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Formas y funciones dramáticas del loco festivo: el «Códice de autos viejos»

Alfredo Hermenegildo





El Códice de autos viejos, el conocido conjunto de piezas dramáticas de carácter catequístico, construidas a partir de estructuras varias y basadas en historias y leyendas de la tradición religiosa judeo-cristiana, es, con algunas otras colecciones de menor envergadura, un repertorio magno que alimentó parte del ejercicio escénico de las compañías teatrales españolas en la segunda parte del siglo XVI. Miguel Ángel Pérez Priego fija su vigencia entre los años 1560 y 15801 y señala que «a pesar de su diversidad argumental, las distintas obras (autos del Antiguo Testamento, autos del Nuevo Testamento, farsas sacramentales, etc.) vienen a integrarse en un todo dramático, en un gran drama único que recorre toda la historia de la salvación, desde la creación y caída del hombre hasta su redención por la encarnación de Cristo y el misterio de la Eucaristía»2. Sin ver el problema necesariamente de modo contrario, Jean-Louis Flecniakoska afirma que el CAV -identificaremos el Códice como CAV a partir de ahora- «loin de former un tout, nous semble représenter un échantillonnage très varié de ce qu'a pu être le théâtre religieux en un acte dans la seconde moitié du XVIè siècle»3. El CAV no es, pues, un eslabón de la cadena que va de Sánchez de Badajoz a Calderón. Es un muestreo de la gran producción dramática de carácter religioso aparecida durante esa segunda mitad del siglo XVI. Y al mismo tiempo, junto con las otras colecciones de autos religiosos, forma ese magno corpus a que alude Pérez Priego y en el que se dramatiza la historia religiosa del cristianismo y de sus afirmaciones fundamentales.

Los autos del Códice son, básicamente, ejercicios de catequesis, según señalábamos líneas arriba. Es cierto que contienen algo más que una mera exposición; son «una proclamación estricta de la doctrina católica más ortodoxa»4. La presentación de todo lo relativo al misterio eucarístico se ajusta de modo preciso a las normas salidas del Concilio de Trento. Wardropper ha señalado que «las obras sacramentales del Códice no son a menudo más que debates teológicos, amenizados por los chistes del "bobo"»5. Rouanet, primero y único editor de todo el CAV, ya decía que en estos autos y farsas «les plaisanteries du bobo ne parviennent pas toujours à [les] rendre moins arides»6. El mismo Wardropper da a todo el teatro religioso del Siglo de Oro, en otro lugar de su fundamental estudio, una función más interesante. Dice que dicho teatro, «al brindar al pueblo una oportunidad de venerar el dogma amenazado, aseguraba a la nación contra los ataques heréticos, mientras servía, a la vez, finalidades artísticas positivas»7. Frente a Crawford8, para quien sólo había en el CAV tres piezas destinadas a combatir la herejía, o frente a Bataillon9, quien veía en este teatro algo positivo, propio de la Reforma católica, y no necesariamente un gesto de reacción contra el protestantismo, la tesis de Wardropper identifica también la dimensión artística como elemento clave en la construcción del auto religioso.

Pero los autos, en general, son mucho más que un instrumento artístico, anunciador, de exposición dogmática. Los autos del Códice intentan convencer al espectador, por muy fiel a la doctrina católica que éste pueda ser. Las historias religiosas están, casi todas, marcadas por signos en los que abundan connotaciones de fantasía, de realidad no verificable por los sentidos, de no-realidad. Las obras del CAV son un ejercicio de reducción de lo misterioso a la condición de no-misterioso, de justificación de lo fantástico como marca salida del entorno cotidiano del público presente en la representación de las obras. Estos autos religiosos, por ser ejercicios no sólo de proclamación sino también de catequización, llevan dentro las preocupaciones del discurso oficial que siempre desconfía del espectador y de una posible descodificación del mensaje contraria a sus intereses superiores. Por otra parte, el bobo es también algo más, mucho más que un simple «amenizador» del debate teológico. En muchas ocasiones es la pieza clave que establece el contacto con el público y determina el carácter no fantástico, «real», de la historia religiosa que se está representando. El bobo es, con frecuencia, el agente desfantaseador necesario al ejercicio catequístico. Pero de todo ello trataremos más adelante, por ser ésta es una de las hipótesis que originan nuestro trabajo.

Hay un segundo elemento que vive en las piezas del CAV y que condiciona radicalmente su dramatización y su teatralización. Es la alegoría, que poco a poco fue siendo integrada y asimilada dentro de la red sígnica de estas piezas religiosas, «Lo cómico y lo grosero, inseparables de los autos del Códice, no desaparecen con la invasión alegórica»10. Conviven con ella y llegan a fundirse en el tejido de la metáfora alegórica. Hay varios autos -la Farsa sacramental de la moneda, la Farsa del sacramento de la entrada del vino, el Aucto de la Culpa y Captividad, etc., en que lo cómico es asumido e integrado en sus estructuras dramáticas por ciertas figuras alegóricas. El bobo es el Estado de Inocencia en la Farsa del triunfo del Sacramento, por ejemplo. Lo cómico y grosero conviven a veces con otros personajes construidos según las coordenadas de la alegoría. El bobo festivo y la figura alegórica son dos claves de dramatización integradas en un todo; a pesar de su disparidad, asumen funciones complementarias que vienen a fijar las condiciones aptas para asegurar la propagación y la eficacia del discurso catequístico. Incluso en ciertos autos sacramentales calderonianos pervive la mezcla de las dos claves. La cena del rey Baltasar es un buen ejemplo.

Vamos a fijar la noción de lo que se identifica como alegoría en nuestras piezas dramáticas. Fothergill-Payne estudió este fenómeno dramático que, en el teatro anterior a Calderón, aparece con una singular frecuencia11. Se apoya en las notas de Lausberg, para quien la alegoría «es una metáfora continuada en una frase entera (a veces más)»12. «La alegoría es al pensamiento lo que la metáfora es a la palabra aislada», dice Lausberg13. Pero el uso dramático y teatral de la alegoría plantea problemas más amplios que los que brevemente toca el citado Lausberg. No es lo mismo construir una metáfora continuada en una frase entera que elaborar una figura dramática, que tiene la obligación de andar, de hacer gestos, de expresarse, de razonar, de afirmar, de negar, de interrogar, etc. La figura alegórica del teatro va cargada con una serie de signos que la acercan al modelo humano dramatizado, sin dejar, sin embargo, de asumir su condición de «metáfora continuada». Ésa es la dificultad de su construcción. Y ése es el problema con que se encontraron los autores del teatro religioso de la época que estudiamos, especialmente los poetas cuyas obras han quedado recogidas en el CAV.

Fothergill, siguiendo a Edwin Honig14, afirma que «una buena alegoría no debe indicar ni revelar demasiado los elementos del plano real»15. Es posible. Pero la teatralización de la alegoría en el siglo XVI, sea ésta «buena o mala», por usar las palabras de Fothergill, va por el camino contrario. ¿Tal vez porque los personajes del CAV no sean «buenas» alegorías? En muchos autos del CAV son las alegorías mismas quienes revelan su identidad. Y si ellas no lo hacen, será la figura vecina la encargada de dejar las cosas claras. La alegoría en el teatro clásico español -tomando también en cuenta incluso los autos calderonianos- trata de evitar la ambigüedad identificada por Honig. A veces se manifiesta ante el espectador con un cartel o un símbolo que indica claramente y sin vaguedad alguna, la condición e identificación del personaje16. Fothergill, a pesar de seguir la línea de Honig, acaba afirmando que en el teatro del quinientos español hay «muy poca alegoría en el sentido de la ambigüedad arriba descrito»17.

En otras palabras, el teatro religioso que nos ocupa no puede explicarse sin tener en cuenta la presencia, dentro de sus pliegues, de dos encarnaciones dramáticas bien características, la del bobo festivo y carnavalesco y la de la alegoría, la de la metáfora continuada. Y es justamente la relación estrecha entre uno y otra la que se alza como interrogante y como problema ante el lector.

