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¿Fragmentación del español?

Manuel Alvar


Presidente electo de la AHLE



En 1878 se celebraron en Aviñón los Juegos de la Latinidad. Era la negativa a la fragmentación de la lengua de Roma: se reconocía una evolución, pero no una ruptura. Los Félibriges y Federico Mistral rendían homenaje a Rumanía por la Oda a la raza latina, que había escrito Vasile Alecsandri. Se identificaba una latinidad más allá de los siglos, de la historia política y de las fragmentaciones nacionalistas. La latinidad existía en el espíritu de muchas gentes. Era la negación de tantas razones como pudieran haber valido al considerar el francés, el italiano o el español frente a un latín desaparecido. Era cierto que la latinidad servía de cohesión a varias civilizaciones, como sostenía Ayako Ota, pero habían hecho falta no pocos siglos para que se reconocieran unos hechos que pugnaban con lo que día a día podía sentirse. Lo que amagaba era un hecho opuesto a la unidad, era el temor acechante de la fragmentación. Se veía con perspectiva diferente: se pensaba en la que fue una cohesión y la ruptura actual en diversos fragmentos. No se podía pensar en algo semejante a una unidad de signos bajo la apariencia de los fragmentos dispersos. Pero más allá latía la unidad. No era éste el sentir unánime, pero pudo convertirse en aforismo: «No existe la lengua latina, existe la latinidad».

Pero, por poco que pensemos, hoy no se pueden aceptar para la historia del español los acontecimientos que hundieron el imperio de Roma (año 476). Manuel Fernández Galiano dedicó un bello ensayo al que tituló El 476 y nosotros. Ni por un momento se le ocurrió pensar en nuestra quiebra americana, pero yo pienso en ella. Vamos a ir viendo cómo la desintegración del Imperio Romano careció de los elementos que en América consideramos fundamentales: después de la caída de Roma, su lengua no tuvo capacidad para mantener, y crear, la unión de los pueblos nacidos, mientras que el español sostuvo todo lo que se despedazaba, recurrió a su difusión y fue un activo elemento de integración y, también, de identificación nacional. La idea de latinidad es una idea que ha nacido de la discontinuidad. Lo hemos visto con el ejemplo de Rumanía, pero la idea de hispanidad (y ruego borrar todos los comentarios políticos) o de hispanismo si no se quiere aceptar una ambigüedad, aunque caigamos en otra, es una idea viva: no hubo Francia, Italia o España, sino que se continuó con Méjico, Perú, Venezuela, Argentina. La comparación no nos vale y tendremos que buscar otras comparaciones, aunque hayamos de arrumbar las agudezas de la vieja discusión entre don Juan Valera y don Rufino José Cuervo. Esto nos hace saltar del año 476 al 1900. Porque la latinidad es una creación sobre mil elementos activos, pero que perecieron; el hispanismo es la continuidad viva de España en el Nuevo Mundo. Lo que hace años llamé «integración hispánica por la lengua» (Madrid, 1992).

El desajuste en los usos lingüísticos y sus conclusiones son desesperanzadores: «Estamos, pues, en vísperas (que en la vida de los pueblos pueden ser bien largas) de quedar separados como lo quedaron los hijos del Imperio Romano: hora solemne de honda melancolía en que se deshace una de las mayores glorias que ha visto el mundo». En septiembre de 1900, don Juan Valera escribió en El Imperial unas palabras de tristeza no exentas de verdad. Un año después, Cuervo respondía en el Bulletin Hispanique. Volvió don Juan Valera en La Tribuna de Méjico (1902) y Cuervo en el mismo Bulletin Hispanique (1903). Uno y otro hacían consideraciones razonables, pero, cien años después, uno y otro no estaban en lo cierto. No merece la pena insistir en lo sabido, pero los postulados se repiten con filiación de uno u otro carácter, pero la verdad sigue repitiéndose: no hace muchos años, cuando concedieron el Premio Nobel a García Márquez, el periodista de turno preguntaba: «¿quién es el más grande novelista de Colombia?» y el autor de Cien años de soledad, no vaciló: «Cervantes». No creo que nadie con una mediana sensatez, en uno u otro lado del Atlántico, piense lo contrario, aunque estén cegados, también los profesionales, por falacias que no resisten cotejos. Digamos patriotismos pueriles o afán de grandezas que todos han olvidado. Pienso en mi modestia profesional: he sido profesor, y no una sola vez, en Méjico, en Puerto Rico, en Colombia, en Venezuela, en la Argentina. ¿Por qué yo? ¿Y por qué mi colega del otro lado del mar que venía a compartir doctrina con nosotros? Esto nos asegura algo cierto: no hay amago de fragmentación. Me decía una maestra del sur de Puerto Rico: «Sí V. se esforzara un poco, hablaría bastante bien el español». Y tenía razón. Esta anécdota vale. Se me dirá de una muestra de fragmentación posible, pero aduciría de inmediato otra distinta realidad. Trabajaba, también ahora en Puerto Rico. Tenía un texto grabado por mí: con erres, elles, eses implosivas que caracterizaban un habla peninsular, para mí sin exageraciones. Giraba la cinta y a la interlocutora, que no se identificó, le sublevaron mis zetas: violentamente quería salir a un juicio de Dios para demostrar que su español valía más que el que transmitía la grabación. Yo, respiré hondo: mientras hubiera espíritus como el de mi interlocutora el español no se perdería. Las dos anécdotas valen.

