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ArribaAbajoLibro V


ArribaAbajoCapítulo I

Encárganle un sermón de honras, y no le escupe, con todo lo demás que iremos diciendo


-Pero, mira -le dijo fray Blas en el camino-; si tu tío te volviere a tocar la especie, tú has de hacer la gatatumba y el agachapanza: quiero decir que te has de mostrar convencido de sus razones, rendido a sus consejos, dócil a sus instrucciones, oyéndole en lo exterior con mucha humildad, respeto y reverencia, pero allá dentro de tu corazón has de estar bien resuelto a reírte y hacer burla de todo cuanto te dijere. La razón de este admirable y no menos importantísimo consejo salta a los ojos; porque estas gentes de la Iglesia, constituidas ya así en alguna dignidad y más cuando están asomadas a una mitra, suelen ser muy delicadas, gustan de que en todo se les oiga como a oráculos, y llevan muy a mal que se les replique. Cuando a esto se añade la razón del parentesco, y más siendo tan inmediato y tan superior como el del tío, los da un peso de autoridad sobre toda la familia, que no parecen sino unos concilios; y hasta los hermanos mayores, que no han ido por la Iglesia, los oyen con una veneración que causa espanto. Es verdad que no siempre es oro todo lo que reluce, pues tal vez hacen burla de ellos interiormente; pero los tiene cuenta el paladearlos en el fuero externo, así para disfrutarlos en vida, como para heredarlos en muerte. A ninguno importa más que a ti el tener grato a tu tío; porque ninguno le necesita más que tú, ya por los socorrillos que te suele enviar, y ya por lo mucho que con su autoridad y con la de sus amigos te puede servir dentro y fuera de la religión para tus adelantamientos. Por tanto, sigue este mi consejo capital, y trata de hacer bien tu papel: calla, disimula, humíllate, muéstrate convencido, dale palabra de enmendarte, consúltale en todo lo que se ofreciere, pero tú haz aquello que se te antojare.

2. Aunque la leccioncilla del padre predicador mayor no era de aquellas que más se conforman con el Evangelio, ni aun con el catequismo, le cayó muy en gracia al docilísimo fray Gerundio, y la tomó tan de memoria que jamás se le olvidó. Llegaron a casa, donde encontraron ya refrescando a toda la patrulla. Era el refresco limonada de vino y bizcochos, que es el regular en las fiestas recias de Campos. Y se habían agregado a los huéspedes de casa muchos curas del contorno, que habían concurrido a la función, y también no pocos labradores de los más pestorejudos, todos con el motivo de dar la enhorabuena a fray Gerundio, a sus padres y a toda la parentela.

3. Fueron graciosas las expresiones con que se explicaron algunos, especialmente de aquellos que se preciaban más de tener voto en esto de sermones. Uno que había servido todas las mayordomías de su lugar, y estaba persuadido a que ninguno le echaba el pie adelante en la elección de los mejores oradores, dijo con voz ponderativa:

-El padre fray Gerundio ha perdicado un sermón que, mientras Campazas sea Campazas, no habrá quien le desquite.

Otro que había sido muchos años procurador de la tierra, y era hombre de cabeza abultada y muy maciza, pareciéndole que el otro había andado corto, añadió como para corregirle:

-Sí, ¡andaos ahora a Campazas! En León he uido yo a los mayores pájaros de España, pero otro fray Gerundio... Y no digo más, porque toda comparanza es udiosa.

Al hermano Bartolo se le hacían ya limonada las palabras; y no pudiéndolas contener, prorrumpió en el despropósito de que en todos los días de su vida había oído ni esperaba oír sermón más matemático. Voz cuyo significado no entendía, pero siempre le había parecido que significaba alguna cosa grande e inaudita. Allá se fue el elogio del sacristán de Benafarces, que se halló en la función no se sabe por qué casualidad, y era tenido entre los que le conocían por uno de los hombres más cultos de los que a la sazón gorgoritaban parce mihis. Éste pidió silencio, teniendo en la mano un vaso de limonada, que rebosaba por el borde; y estando todos callados y suspensos, dijo con voz gutural, recalcada y circunspecta:

-Señores, vamos haciendo justicia; que el sermón desde el principio hasta el postre, desde la cruz hasta la fecha, y desde el tema hasta el quam mihi, fue una pura construcción de filosofía.