Fothergill hace alguna alusión muy rápida a la presencia del bobo en los autos religiosos. Se refiere a la locura, que «será siempre la encarnación de todos los vicios juntos, carácter que se pone de relieve con el vestido del protagonista alegórico que sale "de bobo", "de simple villano" e incluso "con pieles de bestia", y a veces "con enorme nariz"»18. Pero, al mismo tiempo que no debe generalizarse la consideración del bobo como la encarnación de todos los vicios, la crítica citada omite el problema que plantea la presencia del bobo ensamblado dentro de un conjunto en el que la alegoría tiene a veces papel dominante. Volvemos, pues, a ver la necesidad de examinar los dos modelos de figura dramática y su mutua dependencia.

Por otra parte, el estudioso que más se ha ocupado de describir el bobo de los autos religiosos, John Brotherton19, tampoco ha tratado la mutua dependencia existente entre la alegoría dramática y el loco carnavalesco en el contexto de los autos religiosos del siglo XVI.

Veamos brevemente algunos de los rasgos del pastor-bobo descritos por John Brotherton.

El bobo, en las obras dramáticas religiosas que nos ocupan, «becomes the epitome of human folly, the embodiment of comic inadequacy. He is a constant reminder to the audience of the nature of human frailty»20. El citado Brotherton ve en la risa del espectador que somos todos «our appreciation of the deficiencies of the person who excited it, the Fool, and are simultaneously reinforcing our sense of what is normal, of the accepted code of social and moral conduct»21. Por otra parte, el pastor-bobo del CAV aporta algo muy significativo a la hora de poner de relieve la celebración del Corpus inscrita y buscada en dichas obras. Por una parte, el pastor-bobo es la representación de la flaqueza humana y, por otra, es un instrumento adecuado para ensalzar el misterio eucarístico, objetivo principal de estas obras dramáticas.

Si con su hambre insaciable de pan y de toda materia comestible el bobo hace reír al espectador, «implied in their laughter is a recognition of the inappropriateness of his attitude in a play treating the doctrine of transubstantiation. By deciding that the Sheperd is a fool, the spectator is confirming his own faith»22. Las deficiencias del bobo sirven para hacer resaltarlas características del héroe o del sacramento eucarístico, cuando es el caso.

El pastor rústico, que fue usado por Encina, Fernández, Diego de Ávila, Torres Naharro, etc. como signo de comicidad y, sobre todo, como instrumento dócil para la proclamación del discurso religioso o social dominante23, aparece en manos de Diego Sánchez de Badajoz «as an alienator of the audience and as a constant reminder of his didactic intent»24. En las obras del CAV el bobo sirve «in the dissemination of the doctrine of man's salvation through de love of Christ»25, y demuestra una gran capacidad dramática para apoyar el aspecto didáctico de las obras en que aparece. El bobo es mucho más que un elemento de distracción y de diversión del espectador. Su función «is more frequently to draw attention to, rather than distract it from, the moral and theological issues raised by his creator»26. El bobo tiene una doble consistencia: por una parte encarna la fragilidad humana; por otra, dispone de una gran habilidad para discurrir sobre aspectos morales y teológicos o, sobre todo, para forzar y provocar la exposición de las afirmaciones oficiales de la Iglesia docente, del magisterio dominante.

En fin, el pastor-bobo es con frecuencia «a bouffon, an irresponsible and irrepressible clown who indulges in foolery apparently for its own sake»27. A veces, en el CAV, el bobo «flitters around the edge of the action like a comic butterfly, never contributing anything to the action, nor even to the conversation of those he frequently interrupts with his inanities»28.

Las tres funciones que asume el bobo en el CAV quedan muy claramente perfiladas en el trabajo de Brotherton. El problema es describir cómo llegan a complementarse unas y otras. Ése es el objeto de nuestro trabajo: identificar de qué manera sirve la presencia del bobo para alcanzar los fines catequísticos de los autos, sobre todo cuando en ellos aparecen esas otras figuras dramáticas, que Brotherton no estudia, y que tienen una importancia capital. Nos referimos a las alegorías. ¿Cómo puede el público aceptar la enseñanza a través de las palabras de un personaje que aparece dotado de una espléndida estupidez? Creemos que hay que distinguir entre la función moral, ejemplar, del bobo, y su función instrumental que permite y facilita el contacto entre lo cotidiano y las reflexiones teológicas. Aunque siempre quede pendiente el problema del alto grado de distracción que la presencia del bobo pueda suponer para el espectador. ¿Cómo acepta el público la enseñanza de lo «recto» cuando aparece mezclado con las excentricidades de esta encarnación del loco festivo?

Si el pastor-bobo se manifiesta con dos características claves, su rusticidad y su locura o estupidez, lleva también incluidas en sus distintas realizaciones escénicas las marcas de una lengua literaria, el sayagués, y unos cuantos rasgos de carácter que no se realizan necesariamente en todos los ejemplos conocidos. Son las condiciones que Brotherton identifica como «laziness, greed, ignorance, superstitiousness, boorsishness, obscenity and indifference»29. Digamos, para aislar bien el objeto de nuestro estudio, que los pastores del CAV carecen, generalmente, de las marcas de obscenidad abundantes en personajes semejantes inscritos en otras partes del corpus dramático del siglo XVI. Sirva de recuerdo algún pasaje de la Égloga interlocutoria de Diego de Ávila.

En El «Códice de autos viejos». Un estudio de historia literaria30, de Mercedes de los Reyes Peña, magna obra y fuente inagotable de datos, estadísticas, bibliografía y sugerencias, se hace la compilación de las apariciones del bobo, en todas sus variedades, a lo largo de las piezas recogidas en el CAV. De los Reyes llega, con los ajustes imprescindibles y las explicaciones necesarias, a contabilizar 45 obras -de un total de 96- donde aparece el bobo en alguna de sus múltiples facetas31. De los Reyes cita 35 piezas en que se manifiesta el bobo de forma plena; y señala otras 10 en que hay personajes abstractos (menos los casos de Leví y Samuel) que tienen las características del bobo. En 28 de las 35 obras donde vive el bobo característico, el personaje carnavalesco está entre los tres personajes a los que se les atribuye el mayor número de versos32.

En principio, y con ciertas reticencias a la hora de establecer fronteras infranqueables, pueden fijarse tres tipos de manifestaciones de la figura del loco festivo o bobo: el bobo propiamente dicho -el más abundante en el CAV-, el pastor rústico y las figuras adornadas con rasgos aparentados al bobo. Pero teniendo en cuenta la presencia de dos mundos paralelos y confluyentes en el CAV, el mundo de lo «real» y el mundo de lo «alegórico». los tres tipos de manifestaciones del loco festivo deben desdoblarse, para constituir así seis posibilidades de manifestación de la locura carnavalesca: 1) el bobo real; 2) el bobo alegórico; 3) el pastor rústico real; 4) el pastor rústico alegórico; 5) figuras reales aparentadas al bobo; y 6) figuras alegóricas aparentadas al bobo. Las 45 piezas dramáticas identificadas por Mercedes de los Reyes pueden quedar así divididas según estas seis encarnaciones del loco carnavalesco.

Una vez examinada la tarea crítica ya desarrollada y troceado convenientemente el corpus, nos queda formular claramente la hipótesis de trabajo.

En las obras recogidas en el CAV, la presencia, en muchos casos conjunta, del bobo y de las figuras alegóricas o, en general, de los personajes salidos del mundo de lo no sensible -el Pecado, la Muerte, Dios, los Ángeles, etc.- parece tener como finalidad la de acercar al espacio de la experiencia del espectador todo lo que queda fuera del alcance de los sentidos. El bobo actúa, en muchas ocasiones, en calidad de puente, de enlace, entre lo que el público contempla como algo salido del código de lo fantástico y la necesidad catequística de que ese mismo público contemple lo aparentemente fantástico como algo maravilloso o real y, en consecuencia, como algo capaz de ser descodificado dentro de los márgenes de la experiencia de lo sensible. Más adelante fijaremos las fronteras existentes entre lo fantástico y lo maravilloso. Los signos del Carnaval se ponen al servicio de la catequesis para controlar la posible emergencia de bandas de fantasía capaces de neutralizar el efecto didáctico que la obra intenta producir.

