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«Florinda perdió su flor». La leyenda de La Cava, el teatro neoclásico español y la tragedia de María Rosa Gálvez de Cabrera

Helena Establier Pérez


Universidad de Alicante


[...]
Florinda perdió su flor,
el rey quedó arrepentido
y obligada toda España
por el gusto de Rodrigo.
Si dicen quién de los dos
la mayor culpa ha tenido
digan los hombres: la Cava,
y las mujeres: Rodrigo.


(Romancero General1).                




Si atendemos a los versos finales de este romance nuevo, hemos de convenir en que no podía haber intuido más acertadamente su anónimo compositor las discrepancias que la literatura posterior mostraría sobre la materia legendaria que en el poema se articula, y muy especialmente sobre la función desempeñada por los dos personajes principales, Rodrigo, Rey de los Godos, y Florinda, La Cava, hija del Conde Don Julián, en los sucesos que, según nuestra más remota tradición historiográfica y literaria, condujeron al desastre de Guadalete.

Lo cierto es que ya desde la Alta Edad Media, y bastante antes de que la Reconquista enfilase su última recta, la construcción legendaria de los hechos y motivos que rodearon la pérdida de España ante las tropas musulmanas se había convertido en materia cronística e historiográfica a lo largo y ancho de toda la Península. Desde entonces, y hasta bien entrado el siglo XIX, los desmanes pasionales de Rodrigo y la vinculación de los mismos con el largo período de hegemonía árabe en suelo godo, han ido emergiendo aisladamente en diferentes momentos de la historia literaria española para ofrecer versiones dispares del estupro de Florinda, de la calidad político-moral del reino godo y de las razones e intereses que propiciaron la cruenta venganza del Conde Don Julián. Es bien sabido que la maleabilidad del contenido legendario, su inmejorable disposición para ser reinventado o reconducido sin merma de su interés o perjuicio de su credibilidad, lo convierten en valioso instrumento ideológico, susceptible de adoptar presentaciones distintas -y hasta opuestas- en función de los intereses, fundamentalmente socio-políticos y religiosos, que propician su actualización en cada momento histórico. Tal ha sido el caso, en la tradición literaria española, del legendario desencuentro entre Florinda y Rodrigo, cuyas implicaciones para la valoración del pasado español y sus repercusiones futuras, así como para la configuración del proyecto nacional propio de cada época, lo convirtieron en materia predilecta en ocasiones y proscrita en otras, trocando el papel y las características de sus protagonistas según convenía al mensaje de la obra, si es que lo había, o simplemente al modelo de España vigente en el momento histórico en que la leyenda se hacía literatura. Así, desde la Edad Media hasta la Ilustración, la sugerente rebelión de Florinda La Cava tras los abusos del último rey godo había sido reinterpretada por nuestra literatura -por la materia folklórica y por la tradición culta- con enfoques e intereses diversos, y también, como veremos, con cierta -y lógica- prevención, dadas la delicada naturaleza de las consecuencias históricas atribuidas al asunto y la implicación en él de la figura real; hasta principios del XIX, sin embargo, ninguna escritora se había atrevido a llevar a la escena española esta leyenda, en la que la materia histórica se explica a partir de las relaciones de poder entre los sexos y de la conflictiva intrusión de lo femenino en el ámbito de lo público. En 1805, María Rosa Gálvez de Cabrera, dramaturga y poeta, la convierte en tragedia, y al hacerlo, desde su condición de mujer y desde el contexto histórico de la España prerromántica y preliberal, le proporciona una dimensión ideológica absolutamente novedosa en la construcción de su vida literaria en la tradición nacional.






ArribaAbajoOrígenes y desarrollo de la leyenda

El sustrato histórico que sirvió de base a la leyenda posterior se enmarca en los inicios del siglo VIII, tras la muerte del rey toledano Witiza2. La situación social, económica y política del reino visigodo en el año 710 distaba bastante de reunir las condiciones necesarias para una sucesión pacífica, y la monarquía se hallaba ya desde el siglo anterior en un estado de debilidad ante la nobleza que se hizo aún más evidente a la muerte de Witiza. Aprovechando esta situación, la aristocracia gótica, reunida en una asamblea electoral perfectamente legítima pero poco habitual en el sistema sucesorio godo, designó un nuevo monarca -Rodrigo, Duque de la Bética-desvinculado de la estirpe real anterior. Un año más tarde, mientras las tropas visigóticas combatían un levantamiento vascón en el norte de la Península, el ejército musulmán, que ya había dominado el litoral africano, desembarcó en Gibraltar. El regreso precipitado de Rodrigo no pudo contener la invasión árabe, que se hizo efectiva tras el enfrentamiento de los dos ejércitos cerca de Jerez, y gracias en parte a la traición del sector witiziano de las tropas godas, que, insatisfecho desde la coronación de Rodrigo, veía en la derrota del rey cristiano la posibilidad de recuperar el trono visigótico3.

Con la población mozárabe dividida entre los sucesores de los witizianos, que pactaron con los musulmanes, y los godos adeptos a Rodrigo, cristianos fervientes hostiles al invasor, no es de extrañar que la construcción legendaria del asunto histórico origen del conflicto comenzara bien pronto, respondiendo al interés de las dos facciones por difundir versiones distintas de la decadencia del poder visigodo. Ya desde el siglo X circula entre los escritores cristianos asentados en zona mozárabe un relato de origen incierto4 que recoge como desencadenante de la invasión musulmana la violación de la hija del Conde Olián, gobernador de Tánger y de Ceuta. Al parecer, este misterioso personaje, al que posteriormente la leyenda bautizó como «Don Julián», habría estado estrechamente unido a Witiza por lazos de fidelidad personal y habría defendido la plaza de Ceuta contra los islamitas5. La leyenda hace referencia al pacto realizado entre Don Julián y los musulmanes tras el estupro de la hija de aquél, con el objetivo de derrotar al rey godo y vengar así la ofensa recibida.

Esta versión es la que manejan también desde bien temprano los historiadores árabes como Al-Razi (ss. IX-X), la que a partir de ellos se difunde en los siglos XII y XIII a través de las crónicas cristianas del norte de la Península (Chronicón Silense, Crónica Najerense, Crónica Tudense, Crónica del Toledano) y, posiblemente, aunque no hayan quedado vestigios, también a través de otras versiones populares, más literarias.

