el período álgido de este último acceso de la inteligencia independiente. La dolencia ha penetrado en todos los espíritus; hace grandes estragos en los entendimientos enfermizos, y aprovecha fácilmente las predisposiciones de los vicios y de la ignorancia.

Descendiendo de las locas abstracciones de la sabiduría soberbia, ha penetrado en el vulgo de las inteligencias, bajando hasta la última hez de los instintos humanos.

No llaméis horda salvaje a la Internacional que os amenaza con sus devastaciones, porque en verdad no debe ser a vuestros ojos más que una asociación de filósofos. Cada uno de ellos es la encarnación de vuestra filosofía, la realidad moral de vuestra ciencia. Si vosotros sois los principios, ellos son las consecuencias. Detrás de las teorías, los hechos; detrás de las negaciones, los desastres; detrás de los errores, los crímenes.

Esa es la última evolución del yo en el tiempo y en el espacio; ese es el ejercicio, digámoslo así, científico de la conciencia libre, el acto supremo de la ciencia.

El tipo que se nos viene a las manos no representa una inteligencia que piensa, ni un brazo que ejecuta, ni es el error didáctico, ni el error práctico; es simplemente el eco del error. Es un filósofo, que es al filósofo lo que el mono al hombre, una mueca de Vogt o de Renan, la caricatura de Voltaire o de Krause, la burla de Kant, de Fichte o de Hegel.

Ninguna señal exterior lo distingue del resto de los hombres; no encontraréis en su fisonomía rasgo alguno que lo anuncie; las vigilias del estudio no han trazado en su frente la línea de las meditaciones, ni la atmósfera de la sabiduría presta a su persona el aire reflexivo de los sabios. Lo veréis pasar muchas veces junto a vosotros, sin que podáis presumir que aquello es un filósofo.

Mas debajo de la vulgaridad de las apariencias se esconde un verdadero sprit fort, un espíritu fuerte lleno de debilidades. El fondo de su razón es el abismo de la incredulidad; Dios es una manía del género humano, el origen del hombre un cuento de viejas, el culto debido a la Divinidad pura superstición, las leyes de la moral eterna meras conveniencias. He ahí el repertorio de sus conocimientos y el fundamento de toda su ciencia.

En verdad, no se necesita más sabiduría para ser imbécil o para ser malvado.




ArribaAbajo- IV -

Su ciencia


Y bien: a todas estas soluciones definitivas que transforman el orden necesario de la sociedad, que cambian por completo la naturaleza evidente del hombre, ha llegado de golpe y porrazo, de la noche a la mañana, por pura intuición, por ciencia infusa; porque su biblioteca se encuentra tan vacía como su cerebro; ha recogido en las conversaciones de los cafés, en las discusiones de los ateneos y en las columnas de los periódicos, la parte más grosera de los delirios filosóficos, y he aquí a la suprema ignorancia disponiendo a su arbitrio de Dios y del hombre, del tiempo y de la eternidad, del cielo y de la tierra.

La ciencia es su palabra favorita, su palabra decisiva; la ciencia humana, que tanto se contradice y tantas veces yerra, lo sabe todo; la ciencia, ciega ante los secretos de la vida y maniatada ante los misterios de la muerte, todo lo puede; la ciencia, en fin, incapaz de crear nada, todo lo quiere.

Bueno: la ciencia; pero ¿qué sabe?... ¡Vana pregunta! Para llegar a las tinieblas no se necesita luz ninguna. Al error conducen dos caminos igualmente seguros: la soberbia y la ignorancia. ¿Qué ciencia necesita el hombre para ser ciego?...

Toda su filosofía, pues, consiste en hacer alarde de las incredulidades dominantes; toda su ciencia se reduce a negar; su sistema no es más que un sistema de negaciones. Niega lo que debe a Dios, lo que debe a los hombres, lo que debe a la razón, lo que a sí mismo se debe, y en realidad no es más que un tramposo que liquida resueltamente el capital de su inteligencia negando todas sus deudas.

Penetrad en el fondo de su filosofía, y encontraréis allí la convicción única y solitaria de que no le debe nada a nadie. A Dios, ¡bah!; él no le ha pedido la gracia de la vida; a los hombres sólo les debe disgustos, recelos, inquietudes y desconfianzas; a su razón ¿qué puede deberle? No encuentra en ella más que una mera espontaneidad de su ser; a sí mismo..., ¡ah!..., a sí mismo se debe molestias, enfermedades, dolores, todas las impertinencias de la vida y todo el horror de la muerte.

Ha tomado la incredulidad por ciencia y la impiedad por filosofía, y sin meterse en más averiguaciones, se ha declarado a sí mismo dueño del saber humano.

Todo lo que de algún modo se oponga a esta incredulidad sistemática y ciega, es a sus ojos preocupación, manías, supersticiones, ignorancia. Pero, entendámonos: la incredulidad, que es el fundamento y la deducción, el principio y la consecuencia de su filosofía, no pasa de ciertos límites; porque, en verdad, lo que le niega a la sabiduría infinita, se lo concede generosamente a la sabiduría humana. Si por una parte despoja a la Providencia de sus eternos atributos, por otra se los otorga graciosamente a la naturaleza. Si su condescendencia filosófica llega al punto de admitir la existencia del espíritu, no la considera más que como emanación de la materia, como un fenómeno químico, una cosa así como la llama que brota del fuego, como el sonido que se escapa de la cuerda herida, ondulaciones del organismo, vibraciones de las fibras agitadas por la vida; pues un fenómeno semejante al de la espuma que se produce por las agitaciones del agua.

Una inteligencia suprema que todo lo crea, que todo lo dirige y lo gobierna, no es cosa que le cabe fácilmente en la cabeza, y prefiere la ley eventual del acaso o la ley ciega de la fatalidad, porque en el caso forzoso de reconocer la realidad del Universo, no tiene empeño decidido en que se haya hecho a sí mismo o en que sea el resultado de una causa cualquiera que desapareció al producirlo, o que la materia activa, inteligente y eterna, sea a un mismo tiempo la causa y el efecto, la mano y la obra.