Quedaron todos mirándose los unos a los otros; y aunque ninguno entendió lo que el sacristán quiso decir, fue general la opinión de que tampoco se podía decir más.

4. A todo esto había estado muy atento, pero igualmente callado, un buen clérigo de estos que llaman de misa y olla, que con su capellanía y un decente patrimonio lo pasaba quieta y pacíficamente en su lugar, mejor que un arcediano. Era a la verdad de pocas letras, pues sólo tenía las precisas para entender el Breviario y el Misal a media rienda; pero por su buena razón, por su genio apacible y bondadoso, y porque era limosnero y amigo de hacer bien, le estimaban mucho en su pueblo. Apenas moría alguno en él que no le dejase por su principal testamentario; y él admitía sin repugnancia estos encargos, así por tener alguna cosa en que emplear loablemente el tiempo, como por haber hecho concepto que si cumplía fiel, legal y puntualmente con este piadoso y caritativo oficio, podía hacer mucho bien a los difuntos y ser muy útil a los vivos.

5. Había fallecido pocos días antes el escribano de su lugar, que era ya viudo; y no sólo le había nombrado por su testamentario, sino también por tutor y curador de sus hijos, con la expresión de que no se le tomasen cuentas o se pasase por las que él quisiese dar, todo en crédito de la confianza que hacía de su pureza, exactitud y legalidad. Dejaba encargado en el testamento que se le hiciesen honras y cabo de año con sermón, según costumbre; y señalaba docientos reales de limosna para el orador que se las predicase, «en atención -decía él- al trabajo que ha de tener cualquiera pobre predicador en hallar de qué alabarme; porque si no quiere mentir, se ha de ver bien apurado».

6. Con efecto: debía de ser así, porque era pública voz y fama que el tal escribano había sido hombre no muy demasiadamente escrupuloso. Cuando entró en el pueblo, pues fue el primer escribano que entró en él, no había pleito ninguno, ni aun memoria de que le hubiese habido jamás desde su primera fundación; pero al año, y no cabal, de su residencia, ya todo el lugar se ardía en pleitos; y cuando murió, dejó pendientes treinta y seis, aunque no pasaba la población de docientos vecinos. Encendía a unos, azuzaba a otros y los enzarzaba a todos. Si dos partes contrarias le consultaban sobre una misma dependencia, a cada una en particular respondía, afectando una modestia socarrona, que él no era abogado, ni entendía los puntos de derecho, ni le tocaba dar parecer; pero por lo que le había enseñado la experiencia en tantos años de ejercicio y en tantos pleitos como habían pasado ante él, era corriente su justicia, temeraria la pretensión del contrario, y que a buen librar le condenarían en costas, concluyendo con que si esto no salía así, había de quemar el oficio; que esto se lo decía a él solo en confianza, encargándole mucho el secreto. Después que a uno y otro los había metido tanto aguijón, añadía con grande remilgamiento que aunque era cierto todo lo dicho, ¿para qué quería pleito?; que era mejor componerse, porque aunque ninguno se interesaba más que él en que cada cual siguiese su justicia, pues al fin no comía de otra cosa ni tenía otros mayorazgos, pero que amaba más la paz del pueblo que todos los intereses del mundo. Con este artificio después de haber irritado a las dos partes, él echaba el cuerpo fuera y cobraba crédito de hombre desinteresado.

