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ArribaAbajoLibro III


ArribaAbajoCapítulo I

De un enredo de barrabás que hizo el mal dimoño, para acabar de rematar a fray gerundio


Habrá notado acaso el muy crítico y muy curioso lector (y también es muy natural que no lo haya notado) que la división y comenzamiento de este libro tercero no está según arte; porque, habiendo acabado el primero con las niñeces, primeras letras y estudios pueriles de nuestro incomparable fray Gerundio, hasta dejarle en el noviciado con el hábito de la religión, parecía que el segundo libro se había de cerrar con los estudios, pocos o muchos, que tuvo en ella, y que debiera comenzar el tercero desde que se halló ya sacerdote de misa y con el nombramiento de predicador sabatino; por cuanto el nuevo estado, y asimismo el nuevo empleo, eran una época de su vida, natural, oportuna y propia para esta tercera división. De donde acaso el mismo lector querrá poner pleito al pobre libro segundo, sobre su capítulo décimo, diciendo que éste toca de justicia al libro tercero, y el que ha sido usurpación y tiranía privarle de él.

2. Yo no juraré que no tenga sus vislumbres o apariencias de razón el que hiciere este reparo. Pero, sobre que hasta ahora no se ha publicado alguna pragmática sanción que dé reglas fijas, ciertas y universales para el amojonamiento, término, límites ni cotos de los párrafos, capítulos ni libros; pues hasta en las lindes de los puntos, que son más necesarias para que no haiga pleitos en la jurisdicción e inteligencia de las cláusulas, sabe Dios y todo el mundo los trabajos que hay, por no haberse recibido alguna ley obligatoria que ligue y cause entero perjuicio a los escritores y a los escribientes; como esta costumbre de la división de capítulos y libros, dicen que se ha introducido en el mundo literario para que descansen y tomen huelgo así los que escriben como los que leen, en asegurando yo que no me cansé hasta que dejé a fray Gerundio, no sólo con el título de predicador sabatino, sino con los primeros crepúsculos de la instrucción del padre maestro Prudencio, paréceme que, por lo que a mí toca, tapé la boca al crítico reparador. Si mis lectores se cansaron antes, eso no debe ser de mi cuenta. ¿Quítoles yo, por ventura, que cierren el libro cuando les diere la gana y se echen a dormir hasta que despierten, con lo cual no sólo dividirán, sino que podrán hacer jigote los capítulos y los libros, siempre y cuando les pareciere puesta en razón?

3. Pero me dirán que aunque no hay ley escrita que arregle estas divisiones, las regla y como que las dicta la misma ley natural, esto es, el sindéresis y la razón de los escritores metódicos, claros y de buena economía. A eso respondo que en esto de sindéresis y de razón natural cada cual tiene la que Dios le dio, y que los entendimientos son tan diferentes como las caras. A tal le parece que escribe y que habla con el mejor método del mundo; y al otro que le lee o que le oye, le parece un eterno embrollador y una confusión de confusiones. Vaya un ejemplo. Díganle al autor del Verdadero método de estudiar que es un embolismo todo lo que escribe; que en muchas partes apenas se perciben las reglas prácticas que da; y que las que se perciben, o es imposible, o sumamente dificultoso practicarlas, y consiguientemente que por ellas ninguna facultad se aprenderá. Se espiritará de cólera, se pelará las barbas al quitar con que quiso engalanarse; y a cualquiera que le vaya con esta embajada, le dará una rociada de parvoices, de ridicularias y de crasas ignoranzas, con que le haga retirar más que de paso.

4. Vaya otro ejemplo. No ha muchos años que cierto cirujano latino (así decía él que lo era), hombre bonísimo, imprimió un libro con este título: Método racional y gobierno quirúrgico para la curación de los sabañones. ¿Quién no creería, según el epígrafe de la obra, que ésta se reducía a dar reglas prácticas y metódicas para curar estas bachillerías de la sangre, que dan tan malos ratos a la gente de poca edad, y tal vez a los hombres barbudos y aun canosos? Pues no, señor; de los trece capítulos a que se reduce todo el librete, sólo el último tiene algún tastillo de metódico o de práctico. Los otros doce, sobre ser impertinentísimos para el asunto, tienen tanto de método y de gobierno quirúrgico como de oportunidad. Empeñose en hacérselo conocer al autor un tal Juan de la Encina, escritor desalmado de tres cartas asaz bien escritas, en que esgrimió sobre las costillas del pobre cirujano toda la pujanza de su postizo apellido. Y aunque, con efecto, le hizo evidencia de que el hombre de Método sólo podía ponérsele a la obrilla por mote o por antífrasis, el bonazo del autor se fue a la otra vida muy persuadido a que no se había escrito en ésta cosa más metódica ni más gubernativa. Véngansenos ustedes ahora con que el sindéresis y la razón natural dictan a cada autor el método que debe observar en el económico repartimiento de sus escritos.

5. Pero al fin, ¿qué nos estamos quebrando la cabeza? Note el curioso lector que en el primer párrafo o número del capítulo último del libro antecedente, quedó nuestro fray Gerundio presbítero in facie Ecclesiae y predicador sabatino en toda propiedad; y respóndame en Dios y en su conciencia a esta preguntilla: ¿Sería bien parecido que aquel capítulo no se compusiese más que de un solo párrafo, y que se presentase en el libro como capitulillo de teta o de miñatura, siendo así que los otros pueden pasar por capítulos generales, aunque sean de la religión más numerosa, por la multitud de especies y de números que concurren a componerlos? Haga justicia el prudente y equitativo lector; y si en medio de eso no me concediere la razón, pacencia, Calros, pacencia.

6. Hecha esta digresión, tan necesaria como impertinente y molesta, volvamos a atar el hilo de nuestra historia. Es tradición de padres a hijos que estaban acabando de comer el maestro Prudencio y nuestro fray Gerundio, por señas que les servían de postre unos caracoles de alcorza y algunas bellotas de mazapán, con que había regalado al padre maestro cierta monja de la orden, confesada suya, cuando comenzaron a llamar con grande fuerza a la puerta de la granja. Salió al ruido de los golpes el lego que cuidaba de ella, y encontrose (¡quién tal imaginara!) no menos que con el padre predicador mayor de la casa, el incomparable fray Blas, y con un labrador guedejudo, fornido, rechoncho y de pestorejo, que venía en su compañía; caballero el padre predicador en un rocín acemilado, tordo, sutil, zanquilargo, y ojeroso; y montado el paisano en un pollinejo rucio, aparrado, estrecho de ancas, rollizo, orejivivo y andador. Era el caso que en una aldea presumida de lugar, dos leguas distante de la granja, que se llamaba antiguamente Jaca la Chica y ahora, o porque se corrompió el vocablo, o por reducir a una sola voz el diminutivo, se llama Jacarilla, había fundado pocos años antes una cofradía dedicada a Santa Orosia el cura del lugar, que era aragonés y muy devoto de la santa. El mayordomo de aquel año, que era el labrador que venía acompañando a fray Blas, le había echado el sermón; y aunque éste no valía más de quince reales, dos libras de turrón y un frasco de vino de la tierra, fray Blas le había admitido; porque en materia de sermones llevaba la opinión de los mercaderes, que muchos pocos hacen un mucho, y recibir a todo pecador como viniere. Algo se rodeaba por la granja; pero, por comer en casa de la orden, y sobre todo por ver a su querido fray Gerundio, aunque había tan poco tiempo que se habían separado, quiso hacer este rodeo.

7. Tanto como se alegró fray Gerundio con la vista de su amigo, tanto sintió el maestro Prudencio aquella importuna visita, temiendo que si los dejaba hablar a los dos a solas, echaría a perder el aturdido del predicador todo lo que, a su modo de entender, había adelantado él por la mañana. Hizo, pues, ánimo a no perderlos un punto de vista hasta que marchase fray Blas, suponiendo que lo haría después de comer. Y para que lo ejecutase cuanto antes, dio orden al lego para que los calentase a toda prisa lo que había sobrado de la comida, añadiendo algunos torreznos fritos, que es el agua de socorro para huéspedes repentinos, cuando llegan al levantar de los manteles.

8. Mientras se aderezaba la comida, no los divirtió poco el labrador, que, aunque zafio de explicaderas, grosero de persona y no muy delicado de crianza, era bastante ladino y un si es no es socarrón. Ya sabía que el maestro fray Prudencio era hombre de mucho respeto en la orden, porque se lo había prevenido fray Blas en el camino. Y así, luego que entró en la sala donde estaba, le hizo una grande reverencia, escarbando hacia atrás con el pie y pierna izquierda, tanto, que le faltó poco para hincar una rodilla, pero sin quitarse el monterón perdurable que tenía calado hasta las orejas. Y saludando al maestro, le dijo:

-Tenga su eternidad güenas tardes, endísimo padre fray maestro, y güen provecho haga su esencia. Prega a Dios que todo se le convierta en unjundia.

Y diciendo y haciendo, sin esperar a que nadie se lo rogase, echó mano de uno de los vasos de vino que estaban sobre la mesa en una salvilla, para echar a la que llaman de San Vitoriano, y con despejo patanal añadió, sin detenerse:

-A la salud de su trinidad muy raborenda; y también a la de mi padre perdicador fray Bras, que es la frol de los perdicadores de chapa; y también a la de ese flaire mocico, que mal año para quien me quiera mal, si no tiene pergeño de ser con el tiempo otro padre flay Bras; y también a la de mi amigo el padre granjero flay Grigorio, que aunque no es de misa, tampoco lo fue su padre, Dios le bendiga; pero en una feria de carneros, que se venga a emparejar con él un hatajo de padres persentados; porque, por fin y por postre, de todo se sirve Dios.

Acabada esta letanía, echose a pechos el vaso, que era de mediano portante, y volcándole boca abajo sobre la salvilla, él se dejó caer en un banco, repantigándose en él con mucha autoridad.

9. Cayó muy en gracia al bueno del maestro Prudencio toda esta introducción; y como era de genio tan bondadoso y apacible, le dijo con mucho agrado:

-Buen provecho, tío. ¿Cómo se llama?

-Bastián Borrego, para servir a su ausencia -respondió el labrador, y al decir esto, hizo ademán de levantarse un poco la montera.

