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ArribaAbajoCapítulo VI

A la selva


Llegó Cristaldo ya con la noche cayéndole a sus espaldas. Su caballito hosco se revolvía sin cesar para librarse del bichaje. Era hombre fino, de agradable rostro, cuya barba crecida tomaba un color castaño sanguinolento por la untura de barro y polvo. Vestía altas botas, blusa; en el cinto llevaba las infaltables armas y en las manos un largo arreador. Saludó con voz ronca, mirando a los recién llegados y se apeó, suspirando.

-¿Cómo estás, linda? ¿Sin novedad? -preguntó a la machú, mientras ataba por las bridas el caballo.

-Éstos que han llegado.

-¿Lo mandó el patrón, compañero? -Avanzó hacia Eusebio.

-Para usted me dieron este papel.

-Muy bien... Usted viene para hachero. ¿Conoce el trabajo?

-No.

-Lo de menos. Vamos a mandarle con Felipe que es viejo obrajero. ¿Ésta es su mujer? ¿Va con usted? ¡Qué linda! -sonrió-. ¡Cuidado con los arrieros!

-Ya le dije yo eso mismo -terció la machú-, aquí hay demasiado hombres, sobran, algunas veces es como para volverse loca; no la dejan a una en paz, ni de día, ni de noche.

-¡Pero machú! -rió el habilitado, pasándole un brazo por los hombros-, ¡eso te pasa a vos porque sos graciosa y linda! Donde vayas, siempre te ocurrirá igual. Ésta es nuestra mamá, amigo -agregó dirigiéndose a Eusebio-. Hay que estar bien con ella.

Poco después llegaron descargados los carros, entre agudos gritos de los cuarteadores. Montando sobre una de las mulas correspondientes a cada tiro, venía uno de ellos para dirigirlas. ¡Recio trabajo para infelices niños! De la madrugada a la noche cabalgando, rigiendo el carro, gritando y azuzando bestias por sendas salvajes, entre tumbos y latigazos, comiendo apenas la ración de cebo y carne enlatada, tragando polvo, chupados por mil insectos, devorados por las bacterias. Cuántos han muerto pisoteados por las mulas, acaso una coz, una dentellada, el golpe del rollo en un tirón falso. ¡Dios nos guarde!, la caída fatal bajo la rueda implacable. Quienes salvan de este común destino, a los veinte años son viejos, con más dolor que experiencia.

Cuando se arrimaron al fogón, sus caras revocadas de polvo rojo, se marcaban con hilos de sudor que al gotear por la barbilla, parecían gotas de sangre. Gotas de sangre aguada como podría manar de sus cuerpecitos amarillentos, débiles, atrapados por la codicia, condenados a un destino atroz. Son hijos sin padres, concebidos por el infortunio y que no tienen en el mundo un regazo sobre el cual llorar un dolor acerbo. En el fondo de sus ojos serios pareciera existir eternamente un matiz de asombro, como si algo en lo profundo les preguntase, por qué no llegaban nunca la caricia, el mimo, el beso, el alegre retozar y el aturdido juego.

*  *  *

Se acostaron con el último resquicio de luz bajo el amparo agobiante del mosquitero de lienzo, y poco después de media noche, ya se fatigaba el sueño. Muy luego los carreros se arrimaron al fogón para despertar mejor con el mate, y los cuarteadores fueron sacando las mulas enfrenadas en el palenque, para disponer los carros.

Eusebio también aprontó su breve equipo, al cual se añadía ahora un hacha, un machete y una lima. Se lo habían entregado la tarde anterior, advirtiéndole que su precio le sería cargado en cuenta. Debía partir con el convoy, bajar a la entrada de una trocha, y esperar allí al tal Felipe. Le informaron de que la provisión para la semana se encargaba los domingos, en cuya oportunidad debía venir al puesto o dar su pedido a alguno de los carreros de paso.

Treparon sobre el eje de una alzaprima y emprendieron viaje hacia el destino final. Flotaba en el ambiente una niebla baja, en la que proliferaban hongos y miasmas, madre de una somnolencia vaga y de la imagen interior.

Carreros, cuarteadores y bestias, marchaban silenciosos por el camino conocido, sin una luz: sólo de tarde en tarde, una vocecilla infantil enronquecida alternaba con los ejes dolientes.

-Aquí deben bajar... allí está el pique.

-¿Dónde?

-Después de esa mata de guayaybi.

No vio, ni podía ver el árbol, más bajó obediente, aturdido por este mundo que no comprendía.

Con la linterna buscaron un sitio más limpio, allí tendieron un poncho y se dispusieron a esperar. Perdido el traqueteo de los carros, el silencio se fue poblando de murmullos y gritos desconocidos. Tuvieron más y más necesidad de luz, hasta que se les ocurrió, recurso antiguo, encender una pequeña hoguera.

Porque el fuego en la soledad es siempre un amparo; hay algo en la luz que acompaña de inmediato y pasa a reducir el círculo de la soledad. Ya no se es algo más en las sombras fantasmales, sino que la llama concentra la vida y los ojos quedan fijos en ella.

*  *  *

Tumbado sobre una raíz saliente, observaba Eusebio la destreza de su compañera para avivar la llama, hacer hervir el agua y aderezar lo necesario para el mate. Este juego de sombras estremecidas, golpeadas, reducidas por el saltarino brillo, el súbito despertar y eclipsarse de colores, las gruesas ramas negras humedecidas y la niebla baja, le producían la sensación de encontrarse en medio de un sueño fantástico. «Me falta la relación», se dijo, «no he tenido tiempo de ver ni de pensar».

«Pero no es un sueño... ¿qué diría Margot si me viera aquí? ¿Qué diría...? ¡vamos! Diría... ¡sacúdete el polvo, hombre, y abajo con la selva!». No podría decir otra cosa; era una mujer estimulante que miraba perforando lejanías y hablaba horadando el tiempo, como una sibila de su voluntad. Así había sido con él.

En aquella época se había acostumbrado a que ella resolviese todas las cosas importantes de su vida; todo quedaba confiado a su buen sentido, no porque él lo hubiese consentido deliberadamente, sino que paso a paso, se había despojado de la facultad de decidir y se abandonaba blandamente a esta influencia, gustoso, inconsciente de haber derivado la responsabilidad.

Realmente, al principio fue un caso de sometimiento a la mayor rapidez de concepción; mientras él divagaba, encendiendo sus bríos tras quimeras, ella con su sentido práctico y un firme querer, ya había determinado algo, tanto que se encontraba al cabo sorprendido de arribar por tortuosas sendas a lo mismo que ella, ¡mas con cuanto atraso!

Margot eligió la carrera que debía seguir. Había terminado el bachillerato y no sentía inclinación hacia clase alguna de estudios especiales. Primero, había postergado una y otra vez la resolución, discriminando razones, tentando de mala gana el bolsillo y mirando, torvo, el régimen de sacrificios que cualquier posibilidad le abría.

Sus relaciones eran de un íntimo compañerismo que llamaba la atención de otros, pero que a él le parecía completamente natural. Nada se habían dicho, ni sospechaba que hubiese necesidad de una definición. Juntos andaban, paseaban juntos; cuando había ocasión, bailaban y se había acostumbrado a no prescindir de ella para afrontar cualquiera de los pequeños problemas que le presentaba una juventud ni aturdida ni sentimental. «Vení vos y tu pareja», le decían, o «ustedes», con lo que quedaba entendido que se trataba de ella y él.

Hasta que un día una señorita ya bien dura de huesos, indiscretamente le había preguntado:

-¿Festeja usted a esa chica, verdad?

-No -rió, mas quedó confuso.

-Esa misma tarde, caminando hacia la Facultad, contó a Margot lo que le habían dicho. Ella se paró en la calle y lo miró, divertida.

-Y vos, ¿qué le dijiste?

-Le dije que no.

-¿Es eso cierto?

La miró, desconcertado. ¿Dónde quería ir a parar?

-Pues nunca hemos hablado.

-Está bien. Cuando alguno me diga: «¿viste tal cinta?», yo le digo: «No». «¿No querés verla?». «Sí». y muy pavote será si no me invita... «¿No vas a bailar el sábado al Club?». «No, porque no tengo pareja». «¿Y Eusebio?». «Bah, con él no tengo nada»... en fin: lo que quiero decir, es que vos por tu parte y yo por la mía.

Comprendió en el acto que era muy capaz de realizar lo que estaba diciendo y aún mucho más, ya que no le faltarían oportunidades, y que si le faltasen, con cuanta facilidad se las crearía. De la médula hacia la epidermis sintió un soplo helado. Nunca hubiese pensado que existiese evento tal y aún sin penetrar el alcance, los efectos que ello importaba, un impulso meramente instintivo lo llenó de pavor. Ella digna, fría.

-¿Harías eso, Margot?

-Claro, si nosotros no hemos hablado nada.

-Pero no, no quise decir eso... ni sé qué quise decir, ni sé qué haya entre nosotros; pero al pensar en lo que decís, me figuro que algo hay.

-¿Qué hay?

-¿Qué hay entre nosotros?... no sé, pero hay algo, ¡vaya si hay algo!... ¿qué hay algo entre nosotros?, caramba si hay cosas, ¡si hace años que andamos juntos!

-¡Pero qué importa eso si, total, no hemos hablado?

-Es verdad, no hemos hablado, pero lo otro también importa. No harás eso que dijiste, ¿verdad que no? -Había una rara ansiedad imperiosa en su voz y se inclinó hacia ella, como si quisiese traspasar físicamente su voluntad para obligarla a acceder.

Ella, solemne e irónica.

-Mi querido Eusebio, en realidad sos muy tonto, ¡Jesús!, qué tonto... con toda la inteligencia que tenés. ¡No!, callate y escuchame: si para mañana a esta misma hora no sabés decirme qué hay entre nosotros, cumplo lo que dije. Y ahora vamos, que se hace tarde.

Fueron caminando callados hasta llegar al aula. Salieron de nuevo juntos, como todos los días; mas esta vez no se separaron en la esquina en que divergían sus caminos, porque Eusebio sintió la necesidad de estar próximo a ella en estos momentos de angustiosa duda, aun cuando fuese ella misma quien lo hubiese precipitado en la sima en que se debatía. ¡Triste hábito de acatamiento! Ella seguía caminando, segura, tarareando alguna tonadilla de moda, sonriendo elocuente al mirar con el rabillo del ojo la tonta seriedad de su compañero.

Pues éste chapoteaba en una ridícula discriminación de sus sentimientos. Como buen estudiante, conocía muchas definiciones y entre éstas, las del amor, con su pálido anhelo, su desazón, su deseo vehemente de estar con la amada, el pensar continuo en ella, el atribuirle todas las virtudes y la gran suma de las bellezas. Podría existir el amor sin las serenatas, sin los poemas, acaso los duelos, ¿o el pacto firmado con sangre? ¿Dónde estaba la primera cita, el disimulado contacto, la flor disecada, el beso robado, la mirada eterna que se siente una vez? ¿Cuándo para él fue triste la luna, confidencial una estrella, llena de remembranzas una canción? «Pero -concluyó al fin-, ¿no será porque siempre la tuve conmigo? ¿No me causó instintivo pavor la sola idea de un alejamiento? ¡Claro, claro, hombre! ¡Verdaderamente sos un asno descomunal! ¡Ah, encantadora Margot!»; cuando él llegaba, hacía rato que ella descansaba, de vuelta. ¿Qué sería de él sin Margot?

Paráronse un rato en la puerta, al llegar. Él, con las manos puestas en los bolsillos, una desacostumbrada arrogancia en el porte y una dichosa sonrisa en los labios.

Ella subió la primera grada del portal antes de hablar:

-Bueno, señor mío, espero que para mañana su poderosa cabeza habrá descubierto el enigma. Con que, ¡hasta mañana! Y se dispuso a entrar.

-Un momento... no hace falta mañana... ahora mismo.

-¿Ah sí, ahora mismo? -se volvió seria.

-Margot, ahora mismo puedo decirte que te quiero, que entre nosotros hay un grande y puro amor. -Le tomó del brazo, sonriente, triunfante. Ella no dijo nada, mirábale atenta, sin demostrar en modo alguno que estuviese sorprendida-. Sí, que te quiero mucho, que soy un tonto de remate... y que mañana voy a decirle a ella que estaba loco, loco por vos.

-En fin, completamente tonto no sos... pero para que veas las cosas que tenés alrededor, no basta que estén saltando delante de tus ojos; es necesario además que las atropelles y que te des un porrazo. ¡Ah!, entonces, sí, tu cabeza empieza a funcionar aceleradamente y sos capaz de hacer un disparate porque te sentís sorprendido.