Todas las hipótesis, todas las extravagancias inventadas acerca de este punto, le parecen aceptables, admisibles..., porque, en fin, ¡quién sabe! la ciencia no ha penetrado todavía en los últimos arcanos de la naturaleza. Lo que no concibe, lo que no cabe en el orden de su filosofía, es la existencia de un Ser supremo, infinitamente bueno, sabio, poderoso, principio y fin de todas las cosas. Fuera de este principio vulgar que se resiste a su razón filosófica, no hay delirio, digámoslo así, científico en que no crea.

No le habléis del mundo sobrenatural, si no queréis despertar en sus labios la sonrisa de la compasión. ¡Los milagros! ¡Ah!: su ciencia los rechaza y su razón los desmiente. El Antiguo Testamento no es más que una leyenda; el Nuevo Testamento, un hecho puramente humano; la ignorancia ha llenado la historia de prodigios y el mundo de supersticiones. No discurre de otra manera; pero en cambio su incredulidad espera el cumplimiento del anuncio de Condorcet, que profetizó la eternidad del hombre sobre la tierra por medio de la ciencia; cree en Renan, que bajo su palabra anuncia la aparición de un químico extraordinario, cuyo poder llegará hasta realizar la resurrección de la carne, y dobla la cabeza ante Moleschott, que ha descubierto en el polvo de los sepulcros la materia que da a las plantas el poder de crear hombres.




ArribaAbajo- V -

Su conciencia


Su incredulidad no puede ser más crédula. No profesa los errores de ninguna secta determinada; su capacidad en este punto casi no tiene límites, pues acoge indistintamente los desatinos de todas las escuelas. Así es que un día lo encontráis deísta, esto es, partidario de un Dios insensible, indiferente, Dios nulo, perpetuamente dormido en el seno de la eternidad. Otro día aparece naturalista, y fuera de la naturaleza no encuentra nada. De repente cae en las obscuridades del panteísmo, y para él todo es Dios, menos Dios. A la vez seducen su ignorancia las ideas materialistas, y he aquí que se atribuye orgullosamente la ascendencia del mono, y no se concede otro fin más honroso que el del caballo. También lo tientan las conclusiones positivistas, y entonces sencillamente cree en el Dios Humanidad, y con la mayor frescura, a renglón seguido de haberse declarado mulo, se erige en Dios.

Tal es la confusión en que se agita su ignorancia; noche obscura del entendimiento, en la que no penetra ni un rayo de luz, verdadero caos del alma.

Me atrevo a decir que su inteligencia ha contraído el vicio del error. Hay cierta concupiscencia de entendimiento en ese libertinaje de la ignorancia, porque a las disipaciones de la razón se acomodan muy fácilmente las disipaciones de las costumbres.

El ser moral que resulta de ese estado deplorable de la inteligencia no es ciertamente un modelo de perfección: no se turba el entendimiento sin que a la vez se turbe la conciencia. Un orden de ideas supone un orden de conducta, porque el hombre siente como piensa y obra como siente. La acción del error, obrando sobre la ignorancia, produce en la razón un terrible estrabismo; todo lo ve del revés y, es más, se complace en verlo.

Claro está, sin embargo, que nuestro filósofo no ha llegado a esas nebulosas alturas de la sabiduría por un prodigio de estudio o de genio, sino que más bien se ha encontrado en ellas suavemente impulsado por las debilidades que tan continuamente nos solicitan. Todas las flaquezas de que adolece la especie humana, respiran allí su atmósfera propia; se puede decir que están en su elemento, que viven por derecho propio, cuya legitimidad, ya de una manera, ya de otra, ha venido a reconocer la ciencia.

Ya se ve; una filosofía tan amable, tan condescendiente, que desde luego nos autoriza a no reconocer nada superior a nosotros mismos, y que deja a nuestro arbitrio el arreglo de la vida futura, no ha de ser más meticulosa respecto a la vida presente. Si nos concede lisa y llanamente la facultad de crear dioses a nuestro gusto o de anularlos, según nuestra voluntad, ¿con qué razón puede exigirnos rectitud en los sentimientos y moralidad en las acciones?

Dejemos a los talentos superiores perderse en el laberinto científico de sus tenebrosas abstracciones; pero convengamos en que ese vulgo de filósofos que hormiguea, lo mismo en los salones que en los talleres, lo mismo en las Universidades que en los garitos, se siente arrastrado principalmente por las seducciones de sus apetitos. Lo que hay en el hombre que más lo acerca al bruto, es lo que más pesa en la balanza de estos juicios humanos. Por una transmigración de la inteligencia, sólo concedida a la extrema ignorancia, el tipo que tenemos delante discurre más con los sentidos que con el entendimiento. Suprimid las pasiones que subyugan, los vicios que encadenan, los instintos que degradan, y la filosofía de la razón libre perderá en el instante mismo el gran número de sus partidarios.

Si, negando la evidencia del sol que nos alumbra, creyera librarse del calor con que nos ahoga en el verano, la negaría resueltamente, y se quedaría tan fresco. En realidad, este filósofo no busca la ecuación entre el entendimiento y la cosa, sino la conveniencia entre su razón y sus apetitos, la manera sencilla y verdaderamente cómoda de ser a un mismo tiempo libre e irresponsable. En una palabra: busca el secreto de dormir tranquilamente en medio de los desórdenes de su vida.

En todo rigor, puede decirse que es una cuestión de pura comodidad. La conciencia suele ser un juez demasiado severo; tiene susceptibilidades que nos ocasionan muchos disgustos, porque padece la manía de los remordimientos. Semejante huésped es bastante incómodo; se empeña en amargarnos los placeres más sabrosos, y no nos deja vivir en paz con nosotros mismos. ¿Qué hacer? El criminal la ahoga en el fondo de su alma, se tapa los oídos para no oír su voz, y anda por el mundo en perpetua lucha con ella; unas veces es vencedor y otras veces vencido. Nuestro filósofo no acertaría a vivir sin conciencia; la invoca siempre que el caso lo requiere, y no se determina a proscribirla; pero su conciencia es al fin y al cabo una conciencia despreocupada, flexible, razonable; una conciencia que está a la altura de los adelantos del siglo, una conciencia libre.

Lo diré de una vez: es la conciencia humana convertida de juez en cómplice. No es el tribunal que condena, sino el jurado que absuelve.

Ahora bien: este hombre, ¿puede ser honrado?