Para comprobar esta hipótesis, nos parece necesario desplegar brevemente algunas nociones teóricas que nos servirán de instrumentos de trabajo en esta investigación.

Nuestro estudio Juegos dramáticos de la locura festiva, apoyándose en las reflexiones de Mijaíl Bajtín sobre la fiesta popular33, resume brevemente las características profundas que definen al loco carnavalesco y que se encarnan, en anécdotas variadas, a través de las figuras del pastor rústico, del bobo, del simple y del bobo en el teatro español de los siglos XVI y XVII. Y en todas esas formas de textualización, siempre queda debajo el espíritu que alimenta y condiciona esa otra visión del mundo, la que supone la liberación propiciada por la fiesta popular, la que prevé la comunión con una naturaleza sin fronteras de clase, sin insignias oficiales, sin uniformes señaladores de determinadas preeminencias sociales.

«En cierto modo, todo lo que de ejercicio liberador tiene el Carnaval, con sus máscaras y sus locuras, aparece también con formas más o menos cercanas, en el ejercicio teatral. No resulta extraño que el esfuerzo constante realizado por la Iglesia católica para neutralizar los "excesos" de la fiesta carnavalesca por medio del rigor de la Cuaresma tenga su signo complementario en la obsesión que los poderes religiosos -y civiles- han tenido siempre por aniquilar o, al menos, controlar el teatro y por recuperar su eficacia liberadora en beneficio de sus propios intereses. La Cuaresma ha cubierto y sometido las fuerzas regeneradoras del Carnaval, pero éste ha vuelto a resurgir como ave fénix imposible de aniquilar. El teatro, agredido una y otra vez como lugar de liberada representación de lo socialmente controlado, ha mantenido y sigue manteniendo una lucha sin cuartel -y sin medios- por preservar ese espacio de libertad y de figuración de las más íntimas esperanzas de regeneración»34. La figura carnavalesca ha sido utilizada, en el ejercicio catequístico que es el teatro religioso, como instrumento domesticado, reducido -cual virus de vacuna, nos atreveríamos a decir-, para poner de relieve las «verdades» predicadas.

La fiesta popular medieval, verdadera alternativa al orden oficial y a la cultura dominante, según Bajtín, es la epifanía de un mundo infinito de formas de la risa. Gracias a las máscaras del Carnaval, el cuerpo se libera o, al menos, se siente libre y se convierte en el centro de la atención general. El cuerpo es rey, signo máximo del enfrentamiento entre la naturaleza y la cultura. La presencia del cuerpo se realiza según los códigos de lo que Bajtín llamó el realismo grotesco o principio de la vida material y corporal. Las imágenes del cuerpo, del beber y del comer, de la satisfacción de las necesidades naturales, de la vida sexual... Todas ellas son signos de la espontaneidad material y corporal percibida como principio universal propio de la vida colectiva y popular. El Carnaval da la vuelta a la realidad, pone arriba lo que está abajo y abajo lo que está arriba. Rabelais señala la trayectoria «ascendente de un soplo llevado en el vientre»35.

«El rasgo determinante del realismo grotesco es el "rebajamiento" de todo lo que es elevado y espiritual, ideal y abstracto, a un nivel material y corporal, subrayado como bajo (beber, comer, digerir, defecar, orinar, sudar, tener relaciones sexuales). La exaltación del vientre, alto y bajo, del vientre grosero y de las actividades biológicas que constituyen la base misma del mecanismo propio de la renovación del ser humano y del mundo, es percibida por el discurso dominante como "rebajamiento". Pero dicho rebajamiento supone un acercarse a la tierra, comulgar con la tierra entendida como principio de nacimiento, de absorción y de regeneración. En ese acercamiento a la tierra hay un deseo de horizontalidad, de igualación con los varios componentes de la naturaleza, personas, animales o cosas. El personaje carnavalesco se pierde, se disuelve, se vivifica y se continúa en la naturaleza como ser abierto a ella por sus numerosos orificios (nariz, ojos, boca, ano, sexo, orejas, poros). Los orificios, verdaderos canales de comunicación y de inserción en la naturaleza, permiten la mezcla de personas, animales y cosas en un todo confuso y regenerador. De ahí la zoomorfización o animalización y la reificación o cosificación a que son reducidas con frecuencia las figuras humanas del Carnaval. O la antromorfización a que se someten las figuras animales o incluso los objetos inertes de la naturaleza. Uno y otro proceso son vías determinantes del carácter popular de la fiesta. Y constituyen una inversión de todos los valores, de todas las normas impuestas por la ideología dominante»36.

A todo ello se une la destrucción de la lógica del lenguaje socializado. Es el fenómeno identificado como fantasía verbal, fenómeno que ha estudiado con todo rigor Robert Garapon37 y que nosotros hemos utilizado para explicar ciertos comportamientos lingüísticos de nuestros personajes. Es el juego verbal, liberado de la preocupación por el significado y puesto bajo el signo de la gratuidad. Todas estas características del loco festivo quedan sometidas al control de los códigos que gobiernan la parodia, la caricatura y la sátira. Si la fiesta oficial tiende a validar la estabilidad de las normas que gobiernan el mundo, el Carnaval, usando la hipertrofia paródica y caricatural de ciertas prácticas sociales dominantes, es la manifestación grotesca de la segunda vía humana, la vida del pueblo marcada por el principio de la risa. El gesto paródico pone en tela de juicio la verdad monolítica de la fiesta oficial parodiada.

Estas y otras notas alimentan la construcción del pastor bobo de los autos religiosos, aunque muchas de ellas, sobre todo las que manifiestan cierto tipo de obscenidad, quedan eliminadas o disminuidas dadas las características del ejercicio piadoso que es la catequesis. Ya lo apuntábamos líneas arriba. Al analizar algunos ejemplos salidos de los autos y farsas del CAV, veremos cómo se neutralizan ciertas formas profundas de la carnavalización.

Junto al loco de la fiesta popular y sus rasgos más significativos, rasgos que nos servirán para estudiar al pastor-bobo y sus variantes dentro del CAV, usaremos una segunda herramienta teórica para mejor analizar la función dramática de dicho personaje. Nos referimos a la doble noción de «fantástico» y de «maravilloso», tan presentes en toda literatura y, de modo muy particular, en el teatro catequístico.

En toda representación religiosa hay siempre una oposición entre lo que se percibe como real y lo que se manifiesta con rasgos salidos de un mundo ajeno a lo descodificable por la vía sensorial. El espectador y su racionalidad hacen frente, a veces, a unos signos dramáticos que la experiencia personal y colectiva califican de irracionales, de fantásticos, de inaprehensibles por medio de la comprensión y de la percepción de los sentidos en la vida cotidiana. Cuando el público de los autos ve en escena a Dios hablando con Abraham, a un ángel alado, a una figura identificada como Pecado, como Gracia, como Jesús resucitado, constata, echando mano de su experiencia cotidiana, que no ve ni percibe a diario figuras ni situaciones semejantes. Tiende a considerarlas como signos fantásticos, como formas salidas del mundo de lo inverosímil, como acontecimientos de un orden similar a los que contempla cuando ve volar a Peter Pan, cuando observa cómo el Príncipe da un beso a Blancanieves y la resucita, o cuando ve surgir la figura incomprensible de la Muerte entre los árboles de un bosque de difícil o imposible acceso. Y, sin embargo, detrás de esas «fantasías» de los autos y farsas hay algo que obliga, que incita al espectador a no considerarlo como tal fantasía, como hecho salido de la irrealidad creada por una mente calenturienta. Ese enfrentamiento entre lo que el público asistente tiene la tentación de identificar como «fantasía» y lo que venera como «realidad» es una de las preocupaciones mayores latentes en todo texto catequístico llevado a las tablas.