Hemos vuelto al punto de partida: ¿se fragmentará el español alguna vez? He aducido el testimonio de Rosenblat, no por lo que en sí es (y no es poco) sino por los cambios lingüísticos con los que asiste a nuestra unidad. Se ha dicho de los diccionarios de localismos, o nacionalismos, que necesitan ciertas obras americanas, lo que es cierto. Pero, ¿y los regionalismos españoles en relatos de esta banda del mar? Un español medio ¿lee de corrido a Azorín o a Miró? Lo que hemos de hacer es agrandar nuestro horizonte, tan mermado por un mal que a todos nos aqueja, sea la escasez de lecturas, sea la urbanización que tan de espaldas nos pone a la lengua del pueblo. He hecho cientos de encuestas desde el norte del Río Bravo hasta la Tierra de Fuego, desde Cuba a Nicaragua, ¿qué dificultades tenía? Bastantes menos que al hablar con gentes de Udías y con otras de Santiago de la Espada. La rica ejemplificación de Lengua literaria y lengua popular en América vienen en mi ayuda y en sus valoraciones me cobijo, pero todo esto creo que nos debe hacer pensar con claridad: que hay diferencias es evidente, pero ¿quiebran la unidad que nos ampara? Porque las discrepancias también pueden ser identificadoras de la unidad. El taxista mejicano me llevaba al aeropuerto: -«¿De dónde es usted? -Español. -Pues no habla golpiado». Otro día estábamos Humberto López Morales y yo en un elegante salón de té, carrera séptima de Bogotá. La muchacha que nos atendía miraba con unos ojos que valdrían para un ángel del Paraíso: «¿Son españoles? ¡Hablan tan sabroso!» Colombia, dulcería, verso de Garcilaso para elogiar aquella mirada. Diferencias, claro, ¿pero incomprensión? Pueden surgir las palabras más solemnes en las más modestas ocupaciones: aquella alumna mía que limpiaba un rincón de Yerbabuena. Se malhumoraba. Cariñosamente le gasté una broma: «Doctor Alvar, la rebelde [era una fregona] no se me deja domeñar». Podemos luchar con la lengua a brazo partido y hasta sentiremos que no la podemos domeñar. En el prefacio de la Crónica de Carlos IX, Merimée dice que de la historia sólo le interesaban las anécdotas. Hay no poca verdad encerrada en estas palabras. He aducido unas cuantas curiosidades personales y me han confirmado en lo que científicamente quiero creer. Pero después de considerarlas hemos de volver al principio.

La polémica de Cuervo y Valera no nos sirve para mucho, aunque tuviera valor ejemplar en su tiempo. Pensaban, sin duda, en la suerte del latín, pero hay algo que debemos tener muy en cuenta y que es dispar de cualquier pretensión. Roma difundió e impuso su lengua, pero, al caer el imperio, se fue desmigajando la unidad. En el mundo hispánico las cosas ocurrieron de muy otro modo. Fijémonos en 1810, fecha inicial de las independencias hispanoamericanas, pues bien, 1810 es el comienzo de una difusión del español como nunca se había supuesto. Las naciones que habían alcanzado su independencia eran un mosaico lingüístico que sólo alcanzaba la unidad en una lengua que las aglutinara. Esa lengua fue el español. Que los propósitos venían de lejos es cierto, y las discusiones, también venían de lejos, pero aduzcamos unos cuantos principios del Cedulario indiano (1596) de Diego de Encinas porque inciden en los postulados de la unidad: son las escuelas de lengua castellana para los indios (IV, 339-340) que iban a servir, evidentemente, a la unificación de los miembros dispersos, que llegaría a nuestros días. Así, cuando en Bolivia se considera el español como elemento de la integración nacional. Esto es más o menos la sabida tesis que determinan la desaparición de las lenguas por la desaparición de las sociedades que las hablaron. En sus Estudii de Linguistica Generala (1960), A. Graur ha incidido en el principio sabido de vinculación de lengua y sociedad y esto lo tendríamos en testimonios que podrían afectar a la nuestra, desde antes de su propia existencia: recordemos la patética historia del celtíbero que mató al pretor romano y que, por no declarar, destrozó su cabeza contra un peñasco, a pesar, y el testimonio es de Tácito, que hablaba una lengua celtibérica. Mucho después las lenguas de América fueron desapareciendo por la presencia activa del español. Tenemos hechos que pudieron tener paralelismo con la hipotética desaparición de la lengua de Castilla, pero no valen tales comparaciones. La lengua de Castilla se impuso y dura con una vigencia cada vez mayor. Ahí están naciones enteras de ladinos «mestizos» o indios que, perdida su lengua, hablan sólo español. Es lo menos parecido a un proceso desintegrador. Debo volver a mi experiencia personal: un día, con Noël Salomon, estaba en Palenque, rehuía emplear la palabra indio, pero mi interlocutor, que lo era, me señaló a otro que conducía una trocota «camión». Había venido de Bonanpak, pero ya estaba inmerso en la nueva sociedad. Sabía conducir, vestía con traje completo y hablaba español. Otro día en la Amazonía de Colombia yo tenía un espléndido informante, se llamaba Antonio Bolívar, era muinane pero había sido captado por los huitotos. Ya había perdido la lengua de su clan y hablaba la de su nueva tribu: hablaba con ponderación y sus palabras eran equilibradas. ¿Qué habrá sido de Antonio Bolívar? ¿Y de aquellos niños que criaban monos para el patrón? Antonio me decía: «Si quieres mejorar, tienes que saber español». Sí, aquel guía que me llevaba por la selva, donde los caminos no existen, tenía razón, como la tenía el palanquero, no había desintegración, sino asimilación. También ahora nos sirven las anécdotas y todas van teniendo una misma inclinación. El proceso no ha sido un salto brusco, sino que se ha valido también de otros caminos inseguros.