-Por muchos años, en vida y salud de su mujer y de sus hijos, si los tiene -continuó fray Prudencio.

-Y como unas froles, aunque parezca mal que yo lo diga -replicó el tío Bastián-; especialmente uno que tengo vestido con el habitico de San Juan de Dios, de estos que llaman flaires gaspachos. Déjelo su usandísima, eso es bobada.

-¿Conque el tío Bastián -prosiguió el padre maestro- es mayordomo de Santa Orosia?

-Y también lo jui -respondió Borrego- de la cofradía del Santísimo, y serví la de la Cruz y la de las Ánimas; y ahora sólo me falta que me echen a cuestas la de San Roque, que no dejarán de hacerlo, porque para los probes se hicieron los trabajos.

-Según eso, tiene por trabajo el servir a los santos -replicó el padre maestro.

-A los santos, padre nuestro, güeno es servirlos; pero el caso es que, según mi corto maginamiento, en estas mayordomías de mis pecados, se sirve poco a los santos y mucho a los cofrades. Y si no, dígame su reverencia, ¿se servirá mucho a los santos en que un probe como yo gaste en cada una de estas mayordomías sesenta rales en vino, veinte en tortada, diez en avellanas, todo para dar la caridad a los cofrades, sin contar la cera, ni la comida a los señores sacerdotes, ni la limosna del padre perdicador, que todo junto hace subir la roncha a más de ciento y veinte rales? Ya la cera, la limosna del sermón, y aunque digamos también la comida de los curas, pase; porque todo esto parece cosa de Igresia. Pero ¡el vino de los cofrades, que hay hombre que se mama dos cuartillas! ¡La tortada y las avellanas para yesca! Y añada su trinidad el baile por la tarde a la puerta del mayordomo, que dura hasta muy entrada la noche; y más, si toca el tamboritero el son que se llama el espantapulgas. ¿Querráme decir su usandísima que de esto se sirve Dios, ni los santos?

10. -De esto no creeré yo que se sirvan mucho -respondió fray Prudencio-, y por lo mismo estoy también mal con ello. Pero si el tío Bastián conoce que las mayordomías y las cofradías se vienen a reducir a esas borracheras, ¿para qué entra en ellas?

-¿Para qué entra en ellas? ¡Güena pregunta! Bien se conoce que su ausencia está metido allá con sus libros, y no sabe lo que pasa en el mundo. Padre nuestro, en los lugares es preciso entrar en todas las cofradías, porque es preciso, y no digo más; que al güen entendedor, pocas palabras. Juera de esta razón, que pesa un quintal, viene un flaire y pondera tanto las undulgencias de una cofradía, viene otro y perdica tantas cosas sobre los suflagios que hace la otra por sus defuntos, que si un hombre no los cree, le llevan qué sé yo adónde; y si los cree y no lo hace, le tienen por judío.

11. -Pero aunque entre en las cofradías -replicó fray Prudencio-, no le pueden obligar a que sea mayordomo.

-¿No me pueden obligar? -respondió el tío Borrego-. Si usa caridad no sabe más de tulugía que de cofradías, no trueco mi cencia por toda la suya. ¿Qué razón habrá divina ni humana para que, habiendo yo bebido el vino y comido el turrón de los demás cofrades, no beban y coman ellos el mío? Amén de eso, si entro a la parte en los suflagios y en las undulgencias, también tengo a entrar en los gastos. Pues, ¿qué? ¿No hay más que entrar uno cofrade, morir bien o mal, como Dios le ayudase, irse al pulgatorio y salir luego de él de mogollón y, como dicen, de bóbilis bóbilis, sin que le cueste tanto como a cualquiera otro probe? A buen bocado, buen grito; lo que mucho vale, mucho cuesta; donde las dan, las toman; y donde no las toman, no las dan.

12. -Pero si el cofrade se va al infierno -replicó el padre maestro-, ¿de qué le sirven los sufragios ni las indulgencias?

-Ahora sí -respondió el tío Bastián- que su eternidad muy reverenda dio en el punto, y se conoce que es tiólogo. Sin serlo yo, he puesto esa enfecultá a muchos padres perdicadores, y en verdad que no han sabido desenredarse bien de ella. Las cofradías que se reducen todas a suflagios y a undulgencias, sólo sirven para los que están en gracia; mas para ponerse en ella no sirven, sino que sea por muchos arrudeos. Pues aquí de Dios y del rey, digo yo ahora. ¡Cuánto más valen aquellas cofradías que llaman conjuraciones!

-Congregaciones querrá decir, tío Bastián -le interrumpió fray Prudencio.

-Su usandísima no repare en venablos, o en vucablos -prosiguió Bastián Borrego-; que entendiéndonos, nos entendemos, y cada probe estornuda como Dios le ayuda. Digo que ¡cuánto más valen aquellas conjuraciones, o congrigaciones, o lo que jueren, que obrigan a escobijar la conciencia confesando y comulgando a menudo, como si dijéramos cada mes o los días de las fiestas recias; que dan regras para vivir un cristiano honradamente, en las cuales no hay mayordomías ni estos embelecos o dimonios de caridades; y que, en fin, son medios para librarle a un hombre del infierno; que las otras que lo más más a que tiran es a sacarle a uno del pulgatorio! A eso digo yo, padre nuestro, que una vez metido en el pulgatorio, tarde o templano yo saldré de él; pero in Enferno mula es enrentio, y en verdá que no me han de sacar de él los oficios de Ánimas que hace la cofradía por los cofrades enfuntos.

13. Grandísimo gusto le daba al bueno del padre maestro la conversación del tío Bastián, porque en medio de sus charras explicaderas, descubría que era hombre de humor y de entendimiento. Así pues, deseoso de oírle hablar más, le preguntó quién había fundado en Jaca la Chica, o en Jacarilla, la Cofradía de Santa Orosia, porque le parecía cosa extraordinaria; puesto que aunque había visto muchas Cofradías del Sacramento, de las Ánimas, de San Roque y de San Blas y de algunos otros santos, pero que de Santa Orosia nunca la había visto ni oído, atento a que esta santa, aunque tan grande, era poco conocida en Castilla.

-A eso responderé, esentísimo padre -dijo el tío Bastián y a este tiempo tomó un polvo de la caja que a tal punto abrió el padre maestro-, que en cada villa su maravilla, y cada ladrón tiene su santo de devoción. El cura de mi lugar es aragonés, nacido y bautizado en la zuidá de Jaca, que dicen está allá junto a tierra de moros; y de camino quiero que sepa su ausencia que no quiere que le llamemos señor Guillén (que éste es el apellido de su alcurnia), sino mosén Guillén, porque diz c'así s'usa en su tierra; y al emprencipio, cierto que todos nos ríamos muchísimo, porque esto de mosén nos olía a cosa de Moisés.

-No -le interrumpió el padre maestro-; es voz muy antigua de la lengua castellana, tomada de la arábiga, para explicar mi señor, y se ha conservado en Aragón como por distintivo y mayor respeto de los señores sacerdotes.

-Pues este tal cura -prosiguió el tío Borrego- es un santo (¡así lo juera yo delante de la cara de Dios!); y porque diz que en la zuidá de Jaca, donde él nació, tienen grandísima devoción con Santa Orosia, que es su patrona, él también se la tiene; y como mi lugar se llama Jaca la Chica, nos perdicó en un sermón (¡Válgame Dios! ¡Y qué sermón nos perdicó!) que sería güeno que tuviese la misma patrona que Jaca la Grande, porque Dios y los santos no reparan en estaturas; y para esto me acuerdo que trajo allá un tiesto de Isabel cuando unció por rey a David.

-Samuel diría el cura -interrumpió el maestro Prudencio.

-Samuel o Isabel, que para lo de Dios todo es uno -prosiguió el tío Borrego-; a quien dijo su Majestá que no mirase en su estatura, si era grande o chica; y luego lo dijo en latín tan craro y tan clavado, que lo entendió hasta la mi Coneja, que así se llama mi mujer, Bartola Conejo, para servir a Dios y a su eternidad. En fin, tantas y tales cosas nos dijo de la groriosa Santa, que se juntó aquel mismo día el concejo, y allí encontinenti votamos todos que había de ser patrona del lugar; y de más a más fundamos una cofradía, en que entraron casi todos los vecinos; y, por fin y por postre, hicimos todos obligación ante el fiel de fechos de hacer todos los años a la bendita Santa una fiesta que, déjelo, señor, no la hay más célebre en toda la redonda. Y como digo, cada mayordomo se esmera en traer el perdicador más famoso de toda la tierra; y ansí en los tres años cá que se fundó la cofradía, el primero perdicó un padre enfinidor que se perdía de vista; el sigundo, uno de estos padres gordos que se llaman... que se llaman... ¡válate Dios! ¿cómo se llaman?... se llaman padres... padres... es ansina una cosa a manera de gubilete.

-Padres jubilados -dijo el maestro Prudencio.

-Sí, un padre jibalado -continuó el tío Borrego-, y en verdá que era una águila. Y este año, que es el tercero, y a mí me ha tocado ser mayordomo, luego puse los ojos en nuestro padre fray Bras; porque desde que le oí el sermón de San Benito del Otero en Cevico de la Torre, al memento le eché el ojo y dije acá para mi sayo: Ya te veo que eres garza, y como yo sirva alguna cofradía, no se me escapará este pájaro.

14. A este tiempo entró el granjero con la comida; y ya le pesaba al maestro Prudencio haberle dado tanta prisa para que los despachase, porque iba tomando gran gusto a la conversación del tío Bastián. No obstante, como le hacían mayor fuerza los inconvenientes que temía de que el predicador mayor y fray Gerundio hablasen a solas y despacio, llevó adelante su primera idea de que comiesen presto y despedir a los huéspedes luego que comiesen. Y así dio orden al lego para que, mientras ellos tomaban un bocado, echase un pienso a las caballerías.

15. Durante la comida, preguntó el padre maestro al tío Borrego cómo se entendían los predicadores para predicar de una santa de quien había tan pocas noticias en Castilla.