El relato árabe de Al-Razi (o Rasís), que incluye ya la estrategia adoptada por Rodrigo, enviando a Don Julián a territorio fronterizo para consumar con mayor libertad el estupro de su hija, es, precisamente, el armazón sobre el que se construye una gran parte de las versiones cristianas de la leyenda a partir del siglo XIII. De hecho, la historia de Don Rodrigo incluida en la Crónica de 1344 no es sino una ampliación de Al-Razi -a partir de la traducción portuguesa de Gil Pérez, Cronica do mouro Rasis- enriquecida con otras tradiciones árabes y cristianas, aunque aporta ciertas novedades referentes a la cuestión que aquí nos ocupa, que tendrán repercusión en las narraciones posteriores con este mismo tema: por un lado, la hija de Julián recibe el nombre de Alataba (en ocasiones Alacaba o simplemente La Taba), y, por otro, la joven interviene ya -aunque mínimamente- en la narración para constatar, con una resignación exenta de cualquier afán reivindicativo, la debilidad de su posición, como mujer, frente a un sistema de valores eminentemente masculino, con una visión estereotípica de la feminidad. Así le explica Alataba a su amiga Alquifa, en el texto de la Crónica, las razones que la han impulsado a silenciar el atropello de Rodrigo:

Si aquellos que este fecho supiesen lo judgasen asi commo paso, yo non auria que temer de lo mandar dezir a mi padre; mas yo se bien que mi padre es omne de buen seso; e yo veo bien que todos los sesudos judgan las mas de las mujeres por malas; e por esta rrazón non lo oso mandar dezir a mi padre, ca he miedo de me lo non creer, e que tenga que yo por mi grado lo fiz e que me desanpare.6



También sobre el relato de Al-Razi (o Rasís) se construye la Crónica Sarracina (1430) de Pedro del Corral, texto que establecerá la línea preferente de desarrollo de la leyenda en la literatura española posterior, así como el tratamiento que en ella recibirán el rey Rodrigo y Florinda. En este sentido, señala acertadamente Marjorie Ratcliffe que el texto de Pedro Del Corral, redactado en vísperas de la unificación de la Península, tiene entre sus objetivos principales los de «blanquear la fama del pueblo disoluto, perdonar al rey abusador de sus poderes, y echar la culpa a la víctima, Florinda la Cava».7 Aunque el tratamiento de la figura de Rodrigo sea, como ha demostrado Fogelquist en su edición de la obra8, menos complaciente de lo que a simple vista parece, no deja de ser cierto que «La Caba», que así es como la denominó Del Corral cuando aún no había sido bautizada con el literario nombre de Florinda- resulta a ojos del narrador de la Sarracina la máxima responsable de la pérdida de España: por incitar, aunque inadvertidamente, los deseos pecaminosos del rey con sus inocentes juegos en paños menores, por no haber advertido a su padre de la situación en que se hallaba antes del atropello, por haberse quedado sola con el rey, por haber cedido en silencio a su presión sexual, y por ser, en fin, mujer, y como tal, cuerpo provocador cuya forma no duda en adoptar ni el mismo diablo para tentar al arrepentido Rodrigo durante la penitencia final que precede a su muerte9.

Sólo el dolor que muestra «La Caba» ante la destrucción provocada por la confesión de su violación, y las cartas que dirige a su padre vengador para pedirle piedad por el destino de España, logran redimirla parcialmente, y desplazar la responsabilidad de la hecatombe goda hacia la traición de Don Julián, convertido por la femenil indiscreción de Florinda en el auténtico forjador de la catástrofe. Muy al contrario, los desmanes de Rodrigo resultan en la Crónica Sarracina justificados por el descuido de Florinda y por la intromisión del diablo tentador, causante del ardor que incita al monarca a cometer su fechoría. Aún más, al final de los dos volúmenes que Del Corral dedica a la pérdida de España, asistimos a la rehabilitación moral del rey, quien, arrepentido de su debilidad, se encierra en una tinaja junto a una culebra de dos cabezas que le devora el corazón y los genitales como penitencia.

Como veremos más adelante, el planteamiento de la Crónica Sarracina, a partir de la versión árabe de Al-Razi, inaugura una línea muy perseverante en el tratamiento de la materia de la pérdida de España que encontramos a partir del siglo XVI, la cual, introduciendo dudas sobre la pretendida virtud de La Cava, demonizando a Don Julián e insistiendo en la redención de Rodrigo, persigue una interpretación de la leyenda más acorde con las expectativas de la «España imperial y tan recientemente unificada» por los Reyes Católicos10, que requería unas raíces sólidas en el pasado godo y una justificación razonable de los siete siglos de dominio musulmán sobre la Península.

Y sin embargo, no es éste el único enfoque de la historia de Rodrigo y Florinda que nos han legado nuestros Siglos de Oro. En 1589, Miguel de Luna, conocido médico morisco y traductor real, escribe La verdadera historia del rey Don Rodrigo, en la qual se trata la causa principal de la perdida de España y la conquista que della hizo Miramamolin Almançor Rey que fue del Africa, y de las Arabias, donde ofrece, bajo una pretendida fidelidad histórica, una versión de la conquista árabe alternativa a la que, desde los falsos cronicones y la historiografía oficial, había pergeñado y difundido el llamado «mito godo», destinado a establecer la continuidad de una identidad española esencial e histórica, sólo interrumpida transitoriamente por un molesto interludio musulmán de setecientos años de duración. En su intento de revalorizar el pasado árabe de España -explicable atendiendo a su origen y a su posible condición de «criptomusulmán»11-, Luna aporta en su enfoque de la materia contenidos diferentes a los habituales en la historiografía de la época, presentando a Rodrigo como un monarca cobarde, representante de un reino caótico y cruel, frente a las fuerzas árabes, que encarnan la paz, la prosperidad y la libertad espiritual a través de su rey ejemplar, Miramamolín Jacob Almançor, diseñado por el autor a partir del modelo de los «Espejos de Príncipes» tan florecientes en el XVI. Y sin embargo, por mucho que Luna innove, aporte y modifique para ofrecer una visión pro-morisca de la historia de España, Florinda -que toma aquí este nombre por vez primera- se perpetúa en la obra con su apelativo árabe «Caba», el cual, según explica su autor, significa «mala mujer»12. Lo cierto es que la versión de Miguel de Luna, menos respetuosa con la figura real que la de Pedro del Corral, no cuestiona la violación de Florinda, «forçada contra su voluntad»13, ni insinúa tampoco, como en la Sarracina, el menor consentimiento por su parte. Ello no impide, sin embargo, que habiendo perdido ya con el estupro la garantía de su valor social, y sintiéndose culpable de los excesos cometidos durante la conquista árabe en nombre de su honra, a Florinda no le quede más opción en la obra de Luna que saltar desde lo alto de una torre, reconociéndose al tiempo como «la más mala mujer que hubo en el mundo»14. Más víctima que otra cosa, el pecado que expía Florinda es el de ser mujer y, como tal, causa -aun involuntaria- de conflicto y perdición: la de Rodrigo, al transformarla contra su voluntad en objeto de su deseo, la de Julián, convertido en traidor a la patria por el honor de su hija, y la de una nación entera, que se entrega a hegemonía extraña. Aunque no se muestre especialmente complaciente con la monarquía goda, Luna castiga la felonía, y Florinda, origen de la misma, debe pues morir convertida en Caba, llevándose en su expiación a Don Julián, que se suicida también, e incluso a su propia madre, que sufre los ejemplares padecimientos de un cáncer devastador.

