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Florencio Sánchez. Pasión y muerte (1908-1910)

Jorge Pignataro Calero





La presencia de Sánchez en Montevideo desencadenó una serie de homenajes pero a nuestro autor le preocupaban los trámites de una pensión que aliviara sus estrecheces económicas. Ahora que la fama rodeaba su nombre, se encontraba con que pocas de sus piezas le pertenecían pues las había vendido en momentos de apreturas. Bien vendidas, es cierto, pero sus apremios y su imprevisión de ayer daban ahora estos frutos. Cuanto más necesitaba de un pasar digno para dedicarse a su ya reconocido talento y oficio de escritor teatral, sin interferencia con menesteres periodísticos menos tenía de donde asirse para no caer en la miseria. Había intentado en vano algunas aventuras empresarias frustradas, mientras distintos elencos se disputaban los derechos de representación de sus obras. Una disputa de este tipo a propósito de Nuestros hijos en Montevideo, entre la compañía de Enrique Arellano y la de Gemma Caimmi que intentaba dar la obra en italiano, provocó un enojoso episodio que dio con los maltrechos huesos de Sánchez en un calabozo por una noche y poco más. Era el escándalo que llegaba junto con la aureola de la fama, representada en tales momentos por el número que la revista Nosotros lanzó a la calle en marzo de 1908 conteniendo el texto de Los derechos de la Salud y multitud de artículos críticos y comentarios firmados, entre otros por Mariano y Joaquín De Vedia, Samuel Blixen, Vicente Di Nápoli-Vita, Carlos Octavio Bunge, Raúl Montero Bustamante, Arturo Giménez Pastor, Luis Doello Jurado, Roberto F. Giusti y Alfredo A. Bianchi. O por el éxito alcanzado por la versión italiana de Nuestros hijos en el Teatro Urquiza, donde pronunció una emotiva alocución final, se le obsequió un pergamino y fue sacado poco menos que en andas.

Poco tiempo después, el 7de julio de 1908, la compañía española de zarzuelas de Arsenio Perdiguero estrenaba en el Teatro Politeama de Montevideo, un sainete en un acto y tres cuadros con comentarios musicales del maestro Dante Aragno titulado Marta Gruni. No obstante su apariencia zarzuelesca. Marta Gruni pintó un cuadro semejante al de En Familia, aunque con personajes socialmente ubicados varios escalones más abajo y sin tantos miramientos. En ella Sánchez reaccionó de la retórica que afectó insanablemente a Nuestros Hijos y a Los Derechos de la Salud, retornando a la temática, la tipología y la ambientación popular que tan bien conocía y manejaba. Y así lo entendió felizmente, hace pocos años, el músico uruguayo Jaurés Lamarque Pons cuando compuso expresamente una partitura respetuosa de ésa prosapia sainetesca que vino a sustituir -a nuestro juicio definitivamente- todo intento de reconstrucción arqueológica con los temas del inefable maestro Aragno, destinados por ello a un merecido archivo.

Un último título habría de estrenar todavía Sánchez: Un buen negocio, que el 2 de mayo de 1909 subía a escena en Montevideo. Obra en dos actos que retomó el asunto de La pobre gente y lo desarrolló enriqueciendo considerablemente a la protagonista. Excepcionalmente Sánchez, que casi siempre había estado en los estrenos de sus obras, esa vez faltó a la cita. Su lugar estaba, como antaño, junto a los desheredados que acababan de ser reprimidos cruentamente, con motivo del Día de los Trabajadores.

Y con Roberto Giusti, Alfredo Palacios, Alberto Ghiraldo, Vicente, Salaverri, Álvaro Yunque y muchos más dejó estampado su inflamada ira en las páginas del periódico La Protesta Humana que dirigía Ghiraldo.

Pasada esa efervescencia, ya estrenado, su último título, reunido nuevamente con su Catita, pasaba el tiempo y el viaje no se concretaba. Muchos de sus amigos, de sus amistosos rivales, de sus contemporáneos, de ambas orillas, ya habían regresado, o estaban en Europa o se disponían a partir. Laferrére y Payró, Maturana, Soria, García Velloso, Manuel Galvez, Grandmontagne, Ingenieros, Monteavaro, Manuel Ligarte, Rodó, Quiroga y Ernesto Herrera... Sólo él seguía esperando, y su espíritu andariego que no era capaz de permanecer mucho tiempo en el mismo sitio, se inquietaba. El proyecto de ley que le otorgaba una pensión de doscientos pesos anuales llegó a empantanarse no figurando ni siquiera en el orden del día de la Cámara de Senadores. Florencio se manifestaba decidido a viajar con apoyo oficial o sin él, vendiendo las pocas piezas que aún le pertenecían por entero: El pasado, Los derechos de la salud, Nuestros hijos... Y a un periodista que en julio de 1908 le inquiriera sobre la urgencia del viaje le respondió: Sí. Desde que me he hecho la ilusión de poder estrenar algo en aquel ambiente y he sido animado por la crítica y los entendidos en ese propósito, siento natural impaciencia. Además hay que tener en cuenta que los repertorios anuales de las compañías se combinan con anticipación y después es muy difícil obtener un sitio -aunque modesto- en el cartel.