Si os empeñáis, no me opongo: podrá serlo; pero ¡cuán difícilmente conseguiréis persuadirme de que puede ser virtuoso!




ArribaAbajo- VI -

Rasgos distintivos


El absurdo atrae como el abismo, y el ser que bosquejamos no es una naturaleza privilegiada que pueda substraerse al imperio de esta ley impuesta a la flaqueza de la razón humana y a la debilidad de nuestros sentidos; y el caos de lo que me atrevo a llamar sus ideas, produce naturalmente el caos de su lenguaje, porque habla una lengua en la que se halla trastornado el sentido íntimo de las palabras: llama valor a la cobardía moral del suicidio, a la soberbia dignidad, a los vicios necesidades, ilustración a la libertad de las costumbres, derecho a la fuerza, ley al éxito, a la impiedad despreocupación, fanatismo a la fe. Vuélvase del revés el diccionario, y se obtendrá la idea exacta de su lenguaje.

Hay ocasiones en que el escándalo de las mujeres públicas, que a todas horas se encuentran en las calles principales de Madrid, obliga a las autoridades a recoger esos prospectos vivos del vicio por pura decencia. Entonces nuestro filósofo censura agriamente aquel atentado contra el derecho individual. Toda su compasión se subleva en favor de esas pobres mujeres que especulan con sus encantos como otros especulan con su talento, que viven de ellos como viven los demás de su fuerza o de sus negocios, de su patrimonio o de sus rentas. ¿Acaso (pregunta) es menos legítima la propiedad de la juventud y de los atractivos personales que la de una herencia? La civilización (añade) no consiente las proscripciones arbitrarias. Convengo en que se les sujete a una inspección higiénica, porque al fin salus populi, suprema lex; pero substraerlas de la circulación, restarlas de la vida común a que todos tenemos igual derecho, es una confiscación que ninguna ley autoriza. No reconozco en la sociedad aptitud suficiente para perseguir a la naturaleza.

Así se explica. Mas no se trata de esos seres ciertamente infortunados que se revuelcan en el cieno del mundo; se trata, en verdad, de otras mujeres mucho más dichosas, que han consagrado su vida a la oración y a la penitencia; no se trata de recluirlas por algunos días, sino de exclaustrarlas para siempre; no es que se las obliga a ocultarse en sus casas por algunas horas, sino que se las arroja de ellas para que no vuelvan; no es que se les niega la calle, sino que se les quita la casa. Se trata, pues, de una comunidad de monjas, que posee la celda en que habita, y el templo en que ora, y el claustro en que se mortifica, con más títulos que los reyes sus coronas, con tanto derecho como el propietario su hacienda; mas llega un día en que la autoridad allana el recinto sagrado de este hogar bendecido, y con la más sencilla naturalidad se apropia lo ajeno contra la voluntad de su dueño. Aquí nuestro filósofo no puede ocultar la satisfacción que experimenta.

¡Monjas! (exclama): ¿y para qué sirven?, ¿Qué beneficios traen al mundo esos seres fósiles encerrados entre los muros del convento?... En los siglos bárbaros han podido pasar, a la sombra del obscurantismo, esas mutilaciones de la humanidad; pero los adelantos del siglo las proscriben; la civilización reclama el concurso de todas las fuerzas sociales para realizar su grande obra, y la naturaleza se indigna de que así se defrauden sus derechos.

Estos dos rasgos determinan claramente su fisonomía intelectual y su fisonomía moral; pero posee otro más inequívoco, porque la facción dominante de su entendimiento es el horror..., el horror a los curas.




ArribaAbajo- VII -

Facción dominante


Siempre encontraréis en él un fondo de amable indulgencia en favor de los falsos cultos. ¡Mahoma!... ¡Bah! Bien se pueden perdonar las falsedades del Profeta por las delicias del serrallo; porque al fin, ¡qué demonio!, la religión del alfanje promete un cielo bastante voluptuoso; si bien se mira, el paraíso que la civilización moderna nos tiene prometido, no es más que el edén de los musulmanes realizado sobre la tierra. Los judíos congregados en la sinagoga son los restos de un pueblo que se sobrevive, las ruinas de un monumento de la antigüedad, un objeto arqueológico. Además, es una raza de mercaderes que se amolda perfectamente al movimiento mercantil del siglo; porque si aún esperan al Mesías, mientras no llega, su Dios es el oro.

El pastor protestante, sea la que quiera la secta a que pertenezca, podrá tener sus preocupaciones religiosas; pero al fin es un hombre que se casa, que turna, digámoslo así, entre la propaganda de la secta y la propagación de la especie, es un hombre como otro cualquiera que, en sabiendo leer unos cuantos versículos de su Biblia, ha cumplido con todos los deberes de su ministerio. De sombrerero puede pasar a obispo. En la aldea o en el barrio en que vive no pasa de ser un buen hombre, que en realidad no ejerce ningún magisterio, su casa, su mujer, sus hijos y algunas hojas de su Biblia, he ahí toda su teología. No es molesto ni a las flaquezas ni a los extravíos de la naturaleza humana. Las costumbres, que las arregle la policía; lo lícito y lo ilícito corresponde definirlo a las leyes civiles, y él no se mete en más honduras. Fuera de los furores puramente sectarios que pueda padecer, su fe es bastante tibia, su convicción carece de entusiasmo, del fuego en que se templan los sacrificios. No es un héroe ni será jamás un mártir. Nuestro filósofo no ve en esos cultos ningún peligro serio para la impiedad. Si su ilustración filosófica le permitiera adoptar alguna religión positiva, viviría mejor bajo el papado de la reina Victoria que bajo el papado de Pío IX.

Pero no le habléis del sacerdote católico, porque no puede soportar la idea de su ministerio. Experimenta hacía las sotanas, lo mismo negras que purpúreas, una antipatía invencible. Parece que son los fantasmas que turban los sueños de su vida... ¡Los curas!... ¡Oh!; no puede con ellos. Como Nerón, desearía que no tuviesen más que una cabeza para cortarla de un solo golpe. No les perdonará nunca que impriman en el niño que acaba de nacer la gracia del bautismo, que absuelvan en el tribunal de la penitencia al pecador arrepentido, que tengan en sus manos el nudo sagrado de los lazos indisolubles, que sean ellos, en fin, los que levanten nuestro espíritu en la hora, suprema de la muerte y bendigan nuestra sepultura.