La obra de Luna, cuya valoración moderna parte de los excelentes trabajos de Márquez Villanueva15 y de la cuidada labor editorial de Bernabé Pons16, constituyó un gran éxito editorial en su tiempo, y fue una fuente tan indispensable para la literatura posterior interesada en el tema de Rodrigo como la Crónica Sarracina de Pedro del Corral. Es obvio que las versiones de estos dos autores son discordantes, y obedecen a intereses ideológicos dispares en una España aún multicultural, recelosa de su pasado e inquieta por su cohesión futura; y sin embargo, independientemente de la dimensión que se otorgue a la actuación del poder godo en cada una de ellas, según se pretenda fomentar la integración respetuosa de dos comunidades religioso-culturales -como en Luna, al contrastar las virtudes del pueblo árabe con los defectos de Rodrigo- o revalorizar las bases hispanocristianas de la unidad nacional -como hace Del Corral, minimizando la culpa del monarca y rehabilitándolo al final-, lo cierto es que ambas muestran una asombrosa unanimidad en su condena a la mala Cava y a sus femeninas liviandades, causa, con mala fe o sin ella, de la desdicha de España.

A lo largo de los siglos XVI y XVII, las recreaciones literarias de la leyenda de Rodrigo y Florinda beben de ambas fuentes, tomando gran parte de sus detalles más novelescos de Luna, pero acusando en el enfoque ideológico subyacente la influencia de la Crónica Sarracina. Los poemas del Romancero, por ejemplo, que tratan la materia de Rodrigo, reprueban por lo general la traición de Don Julián, exculpan a Rodrigo (transitoriamente obcecado por la singular belleza de la dama y los insoslayables envites del amor) y cargan contra las razones y actitudes de la víctima del agravio, «la malvada de la Cava»17, quien, «sin honra y sin seso»18 osó convertir la ofensa privada en asunto de estado, y se transformó en las cartas a su padre en un monstruo hipócrita y vengador para disimular su imperdonable desliz.

Es interesante notar cómo, por obra y gracia de las obras de Pedro del Corral y de Miguel de Luna, y con el espaldarazo de nuestra lírica popular, La Cava llega a la escena barroca cuestionada en su honor, convertida en culpable, y escindida también en dos modelos, ambos de grandes posibilidades dramáticas, que serán gustosamente acogidos por el teatro posterior: por un lado, el de la María Magdalena arrepentida y llorosa, absolutamente convencida de su falta y acongojada por el eterno oprobio que ha de ir unido a su nombre en la futura historia de España; por otro, el de una Lucrecia despreciada por el amante ahíto y, como tal, monstruosa, enloquecida y desbordante de rabia, dispuesta a consumar su venganza aun a costa de su patria.

Los dos confluyen, sin ir más lejos, en El último godo (1559-1603) de Lope de Vega, una de las escasísimas recreaciones dramáticas de la leyenda de Rodrigo en el siglo XVII, si exceptuamos las referencias superficiales que a ella se hacen en La joya de las montañas de Tirso o en La Virgen del Sagrario de Calderón, y si dejamos a un lado también, por tratarse de una comedia de escasa relevancia, La más ingrata venganza de Juan Velasco de Guzmán.

El armazón argumental de la obra de Lope, casi idéntico por otra parte al que desarrolla el autor en el libro VI de la epopeya trágica Jerusalén conquistada (1609), se apoya sobre la pasión a primera vista de Rodrigo (recién casado con la mora Zara, hija del rey de Argel) por Florinda. Aunque presenciamos cómo ella trata a toda costa de disuadirlo de sus intenciones al final de la primera jornada (360-361), el desarrollo de la acción posterior se articula sobre la ambigüedad de lo sucedido entre ambos, que no se verbaliza en ningún momento y que da lugar a dos versiones diferentes de la violación. De hecho, es Don Julián quien interpreta, al recibir una carta de Florinda con alusiones veladas a lo ocurrido (364) -el símbolo de la esmeralda quebrada por el estoque real, episodio, por cierto, tomado de Luna-, que el honor de la joven ha sido arrebatado a la fuerza por el rey, y sobre este convencimiento articula su venganza. Por su parte, el rey, que niega el estupro, interpreta los reproches de Florinda como muestras inequívocas de los celos de la joven (367), incapaz de aceptar el final de una pasión fugaz, que ha terminado para el voluble Rodrigo tan intempestivamente como comenzó. No muestra la obra especial simpatía hacia la figura del monarca, tirano, codicioso, tornadizo, hipócrita e inferiorizado por los lazos de una pasión indigna de los códigos patriarcales19, pero, por encima de todo ello, la villanía de Florinda, cuya verdad queda en entredicho, evita que los obvios defectos de Rodrigo justifiquen o disculpen la fatal venganza de la joven. Así, la brutal traición de Don Julián y el desastre nacional de Guadalete quedan ante el auditorio fundamentados en el berrinche de una mujer repudiada y en la desmedida represalia de un padre que, por lavar el dudoso honor de su hija, traiciona a su patria y a su rey. El destino trágico de Florinda («Nací para mal de España»20), quien se va envileciendo a medida que la obra avanza, se confirma en su suicidio desde lo alto de la torre de Malaca; su maldad queda revalidada en el terrible epitafio que su propio padre, ya convencido de la iniquidad de su traición, le reserva («Cava la llama el moro por ser mala, tan mala que ninguna hasta hoy la iguala»21), y en el desprecio de Don Pelayo, quien, nacido de las cenizas de Rodrigo, encarna la esperanza de la restauración de esa España, «tronco de los godos»22, casi perdida por causa de la «vil Florinda»23.