Vamos a fijar primero ciertos conceptos sobre los que podamos asentar debidamente nuestra reflexión. Los estudios de Antonio Risco Literatura y fantasía38 y Literatura fantástica de lengua española. Teoría y aplicaciones39, y nuestros trabajos «Teatro, fantasía y catequesis en la Edad Media castellana»40, «Los riesgos de la fantasía: catequesis y hagiografía en el teatro áureo»41, «El control de la fantasía: usos catequísticos en el teatro de Diego Sánchez de Badajoz»42 y «Teatralización de lo sagrado y sacralización de lo teatral: El Misterio de Elche»43 nos servirán de punto de apoyo.

Nuestro análisis de lo fantástico está organizado alrededor de un doble eje, el que impone la especificidad de la literatura dramática y el que marca la finalidad y la intención propagandística con que esa literatura fue escrita o, en el mejor de los casos, representada en un escenario, sea de la clase que este último fuere.

Cuando la producción dramática catequística es utilizada como vehículo para difundir un cierto número de afirmaciones tenidas por transcendentales, de declaraciones de fe, y al mismo tiempo sus elementos constituyentes están llenos, en todo o en parte, de signos marcados por la fantasía, el hipotético lector o espectador queda sometido a la presión de una clara paradoja: se pone al destinatario ante la difícil situación de tener que descodificar como «reales y verdaderos» ciertos hechos surgidos de un mundo en que la norma de lo real ha sido sustituida por la de lo no-real, por la de cuanto no es verificable por los sentidos, de cuanto es ajeno al espacio de lo tangible, visible, audible, etc.

Antonio Risco, en su Literatura y fantasía44, propone para separar los campos la búsqueda de una vía definida por una forma de «intencionalidad fantástica» en oposición a otra de «intencionalidad realista». Y es precisamente esa intencionalidad un aspecto fundamental, ya que la literatura catequística o propagandística está marcada por una intención que en modo alguno busca la identificación del relato como algo ajeno y extraño a la realidad cotidiana. Todo lo contrario. La intención, la voluntad realista, trata de imitar la realidad tal como se manifiesta a nuestros sentidos. La fantástica, en cambio, se opone a la representación de esa misma realidad siguiendo el modelo perceptivo sensorial.

El punto de partida es la relación dialéctica [realidad / fantasía]; pero hay que ir más allá y llegar a la oposición [intencionalidad realista / intencionalidad fantástica] y, finalmente, a la que enfrenta la verdad a la no-verdad, a la falsedad, a la mentira. Es decir, a través de esa cadena de oposiciones, el camino queda trazado así: apariencia de fantasía → intencionalidad realista → representación de la realidad → representación de la verdad. En el fondo todo el problema de la oposición [realista / fantástico] gira alrededor de su interiorización, de la transformación de una determinada obra literaria en objeto íntimo.

Teniendo en cuenta que el pacto de lectura tradicional se sitúa en el terreno del significado, el espectador asume su condición de tal a partir de sus valores afectivos y de su particular visión del mundo. Por eso es preciso distinguir entre dos grupos paralelos de producciones literarias, la realista y la fantástica o maravillosa. El lector/espectador medio se enfrenta con el problema de si lo que se le presenta puede ocurrir en su propio mundo, si es verosímil. Si calcula que lo que le ofrecen responde a tal condición, juzgará la obra en cuestión como realista; si no, la evaluará como fantástica o maravillosa.

Risco45 señala que ese lector medio no se deja guiar solamente por el canon de la verosimilitud, ya que tal simplicidad de criterio chocaría frontalmente con la pluralidad ideológica que supone su adscripción, por ejemplo, a grupos religiosos muy variados. Creemos, pues, que el contrato de veridicción debe situarse en otro nivel. La respuesta hay que buscarla, según el citado crítico, en los preceptistas clásicos, para quienes la verdad está en la naturaleza. El poeta, el creador «realista» ha de imitar la naturaleza. Pero el creyente en la divinidad de Cristo, por ejemplo, no deja de reconocer que ciertos hechos, cuyo carácter real, aunque milagroso, él acepta -la resurrección de Lázaro o la del mismo Cristo, por ejemplo-, van contra la práctica habitual de la naturaleza.

Risco, inspirado en buen número de especialistas de este tipo de literatura, rompe la ambigüedad y establece que «dentro de ella puede hacerse la diferencia entre lo maravilloso y lo fantástico, caracterizando la primera manera como aquella que sitúa de golpe al lector en un ámbito donde la manifestación de los fenómenos extranaturales no se problematizan [sic], por lo que, de algún modo, se muestran como naturales en ese medio, fundamentalmente diferente, entonces, del suyo. Así el conflicto que plantean se establece sólo con el lector en su visión del mundo -la vigente en su medio, ha de entenderse-, no con los personajes que los presencian o los viven, va que éstos pertenecen a otra esfera, regida por otra normalidad. Si ellos los problematizaran de alguna manera, sorprendiéndose, por poco que sea, de la naturaleza de tales fenómenos, la obra de referencia correspondería va a lo fantástico»46.

De este modo las oposiciones [maravilloso / realista] y [fantástico / realista] vienen a significar, en suma, las actualizaciones históricas de la oposición lógica [isotopía (o principio de coherencia) / anisotopía47 (o principio de incoherencia)]48.

La diferencia establecida por Risco49 entre literatura maravillosa y literatura fantástica separa la que sitúa al lector en un espacio donde los fenómenos extranaturales no se problematizan, son percibidos como naturales en el medio en cuestión -literatura maravillosa-, y la que sitúa al receptor ante un mundo en que dichos fenómenos se ponen constantemente en tela de juicio. Las oposiciones [maravilloso / realista] y [fantástico / realista] significan las realizaciones textuales de la oposición lógica [isotopía / anisotopía] u oposición entre el principio de coherencia y el de incoherencia. La variedad maravillosa es isotópica desde el punto de vista semiótico, ya que sus datos tienen coherencia dentro de un solo código, el interno, pero es anisotópica desde la perspectiva semántica o intersemiótica, en su relación con el espacio externo, el del lector/espectador. En la variedad fantástica, las manifestaciones prodigiosas crean la anisotopía semiótica, o sea, la incoherencia del código que rige el mundo interno de la fábula; también descubren una anisotopía semántica o intersemiótica, o sea, la falta de homogeneidad y de coherencia con la isotopía vigente en el mundo del lector.

Ahora bien, la diferencia entre lo realista y lo maravilloso/fantástico queda condicionada por la intencionalidad latente en la obra literaria y por la percepción global que del objeto se hace el destinatario. En general puede afirmarse que en lo que toca al realismo o, al menos a la verosimilitud, el creyente cristiano -el de tradición cristiano-romana o católica, en concreto- acepta la representación de un hecho milagroso como la figuración de algo «real», a condición de que el magisterio eclesiástico lo haya consagrado o permitido, con lo que se estaría identificando lo real fingido con lo canónicamente aceptado, y lo fantástico, lo legendario, con lo no-canónico.

Pero queda pendiente el hecho innegable de que el público espectador está formado por elementos no necesariamente homogéneos. El grado de aceptación del magisterio eclesiástico varía y, por lo tanto, el texto catequístico tiene que hacer frente a esa multiplicidad de espectadores que no alcanzan, en su totalidad, el mismo grado de sometimiento a la instancia catequizante o de complicidad con ella. Entra aquí en juego la necesidad de saltar del discurso individual a los discursos sociales. Y nos interesa, en este momento particular, el problema que plantean los textos religiosos, las variaciones de identificación de los mismos -algunos textos percibidos como religiosos, es decir, como verdaderos, en la Edad Media, se leen más tarde como literarios-. Todo ello está latente en la existencia del principio de construcción de dichos textos con arreglo a lo que Yuri Lotman50 llanta «semántica pluriestratificada»51, en que los mismos signos son empleados, en diversos niveles estructurales de sentido, para expresar, sincrónica o diacrónicamente, un contenido diferente -las significaciones accesibles a un lector iniciado no son accesibles a otro menos avanzado en el camino de la vivencia religiosa, por ejemplo-. Esta doble condición de la recepción del texto abre un gran espacio en el que la discusión sobre el teatro catequístico adquiere todo su sentido.