La Iglesia es la pesadilla de su razón y la desesperación de su filosofía. Se irrita al verla sobrevivir a la muerte, a que la tiene condenada la ciencia. Por todas partes le sale al paso; en la historia, en el arte, en las ruinas, en los recuerdos de lo pasado, en las agitaciones de lo presente y en las esperanzas de lo por venir, oye sus cánticos siempre augustos, tristes en los días de las tribulaciones, alegres en los días de regocijo. La cruz, siempre la cruz, en las cúpulas de los templos, en el humilde techo de las cabañas, en la soledad de los caminos, en las puertas de los cementerios; la cruz en las regiones salvajes, donde no han podido penetrar las conquistas de la espada ni las conquistas de la ciencia; la cruz allí donde hay estragos que contener, corazones que amar, almas que redimir; la cruz multiplicándose por toda la superficie de la tierra, proscrita y triunfante, perseguida y a la vez vencedora.

Más aún: la cruz suspendida como signo de honor en el pecho de muchos que la ultrajan y de tantos como la denigran; la cruz como testimonio de verdad, como fe de juramento, en los labios de aquellos mismos que la escarnecen.

No puede perdonarle su influencia en la familia, su importancia en la sociedad, su gloria en el mundo. No concibe cómo el siglo que todo lo sabe, que todo lo puede y que todo lo quiere, no ha podido todavía secularizar la fe. Los curas, esas manos muertas, son las que mantienen viva en el fondo del hogar doméstico la rebelión contra los mandatos de la impiedad. ¡Se les empobrece y no mueren! ¡Se les persigue y no se acaban! ¡Se les degüella y viven!...

Vedlo, indignado contra la expulsión de los moriscos, invocar en su favor la justicia, el derecho y las conveniencias políticas; pero, a renglón seguido, o, mejor dicho, a la vuelta de la hoja, lo veréis aprobar, enaltecer, aplaudir la expulsión de los jesuitas.

Hemos pronunciado el nombre que acaba con el último resto de su paciencia. ¡Jesuitas!... ¡Ah! Esas sotanas y esos breviarios ambulantes, que cruzan los mares y penetran en los desiertos; que buscan a los enfermos en los horrores del contagio, que persuaden, que enseñan, que predican, que convierten y que bendicen, que poseen los secretos de todos los conocimientos humanos, que propagan la fe, al mismo tiempo que la ciencia, son verdaderamente irresistibles. Asociación tenebrosa, que mina los caminos por donde marcha el carro de la civilización moderna.

Donde los veáis perseguidos por la lengua, el escarnio o el desprecio de la injuria o de la calumnia, allí podéis decir que habla toda la ciencia del filósofo que os describo; porque la quinta esencia de sus conocimientos, el súmmum de su sabiduría, lo más trascendental de su doctrina, es el horror a los curas.

Mas no se crea que su animadversión traspasa inconsideradamente todos los límites y arrolla en su furor los términos de todas las conveniencias. No; suele detenerse ante el respeto de ciertas consideraciones; alguna vez se transforma el rencor en benevolencia, y la injuria en alabanza.

Por ejemplo: pueden encontrarse bajo la corona del sacerdote extravíos culpables, flaquezas de la miseria humana, algo o mucho quizá de las corrupciones del siglo; y si al mismo tiempo encuentra la tolerancia, es decir, la complicidad que la perversión de las costumbres dispensa siempre a la perversión de las ideas, entonces no ven los ojos de su filosofía un cura intolerable, un cura odioso, o un cura risible, sino un cura razonable, un cura a la altura del siglo, un cura ilustrado. Lo encuentra, digámoslo así, en su terreno, y ya no tiene inconveniente en estrechar su mano. ¡Qué satisfacción para la ciencia!

Aún puede llevar más lejos su condescendencia, porque el sacerdote despreocupado puede a la vez ilustrarse hasta el punto de caer en la apostasía. Entonces sí que lo protege y lo admira. ¡Qué entusiasmo experimenta ante el espectáculo de esas tristes decepciones! Parece que necesita despreciarlo para no perseguirlo.




ArribaAbajo- VIII -

Médico


Tal es la fisonomía interior de este filósofo, la extensión de sus conocimientos y la índole moral que le sirve de gobierno. Krausista sin saberlo, realiza su ciencia, viviendo abierto de par en par a todos los goces que el mundo le ofrece, en amigable intimidad con la naturaleza, esto es, con la suya, en la cual sólo encuentra las insinuaciones de sus apetitos. Como si la incredulidad ocupara todos los espacios de su entendimiento, suele carecer de otra actitud. ¿Ha pasado por el claustro de alguna Universidad?... Bueno; ha pasado. ¿Y qué? Todo pasa en el mundo. También pasan en la circulación de la moneda los duros falsos. ¿Ha salido de la Universidad con un título académico? Muy bien; pero he aquí que los títulos académicos están en baja como los títulos de la Deuda. Representan ciento y sólo valen trece.

Sale, pues, con un trece por ciento de ciencia médica; pero, ¡ah!, no lo ha pensado bien, porque le sale al paso un inconveniente que no había previsto: la conspiración teocrática le persigue; los enfermos le piden a su ciencia, ¡qué desatino!..., curas. Esta palabra se levanta ante sus ojos negra como la obscuridad de su entendimiento. ¡Ah!, bien se puede morir todo el género humano; en su ciencia no hay curas ni para las más ligeras dolencias, y huye de los enfermos como de la muerte, y se refugia en la vida de los ateneos, de los cafés y de los clubs; en la vida donde hierve el movimiento filosófico de nuestro siglo, inmenso hospital de espíritus inválidos, en el que todos parecen incurables.

Pero, vamos, si no cura, a lo menos visita. El enfermo padece mucho, y llama a Dios en medio de sus angustias.

-¡Dios!... (dice el médico con desdén). Medicamentos son los que hacen falta, no plegarias.

-¡Me muero!-exclama el enfermo.

-Buena tontería,-replica el médico.

-Quiero confesar,-añade con voz acongojada.

-¡Confesar! (repite el filósofo). ¡Bah! El que confiesa la paga. Ea, veamos el pulso.

