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ArribaAbajoCapítulo IX

En que se da razón del justo motivo que tuvo nuestro Gerundio para no salir todavía de la gramática, como lo prometió el capítulo pasado


Admirado estará sin duda el curioso lector de que habiéndose dicho en el capítulo antecedente cómo salía en él de la gramática el ingenioso y aplicado Gerundico, todavía le dejemos en ella, oyendo con atención las acertadas lecciones de su doctísimo preceptor, contra la fe de la historia, o a lo menos contra la inviolable fidelidad de nuestra honrada palabra. Pero si quisiere tener un poco de paciencia y prestar oídos benignos a nuestras poderosísimas razones, puede ser que se arrepienta de la temeridad y de la precipitación con que ya en lo interior de su corazón nos ha condenado sin oírnos.

2. Lo primero, es una intolerable esclavitud, por no llamarla ridícula servidumbre, esto de querer obligar a un pobre autor a que cumpla lo que promete, no sólo en el título de un capítulo, sino en el título de un libro. ¿Qué escritura de obligación hace el autor con el lector para obligarle a eso, ni en juicio ni fuera de él? Y así vemos que autores que no son ranas ponen a sus libros los títulos que se les antoja, aunque nunca tengan parentesco con lo que se trata en ellos, y ninguno los ha hablado palabra, ni por eso han perdido casamiento. Verbigracia, al leer el título de Margarita Antoniana, o de Antoniana Margarita, con que bautizó su obra el famosísimo español Gómez Pereira, que fue el verdadero patriarca de los Descartes, de los Newtones, de los Boyles y de los Leibnitzes, ¿quién no creerá que va a regalarnos con algún curiosísimo tratado sobre aquella margarita o aquella perla que valía no sé cuántos millones, con lo cual, desatada en vino o en agua (que esto aún no está bien averiguado), brindó Cleopatra a la salud de su Antonio, o se la dio a éste de colación en un día de ayuno, que de una y otra manera nos lo cuentan las historias? Pues no, señor, no es nada de eso. La Antoniana Margarita no es más que un delicadísimo tratado de filosofía, para probar que los brutos no tienen alma sensitiva, y para citar a juicio, con esta ocasión, otras muchas opiniones de Aristóteles, que por larga serie de siglos estaban en la quieta y pacífica posesión de ser veneradas en las escuelas, no sólo como opiniones de tal autor, sino como principios indisputables, que sólo el dudar de ellos sería especie de herética pravedad; y no obstante, aquel travieso, sutil y litigioso gallego se atrevió a ponerles a pleito la propiedad, ya que no pudiese litigarles la posesión. Pero, ¿por qué puso a su obra un título tan distante del asunto? ¿Por qué? Por una razón igualmente fuerte que piadosa, y que ninguno se la impugnará. Porque su padre se llamaba Antonio y su madre Margarita; y ya que no se hallaba con caudal para fundar un aniversario por sus almas, quiso a lo menos dejar fundada esta agradecida memoria. Pues que se me vengan ahora a hacerme cargo de que no cumplo lo que ofrezco en mis capítulos.

3. Amén de eso, por grave que sea el capítulo de un libro, ¿lo será nunca tanto como el capítulo de una religión? Y no obstante, ¿cuántas veces vemos que nada de lo que se decía al principio del capítulo sale después al fin de él? ¿Y qué capítulo se ha declarado hasta ahora nulo precisamente por este motivo? Finalmente, si un pobre autor comienza a escribir un capítulo con buena y sana intención de sacarle moderado y de justa medida y proporción, y de cumplir honradamente lo que prometió al principio de él, y después se atraviesan otras mil cosas que antes no le habían pasado por el pensamiento, y le da gran lástima dejarlas, ¿es posible que no se le ha de hacer esta gracia, ni disimularle esta flaqueza?; siendo así que a cada paso vemos en las conversaciones atravesarse especies que interrumpen el hilo del asunto principal por una y por dos horas, y no por eso se hacen aspamientos, antes bien, se llevan en paciencia las adversidades y flaquezas de nuestros prójimos, y vamos adelante. Pues, ¿por qué no se usará la misma caridad y se ejercitará la misma obra de misericordia con los autores y con los libros? Fuera de que, ¿no sería gran lástima que sólo por cumplir con lo que prometió el capítulo inconsideradamente, sacásemos a nuestro Gerundio de la gramática antes de tiempo, y sin haber oído otras lecciones no menos curiosas que necesarias, con que enriquecía a sus discípulos el pedantísimo maestro?

4. Decíales, pues, que en sus composiciones latinas, fuesen de la especie que se fuesen, se guardasen bien de imitar el estilo de Cicerón, ni alguno de aquellos otros estilos, a la verdad, propios, castizos, perspicuos y elegantes; pero, por otra parte, tan claros y tan naturales que cualquiera lector, por boto que fuese, comprehendía luego a la primera ojeada lo que le querían decir. Esto por varias razones, todas a cuál más poderosas: la primera, porque hasta en las Sagradas Letras se alaba mucho a aquel no menos valeroso que discreto héroe que trataba las ciencias magníficamente: Magnifice etenim scientiam tractabat; y ciertamente nada se puede tratar con magnificencia cuando se usa de voces obvias, triviales y comunes, aunque sean muy propias y muy puras. La segunda, porque si no se procura tener atada la atención de los lectores y de los oyentes con la oscuridad, o a lo menos con que no esté a primer folio la inteligencia de la frase, enseña la experiencia que unos roncan y otros piensan en las Babias, por cuanto es muy volátil la imaginación de los mortales. La tercera, porque mientras el lector anda revolviendo calepinos, vocabularios y lexicones para entender una voz, se le queda después más impreso su significado, y a vueltas de él la doctrina y el pensamiento del autor. La cuarta, y más poderosa de todas, para que sepan esos extranjerillos que notan el latín de los españoles de despeluzado, incurioso o desgreñado, que también acá sabemos escribir a la papillota, y sacar un latín con tantos bucles como si se hubiera peinado en la calle de San Honorato, de París; lo que no es posible que sea mientras no se ande a caza de frases escogidas, crespas y naturalmente ensortijadas.