-A eso, padre nuestro -respondió el tío Bastián-, ya nuestro cura da providencia; porque ha de saber su excelentísima que le unviaron de Jaca un rimero de sermones como así -y levantó la mano derecha como media vara-, todos imprimidos, que es un pasmo. Parece a ser que estos sermones todos son ejemprales, o como se llaman, de uno que compuso un flaire a la señora Santa Orosia para perdicarle en la zuidá de Jaca, y que al cabo no le perdicó no sé allá por qué tracamundanas y correveidiles que dubió de haber habido. En fin, el flaire, que dicen era hombre encercunstanciado y de los más guapos perdicadores que habían en aquellas tierras, aunque no perdicó el sermón, le emprimió. Y porque tiene grande amistad con el señor cura, le unvió el rimero que dije; y el señor cura, luego que sale mayordomo de la cofradía, le da un enjemprar para que se lo entregue al perdicador que nombrare y le sirva, como dicen, de pautero. Pero a la salú de suausencia, esentísimo padre, y mojemos la palabra -y echose a pechos un vaso de a cuartillo.

16. -Buen provecho, tío Bastián -respondió el maestro Prudencio, y continuó diciendo-: Sin duda que ese sermón debe ser muy especial, y que traerá grandes noticias de Santa Orosia.

-Yo, padre nuestro -prosiguió el buen Borrego, limpiándose los bigotes y relamiéndose el trago-, soy un probe simpre que no sé leer ni escrebir, y no lo entiendo; pero un hijo mío, que es un lince, pues no tiene más que dieciocho años y ya anda por proceso, nos le leyó una noche a la mi Coneja y a mí, y nos pareció que decía unas cosas muy hondas. Ello es empusible de Dios que no sea uno de los más estupendísimos sermones que se han perdicado en el mundo; porque, vea usa trinidad, ¡sobre que anda de letra de molde y se ha empremido! Pero si su caridá gusta de leerle, deje; que yo pediré uno a mosén Guillén, y se le traeré cuando güelva a dejar en su convento a nuestro padre perdicador mayor.

17. -No es menester -replicó fray Blas-; que yo daré a vuestra paternidad el que me presentó el señor mayordomo, que ahí le traigo en la alforja, porque me embelesa tanto su lectura, que no acierto a dejarle de la mano, y de puro leerle casi le he aprendido de memoria. Es de los grandes sermones que he leído en mi vida.

-¿Y toca todas las circunstancias? -preguntó entonces fray Gerundio.

-Déjame echar un trago a la salud de nuestro padre maestro, y después te responderé.

Bebió fray Blas otro vaso de vino, que estaba a nivel con el de su mayordomo, limpiose con sosiego y con autoridad, y prosiguió diciendo:

-¿Qué llama si toca todas las circunstancias? No deja una que no toque; pero ¿cómo? Toca el sitio donde está fabricada la iglesia de Jaca; toca su escudo de armas; toca el del señor obispo que era a la sazón; toca el número de los regidores de la ciudad; toca el de las mujeres que en otro tiempo la defendieron contra los moros; y aunque es verdad que ninguno oyó el sermón, porque no se predicó, pero como le compuso para que le oyesen, toca el número sin número de los que pudieran oírle; y, finalmente, toca hasta el de los que llevaban el palio, que eran ocho. Y todo esto con unos textos, tan oportunos, tan adecuados y tan literales, que no hay más que pedir, y parecía imposible que ingenio mortal pudiese llegar a tanto. ¡Esto es predicar, o esto es componer sermones! Que todo lo demás es paja.

Y casi fuera de sí, dio una palmada en la mesa, tan recia, que faltó poco para que vasos, salvillas y jarro diesen en tierra; y lo que es el jarro, asegura un autor fidedigno que hubiera caído al suelo, a no haberse abrazado prontamente con él, al tiempo de volcarse, el vigilantísimo Sebastián Borrego.

18. Siglos se le hacían al bendito fray Gerundio los instantes que tardaba en leer un sermón que ponderaba tanto un hombre como el padre fray Blas, a quien él tenía por el mayor espantapueblos que conocían los púlpitos de aquel siglo. Reventando estaba por pedírsele, y ya tenía en el borde de los labios las palabras cuando le contuvo el respeto del padre maestro, a quien ya el otro se le había ofrecido. Y también fue parte para detenerle un poco de miedo que le había cobrado, hasta saber qué dictamen formaba del tal sermón su paternidad; y más, que le notó no sé qué gestos displicentes mientras fray Blas estaba ponderando el primor y la menudencia con que se tocaban en él todas las circunstancias.

19. Con efecto: al machucho del padre maestro fray Prudencio le había disonado tanto esto, que prorrumpió diciendo:

-Acepto el sermón que me ofrece el padre predicador, no más que para divertirme con él y compadecerme del que le compuso; pues por lo demás, supuesto lo que el padre predicador dice, no necesito leerle para juzgar desde luego que será un tejido de despropósitos, de disparates y de puerilidades, sin que tenga de sermón más que el título y el tema. ¡Sermones de circunstancias, y de tales circunstancias! No se ha inventado locura mayor, más torpe, más indigna de la cátedra del Espíritu Santo, ni que más acredite la mala cabeza del predicador, el depravado gusto de los oyentes y la lastimosa ignorancia que hay en unos y en otros de lo que es verdadera elocuencia. Sólo en España se estila esta vergonzosa necedad; y aun en España no se introdujo hasta más de la mitad del siglo pasado, en que comenzaron a profanar el púlpito con estas ridículas indecencias unos títeres o unos poetuelas en prosa, a quienes la ignorancia del vulgo aclamó por grandes predicadores. No se me señalará ni un solo sermón de estos que se llaman circunstanciados, que sea de data más antigua. Todas las naciones extranjeras hacen una gran burla de nosotros (y lo peor del caso es que la tenemos bien merecida) por esta impertinente, loca y pueril extravagancia.

20. »¡Sermón de circunstancias! Pues, ¿acaso hay otra circunstancia en el sermón que la de predicar del santo del misterio, o del asunto de que se habla? ¿Qué conexión tiene con las virtudes de Santa Orosia que la catedral de Jaca esté en este sitio ni en el otro, y se llame así o asá? ¿Que las armas del obispo sean un león o un avestruz? ¿Que la iglesia catedral tenga por escudo dos llaves con dos puertas, o dos arcas sin cerradura? ¿Que los regidores sean nueve, o sean veinte? ¿Que lleven el palio ocho, ni ochenta? Y finalmente, ¿qué arte ni parte tuvo Santa Orosia, ni qué gloria se la sigue, de que las mujeres jaquetanas hubiesen defendido la ciudad contra los moros, cuando esta hazaña sucedió muchos años antes que hubiese Santa Orosia en el mundo? ¿Conduce nada de esto para formar un gran concepto del mérito de la Santa, una gran idea de su poder, una viva confianza en su protección, ni para alentar a la imitación de sus heroicas virtudes, que es o debe ser todo el empeño de los sermones panegíricos?

21. »Los maestros de la elocuencia sagrada, ni aun profana, ¿usaron jamás estas impertinencias? ¿Hállase por ventura ni un remoto rasgo de ellas en los sermones, en las homilías, en los panegíricos de los Santos Padres? ¿Cicerón y Quintiliano hicieron nunca asunto de semejantes bagatelas? Si un abogado se introdujese en estrados públicos a hablar en un pleito, haciendo circunstancia de las armas del presidente, de los escudos de los jueces, del dosel de la sala, del artesonado de la pieza y de otras necedades semejantes, ¿habría paciencia para dejarle acabar su arenga? ¿Y no dispondrían luego que fuese a concluirla a los orates? Pues aquí de Dios y de la razón. ¿Cómo se sufre esto en los predicadores? ¿Cómo no se convierten en silbos los elogios? ¿Y cómo no vuelan contra ellos los sombreros y las monteras, a falta de tronchos? Pero esto era para más despacio, y tampoco es para aquí. Ahora, pues ustedes han acabado ya de comer y tienen que andar cinco leguas hasta Jacarilla, fray Gregorio, saca las caballerías; fray Blas, déjeme ese sermón para entretenerme; y no hay que perder tiempo, que se va haciendo tarde.

22. Por mal de sus pecados, al querer levantarse de la mesa el bueno del mayordomo, no pudo; porque le pesaba más la cabeza que lo restante del cuerpo. Era el caso que, mientras el celoso fray Prudencio había estado tan enardecido predicando contra los predicadores que perdían neciamente el tiempo en hacerse cargo de ridículas circunstancias, el tío Bastián no le había perdido, y menudeando los tragos, que todos eran de a folio, el vino hizo su oficio; y cuando quiso ponerse en pie, cayó entre la mesa y el banco, teniendo la desgracia de tropezar con la cabeza en la esquina de éste, y se hizo una herida que parecía una espita. No hubo más remedio que aplicarle una estopada, llevarle entre cuatro mozos de la labranza a la cama, y darle tiempo hasta el día siguiente para que volviese del rapto.

23. Mucho sintió este accidente el maestro Prudencio, porque ya era preciso que a lo menos aquella tarde estuviesen juntos el predicador y fray Gerundio; y temía que aquél echase a perder lo que juzgaba había adelantado por la mañana. Viendo que ya no tenía otro remedio, propuso en su ánimo no dejarlos ni un instante solos. Y cuando estaba trazando el modo de tenerlos entretenidos, el mal dimoño, que no duerme, dispuso que en aquel instante viniese a visitarle el arcipreste del partido, que era cura de un lugar poco distante de la granja; y, después de hechos los primeros cumplidos, dijo que, con licencia de aquellos padres, traía algunos casos que consultar en secreto con su reverendísima.




ArribaAbajoCapítulo II

Sálense a pasear Fray Blas y Fray Gerundio, y de las ridículas reglas para predicar que le dio aquél con todos sus cinco sentidos


Ellos, que no deseaban otra cosa, sin aguardar a más razones, toman los báculos y los sombreros y sálense solos al campo, bien resueltos a no volver a la Granja hasta muy entrada la noche. Quiso ante todas cosas el predicador mayor leer luego a su querido sabatino el sermón que había de predicar a Santa Orosia y le llevaba en el pecho, entre el coletillo y la saya del hábito, asegurándole que era de los sermones más a su gusto que había compuesto hasta entonces. Pero fray Gerundio le dijo que para leer el sermón ya habría tiempo, y que en aquella tarde tenía mil cosas que decirle, las cuales no querría que se le olvidasen; especialmente que como la ocasión es calva, era menester cogerla por los cabellos, pues acaso no pillarían otra semejante en mucho tiempo. Espetole toda la conversación que había tenido por la mañana con el padre maestro: lo que le había dicho acerca de las facultades en que debía estar por lo menos medianamente instruido todo buen orador; la necesaria lectura de los Santos Padres y, a falta de ésta, el modo de suplirla con la lección atenta de buenos y escogidos sermonarios, los que determinadamente le había señalado que eran los de Santo Tomás de Villanueva, fray Luis de Granada y el padre Vieira; y, finalmente, las reglas que a petición suya había ofrecido darle para predicar bien todo género de sermones.