Tomando en consideración el problema de la variedad de público, diacrónica y sincrónicamente considerado, el texto catequístico tiene que prestar atención, más allá de su propia intención realista, a la posible descodificación que el espectador menos dócil pueda hacer. El texto no debe olvidar tampoco que, en su misma coherencia interior, identificada como «realista» o como «maravillosa», quedan ciertas bandas, huellas o indicios vagos de inverosimilitud, de incoherencia, de fantasía. Si se suma la existencia de los diferentes grados de significación y de aceptación por parte del público espectador -semántica pluriestratificada- y la existencia de ciertas bandas de inverosimilitud del texto presentado como «real» o «maravilloso», el resultado explica el interés institucional por desarrollar una literatura catequística capaz de borrar y neutralizar dichos indicios y huellas. Es decir, la literatura religiosa alberga en su seno un «potencial de fantasía» que es necesario tomar en consideración. El contrato de veridicción latente en la literatura catequística lo prevé. El teatro catequístico es una sistematización de lo natural verosímil, pero siempre desconfía de sus propios medios y del grado de sometimiento del destinatario; por eso trata de neutralizar la existencia de esas huellas de inverosimilitud, de fantasía, que quedan en él. El uso de figuras alegóricas, instrumentos dóciles y aptos para la predicación, tienen el inconveniente de aparecer como seres extraños al mundo sensorial. De ahí la necesidad de neutralizar la posible fantasía que puedan engendrar en la percepción del espectador. De ahí también el uso, entre otros medios, del bobo como elemento compensador.

Nosotros intentamos ver cómo el teatro catequístico refleja y refuerza el proceso de sistematización de lo sobrenatural verosímil, teniendo en cuenta las diferentes capas de recepción que los diversos grados de iniciación del creyente o del no-creyente establecen. Tenemos que describir qué elementos anecdóticos -en este caso, el bobo- son utilizados como agentes neutralizadores de la perturbación de la transparencia del mensaje. Y también qué elementos formales, estilísticos o estructurales, son utilizados para contrarrestar dicha perturbación de la transparencia o para provocarla hasta convertir el mensaje en algo ilegible, sin afectar de modo irremediable la ilusión realista de lo narrado. La catequesis o propaganda pretende destruir toda noción de fantasía. Por eso está cimentada en un discurso que neutraliza la condición fantástica de toda percepción de la literatura. Y, sin embargo, hay en las obras catequísticas un esfuerzo particular para atribuir la condición de «real» a ciertos signos, rasgos, personajes, situaciones, etc., esfuerzo que resultaría innecesario en un contexto de aceptación integral de la propuesta como representación de la realidad más absoluta, menos fantástica. Si la catequesis existe es a causa de la presencia, entre el público espectador o entre los lectores potenciales, de ciertas dudas, de ciertas perplejidades, ante la posible condición de no-real, de fantástico, que caracteriza el hecho presentado. De no haber tales dudas, la catequesis sería innecesaria e inoperante. Ese esfuerzo particular de presentar una historia como real define una cierta forma de literatura fantástica que vive en el discurso propagandístico52.

A partir de aquí, y tomando en cuenta las nociones apuntadas, vamos a analizar el funcionamiento del bobo y sus diversas formas de dramatización en algunas piezas del CAV. Es decir, estudiaremos cómo se pone la figura del loco festivo al servicio de la catequesis y cómo actúa de signo controlador de las bandas de fantasía surgidas en el texto didáctico. Para tener perspectivas distintas del uso dramático del bobo, vamos a examinar las piezas siguientes: el Auto del sacrificio de Abraham -pieza salida de la narración paleotestamentaria- y el Auto de sant Jorge quando mató la serpiente -leyenda de santos-. Estos dos autos serán nuestro objeto de análisis en el presente trabajo. Y en trabajos complementarios estudiaremos otros seis autos. En algunos la presencia del bobo está menos marcada (Aucto de sanct Christóval, Auto de la entrada de Cristo en Jerusalén, obras, respectivamente, que tienen sus referentes en leyendas piadosas o en la narración evangélica). En otros el loco festivo tiene una importancia excepcional (Aucto de la circuncisión de Nuestro Señor y Auto de la resurreción de Christo, ambos salidos de los textos evangélicos). Finalmente examinaremos el Aucto de la Culpa y la Captividad, pieza en la que domina el código alegórico, y la Farsa del triunpho del Sacramento, en la que, dentro de un registro exclusivamente metafórico, el bobo asume plenamente las marcas características de las figuras morales. En todos los análisis hemos seguido la edición de Léo Rouanet, ya mencionada53. Citaremos los textos indicando entre paréntesis los números correspondientes a los versos aludidos.


Auto del sacrificio de Abraham

Es el primer auto del CAV54. Trata del sacrificio que Abraham va a hacer por orden divina y de cómo la intervención de un ángel neutraliza la obediente decisión del patriarca, salvando así la vida del niño Isaac, víctima designada para la inmolación. La diégesis sigue fundamentalmente la narración bíblica (Génesis, 22, 1-19), pero utiliza también otros elementos salidos de la vida cotidiana -invitación a un banquete festivo con motivo del «destete» de Isaac, relación del señor con los criados, etc.- que dan al auto una dimensión mucho más amplia que la que permite el texto tradicional judío. En consecuencia, aparecen personajes tomados de la vida diaria. El más importante de ellos es el bobo.

Como índice de la importancia que el texto da a los distintos personajes, damos a continuación un cuadro en que se inscribe el número de parlamentos y el de unidades versales55 que les son atribuidos. Es el siguiente:

Personajes Número de Parlamentos Número de u. v.
Abrahán 48 279 (v. 423 compartido con el Bobo)
Bobo o Villano 46 139 (vv. 196 y 210 compartidos con Moza; v. 423 con Abrahán; v. 606 con Ysac)
Moza 13 20 (vv. 196 y 210 compartidos con el Bobo)
Eliazer 7 14
Sarra 6 17
Ysac 6 30 (v. 606 compartido con el Bobo)
Convidado 3 19
Otro [convidado] 3 14
Dios 2 6
Ángel 1 10

En una narración en la que el eje fundamental es la relación del héroe, Abraham, con Dios, resulta sorprendente la casi nula masa léxica puesta en boca del personaje divino y de su emisario, el Ángel. Y, al contrario, llama la atención la fuerte presencia del Bobo, del criado de Abraham, llamado Recuenco en el diálogo entre los personajes. El número casi igual de parlamentos atribuidos a Abraham y al criado Recuenco -la diferencia de u. v. es, en cambio, significativa: 279 /vs/ 139- pone de relieve la gran presencia del bobo y el alto grado de dialogicidad que se le atribuye, ya que sus parlamentos son mucho más cortos y, por lo tanto, reflejan mejor la rapidez del habla cotidiana, no identificada a las largas tiradas de versos. Si sumamos el número de u. v. atribuidas a Abraham y a Recuenco (418 u. v.) y el puesto en boca de los otros personajes (556 u. v.), la desproporción es absoluta56. Abraham y el criado bobo disponen de un volumen léxico que domina al que utilizan los demás. Es decir, la parte más abundante del texto está en boca del héroe. Abraham, y de la cara carnavalesca del mundo, el criado bobo, la otra mitad del protagonista.

En la didascalia explícita (DE) inicial (I, p. 8) se identifica como Villano al Bobo, aunque al frente de cada parlamento que se le atribuye es la lexía «bobo» la que se utiliza. Abraham, sin embargo, le llama Recuenco. Es el criado típico del teatro de la época y va cargado con buen número de los rasgos que caracterizan al loco carnavalesco, al loco insolente con el discurso oficial encarnado por su amo.