Y pulsando al enfermo, arquea filosóficamente las cejas, y dice:

-Concentración de la vida, exaltación nerviosa. La naturaleza nos pide auxilio. Por de pronto, hay que alejar de aquí todo objeto que exalte la imaginación. Fuera ese Cristo que cuelga de la cabecera de la cama, ese relicario, esa estampa, esas velas; a las enfermedades no se las persuade con arrebatos místicos. El enfermo necesita mucho reposo, y no se le puede permitir que piense más que en la vida. Prohíbo que entre aquí ninguna sotana; son negras, y anuncian la muerte.

Dicho esto, receta y se va tan fresco. Pero la naturaleza estaba por lo visto de pésimo humor; se ríe muy formalmente de los recursos de la ciencia, y el enfermo se muere. En realidad, el caso no es raro; mas, sea como quiera, si no ha podido devolver la salud del cuerpo, ha intentado por lo menos enfermarle el alma. Y el llanto sobre el difunto. Aquella noche desenvuelve en el Ateneo, en el café, en el casino o en las columnas de cualquier periódico, la siguiente tesis: «Influencia perniciosa de las supersticiones en el desarrollo de las enfermedades»; o, en términos más claros: la impiedad es higiénica.




ArribaAbajo- IX -

Jurisconsulto


De la misma manera que es médico, puede ser jurisconsulto, porque en las Universidades del Estado hay títulos para todas las carreras, y es preciso que estos centros oficiales del saber humano tengan la manga ancha para que el bolsillo pueda ser hondo. Si además de los derechos de matrícula y grados y títulos académicos, se pidiese aptitud, aplicación, estudio, los claustros universitarios acabarían por quedarse desiertos. Acaso se deba negar grados, títulos y matrículas a aquellos que no los merezcan; pero ¿se ha de proceder del mismo modo con aquellos que los pagan?... Hay que tenerlo todo en cuenta. Bueno que un padre agote sus bienes de fortuna para dar carrera científica al hijo que ha de ser la esperanza de la familia; mas no ha de consumir el hijo los mejores días de su vida en el estudio de tantas asignaturas como se le exigen. La enseñanza oficial es cara, muy cara, convengamos en ello; mas por lo mismo hay que hacerla fácil. No está al alcance de todas las fortunas, cierto; pero en cambio se halla al alcance de muchas incapacidades. ¿Qué más se puede hacer por vulgarizar la ciencia? La sabiduría que nos invade demuestra así que, por lo menos, no es una sabiduría de tres al cuarto. Además, estos centros de enseñanza, colocados en las grandes poblaciones, ofrecen una ventaja evidente: lo que el estudiante no aprende en los libros y en las aulas, lo aprende en las disipaciones de la vida alegre; si no sale hecho un hombre de ciencia, sale hecho un hombre de mundo.

Nuestro filósofo, pues, posee un título de licenciado en Derecho. ¡Derecho!... Bien...: idea abstracta, concepto metafísico, puro idealismo, que se desvanece en las realidades de la vida. En rigor, no reconoce más derechos que los derechos del hombre. Esta es la base de toda su jurisprudencia. Acerca de lo tuyo y de lo mío profesa variedad de teorías; pero téngase en cuenta que en lo tuyo y lo mío no entra nunca lo suyo. Sin embargo, alguna vez le sonríe la idea de un falansterio. Y ¿quién sabe? ¿No será la existencia de los mormones el anuncio del estado definitivo de la sociedad humana?

Como criminalista, lo encontraréis siempre furiosamente indignado contra la pena de muerte. La sociedad no puede disponer de la vida de nadie, porque ella no puede quitar lo que no da. Muy bien; mas entre los diversos conocimientos que forman la filosofía de este letrado, no será difícil tropezar con algunas ideas de esgrima, con alguna noción más o menos exacta acerca del tiro de pistola. En tal caso, una disputa en el café, una discusión de periódico a periódico ocasiona un lance, y aquí tenemos a nuestro filósofo imponiendo la pena de muerte, constituyéndose a la vez en juez y en verdugo.

Y si no le son favorables los caprichos de la fortuna, porque la sociedad no hace justicia a sus talentos, porque el mundo loco no repara en su genio, porque juega y pierde, porque la pobreza lo desespera o la envidia lo envenena, resuelve muy filosóficamente que la vida es un peso insoportable, y concibe el proyecto de quitarse de en medio. Apela al suicidio; es un criminal que no encuentra verdugo, y él mismo se ejecuta.

Difícilmente encontraréis en su corazón la ternura de los afectos, porque, digámoslo sencillamente, el que no quiere a Dios, ¿a quién puede querer? Posee todo el egoísmo de la sensualidad, y como en rigor no ve con más ojos que con los de la carne, la idea de la verdadera belleza está a obscuras en su alma.

¡La humanidad!, ¡Oh, sí!, ¡La humanidad! He ahí su palabra favorita. No obstante, oídle, y veréis qué mal piensa de todos los hombres; no se sabe si es que los odia o los desprecia. Su entendimiento viene a ser-como si dijéramos-una noche en Mabille, y en sus conversaciones aparece siempre el cancán de sus ideas.

Acaso miréis en todas direcciones buscando el tipo que os presento como si se tratase de un ser raro, único, oculto en los rincones de la sociedad. No me sorprende: a fuerza de verlo, ya no lo conocéis; os habéis acostumbrado a su presencia, a su trato, y no acertáis a distinguirlo entre los demás mortales. ¿Dónde está? Aquí, allí, arriba, abajo, en todas partes; es el vulgo de la incredulidad, el somatén de la filosofía, la hez de la ciencia, la fisonomía contemporánea más común y más propia de la civilización moderna.

En verdad, no es el tipo de una especie, sino más bien la vera efigies de una generación. Es la epidemia filosófica, el contagio científico; los más crasos errores incubados en la más crasa ignorancia.






ArribaAbajoConclusión


ArribaAbajo- I -

Luz


Acabamos de ver los esplendores con que el gran mundo ilumina el cuadro de la vida moderna, y las sombras con que la ciencia llena de obscuridades los entendimientos del día. Por una parte, el espectáculo de las costumbres; por otra, el cuadro de las ideas.

Dos grandes disipaciones que forman el caos moral en que nos agitamos: la disipación de la vida por medio de los placeres; la disipación de los entendimientos por medio de la ciencia.

