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ArribaAbajoHechos y dichos


ArribaAbajoIdilio patibulario


ArribaAbajo- I -

Noemia Lescuyer


No siempre ha de ser España el país de las cosas, porque, sin ir más lejos, al otro lado de los Pirineos hay unos vecinos que las suelen tener estupendas, y seríamos el pueblo más original de Europa si Francia no nos disputara con frecuencia el privilegio de las singularidades, colocándonos en la situación subalterna de simples imitadores. No nos queda, por lo visto, otra manera de hacer algún papel en la gran comedia del concierto europeo, y nos es absolutamente preciso vivir en los cultos tiempos en que vivimos.

Nos hallamos en presencia de uno de los casos en que la nación vecina tiene indisputable derecho a mirarnos por encima del hombro, y en este punto no nos queda más remedio que bajar la cabeza y seguir formando a la cola de la civilización que nos perfecciona. Confesémoslo ingenuamente: todavía no hemos llegado a las últimas alturas, porque en el orden llorón del sentimentalismo trascendental estamos aún en mantillas.

Es cierto que cada uno puede hacer de su sensibilidad el uso que tenga por conveniente, y si la vida teatral que nos damos no nos proporcionara alguna vez que otra ocasiones en que poder derramar algunas lágrimas, sería cosa de morirnos de risa.

Es evidente que el desorden de las ideas trae siempre consigo el extravío de los sentimientos, o, lo que es lo mismo, el sentimiento moral se pierde a costa del sentido común. Así es que la perversión, que cunde por todas partes, cuenta con la inmensa complicidad de muchas gentes, que, en honor de la verdad, no quieren ser malas, pero que, en último resultado, no saben bien ser buenas; gentes pervertidas de buena fe y dominadas por lo que me atrevo a llamar el mal gusto de los sentimientos.

Esta subversión de los afectos, esta revolución hecha en la ternura de los corazones sensibles, causa grandes estragos en las mujeres, y principalmente en aquellas que la fortuna o la desgracia ha colocado más cerca de las disipaciones de la vida.

Perdónenme la audacia de la frase en que se me presenta hecho el resumen de todo mi pensamiento, en gracia de la exactitud que encierra y de la franqueza con que lo digo: el mal ha encontrado su auxiliar más poderoso en el vulgo de los buenos; vulgo tan vulgo en los palacios como en las calles.

El asunto que me tiene en este momento con la pluma en la mano, reúne todas las circunstancias necesarias para conmover nuestro ánimo. Por una parte es novelesco, y por otra histórico; es a la vez dramático y jurídico; pertenece a un género enteramente nuevo, que podemos designar con el nombre de idilio patibulario. ¡Nada más tierno ni más terrible! Los periódicos nos han traído la relación del caso, que en efecto merece ser conocida, aunque sea triste conocerla.

María Antonieta Noemia Lescuyer es una hermosa joven de diez y ocho años, rubia, que vive en Grandpré, ejerciendo tranquilamente el oficio de costurera. Si a una mujer joven y hermosa, y además costurera, que supone cierta comunicación frecuente con los espejos, le es permitido ignorar su juventud y su belleza, convendremos en que Noemia Lescuyer ignoraba que era hermosa y joven; pero he aquí que Bruno Huaux, cordonero, establecido también en Grandpré, tiene ojos en la cara, y, por lo visto, un corazón demasiado sensible a los encantos de la juventud y de la belleza.

Es de suponer que Huaux presentaría formalmente sus pretensiones, acompañadas de todas las protestas y juramentos convenidos para estos casos, y es de presumir que Noemia los creería a puño cerrado, porque en este punto la credulidad de las mujeres es incorregible; y por esas impaciencias tan propias del corazón humano, quieras que no quieras, se apropiaron mutuamente antes de pertenecerse. Y véase aquí el caso frecuente de las seducciones: ella fue débil antes que él tuviese tiempo para ser inconstante. ¡Cuántas veces la inconstancia de los hombres es obra de la debilidad de las mujeres!

Es un fenómeno muchas veces repetido que la mujer apele, como a su única fuerza contra las veleidades del corazón del hombre, a los encantos del rostro, a los meros atractivos de la persona, cuando, en realidad, toda su fuerza consiste en las virtudes. Las alucinaciones de los sentidos son por su naturaleza pasajeras. Si el amor no es más que un apetito, el hombre no es más que una bestia.

Noemia fue débil, y Huaux, no queriendo ser menos, fue inconstante; dos debilidades, dos miserias humanas que andan por el mundo casi siempre juntas. Ella pensó que había sido engañada: ¿cuándo? ¡Cruel contradicción! En el momento mismo del desengaño. Él pensó en casarse: ¿con quién? ¡Terrible lógica! Sin duda con una mujer más fuerte o menos débil que Noemia.

Noemia en Inglaterra habría mirado las cosas por un lado más positivo; habría acudido a los tribunales, y el inconstante Huaux no hubiera tenido más remedio que pagar su seducción con unas cuantas libras esterlinas. La mujer inglesa puede levantar muy alta la frente, sean las que quieran las fragilidades de su vida, porque las indemnizaciones en metálico ponen su honra a cubierto de toda sospecha. Así, si Eva hubiera sido inglesa, es posible que Inglaterra se creyera todavía en el Paraíso.

Noemia en Francia pensó de otro modo, y desde luego creyó que el matrimonio de Huaux no se verificaría. ¿Por qué? En España no es todavía enteramente libre el seductor. Aún las leyes conservan cierto espíritu hidalgo que las obliga a amparar el honor de la mujer seducida; pero la heroína del caso que refiero se hallaba en Grandpré, y ¡quién sabe con qué títulos podía reclamar el cumplimiento de la promesa hecha por el hombre que la había engañado!

Ello es que pensó más en su venganza que en su virtud, y, lo que sucede siempre, se acordó de su inocencia después de haberla perdido. Las pasiones tienen también su literatura, y la pasión que agitaba el corazón de Noemia Lescuyer pertenecía decididamente al género romántico. La virtud le hubiera ofrecido por todo consuelo la resignación y el arrepentimiento; pero ella quería ir más allá, añadiendo el crimen a la culpa.

Huaux ignoraba, por lo visto, que en aquellos diez y ocho años llenos de belleza y de vida, no era todo fragilidad, y que, debajo de las debilidades del amor, se ocultaban todas las fierezas del odio. ¡Y qué contrastes ofrece el mundo! Ella se encontraba con el desengaño de una ingratitud; él con la muerte, que es el último desengaño de la vida. Huaux, pues, no conocía a Noemia, así como Noemia no lo había conocido antes. Se habían amado sin conocerse.

Una tarde salió el ingrato de un café que probablemente tendría costumbre de frecuentar, y, como el ratón en la boca del gato, se metió en una calle obscura y desierta, a cuyo extremo lo esperaba la víctima de su inconstancia. Noemia estaba allí como la muerte está en todas partes. La mano de la costurera sabía, por lo visto, manejar el puñal con la misma destreza que la aguja, y Huaux se vio, en un abrir y cerrar de ojos, cosido a puñaladas.

Hasta aquí el relato no ofrece ninguna circunstancia extraordinaria. Un amor, una culpa, un crimen...: éste es el orden rara vez alterado. De todas maneras, el hecho debió causar en Grandpré sensación profunda, y en algunos días es seguro que no se habló de otra cosa. Pero, ¡ya se ve!, el Tribunal de Assises de Charleville, que hasta entonces había creído que un asesinato es un crimen, se puso muy formalmente a averiguar la verdad del caso, y, una vez instruido el proceso, se encontró con que María Antonieta Noemia Lescuyer, costurera, había asesinado a Bruno Huaux, cordonero, con premeditación y alevosía, porque esta infeliz criatura tuvo la impremeditación de creer en los falsos juramentos de Huaux. A los diez y ocho años, el corazón tiene necesidad de creer en algo, y acaso la desventurada Noemia no creía en otra cosa.




ArribaAbajo- II -

El tribunal


El aspecto dramático del suceso no podía menos de conmover al público, y en la imaginación extraviada de la multitud la figura de la culpable comenzó a tomar las proporciones del heroísmo. Muy bien: pero ¿y el tribunal?... El tribunal examinó los testigos, leyó la acusación, oyó el informe fiscal y la defensa... Vio claramente que Noemia, por celos o por venganza, por amor o por odio, había asesinado a Huaux, por sorpresa, al volver una esquina, en medio de la soledad de una calle obscura; y haciendo de su capa un sayo, absolvió a la procesada y se vio coronado de aplausos por la numerosa concurrencia que había asistido a los debates, y Noemia Lescuyer fue inmediatamente sacada de la cárcel en triunfo.

Realmente, una pobre muchacha de diez y ocho años, engañada por las promesas de un hombre, es, sin duda, digna de compasión y de amparo, por más que ella misma haya sido cómplice de su seductor; pero esa misma joven de diez y ocho años, bella como Venus y rubia como el oro, que medita largo tiempo el asesinato y lo consuma con todas las circunstancias de la venganza, es, diga lo que quiera el sentimentalismo de esta época sin sentimientos, una figura repugnante. Su juventud, su belleza, su pasión misma no tiene fuerza para disculparla. No es el arrebato súbito de la pasión exaltada, es la sangre fría de un rencor calculado. No es el sentimiento del honor ofendido, porque un crimen no borra una falta; una debilidad humilla, avergüenza, pero el delito deshonra.

Mas dejemos a la multitud, siempre ansiosa de espectáculos y novedades, el honor de esa apoteosis. ¿Quién duda que la explosión de sus aplausos habrá encontrado eco en los calabozos de las cárceles y bajo los sombríos techos de los presidios? Y ante la unanimidad de semejante ovación, ¿qué hemos de hacerle? Así se verifica la unión de todos los corazones en un mismo sentimiento. Alguna vez había de llegar el caso en que las gentes honradas hicieran públicamente la causa de los criminales. Si bien se mira, el caso no es absolutamente nuevo; la política ha divinizado ya todos los crímenes: ¿por qué la sociedad ha de ser menos?

Enhorabuena; nosotros, a título de multitud, somos irresponsables. ¡Irresponsables!... Acaso llegue un día en que la maldad nos ajuste la cuenta de lo que debemos en razón de lo que le damos. Entretanto, quiero decir que hemos convenido por pura sensibilidad en que el mal tiene derechos. La escena debió ser, en efecto, conmovedora, pues se puede decir que ha conmovido hasta el último fundamento del orden social. ¡Qué espectáculo!

¿Y qué hacemos con el tribunal de Assises de Charleville? ¿Nos será lícito acusarle ante el sentimiento moral de la justicia humana, sin que se vuelvan contra nosotros las lágrimas del auditorio enternecido y los aplausos del concurso entusiasmado?... Pero no; el tribunal de Charleville, en su calidad de jurado, no ha sido más que una continuación del público, la comisión nombrada por el vulgo de todas las clases para rendir el homenaje de la absolución ante la figura simpática y encantadora del asesinato. Al condenar Pilatos al Justo, al Hijo de Dios, se lavó las manos en agua en el balcón del Pretorio delante del pueblo amotinado; el tribunal de Charleville, al absolver al asesino en la persona de Noemia Lescuyer en presencia del público enternecido, se ha lavado también las manos; pero se las ha lavado en sangre.

¿Por qué hemos de ocultarlo? El veredicto absolviendo a la culpable es, en resumen, la sentencia de muerte moral dictada contra la justicia por su mano; y establecido este principio, los tribunales no son ya más que artículos de puro lujo. Un crimen trae otro crimen: el asesinato de Huaux ha producido el suicidio del tribunal de Charleville.

No es, sin embargo, una sentencia de todo punto arbitraria, porque, en fin, ¿qué es lo que el tribunal declara? Declara sencillamente que Huaux ha sido muy bien asesinado. ¿Y qué? ¿Acaso no es cierto? Las puñaladas asestadas por la mano inocente de Noemia, ¿han podido ser más seguras, más certeras ni más profundas? ¡Qué más podía pedirse a tanta debilidad, a tanta juventud y a tanta belleza!

Aquí todo es completo: Huaux que seduce, Noemia que asesina, el jurado que absuelve y el público que aplaude enternecido. ¡Dios mío! ¡y aún hay salvajes en el Congo!






ArribaAbajoEl Banco


ArribaAbajo- I -

Los billetes


Desde el momento que pronunciamos la palabra Banco, ocurre espontáneamente la idea de tomar asiento; y en las actuales circunstancias, y tratándose del Banco de España, no deja de ser lisonjera la perspectiva de tener al menos donde sentarse, porque, sea la que quiera la urgencia con que la ruinosa prosperidad en que nos encontrarnos nos empuje a la posesión definitiva y permanente de todos los bienes de la tierra, ello es que el Banco, demasiado grave por el peso auténtico de sus crecientes ganancias, no puede seguirnos con la loca precipitación que deseamos en el camino de la riqueza universal. Tomemos, pues, las cosas como son, y en presencia del Banco de España detengámonos e imaginemos que ese es su nombre de guerra, su designación teatral, el nombre que, digámoslo así, lleva en el siglo, y cuyo sentido intimo, cuyo sentido familiar, debe ser este: Banco de la paciencia.

No hay que impacientarse, porque las cosas no salen a medida de nuestro deseo, y al fin y al cabo preciso será reconocer que una suma enorme de millones de pesetas lanzada a la circulación en la frágil forma de billetes, es, sin duda alguna, un sueño de oro, pero sueño del que hay que despertar de vez en cuando. El remedio contra semejantes eventualidades consiste en cerrar los ojos y volver a dormirse, porque no hay que darle vueltas al gran edificio del Banco de España, en razón a que, ¿cómo han de subir los billetes a las alturas mercantiles del Banco, cuando precisamente están en baja? Francamente: ¿se puede obligar a tan poderoso establecimiento a que recoja lo que por todas partes se desprecia? Cuando nadie quiere los billetes del Banco, ¿ha de ser el mismo Banco el que los tome?

Y, en realidad, si en materias fiduciarias puede haber realidad alguna, ¿qué significa la depresión que los billetes del Banco experimentan? Significa que el público no las tiene todas consigo, que teme una salida de pie de banco, que no le llega la camisa al cuerpo, y pide no sé qué fabulosas cantidades de millones que se ha empeñado en creer que son suyas. Esto es recelo, desconfianza, ultraje. ¿Y qué se pretende? Se pretende..., ¡friolera!, que el Banco, por la bella cara del público, pague a toca teja y duro sobre duro el desprecio que se hace de sus billetes. ¿Y cuándo se le quiere imponer este doble sacrificio a su dignidad y a su cartera? ¡Qué locura!... ¡Cuando sus acciones obtienen un premio de ciento noventa y cuatro por ciento!... Esto es inaudito.