7. En habiendo cualquier quimerilla en el pueblo, por ligera que fuese, especialmente si había sido cosa de paliza, con algún rasguño u efusión de sangre, al punto buscaba los alcaldes y se estrechaba con ellos. Y en tono de amistad y de confianza los persuadía a que levantasen un auto de oficio, y que tratasen de cubrirse, intimidándolos con que hoy o mañana vendría una residencia, y no faltaría alguno que los quisiese mal y los acusase de omisos o de parciales, y a buen librar caería sobre sus costillas una multa que los levantase tanta roncha. Después de hecho el auto de oficio, arrestados los de la riña y borrajeado mucho papel en declaraciones, cargos y descargos, cuando ya no tenía pretexto para chupar más a las dos partes, solicitaba él mismo por debajo de cuerda que se compusiesen; y cargando bien la mano en las costas a unos y a otros, porque a ninguno se las perdonaba, a un mismo tiempo llenaba el bolsillo y era aplaudido entre los inocentes con el glorioso renombre de pacificador.

8. Era muy franco en dar testimonios, aun de aquello que no había visto; y para quitar el escrúpulo a los que podían reparar en esta mala fe, los decía, con una bondad que encantaba, que un hombre de bien se había de fiar de otro hombre de bien más que de sí mismo; que debía de dar más crédito a los ojos ajenos que a los suyos propios, porque éstos podían alucinarle y engañarle, pero de los otros no era razón, ni buena crianza, ni aun conciencia presumirlo; y, finalmente, que esto mismo se estaba palpando a cada paso en el uso de los antejos, con los cuales ve uno más y mejor que con sus propios ojos. De donde infería que, así como puede un escribano dar fe válida, lícita y legalmente de aquello que ve con anteojos, siendo así que no son sus ojos los anteojos, así ni más ni menos puede y debe darla de lo que ve con los ojos de un hombre honrado, cuando éste le asegura que lo ha visto y que pasó la cosa ni más ni menos como él se la cuenta. Y a la réplica que le podían hacer, que él no sabía si era o no hombre honrado el que le pedía el testimonio, ya él salía al encuentro, diciendo que mil veces había oído a los abogados ser principio de derecho que ninguno se debe presumir malo hasta que se pruebe que lo es, y que en caso de duda siempre se debe presumir lo mejor.

9. Quedábanse atónitos los pobres páparos al oírle esta doctrina, que les parecía a ellos más clara que la luz del mismo día; y el símil de los anteojos, aunque tan disparatado, los ataba de pies y manos. Para acabarlos de aturrullar y convencer enteramente, añadía otro símil en el cual los dejaba como embobados y lelos.

-Está un escribano -decía- actuando con un señor alcalde o con cualquiera otro juez, firma éste, y después más abajo el escribano ante mí, Fulano de Tal. ¿Cuántas veces sucede que el juez, al tiempo de firmar, no está delante del escribano, sino a un lado o a las espaldas, porque el alcalde, verbigracia, se está paseando la sala? ¿Y quién dirá por eso que el escribano es falsario, porque autorizó o legalizó la firma del juez diciendo que había sido ante él? Pues si ésta no es falsedad, ¿por qué lo ha de ser dar un testimonio de lo que no se vio ni se oyó, en la buena fe de que trata verdad el que me asegura que lo ha visto y oído? A los de mi oficio que tropiezan en estos melindres y delicadezas, se les puede decir que tienen escrúpulos de fray Gargajo.

10. En virtud de esta misma docilidad, no sólo era bizarrísimo en dar testimonios de lo que jamás había visto, sino que con su bondadoso corazón no se podía negar a darlos muchas veces contrarios a lo que había palpado, sin detenerse mucho en dar dos testimonios opuestos a las dos partes contrarias, porque decía que era enemiguísimo de desconsolar a nadie. Y aunque esto le ocasionó más de una vez algunos embarazos enfadosos en los tribunales superiores, al cabo de ninguno salió tan mal como se podía temer, porque tenía maña para todo. Sólo era muy detenido en franquear los testimonios cuando sospechaba que podían perjudicar a alguna parte predilecta suya, bien entendido que su predilección nunca se fundaba sino en un honrado reconocimiento a expresiones prácticas, no de las más ordinarias. Cuando se hallaba en este caso, decía con grande compostura que no podía dar testimonio alguno sin que se lo mandase la señora justicia; y cuando le reconvenían con que estaba obligado a hacerlo en virtud de su mismo oficio, por cuanto todo fiel cristiano tenía derecho a que le diese testimonio de lo que había visto u oído, él respondía con mucho fruncimiento que esto era ignorar las nuevas pragmáticas sanciones que habían salido sobre el oficio de escribano. Y los pobres patanes, al oír el nombre de pragmática sanción, quedaban tamañitos, pareciéndoles que debía ser alguna excomunicación del Padre Santo de Roma, para que los escribanos no se metiesen en cumplir con su obligación sin licencia de los alcaldes.