Allí todos los apetitos; aquí todos los errores.

La gran ciencia proclama la doctrina, y el gran mundo la realiza.

De esta manera se unen el alma y el cuerpo de la sociedad en que hemos nacido.

Estos dos elementos se desenvuelven dentro de un mismo orden. Para la gran ciencia, lo más verdadero es el último error; para el gran mundo, lo más bello es la última moda. La ley de la novedad los lleva como de la mano... ¿Adónde?... A todas las extravagancias del orgullo y del lujo.

En uno y otro se encuentra la doble libertad de la razón y de las costumbres.

Se puede decir que son las dos facciones más características de la fisonomía de nuestro siglo.

Suprímase ese conjunto de fastuosidades de que se compone la vida, siempre amena, del gran mundo, y los espectáculos perderían los más brillantes espectadores, y los éxitos sus más espléndidas comparsas.

Suprímanse, del mismo modo, los delirios de la ciencia libre, y toda esa inmensa ignorancia, ilustrada por los errores de la filosofía, caerá por su propio peso, y el siglo XIX quedará reducido a ser un siglo de poco más o menos.

Por precipitado que sea el paso con que caminemos a la dicha universal, el vulgo de las gentes no ha conseguido todavía deshacerse de la antigua preocupación de que esta vida no es más que un valle de lágrimas, y, quieras que no quieras, hoy por un motivo, mañana por otro, so pretexto de esa multitud de penas que afligen al género humano en su tránsito por la tierra, vive llorando, como si tal cosa, como si acabáramos de nacer, como si los adelantos del siglo no hubiesen hecho del valle de lágrimas un valle de delicias. Aún hay, pues, quien se aflige, quien padece, quien llora, quien se desespera; gentes que se mueren y gentes que se matan. Ahora bien: proscríbase la fiesta perpetua del gran mundo, ese anuncio permanente de las dichas que nos esperan, esa propaganda de lujo, de disipación y de felicidad, y el resto de los mortales sucumbirá de pura tristeza.

Sería injusto negarle la influencia que ejerce en la vida moderna. Su ejemplo es una enseñanza continua; más aún, un estímulo constante hacia todos los goces de la tierra, porque es el incentivo de todos los apetitos. Jamás sabremos agradecerle el afán con que transforma a nuestros ojos los duelos en fiestas, las catástrofes en regocijos, las tristezas en alegrías.

Pocos años hace que acudió en tropel a buscar en París el placer de las emociones fuertes. ¡Ya se ve!; el París que se le ofrecía no era el París de siempre; precisamente acababa de pasar por una terrible transformación; el gran Mabille del mundo civilizado se hallaba convertido en ruinas. Había pasado por allí la tempestad de la guerra: Prusia había estampado en él el sello de sus armas victoriosas, y se veía marcado por el hierro candente de la Commune. Aquel París tan espiritual y tan voluptuoso había tenido que comerse hasta las ratas, para seguir viviendo.

Era preciso tener un bolsillo demasiado insensible para no acudir presurosos al gran teatro de la doble catástrofe, a llorar con lágrimas de oro los estragos producidos por los últimos adelantos de la química, de la física y de la mecánica, aplicados al arte glorioso de la guerra; arte absolutamente necesario para afirmar y sostener sobre la culta Europa el derecho individual o colectivo, pero siempre ilegislable, del más fuerte. No podía ser persona de buen gusto la que al mismo tiempo no acudiese a la capital de Francia a admirar los sorprendentes efectos del petróleo, considerado como agente luminoso en el primer ensayo del último acto de la civilización moderna.

Ello es que el gran mundo se despobló, si puedo decirlo así, y acudió presuroso a cubrir con todas sus magnificencias las ruinas del desastre. Ciertamente era una novedad digna de su fausto. La catástrofe se convirtió en fiesta: París vendía caro el espectáculo de sus ruinas, y el gran mundo se apresuró a comprarlo: se acudía allí como a un teatro. Venía a ser como una Exposición algo más original que las demás Exposiciones, como el estreno de una ópera o como el debut de un cantante. Del estrago mismo brotó inmediatamente la vida, la animación, la alegría, y las mismas ruinas, ennegrecidas por el incendio, debieron sonreírse, satisfechas de aquella ovación del gran mundo.

¡Qué sería de la tierra que hoy pisamos, si arrancaran de nuestros ojos ese pedazo de cielo que nunca se nubla!

Es la luz que nos ilumina.




ArribaAbajo- II -

Sombra


Pues volvamos la vista a la filosofía.

No es una ciencia adusta y severa que nos impone el deber de rendir homenaje a la verdad. Al contrario: es una ciencia condescendiente, que nos autoriza a hacer de nuestra razón el uso que más convenga a nuestros apetitos. Suprimid la sombría luz de sus errores, y nuestro siglo se queda a obscuras.

No hay que quemarse las cejas en desenredar el hilo enmarañado de sus teorías. ¿A qué tomarse tan inútil trabajo? Cada uno de los sistemas filosóficos que nos ofrece es simplemente un rompecabezas. Todos sus principios se reducen a uno solo; a saber: el hombre es dueño absoluto de su razón, y puede hacer de ella mangas y capirotes. Esto es dogmático en la ciencia que llamamos moderna.

Una vez establecido el principio, las consecuencias se deducen ellas mismas sin necesidad de acudir al razonamiento, y las consecuencias son, en resumen, el estado moral en que nos encontramos, que principalmente consiste en esta familiaridad que hemos contraído con todas las iniquidades; en esta transacción continua con toda perversidad. Aflojados los resortes de la conciencia, la maldad nos parece la cosa más natural del mundo.

Si en medio de nuestro triunfal camino nos viésemos sorprendidos por una gavilla de malhechores, imitando al cómico personaje de la mansión del crimen, les guiñaríamos los ojos, les echaríamos el brazo por el cuello, y saldríamos del paso diciéndoles al oído:-¡Eh!... ¡chist!... Nos entendemos. Nosotros también somos ladrones.

Y esta holgura moral en que vivimos, esta amable condescendencia con que nos prestamos a todas las complicidades, y este dormir a pierna suelta en medio de los más grandes trastornos, es un beneficio que le debemos al espíritu filosófico de nuestro siglo, y es el rasgo más característico de nuestra fisonomía.