Vosotros, simples tenedores de billetes, queréis que el Banco tire por la ventana el triplicado valor de sus acciones, para recoger de vuestras manos un papel que vosotros mismos despreciáis. «Es suyo», decís. ¡Suyo!... Pues bien: si es suyo, ¿cómo pretendéis que lo pague? Fijémonos bien en este punto que la cuestión ofrece. Si los billetes del Banco son del Banco, no tiene el Banco por qué pagarlos; si son vuestros, ¿por qué ha de ser el Banco el que los pague?

¡Ah! Sí; seamos razonables. Esos billetes salieron del Banco en todo su valor; tendisteis ávidamente las manos para recogerlos, y tomasteis diez por diez, ciento por ciento, mil por mil; ningún descuento os impuso la generosidad del Banco al aligerar vuestros bolsillos del incómodo peso del dinero, sustituyéndolo con la comodidad de los billetes. ¿Qué sucede ahora? Sucede que en vuestras manos esos mismos billetes han ido perdiendo, primero el uno, luego el dos, después el tres por ciento; y así, ni más ni menos, con vuestras manos limpias, como si no hubiera más que llegar y besarla durmiendo, queréis que el Banco os abone ese tres por ciento que entre vuestras mismas manos han perdido los billetes. La cantidad que cada uno de ellos representa, ahí la tenéis inalterable como la palabra del Banco, impasible como el Banco mismo, cien veces y de cien maneras repetida, indeleblemente grabada sobre el papel, como si se hubiera querido imprimir en ella un valor inmutable y eterno. ¿Qué os falta? ¡El tres por ciento! Pues bien: yo pregunto: ¿qué habéis hecho de la diferencia? ¿Pretendéis que pague el Banco lo que vosotros habéis perdido?

¡Vuestro dinero!... ¡Ah! ¡Vuestro dinero! Sí; el Banco viene a tener en metálico catorce millones de pesetas; en la Casa de la Moneda veintinueve o treinta millones en barras de oro y plata, lo cual quiere decir que el Banco no se para en barras, y sólo se ha reservado la barra de hierro con que atranca la puerta para que no entren los billetes: tiene además en cartera trescientos millones. Todo esto es activo; millones continuamente ocupados en sí mismos, sin que sea posible distraerlos de su asidua tarea. Por eso, volviendo los ojos al capital pasivo, nos encontramos con ciento siete millones en billetes, que andan buscando por esos mundos tres millones de pesetas que hace dos meses pierden casi diariamente de una mano a otra.

¡Vuestro dinero! ¡Valiente cobarde es vuestro dinero! Se esconde en el momento en que averigua que el papel pierde valor. El dinero que todo lo puede, y el papel que todo lo quiere: he ahí los dos héroes del gran poema de nuestra prosperidad. A lo menos, el papel, cuando más valor pierde, es cuando menos se esconde.

Pero bien: ¿qué hace el Banco?

Vamos a verlo.




ArribaAbajo- II -

Las acciones


Ante todo, entendámonos: en el nuevo orden de las jerarquías humanas, lo que hay que ser ya en el mundo es Banco; pero sobre ser Banco, hay todavía más: ser Banco de España. Por de pronto, no tiene rival ni semejante, en atención a que es único; posee una naturaleza realmente privilegiada, y es inviolable. ¡Ya se ve!: la prosperidad consiste en esa feliz combinación de circunstancias que se tejen alrededor de nuestros negocios. Para una araña, por ejemplo, la prosperidad es la tela en que se envuelve, y una vez tendida la red, no tiene más que cruzarse de brazos y esperar el momento oportuno. Pues bien: al Banco le sonríe la prosperidad por todas partes; todo se lo encuentra hecho, y, claro está, no hace nada.

No se crea por esto que se pasa la vida mano sobre mano.

«Divide y reinarás», ha dicho la sabiduría de las naciones; y si este principio, aplicado a la política, va siendo el fin de los reyes, merced a las luchas de los partidos, o, lo que es lo mismo, al juego de las instituciones, aplicado a los vastos negocios de la alta banca suele dar felices resultados; y he aquí que, a lo que se ve, el Banco lo aplica a dos manos, es decir, por partida doble, porque el alma de los Bancos es el dividendo. Así se ve que divide entre los accionistas respetables intereses, al mismo tiempo que divide entre los tenedores de billetes descuentos también respetables.

¿Qué más puede pedírsele?

Conviene no desconocer la naturaleza de las cosas para no perderse en el laberinto de esta sencillísima cuestión de toma y daca. Decir activo, es tanto como decir acción, y por eso el dinero, que es el capital más positivo, va naturalmente detrás de las acciones. El papel es el capital pasivo, esto es, el que padece, y por eso tiene que sufrir siempre las mutilaciones de los descuentos. Las acciones son hechos, más bien, dinero; los billetes son valores imaginarios, mejor dicho, papel. Ahora bien: diez y nueve por ciento de ganancia a las acciones, tres por ciento de descuento a los billetes. Tal es el orden equitativo que nace de la naturaleza de las cosas.

El valor de las acciones determina lo que el Banco tiene, y la suma de los billetes representa lo que el Banco debe. Muy bien; pero entre los simples mortales, el que la hace la paga, y el privilegio del Banco consiste, por lo visto, en hacer los billetes y no pagarlos. Perfectamente; el verdadero balance resulta del movimiento acompasado y opuesto de esas dos cantidades: las acciones suben y los billetes bajan.

Y, en resumen, ¿de qué se trata? Es muy sencillo. Se trata de que el Banco recoja de la circulación doscientos millones de billetes. ¿Por qué? Porque el valor de los billetes disminuye en las manos de los tenedores. Vamos a cuentas. ¿Qué puede querer el Banco? Justo es reconocerlo: querrá disminuir su deuda hasta acabar con ella.

Pues bien: o los números no son números, o, el descuento de los billetes disminuye la deuda del Banco; y ¿cómo se quiere que el Banco recoja por todo su valor nominal una deuda que ha empezado muy formalmente a extinguirse por sí misma en las manos de los tenedores?

Yo no sé cómo comprender el movimiento económico de nuestro siglo. No hace mucho tiempo que la desamortización era la fórmula substancial que contenía las inagotables fuentes de la riqueza pública, y cuantiosos bienes fueron inmediatamente arrancados del dominio de las manos muertas, y repartidos como se reparte el botín entre los vencedores.

Se declararon manos muertas las manos de la Iglesia, las manos de los pueblos y las manos de los pobres: la Iglesia, los pueblos y los pobres, precisamente lo que más vive, lo que nunca morirá entre los hombres, y se vendieron los bienes de la Iglesia, los bienes de propios y los bienes de beneficencia. En el furor de las enajenaciones, llegamos hasta la enajenación mental. Tiramos textualmente la casa por la ventana, y, justo es confesarlo, ¡la desamortización hizo correr ríos de oro!

Mas las cosas son, por lo que vemos, tan inconstantes como los hombres, y a la vuelta de pocos años nos encontramos con que detrás de la desamortización que nos salvaba de la miseria, se escondía la amortización como único recurso que puede salvarnos de la ruina. Desamortizar era entonces la palabra creadora; amortizar es hoy la palabra salvadora. ¡Qué irrisión de las cosas! Apenas acaba de ser todo desamortización, cuando es preciso consagrar grandes sumas a la angustiosa tarea de amortizar. Diríase que toda aquella riqueza de la Iglesia, de los pueblos y de los pobres, que nos apropiamos a título de manos vivas, no eran nuestras, y de la noche a la mañana, al hacer el balance de nuestra prosperidad, vemos que todo se ha convertido en deuda. Aquella pingüe testamentaría de que fuimos herederos verdaderamente forzosos, ha venido a convertirse en un concurso de acreedores.

El caso en que el Banco se encuentra ante sus billetes es el caso en que se encuentra lo que todavía nos permitimos llamar riqueza pública. Por medio de sucesivas emisiones de billetes, especie de desamortizaciones verificadas sobre las manos muertas del público, entraron en la circulación cuatrocientos millones llovidos del cielo; mas a una vuelta del dado de la fortuna, la perspectiva se desvanece y la realidad se presenta; y la realidad aquí son cuatrocientos millones en billetes que no encuentran modo de realizarse, y la palabra fúnebre, saliendo a la vez de todas las bocas de los tenedores, acomete al Banco, gritándole: amortiza, esto es, mata; más sencillamente dicho, paga.

Queremos que el Banco, que es todo salud y vida, corte la existencia de cuatrocientos millones de billetes que han nacido de sus entrañas. ¡Ah! Somos demasiado crueles. Cualquiera que sea vuestra opinión acerca del Banco, no tenéis derecho a creer que semejante ingratitud entre en el orden de sus elevadas acciones,

En verdad, sólo pretendéis que el Banco cambie, como si se tratara de un ser frívolo, inconstante, sujeto al capricho de todas las inconsecuencias. El Banco es una entidad grave, seria, formal, mesurada, que sólo se permite los menos cambios posibles.

La situación de las cosas viene a ser esta: el descuento de los billetes permanece en pie delante del Banco, y yo pregunto: ¿por qué no se sienta? Así, a lo menos, podríamos decir: queda sentado.

Voy a pronunciar acerca de este asunto mi última palabra: ¿queréis un gran consejo?... Pues bien: ahí tenéis el Consejo del Banco.






ArribaAbajoCuenta corriente


ArribaAbajo- I -

Haber


Se consideraba antes la economía como una especie de virtud; la honradez de no gastar más de lo que lícitamente se tiene, ha sido por espacio de muchos siglos el punto de vista económico de la vida de la familia. Sea la que quiera la trascendencia de este problema, se ha resuelto siempre, como en un terreno propio, entre las cuatro paredes del hogar doméstico; no había pasado de ser una cuestión casera, reducida a la sencillez de estos dos términos: «comer para vivir». Mas ha dejado de ser virtud para pasar a ser ciencia, y he aquí que se ha convertido en vicio. «Vivir para comer», este es, en realidad, el caso económico en que nos encontramos.

Definiremos para entendernos: la economía propiamente dicha es la templanza; la economía científica o moderna es la gula; la primera es el freno de todos los apetitos desordenados; la segunda es la satisfacción continua de todos los apetitos sin freno. Aquélla tenía por objeto las necesidades materiales de la vida; ésta tiene por único fin todas las disipaciones del mundo. El bien material del hombre era, digámoslo así, un saco que se llenaba fácilmente; ahora el bien material del hombre es también un saco, pero un saco roto.

Aquella economía ramplona, rutinaria, empírica, no salía del círculo estrecho de las meras necesidades de la vida; hoy es una ciencia:

Ciencia de la riqueza.

Ciencia del valor.

Ciencia de los intereses materiales.

Ciencia del cambio.

Ciencia del trabajo y de su remuneración.

Ciencia de las leyes del mundo industrial.

Ciencia de la producción, de la repartición y del consumo.

Ciencia, en fin, independiente de la moral.

Averiguado todo esto, y principalmente lo último, es indudable que estamos en las puertas mismas de Jauja, o que tenemos en nuestras manos la gallina de los huevos de oro. Y, en verdad, ¡quién nos tose con tanta ciencia!... A fuerza de investigaciones económicas hemos llegado a poseer el secreto de transformarlo todo en dinero. Los antiguos alquimistas se quemaron las cejas inútilmente, buscando en la naturaleza ocultas combinaciones que diesen por resultado oro puro, sin presumir que la pingüe novedad de ese secreto estaba reservada a nuestro siglo, y que aquello que entonces se llamó Alquimia, había de llamarse ahora Economía política.

Realmente, la prosperidad pública parecía estancada en las manos muertas de ese conjunto de deberes morales que se ha apropiado el derecho de ordenar las verdaderas relaciones del hombre con los bienes creados; principio fundamental de una economía, en la que los intereses materiales son, ante todo, un medio necesario para ir viviendo, que proscribe la codicia, impone la caridad y exige la paciencia; sistema económico que se funda sencillamente en el ejercicio de todas las virtudes, como si la virtud hubiera sido alguna vez dinero.

No era posible dejar por más tiempo a la riqueza, que todo lo puede, en manos de la moral, que todo lo quiere.

El dinero, expresión compendiosa y fórmula corriente de todos los valores, necesitaba un bolsillo más hondo, y apeló al holgado recurso de una conciencia más ancha.

¡Cuartos! ¡Cuartos! ¡Cuartos! Esa es la síntesis científica de la nueva economía...

En el orden de los descubrimientos humanos, esta ciencia ocupa el lugar que legítimamente le corresponde.

Ha nacido casi espontáneamente, en el momento mismo en que era más necesaria; ha venido a ser como una indemnización que nos compensa de los sacrificios morales que la vida del mundo moderno nos exige. Casi es un negocio lo que hemos hecho, y me atrevo a decir que un negocio redondo.

Nuestro contrato con la civilización en que vivimos consiste en un simple cambio de toma y daca. Dame degradaciones y toma placeres, véndete para ser libre, envilécete para ser dichoso; y, sea como quiera, ello es que se han abierto a la producción, a la repartición y al consumo nuevas fuentes de riqueza. No podemos negar el testimonio de nuestros sentidos, porque es patente el espectáculo universal del lujo que nos deslumbra. La superficie que se nos presenta no puede ser más brillante, ni más popular el fausto.

Vivimos como príncipes, porque aun cuando todavía no hay palacios para todos, difícilmente se encontrará un hombre que no lleve en su imaginación la realidad inmediata de un palacio. El palacio es el bello ideal de nuestros días, el objeto de las más vivas aspiraciones y el fin supremo de la vida. Más allá de esa ostentosa perspectiva que reúne todas las realidades de nuestras esperanzas, nada vemos, nada distinguimos, y, lo que es más, nada deseamos. ¡Cuán original es el contraste que ofrecemos: la democracia en las costumbres, en las ideas, en las constituciones políticas; la aristocracia en los deseos!... Es a la vez extraño y admirable el movimiento encontrado por medio del que se realiza el bienestar del género humano; conforme se extinguen las jerarquías, se aumentan los palacios; en la misma proporción en que se anulan las potestades, crecen los potentados: como si dijéramos, el palacio del duque de Abrantes pasa a ser palacio de La Correspondencia; la gloria de una estirpe se aparta para que pase el éxito de una industria: aquélla es la verdad de una historia; ésta es la mentira del día; aquélla se ha perpetuado de siglo en siglo; ésta se ha hecho cuarto a cuarto... Aquello será el honor; esto es la ganancia.