Lo cierto es que, pese a los esfuerzos de la tradición literaria por redimir a Rodrigo y demonizar a La Cava y a Don Julián, los desmanes y traiciones de la monarquía goda y su repercusión en el desastre nacional del 711 no constituían materia heroica que contribuyese a la causa nacional y que atrajese por tanto especialmente la atención de los autores barrocos. De hecho, si Lope se decide a convertir el asunto en tragicomedia es porque, por encima de las tropelías de Florinda y Don Julián, y de la molesta incontinencia pasional de Rodrigo, se anuncia ya en su obra la figura flamante y ejemplar de Don Pelayo, nueva esperanza goda para la Restauración de España, que tan atractiva resultará también para los dramaturgos dieciochescos.




ArribaLa Cava en la Ilustración y la «Florinda» de María Rosa Gálvez de Cabrera

Aunque sucinta por razones obvias, la revisión realizada más arriba al tratamiento de la leyenda de Florinda en la tradición literaria española anterior al siglo XVIII, muestra una clara persistencia en el gusto por una versión de los antecedentes de Guadalete centrada en la culpabilidad de La Cava, y particularmente insistente en la ligereza de su virtud y en la ruindad de su injusta venganza. Este pertinaz juicio literario contra Florinda responde, como ya hemos señalado, a razones de ideología política, encaminadas a difuminar la responsabilidad de la oligarquía goda -monarquía y nobleza- en el desmantelamiento del reino, y a colaborar así en la difusión de una imagen literaria «depurada» de los fundamentos de la nación española; pero en la configuración diacrónica de la leyenda, estas razones de índole política se fundamentan también en una determinada ideología sexual, que, a partir de la asociación simbólica «nación-feminidad» legitima la vinculación metafórica de la catástrofe de Guadalete con la virginidad truncada de Florinda. En este sentido, la España invadida y atropellada actúa como correlato de la «flor» perdida de Florinda, y la implicación de La Cava en los dos daños, la rendición de la honra y la entrega de la nación, resulta imprescindible para el funcionamiento simbólico del mito y para la lectura política consiguiente. Las dos caras de la feminidad de Florinda/La Cava, bella y orgullosa pero al tiempo débil y vengativa, encarnan también las contradicciones de la España goda, y conducen -como ella- al desorden y a la pérdida; sólo la irrupción del principio masculino, representado por Pelayo, logrará restablecer el equilibrio, y se convertirá en puntal de la restauración del honor nacional.

No es casual, por tanto, que, como bien percibió Pidal ya hace años24, sea precisamente Pelayo -y no Rodrigo, ni mucho menos Florinda-, con toda su carga ideológica, el centro de atención preferente para los dramaturgos neoclásicos interesados en llevar a escena los motivos de la tradición hispánica. De hecho, la figura de Pelayo atrae, y no poco, al teatro del último tercio del siglo XVIII y también al de los primeros años del XIX, aunque su peso simbólico se aproveche en direcciones divergentes, dependiendo de las circunstancias políticas en las que el personaje histórico se convierte en motivo dramático25.

Es de sobra conocido el acendrado patriotismo pedagógico de las tragedias de la generación arandina, sustentado en la preferencia por temas relevantes de la tradición hispana, relativamente familiares y cercanos para el espectador, y por tanto de mayor ejemplaridad, como la guerra de las Comunidades, la conquista de América, el mito de Numancia o la misma Reconquista. En esta línea, la España floreciente y restaurada por Pelayo responde ejemplarmente a las «necesidades didácticas de una sociedad paternal e ilustrada»26, que desea llevar a escena «todas las figuras ilustres que simbolizan a la España tal y como debería ser»27 con la pretensión de «orientar la opinión pública, cortesana en primer lugar, a la aceptación tanto del absolutismo monárquico como del papel de la nobleza en relación con él y con el resto de la sociedad».28

Con esa voluntad de convertirse en «lecciones de patriotismo regalista y filoaristocrático»29 se escriben la Homersinda (1770) de Moratín padre y el Pelayo (1769) de Jovellanos. Aunque ideológicamente la primera se muestra bastante más anclada en los principios del teatro barroco que la segunda30, ambas aspiran a ratificar el «mito godo» cuestionado por el episodio de Rodrigo y la invasión árabe, mediante la apología de esa nueva España esplendorosa fundada por Don Pelayo, fácilmente asimilable al régimen borbónico, y de su héroe unificador, correlato del déspota ilustrado Carlos III. También José Quintana, en su Pelayo de 1805, vuelve a poner en escena al artífice de la Reconquista, aunque en esta ocasión, en los albores de la guerra de la Independencia, las virtudes unificadoras de Pelayo -que ya no parecen remitir al monarca reinante, ahora un Carlos IV cada vez más impopular- quedan sobrepasadas por su nueva condición de adalid de la libertad y adversario de la tiranía, encarnando el ideario de ese nuevo liberalismo emergente que se haría efectivo años después31.

No sorprende, si consideramos la voluntad de alcance político-moral de la tragedia neoclásica, esta inclinación hacia Pelayo, cuyo perfil histórico le confería un valor simbólico innegablemente positivo, fueran cuales fuesen las pretensiones ideológicas que justificaran su puesta en escena. ¿Pero qué lugar reservaba el teatro dieciochesco, entre tanto, a las circunstancias que rodearon la pérdida de España, al último rey de los godos, y muy en especial, a Florinda, culpable legendaria de la catástrofe? Evidentemente, las debilidades de Rodrigo y de la hija de Julián, más pendientes ambos de la satisfacción de sus anhelos individuales que del bien común, debían de brindar interesantes posibilidades catárticas y purgativas a ojos de los dramaturgos neoclásicos del último tercio de siglo, que verían también la puesta en escena de la división interna de la nobleza goda en tiempos de la invasión árabe como un ejemplar aviso de navegantes para los nobles dieciochescos ante cualquier atisbo de disidencia con la monarquía borbónica. Pero al mismo tiempo, la dramatización del asunto de Rodrigo y Florinda implicaba también el ofrecer una imagen real, al arbitrio de sus apetitos pasionales, poco o nada ejemplar, lo cual lo convertía en materia espinosa y susceptible de desaprobación censoria. De hecho, si algún escritor de la etapa arandina consideró el convertirlo asunto trágico, posiblemente la prohibición de la comedia La pérdida de España de Eusebio Vela acabaría de disuadirlo.