Don Ángel Rosenblat, en una obra magnífica, ha estudiado La población indígena y el mestizaje en América (Buenos Aires, 1954), extraigo de ella unas líneas que son válidas en este momento:

¿Cabe esperar -como hoy tiende a afirmarse- un renacimiento de la cultura autóctona? Después de cuatro siglos de desintegración étnica, política, cultural y lingüística, parece evidente que no (7, 124).



Me parece que tal es el juicio de Lope Blanch al estudiar el español de Méjico:

Creo, en resumen, que la situación actual del español hablado en México no presenta rasgos diferenciadores que obliguen a abrigar serios temores por el porvenir inmediato de la lengua. Gran número de sus peculiaridades son resultado del cumplimiento de tendencias íntimamente hispánicas [...] la fuerza del sustrato - proporcionalmente la más numerosa- está en franco retroceso y no deja sentir ya, prácticamente, su influencia. [Frente a las corrientes innovadoras] actúa como contrapeso el ideal de lengua hispánica, el afán de propiedad expresiva (nivelación culta), el sentido de comunidad lingüística supranacional, fuerzas conservadoras todas ellas que sí se dejan sentir con notable vigor en México (pág. 51)



Justamente todo lo que no nos permite pensar en la fragmentación del español. Porque el paso de las lenguas indígenas al español no se valió sólo de recursos lingüísticos.

Antes de enseñar la lengua los misioneros atendieron a otros recursos. Recuerdo, por ejemplo, el tratadito de fray Pedro de Gante, el pariente del Emperador. En un libro minúsculo se inserta una colección de pictogramas que sirven para la instrucción de los indios, pero no son otra cosa que la colección de gráficos que reemplazan a la palabra. Sin embargo, algo podemos progresar desde estas miniaturas hacia la palabra oral, pero hubo otros recursos. La difícil tarea de interpretar el Catecismo la llevó a cabo Miguel León-Portilla (1979) y poseemos una espléndida reproducción de la obra (1992). Hasta cierto punto sería paralelo el recurso de fray Jerónimo de Mendieta (1525) que «por señas (como mudos) se lo daban a entender» y al fin y al cabo este era el recurso que utilizaban los nahuas:

varios de los cronistas indígenas y de los frailes historiadores llegados a raíz de la Conquista se refieren al modo cómo la enseñanza oral y la memorización de textos en las escuelas prehispánicas servía de complemento insustituible en la transmisión y preservación de las historias y doctrinas contenidas en los códices.



Así, por ejemplo, fray Diego Durán afirma que los maestros nahuas, en esos centros de educación, tenían grandes y hermosos libros de pinturas y caracteres por donde les enseñaban [...] a los estudiantes. León-Portilla señala cómo los escolares tenían que aprender los comentarios de lo que representaban los códices.

Quisiera poner en consideración de Vds. otros recursos utilizados, como los quipus del incario. Eran estos unas cuerdas de distintos tamaños y colores diferentes que constituían un conjunto en el que se podían hacer cálculos o consignar acontecimientos importantes. Se ha dicho que con este sistema podría relacionarse la práctica de Guaman Poma de Ayala cuando en su Nueva Corónica (1600) utiliza en cada lámina un dibujo acompañado de referencias en español y quechua. Válganos un solo ejemplo: setiembre es coia raimi quilla y al pie de un expresivo dibujo pone «la fiesta solene de la coya, la rayna». Al lado la explicación de aquellas guerras, que, al pie de la luna, con sus hondas de fuego para combatir toda suerte de pestilencias. Mercedes López-Baralt ha escrito un libro que, desde el título está lleno de sugerencias: Icono y conquista: Guaman Poma de Ayala (Madrid, 1988). Por mi parte he ejemplificado con el Tercer Concilio de Lima (1582-1583), permítaseme incidir en el mes de setiembre y vemos que el paralelismo aducido resulta, a lo menos, curioso: «Septiembre = Ccoya Raymi quilla mes de la luna y de la holganza femenina. También llamado Umu-Raymi "cabeza de la danza" o Ccoya-raymi porque en él se celebraban los matrimonios de las coyas o princesas reales». Sin llegar a los extremos de Poma de Ayala tendríamos que citarlos nombres de Titu Cusi Yupanqui y de Juan de Santa Cruz Pachacuti.