Un palacio lo tiene cualquiera: se puede decir que está al alcance de todas las fortunas, y, sobre todo, al alcance de todos los deseos. ¿Quién no lo apetece? Y aún se puede añadir: ¿Quién no lo alcanza? Sin embargo, hay gentes que todavía no han acertado a salir de las cuatro paredes de su casa; pero viene a ser lo mismo, porque el que no posee un palacio lo sueña, el que no lo tiene lo busca, y el que lo busca lo espera. ¿Por qué no? El desarrollo de la riqueza ha llegado a un punto realmente fabuloso; los hoteles caen ya por las chimeneas. ¡Soberbio absurdo! Hotel es una palabra francesa que encierra tres sentidos análogos: es al mismo tiempo la toilette, el ménu y el confort; las tres necesidades definitivas de la vida moderna; más aún: la vida misma. Sin estos tres requisitos, acaso nos sea permitido respirar, pero nos será muy difícil vivir. Desde el momento en que apareció en el mundo civilizado la figura familiar del rey ciudadano, los ciudadanos fueron realmente los reyes, y en esta combinación de majestades, todos queremos palacios; de manera que el ansia de lujo que nos devora no es solamente una necesidad apremiante de nuestra vida, ni un rasgo económico de nuestro siglo; es, a mayor abundamiento, un derecho, y no así como quiera, sino un derecho constitucional. Para conocer toda la fuerza de prosperidad que en sí encierra, basta advertir de qué modo se han multiplicado los palacios a la sombra de las constituciones. Y, ¡cosa tan natural como admirable!, cuanto más democráticas son las constituciones, mayor es el número de palacios que, digámoslo así, surgen del cieno de la tierra.

Y bien: no todos hemos conseguido la realización del sueño dorado de nuestra época; al menos, así lo parece a primera vista; mas si prescindimos de la humilde apariencia de las casas y penetramos un poco en el fondo de las cosas, veremos que el palacio, si no está en la grandeza arquitectónica de la fachada, ni en la suntuosidad de las habitaciones, está perfectamente delineado en las costumbres. Cada casa viene a ser en pequeño el plano del futuro palacio, porque el lujo palpita en el seno mismo de la pobreza: se puede omitir lo necesario; pero ¿quién se priva ya de lo superfluo? El lujo no consiste tanto en la seda que cruje, en la alfombra que ahoga los pasos, en el ébano siempre de luto, en el mármol siempre frío, en el oro amarillo como la envidia, en los diamantes duros de corazón como la soberbia. No: el verdadero lujo consiste principalmente en las disipaciones, en los desvanecimientos de los placeres, en el refinamiento de las costumbres, en los vicios. Encontraréis pobrezas, descubriréis miseria, veréis hambre; pero jamás modestia, humildad nunca; llevamos el lujo en los apetitos. En cada casa hay un palacio, lóbrego, estrecho..., bien; pero palacio: palacio doblemente lujoso, en razón a que se gasta lo que no hay y se derrocha lo que no habrá nunca. Allí se levanta también viva, urgente, implacable, la necesidad de la toilette, del ménu y del confort.

Esta opulencia se percibe claramente en los pormenores del vestido y en los adornos de la persona. Yo no acierto ya a distinguir una mujer de una señora; todas resultan cortadas por el mismo patrón, y vestidas por la misma modista, y peinadas por el mismo peluquero. La diferencia estará en el valor de las telas, pero, entretanto, todas parecen princesas más o menos destronadas: unas casi lo son, otras quieren serlo. Semejante mancomunidad de faldas y sobrefaldas, de colas y de cogidos, es como la marca del lujo que baja en ondas de encaje y sube en ondas de lana.

Pero, mientras los prodigios económicos no entregan a cada uno las llaves del hotel que le corresponde, se ha cuidado con atenta solicitud de rodear a la familia humana de todas las satisfacciones de la opulencia. Las grandes poblaciones se abren delante de nosotros, como inmensos palacios destinados a hospedar una raza de reyes, animando los impulsos del fausto particular con las espléndidas manifestaciones del fausto público.

Bien puede la miseria darse con un canto en el pecho, en señal de regocijo, porque, sean las que quieran las estrecheces de su vida y las angustias de su pobreza, no le han de faltar jardines en que entretener sus necesidades, paseos en que recrear sus pensamientos, espectáculos de puro lujo donde alimentar el afán de la riqueza.

En las aldeas apartadas de la corriente del siglo, en los campos alejados de los esplendores del mundo, encontrarán probablemente los aficionados a antigüedades, familias ignoradas, que creen vivir contentas con el pan nuestro de cada día, el trabajo diario, el sol de todas las mañanas y el sueño de todas las noches; sin más lujo que el de la tierra que florece bajo sus plantas, y el del cielo que se extiende sobre sus cabezas. Pero aquí, en medio de tanta opulencia, en el foco mismo de tanta grandeza, ¿quién puede haber que se resigne a ser pobre? Económicamente considerado el caso, ¿quién duda que este estímulo continuo que empuja a los goces materiales de la vida, no ha de despertar el ansia de la riqueza y el horror al trabajo, abriendo a la prosperidad pública esa serie de industrias con las que tantos caracteres se envilecen y tantos bolsillos se llenan? No es posible trabajar para vivir, donde todo nos sale al paso y nos grita: vivir para gozar.

Aquí, aunque sea en comandita, ello es que al fin tenemos el palacio con que soñamos. La casa podrá ser estrecha, obscura, realmente pobre; pero, ¿qué es en resumen la casa? El rincón donde nos escondemos por algunos momentos, espacios que se encuentran entre los bastidores que forman la gran decoración del mundo, escondrijos de la vida, refugio contra los acreedores siempre modestos. El palacio lo tenemos fuera de nuestras casas: en los casinos están nuestros salones, en los cafés tenemos los gabinetes en que recibimos a los amigos de más íntima confianza.

-¿Dónde vive V.?

-¿Yo? ¡Bah!... vivo donde todo el mundo... ¡Phs! De una a cinco, en el café; desde las nueve de la noche a las tres de la mañana, en el Casino.

Hay muchas gentes que no viven en otra parte las citas en los cafés, las entrevistas en los casinos, las comidas en las fondas; en las casas no se encuentra a nadie; nadie está nunca en su casa. Las casas, pues, son inútiles para los hombres; son un recuerdo tradicional de la familia, pura arqueología, y sólo se conservan como una necesidad de las calles. Tenemos la toilette en la peluquería, el ménu en Lardhy o en Fornos, el confort en el Casino; el coche le tenemos siempre a la puerta. ¡Oh prosperidad inaudita! Todos tenemos coche.

Mientras llega el momento económico en que cada uno posee un palacio particular, ¿no hemos de contentarnos con el usufructo de este palacio común en que todos habitamos? La cuenta es clara, y el haber de lujo que arroja esta primera página del libro de nuestra prosperidad no puede ser más satisfactorio: la industria hace prodigios, el comercio maravillas, el negocio milagros. Por una parte, todo es placer; por otra parte, todo es fausto.

¡Qué diferencia! Hace dos siglos todo se justipreciaba por maravedises; hoy todo se valora por millones. Podemos decir que corren delante de nuestros ojos ríos de oro. ¡Qué actividad en la producción! ¡Qué movilidad en la repartición! ¡Qué rapidez en el consumo!... Todo es dinero..., porque todo se compra y todo se vende; todo se alquila y todo se negocia.

Detengámonos aquí a contar la enorme suma de nuestras ganancias, y otro día volveremos la hoja.




ArribaAbajo- II -

Déficit


«La miseria de las clases obreras ha venido a ser la gran cuestión de la época actual, y que es a la vez inmensa y abrasadora». Así se determina a confesarlo un eminente economista. Otro, igualmente ingenuo y no menos eminente, se descuelga diciendo: «La miseria crece al par con la grandeza misma de Inglaterra. Por todas partes vemos magníficos palacios, a los que nada en el mundo puede compararse. Para amueblarlos y adornarlos se han puesto a contribución todos los climas. ¡Qué no podríamos decir de esas mullidas alfombras, de esos ricos y gruesos cortinajes, de esos suntuosos techos, de esos espléndidos trenes, en una palabra, de esos refinamientos de magnificencia a que no se había aproximado el esplendor de los tiempos antiguos! Pero mirad detrás de todo ese aparato de lujo. ¿Qué es lo que veis? Un pueblo agobiado de miseria y de dolor».

Canning, también economista, pero más sensible, se aflige ante el espectáculo que le ofrece la Gran Bretaña, donde, por una parte, ve riqueza y lujo sin límites, y, por otra, el aniquilamiento de millares de seres humanos amontonados en cuevas y en madrigueras sin sol y sin aire; y casi enjugándose las lágrimas, exclama: «La miseria, el hambre y la abyección a la vista de nuestras suntuosas viviendas y de nuestras inagotables profusiones, nos chocan más que ninguna otra miseria del mundo».

Miguel Chevalier no se muerde tampoco la lengua, y acude también a declarar como testigo en el pavoroso concurso de acreedores que se nos viene encima. «Nuestra civilización, dice, se ve obligada a hacer una triste confesión: en nuestros Estados libres, que tanto se glorían de sus progresos, hay una clase de hombres, cuya condición es víctima de la abyección, y esta clase parece que tiende a propagarse más de lo que se había visto en la mayor parte de las sociedades antiguas». Tenemos, pues, detrás de la prosperidad permanente, la pobreza crónica; detrás del lujo que crece, la escasez que aumenta. Al volver la hoja de nuestro fausto nos sale al encuentro la miseria, la doble miseria del alma y del cuerpo: abyección y hambre. Detrás del industrialismo próspero, floreciente, inagotable como jamás se ha conocido, el pauperismo sombrío, amenazador, implacable como nunca se ha visto.

En la superficie, todas las disipaciones de la opulencia, todos los egoísmos de la sensualidad, todos los faustos del placer; en una palabra: el paganismo de la riqueza. En el fondo, todas las necesidades sublevadas, todos los apetitos desencadenados, todos los vicios en combustión; lo diré de una vez: el paganismo de la pobreza.

Aquí, riqueza sin caridad; allí, pobreza sin resignación. Aquí, el capital que todo lo quiere; allí, el trabajo que todo lo pide.

Cuanto más se produce, más se necesita; lo que hay es la medida fatal de lo que falta; la miseria es más grande que el lujo, como la sombra es más grande que el cuerpo; parece que el hambre crece al ruido de los festines, y al mismo tiempo que la riqueza se suma la pobreza se multiplica.

Ved bien el extraño fenómeno que ofrece nuestra prosperidad: todos somos ricos. Muy bien; pero he aquí que nadie tiene bastante; el dinero mismo sale todos los días en busca de dinero, Toda cantidad no es, en rigor, más que la necesidad de otra. ¡Cuán triste es el destino de la riqueza! Jamás está satisfecha de sí misma.

En nuestra cuenta particular nos debemos siempre más dinero del que tenemos, de manera que estamos constantemente en déficit con nosotros mismos.

Este desnivel entre la realidad de nuestros bolsillos y las necesidades de nuestros apetitos, no es un caso íntimo que permanece oculto en el libro reservado de nuestras cuentas galanas: es, por el contrario, un hecho universal y público que se manifiesta de continuo en la producción, en la repartición y en el consumo. Sin duda alguna estamos abocados a un diluvio, en razón a que la liquidación creciente es el estado económico en que nos encontramos.

Pero, ¡bah!, la deuda es nuestra riqueza, pues por un prodigio de la ciencia que ha venido a ordenar las relaciones del hombre con los bienes materiales, resulta que aquel que más debe, es el que más tiene, en atención, sin duda, a que es el que menos pone. Así el deber ha pasado del orden moral al orden económico. Multiplicada la riqueza por las cifras imaginarias del crédito, hemos llegado a una propiedad realmente fabulosa, olímpica..., más aún, mitológica.

El tránsito de la economía propiamente dicha a la economía ciencia, consiste en haber cambiado de acreedor.

En la necesidad de deber, base de nuestra opulencia, en vez de deberle a Dios los bienes de la tierra, hemos preferido deberlos a los hombres. El negocio no es enteramente redondo, porque el pagaré firmado para la otra vida habrá al fin que pagarlo en ésta, en atención a que los hombres no esperan y la urgencia se hace cada vez más viva, más apremiante, y cada uno cree que ha llegado la hora improrrogable de tomar su asiento en el banquete del mundo. Ya se ve; la miseria hambrienta y desnuda no quiere morir sin haber vivido...

Muerto Dios en la conciencia humana, la naturaleza viene a ser una especie de testamentaría, de la que la ciencia económica se hace único albacea; y he ahí su apuro. ¿Cómo reparte los bienes de la tierra entre tantos herederos?

Bien quisiera, como el escribano del cuento, que se tirara del cordel para todos; pero la naturaleza, tan rica de suyo, no se presta fácilmente a subvenir a las necesidades del hombre, si el hombre mismo no la fecunda con el sudor de su frente; y esa especie de teología del Hombre-Dios anda a tientas buscando en las obscuridades de sus especulaciones la solución de un problema que no tiene solución.

Indudablemente, la vida actual está llena de goces y fastuosidades; el mundo, ilustrado con todos los refinamientos del placer, nos convida a la delicia continua de un festín perpetuo; pero, por más vueltas que se le dé a la espléndida mesa del banquete, siempre resulta que no hay cubiertos para todos.

La cuenta no puede ser más clara.

Lujo, mucho lujo, lujo que deslumbra.

Miseria, mucha miseria, miseria que espanta.

Manos abiertas que recogen y derrochan.

Puños cerrados que piden y amenazan.

Un mundo en el que nada es bastante.

Otro mundo en el cual todo falta.

El dinero que se cuenta, y dice: Quiero.

La fuerza que se mide, y grita: Puedo.

Entretanto, el déficit, creciendo como una inundación subterránea, ruge sordamente en las entrañas de la sociedad y agita con continuos estremecimientos la brillante superficie del mundo. La producción, lanzada de continuo a las eventualidades del azar, flota como las tempestades al capricho de los vientos, y brilla un momento como los relámpagos: apenas aparece, cuando es disipada; el fruto del trabajo lo devora el hambre de la miseria casi antes de ser producido, y los capitales, arrastrados por el ansia de la ganancia, mueren agotados poco después de haber nacido, dejando, como restos del naufragio, ruinas, desolaciones y suicidios.

Jamás la posesión de los intereses materiales, único y supremo bien de nuestros días, ha sido más instable.

La riqueza, poseída de horrible impaciencia, como si tuviera contados los días de su vida, se mueve desesperada, con la rapidez del vértigo; da vueltas como torbellino alrededor de sí misma; va y viene, entra y sale, sube y baja, y queriendo estar a la vez en todas partes, no está realmente en ninguna.

Y bien: ¿qué hacemos?... Porque es el caso que el déficit crece y se propaga lo mismo que un contagio; se sienten sus rudas palpitaciones en el oleaje amenazador de las huelgas; crujen los poderosos resortes de su organización en las asociaciones internacionalistas, y estalla el furor de sus ardientes apetitos en las explosiones de la Commune.

Ya no es la pobreza que trabaja y gime escondiendo su desnudez bajo el manto esplendoroso del lujo; es la miseria que pide goces a la opulencia; son los harapos que piden seda a la seda; es el fuego de todas las pasiones excitadas, de todos los vicios conmovidos que amenazan con el incendio de todos los faustos y con la ruina de todas las grandezas... ¡Ah!... ¡Si pudiéramos sobornarla...!

Pero bien: ¿qué hacemos?... Veamos... La ciencia tiene recursos para todo, y he aquí uno:

Aumento de salario.

¡Magnífica idea!... Fuego al fuego... agua al mar...