En 1770, el Vicario Eclesiático de Madrid se opone a la representación de esta comedia nueva en tres jornadas con el tema de Rodrigo por «indecorosa al rey», y señala además su inoportunidad dramática, indicando que «aunque se hallan en algunos libros y en la Historia noticias de esta pérdida, no es justo renovarlas en el teatro, en el que no debe representarse obra que manifieste machinaciones, conspiraciones ni traición alguna a los soberanos»32. No es de extrañar, por otro lado, este gesto de desagrado de la censura ante el contenido de la obra de Vela, que deja en pésimo lugar a la monarquía goda, a Witiza en primer lugar, y también a su sucesor en el trono, Rodrigo, que no queda mejor parado. De ánimo voluble, enamoradizo y mentiroso, el monarca es también, por faltar a la dignidad de su cargo y ofender a Dios con sus vicios, culpable del atroz castigo que soportará sobre sus hombros España entera. Aun asumida la falta de escrúpulos de la monarquía goda y su directa implicación en el desastre de Guadalete, Florinda es sin duda el personaje más mezquino y reprobable de la comedia de Vela, bien alejado de la ingenuidad que se le supone en otras lecturas de la leyenda. Frívola, tornadiza y caprichosa, despide injustamente a su prometido Sancho tras quedar deslumbrada por las atenciones del monarca (I, vv. 600-750); inteligente y manipuladora, no se deja ofuscar por la ceguera de la pasión -que en cambio justifica una vez más las acciones de Rodrigo- sino que trata a toda costa de canjear su honor por la conveniente alianza matrimonial (I, vv. 917-970). Frustrados sus propósitos por la violación de Rodrigo, que se retracta a continuación de su oferta matrimonial, la acusa de mentirosa (II, vv. 65-101) y se casa con otra, Florinda se convierte a ojos del lector menos complaciente en una suerte de «virago» vengador y sanguinario, armada como un hombre y dispuesta a ir a la batalla en compañía de su padre, el ejército árabe y los traidores herederos de Witiza (II, vv. 540-544).

Es lógico que tal sarta de «impropiedades» desagradara en grado sumo al Vicario de Madrid, que no se dejó persuadir ni por el intento de rehabilitación final de Rodrigo ni por el mensaje altamente didáctico de los últimos versos de la comedia, censurando las acciones «que se dirigen/ contra el cielo, ley y patria» (III, vv. 752-757). Por su parte, Florinda colabora en este proceso de regeneración final de la figura real autoproclamándose perversa, traidora a su rey, mala cristiana y culpable por venganza de la perdición de España («ábrase la tierra y trague/ a una mujer tan perversa», III, vv. 372-373; «Y, en fin, por decirlo todo,/soy a quien llaman la Cava», III, vv. 700-701), y escogiendo retirarse a la vida contemplativa para purgar sus yerros.

Es más que probable que la prohibición de esta obra de Vela convenciera a los dramaturgos españoles de la inoportunidad del tema de Rodrigo, arduo de tratar sin menoscabo de la corona, y que, por tanto, éste quedara reservado para representaciones privadas de escasa repercusión, o convertido en mero marco decorativo en obras de poco fuste ideológico33.

Es el primer caso el de Perder el reino y poder por querer a una mujer. La pérdida de España (1770), del prolífico y versátil José Concha. Esta obrita, escrita en un solo acto para ser representada en casas particulares, es decir, para el mero entretenimiento de quienes la interpretaban y de quienes asistían a su rudimentaria puesta en escena, está exenta de cualquier pretensión ideológica -como era habitual en este tipo de teatro34- y se muestra bastante indulgente con la figura de Rodrigo. Esta razón, unida a la propia brevedad de la obra, que impide cualquier análisis del comportamiento de los personajes, y a la escasa repercusión que tales representaciones privadas tendrían, contribuye a explicar la inusual presencia del tema de la pérdida de España en una época reacia a recordar la desunión de los godos y sus funestas consecuencias. Florinda, por otro lado, está ausente de toda la obra -como correspondía, además, a este tipo de teatro, en cuya representación no participaban las mujeres35, y apenas encontramos en aquélla un par de referencias a lo ocurrido entre la joven y Rodrigo, hecho al que no se le otorga importancia alguna. Así, cuando el rey inquiere acerca de las razones que han conducido a Don Julián a llevarse a su hija de la corte, un incómodo Pelayo apunta a la falta de la joven, aludiendo a «los ardores impíos/con que Florinda, o la Cava,/ su noble honor ha perdido» (vv. 127-129), para hacerse eco a continuación, y con suma delicadeza, de los rumores que implican a Rodrigo en la afrenta. La obra no otorga relevancia alguna al asunto de la legitimidad de la revancha de la joven o a la falta de ella, y el monarca, que ni afirma ni desmiente, ni hace referencia ninguna a Florinda, condena, eso sí, el atrevimiento de Don Julián al urdir un plan contra su real persona. Al final del único acto de esta comedia de Concha, el moro Monuza resume espléndidamente su planteamiento respecto al asunto que nos ocupa: «Y pues perdida la España / por una mujer, se ha hecho / patente tanta desdicha, / hasta que llegue el remedio» (vv. 649-652). Así, la auténtica culpable, Florinda, invisibilizada a lo largo de toda la obra por las exigencias del «género», queda ahora, además, esencializada en su femineidad -«una mujer» en representación de todas- y despojada de su identidad.

También de escasa repercusión es la escena trágica unipersonal de Francisco de Bahamonde y Sesé titulada Florinda, que sí se representó de forma pública y que introduce un planteamiento del asunto absolutamente distinto al de la obra de Concha. Según anuncia la Gaceta de Madrid en su número de 10 de abril de 1792, la obra se escenificó en Valencia y también se imprimió36, y es más que probable que, pese a su brevedad (apenas una decena de páginas) y a ser obra de un autor valenciano, María Rosa Gálvez la conociera y se inspirara en ella para su versión de la leyenda. De hecho, Bahamonde y Sesé, como después hará Gálvez, le da por primera vez el protagonismo a Florinda, quien ofrece una nueva perspectiva del tema, encaminada a denunciar los efectos de la opresión y la tiranía (de Rodrigo, de los hombres injustos y, en general, de la humanidad entera), a defender los impulsos naturales, a reclamar la «luz de la razón»37 e incluso a esbozar una tímida reivindicación «feminista»:


[...]
¿Cerrar queréis los labios
de las que oprimen vuestras manos fieras?
[...]
Pues no, no lograréis que esta infelice
de haber clamado al padre se arrepienta:
de haber seguido los impulsos blandos
con que habla al corazón naturaleza:
y de haber conservado los derechos
que a un honor ultrajado se reservan.38


Aunque esta escena trágica pasa prácticamente desapercibida en el conjunto del teatro de su tiempo, debemos resaltar que su enfoque, rehabilitando a Florinda en lugar de a Rodrigo, quien se presenta como cúmulo de vicios y causante de la desgracia de todos, es absolutamente novedoso en la formulación literaria de la leyenda. Si María Rosa Gálvez leyó, como todo parece indicar, la obrita de Bahamonde, fue posiblemente esa variación en la presentación de la heroína la que la empujó a tomar aquélla como referencia y a dedicar toda una tragedia a desarrollar desde nuevas perspectivas un argumento clásico que ofrecía enormes posibilidades en este género.