El bobo dormilón y comilón, la figura que encarna los deseos irreprimibles latentes en el fondo del alma humana y sólo controlados por la fuerza de las conveniencias sociales, hace su aparición en el personaje del Villano.

La dramatización de la intervención del bobo empieza cuando Abraham, tras la oración de alabanza a Adonay, es decir, tras la primera manifestación del discurso oficial, llama a su criado Recuenco. Se inicia así una especie de «paso» intercalado en la diégesis -no olvidemos que en la Loa inicial, donde se cuenta brevemente la historia que se va a representar, no se cita para nada al Villano-, en que se presenta la discusión entre Abraham, señor de criados, y su siervo Recuenco, sin que tenga gran relación con el problema dramatizado en el auto. Es ahí donde aparecen los rasgos propios de la dimensión carnavalesca de Recuenco:

- La pereza. Cuando Abraham le pregunta si está acostado -el bobo no aparece aún en escena-, contesta Recuenco: «Aguárdese, que ya van, / qu'está el honbre embarazado» (vv. 65-66), en que dicho embarazo «un negocio es con la cama» (v. 68).

- La inconveniente desnudez. Abraham le insta a que salga. Recuenco anuncia que obedece («Si es negocio de almorzar, / desnudo me puedo yr» (vv. 72-73). Y sale a escena tapado solamente con una manta, provocando la orden que le da Abraham para que se vaya a vestir. El loco festivo, con su desnudez, aparece así rebajado, degradado por su falta de respeto a la norma social. Hay que señalar que la desnudez escénica del bobo respeta, de todos modos, los criterios de la época, en que dicha desnudez se simboliza en las tablas con la exhibición de ciertas ropas que hoy calificaríamos de interiores. Nada tiene que ver con la convención actual del desnudo en escena.

- La glotonería. Hemos visto arriba la alusión al almorzar. El bobo queda reducido a ser la sinécdoque del tubo digestivo. O viceversa. El tema se repite varias veces en este paso:


- Y cuando emos de meter
algo que ocupe el garguero?


(vv. 90-91)                



- Él no lo quiere mirar
que tengo, de no mascar,
boca y dientes orinientos?


(vv. 94-96)                


Como signo complementario del rebajamiento del bobo, Abraham amenaza a Recuenco con un palo. A lo que responde éste:


Sin palo comeré yo
seis panes, si es menester.


(vv. 100-101)                


Ya terminado el paso inicial, Abraham habla con Sara, su mujer, sobre la conveniencia de «destetalle» -a Isaac- (v. 131) y de organizar una fiesta para celebrarlo. El señor envía a su criado Eliacer a invitar a la gente de «Bersabé y sus collados» (v. 158). Y aquí se produce una de las manifestaciones más características de la función del bobo. Recuenco es el enlace sémico entre el intertexto bíblico y el contexto español del siglo XVI. La noción de «embrayage», de «shifter», de «lazo» o «enlace», tan necesaria cuando la diégesis queda en la lejanía de un referente sociohistórico alejado del espectador, viene a llenar ese vacío semántico y a acercar el significado de la narración bíblica al entendimiento y al sentimiento del público «actual». Es el bobo el encargado de hacer el enlace, cuando aconseja a Eliacer:


Y si topares a Antón,
el nieto de Pero Gil,
di que traiga el tanboril
para que nos haga el son.


(vv. 162-65)                


A lo que se añade una marca que ata el gesto del convite a una práctica social contemporánea. Abraham ordena a Eliacer que convide «a toda esa honrrada gente» (v. 160); en sus palabras late el indudable referente de la honra, cosa que el bobo se encarga de poner de relieve presentándose él mismo como el símbolo de lo deshonroso. Le encarga a Eliacer que les diga a los honrados que él. Recuenco, el bobo degradado y deshonrado, también está invitado. A todo ello se añade la inevitable alusión a la glotonería. Recuenco ve la conveniencia de advertir a los invitados:


[...] que vengan almorçados,
porque acá no hagan mengua
y nos dejen apiolados.


(vv. 172-74)                


Una Moza y el Villano, Recuenco, son los encargados de preparar la sala del banquete festivo. «Salen la Moça y el Villano a poner la mesa», dice la DE (I, p. 8). Y se inicia así otro paso intercalado, cuya relación con la diégesis es mínima, si no nula. El ejercicio ancilar de poner la mesa va «adornado» con algún rasgo carnavalesco: 1) el bobo está obsesionado por la comida -«que saques esos pasteles: / dejallos emos sin habla» (vv. 210-11); Recuenco es un «gentil paje» (v. 223) «para comer potaje» (v. 224) y para «jugar de colmillos» (v. 225); 2) el bobo es insultado y degradado por las palabras de la Moza -asnaço, villano, tocho, ganapán (vv. 228 y 230).

El banquete de Abraham es la marca del discurso oficial. Dentro de los límites de la fiesta se integra la otra cara del mundo, la del bobo. Aquí no se trata de un paso autónomo o semiautónomo, sino de la vigencia escénica de dos discursos complementarios, el serio y el jocoso. El primero sirve para poner de relieve la transcendencia del segundo. Es el Carnaval recuperado al servicio del ejercicio del poder, de la catequesis. Por eso surgen las manifestaciones burlescas del bobo, quien se equipara al mundo del animal; cuando entra con las sillas, siguiendo la orden de Abraham, pide paso, porque «viene el honbre ensillado» (v. 297). La ambigua alusión a las sillas y a los caballos es evidente. El mismo Recuenco, que ve en peligro su comida porque los invitados acabarán con todas las viandas, entra en el juego de la animalización y rebajamiento grotesco, ahora el de los otros, los del espacio oficial. Los comensales, «los de las barvitas lindas / y oçiquitos de gatos» (vv. 306-07), son la gran amenaza del comilón Recuenco. El nombre mismo de Recuenco, «dos veces cuenco», «dos veces vaso contenedor», alude también a la misma condición rebajada y a la cosificación del bobo.

Tres ejemplos más vienen a confirmar los rasgos grotescos del Villano. Y ahora aparecen ligados estrechamente al discurso religioso de Abraham. Cuando el patriarca pide la bendición del Cielo para que «nos dé gloria y reposo» (v. 313), Recuenco se sitúa en la trayectoria del amo, pero desde la otra ladera, la grotesca:


y que harte mi barriga,
que, pardiós, qu'estoy medroso,
que según es la juntada
la comida queda yerma,
y si para ti no ay nada,
o barriga triste enferma!,
por mi mal fuiste enjendrada!


(vv. 314-20)                


Durante el banquete, es el bobo quien escancia el vino. Y le pide a su amo que meta la sopa «porque nadie ose comer» (v. 332). Y él mismo se cosifica y se autodenomina como «señor Jarricopa», afirmando, como pide la lógica de lo grotesco, que «muy buena caýda / tengo para medio açunbre» (vv. 343-44).

La serie de alusiones a la glotonería de Recuenco está marcada por la necesidad de poner de relieve la importancia del banquete de Abraham, que, a su vez, precede al sacrificio de Isaac, metáfora al mismo tiempo de la muerte de Jesús, el hijo de Dios. Y la muerte de Cristo deja un signo indeleble en el banquete eucarístico. De modo que el sacrificio de Isaac aparece mezclado con el banquete festivo, porque el sacrificio de Jesús está profundamente ligado al otro banquete, a la Eucaristía. La copla que se canta en el auto es muy explícita:


Las mesas y conbidados
y vanquetes tan rreales
son figuras y señales
de otros vanquetes preçiados;
que conbites sublimados
avrá, de más rregoçijo,
do el Criador de los criados
nos dará su propio hijo.