-Tenés razón.

-Claro que tengo razón. ¡Como si no te conociera! Siempre vivís y has vivido en la luna, ocupándote horas y horas en lo que no te importa directamente, y si yo no te tirara de un brazo, no sé a dónde irías a parar.

-Tenés razón, no sé que hubiera sido de mí sin vos.

-¡Pero eso no debe ser, hombre de Dios! Vos, vos mismo debés atender a las cosas que te importan. Dedicar parte de tu tiempo a enterarte de que la gente vive. Quisiera saber qué sería de vos sin tu famoso empleo. ¿Serías capaz solamente de buscarte otro?

-Tenés razón.

-¡No vuelvas a repetir que tengo razón! Lo que quiero es que toda esa hermosa inteligencia...

-Muchas gracias.

-Que esa hermosa, inteligencia también te sirva para algo, ¿entendés? ¿De qué vale que conozcas todo el Derecho Romano, español y universal, si no sos capaz de defender tu derecho, tu humilde derecho, tu humildísimo derecho a ocupar un lugarcito entre los demás?

¿Qué había contestado? De momento, sólo tonterías, balbucientes intentos de explicación. Mas, una vez en casa, se puso a meditar y escribió una carta...

«Tenes razón, no quiero justificarme, pero por ahora siento una cosa rara, un deseo muy grande de ver pasar las cosas y dejar correr la imaginación, libre de toda traba, libre de cualquier lógica, de toda razón. Por ejemplo... pienso que he salido de viaje... Que voy, que navego, que miro el mar grande y verde donde no hay otra cosa que inmensidad llena de caminos; que en la cubierta del barco hay mucha gente que habla, que pasea y yo quiero decir, en un momento dado una poesía al mar... No sé cual poesía pondría ser, pero me viene a la boca el calor emocionado del verbo y hablo fuerte para escucharme, sin que nadie me escuche, salvo vos, que no habías venido conmigo al principio. Me digo entonces: 'Pero tonto, si esto es fantasía; que esté aquí sin que me importe como ha venido' y allí estás: te veo a mi lado, clara, nítidamente y participamos juntos del momento emocionado.

»Como todo ha sido muy bello, de pronto siento la necesidad de apuntalarlo con algunos antecedentes. Vuelvo rápido al punto de partida. Entonces por una razón cualquiera salimos juntos de viaje, bajamos el río; ya llegamos; allí está el buque de altura que aguarda. Juntos miramos el mar, digo los versos, revivo el momento y siento en mis brazos alborozados, en la cara, la embestida del viento que ahoga la palabra, pero que la siento fluir poderosa desde el pecho, vibrar en la garganta, llenarme la boca y retumbar en los oídos.

»Otras veces me hundo en el agua, bajo todo cuanto quiero, sin esfuerzo la siento comprimirme y resbalar sobre el cuerpo, pasarme por los ojos abiertos, la blanda, clara y fría resistencia del agua. Me vuelvo sobre mí mismo, me impulso hacia un costado u otro, subo, asciendo, tengo la dimensión de lo alto, suavemente, con la velocidad perezosa de las garzas, y el batir pausado de sus remos blancos.

»En esos momentos no quiero nada, solamente sentir como el cuerpo es liviano y blando, como flota y se mueve, como vive y no piensa, como siente y no quiere. La plácida felicidad de un alga.

»Pero la felicidad se corrompe por tedio, no por el mal y al cabo, mi vida de alga busca otra forma. Siento entonces la necesidad de ti, y estás conmigo, así como lo quiero. No me acuerdo haber terminado una aventura imaginativa, sin tenerte a mi lado. Por mucho que corra, termino siempre donde estás vos».

-Eusebio... Eusebio, aquí está el mate.

La voz de Clara lo trajo nuevamente a la selva. Sin embargo, no quería dejar su lejano abandono. Se sirvió del mate absorbiendo poco a poco para darse tiempo de retomar el hilo de los recuerdos.

Al día siguiente se encontraron. ¿Qué había contestado Margot? Nada. No podía replicar porque ella también amaba los sueños, aun cuando su fantasía tuviese un propósito. Sus ojos tenían las sombras de la meditación profunda y se manifestaban en su actitud los rastros de la lucha entre una incógnita y el vehemente deseo de olvidarla.

Extendió los brazos descubiertos, se apoderó de su cabeza y la amparó sobre sus senos. ¿Fue entonces cuando sintió que el fuego blanco de una elevada estrella se encendió en su corazón?

-¡Eusebio! ¡se enfría el mate! -notificó Clarita. ¡Rediós! Y dale con el mate, ¿por qué no lo dejaría tranquilo?

Se avergonzó de este impulso que había durado apenas un instante. Empezó a conversar; no era posible estar tan lejos, siendo así que la vida del bosque le exigía una atención y lucha permanentes, en la cual sus instrumentos serían un hacha, un machete y una lima. «Eso pensaría Margot», se dijo. Le remordió la infidelidad de pensar con tanta intensidad en otra mujer, allí frente a Clara; le resultó inmoral, odioso. Y aunque sintiera el escozor del hecho reprobable, reconoció que muy pocas veces la emoción de un instante había podido hacer fiel su pensamiento a un impulso.

*  *  *

Más tarde, pero mucho antes de la aurora, apareció el habilitado, montado en su caballito hosco.

-¿Está bueno el mate? -preguntó a modo de saludo.

-¿No quiere servirse uno?

-Sí... venga. Voy a buscar a Felipe, y enseguida estoy de vuelta. Es hombre guapo; pronto se podrán entender.

-Mejor así.

-Claro, usted ya sabe: aquí, todo el mundo gana según su trabajo. Madera hay, es cuestión de tumbarla. Bueno, me voy, que hoy será un día bravo, según parece.

Se fue y entraba la punta del alba cuando vino de vuelta. Detrás suyo, un hombre moreno obscuro, grande, fuerte, de cara cuadrada y labios finos, de movimientos pausados y seguros, venía caminando con las pilchas a la espalda. Parecía una sombra más en la noche, que avanzaba grave, inexpresiva. Los ojitos casi cerrados no daban brillo y al hablar, con voz profunda, los labios apenas se movían.

-Eusebio: aquí está su compañero. Él ya conoce el lote, así es que les será fácil empezar. Bueno... los dejo -y se fue.

Arriba había claridad, pero las bóvedas de espesura aún guardaban celosamente la noche. Siguieron tomando mate, esperando más luz, los tres sin hablar. Después, Eusebio creyó necesario dar algunas explicaciones a su nuevo compañero.

-Vea, amigo, yo no conozco este trabajo, usted me tiene que enseñar.

-Sí, ya me avisó don Isidoro.

-Eso le va a perjudicar al principio.

-Sí, pero enseguida vamos a ver si va a servir, si aguanta.

-¿Si aguanto qué?

-¿Y... si aguanta? ¿Es la primera vez que usted trabaja en el monte?

-Sí.

-Bueno, hay que saber andar aquí para ver si se aguanta. Después el trabajo ya es más fácil.

Quedaron nuevamente silenciosos. Persistía aún a niebla baja y el fuerte olor a humedad. Los pájaros saludaban al nuevo día y pasaban bandadas de loros que iban a sus comederos. Los tucanes se posaban en las ramas altas y los carpinteros hacían resonar el pico horadador; algunas urracas se espantaban por los movimientos del despertar y sus ásperos graznidos eran casi permanentes. Nuevas especies de mosquitos se sucedían: algunos eran pesados, grandes, zanquilargos y voraces; otros eran mansos, torpes y desmañados; pero todos eran hambrientos.

-Ya podemos ir -dijo Felipe-. De aquí a unos trescientos metros hay un arroyito que no se suele secar. Por allí cerca podemos establecer nuestro puesto.

Cargaron equipos y se internaron en la selva. Sólo gajos cortados aquí y allá y la maleza baja aplastada, indicaban el camino. ¡Pero que difícil resultaba caminar! Se tenía que agachar e introducir en verdaderos orificios del follaje ¡y cuidado con errar! Ramas y enredaderas entretejidas obligaban indeclinablemente a volver. A veces ni eso: se sentía atrapado en una trampa muelle y erizada que al rechazarlo aquí, tirábale con mil garfios dañinos por todas partes. Quería zafarse con prisa impaciente, mas no en vano las mañas se aprenden a golpes. El suelo con mil arbustos, raíces y troncos tumbados, pedía mucho tiento y gimnásticos pasos. Debía escurrirse, enhebrarse en agujeros hostiles, en marañas inhóspitas, donde mora el acecho ahíto de sangre de presas, donde a todas horas, por la noche y el día, hambrienta, aguarda la muerte o estalla el salvaje amor de las fieras. Ya el pie se ha hundido en el cuenco de la raíz putrefacta que gusta la sierpe para el sueño de ranas y ratas. Salta el terror del veneno y el cuerpo siente el desgarro de la rama espinosa que marca el surco purpúreo.

La humedad del sudor y el ambiente se pegan, coloreados de sangre y de tierra; los insectos devoran y todo el bosque agobiante se vuelve enemigo.

Felipe se había detenido a mirar, cuando llegó a su vera.

-Allá -dijo mostrando un copa y se puso a picar la senda para ir hasta ella.

Cuando llegó a la mata del árbol, se vio que debajo las densas sombras no dejaban vivir otras especies vegetales.

-Aquí -de nuevo resolvió sin consulta; bajó su equipo y se puso a limpiar un claro en medio de la maraña.

Buscó a Clara; la vio llegar sofocada y espió en su rostro alguna leve señal de protesta para resolver contra ella el despecho de su incapacidad. Mas en vano, porque ella hasta le regaló una sonrisa al tenderle la cantimplora de agua.

Felipe cortó unos varales y asentó los horcones del rancho; Clara encendió una llama y él, desatinado, inexperto, corría a una y otra parte, con la voluntad avergonzada, sin saber qué hacer.




ArribaAbajoCapítulo VII

El angelito


En los primeros días, nada era más importante que luchar desesperadamente para responder a esta avalancha de esfuerzo que se le pedía. No quería ser una carga, ni tampoco resultar inferior a su compañero y ahogaba con rabia los sufrimientos para poder más, siempre más. Volvía por la tarde, después de sus tareas, con la mirada extraviada, dolorido, semiinconsciente por la violencia de la porfía. Entonces, cada golpe de hacha era una operación diferente cuyo éxito o fracaso juzgaba de inmediato... Después fue sopesando unidades más complejas, como el tiempo invertido en abrir un costado o su capacidad de provocar el tumbo en una u otra dirección.

Así pasó la época del duro aprendizaje; al fin supo mover el cuerpo para bolear el hacha y la puntería se había afinado hasta variar por milímetros el lugar del impacto y producir cada vez un daño más efectivo en la nobleza del tronco que retumbaba doliente. Sus manos perdieron el don de la caricia; se hicieron gruesas, callosas y duras de tanto resecar ampollas con orín; el tronco desnudo, en la agitación del trabajo, ya no sentía las efímeras molestias causadas por insectos. Aprendió a orientarse en el bosque, a distinguir unas especies vegetales de otras tantas y a reconocer lugares por selváticas señales. Su vista y su oído eran ya sensibles a los ruidos que pudieran ser peligrosos, a los rastros reveladores y supo prevenirse ante el leve crujido que indicaba el sigiloso paso de animales grandes.

Después de cada día de labor se arrojaba, molido, en su camastro. Muchas noches no tenía ganas de comer: sólo el sueño, el denso reposo obscuro, era el afán impuesto y requerido. Las manos, los miembros lastimados no tenían tiempo de dolerle por la violencia de la fricción durante el día y el abrumador cansancio de las horas posteriores. Olvidó a Margot; Clara se movía a su alrededor como el fantasma vago de una fiebre delirante.

*  *  *

De la misma manera que cuando se sale de un sitio resguardado y se encuentra con que ha llovido, así, con sorpresa indiferente, un día que no salió a trabajar debido al mal tiempo, redescubrió a Clara. La miró con desapasionada atención, tal cual se ve un paisaje de tierras desconocidas. El rostro había empalidecido, los lustrosos cabellos negros estaban marchitos, duros y sucios, sajadas las manos, con multitud de pequeños cortes; los pies que antaño le habían enamorado, con rasguños tumefactos y purulentos; la ropa descolorida, rota.