Sí; cantemos la misma miseria y el mismo lujo en un diapasón más alto. Aumentar el salario es aumentar el valor de todas las cosas; subir el salario es simplemente hacer más cara la pobreza.

Busquemos otro.

Impuesto forzoso sobre la riqueza en favor de la miseria.

Aquí tenemos a la caridad vuelta del revés. Esta virtud, acercándose al oído de la riqueza, le decía:

«Tanto te sobra».

Y bajaba la voz añadiendo:

«Todo lo que sobra a tus propias necesidades se lo debes a las necesidades ajenas».

Así, como quien no quiere la cosa, imponía al lujo la obligación de socorrer la miseria; y tira de aquí, y tira de allí, siempre encontraba algo que voluntariamente salía del bolsillo de los ricos para socorro de los pobres.

Perfectamente; pero la ciencia no puede tolerar esta coacción sorda, ejercida sobre la conciencia que hemos declarado libre, y dejando el deber moral como cosa perdida, y reconociendo en la miseria el poder de una institución, propone el recurso de un impuesto forzoso para mantenerla, como si dijéramos, para conservarla. Es la lista civil destinada a la real majestad de las masas. Aquí la lógica de la ciencia descubre toda su implacable ferocidad, porque, en substancia, su razonamiento es éste:

«Lujo, dice; la miseria es tu obra, a ti te toca mantenerla; ha nacido de tus entrañas, y es preciso que la alimentes con tu bolsillo».

Es la ciencia que asalta a la riqueza en la encrucijada de la miseria; no es la necesidad que suplica, es el hambre que muerde; no es la mano que espera, es la boca desencajada que enseña los dientes.

Aún queda otro recurso organizar el trabajo. Esto es, reducirlo a la esclavitud de un reglamento, someterlo a un régimen, como si fuese una enfermedad; intervenirlo, administrarlo; substraerlo de la Ley Divina, y por consiguiente inmutable, que lo impone, para entregarlo a la caprichosa inconstancia de las leyes humanas; arrancarlo del calor de la familia, que lo vivifica y lo ennoblece, para exponerlo al frío mortal de las fábricas, donde se hiela y se degrada.

¿Y cómo? ¿Dónde está el resorte prodigioso por medio del que la voluntad del hombre pueda dirigir reglamentariamente las funciones de ese gran aparato?... Equivaldría a querer dar leyes a la naturaleza.

¿No le basta ser trabajo? ¿Es preciso además que sea forzado? Queréis contener el agua en un vaso sin fondo, y sujetar el aire entre las manos.

Mas no importa; la dificultad se resuelve por sí misma: demos lujo al lujo y trabajo al trabajo. Hemos encontrado los términos propios del problema, y vamos a plantearlo. ¡Ah! El mundo es ya nuestro.

Aumento indefinido de la producción.

Aumento indefinido del lujo.

Veamos el caso claramente:

Más producción, más lujo; más lujo, más miseria.

¡Es singular!... Todas las calles de este laberinto vienen a parar siempre al mismo punto: al déficit.

Retrocedamos, y esperemos aquí la última palabra del oráculo: oíd bien la sentencia suprema de la esfinge:

Diminución del consumo.

¿Cómo?

Disminuyendo los consumidores.

Aquí sobra, por lo menos, la tercera parte del género humano, y falta un verdugo; porque la solución definitiva de la ciencia es una epidemia que nos diezme, o un terremoto que nos sepulte.

Es preciso que se mueran inmediatamente todos aquellos que no tienen sobre qué caerse muertos. Porque, ¡oh absurdo incontestable!, «somos demasiados para el banquete de la vida».

La cosa es terminante: «cuando un hombre nace en una sociedad que ya está ocupada, si la sociedad no necesita de sus brazos, en realidad está de más.

No hay cubierto para él en el festín de la naturaleza.

La naturaleza le ordena que se vaya, y no tardará en poner en ejecución por sí mismo este mandato».

Así habla la sabiduría economista. En su aritmética, le es más fácil restar hombres que restar lujo.

¡Qué ha de hacer! Ha tejido hilo a hilo un soberbio cordón de seda y oro, y semejante al Gran Turco, nos lo envía para que nos ahorquemos.

Habéis sacado el trabajo de la virtud, y está en los vicios; lo habéis arrancado de la familia, y está en el club; lo habéis arrojado de la casa, y está en la calle.

Lujo sin conciencia y pobreza sin fe, son doble miseria.

El déficit no puede ser más espantoso.






ArribaAbajoLa emoción del día


ArribaAbajo- I -

No hay que darle vueltas: las emociones fuertes son ya indispensables para que la multitud que entra de buena fe en el atropellado movimiento de la vida moderna no se muera de puro fastidio. Tenemos agotados los sentimientos, derrochadas las satisfacciones, pasados en cuenta todos los placeres, y si el repertorio de los acontecimientos pavorosos no nos proporciona nuevos espectáculos, francamente, ¿qué va a ser de nosotros? Necesitamos un terror diario que nos estremezca de pies a cabeza, o un escándalo imprevisto que nos haga desternillar de risa para poder exclamar; ¡oh!; aún vivimos. Consúmase este reactivo poderoso que nos anima, y que, si puedo decirlo así, nos vivifica, y tendremos que abandonar en manos de la muerte los caudales de sensibilidad que atesoramos. No digo yo que sea preciso enterrarnos inmediatamente; pero viviremos muertos, más aún, enterrados vivos en el sepulcro de una vida sin emociones.

Porque, ¡ya se ve!, hemos roto al fin las ligaduras del estado rudimentario; el sosiego de la casa, la paz de la familia, las tranquilas satisfacciones de los afectos tiernos... ¡Bah! Todo eso es primitivo... Pasó, como ha pasado la antigüedad. Hoy el sosiego es el fastidio, la paz es la muerte. Nos hemos despojado de las impertinencias del corazón y de las severidades del entendimiento; la belleza de las acciones y la belleza de las ideas no son ciertamente nuestro vicio dominante. ¡Belleza!... Pues, manía del arte, fausto de la verdad, esplendor del orden... ¿Y qué? Nosotros no vivimos la vida del alma, vivimos la vida de los sentidos; estamos en la plenitud del estado nervioso, y no pedimos más que sensaciones; queremos ataques de nervios, efectos plásticos que nos retuerzan, aunque no sea más que por un momento, bajo el látigo del horror o del placer; la cubeta de Mesmer: he ahí lo que pedimos. Nuestra estética es muy positiva, y, por un gracioso capricho de las cosas, conforme vamos siendo más liberales, la vamos necesitando más realista.

Muy bien: mas las novedades extraordinarias no se presentan todos los días, porque el telar de los acontecimientos enormes no teje con la actividad con que nosotros devoramos, y hay períodos de mortal aburrimiento, entreactos interminables en que nos morimos de fastidio delante del telón caído. En esos momentos, ¡qué vulgar es todo lo que nos rodea!... Nada nuevo... ¡Oh, qué vejez tan insoportable! El universo no se hunde para conmovernos, ni el mundo se desploma para animarnos. ¿Qué vamos a hacer de nuestra ociosidad y de nuestra impaciencia?... La cuestión de Oriente se despereza como un monstruo que despierta, anunciando la proximidad de terribles desastres; la Gran Puerta parece que va a abrirse para dejarnos ver el soberbio espectáculo de una guerra formidable; la muerte, la misma muerte, bajo su aspecto más horroroso, se nos acerca para devolvernos la vida, y respiramos como quien resucita... Europa se conmueve... ¡Ah, esto es algo! Conmovámonos.

Pero ¡qué desencanto! Por lo visto, la cosa estaba todavía algo verde; se le da a la diplomacia el encargo de madurarla, y adiós esperanza; la perspectiva se aleja, y aquí nos tiene V. aburridos, porque rusos y turcos no han empezado ya a despedazarse... Se nos aplaza el placer de horrorizarnos. ¡Oh, qué fastidio!

Probablemente estaríamos aún bajo la desagradable impresión de este desengaño, si doña Baldomera no hubiese tenido la feliz ocurrencia de sorprendernos con un nuevo espectáculo previsto y a la vez esperado. Espectáculo doblemente conmovedor: unos reían y otros lloraban. El asunto tenía el fabuloso interés del trescientos por ciento a toca teja, y jamás mujer alguna ha salido de su patria acompañada de más sonrisas ni de más lágrimas. ¡Admirable golpe de coquetería! Todo lo ofrece, para después negarlo todo; pone en los labios la dulce miel de una ganancia verdaderamente encantadora, y luego huye...; ¡cruel!...: se escapa de las ciegas seducciones que la rodean, llevándose las más bellas esperanzas, los más risueños cálculos, la triplicación anual de los capitales; esto es, el sueño de oro de la riqueza. El amor era el mutuo resorte de este drama tierno, y al mismo tiempo patibulario: el amor a lo ajeno. ¡Qué despedida!... Allí sí que se podía exclamar: «¡Adiós mi dinero!»

¿Y bien? En realidad, muy poca cosa: la ausencia es el olvido; pasó la emoción, y nuestros nervios, excitados por un momento, se aflojan de nuevo y volvemos a caer en el aburrimiento de la vida ordinaria. Ninguna novedad estupenda viene a sacarnos del sepulcro. Necesitamos comer bien, hablar mucho, movernos sin descanso, para persuadirnos de que vivimos. De puertas afuera, sí señor; lujo, algazara, placeres, festines, todo: de puertas adentro, nada; el silencio del vacío y la soledad de la muerte.

Mas he aquí que una mañana aparecen los carteles del teatro Español lanzando a las miradas ociosas de los transeúntes, en letras gordas, la siguiente alternativa: O locura o santidad. Realmente la elección no ofrecía grande atractivo, porque locura, ¿quién la necesita?; santidad, ¿a quién no le estorba? Sin embargo, no era difícil advertir que el cartel se sonreía maliciosamente; algo le quedaba dentro.

Conservan los carteles de los teatros la candorosa malicia de ocultar los nombres de los autores en el anuncio de la primera representación, sin duda para que el público no se deje llevar por el impulso de las simpatías personales; la justicia del éxito exige, por lo visto, que el nombre del autor sea ignorado hasta que el entusiasmo de la concurrencia lo pida a gritos desde las butacas y desde las galerías; y, ¡cosa singular!, el público, que por lo común lo ignora todo, eso lo sabe siempre.

El nombre que el cartel se obstina en ocultar rompe por sí mismo el secreto y corre de boca en boca y de oído en oído mucho antes que el cartel se decida a pronunciarlo. Es una comedia previamente convenida, en que los espectadores hacen el papel de ignorantes, y, ¡Dios mío, qué bien suelen hacerlo! O locura o santidad. El cartel no pasaba de ese sencillo anuncio; pero el público estaba en el secreto, y añadía:

-¡Echegaray!

La simple pronunciación de este nombre, justamente célebre, empezaba ya a crispar los nervios. Decir Echegaray, es lo mismo que decir éxito. Detrás de ese nombre hay casi siempre un mundo desconocido, una sociedad ignorada, unas costumbres y unos afectos enteramente originales, un género humano sui géneris, hombres y mujeres que al parecer vienen de regiones nunca exploradas, raza distinta de la que todos conocemos. Vamos, otra especie humana, sacada sin duda de algún cabo suelto del hombre prehistórico.

Delante del anuncio, el público repite el título del drama y el nombre del autor, probablemente exclamando:

«¡O locura o santidad!... ¡Echegaray!... ¡Qué demonios habrá aquí dentro!»

¡Friolera!... Hay lo que pedimos, lo que apetecemos, lo que buscamos: tempestades sin nubes rayos sin fuego..., una especie de caos, algo del vértigo, ejercicios gimnásticos ejecutados en el aire, una palanca increíble que nos levanta sin punto de apoyo, una pesadilla de la cual nos reímos después que ha pasado; hay, en fin, la emoción del día.

Y todo este trastorno de la naturaleza se verifica entre unas cuantas personas bastante insignificantes. Un tal D. Lorenzo, buen señor, casi estimable, cruelmente calumniado de sabio y sospechoso de loco desde el primer momento; Ángela, mujer del Lorenzo, que no se cree madre si su hija no tiene nietos; esta hija, Inés por más señas, criatura sentimental, que decididamente se muere si no la casan a escape; una nodriza moribunda que sale del sepulcro para ser madre de don Lorenzo, porque, capricho de la ancianidad, no quiere morirse sin tener un hijo; un médico del género aflictivo, que ni cura, ni alivia, ni consuela, tonto que hace locos; una duquesa de tres al cuarto, que, semejante a la espada de Bernardo, ni pincha ni corta, lo cual no quita que a su vez tenga un hijo, que ni pintado, porque, ¡ya se ve!, se le ha ido el santo al cielo con la hija del loco, y, quieras que no quieras, ha de llevar su gato al agua.

Estos dos amantes no se paran en pelillos; ellos andan solos por la casa, como si tal cosa, y muestran tanta prisa por casarse, que casi da vergüenza. La muchacha arde en un candil, y a título de enferma sentimental hace que su padre vaya a buscar para ella la mano del novio, como si fuese a la botica por una medicina.

En este punto el Sr. Avendaño no es excesivamente escrupuloso, y va como un cordero, porque el autor lo reserva para cosas más grandes, y esos perfiles de decoro se los hace mirar por encima del hombro. Además, si la condescendencia del padre no es muy delicada, en cambio es de todo punto inútil, en razón a que la Duquesa se anticipa a pedir la mano de la niña, que se muere sin remedio si no la casan de golpe y porrazo. De manera, que al Sr. Avendaño no hay por dónde cogerlo.

Aquí está el primer nudo del enredo, la primera malla de la red en que vamos a caer, si no precisamente conmovidos, a lo menos deslumbrados.

D. Lorenzo, a pesar de sus millones y de su biblioteca de filósofos alemanes, no pasa de ser un pobre hombre, que no ve más allá de sus narices, y que hubiera sido tan feliz como cualquier hijo de vecino, si la providencia especialísima del autor no le hubiera proporcionado la terrible desventura de tener dos madres: madres más crueles que aquellas del juicio de Salomón, pues ellas mismas se encargan de partirlo por en medio; la una desde el sepulcro, la otra con un pie en la sepultura.

La primera lo sorprendió en la cuna, y lo prohijó, dándole nombre y riquezas; mas al morir, vio claramente que aquella maternidad fingida le era ya completamente inútil, y cantó de plano, dejando al buen Lorenzo sin riquezas y sin nombre. Pero aquí de la nodriza, que era la verdadera madre. Sabe muy bien dónde le aprieta el zapato, se traga el secreto de la difunta, y Avendaño sigue siendo Avendaño, con algunos milloncejos de patrimonio para ir viviendo.