11. Éste había sido el ejemplarísimo escribano que había dejado por su principal testamentario al licenciado Flechilla (que así se llamaba el clérigo de quien íbamos hablando, habrá como dos hojas), dando orden en su testamento para que se le predicase un sermón de honras corriente, como era uso y costumbre en aquella tierra. Pues el tal clérigo, yendo días y viniendo días, luego que oyó a fray Gerundio el sermón del Sacramento, quedó verdaderamente espantado, y dijo allá dentro de su corazón:

-No se me escapará este pájaro; y así predicará otro las honras del escribano de mi lugar, como yo soy arzobispo.

En efecto: después de haber oído con el más profundo silencio la variedad de expresiones con que todos daban la enhorabuena a nuestro fray Gerundio, se levantó pausada y boniticamente de su asiento, encaminose hacia donde aquél estaba, diole un estrecho abrazo y, asomándosele las lágrimas de puro gozo, le dijo con bondadosísima ternura:

-Padrecito mío, obras son amores, que no buenas razones. Yo tengo la incumbencia de encargar un sermón de honras al difunto escribano de mi lugar, que vale docientos reales; y si valiera docientos mil, con otros docientos mil amores, le pondría yo a la disposición de vuesa paternidad. El tal escribano, que Dios haya, ciertamente no fue hombre canonizable, pero por lo mismo los asuntos dificultosos se hicieron para ingenios peregrinos. El de su reverencia lo es, o tengo yo de quemar a mi Lárraga y al Piscator de Salamanca, que es toda mi librería.

12. No cabe en la ponderación el empavonamiento de que se sintió repentinamente embestido el corazón de nuestro fray Gerundio, viéndose convidado en aquella publicidad y en aquellas circunstancias con un sermonazo de aquel tamaño; pues habría más de cuatro padres definidores que se tendrían por muy dichosos en haberlo conseguido después de haberlo pretendido mucho, y a él se le había venido a las manos, como dicen, sin saber leer ni escribir. Desde aquel mismo punto se le barrió de la memoria todo cuanto le había dicho su tío el magistral, como si jamás lo hubiera oído, y ya miraba tan debajo de sí al mismo magistral, que por poco no le tenía lástima. Pero, sin embargo, resolvió respetarle en el fuero externo por la formalidad, teniendo presente la importante lección de su íntimo fray Blas.

13. Respondió, pues, al licenciado Flechilla, muy agradecido a la honra que le dispensaba, y aceptando cuanto era de su parte el sermón de honras, bajo el beneplácito y la bendición de su prelado, que no dudaba se la franquease, con agradecimiento al honor que hacía a la Orden en la persona del más mínimo individuo suyo. Hay quien diga que casi le respondió con estas mismas voces, aunque tan forasteras a su común estilo, bien que no faltan otros que lo contradicen, fundados en esto mismo, persuadidos a que las expresiones eran más cultas de lo que correspondía a su crianza y a la idea de hablar que se había formado, así en conversaciones privadas como en las funciones públicas. Nosotros no nos atrevemos a tomar partido en este intrincado punto de crítica, bien que nos inclinamos a creer que aunque la substancia de la respuesta fuese de fray Gerundio, pero el guiso y las voces tienen traza de ser del curioso que hizo los apuntamientos de donde sacamos estas menudencias.

14. Comoquiera que esto hubiese sido, lo que consta de cierto es que fray Gerundio no se descuidó en pedir al licenciado Flechilla algunos apuntes de la vida, virtudes y milagros del difunto escribano; diligencia muy necesaria para disponer su fúnebre panegírico, y al mismo tiempo quiso informarse del día en que pensaba se celebrase el pomposo funeral.