Le correspondía en la brega, el corte de leña, el acarreo del agua, el lavado, la comida, el llevarla por piques solitarios y ásperos hasta donde oyera batir el golpe del hacha, cuando se lo pedían. Un atavismo indígena le defendía del peso del silencio y la soledad y cuando oía retumbar en la selva estremecida el impacto del acero, cuando oía crujir fresca madera rota en una crepitante catarata de gritos espantados, hasta acabar con el tembloroso resonar del suelo, sabía que un árbol había caído, que su hombre había triunfado una vez más sobre la selva y por él y por sí misma, sentía regocijo en el corazón.

Mas, Eusebio la miraba con las carnes dolidas, a través del sufrimiento. Demasiado se compadecía él de sí mismo para compadecer a otro alguno. «Al fin y al cabo, por ella estoy aquí -se dijo-, si no hubiese ido a buscarme aquella noche, me hubiese evitado todo esto». Sabía que era falso, sabía que nadie le obligaba a ocultarse, sino su propio tumulto sentimental, mas el despecho acedo del fracaso propio, de su esfuerzo inútil por evadirse, esta vez llevaba la voz más alta en la conciencia entenebrecida.

Quería encontrar una causa que le exculpara, una fuerza que le hiciera posible considerarse víctima e hiciese a sus ojos compadecibles sus sufrimientos.

Empezó por desconocerle abnegación alguna: «ésta es su vida», se dijo. «Así vivió su madre, así se crió ella. Ni sabe que exista otra cosa». Y su belleza fue siempre silvestre, fresca por la edad, ingenua por ausencia de tentación. Ella misma, ¿qué? Agua del manantial, insípida después de saciada la sed. Hasta cuando quería pedirle deleite, sus caricias, aunque voluntariosas, eran simples y su carne toda, yacía pasiva e inerte a lo largo de experiencias reiteradas.

Todo el día se mostró hosco, desapacible. En vez de regocijarlo esta forzada holgura, tendido en la barbacoa, la miraba chapotear en la tierra embarrada, sin encontrar bueno nada de lo que hiciese. El mate muy caliente o frío, la yerba humedecida y amarga con exceso, la comida seca, no cosida la ropa.

-¡Qué falta hace una caña! -sugirió de pronto.

-Caña hay que pedirle a la machú -oficioso informó Felipe.

-¿Tiene ella?

-No, hay unos arrieros que traen de la Isla.

-¿No está prohibido?

-Por eso es más cara y viene por el monte.

Recordó sus días de Panambí cuando se pasaba bebiendo desde la mañana y la desagradable sensación del mareo, cuando cerraba los ojos y esas cosas empezaban a girar. «Pero ahora es diferente -como siempre, justificó el deseo- una botella para dos, no es mucho».

Era justo darse una pequeña compensación; eso de rodar días y días por el bosque, el sentir la selva arriba, abajo, por todas partes, el tener la mirada detenida por la indeclinable maraña verde obscura, no podía vivirse sin la tregua del alcohol.

*  *  *

Y después, la sensación del temor... Había advertido que ése era otro peso constante en aquellas soledades. El primer temor era producido por la selva misma; sus sorpresas, la posibilidad del encuentro con animales salvajes al atravesar cada matorral de vegetación; el enemigo podía estar arriba, en una rama o en algún lugar; no se podía dudar de su presencia. Los rastros eran visibles por doquier; sus gritos se hacían oír a cada momento, un susurro de hojas o el trisque de ramas rotas prevenían su recatado paso.

Recordaba perfectamente la helada sensación que le había invadido cuando, con Felipe, encontraron al tigre. La fiera caminaba por la trocha en sentido contrario al que llevaban ellos. De pronto oyó que su compañero, en voz baja pero enérgica, le decía:

-¡Alto!... ¡completamente quieto! -y procediendo despacio desenvainó su largo cuchillo.

-¿Qué pasa?

-Peteí yaguareté.

Miró por sobre el hombro de Felipe. También los había visto el animal y a unos veinte metros se detuvo a mirarlos con sus ojos brillantes y fríos. Extrajo el revólver con precipitación; pero el compañero lo detuvo airado, hablándole por lo bajo:

-¡Quieto! ¡quieto! No tire... solamente si se aproxima aún más.

Tiesos quedaron un rato con los músculos endurecidos por el apresto y un miedo rígido como la escarcha les erguía los pelos. Despacio, sin huir, se volvió la fiera y se internó en el mato. Le dieron tiempo para alejarse y cuando, ya distante, escucharon los alborotos de los chajhás, sintió que le dolía la mano de apretar el arma.

Por muchos días en cada lugar umbrío creía ver la mimetizada figura del felino en posición de traidor acecho.

Más allá de ese terror a lo imprevisto, está el temor al hombre. Nadie pregunta allí quién sea uno ni de dónde vino. Se supone que lo trajeron los infortunios, que ha abandonado el rancho, la mujer, los hijos, porque la cosecha se perdió en la seca, o lluvias inoportunas pudrieron las simientes, o las langostas se devoraron las esperanzas. Y es entonces cuando un anticipo salva la penuria cierta. Otros huyen del comisario ensoberbecido o del vecino que atropella impunemente porque se respalda en su partido; algunos que lavaron afrentas con la propia mano; no pocos que culpan a la bebida la desgracia que ocasionaron con un cuchillo, también incautos que nunca vieron tantos billetes juntos, y locos vendieron sus mejores años.

Pero todos están de paso; todo es interino y cualquiera sabe que en algún momento, o después, deberá seguir. Los que aún se quedan, están pagando lo que han recibido o no quieren volver con la derrota de más miseria. También los vicios allí hunden con la vergüenza, y nadie se fía del casual compañero de poco tiempo. Total, por delante están la selva y las dos fronteras.

Cualquier encuentro determina la automática elección de una estrategia. Se mide el poder de cada cual y sobre esta base, se calcula la conducta.

La ley de la selva es la caza, que exige permanente apronte, el acecho y la sorpresa. ¡Y la selva ha impuesto esta ley al hombre!

Cierta vez vino un recibidor a metrear la madera, enviado por la administración. Era hombre rudo, grande, bien armado, que montaba una mula chica y con ella se internó en el bosque todo lo que pudo.

Estaba midiendo un rollo cuando advirtió que debajo tenía un hueco. Se agachó a mirar tratando de apartar la hierba que le impedía ver. Felipe, con la mayor solicitud, limpiaba muy cerca con el machete.

-Aquí hay un agujero -declaró al fin.

-¿Es muy grande? -comentó Felipe-, ¿le entrará allí la cabeza?

El otro estaba agachado, en mala posición y habría considerado también la presencia de Eusebio. Varió de inmediato.

-No le haga caso -y siguió midiendo.

Por último, reina en la selva el temor permanente a la enfermedad. El paludismo hacia sus víctimas y por épocas se presentaba con una virulencia tal, que en pocos días lograba aterrorizar a estos impávidos hombres, con la imagen de la muerte. Esos seres con la faz amarillo verdosa eran palúdicos que podían sostenerse mediante el uso perenne de preparados de quinina.

Y la buba, que tiene monstruosas víctimas, horriblemente llagadas; con las mucosas de la cara devoradas hasta la mutilación. Les espera una larga agonía putrefacta, la muerte como liberación.

Pero en los días de verano, cuando amenaza un aguacero, el agobio del bosque es insufrible. La atmósfera pesada y húmeda doblega hasta la exuberancia del follaje que vuelve sus hojas anhelantes en espera de una descarga de tensión. Se tienen ganas de revolcarse en la tierra para sentir algo de su fresco, pero la inagotable humedad del suelo y la aguachenta vegetación baja, exhalan en estas ocasiones un asfixiante vaho tibio de materias pútridas.

En esos momentos es cuando con el pecho ansioso, la nariz jadeante, el hombre alza los ojos y busca la bendición de un pedazo de cielo que abra espacio cuando menos a la vista. Pero el cielo está reservado sólo a los gigantes del bosque que guardan celosos su patrimonio azul. ¡Entonces el desdichado se vuelve iracundo contra el destino!

Esto se soporta una vez, diez, veinte, por largos períodos, todos los días. ¡Debe ser muy malo lo que reserva la vida para permanecer aún así en este reino verde de pesadas sombras!

-Ahora van al lote del Angelito.

-¿Por qué se llama así?

-Porque allí tiene su cruz un Angelito que murió mordido por una cascabel.

-¿Cómo?

-La madre lo dejó solo para llevarle la comida a su compañero. Dicen que cuando volvió, ¡Dios nos guarde! a su lado estaba durmiendo una cascabel. Fue para alzarlo y al tocar la víbora, ¡pegó un grito! La criatura y la víbora despertaron juntos y al moverse, lo mordió furiosamente cuatro veces.

-¿Qué hizo la madre?

-¿Qué iba a hacer? Aquí se aprende a no querer tanto a los hijos... Abandonaron los cortes porque dicen los obrajeros que cuando hace mal tiempo, la mujer oía siempre un llanto de niño y el agitar de un crótalo.

*  *  *

Al fin, Eusebio llegó a ser un hachero... Podía predecir el lugar exacto donde iría a caer un tronco regularmente batido por sus brazos. De vez en cuando se sentía afiebrado: había hecho traer comprimidos de quinina para tomarlos preventivamente. Sus éxitos en la tarea le hicieron creer que también se había adaptado al bosque; en realidad apenas comenzaba para él la vida, puesto que lo pasado, no era sino un rudo aprendizaje del trabajo. Se volvió agrio, silencioso, mordaz.

Clara, cada vez más humilde, tímidamente voluntariosa, comprensiva por instinto.

En varias oportunidades pudo conseguirse alcohol y un día hasta dejó de trabajar para ir a buscarlo expresamente. Nunca iba al puerto. Le había entrado la idea de que yendo, alguno terminaría por reconocerlo y se descubriría su paradero. No quería recibir noticias, cartas, y mucho menos escribirlas; como un enfermo de mal repugnante, huía del asco y la compasión. Un día, al volver al puesto, vio colgada de una rama baja, una pieza grande de carne fresca de venado. Le alegró la gástrica ilusión de cambiar por unos días el corned-beef por este manjar natural, tierno y sabroso. Pero no demostró entusiasmo, porque en esa época sólo el alcohol le podía aflojar la torcida tensión del rostro.

-¿Quién trajo eso? -preguntó a Clara.

-Palacios, el hachero del otro lote.

-¿Y por qué lo trajo?

-No sé, dijo que lo mató por aquí cerca.

-¿Y de dónde lo conocés?

-Cuando fuimos una vez a encargar la provisión, él estaba.

No hizo otro comentario; pero no le gustó que nadie visitara su puesto no estando él. Una mordiente sombra de celos se insinuó en su espíritu, predispuesto a recibir y desarrollar cualquier idea sombría.

Pocos días después, se repitió el presente; pero esta vez eran jugosos panales de miel silvestre, amontonados sobre una corteza que goteaba la generosa ambrosía. «Son muy espléndidos estos regalos, y ¿por qué este sujeto se viene siempre cuando yo no estoy?... ¿Pretenderá seducir a Clara?». Sintió en la boca un amargo sabor de disgusto. No podía imaginar ni por un momento la posibilidad de la correspondencia por parte de su joven mujer; pero se hizo aún más torvo y sombrío. «Sería lo último que me pudiera suceder -pensó-, que ahora pretendan llevarse a mi compañera... Ésta, con su irritante falta de personalidad, todavía es capaz de hacerme sufrir un último escarnio».

Por un momento, quiso ser ecuánime y hablar con franqueza a Clara, porque ni aún sus más negros pensamientos osaban empañar la fe en su honestidad. Pero había algo que se había modificado: su ser ya no era el mismo, una irritabilidad desconocida, un desasosiego permanente, le privaban de la serenidad necesaria para librar sus sentimientos y juicios.

Las antiguas imágenes que por un tiempo parecían haberse adormecido, volvían ahora con más frecuencia y se apoderaban de su ser con renovado imperio. No podía tenderse a descansar, sin que escenas y más escenas de su otra vida cobraran forma ante sus ojos; pero ahora ya no había recuerdos buenos y recuerdos malos. Todos, cualquiera de ellos, eran agradables su afiebrada imaginación, que sin propósito reconocido pugnaba por evadirse de su escenario actual.

Nada preguntó, ni dijo nada, pero su irritación tanto trascendía que a todos se hizo patente.

Así pasaron varios días; trabajaba con ardor para volver a agotarse como en los primeros tiempos; pero el cuerpo sabía ahora defenderse por sí solo y ya no admitía ese tipo de fuga. Buscó en varias ocasiones consuelo en el alcohol; pero las más de las veces era inútil; su organismo no estaba aún definitivamente debilitado como para que las mezquinas y carísimas porciones que conseguía, lo pudiesen enajenar por completo.