Así pasan cuarenta años como un soplo, hasta que a la nodriza se le antoja morirse..., y aquí fue Troya... Detiene a la muerte para poder dar a su hijo el último abrazo; el hijo mismo va por ella, la trae a su casa moribunda, y quieras que no quieras, a la nodriza se le va la lengua..., y carta canta... No hay duda; el papel en que la otra madre declara que Lorenzo no es su hijo, hay que tenerlo por irrecusable, y Avendaño se encuentra de repente sin madre, después de muchos años de haberla perdido. Mas se equivoca lastimosamente, porque su madre está allí, medio muerta, pero allí, porque su madre es la nodriza.

Semejante noticia no le hace maldita la gracia, y empieza a tragar saliva, porque la más vulgar honradez le dice terminantemente que aquellos millones que posee no son suyos, ni el nombre que lleva le pertenece, y no hay más remedio que devolverlos; y ya está la pelota en el tejado; porque la Duquesa ha de tentarse la ropa para consentir que su hijo se case con la nieta de una mujer públicamente deshonrada, porque la nodriza ha sido en los días de su juventud mujer de rompe y rasga; el padre no puede retener ni un momento más las riquezas que posee, ni el nombre que lleva, por la sencillísima razón de que no son suyos, y la muchacha está decidida a morirse si no la casan; pues, por lo visto, el matrimonio es el único específico indicado para la enfermedad que padece.

Este es el gran nudo de la fábula; y la crítica tendrá que convenir en que la situación que resulta es fuertemente dramática, más bien dicho, teatral. Realmente, no inspira interés una chicuela que, en último resultado, no piensa más que en casarse, ni es cosa de echar las campanas a vuelo porque un hombre que ha disfrutado por espacio de cuarenta años riquezas y nombre que no le pertenecen, llegue un momento en que honradamente tenga que devolverlos; lo último que un hombre escasamente honrado puede permitirse, es robar, por más que esté permitido. Pues bien: así y todo, la situación atrae, no conmueve, no interesa, excita; es cuestión de nervios.

¿Y cómo se ha llegado a este punto del drama? ¿Cómo?... ¡Bah!; de cualquier modo; a tropezones, a saltos, atropellando lo que estorba, trayendo y llevando las cosas por los cabellos, con verdadera franqueza, con resuelto desenfado, a punta de lanza, a sangre y fuego. Perfectamente; pero una vez ahí, el nudo está hecho y el espectador no se escapa.

¿Qué va a suceder?... Nadie lo sabe, porque la colección de personajes que tenemos delante son capaces de todo. Se mueven como autómatas, según las momentáneas necesidades del artificio, carecen de voluntad y de carácter propios; hablan por máquina, y están siempre dispuestos lo mismo para un fregado que para un barrido. ¡Qué ha de suceder! Que Lorenzo se emperra en devolver el nombre y las riquezas que no son suyos; que Ángela discute acerca de la conveniencia de semejante escándalo; que Inés sigue muriéndose si no se casa; que la Duquesa se resiste; que al médico se le ha puesto entre ceja y ceja que Lorenzo está loco, y que, por fin, la nodriza le hace la última jugarreta, quemando la única prueba con que podía atestiguar que en efecto no era hijo de su primera madre.

En este lío supremo, en que nadie tiene conciencia ni de lo que hace ni de lo que ve, Lorenzo es declarado loco, porque así lo creen todos de buena fe. Aunque la nodriza está moribunda desde el primer acto, nadie duda en el tercero de que Lorenzo la ha ahogado entre sus brazos en un rapto de locura.

El pobre hombre, que nunca dio pie con bola, pone el grito en el cielo, y cree a pies juntillas que su mujer, el médico y el género humano le han substraído la prueba, declarándolo loco furioso, para continuar disfrutando un nombre y unas riquezas que no les pertenecen. ¿Y qué hace? Reniega hasta de su estampa, y por dar gusto a los amigos y a la familia, se declara también rematadamente loco, y se deja llevar al manicomio, como si fuese la cosa más natural del mundo.

Inés es la única que duda de la locura de su padre; pero este rasgo, que pudiera enternecer, es borrado inmediatamente, porque lo deja ir, y no lo ampara con sus brazos, ni lo protege con sus gritos, ni lo defiende con sus lágrimas. Ella, dispuesta a morirse si no la casan, ve a su padre ir a Leganés, y aunque al parecer se aterra, en realidad ni siquiera se desmaya. El cuadro no puede ser ni más falso ni más terrible.

Tal es el esqueleto, el espectro del drama que hace más de veinte días aterra al público en el teatro Español. Concepción absurda, y que tal vez porque es absurda estremece. El éxito resulta coronado de convulsiones y aplausos, porque una vez dentro del desorden artístico y de la soledad moral del drama, el aturdimiento de los espectadores es inevitable, y, por lo tanto, el genio del autor indiscutible. Dada la falsedad de las situaciones, hay que reconocer que están enérgicamente sostenidas; creadas por la violencia, sólo por la violencia se sostienen.

Prodigiosa aritmética: a nadie le hubiera ocurrido que de la reunión de ceros que componen la totalidad de los personajes, resultara la suma de horror, pasajero sin duda, pero horror al fin, que el público recoge todas las noches. El espectador penetra en la aridez del drama, busca inútilmente una sombra donde reposar, y siente el mareo del desierto. Todos son cómplices, y ninguno es culpable. Verdadera novedad rígida, antipática, cataléptica, sin detalles, sin matices, sin claroscuro, especie de cadáver que agita sus huesos descarnados, merced al artificio de situaciones formidables.

En cuanto a su pensamiento, ocurre preguntar: ¿tiene alguno? Alguien cree que sí; yo lo dudo, y conviene averiguarlo.




ArribaAbajo- II -

Sí: el público es el gran tirano, que, a título de multitud y por derecho de mayoría, se ha adjudicado la facultad de resolver definitivamente acerca del valor de las obras de arte, especialmente de las obras dramáticas, y no hay manera de disputarle el ejercicio de esta prerrogativa, porque al fin él es quien paga. Su concurso es absolutamente necesario para el éxito, y su dinero el testimonio más fehaciente del mérito que se somete a su fallo. Siempre habrá sucedido lo mismo; pero en la actualidad el espíritu mercantil que nos anima, por la propensión inevitable de su misma naturaleza, todo lo convierte en mercancías. Si bien se mira, la crítica definitiva, después de dar muchas vueltas por el mundo, ha venido a caer en manos de los revendedores de billetes.

Ciertamente, los efectos dramáticos se cotizan en las puertas de los teatros, como los efectos públicos en la Bolsa, y, más dichosos los billetes de las funciones teatrales que los billetes del Banco, obtienen considerables primas en vez de ruinosos descuentos. No pretendo yo aquí dar más importancia mercantil al negocio del teatro Español que a los negocios del Banco de España, porque no es ese mi propósito, ni además sería justo.

Se cambian los billetes del Banco con pérdida ya crónica del dos por ciento, y alcanzan los billetes de los teatros una ganancia respetable, cierto; pero, en cambio, las acciones dramáticas se arrastran por el suelo y las acciones del Banco están por las nubes. ¿Qué más cambio se quiere? Váyase, pues, lo uno por lo otro.

Merced a esta especulación, llamémosla así, artística, el público adquiere su aptitud de juez mediante el valor del asiento que ha de ocupar en el espectáculo. Y no se puede decir que tira el dinero por la ventana, aunque tome los billetes en la taquilla, porque si siempre compra su derecho, muchas veces es el arte quien lo paga.

De cualquier modo que ello sea, a cierta distancia, el público parece un monstruo de cien bocas, dispuesto a tragarse medio mundo; mas, mirándole de cerca, se desvanece el rigor de la perspectiva, y el monstruo se convierte en un ser, siempre informe, pero bastante manejable; es una suma de hombres que da por resultado un niño. Un niño aturdido, revoltoso, impresionable, dispuesto de la misma manera a llorar que a reír: quiere que lo diviertan, que lo entretengan, que lo conmuevan, que lo aterren, que lo asusten, sea como quiera. Verdadero niño, su puerilidad no es demasiado exigente; se contenta con que jueguen con él.

Por lo común, no ve más que la superficie de las cosas que se le ponen delante; el fondo de su naturaleza es la inconstancia. Se le lleva y se le trae fácilmente, en razón a que siempre anda a tientas.

Para un autor dramático no es el público una dificultad invencible. No hace mucho tiempo perteneció a Olona; hoy pertenece a Echegaray. El arte ya es otra cosa: pide más de lo que comúnmente puede dársele, y en cambio sólo ofrece la inmortalidad. ¡Verdadera irrisión! ¡La inmortalidad después de muertos, cuando realmente de lo que se trata es de ir viviendo de la mejor manera posible!

Para el público, los títulos de las obras dramáticas que por primera vez se le anuncian son enigmas que excitan su curiosidad, que, no obstante, nunca se mete en la tarea de descifrarlos... ¿Y a qué tomarse ese trabajo?... Después de todo, esa es cuenta del autor.

Parece que el pensamiento artístico o moral de la obra ha de estar de algún modo contenido en el nombre que lleva, mas hay ocasiones en que el autor se encuentra comprometido entre la promesa del título y la dificultad de realizarla, y entonces apela a su crédito, y, como Alejandro, corta el nudo que no sabe desatar; o, más sencillamente dicho, apela a la bondadosa condescendencia del público, y resuelve el caso saliendo por los cerros de Úbeda.

¡O locura o santidad!... La cosa es más fuerte de lo que parece a primera vista. La simple enunciación de esos dos términos contrapuestos suscita, ante todo, un pensamiento antiguo, exacto, hermoso y profundo; a saber: que en esta vida fugitiva, llena de angustias y dolores, el que no es santo es loco.

Cualquiera, poco iniciado en las serias dificultades que la impiedad filosófica opone a la belleza artística de las concepciones dramáticas, creerá que, una vez descubierta la grandeza del pensamiento, el genio del arte no tiene que hacer más que coser y cantar. Mas es el caso que no cuenta con la huéspeda, y la huéspeda es aquí la repugnancia instintiva y sistemática del error hacia la verdad. Bueno fuera que un sabio científicamente impío malgastara el don de su talento en dar vida a un pensamiento cristiano, más aún, ultramontano:


«¿Qué hago, en qué me ocupo, en qué me encanto?...
Loco debo de ser, pues no soy santo».

Negar a Dios en eso que se ha convenido en llamar ciencia, y confesarlo en el arte, sería un escándalo filosófico ante el que, si es permitido decirlo así, se harían cruces todas las sectas de la incredulidad. Ninguna razón, ningún indicio nos podían hacer sospechar que la sabiduría de Echegaray incurriera en semejante contradicción.

Antes que autor dramático ha sido sabio, y no había de sacrificar con horrenda ingratitud los errores de la ciencia a las bellezas del arte, las infancias de su entendimiento a lo que, salvas todas las consideraciones debidas, me atrevo a llamar ignorancia de su ingenio. ¿Y cómo? Cualquiera que sea la audacia de su instinto dramático, ¿se había de atrever a convertir de una mano a otra el paraíso de la vida moderna, lleno de vicios, de sensualidades y de degradaciones, en una jaula de locos? ¿Qué diría la ciencia? ¡Loco o santo! ¿Acaso no hay más alternativa para el hombre actual sobre esta tierra que nos hemos adjudicado en perpetuo usufructo? ¡Bah! Nada más lejos del drama escéptico que aún celebramos, que la severa majestad de ese luminoso pensamiento que el espíritu humano le debe al espíritu católico.

Bueno; desechemos esa idea, porque al fin es demasiado triste para un público tan habitualmente irreflexivo y alegre. Habría cierta crueldad en arrancarle por un golpe de genio el juicio de que tan pocas veces dispone, y que tanta falta le hace. No se trata de eso: se trata de darle al mundo una lección severa y provechosa. El caso no es nuevo, y en la vida real se encuentra repetido con bastante frecuencia. Vamos a verlo.

Convengamos, ante todo, en que el heroísmo de las virtudes cristianas es la santidad propiamente dicha, la única, la verdadera santidad que conocemos. Sin Fe, sin Esperanza y sin Caridad no hay santos; en una palabra: sin Dios no hay santidad posible.

Corriente; pero el mundo, y sobre todo el mundo moderno, no tiene la mejor idea de sí mismo; y eso de virtudes heroicas, hoy día de la fecha, es cosa que no le pasa de los dientes adentro... ¡Un santo en el siglo XIX!... No lo creerá si lo empluman.

Y, ¡qué diablura!..., alguna vez se le presenta el caso patente de virtudes para él increíbles..., y se guiña el ojo a sí mismo, con inocente malicia, porque, tan perspicaz como los elefantes de Plinio, siente crecer la hierba.-¡Santo!... (exclama). ¡Oh!..., no; ese hombre está loco.

Y con su natural desenfado, toma la santidad por locura, y se queda tan fresco.

Aquí el autor dramático de verdadero genio, por ejemplo, Calderón o Lope en el Siglo de Oro, Ayala o Tamayo en el siglo presente, recoge esta observación desconsoladora, la desenvuelve dentro de los términos legítimos del arte, la enriquece con las galas propias de una literatura noble, y la presenta en el teatro, diciéndole sencillamente al respetable público:-Amigo mío: mírate en ese espejo; mírate bien, porque tú eres el loco.

Sí, señor; la cosa es clara como la luz del día; pero hay que andarse con tiento; no se pueden atropellar ciertas consideraciones...

Ante todo, es preciso mantener el espíritu de incredulidad que forma el alma de nuestro tiempo. Hacer creer en el heroísmo de las virtudes cristianas, hacer creer en la santidad, es hacer creer en la divina gracia, es hacer creer en Dios, y entonces se apagó la tenebrosa luz de nuestra ciencia. Es preciso que el mundo, que tan bien nos sirve en la propagación de los errores con su perpetua locura, no caiga en la cuenta de su engaño. No lo hemos enloquecido con todas las disipaciones de la vida para devolverle el juicio de la noche a la mañana por la satisfacción artística de un capricho dramático. En su locura está nuestra fuerza.

Y, por otra parte, ¿hay corazón bastante duro para congregar a un público inagotable, reunirlo en los palcos, en las butacas y en las galerías de un teatro, colección casual de gentes, que con manos generosas, más aún, con manos rotas, prodiga lo mismo su dinero que sus aplausos, para enviarlo desde allí a los encierros de Leganés? ¿Se le ha de negar el juicio cuando es precisamente el juicio el que se le pide? Además, no sería fácil conseguirlo, porque algo menos infeliz que D. Lorenzo Avendaño, se defendería por instinto de los horrores del manicomio.

Ninguno de estos dos pensamientos propios, que espontáneamente brotan del título O locura o santidad, aparecen en el drama, ni asoman en ninguna de las encrucijadas en que la acción de la fábula no se teje, sino se enreda. ¿Cuál es entonces el pensamiento artístico, moral o filosófico de la obra que todavía proporciona grandes entradas al teatro Español? Ninguno. No hay pensamiento artístico, porque la obra carece de literatura y de arte; no hay pensamiento moral, porque es monstruosamente escéptica, y la impiedad sistemática, y, digámoslo así, científica, se respira en ella desde el momento en que el telón se levanta; no hay pensamiento filosófico, porque desde luego se advierte total desconocimiento del corazón humano; se desconoce al hombre y se ignora a Dios. Es una sucesión de escenas embastadas a punto largo para producir efectos determinados, no de belleza, sino de repugnancia. Es un drama sin Providencia, y por consiguiente sin justicia.