2. -¿Y a ti qué te pareció de todo lo que te dijo ese santo viejo? -le preguntó fray Blas.

-¿Qué quiere usted que me pareciese? -le respondió fray Gerundio-. Que todos los viejos saben a la pez, y que, en fin, los viejos no dicen más que vejeces.

-Ahora bien -le replicó fray Blas-, excusemos de razones, porque contra experiencia no hay razón; y para que veas cuán sin ella habla ese santo hombre, oye un argumento sencillo pero convincente. Yo no he estudiado ninguna de esas facultades que te dijo eran necesarias para ser uno buen predicador. Yo no he leído de los Santos Padres más que lo que encuentro de ellos en las lecciones del Breviario y en los sermones sueltos que se me vienen a las manos, o en los sermonarios de que uso. Yo no sé que haya visto, ni aun por el pergamino, los sermones de Santo Tomás de Villanueva. Por lo que toca a los de fray Luis de Granada, lléveme el diablo si en mi vida he leído ni siquiera un renglón. Y sólo de Vieira he leído algunos sermones, porque me gustan mucho sus agudezas. Siendo esto así, te pregunto ahora: ¿parécete en Dios y en tu conciencia que predico yo decentemente?

-¿Qué llama decentemente? -replicó con viveza fray Gerundio-. Yo en mi vida he oído ni espero oír a otro predicador semejante.

-Luego para predicar bien - concluyó fray Blas- no es menester nada de eso que te quiso encajar el antaño de fray Prudencio.

3. -El argumento no tiene respuesta -dijo el candidísimo fray Gerundio-, y así desde ahora le doy a usted palabra de no hacer caso de todo cuanto me diga. Mi guía, mi ayo, mi maestro y, como dicen, mi padrino de púlpito ha de ser usted. Sus consejos han de ser mis oráculos, sus lecciones mis preceptos, y no me apartaré un punto de lo que usted me enseñare. Así, pues, ya que la tarde es larga y la ocasión no puede ser más a pedir de boca, deme usted algunas reglas claras, breves y perceptibles, de manera que yo las pueda conservar en la memoria, para componer bien todo género de sermones; porque aunque muchas veces hemos hablado, ya de este, ya de aquel punto tocante a la materia, pero nunca le hemos tratado seguidamente y, como dicen, por principios.

-Soy contento -respondió el predicador-, y óyeme con atención, sin interrumpirme.

4. »Primera regla: elección de libros. Todo buen predicador ha de tener en la celda, o a lo menos en la librería del convento, los libros siguientes: Biblia, Concordancias; poliantea, o el Theatrum vitae humanae de Beyerlinck; Teatro de los dioses, los Fastos de Masculo, o el Calendario étnico de Mafejan; la Mitología de Natal Cómite, Aulo Gelio, el Mundo simbólico de Picinelo y, sobre todo, los poetas Virgilio, Ovidio, Marcial, Catulo y Horacio. De sermonarios no ha menester más que el Florilogio sacro, cuyo autor ya sabes quién es, porque en ése solo tiene una India.

5. »Segunda regla...

-Tenga usted -le interrumpió fray Gerundio-. ¿Y no será bueno añadir algún expositor o Santo Padre?

-No seas simple -le respondió fray Blas-; para nada son menester. Cuando quieras apoyar algún concepto o pensamientillo tuyo con autoridad de algún Santo Padre, di que así lo dijo el Águila de los Doctores, así la Boca de Oro, así el Panal de Milán, así el Oráculo de Seleucia. Y pon en boca de San Agustín, de San Juan Crisóstomo, de San Ambrosio o de San Basilio lo que te pareciere; lo primero, porque ninguno ha de ir a cotejar la cita; y lo segundo, porque aunque a los Santos Padres no los hubiese pasado por el pensamiento decir lo que tú dices, pudo pasarlos. Por lo que toca a los expositores, no hagas caso de ellos, y expón tú la Escritura como te diere la gana, o como te viniere más a cuento; porque tanta autoridad tienes tú como ellos para interpretarla. Que Cornelio diga esto, que diga lo otro Barradas, que Maldonado piense así, ni que el Abulense discurra asá, ¿a ti qué te importa? Cada cual tiene sus dos deditos de frente, como el Señor le ha deparado. Y en fin, porque me hago cargo de que para parecer hombre leído y escriturado es menester citar a muchos expositores, no te quito que los cites cuando te diere la gana, antes te aconsejo que los cites a puñados; pero para citarlos no es necesario leerlos, y haz con ellos lo que te dije que hicieses con los Santos Padres. Prohíjales lo que quisieres, teniendo gran cuidado de que el latín no salga con solecismos; y por mí la cuenta, si te lo conocieren en la cara. Un solo expositor te aconsejo que tengas siempre a la mano: éste es el Silveira, porque es cosa admirable para un apuro; y si se te antojare probar que la noche es día y que lo blanco es negro, harto será que no encuentres en él con qué apoyarlo.

6. »Tercera regla: El título o asunto del sermón sea siempre de chiste, o por lo retumbante, o por lo cómico, o por lo facultativo, o por algún retruecanillo. Pondrete algunos ejemplares para que me entiendas mejor: Triunfo amoroso, sacro himeneo, epitalamio festivo, etc., sermón que se predicó a la profesión de cierta religiosa; por señas que en el primer punto la hizo ciervo, y en el segundo león, dos animales que se registran en el escudo de su familia. ¡Éstos son títulos, éstos son asuntos y ésta es inventiva! Si en el blasón de la señorita hubiera un hipogrifo, ni más ni menos le hubiera acomodado el predicador a su profesión religiosa; porque los hombres de ingenio son los verdaderos químicos que de todo sacan preciosidades. Oye otros tres admirables títulos, por términos contrarios: Parentación dolorosa, oración fúnebre, epicedio triste, en las exequias de otra religiosa de grande esfera; y aunque el orador no tomó asunto determinado, sino historiar poéticamente la vida de su excelentísima heroína, lo hizo tan conforme a las reglas del arte, que en la frase jamás se apartó de él, en la cadencia apenas le pierde de vista, y tal vez le sigue exactamente hasta en la misma asonancia. Escucha, por Dios, cómo da principio al cuerpo de la oración, y pásmate si no te quieres calificar de tronco: «Adiós, celeste coro; adiós, lirios seráficos; adiós, amadas hijas; adiós, cisnes sagrados». ¿Qué la falta a esta cláusula para ser una perfecta redondilla de romance ordinario, sino haber hecho esdrújulo el último pie del postrer verso, como lo pudo hacer fácilmente el reverendísimo orador diciendo adiós, cisnes extáticos? En verdad que nada le costaría, como nada le costó la otra perfectísima redondilla de romance que se sigue pocos renglones más abajo: «Querida esposa, ¿a qué aguardas? Bella mujer, ¿a qué esperas? Sal de esa caduca vida y ven a lograr la eterna».

7. »Bien sé que algunos monos condenan mucho en la prosa esta especie de cadencia, y mucho más cuando se junta la asonancia, queriendo persuadirnos que tanto disuena el verso en la prosa como la prosa en el verso. Citan para eso, entre otros muchos, a no sé qué Longino, autor allá del siglo de oro que trata de pueriles, de insensatos y aun de rudos a los que usan de este estilo: Puerile est, imo tardi rudisque ingenii solutam orationem inamoena versus harmonia contexere. Pero, ¿qué importa que lo diga Longino? ¿Ni qué caso hemos de hacer de un hombre que acaso sería tercero o cuarto nieto del que dio la lanzada a Cristo? Fuera de que Longino escribió en griego, y los que le tradujeron en latín y en francés le pudieron haber levantado mil testimonios. Finalmente, lo que a todo el mundo suena bien, ¿por qué ha de ser disonante? Pero vamos prosiguiendo con los títulos y asuntos de sermones.

8. »Mujer, llora y vencerás, sermón a las lágrimas de la Magdalena. ¿Qué cosa más divina que haber acertado a representar el amargo llanto de la mujer más penitente con el título y aun con los amatorios lances de una de las comedias más profanas? Estos primorcillos no se hicieron para ingenios ramplones y de cuatro suelas. El Lazarillo de Tormes, sermón predicado en la domínica cuarta de Cuaresma, llamada comúnmente de Lázaro, a cierta comunidad religiosa; en el cual apenas hay travesura, enredo, ratería ni truhanada de aquel famoso pillo, o idea fingida de un famoso salteador de figones y malcocinados, que no se acomode con inimitable propiedad a la resurrección de Lázaro, de la que hizo asunto el predicador, dejando el propio de la domínica y predicando sólo del nombre que se daba a aquella semana. Lo máximo en lo mínimo, sermón predicado a San Francisco de Paula, sin salir de este oportuno retruecanillo que parecía nacido para el intento.