5. -Ahí tenéis al inglés o al escocés Juan Barclayo (que yo no tengo ahora empeño en que fuese de Londres o de Edimburgo), el cual no dirá exhortatio, aunque le quemen, sino paraenesis, que significa lo mismo, pero un poco más en griego; ni obedire por «obedecer», que lo dice cualquiera lego, sino decedere, que, sobre tener mejor sonido, es de significado más abstruso, por lo mismo que es equívoco. Llamar Prologus al prólogo, ¿qué lego no entenderá ese latín? Llamarle Prooemium suena a zaguán de lógica; Praefatio parece cosa de misal, y luego ofrece a la imaginación la idea del canto gregoriano; llámese Alloquium, Anteloquium, Praeloquium, Praeloquutio, y dejadlo de mi cuenta. Al estilo doctrinal llámesele siempre en latín stilus didascalicus, y caiga quien cayere. Cuando se quiera notar a algún autor latino, aunque sea de los más famosos, de que aún no ha cogido bien el aire de la lengua romana, y que hasta en ella se descubre el propio de la suya nacional, dígase, a Dios te la depare buena, redolet patavinitatem; porque si bien es así que todavía no han convenido los gramáticos en el verdadero significado de esta voz, cualquiera que la usa queda ipso facto calificado de un latino que se pierde de vista, elegante, culto y terso. Sobre todo os encargo mucho que ni a mí ni a algún otro preceptor, maestro o doctor apellidéis jamás con los vulgarísimos nombres de doctor, magister, praeceptor. ¡Jesús, qué parvulez y qué patanismo! A cualquiera que enseñe alguna facultad, llamadle siempre mystagogus; porque, aunque es cierto que no viene a propósito, aun el mismo que lo conoce os lo agradecerá, por ser voz que presenta una idea misteriosa y extraordinaria. La mejor advertencia se me olvidaba. Es de la mayor importancia, cuando leáis alguna obra latina de las que están más en boga (frase que me cae muy en gracia), decir de cuando en cuando: hic est thrasonismus, «éste es trasonismo»; y no os dé cuidado que vosotros ni los que os oyeren entendáis bien lo que en eso queréis decir, porque yo os empeño mi palabra de que los dejaréis aturrullados y arqueando los ojos de admiración. Con esto y con hacer grande estudio en no escribir jamás trabados los diptongos de a y e, ni de o y e, como lo han hecho hasta aquí muchos latinos honrados, sino con sus letras separadas, escribiendo, v. g., faeminae en lugar de fæminæ, y Phoebus en vez de Phœbus; con no contar las datas por los días del mes, sino por las calendas, los idus y las nonas; con guardaros mucho de no llamar a los meses de julio y agosto con sus nombres sabidos y regulares, sino con los de Quintilis y Sextilis, como se llamaban in diebus illis; y finalmente, con desterrar los números arábigos de todas vuestras composiciones latinas, usando siempre de las letras romanas en vez de números, y ésas dibujadas a la antigua, v. g.: para poner anno millesimo septingentesimo quinquagesimo quarto, «año de mil setecientos y cincuenta y cuatro», no poner, como pudiera un contador o un comerciante, anno 1754, sino an. CIC.DCC.LIV. Digo, hijos míos, que con sólo esto podéis echar piernas de latín por todo el mundo; et peream ego, nisi cultissimi omnium latinissimorum hominum audieritis.

6. Muy atento estaba nuestro Gerundio a las lecciones del dómine, oyéndolas con singular complacencia, porque como tenía bastante viveza las comprehendía luego; y por otra parte, como eran tan conformes al gusto extravagante con que hasta allí le habían criado, le cuadraban maravillosamente. Pero como vio que el dómine inculcaba tanto en que el latín fuese siempre crespo y todo lo más oscuro que fuese posible; y por otra parte, en fuerza de la inclinación que desde niño había mostrado a predicar, su padrino el licenciado Quijano le había enviado los cuatro tomos de sermones del famoso Juan Raulin, doctor parisiense que murió en el año de 1514, los cuales, por ser de un latín muy llano, muy chabacano y casi macarrónico, los entendía perfectamente Gerundico; dijo al dómine muy desconsolado, hablándole en latín, porque había pena para los que en el aula hablasen en romance:

-Domine, secundum ipsum, quidam sermones latini quos ego habeo in pausatione mea non valebunt nihil, quia sunt plani et clari sicut aqua (Pues, señor, según eso, unos sermones latinos que yo tengo en mi posada no valdrán nada, porque son llanos y claros como el agua).

-Qui sunt hi sermones? -le preguntó el dómine-. (¿Qué sermones son ésos?)

-Sunt cujusdam praedicatoris -respondió el chico- qui vocatur Joannes de... non me recordor, quia habet apellitum multum enrebesatum (Son de un predicador que se llama Juan de... no me acuerdo, porque tiene un apellido muy enrevesado).

-De quo agunt? -le volvió a preguntar el dómine-. (¿De qué tratan?)

-Domine -respondió el muchacho-, de multis rebus quae faciunt ridere (Señor, de muchas cosas que hacen reír).

-Anda, ve y tráelos -le dijo el preceptor-; y veremos qué cosa son ellos, y qué cosa es el latín.

7. Partió volando el obediente Gerundio, trajo los sermones, abrió el dómine un tomo, y encontrose con el sermón 3, De viduitate, donde leyó en voz alta este admirable pasaje:

8. Dicitur de quadam vidua quod venid at curatum suum, quaerens ab eo consilium si deberet iterum maritari, et allegabat quod erat sine adjutorio, et quod habebat servum optimum, et peritum in arte mariti sui. Tunc curatus dixit: Bene, accipite eum. E contrario illa dicebat: Sed periculum est accipere illum, ne de servo meo faciam dominum. Tunc curatus dixit:, Bene, nolite eum accipere. Ait illa: Quomodo ergo faciam? Non possum sustinere pondus illud quod sustinebat maritus meus, nisi unum habeam. Tunc curatus dixit: Bene, Habeatis eum. At illa: Sed si malus esset, et vellet me disperdere et usupare? Tunc curatus: Non accipiatis ergo eum. Et sic curatus semper juxta argumenta sua concedebat ei. Videns autem curatus quia vellet illum habere, et haberet devotionem ad eum, dixit ei, ut bene distincte intelligeret quid campanae ecclesiae ei dicerent, et secundum consilium campanarum, quod faceret. Campanis autem pulsantibus intellexit, juxta voluntatem suam quod dicerent: Prends ton varlet, prends ton varlet. Quo accepto, servus egregieverberavit eam, et fuit ancilla quae prius fuerat domina. Tunc ad curatum suum conquesta est de consilio, maledicendo horam qua crediderat ei. Cui ille: Non satis audisti quid dicant campanae. Tunc curatus pulsavit campanam, et tunc intellexit quod campanae dicebant: Ne le prends pas, ne le prends pas. Tunc enim vexatio dederat ei intellectum.