Avendaño no es santo, porque, ¿dónde está su Fe? ¿Dónde está su Esperanza? ¿Dónde está su Caridad? Quiere ser honrado, y no sabe serlo. Ultraja a Dios, desespera del cielo y de la tierra, maldice a su familia y a sus amigos. No es loco: pertenece a la gran familia de los sabios, que por lo visto se consideran dispensados de toda especie de entendimiento. Más aún: pues, según confiesa candorosamente el autor por boca de Ángela, está embrutecido por la ciencia, por la ciencia de la incredulidad. Su última palabra pretende ser una blasfemia. Semejante virtud es monstruosa, y jamás ha sido conocida en el mundo: es una honradez de brocha gorda, de pura perspectiva, como los bastidores y los telones del teatro.

Si Avendaño no es santo ni loco, ¿qué hacemos entonces con el título?... ¿Dónde está el pensamiento del drama? En el cartel, solamente en las grandes letras del cartel, se promete y se presume; pero fuera de ahí, no se le encuentra en ninguna parte. Es decir, que el pensamiento se queda en la calle como cosa perdida. Y entre paréntesis: ¡qué familia! Es preciso que Avendaño aparezca loco para que ella sea dichosa.

Y bien: fuera de la materialidad del éxito, ¿qué se ha propuesto el autor al lanzar a la escena ese pedazo de carne cruda, que, según dicen los más aferrados, es la obra maestra de su ingenio?... Poca cosa: se ha propuesto hacernos creer que la idea de Dios es completamente inútil en el mundo moral...; que un hombre puede ser honrado, y bueno y santo, sin más Dios, sin más religión y sin más conciencia que las estrambóticas impiedades de la filosofía que llamamos moderna, o lo que es lo mismo: que al mediodía es de noche, que lo negro es blanco, que el dublé es oro, que los reyes liberales son eternos, que la tierra es el cielo, que tres y dos no son cinco. Y he aquí que el asunto se le vuelve del revés en sus propias manos, y la perspicacia menos penetrante descubre al fin en el drama todo lo contrario; esto es, que no hay verdadera conciencia sin la Fe, ni verdadera honradez sin la Esperanza, ni verdadera virtud sin la Caridad; que no hay verdadera moral sin Dios. La desesperación de Avendaño es la silba del autor. ¡Oh, y qué gran justicia! ¡Al pretender burlarse de la Providencia, se ríe del autor su propia obra!

¿Y es esto lo que el público aplaude? No: el público no ve eso; está sorprendido con la estupenda novedad del caso. Le han dicho que los bueyes vuelan, ha dado su dinero para creerlo, y lo cree y aplaude. ¿Qué ha de hacer? Establecido el éxito desde la primera noche, el público es así: sigue la corriente. Se le presenta un drama en el que, bien a derechas, no se sabe lo que pasa; se admira, no quiere ser menos, y aplaude también, sin saber lo que se hace.

Sin literatura que deleite, sin arte que recree, sin pensamiento que instruya, sin moral que consuele, ¿qué es entonces esta obra que tanto ruido mete en cafés, en salones y en gacetillas de periódicos?

Es... un género.

¿Género qué?

Género deplorable.

¿Un modo?

No, una moda.

Si hemos de dar crédito al estrépito de los aplausos, al entusiasmo de los amigos y a las ganancias de los revendedores de billetes, tendremos que decir que ha aparecido en la escena la obra maestra del teatro contemporáneo. Hoy, bien, si se empeñan en ello los admiradores del momento. ¿Y mañana?... Mañana todo habrá desaparecido, porque se trata de un cadáver que el olvido enterrará para siempre.

Obra sin bondad, sin verdad y sin belleza, no tiene recuerdo alguno que dejar en la memoria. Pasada la agitación del primer asombro, ¿quién se tomará el trabajo de escarbar en la sepultura para que el muerto resucite? Ni la impiedad misma podrá recordar con gusto el sabor de la última blasfemia, porque si es visible que el autor ha querido decirla, es igualmente cierto que no ha sabido expresarla.

En cuanto al autor, consignémoslo con pena, no es literato, ni es artista; es, sí, artífice. Comprendemos muy bien que la construcción de su obra tenga todavía con la boca abierta a muchos ingenieros, porque hay en ella algo del atrevimiento de los puentes colgantes; algo de la audacia subterránea de los túneles; viene a ser un camino trazado a campo traviesa, cuya ejecución ha exigido dolorosas expropiaciones en los terrenos propios del sentido común y del arte: expropiaciones forzosas, no ciertamente por causa de utilidad pública.

¡Ah, Sr. Echegaray!... ¡Qué celebridad tan triste! ¡Qué talento tan mal empleado!...






ArribaAbajoLos suicidios


ArribaAbajo- I -

¿Quién es M. Lefebvre?

Es un hombre audaz, un médico importuno, un sabio temerario, que ha tenido la ocurrencia de inquirir y la impertinencia de advertirnos que..., indignémonos..., que la civilización moderna es una enfermedad, mejor dicho, que todo lo que constituye hoy nuestra gran vida no es más que nuestra muerte.

Hay muchos hombres, ¡insensatos!, empeñados en detener los delirios de la razón soberana en nombre de la ciencia y de la fe; hay también quien ha levantado su voz contra los extravíos del lujo en nombre de la honestidad y de la virtud; pero faltaba, por lo visto, quien pretendiera detener la corriente impetuosa de la vida moderna en nombre de la vida misma.

He aquí un loco que ha decidido matarnos so pretexto de que estamos muertos.

Tal es M. Lefebvre.

Aquí tenemos al hombre que, sepultando la mirada en la lobreguez de las miserias humanas, ha sacado a la luz del mundo, de la obscuridad de los hospitales, esta sentencia terrible y a la vez absurda:

Él dice: «El espíritu que anima a la sociedad moderna es un espíritu mortal».

O, lo que es lo mismo:

La muerte está en el alma.

Para llegar al término cruel de esta averiguación perfectamente oculta en las profundidades de nuestra inmensa felicidad, M. Lefebvre se ha servido de un procedimiento bien extraño.

Recusando el juicio de los hombres que al parecer no han perdido todavía la razón, y desatendiéndose del testimonio fehaciente de los vivos, ha apelado a la formalidad de los que están rematadamente locos y al testimonio de los que están completamente muertos.

Contra los cuerdos presenta a los locos, contra los vivos invoca el testimonio de los muertos, y levanta contra la lisonjera flexibilidad de las palabras la acusación aterradora y auténtica de los números.-¡Qué atrocidad!...

M. Lefebvre, con cruel sabiduría, viene a sorprendernos en medio de nuestra viva felicidad con la mortal advertencia de que somos los seres más desdichados de la tierra.

La voz sepulcral de sus números debe resonar en nuestros oídos, como resuena en los oídos de los enemigos de Lucrecia Borgia el canto fúnebre que, en medio de la alegría del festín, les anuncia que todos están irremisiblemente envenenados.

M. Lefebvre observa con triste mirada que la enajenación mental progresa en nuestros días con proporciones alarmantes, y que el suicidio, que no quiere ser menos que la locura, le disputa a ésta con obstinado empeño el dominio de los hombres.

No ha ido M. Lefebvre a buscar los datos seguros de su estadística en los pueblos salvajes de África, ni ha pretendido encontrarlos en las vastas regiones de la India, donde ya la culta Inglaterra ha introducido a cañonazos la suprema felicidad del opio civilizador.

M. Lefebvre es, digámoslo así, más modesto en sus estudios, su mirada, cruelmente investigadora, no ha querido pasar de París y de Londres; ni siquiera la ha fijado un momento en Madrid, como si por un error geográfico, que muchos críticos no le perdonarán, creyera que España no pertenece aún a esa Europa modernamente civilizada.-¡Cómo se engañan los sabios!...

El progreso de la locura se ofrece al estudio de M. Lefebvre en esta forma estadística:

En 1836 la Francia contaba un demente por cada 3,024 habitantes, y en 1851 había llegado ya a contar uno por cada 1,676.

Es decir, que en quince años se ha duplicado en Francia el número de los rematadamente locos.

En 1783 se consumaban en Francia 150 suicidios anuales; pero ya en 1865 la suma de los suicidios anuales llegaba a 4,000.

Aquí, M. Lefebvre, aterrado, debió exclamar:

¡Veintiséis veces más!... ¡Qué progreso!

No se señala en los datos que tengo a la vista el número de locos que en esa estadística creciente corresponde a la Gran Bretaña, sin duda porque no le ha parecido natural a M. Lefebvre que se entreguen a los delirios de la locura los hombres más juiciosos del mundo.

O quizá, en su calidad de francés, ha sentido las respetables sugestiones del espíritu nacional, ocultando que Inglaterra puede competir con Francia en el desarrollo progresivo de la demencia.

No hay inconveniente en dejar al lector en libertad de creer que los locos escasean en un pueblo donde todo marcha con la precisa regularidad de un cronómetro y donde está prevista la nulidad de los contratos hechos después de comer, en atención a que, según parece, es bastante general entre los ingleses la costumbre de almorzar fuerte.

Mas, sea de esto lo que quiera, el caso es que M. Lefebvre guarda silencio acerca de este punto, pero se ve obligado a reconocer la superioridad de Inglaterra acerca del otro punto.

Confiesa que en la Gran Bretaña el suicidio aumenta, esto es, progresa en proporciones considerables, y no necesita salir de Londres para averiguar que en aquella ciudad, centro de la civilización moderna, sale la cuenta a más de tres mil suicidios por año.

A esta altura nos encontramos.

Permítaseme que aumente aquí los datos de M. Lefebvre con uno que acabo de recoger en los periódicos y que viene como una justísima reclamación, en que la nueva América pide la parte que de derecho le corresponde en el progreso moral que reparte por el mundo la Europa civilizada, esto es, la Europa moderna.

Los periódicos de Nueva York consignan veintisiete casos de suicidio premeditado en el transcurso de una sola semana; de manera que, repartida la cantidad conocida, tocan a cuatro suicidios por día.

Entre estos suicidios hay uno característico, que merece particular mención.

Para el yanki la vida no es más que un bolsillo de piel o una bolsa de cuero que hay que llenar con una cantidad mayor o menor de pesos fuertes, según la capacidad de cada uno.

Pues bien: he aquí un yanki que debía ser un saco de cuero completamente vacío, y, lo que es natural, quiso llenarse pronto y bien, y aquel hombre, digámoslo así, que no creía más que en el dinero, creyó en una fortunatalles, esto es, en una gitana; más claro: en una bruja que le ofreció el premio gordo de la lotería.

Pero los números, que por una rivalidad bien excusable suelen burlarse a menudo de las palabras, sus eternos rivales, dejaron esta vez burladas las promesas de la bruja, y el premio gordo cayó en otro yanki, es decir, en otro bolsillo.

No sé qué género de pensamientos pueden cruzarse por la capacidad vacía de un saco que no se llena; pero en el caso presente el yanki debió pensar que el saco de su vida le era inútil, y rompió el saco.

Hay una especie de locura que no se sabe a punto cierto si existía hace cien años; pero que M. Lefebvre ha averiguado de positivo que en la actualidad hace millares de víctimas, lo que induce a creer, o a lo menos a sospechar, que es una enfermedad moderna, o, lo que es lo mismo, un adelanto del siglo.

Esta locura ofrece a la consideración de la ciencia caracteres muy singulares, y se conoce con el nombre de locura paralítica, porque se manifiesta por medio de parálisis parciales, y en especial de la lengua.

Y aquí digo yo: ¿cómo es posible que haya salido de las entrañas de nuestra civilización una enfermedad que especialmente se dirige a matar la palabra en la misma boca del hombre moderno?

Es verdad que esa enajenación absurda se muestra casi siempre con ilusiones de poderío, de grandeza y de fortuna, y en ese caso bien podemos admitir con orgullo la gloria de una enfermedad que, al fin y al cabo, convierte al loco en poderoso y en feliz al suicida.

¿Qué importa que no lo sea, si él cree que lo es o que puede serlo?

So pretexto de librarnos de esta enfermedad que acaba con la razón y con la vida, M. Lefebvre intenta arrancarnos los goces más propios y más característicos de la vida moderna.

Sólo nos permite vivir si nos despojamos de la vida que vivimos. Consiente que vivamos, pero ha de ser muriendo, con la demencia por realidad y el suicidio por término.

Este médico austero, sombrío, implacable, a título de una estadística inexorable, quiere hacernos creer que existe en las entrañas de la civilización que nos vivifica un gusano infatigable que roe nuestra vida, la vida del alma.

Ese gusano oculto, íntimo, dice que es el sensualismo.

Claro está; M. Lefebvre, por salvarnos de la locura y del suicidio, pretende nada menos que arrancarnos la vida.

Quiere que nuestra razón no sea libre hasta el punto de extraviarse; quiere que despreciemos los goces materiales de tal manera, que no nos desespere la imposibilidad de satisfacer los más fantásticos de nuestros apetitos, los más cultos de nuestros imposibles deseos.

M. Lefebvre quiere matarnos para que podamos ir viviendo. El absurdo no puede ser más estupendo.

Nos pide, en cambio de una salud que, después de todo, no alargará nuestra vida más allá de la muerte, el libertinaje de nuestra razón y la satisfacción continua de nuestros más vivos placeres.

¡Oh! Quiere que nos enterremos vivos.

¿Habremos de entregarle esta inmensidad de deleites en que nos agitamos, por unos cuantos días de vida pobre, obscura, modesta y sana?

Véase bien lo mucho que nos pide en cambio de lo poco que nos da.

Nos da la razón, esto es, lo que nosotros perdemos, lo que nosotros damos en cambio de cualquiera pasión fugitiva o de cualquier vicio no satisfecho.

Nos da la vida, esto es, lo que nosotros entregamos a la muerte por un puñado de oro perdido, por cualquier cálculo fracasado, por vanidad o por soberbia, por las miserias más comunes.

M. Lefebvre nos propone un negocio que no podemos aceptar.

Nosotros perderemos la razón, perderemos la vida; pero, ¡ah!, M. Lefebvre pierde el tiempo.

Sus números no valen más que nuestras palabras.




ArribaAbajo- II -

Los rasgos particularísimos dan al carácter de nuestra época cierto aspecto de originalidad indisputable: rasgos opuestos que se contradicen, que pugnan entre sí, y que, no obstante, se buscan, se enlazan y se completan como si no fuesen más que dos partes de un mismo todo: el anverso y el reverso de una misma medalla; la cara y la cruz de la misma moneda.