*  *  *

Margot volvía a estar muy presente como traída por un deseo sazonado, y buena parte de la persistencia en esa lucha era un homenaje a esta memoria. «Ella no podría tolerar que un día cualquiera porque si me fuese». Siempre trató de hacer de él un hombre eficaz para la lucha. Se le había entregado en una forma tan singular, característica, que el episodio pintaba lo vivo de su carácter. Se había otorgado como un premio, cuando ella se creyó merecida.

Sus relaciones continuaban placenteras, tranquilas, sin cosa que pudiera alterarlas. De cuando en cuando, le endilgaba un sermón alabando su actitud ante un caso determinado y afeando otras: luego algo más de presión con simulado enojo y tras haber conseguido lo propuesto, o cuando menos la transacción de la promesa firme, venía el dulce premio.

Pero llegó una época en que Eusebio sintió en sí al hombre, y vio en su amiga a la mujer. Fue un período largo, de fatigosas luchas espirituales; si por una parte sentía los indeclinables apremios del sexo, no se decidía a requerir su correspondencia, porque, inhibidas por la educación, aún no se le habían borrado las ideas de repugnancia y horror con que se pinta el pecado, ni los recuerdos de las temerosas experiencias furtivas, y además, tenía un conocimiento muy vago de las equivalencias de los deseos.

Tampoco se atrevía a cambiar las bases de una comunión tan firme y pura, que nunca había tenido altibajos. Desconfiaba, temeroso, de una reacción de Margot. ¿Se sentiría ofendida? Si ella se negaba terminantemente, ¿continuaría después esa absoluta confianza? ¿ese abandono tan cómodo y placentero que había hecho de cuna al amor?

Sus vacilaciones le hicieron desconfiar de sí mismo y adoptar una actitud reservada. Ahora ya no era como otros tiempos en que no había un solo pensamiento oculto, reservado entre los dos. Ya no se atrevía a decirle ciertas cosas porque pensaba que pudiera delatarse, que ella pudiera entrever algo.

Hasta trataba de no estar con ella con tanta frecuencia. A ratos, se sentía avergonzado o indeclinablemente resuelto a llevarse todo por delante y abrir su corazón. Algunas veces, asumió la actitud, y hasta lo dijo con los ojos, pero inmediatamente llegaba el horror y se echaba atrás, tímido, confuso, prometiéndose no volver sobre el asunto, o postergándolo para otra ocasión.

Un día cayó en sus manos un tomo encuadernado con cierta pretensión de elegancia. Era Rojo y Negro. La personalidad de Julián Sorel lo impresionó y llenó de asombro como que era tan diferente a la suya. Sin embargo, el recurso del personaje de ponerse un plazo indeclinable para llevar adelante su intención, no le era, completamente desconocido. Alguna vez había logrado vencer su naturaleza tímida en forma parecida. Claro que él nunca se puso plazos perentorios, ni se amenazó con el suicidio como pena por el no cumplimiento. Y a más, a última hora siempre había encontrado pretextos honorables para otorgarse prórrogas; pero otras veces también le había dado resultados inesperadamente óptimos y fáciles.

Entonces resolvió decírselo a Margot. No se dio horas, sino días; ni estableció la muerte como pena, sino resolvió y juró no tocar mujer alguna mientras no se hubiese sincerado con su amiga.

Los primeros días después de haber formulado esta resolución, adoptó un aire desafiante. Se mostraba decidido, audaz y resuelto para afrontar todas aquellas cosas que no tuvieran relación directa con su propósito; pero no se atrevió a dar el paso final. Y los días corrían, ¡corrían con fatal precisión! Cuando faltaban sólo tres, un decaimiento inexplicable se apoderó de todo su ser. Leía una y otra vez la escena en que el personaje de Stendhal, sentado en el jardín, se dice: «Si al dar la última campanada de las diez no le tomo la mano, subo a saltarme la tapa de los sesos».

Al fin sintió odio hacia tal actitud que originariamente tanto había admirado. Se dijo que había caído en un lazo a causa de aquella torpe invención. No tenía precisamente miedo a la pena que se había impuesto porque en secreto bien sabía que el juramento y los propósitos se dilatan siempre hasta la ocasión. Su humillante temor era verse nuevamente derrotado y no ver el fin de la actual encrucijada.

Pero si él se encerraba en el tormentoso mundo de sus pensamientos, mostrándose ceñudo y retraído, su amiga hacía rato que venía observando estos cambios y se sentía intrigada.

Una tarde, como tantas otras, se habían sentado los dos en el sofá eterno de los enamorados. Lo había recibido como siempre alegre y decidora, burlándose de los incidentes cotidianos, e inflando asuntos triviales para darles algún interés. Mas sólo faltaba un día para la caída fatal del plazo y Eusebio sentía que un tiempo espeso comprimido en el dique forzaba los latidos de su corazón. Contestaba con monosílabos, no podía mantener una conversación corriente porque un solo tema ardía en su cerebro, abrasando todo otro brote en agraz.

-¿Pero qué te pasa, Eusebio, estás enfermo?

-No, no tengo nada.

-¡Hombre de Dios!, hace un tiempo que andás raro.

-¿Raro por qué?

-A veces estás alegre, cariñoso... después te ponés huraño, de repente, como si algo te hubiese picado aquí, aquí mismo, no hablás, hay que arrancarte las palabras a tirones. Aquí yo hablando y hablando y vos... «Sí...» «no», como si te hubieras trabado la lengua. Decíme qué te pasa; me ocultás algo; ¿qué es?

-No, Margot, yo nunca te oculto nada.

-No quieras engañarme porque no podés, ¿sabés? ¡Cómo si no te conociera!

«¡Ahora o nunca!», pensó y algo muy frío y poderoso le rodeó el corazón, dejándole sin aliento.

-Es que... es que te quiero mucho. Terminó apresuradamente como supremo fruto de su esfuerzo.

Ella respondió con un mimo, pero no se dejó sobornar. Se le quedó mirando.

-Que me querés mucho, ¿y qué más?

-Que te quiero toda para mí -respondió fatigosamente bajando los ojos.

Esta vez entrevió a dónde quería ir a parar y después de un gesto de sorpresa, una sonrisa maliciosa se ocultaba y volvía a aparecer, haciendo parpadear de gracia su bello rastro.

-¿No soy toda tuya acaso?

-Sí... pero te quiero aún más.

-¿Cómo me querés?

Se sintió descubierto en su juego; algo en ella le advirtió que había comprendido perfectamente, que ya no podría retroceder, y una onda de pavor crispó sus nervios. Notó que el rubor le iba subiendo por la cara y no sabía qué hacer para ocultarlo.

-Y... te quiero... vos lo sabés.

-No, no sé, decime, ¿cómo me querés?

Se estaba burlando; el espectáculo de su embarazo hacía que la risa contenida le sacudiera el pecho y el semblante. De un momento a otro era inminente la carcajada y el ridículo. Un impulso de ira fue la réplica, cerró los puños y por un momento fue capaz de cualquier cosa.

-No me has dicho como me querés...

Se incorporó como botado por un resorte y encarándose con ella, con los ojos fuera y alzando la voz a medida que hablaba, dijo, silbándole las palabras:

-¡Mujer del demonio, eres capaz de perder a un santo!...

-Si... pero no me has dicho como me...

-¡Te quiero desnuda en la cama! -gritó al fin, tomando su sombrero para dirigirse a la puerta.

-¡Lo dijiste! ¡lo dijiste! -exclamó Margot, riendo a carcajadas-. ¡Eh!... ¿adónde vas ahora? -agregó luego sin dejar de reír y levantándose ágilmente para cogerlo por un brazo-. Un momento, ¡si has estado colosal!... ¡Vení aquí!... sentate... merecés un premio, pero dejame que me sosiegue -seguía riendo ruidosamente.

Él la miraba extrañado; esta chica era hechura de Satanás, mientras él pasaba las de Caín en medio de una agonía indecible, ella que había comprendido hacía rato sus intenciones, se había divertido con su azoramiento. Y allí, donde otra cualquiera hubiera adoptado cuando menos una actitud de circunstancia, ella se desternillaba de risa.

Por fin volvió la calma y ambos se miraron. Lo miraba tiernamente, como a un niño a quien hay que enseñar a ser razonable, sin dejar por eso de añadir su pizca de malicia. Pero el problema estaba enunciado y requería una respuesta. Él sabía que habría una y que esa respuesta había de ser clara, categórica, porque así era ella.

-Y bien, ¿de qué hablábamos? -propuso con la mayor audacia.

-De cómo te quería -continuó él, agresivo por corrido.

-Es cierto... -rió una vez más-, pues bien, mi hijito, por el solo hecho de habérmelo dicho, casi te lo merecés, tratándose de vos; pero el hecho de pedir es lo mínimo en este asunto y yo quiero un poco más.

-¿Qué querés?

-Bueno, te explicaré: el día que sea tuya, así como vos me querés, para mí ese será el día solemne y definitivo. Definitivo, ¿entendés? Desde ese momento me consideraré tuya para siempre... para siempre, aunque no nos casemos después y para que esto ocurra, es necesario que tenga el convencimiento de que me entrego a un hombre completo, o como se dice: a todo un hombre.

-¡Pero me ofendés, Margot! Con ello me decís que no soy un hombre.

-No te ofendo porque te quiero. Podrías hasta darte por ofendido, pero yo no podría ofenderte.

-Bueno, hasta hoy hemos caminado juntos y tanto nos hemos apegado el uno al otro, con tal intimidad, con tal ingenuo amor, que algo mío está en vos y mucho, muchísimo de lo tuyo, en mí.

-Ésa es mi felicidad. Te siento en mí a través de cada esfuerzo, robusteciendo mi determinación con caricias y empujándome con besos. Una lucha que desde su comienzo participa del festín del triunfo; una lucha que es carrera triunfal y que hace la meta más apetecible, porque allí está tu dicha forjada con mis manos. Yo soy tu obra, yo soy tu creación.

-¡No me digas eso! Sentís mi influencia porque en vos mismo se produce el conflicto entre lo que querés y lo que percibes que yo quisiera. ¡Ah!, yo querría para vos algo que te hiciera inmune a la desdicha, pero si eso no es posible, querría armarte de zarpas, infundir en tus miembros el vigor de los héroes antiguos, en tu corazón el frío desprecio de los hombres a la adversidad. Quiero que sepas luchar, y amarme sólo a mí.

-Lo segundo ya lo has conseguido.

-Quiera Dios que por tu boca hable hasta la última fibra de tu alma y de tu cuerpo, inclusive ésas que están dormidas y que al despertar y vibrar parecen cambiar el curso del destino. ¿Cuántos Eusebios hay en vos? En verdad, temo por vos y por mí. Los hombres que contemplan la vida desde un balcón, sin intervenir, de pronto se dejan arrastrar por algo que ven pasar y enciende en ellos la pasión.

-¿Otra mujer?

-Una mujer, un hombre, una idea, un capricho.

Dan un salto de buzo y allá todos los planes en que nunca pusieron sino parte de su alma.

-¿Me creés así?

-Del género. Por eso quiero verte un día encrespado, dando el zarpazo, interviniendo en la vida, tomando y defendiendo posiciones... O si das el salto de buzo, quiero ver si en tal momento me llevás contigo a tu lado.

-¿Debo esperar ese día?

-Sí.

-¿Qué debo hacer?

-Mirar desde el balcón -respondió.

«¡Pensar que esa mujer está perdida para mí!», se dijo tendido en la barbacoa, al lado de Clara que dormía sosegadamente. «Y la cambié por ésta». Miró en la oscuridad a su compañera. «Ésta es para el bosque; ¡con la otra Dios sabe a dónde hubiera llegado! Era capaz de inspirar y alentar una ambición de grandeza». Una cólera comprimida por el silencio distendió sus nervios; se le ocurrió de pronto que al fin había descubierto la causa de sus penurias presentes. Un impulso más de la irritación en aumento le hizo concluir que era indigno estar así al lado de quien originaba todos sus males. Se apartó en el zarzo cuanto pudo; todo contacto le pareció insufrible; pero aún estaba encerrado en el ambiente, su olor, su aliento, igualmente le envolvían. Apartó el mosquitero con movimientos bruscos y se levantó.

-¿Adónde vas? -preguntó Clara sobresaltada, incorporándose.

-Qué te importa.