-Los sufragios, padre predicador -le respondió el bonísimo clérigo-, los sufragios por las ánimas benditas del purgatorio, aunque no se supongan tan necesitadas de ellos como la de nuestro escribano, cuanto más antes se hagan, mejor; porque el lugar no es muy acomodado, y ciertamente las pobres no están para esperar mucho en él. Dilatárselos por pereza es crueldad, que sólo cabe en quien haga poca reflexión a lo que están padeciendo aquellos ya dichosos pero atormentados espíritus. Y así cuanto más aprisa disponga su paternidad el sermón, más pronto tendrán el alivio las ánimas benditas, más presto saldré yo de la obligación a mi compadre el escribano (¡Dios tenga su ánima en descanso!), y más anticipado lograremos el gusto de oírle sus apasionados.

15. Quedaron de acuerdo en que dentro de un mes le predicaría, porque fray Gerundio protestó que necesitaba por lo menos de este tiempo para disponerle, especialmente siendo ésta la especie de sermones a su parecer más enrevesada, y necesitaba tomar algunas reglas para enjurjarla. Ningún sermón de honras había oído en su vida, y aun por entonces le pareció que tampoco le había leído; pero le fue infiel en esto su memoria, como presto se verá. En fin, por no perder tiempo, despachó luego un propio a su prelado, pidiendo licencia para admitir la nueva función, con una carta que decía así:

16. «Reverendo padre nuestro: Prediqué el sermón del Corpus al Sacramento de mi lugar, en la fiesta de mis señores padres, como otros lo dirán, que a mí no me está bien el decirlo. Sólo puedo asegurar que circunstancia ninguna no se me escapó. Hasta una que me cogió de súpito, que fue una gaita gallega en vez de órgano, la toqué tan bien, y no faltó quien dijo que ni el mismo gaitero había tocado tan bien la gaita como yo la circunstancia. Perdóneme vuestra paternidad, que se me escapó sin querer esta alabanza, y quedo corrido según lo que dijo el otro: Laus in ore proprio vilescit. Los abrazos que me dieron al acabar el sermón no tienen cuenta; y las décimas, las octavas y aun los sonetos que me echaron en la mesa, fue cosa de juicio. Por fin y por postre, el licenciado Flechilla, capellán de Pero Rubio, me encargó el sermón de honras del escribano de su lugar, que murió pocos días ha y dejó docientos reales de limosna para el predicador. La honra me tira más que el provecho, y también la esperanza de llevar para el convento una buena porción de misas de las muchas que dejó encargadas el difunto. Pido a vuestra paternidad el benedícite para predicar este sermón, que ha de ser dentro de un mes, y yo le iré adjetivando por acá a ratos perdidos. El propio lleva un carnero y una cántara de vino, que mis padres envían de limosna a la santa comunidad, a quien piden perdón de la cortedad, porque no puede obrar más su buen afecto; y me encargan muchas memorias de su parte para vuestra paternidad, cuya vida guarde Dios muchos años. Campazas, etc. Besa las manos de vuestra paternidad su servidor y menor súbdito

Fray Gerundio, indigno predicador».

17. El benedícite vino corriente a vuelta de propio; porque como el prelado no había oído el sermón del Sacramento sino en relación hecha por fray Gerundio, creyó buenamente que le había desempeñado con decencia, valiéndose de algún papel ajeno, y pensó que lo mismo haría con el de honras. Por otra parte, las razones que alegaba le hacían fuerza: no eran para despreciadas las misas que verisímilmente llevaría para la comunidad; el carnero y la cántara de vino también pedían algún agradecimiento; y, en fin, un fraile más por un mes fuera de casa, era para el convento una boca menos. Por eso, no sólo le dio sin disgusto la licencia, sino que haciéndose cargo de que en casa de su padre no habría muchos libros de sobra para disponer un sermón, por el mismo propio le envió cuatro o seis libros de los que fray Gerundio había dejado sobre la mesa de su celda, sin detenerse el prelado en examinar cuáles eran, juzgando prudentemente que pues los tenía a mano, serían los de su cariño y los que prefería su elección para la disposición de los sermones.



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