Decididamente, hemos alcanzado los mejores tiempos del mundo: todo cuanto nos rodea nos sonríe, y la ciencia y el arte, el comercio y la industria, se desviven por llenar de delicias el frágil vaso de nuestra vida. Claro está que no hemos de alcanzar la continua satisfacción de nuestros deseos sólo con tender la mano; el hospedaje es magnífico, y por lo mismo caro; porque una vida cara supone una gran vida, y una vez decididos a dar una vuelta por el mundo, hay que vivir a peso de oro. Aún se dice que la tierra es un valle de lágrimas; y si la vida nos cuesta en ella un ojo de la cara, he ahí precisamente por qué nosotros somos los que llevamos la ventaja de no poder llorar más que con un ojo.

El afán de vivir se descubre inmediatamente que fijamos la vista en la superficie de la animada sociedad que formamos; pero si descubrimos un poco el fondo de esa misma vida, encontramos debajo del afán de vivir la manía de matarse, porque la felicidad y el suicidio andan por el mundo cogidos de las manos, más bien, codo con codo, como dos compañeros inseparables. No sé qué especie de cadena los une entre sí, ni qué género de grillete los ata a la larga cuerda de la vida moderna.

Ello es que, en medio de la algazara en que habitualmente vivimos y del tumulto con que nos animamos, raro es el día que no nos salpica el rostro la sangre de algún suicida. Y, ¡cosa bastante singular!, salen al paso de nuestras esperanzas, y se tienden delante de nuestra alegría, los cadáveres de aquellos que, por pura desesperación, conciben y realizan el propósito de quitarse de en medio. Pudiera decirse que la muerte misma, bajo su aspecto más horroroso, deslumbrada por los encantos de la vida, acude también a echar su tremenda carcajada en la loca embriaguez del común regocijo.

El que se muere, al fin y al cabo, no hace más que cerrar involuntariamente los ojos para no volver a abrirlos, so pretexto de esa última enfermedad, siempre incurable.

Es cosa muy triste esto de tener los días contados; pero si por casualidad nos coge de humor, y el muerto ha dado algo que decir en el mundo, nos apoderamos buenamente de su celebridad, paseamos pomposamente sus despojos mortales por los sitios más públicos, haciendo de un entierro una fiesta. Quiere decir que la vida a su vez acude a reírse de la muerte en las barbas mismas de la eternidad. El cadáver se queda en el cementerio, y el mundo, agotado el momentáneo recreo de su pomposo dolor, le vuelve la espalda a la sepultura para no volverse a acordar más de ella.

Hay días tan tristes, mejor dicho, tan insulsos, que el mundo se moriría de fastidio si la muerte no acudiera a ofrecerle la novedad de algún entierro extraordinario.

Muy bien: mientras los adelantos del siglo no nos aseguren la salud permanente y la vida perpetua, subsistirá la añeja preocupación de morirse. Entretanto, dejemos a la vejez y a las enfermedades el monopolio interino de la vida. Pero ¿qué especie de decrepitud o qué clase de enfermedad es la del suicidio? ¿Qué género de muerte es ésta que nos acomete con nuestras propias manos en el momento en que el mundo nos deslumbra con sus más seductores atractivos? ¡Matarse cuando la vida es todo! ¡Aniquilarse cuando a todos nos ciega el empeño de ser algo en el mundo, y, Dios mío, cuando tan fácil es serlo!...

En rigor, no se trata de una enfermedad; se trata de una epidemia, porque el suicidio ofrece ya todo el aspecto de un contagio; los casos se multiplican en manos de la muerte en la misma proporción que los goces se multiplican en manos de la vida... Hay aquí una lucha formidable trabada entre la vida y la muerte; por cada placer que el mundo arroja a la hambrienta voracidad de la vida, la muerte descubre a nuestros ojos por todas partes el continuo espectáculo de nuevos suicidios.

Podemos estar orgullosos de la grandeza de nuestras obras monumentales; no he de ser yo el que dispute al mundo moderno el honor casero de admirarse a sí propio; pero es el caso que apenas levantamos en las alturas del aire los arcos prodigiosos de un puente increíble, apenas tendemos sobre la tierra los raíles de un camino de hierro, apenas abrimos al recreo público las risueñas calles de un jardín maravilloso o la tranquila profundidad de un estanque apacible, cuando la muda presencia de un cadáver nos dice que por allí acaba de pasar la muerte. El suicida busca los lugares de nuestras ostentaciones, de nuestras grandezas y de nuestras delicias, para dejarnos allí la horrible herencia de sus restos mortales. El suicidio es ya una cuestión de policía urbana.

Bueno que la gente se muera, porque al fin, llegado el momento, cada uno se esconde en el último rincón de su casa, y allí, digámoslo así, a sorbo callado, lucha con los últimos momentos de la vida, y, semejante a la luz de una lámpara, se consume y se extingue. Hay, sí, un duelo que no sale de las cuatro paredes de la casa y un luto que no va más allá del estrecho círculo de la familia; lágrimas, por lo común, solitarias, que acaban al fin por enjugarse; lutos que se esconden, y, más tarde o más temprano, se desvanecen como sombras que la luz del mundo disipa. Mas estos homenajes fúnebres, tributados a la muerte en la intimidad de la casa y de la familia, debemos tomarlos como triunfos de la vida, porque el morirse no sería tan triste si el genio de la sociedad moderna no hubiera hecho la vida tan amable.

Y he aquí la contradicción que nos asalta: la vida tan amable y el suicidio tan frecuente; al lado de todas las satisfacciones de la tierra, todas las desesperaciones de la vida. Si me es permitido unir dos términos opuestos para expresar completamente la confusión moral en que nos hallamos, diré que hemos llegado a esa plenitud de bienestar, en la que nos ahoga la angustia de la felicidad. El fastidio es entre los ingleses la causa, por lo común, determinante del suicidio. Allí donde la posesión de los bienes materiales constituye el bello ideal de la vida humana, basta que un lord se encuentre dueño de una fortuna fabulosa en libras esterlinas, para que inmediatamente busque la manera más original de poner fin a su existencia. Spleen es una palabra enteramente inglesa, en cuyo fondo todo inglés excesivamente dichoso encuentra una cuerda con que ahorcarse. ¡Ya se ve!: en este país clásico de la filantropía y del cálculo, hay en el suicidio reflexión y humanidad. Después que se han agotado todos los placeres de la vida, ¿qué le queda ya que hacer a un inglés sobre la tierra? Y si realmente sobra del número de los vivos, ¡cuán humanitario no es dejar a otro su puesto en el mundo!

Nosotros no hemos llegado todavía a ese suicidio juicioso, formal, grave y hasta sesudo. Los suicidas aquí no se matan por fastidio de la vida, sino por afán de vivir. Se juegan la vida a la vida, y he ahí que la pierden.

La civilización nos convida a un festín perpetuo, y si no nos abren pronto las puertas del banquete, nos arrancamos la vida en los umbrales mismos de la dicha.

Todas las precauciones adoptadas en el viaducto de la calle de Segovia para impedir la frecuencia de los suicidios, no son solamente inútiles, sino que, además, se oponen a la corriente natural del siglo. Parece que el suicida se complace en señalar con el paso de su cadáver los lugares en que más ostentación hacemos de nuestro orgullo, y hay que confesar que está en su derecho. Es un testimonio de prosperidad, ya no hay quien no tenga sobre qué caerse muerto.

El Canal estaba demasiado lejos de Madrid; podría creerse que el suicida, al buscar la muerte, huía del mundo como si quisiera esconderse antes de matarse; y como si quisiera ocultar su crimen a los ojos de los hombres, se sepultaba antes de morir. Ya no se trata de ese suicidio, digámoslo así, vergonzante; el viaducto es más ejecutivo, más público, más teatral, y, sobre todo, está en medio de la población, en medio de la vida.

Midiendo por el suicidio el movimiento civilizador de nuestros días, se nota fácilmente que la manía de matarse crece en razón directa del afán de vivir. En la ignorancia de las aldeas y en las soledades de los campos, el suicidio es desconocido: ¡pobres gentes!; si apenas viven, ¡cómo han de pensar en matarse! La naturaleza, empeñada en saberlo todo, se niega a entrar en los fastuosos caminos de la civilización, y el suicidio se detiene espantado ante la triple sencillez de la ignorancia, de las costumbres y del trabajo. Conforme se va penetrando en los grandes focos de la vida moderna, el suicidio se va presentando y multiplicándose en proporción de los goces que la vida ofrece. Madrid es, sin duda, tratándose de España, el centro del cual parten los rayos luminosos de la ilustración que nos regenera, porque en un certamen de civilización, ningún pueblo podría presentar un número tan considerable de suicidios.

Igual fenómeno se nos presenta si miramos la sociedad de abajo arriba: las últimas clases parecen exceptuadas de este tributo de cadáveres que la civilización, que es la plenitud de la vida, paga al suicidio, que es tres veces la muerte: el deshonor, la perdición del alma y el aniquilamiento del cuerpo. Cuatro veces crimen: crimen contra Dios, contra la naturaleza, contra la sociedad y contra sí mismo.

En esas regiones donde todavía se cree, se ama y se espera, el suicidio no llega; pero nos sale al encuentro todos los días en medio de los placeres y de las disipaciones del mundo civilizado, donde podemos decir que se halla el colmo de la vida.

En el fondo de la felicidad con que se nos convida a vivir, hay un revólver con que romperse la cabeza, una cuerda de que suspenderse, o un abismo en donde precipitarse.

Bien podemos exclamar en el alborozo de nuestra dicha:

-¡Oh desesperada felicidad!... En el afán de vivir está la manía de matarse.




ArribaAbajo- III -

Entre todas las cosas de que somos particularmente dueños sobre la tierra, ninguna nos parece más legítima, más propia, más nuestra, que la vida. Y, en verdad, si se considera que empezamos a disfrutarla desde el primer momento en que nacemos, y que nadie puede despojarnos de ella hasta el último instante de la muerte, lícito nos será creer, así a primera vista, que nos corresponde por la fuerza de un derecho invencible, a pesar de que no está escrito en ninguna parte.

Nada hay ciertamente más personal ni más exclusivo que la vida. La adquirimos al nacer por misteriosa herencia; nos sigue a todas partes en nuestro paso por la tierra; nace con nosotros; vive con nosotros; muere con nosotros, y aun me atrevo a decir que nos la llevamos al sepulcro, como si la poseyéramos por título de propiedad intransmisible; la perdemos sin que haya quien pueda apropiársela; su legitimidad consiste en que a ningún hombre le es permitido usar días de otro, pues para el caso de vivir, a nadie le sirve más que su propia vida. Es un billete personal, ante el que se nos abren las puertas del mundo, título intransferible, especie de cédula de vecindad que nos expide la naturaleza en virtud de órdenes reservadas que recibe de la Providencia.

Así nos encontramos manos a boca con la vida como si nos cayese por la chimenea; vida adquirida gratis, de la que nos declaramos dueños absolutos, con pleno dominio sobre ella. Mas penetrando un poco en la secreta intimidad que nos une a la vida, cuyo profundo abismo no puede sondear la mirada de los ojos humanos, nos asalta una cuestión de pertenencia que voy a exponer sencillamente.

Yo digo: el calabozo destinado a encerrar al culpable detenido por la justicia de los hombres, ¿pertenece al preso, o es el preso el que pertenece al calabozo en que está encerrado? ¿Quién posee aquí? ¿Las ligaduras que sujetan, la cadena que aprisiona, o las manos que las ligaduras oprimen o aprisionan las cadenas?

Ciertamente, la lengua, eterna habladora que todo lo dice, nos autoriza para que podamos decirlo todo, y en virtud de este derecho puramente lingüístico, cualquiera se apropia el dominio de su existencia, diciendo: ésta es mi vida. Muy bien: mas del mismo modo y con más perfecto derecho le será permitido a la vida exclamar: he ahí mi hombre.

Porque, vamos a cuentas. ¿Depende la vida del hombre, o es el hombre el que depende de la vida? Convengo en que, suprimiendo al hombre, la vida humana no sabría qué hacerse; pero suprímase la vida, y se acabó el hombre. Hay un verbo en todas las lenguas que contiene un sentido profundamente reflexivo y verdaderamente digno de meditación: sobrevivirse, esto es, vivir uno más que sí mismo; la vida más allá del hombre. La inmortalidad es la plenitud de la vida, y, ¡cosa admirable!, nadie en el mundo es inmortal hasta que muere, lo mismo de tejas arriba que de tejas abajo.

El suicida es, por consiguiente, un hombre que se mata y un ser que no muere.

Nada hay sobre la tierra más común ni más continuo que el espectáculo de la muerte. Hay quien duda filosóficamente si vive; hay muchos hombres que no aciertan a darse cuenta segura de la vida; pero nadie duda de que ha de morir. Acaso el testimonio más auténtico que tenemos de la vida es la muerte; al morir es precisamente cuando el hombre reconoce con toda claridad que ha vivido, porque la vida suele no dejarnos pensar en la vida.

Pues bien: esta evidencia de la muerte que todos tenemos, no es por cierto indicio que pueda conducirnos a la idea de la eternidad. ¿De dónde ha sacado el género humano el conocimiento de una vida perpetua, cuando la muerte está en todo lo que le rodea? El hombre no puede tener idea de lo que no tiene idea, y si no tiene idea de la eternidad, ¿cómo la tiene? Ni la ciencia ni la naturaleza han podido grabar tan clara y tan profundamente en el corazón de la especie humana el sentimiento de esa vida sin término que nos espera al otro lado del sepulcro. ¿Ha podido el genio adivinarla? ¿La razón del hombre ha conseguido presentirla? Bien; pero esa idea abstracta, ¿cómo ha llegado a ser una realidad en los hombres de todos los tiempos y de todos los pueblos?

Más aún: la historia nos habla de la eternidad, antes que de la sabiduría y de la ciencia de los hombres; parece que es la primera palabra que se ha pronunciado sobre la tierra; diríase que el hombre ha tenido la percepción de la eternidad antes que la evidencia de la muerte. Si fuera posible arrancar del linaje humano el sentimiento de la inmortalidad, se consumaría el más cruel de los asesinatos.

Todavía hay más: los que, arrastrados por las corrientes impetuosas de los errores filosóficos, niegan la existencia interminable del alma humana, no se atreven a negar la inmortalidad, y no sabiendo qué hacer de ella, se la atribuyen a la materia; la materia increada y la materia sin fin. Este es el gran suicidio. El error viene a ser aquí la cuerda con que el sabio infausto pretende ahorcar a su propia alma: es la desesperación de la ciencia que todo quiere saberlo, y por la ley de una justicia que no nos es dable eludir, el suicidio que atenta contra la inmortalidad del alma, es el que engendra esa multitud de suicidas que diariamente arrojan sus cadáveres delante del carro triunfal de nuestras disipaciones.

Grande debe ser la desesperación del que atenta contra sus días; pero ¡cuán horrible será su angustia al ver que se ha matado y que no ha muerto! Desaparece el hombre, y queda el suicida.