9. »El particular in essendo, y universal in praedicando, sermón famoso al célebre confalón de cierta ciudad, que es el lydius lapis de los predicadores de rumbo; y los sermones suelen ser unas bellas corridas de toros, ingeniosamente representadas desde el púlpito, sacando a plaza todos cuantos toros, novillos, bueyes y vacas pacen en los campos de las Letras Sagradas y profanas, y convirtiéndose el estandarte o bandera del confalón en banderilla, que comúnmente clava el auditorio al predicador, «porque no ha dado en el chiste». En fin, porque ya me voy dilatando demasiado en esta regla, si quieres tú dar en el chiste de los asuntos, no tienes más que imitar los del celebérrimo Florilogio sacro, que debe ser tu pauta para todo. Allí encontrarás los siguientes: Gozo del padecer en el padecer del gozar, a los dolores gozosos de la Virgen; Real estado de la razón contra la quimérica razón de estado, Viernes de Enemigos; Luz de las tinieblas en las tinieblas de la luz, al Santísimo Sacramento; Dicha de la desgracia en la desgracia de la dicha, al entierro de los huesos de los difuntos; y así de casi todos los asuntos de aquel nunca bastantemente alabado ingenio y verdaderamente monstruo de predicadores. Si algún hombre de genio melancólico, indigesto y cetrino quisiere persuadirte, como muchos han intentado persuadírmelo a mí, que esta especie de asuntos o de títulos, sobre no tener sal, gracia, agudeza ni rastro de verdadera ingeniosidad, son pueriles, alocados y muy ajenos de la seriedad, gravedad y majestad con que se deben tratar todas las materias en el púlpito, nunca te metas a disputar con ellos. Déjalos que abunden en su opinión, hazlos una grande cortesía y sigue tú la tuya. Porque, aun dado caso que ellos tengan razón, los que la conocen son cuatro, y los que se pagan mucho de estos sonsonetes, epítetos cómicos, antítesis y bocanadas son cuatrocientos mil.

10. »Cuarta regla: Sea siempre el estilo crespo, hinchado, erizado de latín o de griego, altisonante y, si pudiere ser, cadencioso. Huye cuanto pudieres de voces vulgares y comunes, aunque sean propias; porque si el predicador habla desde más alto y en voz alta, es razón que también sean altas las expresiones. Insigne modelo tienes en el autor del famoso Florilogio, y sólo con estudiar bien sus frases harás un estilo que aturrulle y atolondre a tus auditorios. Al silencio llámale taciturnidades del labio; al alabar, panegirizar; al ver, atingencia visual de los objetos;nunca digas habitación, que lo dice cualquier payo, di habitáculo y déjalo por mi cuenta; existir es vulgaridad, existencial naturaleza es cosa grande. Que la culpa original se deriva por el pecado, a cada paso lo oímos; pero que se traduce por el fomes del pecado, si no fuere más sonoro, a lo menos es más latino y más oscuro; y acaso no faltará algún tonto que juzgue que el primer pecado se cometió en hebreo, y que un escritor o literato llamado Fomes le tradujo en castellano. Algún escrupulillo tengo de que la proposición (salvo la hermosura de las frases) es disparatada; porque la culpa no se deriva, o no se traduce, por el pecado, sino por la naturaleza que quedó infecta con él. Pero al fin, la verdad de esto quédese en su lugar; porque, como soy poco teólogo, no me quiero meter en lo que no entiendo.

11. »Guárdate bien de decir nunca la vara de Aarón, porque juzgarán que es la vara de algún alcalde de aldea; en diciendo la aaronítica vara, se concibe una vara de las Indias, y se eleva la imaginación, Cecuciente naturaleza, es claro que suena mejor que naturaleza corta de vista, porque esta última expresión parece que está pidiendo de limosna unos anteojos de vista cansada. Sobre todo, ígnitas aras del deseo, por deseo ardiente y encendido, es locución que embelesa. Basten estas verbigracias para que sepas las frases que has de estudiar, o a lo menos imitar, en el Florilogio sacro, y con esto sólo harás un estilo cultísimo por el camino más fácil. Para que comprehendas mejor qué cosa tan bella es ésta, oye una cláusula en el mismo estilo, formada casi solamente de los propios términos: «Cuando la cecuciente naturaleza, superando los ígnitos singultos del deseo, erumpe del materno habitáculo y presenta su existencial ser a las atingencias visuales, aunque con la labe original traducida por el fomes, los circunstantes se erigen, cual aaronítica vara, ansiosos de conspicirla». Dígote de verdad que un sermón en este estilo, no hay oro en el mundo para pagarle.

12. »Hay otro estilo también muy elevado, aunque por diferente rumbo, el cual no consiste en frases peregrinas o latinizadas, sino en una junta y armoniosa mezcla de voces que, siendo cada una de por sí natural, llana y sencilla, las da la colocación no sé qué aire primoroso que hechiza, suspende y arrebata. Esto mejor se explica con ejemplos. Supongamos que me hubiesen encargado un sermón de honras, y que para explicar mi dolor por la muerte de la persona a quien se dedicaba la oración fúnebre, diese principio a ella de esta manera: «¡Ay de mí! No sé qué siento en el alma: parece que ésta se me arranca, o forcejea por salirse del cuerpo. El corazón quiere seguirla; la garganta se me añuda; la voz no acierta con los labios. A no suplir un precepto la falta del espíritu, no sería posible hablar. Los suspiros se atropellan en la boca; y al salir de tropel, mezclándose con las lágrimas, turban la vista, sin dejarla percibir más que objetos melancólicos y tristes». ¿No te parece que sería ésta una grandísima frialdad, y que a lo menos cualquiera simple vejezuela entendería lo que quería decir? Pues oye cómo explicó este mismo concepto un venerable varón en el exordio de aquella Parentación dolorosa, oración fúnebre y epicedio triste de que te hablé en la segunda regla:

13. »¡Ay de mí! ¡Qué pavor recibe el alma! ¡Qué desmayo el corazón asusta! El alma, fugitiva de sí misma aun de sí misma no acierta a dar noticia; el corazón, saliéndose del pecho, apenas late, porque apenas de esa tumba sólo pulsa; anudada la garganta, es áspero cordel el mismo aliento; desmayada la voz, halla un cariño que las ausencias supla del espíritu, porque se ve animada de un precepto; árbitro éste del babuciente labio, confundiendo los atropellados suspiros del pecho con la copiosa lluvia de los ojos, sólo libres para atormentarse con tristezas». ¿Qué te parece? ¿No es éste un encanto? ¿Y qué importará que el ilustrísimo señor Valero, en aquella su célebre carta pastoral (que no sé cierto por qué la han alabado tanto los hombres más doctos de la monarquía), haga una sangrienta sátira contra el estilo elevado en los sermones, especialmente cuando le usan unos hombres que, por su profesión austera y penitente, y por su traje de mortificación, menosprecio del mundo, mortaja y desengaño, parecía que ni en el púlpito ni fuera de él habían de abrir la boca sino para pronunciar huesos, calaveras, juicio final y fuego eterno? No me acuerdo de sus palabras formales, pero bien sé que son muy semejantes a éstas:

14. »¡Qué es ver subir al púlpito a un predicador amortajado más que vestido con un estrecho saco, ceñido de una soga, de que hasta el mismo tacto huye o se retrae, calado un largo capucho piramidal hasta los ojos, con una prolongada barba salpicada de canas cenicientas, el semblante medio sorbido de aquel penitente bosque, y lo demás pálido, macilento y extenuado al rigor de los ayunos y de las vigilias, los ojos hundidos hacia las concavidades del celebro, como retirándose ellos mismos de los objetos y gritando mudamente: Apartadnos, Señor, de la vanidad del mundo! ¡Qué es ver, digo, a este animado esqueleto en la elevación de un púlpito, asustando con sola su vista aun a los que no son medrosos, proponer el tema del sermón con majestad, arremangar el desnudo brazo, mostrar una denegrida piel sobre el duro hueso hasta el mismo codo, y dar principio al sermón de esta o de semejante manera:

15. »Bizarro propugnáculo de España, célebre colonia latina, idea de cónsules clarísimos y gloria de los pueblos arévacos, ¿qué es esto?... ¿Qué es esto, bella emulación del orbe, jurada reina de los carpentanos montes, en cuya ilustre falda, si la vista de dos profundos valles te ciñe, al murmureo de Eresma, y de clamores te acompaña?... ¿Qué es esto, arco de paz peregrina, donde los ciento y cincuenta y nueve de tu puente son trofeos gloriosos del que ostenta Milán en este día por real, florido iris de su cielo? Et reliqua.

16. »¿No quedaría escandalizado el auditorio -prosigue la sustancia de dicho melancólico prelado- al oír aquel viviente cadáver prorrumpir en unas voces tan pomposas, tan hinchadas, tan floridas; y cuando esperaban escuchar de unos labios emboscados en la espesura de aquella penitente barba, o desengañados que los aterrasen, o inflamados afectos que los encendiesen, hallarse con una relación crespa, sonora, retumbante, la mitad en prosa y la mitad en verso, que no parecería mal en unas tablas? Si saliese al teatro un comediante con su peluca blonda y empolvada, sombrero fino de plumaje, y por cucarda un lazo de diamantes, chupa de riquísima tela, casaca correspondiente a la chupa, medias bordadas de oro, zapatos a la gran moda con dos lazos de brillantes por hebillas, espadín de puño de oro, bastón del mismo puño, camisola y vueltas de París bordadas con exquisito primor; y él de estatura heroica, de semblante grato y señoril, de talle airoso, de bizarra planta, de noble y desembarazado despejo; y, puesto en medio del tablado, componiéndose las vueltas, dando dos golpecillos halagüeños hacia las caídas del peluquín o de la peluca, proporcionando la postura, hecha una airosa cortesía al silencioso concurso, y calado garbosamente el sombrero, rompiese en esta relación:


Ahora, Señor, ahora
que la inexorable Parca
quiere aplicar a mi vida
los filos de su guadaña:
ahora, ahora, Señor,
que, postrado en esta cama,
me siento tal, que no sé
si he de llegar a mañana.

¿Habría bastantes silbos para él en la mosquetería? ¿No agotaría todas las peras, manzanas y tronchos de la cazuela? El alcalde de corte que fuese semanero, ¿no daría pronta providencia para que llevasen a aquel pobre hombre a la casa de la misericordia? Sí. Pues, a mal dar, tan loco es un capuchino que representa en el púlpito, como un comediante que hace misión en el teatro. Y lo mismo se debe entender de cualquiera predicador, sea de la profesión que se fuere; pues el haber puesto el ejemplar en un capuchino es por la especial disonancia que hace esta hojarasca y vana frondosidad en aquel traje». Hasta aquí la sustancia de dicho ilustrísimo; pero, ¿qué sustancia tiene todo esto? El maligno cotejo que hace entre el predicador y el comediante no viene al caso, por más que parezca convincente; porque si en las tablas se representan vidas de santos y autos sacramentales en verso, ¿por qué no se podrán predicar en los púlpitos relaciones y jácaras en prosa? ¡Que me respondan! ¡Que me respondan a esta retorsioncilla!