9. No obstante la seriedad innata y congénita del gravísimo preceptor, afirma un autor coetáneo, sincero y fidedigno, que al acabar de leer este gracioso trozo de sermón, no pudo contener la risa; y para que le entendiesen hasta los niños que habían comenzado aquel año la gramática, mandó a Gerundio que le construyese. Éste dijo que de puro leerle se le había quedado en la cabeza, y que sin construirle, si quería su merced, le relataría todo seguidamente, y aun le predicaría como si fuera mesmamente el mismo predicador. Pareciole bien la proposición, hizo silencio, dando sobre la mesa tres golpes con la palma; plantose Gerundio con gentil donaire en medio del general, limpiose los mocos con la punta de la capa, hizo la cortesía con el sombrero a todos los condiscípulos, y una reverencia con el pie derecho, a modo de quien escarba; volvió a encasquetarse el sombrero, gargajeó y comenzó a predicar de esta manera, siguiendo punto por punto el sermón de Juan Raulin:

10. -Cuéntase de cierta viuda que fue a casa de su cura a pedirle consejo sobre si se volvería a casar, porque decía que no podía estar sin alguno que la ayudase, y que tenía un criado muy bueno y muy inteligente en el oficio de su marido. Entonces la dijo el cura: «Bien, pues cásate con él». Mas ella le decía: «Pero está a pique, si me caso con él, que se suba a mayores, y que de criado se haga amo mío». Entonces el cura la dijo: «Bien, pues no te cases tal». Pero ella le replicó: «No sé qué me haga, porque yo no puedo llevar sola todo el trabajo que tenía mi marido, y he menester un compañero que me ayude a llevarle». Entonces la dijo el cura: «Bien, pues cásate con ese mozo». Mas ella le volvió a replicar: «¿Y si sale malo, y quiere tratarme mal y desperdiciar mi hacienda?» Entonces el cura la dijo: «Bien, pues no te cases». Y así la iba respondiendo siempre el cura, según las proposiciones y las réplicas que la viuda le hacía. Pero al fin, conociendo el cura que la viuda en realidad tenía gana de casarse con aquel mozo, porque le tenía pasión, díjola que atendiese bien lo que la dijesen las campanas de la iglesia, y que hiciese según ellas la aconsejasen. Tocaron las campanas, y a ella le pareció que la decían, según lo que tenía en su corazón: Cá-sa-te-con-él, cá-sa-te-con-él. Casose, y el marido la azotó y la dio de palos tan lindamente, pasando a ser esclava la que antes era ama. Entonces la viuda se fue al cura, quejándose del consejo que la había dado, y echando mil maldiciones a la hora en que le había creído. Entonces el cura la dijo: «Sin duda que no oíste bien lo que decían las campanas». Tocolas el cura, y a la viuda le pareció entonces que decían clara y distintamente: No-te-cases-tal, no-te-cases-tal; porque con la pena se había hecho cuerda.

11. Aplaudió mucho el dómine lo bien que Gerundio había entendido el cuento del predicador, y la gracia con que le había recitado, conociendo que sin duda había de tener mucho talento para predicar. Los condiscípulos también le vitoreaban, y rieron mucho el cuento. Pero el preceptor, volviendo a tomar la palabra hizo algunas reflexiones serias y juiciosas, acabando con otras que no podían ser más ridículas.

-Por lo que toca al latín -dijo a sus discípulos-, es muy chabacano, y aun los mismos que gustaran de latín claro y corriente no le aprobarán, porque ése no tanto es claro y natural, cuanto apatanado y soez -en lo cual tenía muchísima razón-. Pero habéis de notar una cosa, y es la poca razón que tienen algunos señores franceses para hacer mucha burla del latín de los españoles, tratándonos de bárbaros en punto de latinidad, y diciendo que siempre hemos hablado esta lengua como pudieran hablarla los godos y los vándalos. Esto, porque hubo tal cual autor nuestro que realmente escribió en un latín charro y guedejudo, o como latín de boticario y sacristán. Ea, monsieures, démonos todos por buenos, que si acá tuvimos nuestros Garcías, nuestros Cruces y nuestros Pedros Fernández, también ustedes tuvieron sus Raulines, sus Maillardos, sus Barletas, sus Menotos; y en verdad que su autor de ustedes, el célebre monsieur de Cange, en el vocabulario que compuso de la Baja latinidad, la mayor parte de los ejemplos que trae, no los fue a buscar fuera de casa. Y de camino adviertan ustedes que cuando allá en su París se usaba un latín tan elegante como el del doctor Juan Raulin, acá teníamos, dentro de aquel mismo siglo, a los Montanos, a los Brocenses, a los Pereiras, a los Leones y a otros muchos que pudieran escupir en corro, y hablar barba a barba con los Tulios y con los Livios, que ustedes alaban tanto, aunque no sean de mi parroquia ni de mi mayor devoción.

12. -Esto, en cuanto al latín -dijo el dómine-, mas por lo que mira a la sustancia del sermón -continuó, cansándose de hablar en juicio, o dejándose llevar de su estrafalario modo de concebir-; por lo que mira a la sustancia del sermón, aunque de este predicador no he leído más que este trozo, desde luego digo que fue uno de los mayores predicadores que ha habido en el mundo, y me iría yo hasta el cabo de él sólo por oírle. A mí me gustan tanto en los sermones estos cuentecitos, estas gracias y estos chistes, que sermón en que el auditorio no se ría por lo menos media docena de veces a carcajada tendida, no daría yo cuatro cuartos por él, y luego me da gana de dormir. Yo creía que ésta era una gracia privativa de algunos famosos predicadores españoles, y que en otras partes no se estilaba este modo de predicar y de divertir a la gente; pero ahora veo que todo el mundo es país; y aunque por una parte siento que no tengan la gloria de ser los únicos en esto algunos de nuestros célebres oradores, por otra no me pesa que también participen de ella otras naciones; porque lo demás sería envidia y una especie de viciosa ambición.

No echó esta lección en saco roto nuestro Gerundico; porque, como desde niño había mostrado tanta inclinación a predicar, oía con especial gusto y atención todo cuanto podía hacerle famoso por este camino; y desde luego propuso en su corazón que si algún día llegaba a ser predicador, no predicaría sermón, fuese el que se fuese, que no le atestase bien de chistes y de cuentecillos.