(vv. 350-57)                


El auto dramatiza el carácter «real» del banquete de Abraham, aunque luego se le dé una dimensión metafórica. Y el bobo Recuenco, ofreciendo con sus intervenciones la otra cara de la «realidad», no hace más que confirmar dicha realidad, incluso si ésta aparece como algo fingido en la representación. El espectador está en el terreno de lo cotidiano, sobre el que se monta la metáfora eucarística. El bobo, reforzando los enlaces con lo cotidiano por sus intervenciones grotescas, está favoreciendo el paso a la figuración que interesa a la catequesis. Del banquete «real», confirmado en su «realidad contemporánea» por las intervenciones grotescas del bobo, se pasa al otro banquete, al eucarístico, verdadero objeto de la enseñanza buscada por el auto.

Desde el punto de vista del ejercicio catequístico, la escena fundamental es el momento en que Dios llama a Abraham y le pide el sacrificio de su hijo, así como el pasaje en que el patriarca va a realizar la orden divina y ve interrumpida su acción por la intervención del ángel. Y es entre uno y otro segmento donde interviene el bobo de forma más eficaz, desde el punto de vista de la verosimilitud del mensaje lanzado al espectador catequizado.

En la escena que empieza con la DE «Entra Dios Padre» (I, p. 14), el Creador llama a Abraham (v. 386). El patriarca responde sin que le extrañe la presencia divina. La visión de Dios podría quedar marcada como signo de fantasía ante los ojos del espectador, pero Abraham no cuestiona la condición real de tal manifestación («Vesme aquí, Señor. Qué me mandas?» -v. 387). La isotopía semiótica del espacio de la diégesis está clara. No hay ningún rasgo de asombro por parte de Abraham, a no ser el de «ver que en el cielo do estás / te quieres servir del honbre» (vv. 396-97). No hay, pues, ninguna sensación o percepción de incoherencia entre los personajes del circuito de la representación, de la comunicación interna de la obra. Los parlamentos de Dios son dos, la llamada a Abraham y la orden de realizar el sacrificio. Abraham entra en el juego de la verosimilitud en los dos casos. La prueba es que pone en marcha diligentemente la operación conducente a la consumación del sacrificio de Isaac. La intervención divina, signo isotópico desde el punto de vista semiótico, puede provocar la extrañeza del espectador, no acostumbrado a experimentar la presencia sensible de Dios en su vida. Se trata, pues, de un pasaje identificado como maravilloso y no como fantástico. Pero el autor va más allá. Y para mejor construir su edificio catequístico y anular todo posible fleco o resto de fantasía en la mente del público, echa mano de la intervención del bobo.

Entre el contacto con Dios y la quasi-consumación del sacrificio, se dramatiza el momento en que el patriarca y su hijo, acompañados del Villano, se dirigen al paraje donde tendrá lugar el terrible acto. La diligencia de Abraham obedeciendo el mandato divino se ve contrariada -lo que sería muy real y normal en el mundo cotidiano, en el del espectador-por la otra cara del mundo, la del bobo. Aquí el Villano sirve de garantía de realidad, de signo de verosimilitud para toda la escena. La diligencia absoluta de Abraham y el no poner en tela de juicio la orden divina sólo está dramáticamente inserta en la realidad gracias a la figura del bobo, que acompaña a Abraham e Isaac. Recuenco se rebaja a la categoría animal. Lo grotesco queda concentrado en la figura del Villano zoomorfizado, dejando a Abraham y su hijo el espacio de lo real, de lo oficial conocido, de lo no cargado por signos de incoherencia.

Cuando Abraham llama al bobo por su nombre, éste contesta:


[...] Yo ya no so
Rrecuenco, por mi pecado,
que m'e en borrico tornado.


(vv. 423-25)                


Y no se trata de una simple frase. La afirmación va acompañada de unas circunstancias precisas. Recuenco explica a Abraham cómo se ha transformado:


Teresa me a encençerrado,
que diz que el asno llegó
oy a ver una su tía,
y que mientras él venía,
que sirviese de asno yo,
qu'él me serviría otro día.


(vv. 426-32)                


La animalización del Villano es confirmada por Abraham:

ABRAHAM:
Asno, véteme de aý.
BOBO:
Vaya, yo yré por do fuere,
ya que en asno me bolví.

(vv. 433-35)                


El bobo neutraliza toda posible fantasticidad, acerca a la realidad sensible el contacto con Dios, aleja de toda connotación fantástica el gesto de Abraham obedeciendo el mandato divino. El papel del Carnaval es fundamental en este ejercicio catequístico. Entre el tirón de Dios, que puede ser percibido como fantasía, y el del bobo/burro, se sitúan Abraham e Isaac, que no se extrañan ni de una cosa ni de otra, quedando así fijado el espacio del futuro sacrificio en niveles de «realidad».

Evidentemente, el peso del intertexto bíblico en el auto excluye al bobo del momento y del lugar del sacrificio. Abraham le deja de lado («Quédate en este collado / sentado, Rrecuenco amigo», vv. 458-59) y se adelanta solo con su hijo.

Al ir a ejecutar el deseo divino, interviene el ángel, pero su aparición no maravilla a Abraham. De lo único que se extraña es de que Dios se dé por satisfecho con la no realización del sacrificio. La isotopía semiótica está, pues, asegurada. La isotopía intersemiótica -la vigente entre el espacio de la representación y el del público- o semántica queda puesta en evidencia por la invocación que Abraham hace, metiendo al espectador dentro del espacio isotópico en que él mismo vive la aventura. Si Abraham no se ha extrañado, el pueblo invitado tampoco lo hará, puesto que él le invita:


O gentes! Venid y ved
este tan gran benefiçio,
ved quán pequeño servicio
paga con tan gran merced.


(vv. 593-96)                


Cuando vuelven junto a él Abraham e Isaac, el Villano les invita a regresar al pueblo. Y cierra el auto así:


Xriana y perfetta unión,
pueblo de Dios tan amado,
si en algo avemos herrado,
conçedernos an perdón,
qu'el autto ya es acabado.


(vv. 608-12)                


La obra, como muchas de las comedias clásicas españolas, es cerrada por la figura carnavalesca. Y llama la atención en ese final la «cristiana y perfeta unión», cuando el tema es bíblico y los personajes judíos. Hay que tener en cuenta que ese bobo no es, estrictamente hablando, judío. Está ahí como representante del espectador español del XVI, disfrazado de carnaval, para contrarrestar el vuelo de la fantasía bíblica y para facilitar el contacto entre lo propuesto desde el tablado y la percepción del público receptor.




Auto de San Jorge cuando mató la serpiente

La fantasticidad de la aparición divina en el Auto del sacrificio de Abraham, neutralizada y reducida a una condición de signo aprehensible por los sentidos gracias a la presencia del bobo festivo, se manifiesta también de modo muy claro en el Auto de San Jorge cuando mató la serpiente, aunque aquí no se trata de la visión escénica de Dios, sino de otro ser ajeno a lo real cotidiano y sensible. El dragón o serpiente con el que lucha San Jorge parece salido de una narración en la que las marcas de realidad quedan borradas, en que la coherencia deja paso a la extrañeza de los personajes que viven la aventura y de los lectores o espectadores que se enfrentan con ella. El papel del loco carnavalesco se contiene en signo clave para neutralizar los evidentes signos de fantasticidad aparecidos en la pieza57.

Es el auto número 26. Ocupa las páginas 437 a 467 de la edición de Rouanet y tiene un total de 490 versos. La nómina de personajes incluye las figuras siguientes: «Los del pueblo [Pomar y Taller], El Rey, La Ynfanta, La Reyna, Dos donzellas [de la Reina, llamadas Austina y Selvia], Un pastor, Sant Jorge» (I, p. 437).

Personajes: Ynfanta Rey S. JorgePastor ReynaAustina Selvia Pomar Taller
N. º parlam. 14 121110 63322
N.º versos 90 817454261192520

El Villancico (vv. 306-08 y 314-20) y la Canción de cierre (vv. 401-02) no son cantados por personajes identificados, directa o indirectamente. No los hemos contabilizado en nuestro cuadro. Los personajes Austina y Selvia, doncellas que acompañan a la Reina, y las gentes del pueblo, Pomar y Taller, no figuran en la nómina con sus nombres individuales.