A diferencia de la poesía o la novela, donde sí encontramos ejemplos de la presencia de Rodrigo y Florinda39, cualquier otra referencia en el teatro de la época a un tema claramente enojoso para la monarquía como el de los desafueros del último rey godo, habría de venir tangencialmente, a través de personajes que, aun siendo cercanos al asunto, evitaban la puesta en escena de la figura del soberano. Ésta es la causa del repentino interés que Egilona, la viuda de Rodrigo, despierta en los dramaturgos de la época, quienes nos ofrecen diferentes versiones de los amores entre aquélla y Abd-al-Aziz Ibn Muza -hijo de Muza y primer wali de la Península tras la derrota de Guadalete-, y de la conversión de éste al cristianismo, siendo las más relevantes la comedia La Egilona, viuda del rey don Rodrigo, de Valladares de Sotomayor (1785), y las tragedias Egilona de Trigueros (1768) y Abdelacis y Egilona (1804) de Vargas Ponce40.

Como es evidente, el destierro de Rodrigo del panorama teatral español del último tercio del XVIII supone, aún con más razón, la desaparición de Florinda, que sólo había interesado a nuestra tradición legendaria y literaria como chivo expiatorio del desastre de Guadalete. Lo más sorprendente es que, después de actuar durante ocho siglos como comparsa de Rodrigo, y tras casi dos centurias de ausencia casi total de la escena española -exceptuando la obrita de Bahamonde y Sesé-, la hija insumisa del Conde Don Julián haga su reaparición en 1804 como personaje central de una tragedia que lleva su nombre, Florinda, y que va a convertirse en el punto de partida de una nueva trayectoria para la leyenda en el drama romántico.

En esa fecha publica María Rosa Gálvez de Cabrera los tres volúmenes de sus Obras Poéticas, que ya habían sido autorizados para su impresión en noviembre de 180341, y que contienen su teatro trágico: Saúl (escena trágica unipersonal), los dramas Safo y Zinda, y las tragedias Florinda, Blanca de Rossi, Amnón y La delirante.

Los personajes trágicos diseñados por Gálvez, mayoritariamente femeninos (Safo, Zinda, Blanca de Rossi, Thamar, la hija secreta de María Estuardo), no son los habituales en la escena española dieciochesca, pero lo cierto es que todos ellos comparten un mismo destino trágico, que alcanzan como resultado de las presiones masculinas y de las imposiciones de la sociedad patriarcal. En su estudio sobre la autora malagueña, Bordiga señala precisamente el tema del estupro, real o figurado, como elemento unificador de un nutrido grupo de tragedias de aquélla (Ali-Bek, La delirante, Florinda, Blanca de Rossi y Amnón), y apunta la posibilidad de que hubiera preconcebido para su teatro trágico una determinada estrategia temática, en aras de la cual habría seleccionado personajes e historias acordes con sus fines didácticos: instruir al público femenino acerca de los peligros y desventajas de las mujeres en la sociedad patriarcal42. Abundando en la misma idea, Whitaker sitúa las obras de Gálvez que tratan el tema de la violación en un marco europeo global, atraído por la representación literaria de la violencia contra las mujeres, cuya manifestación más palmaria sería la Clarissa de Richardson, traducida a nuestro idioma en 1794-5 y trasladada a la escena por Marqués y Espejo en 180443.

Partiendo de las afirmaciones de Bordiga y Whitaker sobre la existencia de una constante temática para las tragedias de Gálvez centrada en la violencia contra las mujeres, creo que esta insistencia de la autora en el asunto de las constricciones sociales y de la opresión de lo masculino sobre lo femenino, debe ser leída también como una manifestación más de la reflexión sobre la libertad individual que impregna la literatura española de los inicios del XIX, síntoma de una nueva sensibilidad incipiente, la romántica, y de un contexto histórico-político (los últimos años de Carlos IV y Godoy) idóneo para la recepción de sus consignas ideológicas. De hecho, las tragedias del cambio de siglo y de los primeros lustros del ochocientos, las de Cienfuegos, Quintana, González del Castillo o la propia Gálvez, y algo más tarde -y con más virulencia- las primeras de Rivas, Martínez de la Rosa o Gil y Zárate, coinciden, pese a sus diferencias, en destacar al individuo (con sus deseos y sentimientos) frente a cualquier forma de opresión política, social o familiar, y en poner de manifiesto que el sacrificio personal y la felicidad social no guardan una relación de continuidad tan evidente como pretendía el teatro ilustrado44.

Las tragedias de Gálvez se insertan perfectamente en este núcleo de obras de entresiglos, fieles a los modelos neoclásicos e impregnadas de ideas liberales e ilustradas, como la tolerancia, el humanitarismo, el pacifismo, la virtud y la libertad. En ellas, la garantía del bienestar colectivo ya no reside sólo en el estricto cumplimiento de la razón de Estado y de sus códigos sociomorales, ni tampoco en la aplicación de un concepto rígido de honor o virtud, sino fundamentalmente en el respeto a los deseos de sus individuos, a su libertad y a sus honestas inclinaciones naturales. La aportación de Gálvez a esta nueva concepción de felicidad socio-personal que irradia del teatro trágico de su tiempo reside en la inclusión de la dialéctica entre los principios masculino y femenino como elemento central de la reflexión ideológica de sus obras, presentando a las mujeres como paradigma de la opresión social y familiar, y a los hombres como grupo dominante que, al coartar la libertad del otro o atropellarlo con sus pasiones desordenadas, genera el caos y la infelicidad de todos.

Es este principio estructurador, presente en casi todas las tragedias de Gálvez, el que la lleva, en Florinda, a reinterpretar libremente una leyenda de sobra conocida en la historia de la literatura española para transformar a su heroína en víctima de las imposiciones patriarcales, y de este modo, subrayar las nefastas consecuencias generales y políticas que produce el menosprecio de los deseos individuales por parte del poder.