Nos queda considerar el Popol Vuh (s. XVIII), la cosmogonía maya que se nos ha conservado con alfabeto español y no con dibujos y jeroglíficos. Albertina Saravia, su editora en 1965, ha pretendido rehacer un hipotético original con dibujos de los códices mayas. Poco, pues, para la suerte del español. Todo lo contrario significan las publicaciones del malogrado Francisco de Solano. Hemos de tener en cuenta sus conclusiones. Guatemala es país de importantes lenguas indígenas, pero ello no ha lastimado la presencia del español hoy. Por el contrario ha ido asegurando su asentamiento y el estudio que hace a partir del siglo XVIII (digamos días de Popol Vuh) nos muestra que, en muchos sitios es de notable progresión. Cierto que tampoco el castellano ha impedido la progresión de las lenguas indígenas. Las conclusiones de Francisco de Solano son de palmaria evidencia y válidas para una geografía mucho más amplia de la que él estudia:

esta masa india se castellanizará no sólo por el contacto con el europeo, sino por servirle el español de lengua de contacto y de expresión con los otros indios emigrantes, de grupos lingüísticos diferentes del suyo (pág. 246).



Hemos ido caminando a través de muy variadas realidades y los problemas lingüísticos se nos han impuesto. La evangelización en español o lengua indígena es un problema que no podemos soslayar. No voy a repetir lo ya dicho, sino a tener en cuenta otras consideraciones: Elena Alvar ha transcrito el legajo 234 del Archivo de Indias. Pero tampoco quiero demorarme en el complejo problema de cuál debiera ser la lengua de la evangelización: otro libro, excepcional, de Fernando de Solano ha facilitado mil informes, que son válidos, pero a los que no voy a atender porque mi interés ahora es otro; me he ocupado de estas cuestiones en otro sitio y me parece suficiente con recordar que muchos de estos indios no tenían un sistema gráfico. Para el fin de esta lección podría valernos el estudio de ese legajo 234 de la Audiencia de Santa Fe, que hice junto a mi mujer. Entonces vimos que treinta años de pleitos para evangelizar en español o en lenguas indígenas no sirvieron para la unidad de las lenguas indígenas y no hubo temores de que por ese camino se podría desintegrar la fe. Había que evangelizar en lenguas indígenas, pero esto no bastaba. Los principios del Concilio III de Méjico tenían unos fines mundanos, que pesaron y no poco-:

IX. Que tengan escuela de castellano y aprendan los niños a leer y escribir, pues de este modo adelantarán, sabrán cuidar de su casa, podrán ser oficiales de la república y explicarse con sus superiores, ennobleciendo su razón y desterrando la ignorancia que tienen no sólo de los misterios de la fe, sino también de el modo de cultivar la tierra, criar sus ganados y comercio de sus frutos.



No tengo en cuenta las razones opuestas, pues son éstas las que llevan a una castellanización que en este momento nos es necesario considerar. Trabajando en la Amazonía colombiana se me suscitaron idénticas cuestiones. Hablaba con ticunas, muinanes y huitotos y había llegado a unas conclusiones sociolingüísticas: la lengua nacional era preferible por las mismas razones que se expusieron en el siglo XVI, pero es que tanto dar vueltas a nuestra ciencia hemos descubierto que una lengua mal aprendida sirve para muy poco. Que me basten estos informes para seguir caminando por las trochas que me he propuesto.