17. »Otro estilo hay que, sin ser elevado en la expresión, es de gran gusto en el sonsonete; y son pocos los autores que no se alampan por él. Éste es el cadencioso, diga Longino lo que quisiere, y digan lo que se les antojare todos los descendientes por línea recta de los sayones que dieron muerte al Salvador. El estilo cadencioso es de dos maneras: una, cuando la cadencia es de verso, ya lírico, ya heroico; otra, cuando consiste en cierta correspondencia que tiene la segunda parte de la cláusula con la primera, como si la primera acaba en onte, que la segunda concluya en unte; si la caída de una es en irles, la de la otra sea precisamente en arles; si aquélla termina en Tamborlán ésta termine en Matusalén. Los ejemplos te pondrán esto mejor delante de los ojos.

18. »Cadencia de verso lírico. Fuera del divino ejemplar que ya te puse en el famoso sermón intitulado Parentación dolorosa, oración fúnebre, epicedio triste, oye otro sacado de cierto sermón que se predicó con extraordinario aplauso en una catedral donde hervían los hombres doctos, como los garbanzos en olla de potaje, y todo él fue por el mismo estilo, sin perder siquiera pie ni sílaba. «Asustada mi ignorancia..., confuso mi encogimiento..., ni sé si atribuya a dicha..., ni sé si desgracia sea... la que buscó en mi elección... para tanto desempeño... mil asuntos al sonrojo..., mil materiales al susto. Pues si balbuciente el labio..., se esfuerza a articular voces..., es seguro el desacierto: Dat, lingua nesciente, sonos. Y si, abismado en mí mismo..., a impulsos de conocerme..., busco en el silencio asilo..., o es silencio irreverente..., o es sospechoso el silencio: Silentium mihi ignaviae tribuisti. Pero entre estos dos escollos..., tenga paciencia el Escila..., y toléreme el Caribdis...; que por no estrellarme ingrato... en peñas de desatento..., escojo naufragar triste... contra rocas de ignorante». Y así va prosiguiendo sin perderle pizca hasta el mismo quam mihi. No te puedo ponderar cuánto se celebró este sermón: en el mismo templo resonaron mil vítores y vivas, y después hasta las mismas damas compusieron décimas en elogio del predicador. Por merecer esta dicha y por lograr esta gloria, ¿no se pueden llevar en paciencia todas las lanzadas de ese Longino, o Longinos de mis pecados, que tan mal está con este bellísimo estilo?

19. »Cadencia de verso heroico. Un sermón al glorioso San Ignacio de Loyola comienza de esta manera: «Al Marte más sagrado de Cantabria..., al que en las venas del nativo suelo... para morrión, espada, peto y cota... forma encontró y materia inaccesible...; a la bomba, al cañón, al rayo ardiente..., al que nació soldado, mal me explico..., al que nació Alejandro de la gracia... y, desde que dejó el materno albergue..., con una Compañía y con su brazo..., aspiró a conquistar a todo el mundo..., juzgando (y no tan mal) que le sobraba... la mitad de la tropa y mucho aliento...; al grande Ignacio, digo, de Loyola..., reverentes consagran estos cultos... émulos de su fuego sus paisanos», etc. Asegurome uno que se halló presente cuando se predicó este gran sermón, que no obstante de ser inmenso el auditorio, no se oyó en todo él ni siquiera un estornudo. Tanta era la suspensión de los ánimos y el embeleso con que todos le escuchaban. Pues ¿qué caso hemos de hacer de cuatro carcuezos que, porque ellos tengan ya el gusto destituido del calor natural, nos vengan a jerobear la paciencia y a decirnos que este estilo y modo de predicar no es de oradores, sino de orates?

20. »Finalmente, hay cadencia que, sin ser de verso lírico ni heroico, es de correspondencia de períodos; y no hay duda sino que es una belleza. Admirable ejemplo en un sermón predicado con sobrepelliz y bonete a la canonización de San Pío Quinto. Su principio era éste: «Ya, ya sé a quiénes intima fatales sobresaltos, el eco de estos sonoros universales cultos.Ya, ya sé que el apoteosis del Máximo Pontífice Pío Quinto, inquieta, alborota, turba sus erizadas olas al Lepanto. Ya, ya sé que el eco del sonoro clarín del Vaticano, desmaya, estremece, atemoriza el orgulloso corazón del agareno». Y así va prosiguiendo, sin que en todo el sermón (que no es corto) se encuentre media docena de cláusulas que no medien y no terminen en este airosísimo sonsonete. Dime, amigo fray Gerundio: ¿no te embelesan estos diferentes géneros de estilo? ¿No te hechizan? ¿Y no es menester que tengan unos oídos con todo el órgano al revés aquellos a quienes disuenan?

Íbale a responder fray Gerundio a tiempo que llegó a ellos, corriendo y exhalado, un mozo de la granja, diciendo que el padre maestro los llamaba, porque el arcipreste había hecho su visita, acabado su consulta y se había vuelto a su casa.

21. No es ponderable cuánto sintieron uno y otro que se les interrumpiese la conversación, porque había tela cortada para muchas horas. Pero no pudiendo excusarse de acudir al llamamiento de nuestro padre, tuvieron que volverse a la casa, dejando dentellones de la obra para proseguirla en mejor ocasión. No obstante, por el camino, en que no aceleraron mucho el paso, fray Blas volvió a repetir brevemente las mismas lecciones a su discípulo, para que se le imprimiesen en la memoria. Y añadió que todavía tenía que darle otras reglas muy importantes acerca de las partes más esenciales de que se compone un sermón, como de las entradillas, o de los arranques, de las circunstancias en la salutación, que, diga nuestro padre, ni un capítulo entero de padres nuestros, lo que se les antojare, son la cosa más necesaria, la más oportuna, la más ingeniosa y la que más acredita a un predicador; del elogio de los otros predicadores, en funciones de octava o fiestas de canonización, cuando han precedido o se han de subseguir otros sermones; del modo de disponer y de guisar estos elogios; de la clave para encontrar en la Sagrada Escritura y en las letras profanas el nombre o el oficio de los mayordomos, y muchas veces todo junto; del uso de la mitología, de las fábulas, de los emblemas y de los poetas antiguos, cosa que ameniza infinitamente una oración; de los asuntos figurados o metafóricos, tomándolos, ya de los planetas, ya de los metales, ya de las plantas, ya de los brutos, ya de los peces, ya de las aves, como, verbigracia: llamar a Cristo en el Sacramento el Sol sin Ocaso, o el Sol que nunca se pone; a San Juan Crisóstomo el Potosí de la Iglesia, aludiendo a las minas del Potosí, y a que Crisóstomo quiere decir Boca de Oro; a Santo Domingo la Canícula en su tiempo, con alusión al perro que le figuró en el seno materno, y a que la fiesta del santo se celebra en la canícula; a Santa Rosa de Lima la Rosa de la Pasión; a San Francisco Javier el Heleutropio sagrado, o el divino Girasol, porque siguió con sus pasos al planeta que, dicen, sigue esta planta con su vista; y así de los demás.

22. -Estas y otras mil cosas tenía que decirte; pero lo que se dilata no se quita, y los mismos sermones que vayas predicando me irán dando oportunidad para decírtelas. Lo que ahora te encargo es que no hagas caso de las maximotas de nuestro padre maestro fray Prudencio, ni de las de otros de su calaña; porque estos hombres tienen tan arrugado el gusto como la piel, y solamente les agradan aquellos sermones que se parecen a los de los teatinos, infierno por delante y Cristo en mano.

Diole palabra fray Gerundio de que no se apartaría un punto de sus consejos, de sus principios y de sus máximas. Y con esto entraron en la granja, donde pasó lo que dirá el capítulo siguiente.




ArribaAbajoCapítulo III

Lee el maestro Prudencio el sermón de santa orosia; da con esta ocasión admirables instrucciones a Fray Gerundio, pero se rompe inútilmente la cabeza


No era tan temprano cuando los dos volvieron a la granja, que no hallasen al maestro Prudencio con el velón encendido, montados los anteojos en la punta de la nariz, con el sermón de Santa Orosia delante de sí, un polvo en una mano, reclinada la cabeza sobre la otra, la caja abierta encima de la mesa, y el gesto un si es no es avinagrado. Y fue así, que como el predicador fray Blas le había dicho que llevaba el sermón de Santa Orosia en las alforjas y se le había ofrecido, él, luego que montó el arcipreste y apenas acabó de rezar maitines y laudes para el día siguiente, cuando, con la licencia de anciano y con la autoridad de padre maestro, registró las alforjas, dio con el tal sermón a poco escrutinio y se puso a leerle. Pero a la primera cláusula fue tal el enfado que le causó, que a no haberle contenido su genio blando y apacible, le hubiera hecho pedazos.

2. Apenas avistó en la sala a los dos paseantes, cuando encarando con fray Blas, le dijo, no sin alguna colerilla:

-Dígame, padre predicador, ¿y es posible que me alabase tanto este sermón de Santa Orosia? Ya por su misma relación sospechaba yo lo que sería, ya me daba el corazón que no había de encontrar en él más que necedades y disparates; pero confieso que nunca creí encontrar tantos. Yo no sé por qué motivo no le predicó el orador; sólo sé que si yo hubiera de dar licencia para predicarle, tarde le predicaría.

-Padre maestro -respondió el predicador entre entonado y desdeñoso-, alabé ese sermón y vuelvo a alabarle, y digo que son pocos todos mis elogios para los que él merece.

-Pues dígame, pecador de mí -le replicó el maestro Prudencio-, ¿no basta la primera cláusula para calificar al autor de un pobre botarate? «Señores, ¿estamos en Jaca, o en la Gloria?» Todo el chiste de esta pueril y ridícula entradilla consiste en que es muy parecida a aquella vulgaridad de chimenea y bodegón: «Señores, ¿estamos aquí, o en Jauja?» Miren por Dios qué arranque tan oportuno para dar principio a una oración sagrada y en un teatro tan serio. Vamos adelante. «Pero, ¿quién duda estamos en la Gloria, estando en Jaca? Porque si el sitio de la Gloria es el cielo, hoy es un cielo este sitio». ¿Puede haber retruecanillos más insulsos, ni paloteado de voces más insustancial?