Reavivó el fuego y arrimó la pava. La excitación le había quitado el sueño y resolvió permanecer en vela para continuar sumergido en su soledad. Oyó un apagado sollozo y un tenue rebullir en el zarzo, y una alegría rencorosa le afligió la conciencia.

En la noche caliginosa, mosquitos alevosos zumbaban en bandadas infinitas que se arrojaban como puñados de diminutos e inconsistentes pedruscos contra las partes descubiertas del cuerpo y la cara. Mil murciélagos de abolengo fantasmal hacían su caza chillando en el tono más agudo, en tanto repasaban la sombrosa maraña con vuelo zigzagueante y raudo. Lejos, cerca, inubicable siempre, el urutaú de fúnebre lamento, hacia un presagio tremebundo para las almas en soledad sombría. Las ranas gárrulas croaban en sediento coro y las enloquecidas bandadas de carayaes aullaban con metálica garganta por la insufrible depresión del tiempo. Dio algunos pasos en la sombra y sintió el vértigo de la oscuridad poblada de asechanzas. Volvió al fuego; echó algunas ramas verdes para producir humo y alejar los insectos. Se sentó en un tronco. Muy cerca, agazapábanse las sombras que sin cesar tentaban invadir el débil fuego. Aún le pareció oír un quejido...

*  *  *

¿Cuánto tiempo había pasado después? Era difícil satisfacer a Margot: pedía una conducta determinada, sólo en principio, ante eventos desconocidos.

Un día se llegó con el cuento de que había exigido y obtenido un aumento de sueldo. ¿Era una cosa de esas lo que ella quería?

-No -respondió riendo-, me hubiera llenado de orgullo si fueses un Juan Pérez, pero tratándose de vos, no.

Como un escolar ingenuamente enamorado de la señorita maestra, buscaba la forma de hacerle saber todos sus hechos y dichos ponderables. Aún sentía vergüenza recordando esos episodios pueriles. ¡Cómo se había divertido Margot!

Recordaba el día en que el Gerente le había llamado para preguntarle si podía desempeñar un cargo en la compañía para el cual era indispensable el título de procurador. Si pudiera, el cargo sería suyo. Sueldo, mucho mejor y una pequeña oportunidad de tratar asuntos profesionales.

No tenía tal título y su primer impulso fue decir que no; mas, siguiendo los dictados de su propio temperamento indeciso, pidió y obtuvo un plazo para contestar.

Había leído en los pizarrones de la Universidad que habría exámenes en esos días; averiguó y le confirmaron que éstos se realizarían una semana después. Sin pensar más, se inscribió el primero en la lista, se compró un programa y se sintió aturdido sólo al leerlo.

Fue a aconsejarse con un profesional amigo, quien viendo que era inútil disuadirlo, le dijo que devorara códigos por si algo le quedaba.

Al segundo día de un tenso esfuerzo, comprendió que por ese camino marchaba al desastre. Caviló un poco, escogió una sola lección al azar y se puso a leerla con ardor. El plan estaba trazado.

El día del examen concurrió mucho antes de la hora fijada y se escondió en un aula. Vio al conserje preparar las mesas, traer las listas, y al fin el codiciado bolillero. Así que lo vio salir, temblando azoradamente, exponiéndose a ser descubierto, sacó la tapa del bombo, lo volcó y varias bolillas le cayeron en la mano.

¡Cielos!... ¡no ver con el oído! Las examinó deprisa; no estaba entre esas. «Despacio, ¡que hay apuro! ¡Rayos!... entre éstas sí, pero también menudos pasos». Se metió tras una puerta, temblando. Pasó alguien. Metió en la esfera lo que tenía en la mano, la escogida en el hueco de la espiga, de tal suerte que no pudiera caerle otra y ajustó el tapón de un manotazo.

Cuando salió, chorreaba sudor y le dolía terriblemente la cabeza. Fue a un bar, bebió café y un calmante.

Lo aprobaron de mala gana, pero lo aprobaron. Nunca había usado de un recurso ilegítimo en un examen y no se sintió satisfecho. Tomó el cargo.

Por algún tiempo ocultó a su amiga este cambio operado en su vida. No se atrevió a hacer la confesión de los medios de que se valiera para lograrlo; pero un día fue inevitable la explicación, ya que ella conocía parcialmente la verdad.

Cuando le hubo contado todo, con mucha retórica...

-¿Ese quejido, de dónde sale? -Se encaró con las sombras. Un gato montés aulló muy cerca y estremeció la selva. Sintió entumecerse. Miró el lecho donde estaba Clara. Silencio de ranas y mosquitos. ¡Bah!, ¡que llore la infeliz!

Cuando le hubo contado todo con mucha retórica para presentar las cosas en la forma más favorable para su justificación, ella se le quedó mirando pensativa.

-¿Por qué hiciste eso, Eusebio?

-Porque puedo desempeñar el cargo; el requisito del título es sólo formal, para que le den a uno acceso a los expedientes en el tribunal y yo puedo desempeñarlo mejor que nadie porque sé qué es lo que se quiere.

-¿Creés que has obrado mal?

-No he hecho mal a nadie.

-Bueno; se equivocó quien dijo que la conciencia es juez incorruptible. Algunas necesitan el perdón y la expiación; otras, algo que las justifique y aún otras se justifican solas... Pero hay otra cosa... -lo miraba seria e intensamente-, por primera vez veo en vos la audacia que siempre te ha faltado; siempre he creído que un hombre debe ser capaz de hacer algo de esto.

-¿De hacer trampas?

-No, no digo que haga trampas, sino que no se detenga ante minucias cuando están en juego otras cosas que afectan esencialmente su vida. Ser capaz y sofrenarse; no hallarse sofrenado por una simple timidez. Una especie de reserva con la que no se cuenta, pero que allí está, para los casos graves. Ponerse a tono con los tiempos; ya no se estima el hombre por la virtud como en otras épocas, sino por el éxito. Apoderarse, si es preciso, de armas iguales. Esa actitud nunca había visto en vos y por eso te dije que aún no eras el hombre que yo quería.

-¿Qué?... ¿y ahora soy?

Sonrió con cierto aire de misterio para gozarse con el azoramiento de su amigo y permaneció callada...

-¿No me decís nada?

-No me fuerces tanto, que me estoy decidiendo.

-¿No has visto en mí lo que querías?

-Un indicio.

-¿No es suficiente?

-Mala enamorada sería si un indicio no bastase. El amor vive de indicios y matices; en cambio, la prueba mata el amor.

-¡Loado sea Dios!, pero nunca hubiera creído... -se detuvo. «Estúpido, ¿ahora vas a argüir en tu contra?».

-¿Nunca hubieras creído qué?

«¡Ya me pescó, debía de haberme tragado la lengua! ¡Cuidado, idiota, cuidado con lo que digas ahora!». Tragó saliva e intentó hablar de otra cosa; pero sabía que todo era inútil; que lo acorralaría hasta haber penetrado el último resquicio de su pensamiento.

-Hombre, contestá, no tengas miedo.

-Bueno, este... mirá, nunca hubiera creído que una bellaquería de estas, me convertiría en tu hombre ideal -dijo, subrayando con cierta violencia las últimas palabras.

-Justamente el hecho de que lo consideres una bellaquería me asegura de que ha brotado de vos y que no me lo has dedicado especialmente a mí. Además, no contemplo su aspecto bueno o malo.

-¿Qué mirás?

-El hecho con relación a vos: te han salido las garras de que hablábamos; la capacidad de tomar algo para vos.

-Eso quiere decir -continuó Eusebio exaltado, tomándola en sus brazos-, ¿eso quiere decir que puedo tomarte a vos?

-Siempre fui tuya, alma mía, antes de todo principio; en el hondo seno de Dios, ya tenía para vos mis brazos abiertos. Nacimos, crecimos el uno para el otro. Yo sé que soy tuya y que ocurra lo que fuese, aunque sangre y raudales de lágrimas algún día nos separen, yo sé que me llevarás en el alma hasta el último momento de tu muerte. Yo soy tu esposa.

*  *  *

«Yo soy tu esposa». Le parecía estar aún escuchando el timbre apasionado de su voz y mirando en sus ojos llenos de amor la interrogación profunda. «Mi esposa... ¿por qué no estás conmigo? ¿Por qué no puedo correr a tu lado para estrecharte, para sentir tu contacto, tu aliento, tu blanca piel sonrosada como los pétalos de un lirio lleno de múrice luz crepuscular; que no pueda hundirme en tu seno y acariciar mi frente con tu cabellera ensortijada...? Mi esposa abandonada... ¡Qué terriblemente caro me has hecho pagar! ¿Cuánto tiempo será necesario para el olvido! Porque ahora es preciso olvidar. Allí está durmiendo el pesado cuerpo que alteró el curso del destino: máscara ingenua de la fatalidad. ¡Ella tiene la culpa de haberse muerto la esperanza! No, no, esto no puede ser para siempre. Algo habrá que me salve, que me reúna contigo, esposa mía... Margot».

Sin darse cuenta, estaba hablando en voz alta. ¿Lo habrían escuchado? Volvió intranquilo la cabeza... nada, alrededor una oscuridad absoluta; por todas partes el zumbar de los insectos, el desconcertante vuelo de murciélagos; el bronco gritó del carayá irritado y el lenguaje présago de los pájaros nocturnos.

Entre el desapacible chirriar de grillos, un sonido más suave y fuerte le llamó la atención. Le pareció reconocer el agitar de un crótalo. Quedó vigilando un minuto, temeroso de esa muerte que se arrastra con cascabeles de hueso. Se pasó las manos por la cara, y las notó húmedas de sangre y de mosquitos. «¡Qué falta hace un poco de caña!». Se levantó a pasearse, pero las sombras eran demasiado densas para caminar. Oyó el solemne retumbar del trueno y volvió a sentarse, un tanto alarmado por la proximidad de la serpiente.

«Esposa, esposa, ¿dónde estás?», interrogó varias veces a la noche que lo envuelve todo. «¡Qué falta hace un poco de caña! ¿No tenían que haberla traído ayer?».

«No puede ser siempre, esposa mía. ¿Puede un hombre fundar una conducta en las palabras siempre, eterno, nunca? ¡Bah! Todas palabras; meros símbolos útiles para comparar. Están lejos de la tierra y también de las estrellas... quizá esta oscuridad profunda...».

-¿Pero quién llora?... Un momento... esto es llanto. ¿Quién otro está llorando en este bosque fantasmal? ¡Clara!... ¡Clara!, ¿estás llorando?

-¿Quién llora?

-Vení, levantáte, ¿no oís llorar?

-No oigo nada.

-Felipe, ¿llorará Felipe? Si llorase mugiría como un buey viejo... parece que llorara un niño...

-Sí, parece...

-La linterna..., ¿dónde está la condenada linterna?... Aquí...vamos..., ¿y por qué no se enciende?

La negrura impenetrable rebullía cuando pasaba el trueno y las sedientas ranas croaban a pesar del horrible cascabel batido por allí muy cerca.

-¡Quién llora! -gritó-, ¡que diga si necesita ayuda!

Un triscar de ramas atrás le hizo volver de un salto. Felipe se arrimó al fogón con su fiel machete.

-Felipe, creí que vos llorabas... ¡ja, ja, ja! ¿Acaso puede llorar un tronco viejo de quebracho como vos?

-No te rías.

-¿Por qué, cuál es el bicho que así gime? ¿Y qué me importa si le están comiendo las entrañas?

-No es un bicho

-¿Qué es entonces?

-Está llorando el Angelito.

-¡Ánimas benditas! -invocó Clara encogiéndose al amparo del fogón.

Eusebio sintió que le llegaba del bosque un soplo helado que le pasmó los miembros. Mas, le exaltó el terror y se encaró a las sombras.

-No llores, Angelito, si ya estás muerto; ¿hay mayor consuelo?... ¿Qué querés? ¿Tu sucia hamaquita de arpillera?... ¿el tití correoso de mamita?... Pronto serás un árbol y vivirás mil años, o a los veinte, vendrá uno como yo a cortarte y harán de ti una cuna para un nenito rico. ¿Acaso no has muerto para eso?...

-No te burles, ¿no oís la cascabel?

-Hace frío... un trago... dame ese tizón y de una vez, descubramos el misterio. -Agitando el leño, se dirigió hacia el presunto lugar de los gemidos.

-Angelito, no llores, aquí estoy. Decime qué te pasa. ¿Querés una vela? ¡Niño!, las velas las comemos en el reviro.