Respetuosa con la verosimilitud neoclásica, que la obliga a la unidad de tiempo y de lugar, la obra se abre en el campamento godo a orillas del Guadalete, obviando los prolegómenos de la contienda: el «delito de Rodrigo» (58), es decir, la violación de Florinda, ya ha tenido lugar, y ella se encuentra en el mismo campamento como prisionera secreta de Pelayo, quien trata de protegerla de la hostilidad de su tío Tulga, deseoso de lavar con su muerte el mancillado honor familiar, y de la obsesiva pasión amorosa del rey Rodrigo. No deja de ser significativo que sea el nombre de Florinda el que ocupe el título de la obra, y es que es la primera vez que la hija del Conde Don Julián se convierte en verdadera protagonista de su propia tragedia, símbolo de los estragos de la obcecación y la intolerancia, destino trágico de las pasiones desenfrenadas de cuantos la rodean: la incontinencia sexual de Rodrigo, el implacable concepto del honor de su tío Tulga, el prurito vengador del conde Don Julián y de Opas, la pérfida felonía de Egerico y hasta la incomprensión final de Pelayo, que preferiría verla muerta que amparada por invasores y traidores.

La victimización de Florinda, tras varios siglos de ensañamiento contra su figura, y la voluntad de censurar determinadas actitudes del poder, sus vicios y corruptelas, distancian la obra de Gálvez de la tradición literaria inmediatamente anterior. En Florinda, Rodrigo es un «tirano», que abusa de su poder, del «despotismo», «estrago y violencias» (73) para obtener placer y someter la voluntad de sus súbditos; es un monarca débil, dominado por los malos consejeros, como el traidor Egerico, y por sus impulsos amorosos, que lo inducen a descuidar sus obligaciones y a dejarse dominar por los celos y por la lujuria. Falso e hipócrita, niega en público su ofensa a Florinda (68), pero reconoce en privado que la indisolubilidad de su matrimonio con Egilona le impidió convertir a la hija de Julián en reina, y lo empujó a usar la fuerza para conseguir sus deseos (73). Soberbio y cegado por la adulación, aleja de su lado a quienes, como Pelayo y Tulga, le hablan con franqueza y persiguen el bien del pueblo godo. Con tal ejemplo, en la corte de Rodrigo, de tan relajada moral como su rey, imperan la envidia, el disimulo y los vicios, y la traición acecha disfrazada de amable solicitud.

No es Rodrigo, sin embargo, el único en la obra que se deja arrastrar por sus vicios y pasiones. Lo hace también Egerico, quien, siendo servidor del obispo Opas -por tanto, del clan witiziano- y a la vez confidente de Rodrigo, se aprovecha de la confianza del rey para perjudicarlo y consumar su traición; lo hace el propio Julián, encendido de un ánimo vengador que le nubla el entendimiento y obsesionado por reparar los agravios personales sin parar mientes en el daño general; e incluso Tulga y Pelayo, diseñados ambos con una ambivalencia moral que certifica la gran intuición dramática de Gálvez.

Tulga, tío de Florinda y consejero leal del rey, encarna en la obra la defensa a capa y espada de los conceptos tradicionales de monarquía y honor, en los que pretende hacer encajar al negligente Rodrigo a toda costa, aunque con escaso éxito. Tulga antepone la verdad a la complacencia del monarca, y por eso le recuerda su responsabilidad en la penosa situación del reino godo, incitándolo a domeñar sus pasiones para luchar por el honor de la patria (95-96). Y, sin embargo, su férrea lealtad a la corona lo lleva también a justificar el proceder de Rodrigo con su sobrina y, en la más genuina tradición romanceril, a culparla a ella de su deshonra, cruel e injustamente:


Tus brillantes adornos deslumbraron
Los ojos de Rodrigo, y tu hermosura;
Ese don que á la España cuesta tanto;
Encendió su pasión; era Monarca.
Tú joven y orgullosa; desayrarlo
Fue irritar su poder; tu resistencia,
Oponer á sus gustos era en vano
Si humilló tu altivez, obró, Florinda,
Como Rey, como amante, despreciado.


(90)                


El desmedido concepto del honor familiar de Tulga y su particular idea del bien colectivo pasan por encima de la razón y del sentido común, y, esclavo de los prejuicios sociales, culpabiliza ciegamente a la mujer, la auténtica víctima del ultraje. Al mismo tiempo, su ofuscada defensa de la monarquía le hace dar sustento hasta el extremo de lo irremediable a un poder déspota, licencioso y sordo a las penurias de su pueblo. De hecho, cuando Rodrigo, exhortado por Tulga, recupera repentinamente su virtud en el tercer y último acto de la obra, ya es tarde para frenar la rebelión entre sus tropas. Haciendo gala de una volubilidad que parece no tener remedio, el rey se muestra dispuesto a dejarse manipular por Egerico, que, culpando injustamente a Tulga de traición, consigue que Rodrigo lo destierre con sus soldados y quede así aún más vulnerable a la amenaza árabe.

Tampoco Pelayo, que mantiene un comportamiento ejemplar desde el principio de la obra, queda libre de sus debilidades al final de la misma. El héroe astur, que Gálvez imagina prometido a Florinda, se mantiene fiel al rey aun después de haber visto truncada su relación amorosa por la lujuria de Rodrigo, pero su lealtad no le impide actuar razonablemente, con fidelidad a sus principios y a su palabra. Así, aun a riesgo de concitar las iras del monarca, defiende a su amigo Tulga ante Rodrigo, y también protege a Florinda de la lascivia de éste, aunando ejemplarmente nobleza de ánimo y razón sensible. Sin embargo, al final de la obra, también el héroe de la Reconquista se deja confundir por los prejuicios patriarcales, al volverse injustamente contra Florinda, creyendo que ésta se ha servido del engañoso «velo/ De la santa virtud» (124) para embaucarlo e introducir en el campamento godo a los traidores a Rodrigo.