13. Finalmente, el bueno del dómine instruía a sus discípulos en todas las demás partes de que se compone la perfecta latinidad, o el perfecto uso de la lengua latina, con el mismo gusto, ni más ni menos, con que les había instruido en el estilo. Decíales que la retórica no era arte de persuadir, sino arte de hablar; y que eso de andar buscando razones sólidas y argumentos concluyentes para probar una cosa y para convencer al entendimiento, era una mecánica buena para los lógicos y para los matemáticos, que se andaban a caza de demostraciones, como a caza de gangas; que el perfecto retórico era aquel que le atacaba y le convencía con cuatro fruslerías; y que para eso se habían inventado las figuras, las cuales eran inútiles para dar peso a lo que de suyo le tenía, y que toda su gracia consistía en alucinar a la razón, haciéndola creer que el vidrio era diamante, y oro el oropel. Enseñábales que no gastasen tiempo ni se quebrasen la cabeza en aprender lo que es introducción, proposición, división, prueba, confirmación, aumento, epílogo, peroración ni exhortación; porque eran cuentos de viejas, invenciones de modernos, y querer componer una oración latina con la misma simetría con que se fabrica una casa. No les disimulaba que Aristóteles, Demóstenes, Cicerón, Longino y Quintiliano habían enseñado que esto era indispensable, no sólo para que una oración fuese perfecta, sino para que mereciese el nombre de oración; pero añadía que ésos habían sido unos pobres hombres, y porque ellos nunca habían sabido hablar en público de otra manera, dádoles ha que habían de hablar así todos los que habían de hablar bien. Prueba clara de que no tenían razón, eran millares de millares de sermones que andaban por ese mundo de Dios impresos de letra de molde, con todas las licencias necesarias y con aprobaciones de hombres muy científicos y muy sapientes, los cuales habían sido oídos con un aplauso horroroso; y sabiendo todo el género humano que los sermones no son, o no deberían de ser, otra cosa que una artificiosa y bien ordenada composición de elocuencia y de retórica, en los susodichos no se hallaba pizca de toda esa faramalla y barahúnda de introducción, proposición, división, etc., sino unos pensamientos brillantes, saltarines y aparentes, a cuál más falso, sembrados por aquí y por allí, conforme se le antojaba al predicador, sin convencimiento, persuasión ni calabaza; y con todo eso, fueron aplaudidos como piezas de elocuencia inimitables, y se dieron a la prensa para que se eternizase su memoria. De todo lo cual, legítima y perentoriamente se concluía que la verdadera retórica y la verdadera elocuencia no consistía en nada de eso, sino principalísimamente en tener bien decoradas las figuras retóricas con los nombres griegos y retumbantes con que había sido bautizada cada una, estando pronto el retórico a dar su propia y adecuada definición, siempre que fuese legítimamente preguntado.

-Y así -concluía el dómine-, dadme acá uno que sepa bien quid est epanortosis, elipsis, hipérbaton, paralipsis, pleonasmo, sinonimia, hipotiposis, epifonema, apóstrofe, prolepsis, upobolia, epítrope, perífrasis y prosopopeya; y que en cualquiera composición, sea latina sea castellana, use de estas figuras conforme se le antojare, vengan o no vengan; que yo os le daré más retórico y más elocuente que cien Cicerones y docientos Demóstenes pasados por alambique.

Así, pues, todo el empeño del cultísimo preceptor era que sus muchachos supiesen bien de memoria estas bagatelas; y a los que veía más instruidos y más expeditos en ellas, los decía lleno de satisfacción y de vanidad:

-Andad, hijos; que ya podéis echar piernas de retóricos por todos esos estudios de Dios y por todos esos seminarios de Cristo.

Con efecto: los retóricos del dómine Zancas-Largas (éste era su mote, o su verdadero apellido) eran muy nombrados por toda la ribera de Órbigo, y por todo lo que baña el famoso río Tuerto.

14. Finalmente, las lecciones que les daba sobre la poesía latina, última parte de todo lo que les enseñaba, eran primas hermanas de las otras pertenecientes a las demás partes de la latinidad. Contentábase con hacerlos aprender de memoria la prosodia, la cantidad de las sílabas, los nombres griegos de los pies, dáctilo, espondeo, yambo, trocaico, pirriquio, etc.; aquellos que explicaban la uniformidad o la variedad de las estrofas, monócolos, monóstrofos, dícolos, dístrofos, tetrástrofos; y que decorasen gran número de versos de los poetas latinos, única y precisamente para probar con ellos la cantidad de las sílabas breves o largas por su naturaleza; sin advertir que esta regla no es absolutamente infalible, por cuanto los mejores poetas latinos hicieron, no pocas veces, largas las sílabas breves, y breves las largas, o usando de la licencia poética, o también porque, no embargante de ser poetas, eran hombres y pudieron descuidarse, puesto que tal vez hasta el mismo Homero dormitó. Hecho esto, como los muchachos compusiesen versos que constasen, mas que fuesen lánguidos, insulsos y chabacanos; y aunque estuviesen más atestados de ripio que pared maestra de argamasa, no había menester más para coronarlos con el laurel de Apolo. Una vez decía en el tema, o en el romance para una cuartilla, estas palabras: «Entonces se supo con cuánta razón castigó Dios al mundo con el Diluvio, y se fabricó el Arca de Noé». Compúsola en verso latino un discípulo de Zancas-Largas, y dijo:

Diluviumque, Arcamque Noe; tum qua ratione.

Por sólo este admirable verso le dio el dómine dos parces y un abrazo, sin poderse contener. En otro tema se decía esta sentencia: «Se deben tolerar las cosas que no se pueden mudar». Y un chico la acomodó en este bello pentámetro:


Quae non mutari sunt toleranda, queunt.

Valiole doce puntos para su banda, y una tarde de asueto. Mandó componer en una estrofa de versos sáficos este breve romance: «Andrés Corbino convidó a Pedro Pagano a que el miércoles por la tarde fuese a merendar a su casa, porque aquel día se había de hacer en ella la matanza de un cerdo». Un muchacho, que pasaba por ingenio milagroso, le llevó el día siguiente la siguiente estrofa:


Domine Petre, Domine Pagane,
corbius rogat, velis, ut Andreas,
vesperi quarta mactabimus suem,
ad se venire.

15. Faltó poco para que el preceptor se volviese loco de contento, y luego incontinenti le declaró Emperador de la banda de Roma; hízole tomar posesión del primer asiento, o trono imperial; mandó que provisionalmente fuese laureado con una corona de malvas y otras hierbas, por cuanto no había otra cosa más a mano en uno que se llamaba huerto, y era un herreñal de la casa del dómine, mientras se hacía venir de la montaña un ramo de laurel; y ordenó que desde allí adelante, y por todos los siglos venideros, hasta la fin del mundo, fuese habido, tenido y reputado por el archipoeta paramés (era del Páramo el rayo del muchacho), para diferenciarle y no confundirle jamás con Camilo Cuerno, archipoeta de la Pulla.

16. Pararse el dómine a explicar a sus discípulos en qué consistía la alma y el divino furor de la poesía; pedirle que los hiciese observar el carácter y la diferencia de los mejores poetas; esperar que los enseñase a conocerlos, a distinguirlos y a calificarlos; pretender que los instruyese en que no se pagasen de atronamientos, ridiculeces y puerilidades, no había que pensar en eso, porque ni él lo sabía, ni él mismo se pagaba de otra cosa. Naturalmente, se le iba la inclinación a lo peor que encontraba en los poetas, como tuviese un poco de retumbancia o algún sonsonetillo ridículo, insulso y pueril. Por el primer capítulo, elevaba hasta las nubes aquellas dos bocanadas o ventosidades poéticas de Ovidio:


Semibovemque virum, semivirumque bovem;
et gelidum borean, egelidumque notum.