En abril de 1908 el proyecto había sido aprobado en Diputados, con el respaldo de los legisladores Joaquín de Salterain, Rodríguez Larreta, José Enrique Rodó, Ismael Cortinas, Domingo Arena y José Pedro Massera. En entrevista personal con Sánchez, además, el presidente Williman le había prometido interesarse. Y periodistas severos con él como Samuel Blixen apocaban, no obstante, decididamente la idea de enviarle a Europa para que trabajara tranquilo tres o cuatro años. El país, decía Blixen, podría hacer ése pequeño sacrificio para proporcionarse el lujo de contar dentro de poco con un hijo universalmente célebre. No faltaron las voces discordantes, con el pretexto de que otros merecían igual distinción. Pero Sánchez se defendía sosteniendo que él no iba a cursar estudios, sino a trabajar y a vincularse, lo que demandaría gastos previos compensables con el fruto de las obras proyectadas que procuró adelantar en Buenos Aires, como el drama en cuatro actos La plebe; El derecho a la tristeza en tres actos; y la comedia La viudita, ninguna de las cuales llegó a concretarse nunca.

Finalmente, los reclamos y presiones decidieron al Presidente Williman a zanjar las demoras designando a Florencio el 22 de setiembre de 1909 comisionado oficial para informar sobre la concurrencia de la República a la Exposición Artística de Roma. Banquetes y homenajes se multiplicaron, discursos, sonetos y cánticos, artículos periodísticos que abrumaron a Sánchez sin lograr no obstante, hacerle perder la confianza que tenía en su destino y en que alcanzaría victorias de las cuales, decía en un discurso de agradecimiento, ya me oiréis los relatos cuando vuelva a rendiros cuenta del uso que he hecho de vuestro estímulo. En tanto que la ya citada y prestigiosa revista argentina Nosotros le despedía: «... hasta la primera visita que nos hagas, que esperamos sea en breve, y que vuelvas cargado de laureles...».

El 25 de setiembre de 1909, en el buque italiano Príncipe di Udine, Sánchez partió dejando a su Catita en Buenos Aires, en la casa de la familia Raventos, en la calle Estados Unidos, barrio de San Telmo. En su magro equipaje llevaba una carpeta de recortes de prensa que su mujer había ido preparando pacientemente. Y como compañeros de viaje le tocó el elenco completo de la compañía francesa de Carlota Rèjane, famosa actriz que acababa de triunfar en Buenos Aires con La parisién de Henri Becque. Sin embargo el largo viaje por mar lo deprimió. Y sus primeras andanzas en Italia fueron poco alentadoras. No encontraba el ambiente propicio que él hubiera deseado para dar a conocer, en cautelosas lecturas explicadas, sus obras. Al mismo tiempo, su físico empezó a flaquear y en carta a su amigo Julián Nogueira, fechada en Génova el 20 de octubre de 1909 dio rienda suelta a su desesperación: «La gran desgracia nacional: estoy enfermo, y a lo que parece, seriamente... La gran flauta que tengo jetta. Estoy desconsolado y con ganas de dejarme morir. Quizá sea la fiebre o una reacción de la intensa, enorme alegría que experimenté al llegar, pero me siento deprimido, triste, compungido, con ganas de llorar. Cada vez que esputo sangre se me llenan los ojos de lágrimas. ¡Este viaje a la celebridad que me puede resultar un viaje a la tuberculosis! ¡Me resulta espantoso! ¿Sería una injusticia, verdad?».