Escuchó un momento. Ni grillos, ni ranas, ni una brisa que agitara la lóbrega arboleda. Silencio pavoroso. Nada. Soledad.

-¡Eusebio, por favor, vení, no se juega con los muertos!

-Vos te callás. ¿No te ha enseñado la alcahueta de tu madre a rezar entre los dientes?

-¡Dios mío, vos estás loco!

-¿Loco?, ¡si estoy temblando!... ¿Pero ha habido ocasión mejor de conocer el misterio de la muerte? Un niño que llora, una selva inmensa y perdida y un hombre sin esperanza alguna. Vení Angelito, ¡quiero verte! ¡Hagamos un pacto Lucifer!, y ayudadme, vosotros, entes infernales que sugerís la calumnia; vosotros, númenes que torcéis el alma de un hombre de bien, para hacer de él un fanático; vosotros, genios que fundáis la tragedia en el error y hacéis gemir a Edipo; vosotros, ídolos conscientemente falsos que hacéis de la palabra espejismos fatales y encamináis las muchedumbres al desastre; codicia del oro que te alimentas con el hambre; oraciones de asesinos que imploráis el auspicio divino para degollar inocentes; vosotros, ladrones de sepulcros, profesionales invocadores de difuntos, a vosotros os conjuro, a vosotros que habéis probado no temer a la muerte. Os pregunto: ¿qué hay más allá?... ¿No contestáis?... Entonces cuando menos decidme: ¿hay justicia en el arcano?... ¿Por qué llora un inocente y no el alma del negrero miserable que sin amparo lo sumió en la selva? ¡Necesito saberlo! ¡Acaso me sea mejor arrojarme en brazos de la traición abyecta!

Entonces un grito horroroso resonó en el bosque y surgió un relámpago de acero.

*  *  *

El Angelito había callado, y colgada de la horqueta de un arbusto, estaba la cascabel con la cabeza cortada a cercén. Felipe la había matado a medio paso de su compañero cuando este preguntaba qué era la muerte. Hubiese tenido su respuesta fatal, eficacia la invocación, si Clara no hubiese advertido el peligro inminente. Entonces, en loca carrera y formidable salto, descargó su machete sobre la horrible serpiente.

Al verla, Eusebio sintió frío en los tuétanos y su febril incontinencia ante el misterio se doblegó, rendido. Quien llama a la muerte, la espera de frente.

-Tiene catorce anillos, uno por cada difunto -declaró Felipe.

-¿Será la misma que mordió al Angelito?

-¡Quién sabe! A lo mejor lloraba porque no la habían matado. ¿No ves cómo calló?

Clara avivó la hoguera y los tres, sentados en silenciosa rueda, sopesaban sus emociones.

Sólo cuando empezó a despuntar el alba tardía, volvió a hablar Felipe:

-¿Estás enfermo?

-No.

-¿Vamos a trabajar?

-Seguro.

Tenía los ojos enrojecidos y sentía el cuerpo dolorosamente maltratado. Le hacía falta descanso, sueño; pero para aplacar la excitación y relajar los músculos, debía rendirlos previamente en el trabajo.

-Bueno; vamos aquí cerca, llevanos el desayuno.

Cuando llegaron al lugar debieron esperar un rato, pues no había suficiente claridad. Limpiaron alrededor del árbol elegido y se desnudaron medio cuerpo.

Eusebio no podía apartar de la mente el estremecedor episodio de la noche y cuando éste dejaba de conturbarle, el recuerdo de Margot se apoderaba de él con una avalancha de escenas semiolvidadas, a todas las cuales descubría nueva significación y sabor.

Varias veces equivocó su tarea y el compañero debió llamarle la atención sobre lo que parecía descuido.

Ya era relativamente tarde cuando emprendieron realmente el trabajo. Cada uno por un costado del árbol empezaron a destrozar los anillos de su tronco formado en décadas. Él trabajaba con ahínco, cada golpe del hacha poderosa, entraba, cortaba y hacía volar mil astillas, como si en el impacto la potencia psíquica pulverizada escapase con la materia.

De pronto, Felipe abatió el hacha, pidiendo silencio con enérgica mímica. En el bosque se obedece sin réplica un ademán de esta clase. Ambos quedaron atentos y después de un rato de inarticulados murmullos lejanos, cuando la monotonía selvática ya disolvía la atención e iban a hablar, se oyó claramente un grito de mujer.

-¡Clara! -exclamó Eusebio-. Algún animal.

Tiró el hacha, recogió el revólver que había dejado a un lado, y empuñando el machete, vertiginosamente se metió en la trocha y corrió hacia el puesto. Con igual ímpetu lo siguió Felipe.

-¡Un tiro, dispará un tiro!

-¿Para qué?

-Para que sepa que la oímos -y por su parte emitió un estridente y prolongado grito.

Dos estampidos se agregaron al mensaje de socorro y entre saltos y braceos, seguían la frenética carrera, desalados por hurtar emoción al tiempo. «Si muriera, volvería la esperanza», le dijo su voz infame a Eusebio y sintió repugnancia de sí mismo. «Quizá pudiera volver a Margot» -pensó-, y un supersticioso terror a la venganza del destino trastornó su cabeza; mas sus propios pensamientos, con terca independencia seguían paralelo impulso que su aflicción y natural honrado.

No hubo más gritos y un silencio vorticoso de lúgubres presagios les enfrentaba con la pavorosa imagen de un lamentable fin.

-¡Qué pasa Clara, dónde estás! -irrumpió gritando en el claro aledaño al rancho.

Más silencio.

-¡Clara, Clara! ¡dónde estás!

Sin respuesta; el torbellino de una agonía siniestra les hizo correr enloquecidos alrededor de los cercanos matorrales.

Al fin, un débil quejido detrás de unas matas orientó el afán. Allí se precipitaron los dos. Clara tendida en la seroja, con las ropas desgarradas, sangrante un muslo, lloraba sobre un brazo, y con la otra mano amparaba la rosada timidez de sus senos descubiertos.

-¡Qué te pasa, decime, por favor, qué te pasa!

Sobre su cuerpo había arañazos y magulladuras por todas partes; mas Eusebio no llegó a comprender la causa. Felipe, más perspicaz y experimentado, después de mirar un rato, retirose a alguna distancia a esperar.

Levantó a su compañera y la llevó hasta el lecho. Cuando iba a incorporarse, los brazos de Clara lo guardaron hacia sí y él la dejó hacer, devolviendo las caricias con retributiva caridad, para purificarse de la reconocida infamia de sus impulsos anteriores. Mas todavía no veía con claridad y preguntó:

-Decime, ¿qué te ha pasado?

-¡Palacios, vino Palacios, el del otro lote!

-¡¿Qué?! -gritó incorporándose de golpe y retrocediendo espantado-. ¡Un rayo alumbró en su conciencia el espectro de su propio castigo!

Mas, como hombre que era, se creyó inocente por el solo presunto pecado de la mujer y se encaró, acusador:

-¡Qué te ha hecho, decime la verdad!

-¡Nada... no me pudo hacer nada!

-¡Mentís!

-¡No, Eusebio, no, por Dios, no pudo hacerme nada! -gimió incorporándose alarmada y descubrió el pecho jadeante para hacer rogar las manos por la fe de su verdad. Sangre le manaba de la boca y tenía un profundo arañazo en la mejilla.

-¡Cómo fue, hablá!

-Él quiso... cuando me opuse, me quiso echar... corrí, me alcanzó tras esas matas... -se sentía estremecida recordando el aterrador momento. Yo le mordí la mano, y grité, varias veces... me pegó y me rompió la ropa... después oyó los tiros, me volvió a pegar y se fue.

-¿No mentís, decime, no mentís? -La sacudía violentamente por los hombros.

-¡No, Eusebio, te juro!... ¡te juro por...! ¡por mi hijo! -concluyó, rendida.

-¿Por tu hijo? -gritó exhalando todo el aliento.

«Un hijo de esta mujer... ¿y Margot?».

-Sí, tu hijo. Sollozó una vez más.

Se cubrió la cara con las manos y tambaleó como un borracho.

-Perdón, esposa mía... perdón... esposa mía -balbuceó en su aturdimiento.

Clara sintió correr por sus venas una alegría dulcísima. Aunque no comprendiera sino escasamente el alcance sagrado de la palabra, la majestad del vocablo que por siglos ha sido para la mujer el triunfo supremo del amor; la fuerza de un reiterado ruego ancestral, de un anhelo traído con el sexo, trocaba el concepto en melodía, haciéndola inteligible mediante una recóndita clave de belleza, tal como la estrofa oscura cuya resonancia misteriosa embriaga el alma de incomprensible luz.

Sus heridas, el cuerpo magullado, parecían curar milagrosamente al toque de esta improbada caricia espiritual, nunca concebida. No la había llamado así, ni esperó un instante que así pudiera llamarla y este galardón lo recibió su pecho humilde en el nombre del hijito que ya amaba

Se puso de pie, se llegó hasta él y quiso manifestar el agradecimiento que fluía a torrentes del corazón. Le tomó las manos y se las apartó del rostro presionando suavemente. Vio sus ojos enrojecidos, extraviados, la cara macilenta y comprendió que estaba lejos. Se ciñó a él sin pensar en nada, sin pedirle nada y una inefable dicha se recostó a dormir en lo profundo de su seno.

Él fue cobrando poco a poco la conciencia del momento en que vivía, se sintió abrazado, vio a Clara y comprendió lo injusto que había sido.

Cerró los ojos y retribuyó con infinita dulzura las caricias: «Margot, esposa mía, si fueras tú...».




ArribaAbajoCapítulo VIII

La Isla


Haciendo un esfuerzo agotador, logró serenar la furia que, fragorosamente, le hervía en el pecho. Sintió un odio profundo hacia el hombre desconocido que había intentado por la brutalidad, crear un drama más en su vida. No había tal sentimiento del honor que requiere venganza, sino que por primera vez, en mucho tiempo, tenía ante sí un sujeto en quien descargar su ira con entera justicia. Esta vez, la pasión era neta, de contornos precisos, sin región alguna de claroscuro, sin matiz alguno que atenuase su eruptiva fuerza. Hasta se sintió gozoso; esta vez nada ni nadie podría regatearle el desquite e impetuosamente resolvió llevarlo hasta sus últimos extremos.

Ayudó a su compañera a lavarse y la curó con los medicamentos disponibles: salmuera y miel. Con dulzura, acostó a Clara y se despidió como si quisiera volver a trabajar. Luego recargó el arma y se encaminó a buscar el rastro de Palacios, seguro de poder seguir sus huellas en el bosque.

Se habría internado veinte o treinta metros, cuando vio que Felipe tranquilamente sentado sobre una raíz saliente, se distraía aguzando unas varas como para armar una trampa. Sorprendido, preguntó:

-¿Qué hacés aquí?

-Te esperaba -contestó sin mirarlo.

-Y bien: ¿entonces sabés adónde voy, verdad?

-Sí.

-¡Bien, adiós!

-Y siguió su camino vigilando los rastros.

-¡Un momento... no vayas!

-¿Qué?

-El otro oyó los tiros, sabe que vinimos y espera que se le siga... Ahora, es él quien te está esperando. No vayas, ¡te matará sin que siquiera lo veas! -Se había incorporado y hablaba convencido.

-¡Pero esto no puede quedar así! -gritó furioso ante la amenaza de la frustración.

-Hay que esperar otro momento... además... Quedó dudando si debía decir o no lo que quería.

-¿Además qué?

-Es la primera vez que estás en estas selvas...

-Sí. ¿Y qué?

Dudaba aún y lo miraba fijo con sus ojitos negros apenas abiertos, sin mover un solo músculo, como si una fría savia vegetal corriese por sus venas. Por fin se decidió:

-Aquí una mujer no es de uno, sino también de uno. Eso lo saben todos...

-¿Lo saben todos?... -Quedó aturdido, desconcertado ante una justificación tan imprevisible. No supo qué decir: sus pensamientos no seguían un camino racional. Luego, impulsivamente continuó-: ¿Y por qué no has tomado entonces vos a mi mujer?

-Porque sé que no sos como todos; que es la primera vez que estás aquí y porque necesito trabajar -terminó riendo-. Nada más sencillo.

-¿Y eso qué?... ¿o es que me tenés miedo? -replicó agresivo, desviando su cólera sobre el rústico que se le oponía con tan formidable lógica.

-¿Miedo? ¡Eá! Los pobres no tienen miedo -lo miraba impasible, sin pestañear, ni revelar la menor emoción, impersonal como un médium en trance.