Y decía con grande satisfacción que en este poeta no encontraba otra cosa que alabar. Por el segundo, no había para él cosa igual a aquella recancanilla tan ridícula y tan fría de Cicerón, que para siempre le dejó tildado por tan pobre hombre entre los poetas como máximo entre los oradores:


O fortunatam natam, me Consule, Romam!



17. Pero nada le asombraba tanto como el divino ingenio de aquel poeta oculto que en solas dos palabras compuso un verso hexámetro cabal y ajustado a todas las reglas de la prosodia, pero tan escondido, que sin revelación apenas se puede conocer que es verso. Porque sin ella, ¿quién dirá que lo es éste:


Consternabatur Constantinopolitanus?



Y con todo eso no le falta sílaba. Así, pues, todo su mayor empeño y todo su conato le ponía en enseñar a sus muchachos puntualmente todo aquello que en materia de poesía debieran ignorar, o saberlo únicamente para abominarlo, o para hacer de ello una solemnísima burla, como la hacen cuantos hombres de pelo en pecho merecen hacerse la barba en el Parnaso. Por mal de sus pecados, había caído en sus manos cierta obra de un escritor de este siglo intitulada De poesi germanorum symbolica (De la poesía simbólica de los alemanes), en la cual se trata y se celebra la prodigiosa variedad de tantas especies de versos leoninos, alejandrinos, acrósticos, cronológicos, jeroglíficos, cancrinos, piramidales, laberínticos, cruciformes, y otras mil baratijas como ha inventado aquella nación, por otra parte docta, ingeniosa y sesuda; pero en este particular, de un gusto tan extravagante, que ha dado mucho que admirar y no poco que reír a las demás naciones, aunque muy rara será aquélla a quien no la haya pegado este contagio. Bien así como el de las viruelas, que por lo común sólo se pegan a los niños y a los muchachos de poca edad, de la misma manera, esta ridiculísima epidemia por lo regular sólo cunde en poetillas rapaces, que aún no tienen uso de razón poética; y si tal vez inficiona a algún adulto, es mal incurable, o punto menos que desesperado.

18. A todas las demás castas de versos prefería Zancas-Largas los que son de la peor casta de todos, esto es, los leoninos o aconsonantados, que fueron, en opinión muy probable, los que introdujeron en el mundo poético la perversa secta de las rimas o de los consonantes, que con su cola de dragón arrastró tras de sí la tercera parte de las estrellas; quiero decir, que ha sido la perdición de tantos nobles ingenios, los cuales hubieran enriquecido a la posteridad con mil divinidades, y por estos malditos de consonantes (Dios me lo perdone) felizmente ignorados de toda la antigüedad, la dejaron un tesoro inagotable de pobrezas, de impropiedades y de ripios insufribles. Encaprichado nuestro dómine en su mal aconsejada opinión, juraba por los dioses inmortales que toda la Ilíada de Homero, toda la Eneida de Virgilio y toda la Farsalia de Lucano no valían aquel solo dístico con que Mureto hizo burla de Gambarra, poeta antuerpiense, salva empero la suciedad, la hediondez y el mal olor, que eso no era de cuenta de la poesía:


Credite, vestratum merdosa volumina vatum,
non sunt nostrates tergere digna nates.



19. Por fin y por postre, los instruía en la que él llamaba divina ciencia de los equívocos y de los anagramas; y de esta última, con especialidad, estaba furiosamente enamorado. «Un anagrama perfecto -decía- es arte de artes, ciencia de ciencias, delicadeza de delicadezas, elevación de elevaciones, en una palabra, es el Lydius lapis, o la piedra de toque de los ingenios castizos, de ley y de quilates. ¿Dónde hay en el mundo cosa, verbigracia, como llamar bolo al lobo, y lobo al bolo, como decir pace al gato, y zape al buey, cuando está paciendo? Pues, ¿qué, si en una oración perfecta se disimula no menos que un nombre y un par de apellidos, sin faltar ni sobrar sílaba ni letra? Como, por ejemplo, el bello disfraz con que el autor de cierto escrito moderno ocultó y salió en público con su nombre y aledaños, diciendo en el frontis de la obra: Homo impugnat lites, y concluyéndola con un pinguet olim, que vale un Potosí, por cuanto es perfectísimo anagrama de sus dos apellidos, y una y otra oración tienen unos significados propísimos y que se pierden de vista. Anagramas hay imperfectos que, con ser así que lo son, son de un valor inestimable, y en su misma imperfección tienen más gracia que toda la que se pondera en las insulseces de Owen y de Marcial. Por ejemplo, el que hizo un anagrama del apellido Osma y dijo Asno, y sobra una pierna, ¿no merecía por este solo dicho que le erigiesen una estatua en el Capitolio de Minerva? ¿Y merecería menos el otro que, habiendo encontrado en el nombre y apellido de cierto obispo este anagrama: Tú serás cardenal, pero sobraban dos ll que no podía acomodar, añadió: y sobran dos ll para látigos de la posta que ha de traer la noticia? Desengañémonos, que esto de los anagramas es cosa divina, digan lo que dijeren media docena de bufones que los tienen por juego de niños, y que nos quieren decir que aquello de Marcial:


Turpe est difficiles habere nugas
et stultus labor est ineptiarum,



está bien aplicado a los anagramatistas. Y menos fuerza me hace la otra sátira del indigesto Adrián de Valois, que, porque él no sabía cuál era su anagrama derecho, cantó este bello epifonema a deum de dere:


Citharaedus esse qui nequit, sit aulaedus:
anagrammatista, qui poeta non sperat.



¡Vítor!, y denle un confite por la gracia. Pues yo le digo que el que no supiere hacer anagramas, no espere ser poeta en los días de su vida. Y el que los hiciere buenos, tiene ya andado más de la mitad del camino para ser un poetazo de a folio; porque si la poesía no es más que un noble trastornamiento de las palabras, los anagramas no son otra cosa que un bello trastornamiento de las letras. Y váyase muy enhoramala el otro Colletet, o Coletillo que dijo con bien poco temor de Dios:


Eso de hacer anagramas
y andar trastornando letras,
lo hacen sólo los que tienen
trastornada la cabeza.