De los 63 parlamentos atribuidos a los personajes, solamente 17 tienen 1, 2, 3 u 8 versos. Todos los demás, 46 en total, están formados por una o varias unidades de 5 versos octosílabos, 3 como máximo. Si añadimos el dato de que no hay en todo el auto versos compartidos por dos o más personajes, hay que constatar la rigidez dialógica de la pieza. El intercambio de parlamentos se hace siguiendo, de modo casi generalizado, la estructura métrica imperante y los límites fijos de cada verso.

Mercedes de los Reyes señala la presencia en esta pieza de un pastor rústico que pone una nota de comicidad al recordar el miedo que le inspira el dragón. «Actualiza la leyenda -dice58- y la acerca al auditorio». Este pastor rústico, adornado con ciertos rasgos salidos del fondo carnavalesco, no es identificado por el texto con el bobo tradicional, aunque sea un pariente cercano suyo.

En un reino no identificado, lo que da al relato un aire legendario, la ley impuesta por el monarca obliga a todos sus habitantes a entregar a sus hijas «por manjar a la serpiente» (v. 15) o dragón, para «aqueste amansar» (v. 206). «Los del pueblo» apremian al rey para que su propia hija, la Infanta, sea sacrificada al monstruo. El monarca cede a las presiones populares y envía a la Infanta al encuentro fatal con la serpiente.

Es entonces cuando entra en escena el pastor que nos interesa. Su llegada está marcada por la DE [Entra el Pastor] (I, p. 442). Están solos la Infanta y él. El Pastor usa un lenguaje salido de las fuentes tradicionales del sayagués, templado con evidentes exageraciones propias del código burlesco del Carnaval. Las marcas del sayagués aparecen en «engollir» (v. 164), «dezildo» (v. 172), «huerte» (v. 175), «polida» (v. 176), «juro a ños» (v. 246), «pardiobre» (v. 266), etc. Lo abultado y caricatural de sus afirmaciones surge cuando el Pastor le dice a la Infanta que no llore, «que se m'espanta el ganado» (v. 160), o cuando la pone en guardia para que se calle, porque si la sierpe la oye «no's dejará de engollir / en menos de dos bocados» (vv. 164-65).

En el diálogo de la Infanta y el Pastor aquélla le tacha a éste de «grosero» (v. 166), lo que es rasgo típico de las obras pastoriles donde un miembro del estamento dominante se enfrenta con un pastor rústico. El caso de la Farsa o cuasi comedia de una Doncella, un Pastor y un Caballero, del salmantino Lucas Fernández, es un ejemplo, muy claro. La «grosería» del pastor es la otra cara de la realidad, la grotesca, la que queda oculta por el discurso oficial dominante.

Uno de los rasgos típicos del bobo es la cobardía. Y en el auto, cuando entra San Jorge y promete defender a la Infanta si se hace cristiana, el Pastor le da un consejo, mientras huye y se sube a un árbol (vv. 247-48). La valentía del caballero contrasta con la cobardía del bobo:


Deja esa quenta,
pone los pies en huýda,
que viene aquí la serpienta
tan rraviosa y tan anbrienta
qual nunca la vi en mi vida.


(vv. 236-40)                


Cuando entra la serpiente, San Jorge lucha con ella y la mata.

La sierpe, serpiente o dragón es un animal fantástico para la mente del espectador acostumbrado a oír este tipo de leyendas. Y la intervención del Santo no puede quedar comprometida en su veracidad por las marcas de fantasticidad inherentes a la presencia del monstruo. De ahí el uso del Pastor como signo desfantaseador y como enlace entre la realidad de la vida cotidiana y lo que se representa y debe descodificarse como «real». En principio, ese pastor grosero, marcado con los rasgos de lo conocido y vivido por el público, es decir, con los trazos de lo «real perceptible por los sentidos», ya ha visto varias veces al dragón (v. 240) y no se extraña de su presencia. En la escena no hay signos de anisotopía o de incoherencia. Para el Pastor la serpiente es real. Y por lo tanto es real todo lo que acompaña al triunfo de San Jorge, triunfo religioso, no lo olvidemos, puesto que produce la conversión al cristianismo y el bautizo consiguiente del monarca y su familia.

La extrañeza posible del espectador es neutralizada por el Pastor y su gozosa y conocida rusticidad. El Pastor es la garantía que se da a San Jorge para que no caiga en la anisotopía de la fantasía. El Pastor reduce el riesgo y la historia se transforma de fantástica en maravillosa. La leyenda puede formar parte de lo que el discurso oficial eclesiástico considera como oficial. Cuando el Pastor, una vez vencida la sierpe, se baja del árbol y se acerca a ver el animal muerto, quiere constatar el carácter auténtico de la muerte, la realidad del animal derrotado por el caballero:


Pardiobre, que la vençiste.
Juri a san que la mató.
Y por dónde la heristes?
Por san Pego! Más hezistes
que pudiera hazer yo.


(vv. 266-70)                


El Pastor, dotado de ciertos rasgos de la figura carnavalesca, sirve para poner al dragón prodigioso al nivel de lo real cotidiano. Habla de la serpiente como si se tratara de un animal de los que conviven con él, como si fuera una res de su rebaño. Cuando la Infanta propone a San Jorge el ir a ver al Rey, el Pastor protesta:


Hola au! no me dejéis
a solas ni tan confuso,
que yo llevaré la rres,
orejas, manos y pies,
y a él [al Rey] daremos el testuço.


(vv. 281-85)                


Desde el momento en que se fija la ecuación [serpiente = res], ya se ha neutralizado la posibilidad de fantasía. El Pastor insiste en la serie de marcas relativas a la igualación de la sierpe fantástica y la res real y conocida. «Quieres que quite una pieça?» (v. 287), le dice a San Jorge. El caballero le ordena que lleve «en la mano / solamente la cabeça» (vv. 289-90). Y el Pastor experimenta, constata la realidad de la «terrible figura» (v. 294). Y hace una llamada a la experiencia sensorial: «No la veis, como rregaña?» (v. 295).

La Infanta, San Jorge y el Pastor llegan ante la presencia del Rey. Y vuelven a manifestarse los rasgos típicos del bobo. El Pastor afirma que «yo y su merçé la matamos» (v. 330) a la sierpe. Y siguiendo el modelo conocido, en medio de tanta agitación, invoca su indefectible glotonería:


Señor, pues e trabajado
en traer esta cabeça,
que vengo muerto y cansado,
déme a comer un bocado.


(vv. 361-64)                


El auto termina con el bautizo de la corte real. El Pastor queda marginado en su deseo de comer, pero no se dice si él es bautizado también, lo que le acercaría más al espacio del espectador cristiano no necesitado de recibir el agua sacramental. En todo caso es un punto de no clara textualización.

El Pastor rústico ha sido utilizado en este auto como instrumento de mediación para desarticular el carácter fantástico que la historia podría manifestar. El espectador acepta así sin riesgo el carácter real o, como mucho, los signos maravillosos de la «verdad» que la catequesis le propone.

Los dos autos estudiados dejan bien clara la utilización del criado bobo o del pastor grosero como signos útiles para acercar a la experiencia sensorial del espectador los personajes -Dios, la sierpe de San Jorge-, que podrían despertar en él una prevención ante lo no constatable por la vía de los sentidos. El loco festivo y sus dos textualizaciones se convierten así en garantía de realidad de lo que correría el riesgo de pasar por no-real, por fantástico.

El análisis futuro de otros seis autos tomará como objeto las figuras alegóricas y otros personajes del Códice de autos viejos, cuando han sido puestos en contacto con diversas manifestaciones textuales del fondo carnavalesco y festivo que alimenta la construcción dramática de determinados bobos, villanos, pastores, etc., de las farsas y autos religiosos del siglo XVI.







 
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