Todos estos pasos son historia. Una historia que nos es valedera para conocer unos principios y que, acaso, valdrá también para conocer unos fines que llegan a nuestros días. Pero lo que nos denuncian claramente es la pretensión de una unidad que va embarcada en esa voluntad unificadora. Es decir, lo más opuesto a la desintegración. En un trabajo que dediqué a las actitudes lingüísticas en la Guatemala sudoccidental (1981) toqué muchas cuestiones que ahora nos atañen, pero que nada tenían que ver con la fragmentación del español; antes por el contrario, la lengua europea está nimbada por el prestigio que da la escuela, la iglesia, la administración y la comunicación entre las gentes de todo el país, por más que produzca reacciones de sentido nacionalista que llevan a la preferencia de castellano o de castía frente a una designación que hace pensar en un activo extranjerismo. Y este hecho se da en clases sociales de niveles muy distintos, pero que hemos de tener en cuenta. Porque en unos casos por ignorancia; en otros, por reacción visceral, podemos asistir al mismo espectáculo. Estábamos en Santiago de Chile. Un congreso sobre el español de América nos había reunido en diciembre de 1992. Se habló de la hegemonía de nuestra Academia, bastaba recordar lo que habían dicho los últimos directores (Menéndez Pidal, Dámaso Alonso, Laín Entralgo, Lapesa, Alvar) para que el razonamiento careciera de fundamento. No quiero bajar a más explicaciones, pero se adujo la propuesta de algún periódico de Buenos Aires: habría que traducir al argentino las novelas españolas y me digo ¿por qué no las venezolanas o las peruanas? Y me pregunto formalmente: ¿por qué no traducir a Borges al español? Hubo más de una tibieza por gente que conoce muy bien la verdad. ¿Es éste un riesgo de fragmentación? Me parece que no. Cierto que hay localismos que necesitan ser aclarados, pero otro tanto ocurre con los escritores de aquí desde nuestra propia perspectiva. No creo que esto lleva a la desintegración por más que piense en cosas que producen, digamos, estupor: por ejemplo, el hotel de Puerto Rico que se negó a poner un telegrama en español o la revista La Torre que, al final de renglón, mil veces, parte la palabra según la norma inglesa. Sí, pero ¿estamos exentos de culpa por estos pagos? En una perfumería de Málaga, mi mujer pidió una crema en pulverizador. «No tenemos». -«Pues démela en spray», y se la sirvieron. Cada uno podría aducir cien ejemplos, pero lo único que delatan es estupidez, ignorancia o afán de deslumbrar. Conductas vituperables. Pero estos días (julio de 1999) la televisión nos ofrece manifestaciones proletarias en Ecuador: aquellas mujeres que gritan y que vociferan, desde sus ropajes y sus gestos, articulan en español. He dado algún motivo para que las cosas así sean. He contado que el 3 de octubre de 1970 estaba en la Plaza de Armas de Lima: una multitud de indios venidos de mil punas diferentes, escuchaban los discursos del presidente Velasco: contra los invasores extranjeros, contra la oposición, contra las corrupciones sobre las masas indígenas, sus palabras caían en español. O en Santo Domingo de los Colorados, los indios de cabellos embijados, o las indias de torso descubierto, también hablaban en español.

He hecho encuestas desde el norte de río Bravo hasta la Tierra de Fuego, desde Cotuí hasta Arica, y nunca he necesitado traductor. Que me valga aquella familia de mulatos que me dio cobijo en su bahareque de Barahona o aquel negro gigantesco que se me abrazó al despedirme en Samaná: su lengua era tan buen español como el mío. ¿Voy a creer en la fragmentación? Ni siquiera cuando me hablan del texmex, del espanglish, del pocho o del manito: ¿se va muy lejos con esos burdéganos lingüísticos? Un día en nuestro ICI había una reunión de chicanos: lo que entre sí hablaban era inglés. Y me parece harto significativo: el más relevante narrador de Nuevo Méjico es Sabino Ulibarrí: sus relatos aparecen en español e inglés, en páginas enfrentadas. Mis conocimientos no son fortuitos u ocasionales; en Nuevo Méjico, y a pesar de las declaraciones oficiales, se habla cada vez menos español. Los datos que he aportado en otro sitio son espectaculares: en veinte años, el español ha perdido 4,5 puntos en tanto el inglés ha ganado 9,5. Se explica que en el hotel La Quinta Inn, de Alburquerque, se exhiba bien visible, al lado de la carretera, una perla digna de la colección de un gemólogo: «Estacionamiento para los clientes de La Quinta Inn. Violeros serán prejecutados».

¿Excepcional? No. Me remito a otros testimonios transcritos en aeropuertos y lugares públicos. O al Hotel Lincoln de Nueva York donde prohíben -lo que está muy bien- planchar en las habitaciones, pero para entender el aviso hay que recurrir al texto alemán que es mucho más inteligible que el español. No quiero convertir en dogma lo que para mí es ignorancia. Es probable quiero creerlo que la barbarie de los pretendidos «bilingües» es infinitamente superior a la modalidad del pueblo «ignorante». Lo he dicho ya: he hecho mil encuestas en cinco estados de la Unión, en mil lugares de Méjico, del Salvador, de Panamá, de Nicaragua, de Guatemala, de Cuba, de Santo Domingo, de Puerto Rico, de Venezuela. En ninguno fui extraño, ni me tomaron como tal. He ido enhilando recuerdos y me baste con ellos. No encuentro fragmentación, sino unidad. No hablaré de lo que me parece obvio; la luz del entendimiento me hace ser muy comedido. Pero sí quiero decir que nada de esto me hace pensar en la fragmentación. Habrá, las hay, y es necesario que las haya, variedades del español, pero esto no quiere decir desintegración. Una vez más nos puede servir el testimonio del latín: surgieron discrepancias a las que llamamos lenguas románicas, pero tal situación no se puede comparar a la del español de América. Quiero aducir un testimonio harto significativo: la política y su carácter desintegrador, pero, a la vez, su función integradora. Carácter destructivo si pretendemos entender el sistema, integrador si vemos -u oímos-. Lo que tiene de comunicar mensajes, aunque no ayude a su intelección. Agustín Salillas ha escrito:

El lenguaje de los políticos será -y lo es muchas veces- un sistema críptico en el que el ciudadano no entiende nada, pero lo que ahora se pretende es que todo se entienda en un solo sentido, como si la lengua fuera despojándose de un sistema general para quedar reducido a la expresión, muchas veces primaria de conceptos. El lenguaje queda reducido a la Kundgabefunktion o función expresiva de que hablaba Bühler. Porque la lengua en estos casos tiene un sentido final o teleológico y no una representación objetiva.