ArribaAbajoCapítulo X

En que se trata de lo que él mismo dirá


Cinco años, cuatro meses, veinte días, tres horas y siete minutos gastó nuestro Gerundio en aprender estas y otras impertinencias de la misma estofa (según una puntualísima leyenda antigua, que nos dejó exactamente apuntados hasta los ápices de la cronología). Y cargado, a entera satisfacción del dómine, de figuras, de reglas, de versos, de himnos y de lecciones de breviario, que también hacía construir a sus discípulos y tomarlas de memoria, por ser un admirable prontuario para los exámenes de órdenes, se restituyó a Campazas un día del mes de mayo, que, nota el susodicho cronicón, había amanecido pardo y continuó después lluvioso. Convienen todos los gravísimos autores, que dejaron escritas las cosas de este insigne hombre, en que, siendo así que el dómine era grande azotador, y que especialmente en errando un muchacho un punto de algún himno, la cantidad de una sílaba, el acomodo de un anagrama y cosas a este tenor, iba al rincón irremisiblemente, aunque le atestase el gorro de parces. Con todo eso, nuestro Gerundio era tan exacto en todo, y supo guardar tan bien su coleto, que en todo el susodicho tiempo que gastó en estudiar la gramática, no llevó más que cuatrocientas y diez vueltas de azotes, por cuenta ajustada, que apenas salen tres cada semana: cosa que admiró a los que tenían noticia del rigor y de la severidad de Zancas-Largas. No causa menos admiración que en todo el discurso de este tiempo no hubiese hecho Gerundio novillos del estudio sino doce veces, según un autor, o trece según otro, y ésas siempre con causas legítimas y urgentes; porque una los hizo por ir a ver unos toros a la Bañeza, otra por ir a la romería del Cristo de Villaquejida, otras dos por ir a cazar pájaros con liga a una zarza, junto a una fuente que había tres leguas del lugar; y así de todas las demás, lo que acredita bien su aplicación y el grande amor que tenía al estudio. También aseguran los mismos autores que en todo él no había muchacho más quieto ni más pacífico. Jamás se reconocieron en él otros enredos ni otras travesuras que el gustazo que tenía en echar gatas a los nuevos que iban a su posada. Esto es, que después de acostados, los dejaba dormir, y haciendo de un bramante un lazo corredizo, le echaba con grandísima suavidad al dedo pulgar del pie derecho o izquierdo del que estaba dormido. Después se retiraba él a su cama con el mayor disimulo, y tirando poco a poco del bramante, conforme se iba estrechando el lazo, iba el dolor dispertando al paciente; y éste iba chillando a proporción que el dolor le afligía, el cual también iba creciendo, conforme Gerundio iba tirando del cordel. Y como el pobre paciente no veía quién le hacía el daño, ni podía presumir que fuese alguno de sus compañeros, porque a este tiempo todos roncaban adredemente, fingiendo un profundísimo sueño, gritaba el pobrecito que las brujas o el duende le arrancaban el dedo. Y si bien es verdad que dos o tres niños estuvieron para perderle, pero siempre se tenía por una travesura muy inocente, y más diciendo Gerundio por la mañana que lo había hecho por entretenimiento, y no más que para reír. Por lo demás, era quietísimo; pues había semana en que apenas descalabraba a media docena de muchachos, y en los cinco años bien cumplidos que estuvo en una misma posada, nunca quebró un plato ni una escudilla. Y lo más que hizo en esta materia fue en cuatro ocasiones hacer pedazos toda la vasija que había en el vasar; pero eso fue con grande motivo, porque un gato rojo, a quien quería mucho el ama, le había comido el torrezno gordo que tenía para cenar. Su compostura en la iglesia del lugar, adonde todos los estudiantes iban a oír misa de comunidad, era ejemplar y edificante. No había que pensar que nuestro Gerundio volviese la cabeza a un lado ni a otro, como veleta de campanario; ni que tirase de la capa al muchacho que estaba delante; ni que mojando con saliva la extremidad de una pajita, se la arrimase suavemente a la oreja o al pescuezo, como que era una mosca; ni, mucho menos, que se entretuviese en hacer una cadena con lo que sobraba del cordón del justillo o de la almilla, tirando después por la punta para deshacerla de repente. Todos estos enredos, con que suelen divertir la misa los muchachos, le daban en rostro y le parecían muy mal. Nuestro Gerundio siempre estaba con la cabeza fija enfrente del altar, y con los ojos clavados en las fábulas de Esopo, construyéndolas una y muchas veces con grandísima devoción.

2. Vuelto a Campazas, ¿quién podrá ponderar la alegría y las demostraciones de cariño con que fue recibido del tío Antón, de la tía Catanla, del cura del lugar y de su padrino el licenciado Quijano, que eran los continuos conmensales de la casa de Antón Zotes, y apenas habían salido de ella desde que supieron que ya había ido la burra por Gerundio?

3. Después de los primeros abrazos que le dieron todos, se quedaron atónitos y aturdidos al verle echar espadañas de latín por aquella boca, que era un juicio. Hablose luego, como era natural, del preceptor, y el chico exclamó al instante:

-Proh Dii immortales! Mystagogus meus est homo qui amittitur de conspectu (¡Oh dioses inmortales! Mi maestro es un hombre que se pierde de vista).

Preguntáronle si había muchos muchachos. Y al punto respondió:

-Qui numeret stellas, poterit numerare puellas. (El que pudiere contar el número de las estrellas, podrá contar el número de los muchachos).

Su padrino el licenciado Quijano, que era el menos romancista de todos los circunstantes, le dijo:

-Mira, hombre, que puellas no significa «muchachos», sino «muchachas».

-Pace tua dixerim, Domine Dripane -le replicó su ahijado-; puella puellae es epiceno: juxta illud: uno epicena vocant Graii; promiscua nostri.

No tuvo que responderle el padrino, y solamente le preguntó por qué le llamaba Dripane, que le sonaba a cosa de mote y le parecía atrevimiento.

-Neutiquam, per medium fidium! -le respondió Gerundio, sonriéndose, y como quien se burlaba de su ignorancia-. Dripane est anagrammaton de Padrine; et anagrammaton figura est qua unius vel plurium vocum litterae transponuntur, vel invertuntur. Y así, señor padrino, con licencia de usted, y para que lo entiendan todos, si en lugar de decir mi madre dijera mi merda, y en vez de decir Antonio Zotes dijera o Tina o Zesto, y sobran dos piernas, tan lejos estaría de perderlos el respeto, que usaría de una de las figuras más delicadas y más ingeniosas que hay en toda la retórica.