Podemos afirmar, pues, que el drama de Florinda en la obra de Gálvez es precisamente su profunda soledad e incomprensión en un mundo patriarcal y, por tanto, adverso a lo femenino. Única mujer en toda la tragedia, Florinda encarna en ésta el ámbito de lo íntimo, de lo personal, de la sensibilidad, el círculo de los afectos familiares y de los sencillos anhelos naturales. A su alrededor, el mundo público y masculino, el del poder y la política, va tejiendo una compleja red de ambiciones bastardas e intrigas cortesanas, de prejuicios y códigos inflexibles, que la asfixian progresivamente hasta el drama final. Florinda reconoce haber sido víctima de sus circunstancias, de su juventud e inexperiencia, en un círculo social -la corte de Rodrigo- hostil y repleto de escollos. A lo largo de los dos primeros actos, la joven se defiende, le planta cara al monarca violador y embustero (77), reivindica su inocencia (90-91), acusa a todos los responsables de los males de España (Rodrigo, Opas, incluso su propio padre), denuncia la hipocresía de los que pretenden vengarla para hacerse con el poder (80;82) y aconseja a Pelayo con inteligencia y mesura (83-84). No obstante, conforme avanzamos hacia el tercer y último acto, asistimos al progresivo deterioro mental de Florinda, quien, humillada por el desprecio del rey y por la crueldad de su tío Tulga, se debate interiormente hasta la locura entre el afán de venganza y el deseo de evitar la aniquilación del inocente pueblo godo (121-125). En las últimas escenas, el abandono y la maldición de Pelayo (125), la soledad ante un padre consumido por la sed de venganza y los horrores de la conquista árabe, conducen a Florinda a un estado de total desvarío. Perseguida por los espectros de los muertos en la batalla, asume el discurso de los otros acerca de su culpabilidad en la catástrofe y se suicida, como buena heroína trágica de su tiempo, con el mismo puñal con el que pretendió lavar su honor su tío Tulga (129).

No es casual que el desgaste de Florinda coincida con el desmoronamiento del reino godo, a quien ésta representa simbólicamente durante toda la obra. Ya se ha señalado más arriba que la asociación entre la «flor perdida» de la hija de Julián y la España caída en manos infieles, funciona a modo de referente simbólico en la configuración literaria de la leyenda desde sus inicios hasta el siglo XVIII; la Florinda de Gálvez también se inserta en esta tradición, aunque su lectura, que obedece a una ideología sexual bien distinta, prescinde de cualquier referencia a la legendaria maldad de «la Cava» para hacer de ella una víctima inocente de las ambiciones ajenas y de la carencia generalizada de sensibilidad y sentido de estado. En la obra de la dramaturga malagueña, Florinda y el pueblo godo han estado igualmente sometidos a la ceguera y a las ilícitas pasiones de unos y otros (lujuria, ambición, venganza, traición, afán de poder...), que han prevalecido sobre los sentimientos personales y sobre el bien común. No en vano son las faltas cometidas por el rey y el fanatismo vengador de Opas y Julián los verdaderos responsables del drama, y no la confesión de Florinda a su padre, que, como ella misma explica a su tío Tulga, no tenía más objeto que su natural deseo de abandonar cuanto antes el escenario de su ultraje (90).

A la vista de las fatales consecuencias del libertinaje general de apetitos y sentimientos, la obra hace evidente que sólo una política del poder que contemplara la contención de las pasiones desordenadas y el respeto a la felicidad individual -garantía, a la postre, de la colectiva- podría haber evitado la hecatombe de la patria/Florinda. En líneas generales, el conflicto entre lo colectivo y lo individual, lo público y lo íntimo, gobernantes y pueblo, que emana de esta obra de Gálvez, encaja bien en el conjunto de las tragedias de su tiempo, que anuncian ya nuevas consignas ideológicas; por un lado, y aunque lejos de las soflamas liberales y antiborbónicas del Pelayo de Quintana45, Florinda deja entrever el espíritu crítico de la autora respecto a la situación política de la España prenapoléonica; por otro lado, pese a que en ella el papel de lo personal -estamos aún en 1804- queda por lo general subordinado al interés general -y de ahí la invectiva contra la venganza y la traición que actúa de cierre de la obra46-, su final, ese suicidio de Florinda anulada, enloquecida y desesperada, es ya claro indicio de las salidas románticas al peso de las convenciones, a la presión social, a la fatídica imposibilidad de vivir.

La Florinda de Gálvez, incomprendida, inocente, sensible, violentada y conducida hasta el paroxismo por su destino trágico, era un personaje de extraordinario potencial para la dramaturgia romántica; no es de extrañar que unos lustros más tarde, Antonio Gil y Zárate partiera de la versión de Gálvez para su tragedia Rodrigo (1825)47, apenas un año después de que el propio Duque de Rivas se inspirara -entre otras fuentes- en ella para su poema Florinda, o que encontremos numerosos ecos de la heroína de la malagueña en la hija de El Conde Don Julián (1838), drama de Miguel Agustín Príncipe. De hecho, la herencia de Gálvez se extiende aún más allá de la frontera del medio siglo, y sobrepasa también el ámbito teatral; así, y salvando las distancias, la encontramos todavía -a través de Miguel Agustín Príncipe- en un novelón de aventuras de Juan de Dios Mora, Florinda o la Cava (1853), que presenta a la joven, al igual que las anteriores, como víctima inocente de ultrajes y confabulaciones. En todas ellas, Florinda aparece dignificada, en algunas -como la de Rivas- incluso enamorada de Rodrigo, y en varias -siguiendo a Gálvez, pionera en relacionarla con el héroe astur- prometida a Pelayo. No parece haber, en este sentido, mayor rehabilitación para la figura de Florinda que una promesa de matrimonio con el artífice de la Reconquista, incluso si ésta es contravenida, como ocurre en tales obras, por los deseos lascivos de Rodrigo.

Después de diez siglos de reformulación literaria de la leyenda, el punto de inflexión en el tratamiento de Florinda en la escena española es sin duda la tragedia de María Rosa Gálvez de Cabrera, quien consigue desplazar su tradicional contenido simbólico -encarnación de la concupiscencia femenina para justificar el pasado nacional o contrastarlo con un nuevo proyecto político-, y convertirla en preludio de la tensión romántica entre el yo y sus circunstancias. Este desencuentro entre lo individual y lo colectivo (Florinda/códigos socio-morales) se dramatiza en la tragedia de Gálvez a través del enfrentamiento entre lo femenino y lo masculino (Florinda/Rodrigo), y también mediante la articulación del correlato simbólico nación-virginidad, que permite simultáneamente una lectura «política» de la violación de la hija de Julián como alegoría de la desunión entre el pueblo español y sus gobernantes. La presión sexual sobre aquélla, que escenifica la opresión y la anulación de lo femenino en el patriarcado, alcanza en la obra de la autora malagueña una dimensión ideológica más amplia, al convertirse en representación metonímica de la práctica social y política de la autoridad, el absolutismo y la arbitrariedad. Así, desde la pluma de mujer de Mª Rosa Gálvez, la legendaria flor perdida de Florinda alcanza en los albores del siglo XIX una nueva carga simbólica, impregnada ya de espíritu romántico y comprometida con la defensa de su propio género de la sensibilidad y de la libertad.






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