Las agitaciones sistemáticas del mundo político, las degradaciones de las dignidades, el rebajamiento de los caracteres, la codicia que nos enciende y el egoísmo que nos hiela, no están tanto en nosotros como en el aire que respiramos, son los frutos que producen las semillas sembradas por la filosofía; la deliciosa corrupción, en que tan fastuosamente nos revolcamos, no se puede decir que es un resultado puramente empírico, porque es en su conjunto la consecuencia científica de la filosofía moderna deduciéndose a sí misma.

En las academias, en las universidades, en los libros..., palabras, palabras, palabras... En la vida de la sociedad, hechos, hechos, hechos. Las abstracciones de los ideólogos se traducen ya en la lengua común del vulgo, y su acción deletérea se siente lo mismo en los clubs que en los salones, lo mismo en los cafés que en las tabernas, en las artes, en la literatura, en la industria, en los negocios, en las leyes y en las costumbres. Ha penetrado hasta en el seno mismo de las familias, arrojando a nuestra propia consideración el cuadro moral de la sociedad en que vivimos.

Ahora bien: suprimid esa esencia, y habréis suprimido el espíritu que nos anima... ¿Qué haremos entonces de nuestra ignorancia?... Quitadle a nuestro siglo el honor de esa ciencia que empieza en las universidades oficiales y acaba en la Commune, y adiós civilización moderna.

Por una parte, la filosofía de la razón libre nos dice:

«He ahí la ciencia».

Por otra parte, el gran mundo exclama:

«He aquí la vida».

Y la ciencia se mete en nuestro entendimiento, y apagando la luz de la razón natural, nos dice de continuo:

«Duda... Duda».

Y el gran mundo, abriendo los brazos, como si quisiera decir todo esto es mío, nos repite a cada instante:

«Goza... Goza».

La última conclusión de la ciencia enaltece al hombre, diciéndole:

«Tú eres tu propia divinidad».

La última palabra del gran mundo parece que es esta:

«No hay más cera que la que arde».

Ahora bien: si la ciencia nos diviniza, ¿quién no cae de rodillas delante de sí mismo? Y en este caso, las solemnidades del gran mundo son el culto que nos tributamos.

Habrá quien diga que la duda es la sombra del entendimiento, y la embriaguez de los placeres la tristeza del alma. ¿Y qué? El hecho patente que se nos manifiesta es el regocijo universal en que vivimos.




ArribaAbajo- III -

Boceto


Tenemos, pues, bosquejados en el presente tomo los dos rasgos dominantes que dan a las fisonomías contemporáneas el aire que constituye su peculiaridad. Son las líneas fundamentales que distinguen al hombre de nuestro siglo, y que, digámoslo así, engendran la diversidad de perfiles que me he propuesto trazar en un nuevo volumen.

Los tipos que al terminar este tomo ofrezco continuar en el que ha de seguirle, no son enteramente originales, porque la especie humana no es en verdad nueva en el mundo, y sería difícil encontrar un modelo que no tuviese su filiación en la antigüedad más remota.

El hombre es siempre el mismo, y no hay forma de hacerle variar de naturaleza. Pero aunque la familia es la misma, las especies varían según la índole de cada época. No hay error que pueda justamente atribuirse el mérito de la novedad, ni vicio que pueda presentarse a nuestros ojos como cosa nunca vista; por consiguiente, sería una pretensión excesiva el intento de apropiarnos la preeminencia de una singularidad, que, dicho sea con franqueza, no nos pertenece.

Somos, por lo tanto, hombres como los de todos los siglos, modernos sin duda alguna, pero vaciados en el molde viejo. La sociedad que formamos no es ciertamente un conjunto que se salga del cuadro general de la especie humana para hacer rancho aparte, so pretexto de que es una especialidad en su género. Somos una sociedad pura y singularmente pagana, ignorándolo, y tal vez sin querer serlo.

Así es que los tipos que en ella sobresalen, dándole cierto aspecto de originalidad, son tipos antiguos, pasados en cuenta, conocidos en todas las épocas, por más que varíen los accidentes con que se nos presentan y las denominaciones con que se designan. Las especies son las mismas, aunque se parezca poco la manera de sus generaciones, digámoslo así, espontáneas, exclusivamente producidas por la fecundidad de nuestro siglo.

Mas a pesar de que cada una tenga su antigua y respectiva genealogía, la civilización que disfrutamos, vaciándolas en su molde particular, las reviste de cierta originalidad, que es, como si dijéramos, el sello de la época, la fecha y la firma del tiempo presente.

Es presumible que si las generaciones que nos han antecedido en el curso de la vida levantaran la cabeza, sorprendidas por el espectáculo que ofrecemos, dudarían al pronto de la fidelidad de sus ojos, y creerían haber resucitado en un mundo que jamás habían conocido.

Al primer golpe de vista, no pasando de la capa exterior de las cosas, no se nos puede negar la originalidad. Somos unos personajes sui géneris, cierto. Podemos hombrearnos entre nosotros mismos, ni más ni menos que si fuésemos los fundadores de un nuevo linaje humano. Nuestro aire de desdén hacia todo lo pasado; nuestro aire de protección hacia todo lo futuro, nos dan tan marcado aspecto de superioridad, que no podemos négarnos el valor de nuestra importancia en el mundo.

Casi estamos convencidos de que, suprimida nuestra generación, la especie humana permanecería aún en el estado elemental, rudimentario, de que la ha hecho salir nuestra presencia en el teatro de la vida. No sé por qué especie de revelación, hemos llegado a saber que están confiados a nuestras manos los destinos del mundo. Una omisión en el orden de sucederse las generaciones, un olvido involuntario que nos hubiese dejado como cosa perdida en el fondo de la nada de que hemos salido, y la rehabilitación del hombre sobre la tierra por medio de la civilización moderna, habría sido imposible; porque, échese por donde se quiera, ¿qué sería del progreso humano sin nosotros?

Nadie nos disputa la singular preeminencia de haber venido a ser sobre la tierra el principio y el fin de todas las cosas. Los que nos han antecedido no han hecho más que vivir; nosotros hemos venido a crear, y los que nos sucedan se lo encontrarán todo hecho. Hemos aplazado algunas soluciones científicas para el día de mañana; pero no son más que unos cuantos problemas que se resolverán por sí mismos. Nuestra posteridad se pasará la vida mano sobre mano; podrá dormir a pierna suelta en el lecho de todos los placeres, y todo será entonces coser y cantar. La felicidad futura del género humano será obra nuestra.