Y bien: ¿la vida nos pertenece? ¿Es una propiedad o un censo? ¿Es un privilegio o un castigo? ¿Somos sus dueños o sus esclavos?

En verdad, ésta es una cuestión de hechos. Por de pronto, constituye una deuda tan sagrada, que nadie ha negado todavía: todos reconocemos que la debemos a nuestros padres. Éstos son los primeros acreedores que se nos presentan a pedirnos cuenta de ella. ¿Dónde está el hombre que no le debe la vida a su padre? Y, francamente, ¿a quién le será lícito creer que es suyo lo que debe?

Saldada esta cuenta, aparece un nuevo acreedor más imperioso, más exigente, y, si es posible decirlo así, más avaro. Este acreedor es una mujer que, armada con el derecho de sus encantos, invade nuestro corazón, nos embarga la vida, se la apropia, la hace suya, y, como si quisiera dar testimonio de la legitimidad de su dominio, alguna vez la vende.

¡Con qué ternura deja escapar de sus ojos miradas que todo lo quieren, que todo lo poseen, que todo lo animan! Parecen las llaves con que abre las puertas de vuestro corazón, para entrar en él como en su propia casa. Observad con qué sencillez toma posesión de esta herencia. Os rodea con sus brazos, os sonríe, como si quisiera dulcificar el vasallaje que os impone, y exclama:

«¡Vida mía!»

Desde este momento vuestra vida es suya, la habéis prometido ante Dios y ante los hombres, y ya no os pertenece, y para hacer más firme el dominio a que os sometéis, en esa esclavitud está vuestra felicidad. Desde ese momento no sois más que simples administradores de vosotros mismos, que tendréis que dar cuenta de vuestras acciones, de vuestras palabras y hasta de vuestros pensamientos. Gramaticalmente hablando, no sois más que un genitivo de posesión. ¿Cómo se podrá decir que es nuestra una vida que no nos pertenece?

Detrás de la mujer está la familia, como detrás de la palabra está el pensamiento, detrás del número la cantidad, y detrás del individuo la especie. Mujer es un nombre colectivo, porque decir mujer es tanto como decir hijos. Ahora bien: ¿qué padre no vive para sus hijos? Son su vida; la partió con ellos al darles el ser, y ni Dios, ni la razón, ni la naturaleza le permiten reclamarla.

A las puertas de la familia, en el umbral mismo de la casa, está la sociedad.

¿Qué quiere?

Quiere vuestra vida.

¿Es suya?

Suya; le pertenece en nombre de la verdad, en nombre de la justicia, en nombre de la patria.

La religión, más augusta que la patria, nos la pide. También se la debemos a Dios. Él solo la da y la quita, y nos la reclama en nombre de la virtud, del sacrificio, del heroísmo y del martirio.

Repartida así la vida del hombre, ¿qué vida le queda? Si no es suya, ¿cómo puede disponer de ella? Es un depósito que poseemos sin que nos pertenezca.

El suicidio es un robo hecho al padre, a la mujer, a los hijos, a la religión, a Dios y a los hombres.

Pero bien: tú eres un hombre ilustrado, estás al cabo de la calle de tu siglo, y ¡quién te engaña!... No reconoces la legitimidad de tantos acreedores, y te guiñas interiormente el ojo como si tú mismo fueras tu cómplice. Tú, que lo niegas todo, ¿cómo has de reconocer deuda ninguna? Padres, mujer, hijos... ¡Bah!... Dios..., la patria, la virtud, la verdad, la justicia... ¡Qué tonterías! Bastante le debemos al sastre, al usurero, al fondista, para ir a meternos ahora en nuevas trampas. Tu vida es tuya, te pertenece desde el momento en que naciste. ¿Qué más necesitas saber para declararte dueño de ella? Y si es tuya, si a nadie se la debes, ¿quién puede impedirte que en la exacerbación de tu sensualidad insaciable, de tu envidia o de tu codicia, no dispongas de ella? ¿Tan lejos está de tu casa el viaducto de la calle de Segovia, que te resignes a seguir viviendo? ¿No es el revólver la última fórmula de la felicidad que por todas partes nos sonríe?

Mas... tú, sin Dios, sin religión, sin patria y sin familia, ¿eres acaso dueño de tu vida? Los placeres que te embriagan, los vicios que te asedian, las pasiones que te devoran, ¿no son los herederos implacables de la testamentaría de tu alma? Tú, entre todos los hombres, eres el más esclavo de tu vida.

Mírese como se quiera, la vida es la propiedad que menos nos pertenece; todo nos dice que no es nuestra, y los suicidios se multiplican entre aquellos a quienes menos pertenece.

La estadística del mundo ilustrado por la civilización moderna espanta por el número de suicidios que registra; pero espanta más todavía por la causa que los ocasiona.

La ciencia ingenuamente impía que nos inficiona, hace hombres sin Dios, ciudadanos sin patria, seres sin familia, y he ahí los que se matan. Sin Dios, sin familia y sin patria, ¿qué tiene que hacer el hombre sobre la tierra?

El suicidio es el supremo absurdo, es, además, la suprema infamia; resta saber si es al mismo tiempo la suprema cobardía.




ArribaAbajo- IV -

En unos tiempos en que todo se pesa, todo se mide y todo se cotiza, es lo más natural del mundo que el valor haya pasado de los hombres a las cosas, y que, dejando de ser una cualidad moral, lo encontremos convertido en circunstancia mercantil. Parece que ha pasado la edad del valor, la edad de los héroes y la edad de los mártires, y es indudable que estamos en la edad de los valores, esto es, en la edad de las ganancias y de los capitales.

Realmente, la transformación que advertimos en el sentido de esa palabra resulta de un simple cambio de lugar; los héroes han encontrado siempre el valor en la entereza de sus corazones; los mártires en la grandeza de su fe y en el heroísmo de sus virtudes; el hombre moderno lo lleva en el bolsillo.

Hemos concedido al dinero el privilegio exclusivo del valor supremo, cuando precisamente el dinero es lo más cobarde que hay sobre la tierra; la más ligera sombra lo asusta; si lo amenazan, huye; si lo buscan, se esconde; el peligro lo aterra.

La naturaleza, que sabe dar a cada cosa lo que le pertenece, ha señalado al oro el color amarillo, como si hubiera querido marcar su frente con la palidez del espanto. Por eso no hay miedo semejante al de los que, según se dice en el lenguaje del mundo, tienen algo que perder. Me permito asegurar que la mayor parte de los hombres de bien viven muy honradamente vendidos a los cuatro cuartos que poseen; dejarán que el mundo se pierda y que el cielo se hunda, en atención a que ellos no tienen más que lo necesario para ir viviendo.

Tener algo que perder es una frase que puede ya traducirse de esta manera: haberlo perdido todo. Nadie lamenta más que los hombres de bien el desastre moral de que somos testigos; pero no han de tirar la casa por la ventana, so pretexto de que la sociedad se disloca y el género humano se envilece. Que suba la Bolsa y bajen las contribuciones, y a este precio podrán los gobiernos ir tranquilamente delante del motín para evitar desórdenes. El ciudadano honrado y pacífico de nuestros días es un ser que acaso no se deje sobornar por nadie, pero que acaba al fin por sobornarse él mismo. La verdad lo asusta; siente miedo de tener razón, y si al acostarse murmura del estado de las cosas, de la Constitución y de las Cortes, del pueblo y del Rey, se mete al fin en la cama, pone su dinero debajo de la almohada, y duerme toda la noche a pierna suelta.

No quiero yo decir con esto que se ha extinguido en el mundo la noble raza de los héroes, y que está ya agotada la augusta familia de los mártires; no: aún tienen los Estados carne de cañón de que disponer, carne de ese héroe desconocido y siempre ignorado, que va porque lo llevan, da la vida porque se la piden, y muere porque lo matan. Vivo, es un número; muerto, es una baja. No quiere matar, y mata; no quiere morir, y muere. Napoleón fue más bien un genio que un héroe. Aún quedan héroes del entusiasmo y de la fe, que llevan su sangre al sacrificio como homenaje tributado a Dios y a la patria. Pelean por el templo en que rezan, por el cielo que los cubre, por la tierra que pisan, por el hogar de sus padres, por el hogar de sus hijos. No es tanto el héroe que acomete como el héroe que rechaza: no atacan, se defienden. ¿Qué esperan? ¿El triunfo?... ¡Quién sabe!... Ese es el secreto de la Providencia; sólo el Dios de los ejércitos dispone de la suerte de las armas. He ahí su esperanza cierta, pero lejana. ¿Y qué importa? Son los héroes de la reconquista, los héroes de la independencia. ¿Y qué alcanzan? Si mueren, una cruz sobre sus sepulturas; si sobreviven, las tiranías de la victoria, y vivos y muertos las injusticias del mundo, el honor del vilipendio y la gloria del ultraje.

Aún hay heroínas que consagran su vida a los enfermos, a los pobres, a los desamparados... En medio de la fraternidad con que nos despedazamos, han nacido las Hermanas de la Caridad, las Hermanas de los Pobres. ¡Cruel heroísmo!... En vez de levantar los ojos para recrearse ante el espectáculo de nuestras felicidades, los bajan para ver el triste cuadro de todas las desdichas humanas. Se alejan del mundo sin abandonarlo, y, semejantes a los rayos del sol, pasan por el lodo sin mancharse. La desgracia las atrae. Por la fuerza de una estética inexplicable, cada desventura tiene a sus ojos una belleza irresistible. Recogen en el camino de la vida los más ásperos abrojos, y dejan en pos de sí las flores de sus beneficios. Hay quien las bendice, pero hay muchos más que las calumnian; si obtienen alguna vez el respeto del mundo, sólo deben contar con su indiferencia; viven ignoradas y mueren sin nombre y sin gloria. La cobardía de nuestras comodidades no comprenderá nunca el valor de esos sacrificios.

¿Y el mártir?... ¡Bah!... Esta gloria humana no está, por lo visto, al alcance de los ojos del mundo... Es verdad que se aleja del tumulto de la vida civilizada, que se ha apropiado el derecho de repartir la admiración y la celebridad. No lo busquéis en los centros donde se decreta la inmortalidad y se erigen estatuas en honor de la audacia, de la soberbia y de la fortuna; no lo busquéis aquí donde el éxito es la gloria. Para encontrarlo, hay que cruzar la soledad de los mares y dirigir el rumbo a las costas bravías de los pueblos salvajes... Allí lo veréis solo, descalzo, hambriento y desnudo, recorrer comarcas inhospitalarias en busca de esas gloriosas conquistas que Dios sólo concede a los esfuerzos de la humildad y de la fe. A este prodigio del valor humano lo sostiene la fortaleza de corazón y lo guía el fuego de la caridad; la cruz es su espada; no lleva sobre su cabeza el esplendor de esas coronas que hoy vemos vacilar en las sienes de todos los reyes; su corona es la corona sencilla y perpetua del sacerdote.

Va a morir, y busca a sus verdugos para darles testimonio de la verdad con el sacrificio de su vida; va a sellar con su sangre el pacto de amor que ha de unir a los hombres sobre la tierra. Sin más antorcha que la luz del Evangelio, va a iluminar las obscuridades de la barbarie. Va a dar dos veces la vida; la vida del alma y su propia vida.

No es la muerte lo que le espera, es el martirio. Va a entregarse a todos los tormentos, a todas las crueldades, a todos los escarnios, con la sonrisa en los labios y la paz en los ojos.

Predica y muere, y sus últimas palabras son el perdón de los mismos que lo martirizan, y su cuerpo despedazado queda insepulto para que sirva de pasto a las fieras, menos crueles que los hombres. Para que el sacrificio sea completo, no encuentra ni siquiera sepultura.

Aún hay mártires; pero el mundo no los ve, y apenas los concibe... ¡Se vive tan bien en nuestros días!... Si se tratara de penetrar en los misterios del Polo o de fijar las fuentes del Nilo, la Geografía, agradecida y entusiasmada, consagraría un recuerdo honroso a la memoria de los audaces investigadores; pero un misionero... ¡Bah!... ¿A qué tomarse el trabajo de llevar la cruz a los pueblos salvajes? ¿No tienen bastante cruz con carecer de las delicias de la vida moderna?... Bueno que se dispongan ejércitos, y se preparen armadas para conquistar regiones que nos surtan de un té más exquisito, de un café más perfumado, de tabacos más substanciosos, de maderas preciosas y de pájaros raros...; pero misioneros, mártires... ¡Oh! ¿Qué tenemos nosotros que ver con esas locuras del fanatismo?... Para traer, todo; para llevar, nada. Sin embargo, seamos justos: los ingleses, más generosos que nosotros, compran sus conquistas en la India a fuerza de opio. ¡Qué diferencia!... La cruz, que es la carga más pesada que el hombre moderno puede encontrar en la vida; el opio, que es el más dulce de los venenos.

Convengamos, pues, en que no hemos nacido en la época de los mártires, porque aun cuando los hay, no los vemos; en cambio, es evidente que vivimos en la época de los suicidas. Por una contradicción, bien explicable por cierto, apenas se ocurre la idea de morir, y ya no hay nadie libre de la idea de matarse. Morirse, ¡qué gran desdicha! Matarse, ¡qué gran recurso! El que se muere se desespera, y al mismo tiempo el que se desespera se mata.

Echando bien la cuenta, nos encontramos con estas dos cantidades inconciliables: pocos que quieren morir, muchos que se matan.

Entre el mártir y el suicida hay un abismo, todo el abismo del mundo moderno.

El mártir da su vida.

El suicida hace todo lo contrario, se la quita.

El primero bendice a los que lo matan.

El segundo se maldice al matarse.

El suicidio es la desesperación.

El martirio es la esperanza.

Dice el mártir: «Yo debo morir».

Dice el suicida: «Yo quiero matarme».

Mientras haya en el mundo un resto de civilización verdadera, será el mártir objeto de la veneración humana.

Mientras quede un destello de sentido sobre la tierra, será el suicidio objeto de horror entre los hombres.

¿Qué es el martirio?... El valor de la muerte.

¿Qué es el suicidio? Miedo a la vida.

El primero es el espíritu esforzado que se adelanta a los peligros y desafía los tormentos.

El segundo es el corazón cobarde que huye de las tribulaciones de la vida.

Ahora bien: si el martirio es el valor supremo, el suicidio tiene que ser la suprema cobardía.

El mártir sonríe al morir.

El suicida tiembla al matarse.

La civilización moderna, que le ha vuelto la espalda a la gloria de los mártires, se encuentra manos a boca con la ignominia de los suicidas. Los valores han acabado con el valor. Al martirio se va por el camino de todas las virtudes; al suicidio se llega por la pendiente de todos los vicios: he ahí la senda que seguimos y el fin adonde vamos. La muerte lo ha sobornado todo: las cosas mueren, y los hombres se matan. El árbol de la libertad parece que es el que han elegido para ahorcarse alternativamente los pueblos y los reyes.