3. »¿Y cómo probará que la iglesia de Jaca se equivoca con el cielo? Valiéndose de un embrollo de embrollos sin atar ni desatar, y confundiendo el cielo material con la Gloria, como a él le parece que le viene más a cuento. Dice que es un cielo aquella iglesia; lo primero, porque la Gloria se llama Iglesia triunfante, y es iglesia triunfante la de Jaca, porque en el sitio que ocupa se ganó una victoria contra los moros, y desde entonces se llamó el Campo de la Victoria. Por esta cuenta también, la famosa mezquita de Damasco se pudiera llamar mezquita triunfante, pues en ella ganaron los moros una victoria contra los cristianos. ¡Despropósito ridículo, y extravagante acepción de la Iglesia triunfante! Que no se llama así porque hubiese sido campo de batalla ni de victoria de los santos que la componen, sino porque triunfan allí de lo que pelearon acá. Y no ha dejado de caerme en gracia que para probar la trivialísima vulgaridad de que el Cielo se llama Iglesia triunfante, embarra la margen con una prolija cita de Silveira notando el tomo, el libro, el capítulo, la exposición y el número; muy parecido al otro tontarrón de predicador que decía: «Humilitas llamó profundamente mi padre San Bernardo a la humildad, como lo puede notar el curioso en sus Libros de consideración al papa Eugenio».

4. »La segunda prueba de que la Iglesia de Jaca es un cielo, es porque el Sol es presidente del cielo, al Sol le llaman Mitra los persas, el domicilio del Sol es el signo de León, y el señor obispo de Jaca tiene mitra y un león por escudo de armas. Por esta regla, más cielos hay de tejas abajo que de tejas arriba; porque de tejas arriba sólo se cuentan once, y acá podremos contar más de once mil, siendo cosa averiguada que todas las iglesias catedrales tienen obispo, todos los obispos tienen mitra, y si el persa llama Mitra al Sol, tenemos acá abajo tantos soles como obispos y tantos cielos como iglesias catedrales. Vamos claros; que la prueba es ingeniosa, sutil y terminante. ¡Y qué nos querrá decir el padre doctor predicador en que el signo de León es el domicilio del Sol! Si quiere decir que aquélla es su casa propia o alquilada donde vive de asiento, que eso significa domicilio, es un despropósito de que se reirá cualquiera ventero que tenga en el portal de la venta, junto al papel de la tasa, un miserable almanac. Si le llama domicilio del sol porque este brillante postillón del cielo en su jornada anual hace mansión por algunos días en la venta, o en la casa imaginaria de este signo, para dar cebada de luz a sus caballos, tan domicilio del sol es el signo de Cabra como el signo de León; y cualquiera de los otros once signos, donde descansa este planeta, tiene el mismo derecho para llamarse su domicilio.

5. »Tercera prueba: La iglesia de Jaca es cielo, porque el cielo se llama tiara, y Cartario dice que tiene dos puertas con dos llaves. Las armas de la catedral de Jaca son dos llaves y una tiara. Pues aquí, ¿qué tenemos que hacer para declararla por cielo con autoridad de Cartario? ¡Pobre monigote! Todas las iglesias que no tienen escudo de armas particular, usan el de la Iglesia de Roma, que es una tiara con dos llaves, en significación de su jurisdicción o potestad espiritual y temporal; y para significar dichas iglesias particulares que no tienen otro patrono que al Pontífice, y que son de la comunión católica, apostólica, romana. Pues hétele que por esta razón tanto derecho tiene a ser cielo la más pobre iglesia rural como la catedral de Jaca, y queda muy lucido el padre doctor con su impertinente cita de Cartario. Pero donde está más donoso es en las otras tres razones de congruencia que añade, para que la iglesia de Jaca tenga las mismas armas que la de San Pedro en Roma, cabeza de todas las iglesias. Dice que esto será, «o porque ni la cabeza del orbe, Roma, puede gloriarse de mayor nobleza que la insigne catedral de Jaca -hicieron bien en no dejarle predicar este sermón, porque tengo por cierto que sólo por esta proposición aquel ilustre y cuerdo cabildo le hubiera echado el órgano, los perreros y aun los perros-; o porque parece debía estar la cabeza de la Iglesia en Jaca, a no haberla colocado San Pedro en Roma -ya escampa, y llovían necedades-; o porque el cielo, hermosa república de tanto brillante zafiro, es sólo condigna imagen de cabildo tan respetoso». Y suponiendo que su Cartario habla del Cielo formal, que es la Gloria, porque de ésta dice que tiene dos puertas con dos llaves, afirmar que la Gloria sólo es «condigna imagen de la iglesia de Jaca», ¿no merece una coroza y una penca, o a lo menos un birrete colorado?

6. »Déjolo; que no tengo ya paciencia para leer tanta sarta de despropósitos. ¡Y este sermón se imprimió! ¡Y en su elogio se compusieron décimas, octavas y sonetos! ¡Y el buen cura de Jaquetilla o de Jacarilla se le presenta por modelo a los predicadores de Santa Orosia! ¡Y el padre predicador alaba tanto este sermón!

-Lo dicho, dicho, padre maestro -respondió el predicador-: le alabo y le alabaré; porque si todos los sermones se hubieran de examinar con esa prolijidad, y si en ellos se hubiera de reparar en esas menudencias, allá iba a rodar toda la gala y toda la valentía del púlpito.

-¡Qué gala ni qué valentía de mis pecados! -exclamó el maestro Prudencio-. ¿Es gala el decir tantos disparates como palabras? ¿Es valentía el pronunciar a cada paso herejías, blasfemias o necedades? Y dígame, padre fray Blas: ¿qué tiene que hacer nada de esto con las heroicas virtudes de Santa Orosia, con el poder de su patrocinio, ni con la imitación de sus ejemplos, que son los tres únicos fines que puede y debe proponerse en su panegírico un sagrado orador? ¿Qué conducirá para la grandeza de la santa que el Sol entre por el mes de junio en el signo de Cáncer, ni que este signo se componga de nueve estrellas, las cuales, en sentir de nuestro reverendísimo orador, representan los nueve senadores o los nueve regidores que constituyen el ayuntamiento de aquella ilustrísima ciudad? ¿Y qué sabemos si ésta se dará por ofendida de que para su elogio hubiese buscado un símbolo encancerado, que cierto la hace poquísima merced? ¿Y qué tendrá que ver el martirio de Santa Orosia con que en las estrellas haiga machos y hembras, disparate de a quintal de que debiera reírse el padre maestro, aunque le leyera en todos los libros de la Biblioteca Bizantina, cuanto más en las tautologías de Villarroel, y no traerle a colación en el púlpito, para que el auditorio imaginase que las estrellas procreaban y propagaban por vía de generación?

7. -Padre maestro -replicó el predicador fray Blas-, hágase vuestra paternidad cargo de que todo eso se dice en la salutación, la cual se destina únicamente para tocar las circunstancias, y no tiene conexión con el cuerpo del sermón, que es donde corresponde el elogio del santo o de la santa.

-Téngase, padre predicador -repuso con alguna viveza el maestro Prudencio-; eso es decir que la cabeza no ha de tener conexión con el cuerpo, que el principio no la ha de tener con el medio ni con el fin, y que el cimiento ha de ir por un lado y el edificio por otro. ¿La salutación es parte del sermón, o no lo es? Si no lo es, ¿para qué se gasta el tiempo en ella? Si lo es, ¿por qué no ha de tener conexión, orden y trabazón con todo lo demás? ¿Y en dónde ha leído el padre predicador que la salutación o el exordio de los sermones se hizo para lisonjear a los cabildos, para disparatar a costa de los mayordomos, para engaitar a los auditorios, para pasearse por los retablos, para correr toros y novillos, para tocar el son a las danzas y para otras mil necedades e impertinencias como éstas de que se ven atestadas las más de las salutaciones?

8. -Yo no sé, padre maestro, si lo he leído o no lo he leído -respondió el satisfechísimo fray Blas-. Sólo sé que lo que se usa no se excusa, que ése es el estilo general de España, y que a los oradores se nos encarga estar al uso, según aquella reglecita que saben hasta los niños: Orator patriae doctum ne spreverit usum.

-Bien se conoce -replicó el maestro- que el padre predicador entiende todas las cosas no más que por el sonido, y de esa manera no es de admirar que forme tan extrañas ideas de ellas. Lo primero, esa regla no se hizo para los que llamamos oradores o predicadores, sino para aquellos que hablan o pronuncian el latín en prosa, la cual se llama oración, para distinguirla del verso. A éstos se les previene que cuando encontraren algún acento que en verso no tiene cantidad fija o determinada de breve o larga, sino que unas veces se pronuncia largo y otras breve, en prosa le pronuncien siempre como acostumbran los inteligentes y eruditos de su país, y que no presuman hacerse singulares despreciando esa costumbre. Lo segundo, aunque la regla hablara con los que llamamos oradores, que son los predicadores, tampoco favorecería su intento; porque no dice o encarga que el predicador siga y no desprecie cualquiera uso, sino el uso docto: doctum ne spreverit usum, esto es, el arreglado, el puesto en razón, el que acostumbran los hombres universalmente reputados por doctos y por inteligentes en la facultad. Éste es el que propiamente se llama uso; que los demás son abusos y corruptelas. Pues ahora señáleme un solo orador de España de estos que la gente cuerda tiene por verdaderos oradores y no por orates, de estos que no los buscan para títeres de los púlpitos y para dominguillos de las festividades, de estos que logran y merecen general reputación de hombres sabios, cultos, bien instruidos y circunspectos: señáleme, vuelvo a decir, uno solo de éstos que siga ese mal uso, que no le desprecie, que no le abomine, que no se compadezca de los que le practican y le aplauden, o que no haga burla de los unos y de los otros; y después hablaremos.