Esta senda nos llevará muy lejos y nos conducirá a la teoría de la información, pero volvamos a nuestros pasos. Es seguro que por estos medios se ha llegado a una igualación lingüística que es lo más opuesto a la fragmentación. Más aún, la «lengua política» se ha nivelado más allá de lo que prudentemente hubiéramos podido sospechar. Que nos valga un ejemplo. Por 1980, en Nicaragua, la Radio Venceremos / Radio Farabundo Martí estaba limpia de tendencias populares: se restituye la s, reaparece un inaudito por usted. Es decir, las emisiones se apartaban de algo que debiera estar vivo. Lo que no es coherente con otros principios. La Iglesia tradicionalmente ha sido un instrumento de integración lingüística, pero ahora la veo con muy otras pretensiones: lo escribí a propósito de Nuevo Méjico y volví a registrarlo en más amplios contextos. ¿Qué se adelanta con la desintegración de la lengua? Cuando leemos, y no es el único caso, coloquialismos como este del Génesis (XIX, 2): «Señores, les ruego que acepten pasar la noche en casa de su servidor», en el que cierto compadreo intenta valer en el texto sagrado que se titula Dios habla hoy (1979) y se pretende que la palabra divina valga para las dudas más sorprendentes. Estamos muy lejos de aquella lengua sacralizada que fue el ladino y que se alzó a las cumbres de la Biblia Ferrara (1553) y sus continuadores. Ahora nos basta con una lengua pedestre y rastrera para verter un texto del que se había escrito: «en aquel tiempo todo el mundo hablaba el mismo idioma» (Génesis, XI, 1). Lejos hemos venido a parar. Pero la lengua resiste, y aún parece recrearse en sus formas, digamos, literarias, como la de aquella muchacha que limpiaba la biblioteca del Instituto Caro y Cuervo de Bogotá.

Pero no hemos de dejarnos ganar por el pesimismo. Para mí en todo esto hay o mucha ignorancia, o una falsa democratización. Sin embargo, quiero traer a colación hechos mucho más importantes: en 1999 se ha revisado el sistema ortográfico del español y todas las academias, sin excepción, han aceptado un texto común. Decir cuán importante es esto nos haría caer en lo baladí. Recordemos que Chile adoptó un sistema gráfico (que siguió Juan Ramón Jiménez) que por decreto se suprimió el 20 de junio de 1927. Hoy todos los países han aceptado un consenso que beneficiará a nuestra inmensa comunidad. Y el fetichismo de la letra impresa actuará de consuno y no nos disociará. He hablado de ello y no olvidemos a los tres académicos americanos que cada año trabajan en las tareas académicas de Madrid.

No podemos desentendernos de lo que es la conciencia de los hablantes. He analizado las actitudes lingüísticas de unos dominicanos. Tras muchas vueltas dadas al torniquete de 22 hombres y 18 mujeres. Muchísimos de estos dominicanos preferían, o consideraban mejor, la modalidad de España. Expresaban un aprendizaje escolar que había trascendido los límites puramente académicos. Esta preferencia por encima de la propia norma, se reflejaba en un informante que creía que lo que él hablaba era dialecto, lo que significa que la variedad terruñera se escuchaba como una variedad discrepante y local; de ahí a emitir juicios de valor negativos no hay más que un sólo paso. A mí para nada me interesan si no es porque aquellas gentes -no lingüistas, por supuesto- habían elaborado una doctrina a la que se adhieren y, no olvidemos, la lengua no la creamos los dialectólogos, sino el pueblo: gracias a eso sirve y se ha generalizado. Estamos ante unas conclusiones bien sorprendentes: el español de España era un sistema abarcador, mientras que el dominicano se oía como una variedad dialectal. Creo que todo esto vale para lo que hoy trato de estudiar: ¿se fragmenta el español? Y esos hablantes dominicanos, bien poco instruidos, han pensado en su instrumento lingüístico y el dialectólogo ha descubierto una realidad que bien vale por muchas razones.