-¿Y por qué no me matás y te quedás con mi mujer?

-Estás loco... ¿creés ser el único que tiene mujer? En mi pueblo yo también tengo a mi esposa y a mi hijo que me esperan.

Nunca había mencionado que tuviese hogar. ¿Pudor de la felicidad? ¡Mas, este rudo habitante de la selva, ahora parecía un hombre!

Otra modificación violenta. Sus nervios subían al ápice de la tensión en un sentido y caían bruscamente arrastrados por un nuevo hecho, que los distendía de nuevo al máximo. Olvidó todo: que Clara había sido ultrajada; que él recibió la injuria a través de ella; que hervía de rencor y odio, que fue a buscar a un hombre para matarlo, que Felipe se había interpuesto. Todo lo olvidó.

Este hombre tenía una esposa que lo esperaba allá lejos, en su pueblecito de horizonte azul. ¿Podía ser real? ¿podía ser esto efectivo? Entonces, ¿podía ser cierto que la desgracia lo acosara solamente a él? Necesitó saber:

-Decime, ¿cómo es tu esposa... es linda?... ¿es blanca, tiene los ojos y los cabellos castaños?

Felipe juntó las varas que había labrado y se encaminó hacia el rancho.

-Vamos... aún podemos tumbar el incienso de esta mañana. -Marchó, se adelantó unos pasos, dando la espalda a quien por sus ojos quería escrutar sus afectos-. Mi esposa es una mujer de trabajo... no usa polvos; apenas flores en las trenzas.

*  *  *

A la tarde llegaron los contrabandistas de caña. Traían sólo unas pocas botellas, pues una mayor parte la habrían ocultado en algún lugar del bosque. Empezaba a caer una lluvia fina que prometía persistir y levantada la barbacoa se trasladó el fogón al amparo del techo de tacuapí.

Con el mate empezó la charla sobre las últimas novedades que llevaban los trajinantes. Quien viaja por soledades está obligado a transportar la fama.

Había tiempo para vender y beber. No se hacía referencia a la rubia mercancía, ya que su compraventa estaba asegurada. Los vendedores sabían a quién llevar, y su comercio era flexible, para acomodar el inocente vicio a las posibilidades. Cuando un peón esmirriado y harapiento se acercaba, rascándose el bolsillo para encontrar las últimas monedas, comprensivos ellos, le vendían «un trago», todo lo que sin tragar abarca el buche, y amistosamente le deseaban un pronto cambio de fortuna. Mas, si la opulencia alcanzaba a algún apelotonado billete, entonces quizá pudiese probar un camambú: todos los tragos posibles de una vez, sin pausa alguna. ¡Y Dios sabe que estos honestos mercaderes más de una vez perdieron!

De pronto, los arrieros mencionaron a un personaje conocido por Eusebio: don Juan, el colono de la isla Paranambú, a quien habían visto buscando el cadáver de su nieta cuando venían en el remolcador.

-El viejo don Juan se va -comentó uno de ellos-, quiere vender su rancho y plantaciones. No vive contento desde que perdió a su Rosita.

-¿Encontró el cadáver aquella vez?

-Nunca lo encontró. Se fue remando hasta más allá de Encarnación, pero por allí el río ya se hace muy ancho y es difícil buscar.

-¿Qué hizo el pobre viejo?

-Dicen que anduvo mucho tiempo por la «Villa» como un loco. No cesaba de mirar el río y preguntar a los barcos si no habían visto nada. Dejó la chacra abandonada. Entraron animales... los vecinos, los que pasaban por el río. Usted ya sabe cómo es por aquí: cualquiera se apodera de las cosas que se dejan.

-¿Qué piensa hacer ahora?

-Quiere ir a morir a su pueblo. Dicen que todos queremos ver nuestro «valle» antes de morir...

-¿Cuánto pide por la chacra?

-No sé, ¡pero qué va a pedir tanto! -se encogió de hombros-, es ocupante, no tiene títulos y si se va, cualquiera se va a meter allí... Tiene lindas plantaciones y siempre vende a los barcos.

¿Por qué no podría arreglarse con don Juan? Esta idea le atrajo lentamente el pensamiento. ¿Qué le quedaba de los arrugados papeles que había obtenido cuando ejercía el rico oficio de bolichero? Ya muy poca cosa; uno a uno se habían ido tras las carísimas botellas de caña. Un tanto asustado, hizo un rápido recuento.

Advirtió con cierta vergüenza un cambio en sus propósitos. Dos pequeñas luces en su entendimiento polarizaban ideas divergentes: una, perdiendo magnitud; la otra, ganando potencia, como los faros de banda de un barco que vira en la oscuridad. Su anterior afán de perderse en la selva para huir de los recuerdos tormentosos y esconder su romántica aventura, le había resultado fatal; era la luminosidad que amenguaba; su inconfesable anhelo de ser rescatado por una persona o un acontecimiento que cargara con la responsabilidad de la perfidia y diese a su conciencia una magra oportunidad de justificación, era el destello acreciente.

Todo lo inculpó a la selva. El espíritu necesita de un espacio para dejar correr la fantasía; cuando menos, un pedazo de cielo con su panorama de astros errantes, con una glacial constelación que escriba en la noche inmensa los dictados del destino, o acaso la claridad de las albas que hace olvidar el ceño del hado. Luz, más luz, sombreada de blanco por transparentes jirones de nubes; hojas que goteen sol, aire, más aire, que murmure lejos y que acometa el rostro. El espíritu sueña viajar con las garzas y cantar con las aves, aún cuando sea sobre los brazos abiertos de su propia cruz. Aquí no se encontraba más que opresión, límite, y una lujuria vegetal de formas multiplicadas para recortar y refluir el ámbito.

Lo hallarían de nuevo y eso era ya urgente; él mismo percibía la necesidad de reencontrarse. Esas fugas sucesivas de su yo, lo habían perdido a sus propios ojos.

*  *  *

Resolvió de nuevo ir otra vez, y un sentimiento de sana vitalidad animó su disposición.

Compró caña e hizo un alegre y general convite. Hablaba simplemente por hablar, lleno de gozo, deseando comunicar alegría. Se puso a contar cuentos obscenos para divertir al corro; hasta concedió cariñosas bromas a Clara y se burló de su maltratado aspecto.

-Nos peleamos esta linda moza y yo, pero ya nos arreglamos, porque ella sabe que la quiero. ¿No es así Clarita?

Felipe le miraba extrañado; no podía explicarse estos cambios de humor tan repentinos y sucesivos. Lo atribuyó con simplicidad al alcohol, y creyó necesario espaciar con prudencia las vueltas siguientes.

Los contrabandistas quedaron a dormir. Con una manta, improvisaron un toldo para reparo, y al día siguiente, aún cuando la lluvia no había cesado, prosiguieron viaje.

-Felipe, nos vamos.

-¿Adónde?

-Voy a ver si puedo arreglarme con don Juan, quiero comprarle la chacra.

Se le quedó mirando un rato sin responder. No le extrañó la decisión; así era siempre; en cualquier momento, alguno quería proseguir su camino.

-Hay que pedir la liquidación -terminó por todo comentario.

-¿No querés venir con nosotros?

-Yo tengo que ir allá -dijo mostrando el oeste perdido.

Esa misma mañana fue a ver al habilitado para pedirle que recibiesen la madera.

-Usted tiene poco o no tiene haber, ¿por qué quiere ir todavía?

-¿Para qué preguntar a un paraguayo por qué quiere ir?

Cuando el sol hubo secado el barro de la picada maestra y empezaron a circular nuevamente los camiones, ellos dispusieron el rotoso equipaje para marchar al puerto.

-Venimos a pedir la liquidación; nos vamos -dijo, acercándose a la baranda de la contaduría.

-No hay fierro.

-¿Cómo que no hay fierro?

-No hay, está atrasado; el remolcador que venga por el catre lo va a traer.

-¿Cuánto va a tardar?

-Ocho, diez días; depende de que se le avise que estamos listos... pero si ustedes trabajan, podemos apurar más.

-Yo soy solo.

-¿Solo?, igual. Traiga su papel; pero de todas maneras no hay fierro, ¡eh!, Velázquez, revíseme esta cuenta.

El mandado se puso a ojear libros y planillas. Luego, sin decir palabra, puso el resultado delante del contador.

-No se puede ir; no tiene haber.

-¿Cómo es eso, cuánto debo?

-¿Y qué? ¿Se ha creído que cualquier chambón puede venir aquí con mujer? Para venir por aquí hay que buscarse alguna india vieja que viva de tacuapí... ¡Je, je, je! Vaya a trabajar en el embalse.

-¿No puedo saber cuánto debo?

-Vaya al embalse; cuando termine, venga, vamos a hablar.

Estaba seguro que toda esa comedia de la falta de fierro y también muy posiblemente el débito que no le dejaban ver, era un simple pretexto para retenerlo mientras acabase el urgente trabajo de embalse. ¡Quién sabe cuántos más estarían en su misma condición!

Fueron nuevamente bajando hacia el río. De pronto, vieron las conocidas casitas del puerto y allá, a lo lejos, un pedazo del horizonte de las aguas. Arriba, el cielo, el sol fulgiendo para todos, magnánimo y universal. Recorrió con la mirada las cimas irregularmente imbricadas de los árboles que en las altísimas barrancas del frente parecían las estratificadas olas de una rebullente catarata saltando el despeñadero. «Es la vigorosa y terrible pugna por salir», se dijo. «Al mirar el bosque, hay que ver el volumen, lo que está debajo y empuja hacia afuera», solamente así se puede vislumbrar la dramática lucha interna. Por eso el triunfal penacho de colores de los que han vencido la resistencia y pueden mirar el sol».

*  *  *

Cuando llegó, los palanqueros y embalsadores habían dejado su trabajo, y comían bajo los árboles el grasiento reviro.

-¿A usted también lo mandan, compañero?

-Sí, hasta que llegue el remolcador.

-¡Ju na gran!, así estamos muchos, dicen que no hay fierro.

-Dicen.

-¡Pero debe haber! Nuestra plata es sagrada. No venimos aquí a podrirnos para que nos digan después que no hay fierro. ¡Que lo saquen de cualquier parte!

-¿Qué le vamos a hacer?

-Esta tarde vamos todos a la administración y ya va a ver usted que con unos cuantos tiros aparece el fierro. ¿Nos acompaña?

Lo habían rodeado varios e invitaban imponiendo.

-Vamos.

A la tarde, un pelotón como de treinta hombres encabezados por un tal Ayala, hombre de aspecto temible y famoso por varios aguaises, se encaminaron hacia las casas.

Cuando llegaron, la alarma se extinguió con la sorpresa. Cinco o seis entraron en el despacho del contador y el resto quedó afuera para apoyar la demanda.

-Ya les dije que no hay fierro -dijo como saludo don Juan, con una seguridad y valor inesperables.

-¡Debe haber! ¡Nuestra plata es sagrada!

-Díganselo al administrador.

-Usted sabe que no está; por eso se lo decimos a usted.

-¿Y yo que soy? Un triste trabajador como ustedes. ¿De dónde quieren que yo saque la plata? Ya he dicho que el administrador se fue a traer.

-Nunca está el administrador cuando falta plata.

-¿Y qué quiere que haga si no le mandan? Los patrones se atrasan, no giran. Él se fue a apurar y viene con el remolcador.

-¡Déjese de macanas! Después saldrá con que no vino y nosotros, colgados... Para mañana tiene que estar el fierro, de cualquier parte.

Al fin, convinieron enviar un mensajero a la población de enfrente para transmitir un despacho comunicando que la madera estaba lista.

A la noche, la peonada no fue a sus ranchos. Rodeando la administración y la vivienda de don Juan, apostados bajo los árboles tomaban mate y hacían disparos.

El contador había reunido a cinco o seis de los suyos; y con buenas armas esperaban el amanecer bebiendo.

Noche negra de nervios acosados.

*  *  *

Al amanecer, regresó el mensajero. El remolcador partía esa mañana de Encarnación con el administrador y el fierro.

-No se van a morir por esperar un día. Vayan a apurar el embalse.

-Nada de embalse. Hasta que llegue la plata no nos movemos de aquí.

Fueron a la proveeduría y se apoderaron de comestibles que cada cual llevaba a placer. Hicieron traer caña de la Isla, y al cabo de unas pocas horas, casi todos estaban borrachos. Don Juan no se movió de la casa, pues sabía que ahora eran aún más peligrosos.

Eusebio que no tenía haberes o que quizás los tuviese muy pocos, optó por escurrir el bulto a esta disputa que no sabía en qué iría a parar.