4. Con estas y otras necedades de la misma calaña pasaba Gerundio el tiempo, dando muestras de sus grandes progresos en la latinidad y esperando a que llegase San Lucas para dar principio a las súmulas, cuando hacia la mitad del verano pasó por su casa y se detuvo en ella algunos días el provincial de cierta orden, varón religioso y docto. Componíase su comitiva, como se acostumbra, de otro padre grave, que era su socio y secretario, y de un lego rollizo, despejado, mañoso y de pujanza, que en los caminos servía para los menesteres de las posadas, y en los conventos para los oficios de la celda. Era el lego de buen humor, nada gazmoño y mucho menos que nada escrupuloso. Dábale a Gerundio periquitos, rosquillas y alcorzas, con que le habían regalado unas monjas, cuyo convento acababan de visitar. Con esto se le aficionó mucho el muchacho, y también con los cuentos y chistes que contaba entre la familia, mientras su paternidad y el secretario dormían la siesta, que el lego no gustaba de dormir; y dicen que los contaba con gracia. Por las tardes, luego que acababan de refrescar los dos padres graves, el lego se salía a pasear con Gerundio, y éste le llevaba unas veces a las eras, otras al Humilladero, y otras al majuelo de su padre, que linda con el Carrascal. En estas conversaciones vertía el muchacho todos los disparates que había aprendido con el dómine. Y como el lego le oía hablar tanto en latín, que para él era lo mismo que griego, y por otra parte el chico era bien dispuesto y desembarazado, parecíale que podía ser muy a propósito para la orden, y así comenzó a catequizarle.

5. Decíale que en el mundo no había mejor vida que la de fraile, porque el más topo tenía la ración segura, y en asistiendo a su coro, santas pascuas; que el que tenía mediano ingenio iba por la carrera de maestro o por la carrera de predicador; y que, aunque la de las leturías era más lucida, la del púlpito era más descansada y más lucrosa, pues conocía él predicadores generales que en su vida habían sacado un sermón de su cabeza, y con todo eso eran unos predicadores que se perdían de vista y habían ganado muchísimo dinero; y que, en fin, en jubilando por una o por otra carrera, lo pasaban como unos obispos.

-Pues, ¡qué la vida de los colegiales! (que así llamamos a los que están en los estudios). Ni el rey ni el Papa la tienen mejor, por lo menos más alegre. Algunas crujías pasan con los lectores y con los maestros de estudiantes, si son un poco ridículos o celosos de que estudien. Pero, ¿qué importa si se la pegan guapamente? Nunca comen mejor que cuando les dan algún pan y agua por flojos, porque no llevaron la lección, o porque se quedaron en la cama; pues entonces los demás compañeros los guardan en la manga lo mejor de su pitanza, y comen como unos abades. Ahora, la bulla, la fiesta, la chacota que tienen entre sí cuando están solos; los chascos que se dan unos a otros, eso es un juicio; y han sucedido lances preciosísimos. Es verdad que si los pillan lo pagan, y hay despojos que cantan misterio; pero datus sunt passatus sunt. De la vida de los novicios no se hable. Ya se ve que asisten siempre al coro, que nunca faltan a maitines, que ayudan las misas, que tienen mucha oración y muchas disciplinas, que andan con los ojos bajos y con la cabeza colgando, a manera de higo maduro; pero eso es una friolera. En volviendo la suya el maestro, o en aquellos ratos de libertad y de asueto que les dan de cuando en cuando, hay la zambra y la trisca que se hunde el noviciado: juegan a la gallina ciega, a fiel derecho y a los batanes, que no hay otra cosa que ver.

6. No se puede ponderar el gusto con que oía nuestro Gerundio esta indiscreta pintura de la vida religiosa, representada con más imprudencia que verdad: pues descubriendo únicamente las travesuras de los religiosos imperfectos, ocultaba la severidad con que se reprendían y se castigaban, disimulando el rigor con que se celaba la observancia y lo mucho que pide a todos sus individuos cualquiera religión, por mitigada que sea. Pero al bueno del lego le parecía que como él, una por una, le metiese al chico en el cuerpo la vocación, hacía una gran cosa, y que lo demás allá lo vería. Con efecto: se la metió tan metidamente, que desde luego dijo a su catequista que, aunque le ahorcasen, había de ser fraile de su orden, y que aquella misma noche había de pedir el hábito al padre provincial, delante de sus padres. El lego le dio un abrazo, dos corazones de alcorza y un escapulario con cintas coloradas y su escudo bordado de hilo de oro, con lo cual se le arraigó la vocación de manera que ya no le quitarían de ser fraile, aunque le dieran el curato de su mismo lugar. Y más, que el lego le instruyó en el modo con que se había de explicar con el provincial, y que después de haber conseguido el sí, le había de pedir que él mismo fuese su padre de hábito; pues de esa manera aseguraba su fortuna, por cuanto el partido de su paternidad era el que mandaba y mandaría verisímilmente por algunos años, puesto que apenas había definidor, jubilado ni prelado conventual que no fuese hijo o nieto de su reverendísima; esto es, o discípulo suyo o discípulo de sus discípulos, y que así se llevaba los capítulos en el pico, disponiendo en ellos a destajo cuanto se le antojaba.

7. Siglos se le hicieron a Gerundio las horas que faltaban hasta la de cenar, y llegada ésta, se sentó a la mesa junto a sus padres, con el provincial y secretario, como acostumbraba. Pero, en vez de que otros días los divertía mucho con sus intrepideces, latines, anagramas y versos de memoria, que decía a borbotones, aquella noche, según la instrucción del socarrón del lego, se mostró mustio, cabizbajo y desganado. Picábanle por aquí y por allí, mas él apenas hablaba palabra, hasta que, levantados los manteles, el provincial y el secretario le hicieron sentar entre los dos, comenzaron a acariciarle, y le preguntaron qué tenía. Después que se hizo bien de rogar, y de burlas o de veras se le asomaron algunas lagrimitas, dijo, por fin y por postre, que quería ser fraile de su orden, y que, aunque fuese a pie, se había de ir tras ellos hasta que le diesen el hábito. Al oír esto la buena de la Catanla, volviéndose a su marido, puestas o encrucijadas las manos y meneando la cabeza, le dijo con la mayor bondad del mundo:

-¿No te lo dije yo, mi Antón, que al cabo el chico había de ser flaire? ¿No ves cómo se cumpre el prefacio de aquel bendito lego, que pernosticó que este niño había de ser un gran perdicador?

Y volviéndose después a Gerundio, echándole la bendición, le dijo:

-Anda, bendito de Dios, con la bendición de su divina Majestad y con la mía; que, aunque te venía una capellanía de sangre, y tu padrino el licenciado Quijano quería persignar en ti el beneficio simpre de Berrocal de Arriba, más te quiero ver en un cúlpito convirtiendo almas, que si te viera arcipeste de todo el partido.

Antón Zotes, que era bueno como el buen pan, sólo respondió:

-Yo por mí, como sea buen flaire, mas c'haga lo que quisiere; porque los padres no podemos quitar la voluntad a los hijos.