Hice en Cuba encuestas paralelas a las dominicanas y, aunque mis fines eran totalmente distintos de lo que ahora pretendo, no dejan de tener importancia en este momento las reacciones de mis hablantes. El hecho de que tomaran en consideración las peculiaridades de su modalidad nacional (cubana) y la que escuchaban grabada (española) me parece importante porque de aquellos 38 hablantes (23 mujeres y 15 hombres) no voy a extraer los informes que expuse en mi Reacciones cubanas ante variedades del español, sino simplemente la conciencia colectiva ante la notoriedad de los hechos de lengua, porque los de habla me obligaron a no pocos comentarios. Ahora sólo quiero decir que aquel conjunto de informantes hablaba la misma lengua y no deja de ser curioso que teniendo en cuenta las preferencias lingüísticas de cubanos, puertorriqueños, dominicanos y guatemaltecos vino a resultar que la mayoría de ellos preferían la variedad española. Es evidente que hay razones de todo tipo (no sólo lingüísticas) que inclinarán la balanza hacia la modalidad peninsular. Hace quince años escribí: «Estas cifras ilustran numerosos problemas de historia conjunta y de historia separada, de voluntad de futuro». Me parece inútil dar más vueltas a la rueda. Me bastan esas viejas palabras mías: «porque llamar gallego a los españoles no es motivo de sonrojo, sino de meditación en este momento en que pienso en el futuro de nuestra lengua: esos gallegos, como los muchos catalano-hablantes de la emigración, en sus nuevas patrias adoptivas acentuaron su hispanismo al aceptar la lengua de la mayoría: fue el español en unas zonas, en otras el castellano. Por lo que he estudiado en Cuba, en Puerto Rico o en Méjico la denominación de español es bandera de la propia libertad.

No nos basta con pensar en pequeños dominios: en otros grandes, digamos Venezuela o Méjico, se crearon centros de estudio para defender el español. Y es que la conciencia nacional descansó en muchos sitios en la unidad de la lengua común. No me parece inoportuno saber cómo la Constitución de cada país denomina al idioma nacional, antes por el contrario, la inseguridad ante la identidad nacional de los puertorriqueños está en su propia inseguridad lingüística, mientras que en Cuba, no. O dicho de forma más tajante, «una determinada actitud lingüística lleva a la identificación nacional».

He dejado el cabo suelto del nombre de la lengua para saber cómo se conforma la propia identidad de cada pueblo. Sabemos que, en 1929, Ecuador consideraba español como idioma nacional, pero, en 1945 se prefirió castellano, y castellano es la denominación oficial de la lengua en Panamá; en Paraguay, según el partido político, preferían una u otra denominación; en Colombia también hay preferencia por castellano aunque sus lingüistas alternan con la otra denominación, pero Cuba, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Panamá, parece inclinarse por español, lo mismo que Paraguay, sin embargo, en el Atlas lingüístico-etnográfico del sur de Chile (1973) no hay ningún indicador ni en los de Méjico y Colombia. En la Península hemos obtenido información: los Atlas regionales atestiguan cómo en Andalucía, castellano predomina sobre español, pero abundan más las designaciones sumamente localistas; en las Islas Canarias, como en Cantabria, castellano predomina; en Rioja, únicamente, castellano; en Navarra, mayor testimonio de castellano; en Aragón, castellano y aragonés, amén de otras formas de carácter muy local. En España, la preferencia por castellano tiene, evidentemente, carácter rural.