Tiritando y desarrapado quiso meterse en el mundillo teatral y noctámbulo de Milán, pero su físico no resistía. En busca de mejor clima se fue a Roma, que no le gustó, y poco después siguió a Génova rumbo a San Remo. En Génova se detuvo, sin embargo por dos motivos. En primer, lugar se entrevistó con el famoso actor Ermette Zacconi, quien le prometió leer dos obras mientras viajaba a Parma. Y, por otra parte, debió acudir al poeta Pablo Minelli González ¡Secretario del embajador uruguayo Eduardo Acevedo Díaz, para que girara dinero a cuenta de su bolsa de viaje. Casi enseguida se reunió con otro famoso actor italiano, Giovanni Grasso, que le compró en tres mil francos una versión italiana de Los Muertos, que Sánchez no llegaría nunca a ver representada, aunque Grasso la puso en escena. Este mismo Grasso y la gente que lo rodeaba, fueron quienes más alentaron a Florencio en Italia, y quienes le dieron mayor optimismo en sus preocupaciones, todo lo cual lamentablemente quedó trunco por causas de fuerza mayor. Y mientras Florencio rumiaba su angustia ante este nuevo fracaso, luego de haberse hecho ilusiones; y volados vertiginosamente los francos que le diera Grasso, en quince esplendidos días que pasó en la Riviera, tornó a su desasosiego y su angustia, que crecían junto con los avances de su enfermedad. Agravados por el desaire que le hiciera Zacconi, que ante sus requerimientos se hizo contestar en una breve esquela firmada por su secretario no sólo que no recordaba haber recibido obra alguna ni haber prometido leerla sino que ni siquiera recordaba el apellido de nuestro autor.

Cierto alivio a sus pesares encontró Sánchez frecuentando algún café milanés donde se reunía con hispanoparlantes mayoritariamente procedentes de Buenos Aires, aunque no faltaba algún uruguayo y donde pudo también reanudar la amistad con un cantante lírico rosarino, a quien conociera en sus tiempos de La República, y que sería a la postre quien le acompañaría en sus últimos días de vida: Santiago Devic. También allí encontró Florencio al estadista uruguayo José Batlle y Ordóñez, que luego de cumplir su primer período presidencial viajaba de incógnito por Europa recogiendo experiencias, mientras se preparaba para su segunda presidencia. Con Batlle, Florencio compartió quince días de buena y cordial amistad. Pero tampoco esto fue duradero, y tornó Sánchez a escribir a Minelli y a parientes uruguayos solicitándoles urgentes envíos de dinero, en tanto los médicos, amigos y allegados le presionaban para que se internara en un sanatorio, preferiblemente suizo. Ante sus insistencias, el 28 de octubre, uno de sus médicos le dijo la verdad: estaba gravemente enfermo, la tuberculosis había invadido su pulmón izquierdo y aconsejó su internación en el sanatorio de Davos Platz, en el Cantón de los Grisones, en Suiza. Devic, el fraternal Devic, se ocupó de todo: reunir dinero, comprarle ropa de abrigo, tomar pasajes ferroviarios, una silla de viaje, golpear puertas de hoteles, albergues y sanatorios, donde era sucesivamente rechazado al apreciar el estado lamentable de Florencio. Finalmente al llegar a Milán, logró ser admitido en un hospital de caridad atendido por monjas, denominado Fate Bene Fratelli (Haced el bien, hermanos). Santiago Devic, recordando la fecha del episodio, 2 de noviembre, comentaría después: «Era el día de los muertos y yo llevaba uno conmigo. Hasta último momento permaneció lúcido, pidiendo que se le escribiera a su esposa anticipándole un pronto retorno; o rechazando los consuelos de la religión que en tal trance habían juzgado procedente las buenas religiosas que solícitamente lo atendieron. Y en una madrugada, se le oyó decir, balbucir mejor dicho: ¿Quién dijo miedo, Devic?». Después, nada más. Ante el largo silencio llamaron a un enfermero, quien confirmó su muerte, ocurrida entre la una y las tres de la madrugada del 7 de noviembre de 1910. Una prolongada y dolorosa agonía, entre ahogos y esputos, la había precedido. Todas las biografías coinciden en el relato de sus penosos últimos días. La enfermedad causante de su muerte impidió que, por disposiciones sanitarias italianas, sus restos pudieran ser exhumados y trasladados antes de que transcurrieran diez años. Ello ocurrió finalmente el 2 de diciembre de 1920, llegando el 21 de enero de 1921 a Montevideo a bordo del Principessa Mafalda. Se decretaron honores oficiales, se renovaron las multitudinarias muestras de dolor popular producidas en ocasión de su muerte, y luego de ser velado en el Teatro Solís, sus restos fueron definitivamente depositados el 22 de enero en el Panteón Nacional del Cementerio Central de Montevideo.





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