Mas, antes de ir, quiso ver si no hubiese alguna carta perdida, algún errático mensaje que hubiese llegado cumpliendo el mandato del azar, a quizá por resultado de una afortunada búsqueda de su paradero, que por su parte él había querido ocultar.

Entró a la administración desamparada y hurgando, pudo encontrar la pila manoseada de las cartas que esperaban ser retiradas por los destinatarios, o por quienes trabajaban cerca y podían hacerlas llegar. Él, con su nombre parcialmente mimetizado, mal podía haberlas recibido. Encontró, sin embargo, tres y su alegría hizo que para sí fingiera sorpresa.

*  *  *

Ninguno de sus borrachos compañeros les pidió razón, cuando de nuevo se dirigieron hacia el puerto con sus pilchas, caminando con lentitud.

Había una sombra trasparente y lucían los colores con la pureza de las piedras preciosas bajo el agua clara. Era una mañana para dejar que la mirada quedara flotando sobre la brisa; para aspirar los perfumes agrestes, de selva; una mañana para escuchar el suave arpegio del corochiré nativo y dejar colgado el sentimiento como un pendón cansado, que de cuando en cuando se abre en anchos senos para decir al aire que no lo fatigue en vano. La pereza y el germen del arte nacieron en una tal mañana, fecundados por una tibia naturaleza equilibrada de luz.

Recordó Eusebio que en un día como éste, navegando con jangada, les habían dejado en la arenosa playa de este puerto. En aquel entonces, quería esconderse en la selva con su nuevo juguete de amor; mas, ahora, a la vuelta de pocos meses, sentía una extraña bienaventuranza por encontrarse tan sólo sentada a la vera de un ancho camino, con muchas huellas humanas. Su deseo de llegar se diluía en el ambiente, y las cartas tentadoras y accesibles ponían ante sus ojos la inestimable retribución de la añoranza. Se sentó sobre un tronco cercenado, puso sus pies junto a un haz de sol, anotó la distracción de su compañera que reclinada sobre un codo mordía una hoja verde y se dispuso a leer.

«Mi querido don Eusebio: -decía el Mayor-. ¿Quién le ha mandado a usted hacer testamento y sepultarse vivo? Recibí su carta en la cual me daba usted instrucciones para disponer de sus bienes y tuve el honor de poner en posesión de su casi vacío almacén a doña Leonor, quien al recibirlo, creyó que tenía asegurado lo porvenir. Mas, cuando descubrió que para vender, previamente había que comprar, empezó a desteñir las alabanzas que le había prodigado, para terminar después con lastimeras quejas.

»Yo creí que usted iría al Brasil, a buscar trabajo en alguna ciudad, como usted puede hacerlo y por allí todos orientamos nuestras pesquisas; pero como nadie supo dar noticias, nos imaginamos que se había ido en el remolcador. En otro viaje, el patrón me confirmó estas sospechas, y al fin creo haber dado con su paradero.

»Por aquí todo igual, como que todo es inalterable, con la variante de que ahora jugamos el truco en lo de Pulé. Doña Rosenda, para mi gusto, siempre es la más guapa mujer del pueblo, a pesar de sus hijas. Mi pena es que no esté en edad de gustar de los hombres serios como yo.

»Al principio quedó Flaminio desconcertado y corrido; pero después se encogió de hombros. Estoy seguro de que no le guarda rencor; trate de encontrarse con él y mándeme noticias; pero eso tampoco quiere decir que usted se descuide mucho; ya sabe que si se deja llevar por un mal humor, no le remorderá la conciencia.

»Hay otra cosa, que para mí es muy importante: mi hija ha terminado sus estudios, va a trabajar y me invita formalmente a trasladarme a Posadas. ¿Qué le parece? Ya estoy hecho un montaraz y me costará trabajo atarme al cuello una corbata como gustaba hacerlo cuando creía que la dicha venía con las modas de París. En fin, todo está por verse; pero lo que efectivamente quiero es que usted me dé sus noticias. Cuénteme, cuénteme, amigo; su historia de aquí no puede terminar con que 'se fueron'; sus amigos y yo, querríamos agregarle el 'vivieron muchos años felices y colorín, colorado... Le envío también dos cartas de Asunción que han llegado para usted; ya ve que hay mucha gente que le recuerda. Muy afectuosamente».

Largo rato después de haber leído, aún mantenía su sonrisa. Siempre había simpatizado con el Mayor y éste le había dado pruebas efectivas de que también le tenía afecto. ¡Cuán grato le resultaba este manar puro de sentimiento, generoso, incondicionado e inagotable! Querer a una persona, simplemente, sin esperar nada de ella y sentirse siempre dispuesto a dar por ella algo. Una cosa parecida o igual era su relación con Óscar; pero en este caso estaban las sombras de su doloroso drama, en el cual su amigo actuaba como personaje secundario. Cuando pensaba en él, no podía olvidar que había sido un próximo testigo, demasiado allegado a los recuerdos dulces, que al rememorarlos le envolvían de tristeza, y también demasiado próximo a los otros, a aquellos que daban remordimiento. Allí estaban dos cartas suyas. Vaciló un momento antes de abrirlas, alejó el cuerpo del haz de sol que, de los pies se le había subido a las rodillas, y miró el camino que llevaba al río.

Clara, a su lado, dejaba correr la vista tras las pequeñas intimidades del bosque y en su rostro, un trazo indefinible revelaba una apacible alegría interior; una cosa exteriormente inmotivada, no nacida de un recuerdo, no nacida de una imagen, de ninguna esperanza, alegría de vivir, porque sí; algo de la primera sonrisa del niño recién nacido.

Él la miró: decididamente los ásperos meses de penurias habían ajado el pomo sedoso de su tez y la pureza inmaculada de la frente. «Pero volverá a su primitivo ser», se prometió a sí mismo. «Cuando la nueva vida requiera de ella sus mejores savias, libre de mancilla se brindará su cuerpo y el amor cuajado en sangre, le volverá su lozanía».

La primera era larga. Una relación del tipo de vida que bien había conocido; pero con algunos nuevos personajes que eran citados y entraban en escena sorpresivamente, pues él nada esperaba de ellos. Su concepto exterior de todo aquello se había cristalizado en un punto y apenas podía concebir que todo siguiese su curso prescindiendo sencillamente de él. La carta no traía noticia especial que él esperase; ninguna referencia a Margot. La leía deprisa, sintiéndose estafado en su ansiedad. Aún más, profundamente incomprendido. Referirse a los lugares donde había transcurrido su juventud sin poner en la cúspide más visible la imagen eminente de sus sueños, se le hacía incomprensible.

Un nervioso desasosiego agitó su ánimo. Él, que venía corriendo tras una secreta esperanza, encontraba de pronto la nada «¿Qué habrá sucedido? ¿No estará en la ciudad? ¿Por qué me hablará de tantas cosas sin decirme nada de ella? ¿Habrá algo que quiera ocultarme?». Dejó la carta a un lado y rompió nerviosamente el otro sobre.

«Ni me acuerdo de cuánto tiempo hace que no recibo una letra tuya; ¿te has internado en la selva tras los amores de alguna princesa india?.

»Por aquí todo igual; cuando cae agua se dice que llueve y cuando achicharra el sol, algunos bárbaros opinan que hace buen tiempo. Escribe, hombre, cualquier cosa, así sabemos cuando menos hasta qué día has vivido. Tu asunto sigue igual. Algunos se extrañan de que guarde tan rigurosamente la ausencia; pero para mí no hay tal misterio. Se ve en ti y entonces ¿cómo olvidar? Pero no se aviene a pronunciar la media palabra que tienda el puente de plata. ¡Espero tus condenadas lineas!».

Esta vez miró el camino que llevaba a la selva. ¿Para qué había venido? ¿Para encontrarse con el mismo ceño testarudo y humillante? ¿Para que el amigo lejano hiciera ejercicios de ingenio para darle la limosna de una frase consoladora?

Solamente le quedaba allí su Clara, con su amor sencillo e incondicionado, muy ceñida a las formas que pudiese percibir de la propia vida de él, e inmensamente alejada otras veces. Una hidra amorosa que sin explicación aparente, abandona el tallo para ir directamente a una rama. «¿Tendrá también su inquietud? La inquietud de percibir el matiz de cómo la quiero este día, qué podría hacer ella para hacerse querer más». Porque en ese momento de desengaño, no le costó reconocer que era un noble pedazo de cielo, un cielo tan puro que no se alhajaba con estrellas que hiciesen de hito a los sueños. Para él jamás enunció una negación y se había dado aun cuando alguna vez fuera contra la íntima castidad de su ser. Sí, lo había advertido: siempre cerró los ojos cuando el pudor no tenía otro velo.

*  *  *

Desde el puerto se veía la punta de la isla Paranambú, alta y rocosa, mostrando en algunos lugares, desnudas paredes de asperón y agitando airosa su lujurioso penacho de selva subtropical. Un estrecho brazo, navegable en las crecientes, la separa de la costa occidental. Su pequeña extensión de unos pocos kilómetros cuadrados da cabida a unos cuantos pobladores que se jactan de ser independientes de cualquier administración u obraje, que gozan del perdido privilegio de vivir sin autoridades, y que se sustentan de buena o mala ley, según las posibilidades del momento.

Allí los recibió don Juan con la desgracia perdida en sus ojos zarcos.

-Le voy a dar la chacra por lo que pueda darme ahora o después; pero con una condición...

-¿Cuál?

-Que no le falte velas a la cruz de mi hija. Allí está en la barranca y es milagrosa. Ténganle fe. Los jangaderos al pasar mandan el bote a prenderle una vela para pedir que no les pase nada. ¡Ella los protege! Eso me han dicho varios; que cuando le prenden una vela, la niebla no les cierra el paso y que los vientos no levantan marejada. A usted, mi hija, a usted le recomiendo; era buena, era una inocente, no están allí sus huesos, pero todo el río es su sepultura... Hija mía, ¿me promete usted que no se va a olvidar?

-No, don Juan, no me voy a olvidar.

-Entonces, ella la va a bendecir desde el cielo.

El resto fue fácil: el viejo no decía cuánto quería, sino cuánto podían darle. Y, generosidad por estrechez, Eusebio desarrugó para él hasta el último de sus menguados papeles.

Quedó unos días más.

A sus herramientas se agregó únicamente una azada. Le enseñó cómo se planta el maíz con la estaca aborigen y cuándo se clava la «rama», madre de la generosa mandioca. ¡El naranjo y la mandarina, la piña y el banano, formaban liños en la chacra y cómo esperaban, en su acucia exuberante por alguna artesanía!

De la casa de tablas aventaron el acre olor a pucho olvidado, los nidos de avispas que en el trópico guardan del abandono, y con regocijo infantil, ahumaron los cuartos para deshabitarlos de insectos. Por primera vez creyeron posar en un nido.

Hasta concedieron hospedaje. Un peón del puerto vecino venía huyendo de las fuerzas que había hecho llamar el administrador para dominar el levantamiento.

-Vino el administrador -contaba- haciéndose el muy manso. Ordenó que se liquidase de inmediato el haber de todos los que querían, que se les iba a pagar. Entre tanto, despachó el remolcador a pedir auxilio a Encarnación.

Contaba que hasta entonces solo habían sacado comestibles de la proveeduría; pero que después, con los tragos, algunos se atrevieron a más y se hizo el verdadero saqueo. Cuando todo terminó allí, continuaron en la casa del contador y en las de los empleados.

La noche que iban a atropellar la casa del administrador, llegó la gendarmería. Rodeó a la peonada, cogió a los más y sólo unos pocos pudieron escapar por el monte.

-Todo lo que saquen a estos bandidos es para ustedes -incitó el administrador.

Entonces empezó un nuevo saqueo a la inversa. Los peones maniatados que aún gemían a causa de los sangrantes machucones de un apaleamiento brutal, fueron despojados de sus más miserables pilchas, de sus últimos centavos. Todo el bosque aledaño era un fantástico mar de lamentaciones de pobres mujeres arrastradas a violaciones sucesivas, de niños errantes que iban llorando en busca de los suyos. Los soldados, para hacerlos callar, les apretaban las narices y les hacían tragar aguardiente.

El Ayala amaneció muerto. Nadie supo cómo había ocurrido. Dijeron que había querido escapar, pero olvidaron cortarle las amarras de los pies y de las manos.

El resto fue apilado como leña en la bodega del barco, que volvió a la villa después de haber restablecido el imperio de la ley.