8. Viendo el provincial lo poco que había que hacer por parte de los padres, y conociendo que el muchacho tenía en realidad viveza y habilidad, y que los disparates que le habían enseñado eran efectos de la mala escuela, los que se podía esperar que, con el tiempo y con los libros, los conociese y enmendase, desde luego ofreció que le recibiría, y que él mismo le daría el hábito y sería siempre su padre y su padrino. Pero como era varón docto y religioso, y el punto era tan serio, temió que fuese alguna veleidad de muchacho, o que a lo menos quisiese abrazar aquel estado atolondradamente, y sin conocimiento de lo que abrazaba. Y para cumplir con su conciencia, con su oficio y con su grande entendimiento, resolvió desengañarle delante de sus mismos padres, y así le habló de esta manera:

9. -¿Sabes, hijo mío, lo que es el estado religioso? Es una cruz en que se enclava el alma con los tres votos religiosos, desde el mismo punto en que los hace, y no se desprende de ella hasta que expira. Es un martirio continuado que comienza cuando se abraza, y se acaba cuando se deja, advirtiéndote que sólo se puede dejar, o perdiendo la vida, o abandonando la honra, y también con ella el alma. Es un estado todo de humildad, todo mortificación y todo de obediencia. El que no se desprecia a sí mismo, ése es el más despreciado de todos; ninguno es más mortificado que el que menos se mortifica, con el desconsuelo de que padece más y merece menos. Al que no quiere ser obediente, se le obliga a ser esclavo. ¿Ves estas nevadas canas que blanquean mi cabeza? -Al decir esto, se quitó un becoquín o escofieta que traía en ella-. Pues, sábete que ha veinte años que me la cubren, me la desfiguran y desmienten los que tengo, que aun hoy faltan algunos para llegar a cincuenta. Y nunca se anticipa tanto el color tardío de estas naturales plantas, sino cuando las deseca el calor de las pesadumbres. Y puedes observar que apenas hay religioso que no encanezca, por razón de estado, muchos años antes de lo que debiera por la edad. Ciertamente que esta violencia que se hace a la Naturaleza, no puede tener regularmente otro principio que la que se hace voluntaria o involuntariamente al natural.

10. »Como nunca has tratado más religiosos que los que la caridad de nuestros hermanos y tus padres hospeda cristiana y piadosamente en su casa, temo que alguno menos prudente (pues no podemos negar que en todas partes los hay) te haya pintado la religión como aquel pintor que para ocultar la deformidad de Filipo, padre de Alejandro, a quien le faltaba un ojo, le pintó a medio perfil, representándole sólo por aquel lado de la cara que no era defectuoso, y cubriendo el otro con el lienzo. Quiero decir, temo que sólo te hayan pintado a la religión por donde puede agradarte, ocultándote artificiosamente aquello por donde pudiera retraer tu natural inclinación. Sí, hijo mío, hay en el estado religioso hombres graves, justamente atendidos por sus méritos con privilegios y con exenciones. Pero no hay ni puede haber privilegios contra la obediencia ni contra la observancia, ni hasta ahora se han descubierto en el mundo exenciones de las pesadumbres y de los trabajos. ¿Qué importa que a esos padres graves les sobre cuanto han menester en la celda, si, en caso de no ser ajustados, los falta lo que más necesitan en el corazón? Tampoco te negaré que en la religión más estrecha se encuentran inobservantes, y tal vez se ve algún escandaloso. Pero también en el cielo hubo ángeles apóstatas, en el paraíso hombres inobedientes, y en el Colegio Apostólico un alevoso, un presumido, un inconstante, un incrédulo y muchos cobardes; y ni el cielo dejó de ser un cielo, ni el paraíso un paraíso, ni el Colegio Apostólico la comunidad más santa que ha habido, ni ha de haber en el mundo. No se llama perfecto un estado porque no se hallen en él hombres defectuosos, sino porque a los que son, se les corrige, y a los que no se corrigen, no se les tolera; porque o se les corta como miembros podridos, para que no inficionen a los sanos, o se les conjura como a las tempestades, para que vayan a descargar donde a ninguno hagan daño. Quiero decir que, encerrados de por vida entre cuatro paredes, o la pena les hace entrar en sí mismos, y entonces son verdaderamente felices; o si con la desesperación echan el sello a su desgracia, sólo se perjudican a sí propios, y pasan solos de un infierno a otro, del temporal al eterno. Así, pues, hijo mío, si quieres ser religioso, has de hacer ánimo a que si fueres bueno, has de vivir y morir en una perpetua cruz; si fueres malo, aún vivirás y morirás más atormentado; y de cualquiera manera siempre te aguarda un martirio que durará mientras te durare la vida. Yo he cumplido con lo que a mí me toca. Tú ahora resolverás lo que te pareciere, en la inteligencia de que si, no obstante la claridad con que te hablo, te determinares a abrazarte con la cruz, yo, como padre y como padrino tuyo, que desde luego me constituyo por tal, aunque no pueda quitártela de los hombros, haré cuanto me sea posible por aligerártela, salva siempre la religiosa observancia.

11. Atentísimos estuvieron Antón Zotes y la buena de Catanla a la discreta arenga del prudente y piadoso provincial, y no dejaron de enternecerse un si es no es; tanto, que la última tuvo necesidad de limpiarse los ojos y las narices, éstas con el delantal, y aquéllos con la punta de la toca. Pero Gerundio la oyó con grandísima serenidad y sin ninguna atención, pensando sólo cómo había de jugar a fiel derecho cuando estuviese en el noviciado; en dar ya trazas cómo pegársela al despensero, corriendo un par de raciones cada semana; y figurándose ya en su imaginación el mayor predicador de toda aquella tierra; confesando después que, mientras el provincial estaba hablando, él estaba ideando una plática de disciplinantes para cuando le echasen la Semana Santa de Campazas. A esto contribuyó también que el bellacón del lego se puso donde, sin ser visto del provincial, pudiese serlo de Gerundio, y cuando éste ponderaba alguna cosa, aquél le guiñaba el ojo, y le hacía señas con la cabeza, como que no hiciese caso de lo que le decía. Con que luego que acabó de hablar aquel prelado, el muchacho se cerró en que quería ser fraile, y que si otros pasaban por todas aquellas cosas, él también pasaría por ellas, sin dar otra razón chica ni grande. Viéndole todos tan resuelto, se determinó que lo que había de ser tarde, fuese luego; porque, teniendo ya quince años, estaba en la mejor edad para entrar en religión. Y así, dentro de dos días, el provincial con su comitiva, acompañado de Gerundio, de su padre, de su madre y del licenciado Quijano, su padrino, que quiso hacer la costa de la entrada, se fueron a un convento de la orden, no muy distante de Campazas, donde el mismo provincial le puso por su mano el hábito con grande solemnidad; y así al prelado de la casa, como al maestro de novicios, se le dejó muy recomendado, al fin, como cosa suya.





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