Otros países no se deciden por una u otra nomenclatura. Creo que la denominación no es aquí ningún problema, aunque nos lleva de la mano a un libro extraordinario de Amado Alonso Castellano, español, idioma nacional (1942). El gran lingüista decía que «la naturaleza de la lengua no se cambia porque se cambie oficialmente el nombre». Hecho cierto, pero en la preferencia por una u otra denominación están las inclinaciones diferenciadoras y aún de ruptura. Castellano o español, en sus preferencias, tienen un poco de conato diferenciador: español para apartarlo o afincarlo a una realidad lingüística que es española; castellano una discriminación que puede ser afectiva. Esto podría no tener consecuencias mayores, pero decir idioma nacional pretende romper con todo lo que es la historia común. Si esto es así en América, y hemos visto cuán poco ha servido para discriminar, en la Península castellano tiene un carácter empequeñecedor y limitativo. Como si el catalán, el vasco o el gallego no fueran españoles. Y esto marcará otras actitudes: el despacho de los prohombres en los que no está la bandera de la nación, o el lendakari que habla de España como si el país le fuera tan ajeno como las Chimbambas. Claro que lo que los políticos llaman, con ignorancia y mala fe, castellano, es español, pero no castellano. ¿Es igual la variedad lingüística de un pirenaico a la de un malagueño? Ambos españoles, ninguno de los dos castellanos. Español es la lengua de la integración, lo que quiere decir de todos. Castellano la particular de las gentes que se asientan en el viejo solar al que llamamos Castilla. Cuando un catalán habla con un gallego ¿lo hace en castellano o en español? Los políticos saben lingüística y no quieren conocer la verdad. Los términos se imponen y llegan a tener marchamo de autenticidad. Converso con mis sobrinos y unos hablan de Comunidad valenciana y otros de Comunidad aragonesa, ¿tan lastimoso es emplear los nombres gloriosos de Valencia o de Aragón? Castellano y español «nombran a un mismo objeto con perspectivas diferentes» en América; en la Península se pretende que sean dos objetos distintos. Ruego que se me permita un brevísimo escolio, Antonio Alatorre, sagaz investigador mejicano, escribe un libro apasionado y apasionante, El apogeo del castellano (1998), pero en la página I (Prólogo) dice historia de la lengua española, y Juan Lope Blanch, otro gran investigador, titula un libro El español de México, pero en la advertencia preliminar escribe (creo que por razones estilísticas) lengua castellana. El libro de Amado Alonso soslaya lo que es para nosotros una cuestión vital: llegar a unas conclusiones que muy poco dicen, o, si se quiere, están fuera del problema que hoy nos atañe. El gran lingüista dirá que «cada uno de los dos nombres designa con igual capacidad el mismo objeto, y cada uno por su lado es el más propio para expresar la diferente visión afectiva y valorativa que haya tenido o tenga del idioma». Pero idioma nacional, tan brillantemente estudiado, significa otra cosa, o quiere que signifique otra cosa, y esto sí que puede afectar al porvenir de la lengua. Lo he dicho ya. Pero las cosas han tomado un sesgo claramente diferenciador. Una variedad lingüística bien acusada es el pirenaico. Siempre se llamó fabla, tal y como hizo en todo momento el más ilustre cultivador de las variedades pirenaicas; luego se pretendió prestigiarla y se le llamó dialecto; pero ahora andamos por la lengua aragonesa. ¿Ha variado algo? Acaso cierto energumenismo. En el Congreso de medievalistas de Daroca (1975) yo hablé de lo que veo de integración; jamás se escucharán de mis labios palabras de ruptura. Efectivamente soy nacido en Benicarló (Castellón) pero fue un accidente que no deploro. ¿Pero Aragón sabe hasta qué límites soy suyo? Toda mi familia, mi vida, mis investigaciones, son aragonesas. Aragón me tiene por suyo y, lealmente yo lo soy. Mi despacho está presidido por una piedra armera del Reino, y mi casa de Chinchón se distingue por el escudo que campea en su entrada. Pero al bárbaro de turno sólo se le ocurrió preguntarme: «¿Cómo habla Vd. de Aragón si no es aragonés?» Sobraban las explicaciones y le di una respuesta de Valle-Inclán: «Para hablar de los elefantes haría falta ser proboscídeo». Que en todas partes pretenden sonar las voces del desmigajamiento, me parece evidente. Lo he visto en Andalucía y lo sé de Murcia, donde convocaron hace un par de años un congreso de la llengua murciana, con su ll bien pimpante. Y, sin embargo, pienso que nuestra unidad está en América. Somos solo un 10% de los hablantes de español que hay en el mundo, en América siguen vivas dos denominaciones que para mí son entrañables: castellano, español. Que yo crea mejor español no necesita ninguna clase de enconos. Hablando español he sido profesor en Pekín y Los Ángeles, en Chicago y Bahía Blanca. América con su unidad, y su variedad, sigue siendo mi fe y mi esperanza.

Al final de estas andanzas en las que he mezclado todo, lo antiguo y lo moderno, los testimonios viejos y las anécdotas personales, me encuentro con que debo extraer unas consecuencias: creo en la unidad de la lengua. Por ella he luchado siempre y lucharé los años que Dios me dé de vida, nada más lejos de mí que la obcecación cerril. He estudiado y he trabajado. Quiero creer que de algo servirá todo esto. Se me dirá que siempre estoy con gentes de poca cultura, lo que no quiere decir que carezcan de sensibilidad lingüística. Pero soy amigo de miles de lingüistas que me tratan con cariño y ternura. El Instituto de Filología de la Universidad Nacional de San Juan (Argentina) se llama Manuel Alvar. No diré más. Sí, acaso que hace año y medio trabajaba en Venezuela, en Guasguavito, ciudad meridional del país. Hacía tres días que rellenaba mis cuadernos. Le pregunté al alcalde: «¿Qué interés tiene por la dialectología este señor que me acompaña siempre?» -«Verá, es su guardaespaldas». Era una manera de defender nuestra lengua, que era tanto como mantener su unidad. Al conmemorar el centenario de Andrés Bello, Rosenblat escribió estas luminosas palabras:

Si los intereses regionales, las ambiciones caudillistas, los afanes desmesurados de absorción y centralismo y nuestras eternas fuerzas desintegradoras, fraccionaron y resquebrajaron nuestro mundo hispanoamericano en una veintena de repúblicas, grandes y diminutas, muchas veces rivales, antagónicas y hasta envueltas ocasionalmente en crueles batallas fratricidas, ha quedado por lo menos intacta la unidad de la lengua, la unidad cultural (pág. 8).



Estamos en un ambiente de serenidad. Se han superado las protestas de Sarmiento cuando soñaba con una lengua desgajada de la metrópoli, pero la unidad hispanoamericana difícilmente puede hacerse desgajándola de España: ¿unidad con Méjico, Venezuela, Colombia, Perú, Chile, la Argentina? Para salvar tantas y tantas discrepancias hay que recurrir a un conjunto panhispánico -en modo alguno español- en el que todos los pueblos manifiesten su personalidad en un conjunto integrador. Quiero creer que es lo que se busca y se aspira. Es lo que han dicho los mejores, y más doctos, espíritus de América. Lo que para nosotros es una verdad cierta. Español de todos y para todos.






Bibliografía

(No se hace constar la que resulta explícita de las referencias del texto)


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