El hombre, pues, de nuestro siglo descubre, en efecto, una fisonomía particular, o, por lo menos, una expresión que, si es posible decirlo así, lo va señalando con el dedo. Su aire de superioridad y de suficiencia lo haría intolerable en cualquiera otro siglo, y he ahí, sin duda, por qué ha nacido en el suyo.

En cualquiera situación que se le sorprenda, de cualquier modo que se le mire, siempre nos da el mismo resultado:

Todo lo sabe, todo lo quiere y todo lo puede.

Parece que posee la tierra por derecho de conquista.

Si alguna vez se digna mirar al cielo, es como el conquistador que contempla el arco de triunfo que ha levantado a su paso la victoria.

Pues ¿quién le tose a él teniendo, como quien dice, en su mano los adelantos del siglo?... Corre como el rayo, vuela como el aire, y nada como las olas. Todo el espacio es suyo. Si no ha hecho ya excursiones a los diferentes planetas que giran sobre nuestras cabezas, es porque asuntos importantes lo detienen por ahora sobre la tierra, y el orden es indispensable en su sistema, en razón a que primero es una cosa y luego otra; porque su actividad no tiene tiempo para hacerlo todo a la vez; pero entretanto ha desamortizado el universo, sacándolo de las manos muertas de la Divinidad, y se ha incautado de la naturaleza como de casa sin dueño. La creación ya es suya, y puede ir de astro en astro y de planeta en planeta, como Pedro por su casa. Si pide la luna, habrá que dársela, puesto que le pertenece. Así lo ha innovado todo, y todo lo que nos rodea parece nuevo.

Es un ser original, casi extraordinario y casi increíble.

Tal es nuestro boceto.




ArribaAbajo- IV -

Advertencia


Del boceto rápidamente bosquejado en el capítulo anterior, salen, con ligeras alteraciones en el movimiento de las líneas y los contornos, la variedad de fisonomías que nuestro siglo nos presenta con toda la originalidad que les corresponde.

Hemos convenido, con pasmosa seriedad, en que desde Adán hasta la Revolución francesa de 1789, el género humano ha venido andando a tientas, cayendo y levantando en el camino de su perfección, y sin dar en el clavo, esto es, sin encontrar la fórmula algo complexa con que resolver el arduo problema de lo que llamaremos la felicidad del hombre sobre la tierra.

Esta fórmula la ha encontrado al fin la filosofía en este imperativo categórico: REALIZA TU CREENCIA. Lo cual, traducido al castellano, quiere decir: Goza según tus apetitos, hasta que revientes. El gran mundo es el ejemplo vivo de este principio filosófico puesto en acción. Ahora bien: el principio nos empuja y el ejemplo nos atrae pero nos falta un tercer término indispensable para obtener la felicidad, que es la x del problema; esto es, la realización de la esencia.

Este tercer término es el medio de ejecución, el requisito sine qua non, la realidad del oro. El oro, pues, como ahora ridículamente se dice, es el objetivo que atrae nuestras miradas y ocasiona nuestros afanes. Es, al mismo tiempo, el punto de apoyo y la palanca con que hemos de levantar hasta las estrellas el mundo de nuestra felicidad. Oro, y somos felices.

Pero bien: el oro no suele caer por la chimenea, y hay que buscarlo esté dondequiera, y hay que adquirirlo sea del modo que sea.

Tal es el resorte que da movimiento a las figuras que componen el cuadro propiamente dicho de la vida moderna. Así es que la primera figura que va a sonreírnos en las primeras páginas del libro que después de éste nos espera, es la del Economista, especie de mago, que por medio de conjuros científicos hace brotar por todas partes ríos de oro.

Detrás del Economista, nos guiñara el ojo el Bolsista, personaje absolutamente indispensable para el alza y baja de los fondos públicos, como lo son los puntos en las casas de juego.

Detrás del Bolsista aparecerá el Banquero, como expresión de la ganancia en toda la plenitud de un bolsillo bien repleto.

Más allá, de la misma manera que la muerte está en el último término de la vida, encontraremos la figura sepulcral del Espiritista, gran evocador de espíritus, que habla con los muertos con la misma intimidad con que pudiera hablar con su vecino.

El hombre político es ciertamente el personaje más vulgar de nuestra época, y por lo tanto el que parece más propio de ella; pero presenta bastante originalidad para que pueda quedarse en el tintero.

Son muy curiosas las variedades que esta especie presenta, y conviene conocerlas.

Debajo del hombre político, como la semilla debajo de la tierra, descubriremos lo que debemos llamar el tipo anónimo, ser misterioso, que se multiplica en las entrañas de la sociedad, que lo sentimos y no lo conocemos; especie de mano invisible que penetra por todas partes; sombra realmente fantástica que se desvanece al tocarla, cuya existencia reconocemos, no en lo que deja, sino en lo que se lleva.

Necesitaremos una tercera serie para diseñar otras fisonomías no menos curiosas ni menos propias de nuestra época.

El Orador de nuestros días viene a ser poco más o menos el sofista bizantino de los últimos días del bajo imperio, pero ofrece circunstancias particulares que le dan un carácter de actualidad incontestable.

El militar vaciado en el molde moderno merece también una estatua, un busto al menos en esta galería de especies contemporáneas.

A pesar de que la sociedad formada por la civilización moderna arroja de su seno a los reyes, como arroja el mar los cadáveres de los náufragos, claro está, después de haberlos ahogado; todavía por la acción mecánica de un galvanismo especial, las testas coronadas se sobreviven, y, sea como quiera, andan, comen y duermen, únicas prerrogativas que las constituciones entrantes les conservan, y no es posible negarles aquellos contornos que más particularmente los determinan dentro del cuadro de las fisonomías más propias de nuestro tiempo.

Al terminar este ligero volumen, hago la advertencia de lo que ha de verse en los sucesivos, para que el lector sepa con quién va a encontrarse. Teniendo en cuenta que debajo de estos bocetos no hay ningún nombre propio, porque yo no dibujo personas, sino especies.