9. »Por el contrario, yo estoy pronto a mostrarle muchos sermones impresos y manuscritos de insignes oradores modernos de nuestra España que, habiendo predicado las mismas festividades y con las mismas llamadas circunstancias sobre las cuales bobearon y desbarraron sin tino otros predicadores que los precedieron, ellos, o las despreciaron todas con generosidad, sin tomarlas siquiera en boca, o si las tocaron, fue con un aire de burla y de desprecio, que hizo visible y aun risible a todo el auditorio la ridiculez de esta costumbre. Algunos sermones de éstos tengo en la celda; pero por casualidad traje conmigo uno cuya salutación le he de leer, que quiera que no quiera, y aquí le tengo debajo del atril, porque estaba en ánimo de leérsele a fray Gerundio. El padre predicador debe oírla con particular cariño por lo que se toca en ella de su santo, San Blas, de quien se hace también particular circunstancia. Es la salutación de un sermón que se predicó a la Purificación de Nuestra Señora en el día de San Blas, y en la iglesia de los Niños de la Doctrina de Valladolid, cuya ciudad es su patrona, juntamente con la Real Congregación de la Misericordia. Todas estas teclas dicen que se han de tocar, y el predicador de quien voy hablando todas las tocó; pero de una manera que debía llenar de provechosa vergüenza a todos los que las tañen. Después de hacer reflexión a que en el misterio de la Purificación la Virgen hizo a Dios dos grandes sacrificios: el primero, el de la reputación o concepto de su virginidad, pues se purificó, como si necesitara de purificarse; el segundo, el de su unigénito Hijo, pues se le ofreció aquel día al Eterno Padre, con pleno conocimiento de todo aquello para que se le ofrecía; y después de reflexionar con juicio, con solidez y con piedad que en estos dos grandes sacrificios padeció cuanto podía padecer como virgen y como madre, concluyó que de cualquiera manera que se considerase el misterio, se debía convenir en que el misterio de la Purificación de la Virgen era el misterio de su dolorosa Pasión. Y propuesto este devotísimo asunto, prosiguió de esta manera:

10. »Pues ahora hablemos sin preocupación y discurramos con serenidad. ¿Será bien parecido que en un sermón tan serio como el de la Pasión de la Virgen me deje yo llevar de la pasión de la vanidad, acomodándome con una vergonzosísima costumbre que ha introducido la total ignorancia de lo que es elocuencia verdadera? ¿Será bien que por no parecer menos que otros haga traición a mi sagrado ministerio, pierda el respeto a ese gran Dios Sacramentado en cuya presencia estoy, profane la cátedra del Espíritu Santo, y prácticamente me burle de un auditorio tan numeroso, tan grave, tan piadoso, tan docto, tan acreedor a todo mi respeto y a toda mi veneración? ¿Y no haría yo todo esto si practicase lo que altamente abomino, lo que abominan todas las demás naciones del mundo, y lo que no cesan de llorar con lágrimas de sangre cuantos hombres de verdadero juicio y de verdadera crítica hay en la nuestra?

11. »Llamado y traído aquí por la Real, por la gravísima, por la piadosísima Congregación o Cofradía de la Misericordia, para predicar del tierno, del doloroso, del instructivo misterio de la Purificación de la Virgen, un sermón digno de un orador cristiano, ¿no haría yo todo lo dicho, si en el sermón o en el exordio me entretuviese puerilmente en hacer asunto de la misma Cofradía y del título que da razón de su misericordioso instituto? ¿Si levantase figura sobre la accidentalísima circunstancia de que la fiesta no se celebre en el día propio, sino en el siguiente, dedicado a San Blas, obispo de Sebaste, y de que se celebre en una basílica consagrada también al mismo santo prelado y mártir? Si, finalmente, hiciese misterio de la educación de esos Niños de la Doctrina, que están en primer lugar al amparo de la Virgen y de San Blas, y después bajo la caritativa protección de esta noble y leal ciudad y de esta Real Cofradía, ¿no me diréis qué conexión tienen con la Purificación de la Virgen unas circunstancias tan distantes del misterio y tan fuera del asunto? ¿Puede haber texto en la Sagrada Escritura que las ate ni las comprehenda, sino que sea desatando de su lugar al mismo texto, arrastrándole por los cabellos, violentándole y profanándole, contra lo que tan severamente nos tiene prohibido a los predicadores y a todos la Santa Iglesia?

12. »Si yo quisiera hacer esto como regularmente se estila, ¿no sería una cosa fácil para mí? Para unir la Purificación con la Misericordia, sólo con prevenir que esta fiesta se llamó antiguamente en la Iglesia Latina, y todavía se llama hoy en la Iglesia Griega, la fiesta del Encuentro, venía clavado el textecito de misericordia et veritas obviaverunt sibi: saliéronse al encuentro la misericordia y la verdad; pero vendría clavado con toda propiedad, esto es, taladrado de parte a parte. Para la circunstancia de celebrarse la fiesta, no en el día propio, sino en el siguiente, no tenía que salir del evangelio del día. Observaría el modo con que se explica el Evangelista: Postquam impleti sunt dies, después que se cumplieron los días de la Purificación. Notaría con muchas recancanillas que el Evangelista no dice cuando se cumplieron, sino después que se cumplieron: postquam impleti sunt; y concluiría, muy satisfecho de mi trabajo, que esta proposición no se verifica rigorosamente en el día en que se cumplen, sino en el día después. Y, consiguientemente, que el día propio de celebrar esta fiesta es aquel en que la celebra esta Real Cofradía. Pero esto, ¿qué vendría a ser en conclusión? Querer corregir la plana a la Santa Iglesia, y merecer que me quitasen la licencia de predicar.

12. »Para hacer que San Blas hiciese papel en el misterio de la Purificación, no me sobraría otra cosa que materiales, aunque tales serían ellos. Pues ¿no estaba ahí el santo viejo Simeón, a quien muchos hacen sacerdote, y aun algunos quieren que fuese pontífice? Con hacer a uno figura o representación del otro, estaba todo ajustado. Si me replicasen que esto no podía ser; porque San Blas es abogado contra las espinas, y Simeón en el mismo misterio clavó a la Virgen una que la penetró hasta el alma y la duró toda la vida; diría, lo primero, que no es lo mismo espina que espada, y que Simeón habló de ésta y no de aquélla; diría, lo segundo, que hay espinas que atragantan y espinas que vivifican, espinas que se atraviesan y espinas que nos libertan. Y para probar estos retruecanillos citaría cien textos de espinas apetecibles, que sólo me costaría el trabajo de abrir y trasladar las Concordancias; y, en vez de salutación o exordio, predicaría un erial. Pero si no me pareciese acomodar a San Blas por este camino, a la mano tenía otro. ¿No dice Simeón que habiendo visto al Niño Dios, vio al que era la salud de su pueblo? Quia viderunt oculi mei salutare tuum. ¿San Blas no fue médico de profesión antes de ser obispo? Pues con médico, con salud y con pueblo enfermo, ¿qué bulla, qué jira y qué zambra no podría traer?

14. »El patronato de la ciudad y la piadosa protección con que ampara a estos niños desamparados, estaba acomodado con la mayor facilidad del mundo. ¿Tenía más que recurrir a aquella ciudad santa del Apocalipsi que es el refugio de los que predican por asonancia, o no más que por el sonsonete, y decir que yo estaba ahora viendo en realidad lo que San Juan no había visto más que en figura; porque aquella ciudad no era más que representación de ésta, con la diferencia de que va tanto de la una a la otra, cuanto va de lo vivo a lo pintado? Y para probar este disparate con otro mayor, ¿había más que decir que aquella ciudad, en sentir de muchos expositores, representaba a la santa ciudad de Jerusalén; y haciendo memoria de que el Niño Jesús se perdió en Jerusalén, y que esos Niños de la Doctrina se ganan en Valladolid, preguntar en tono enfático y misterioso cuál será ciudad más santa? ¿Aquella en donde hasta el Niño Jesús se pierde, o aquella en donde se ganan los que no son Niños Jesuses? Ello no sería más que una pregunta escandalosa, con su saborete de blasfema. Pero, ¿faltarían ignorantes que la oyesen con la boca abierta, y que, al acabar el sermón, exclamasen: Numquam sic locutus est homo? ¡Éste sí que es hombre! ¡Esto sí que es predicar! ¡No hay hombre que predique como éste!

15. »Valga la verdad, señores: ¿no es éste el modo más común con que se ajustan estas que se llaman circunstancias? ¿Y no es cosa vergonzosa ajustarlas de este modo? Pero, ¿por ventura se pueden acomodar de otra manera? ¿Y ha de haber valor, no digo en un orador cristiano, sino en un hombre de juicio, en un sujeto de mediana literatura, para hacerlo, ni en un auditorio cuerdo, capaz, culto y discreto, para aplaudirlo? No lo creo. De mí sé decir que, hecha esta salva de una vez para siempre, encárguenme el sermón que me encargaren, nunca haré el más leve aprecio de otras circunstancias que de aquellas que tuvieren una proporción natural y sólida, o con el misterio, o con el asunto. Verbigracia: la presencia de Cristo Sacramentado, para solemnizar la Purificación de su Santísima Madre, tiene una naturalísima correspondencia con el asunto y con el misterio. Con el asunto, porque éste se reduce a representar lo que la Virgen padeció en el misterio. Con el misterio, porque una de sus principales partes fue el sacrificio que hizo la Virgen en ofrecer a su Hijo para que padeciese lo que padeció por los hombres; y en esta voluntaria oferta consistió todo lo que en la Purificación padeció la Virgen como madre. Pues ahora, el Sacramento es memoria de la Pasión de Cristo: Recolitur memoria Passionis eius. La Purificación también es recuerdo de ella, con sola esta diferencia: que en el Sacramento se hace memoria de lo que Cristo padeció; en la Purificación, de lo que había de padecer. La Pasión de la Madre en el templo de Jerusalén no fue otra que la Pasión del Hijo en el monte Calvario. Pues, ¿qué cosa más natural ni más proporcionada que el que esté a la vista el monumento más sagrado de la Pasión del Hijo, en el día en que se hace memoria de la Pasión de la Madre? De ésta voy a predicar, implorando la asistencia de la divina gracia. Ave María».

16. »Mire ahora el padre predicador si hay en España quien haga justicia, y si falta quien saque la espada de recio contra este pueril e ignorantísimo uso que me cita. Y ha de saber que esta salutación fue oída con tanto aplauso del numeroso y escogido auditorio en cuya presencia se predicó, que aun aquellos mismos que por inadvertencia o por falta de valor estaban comprehendidos en lo que ella abominaba y reprehendía, salieron tan convencidos de su error, que se decían unos a otros lo que Ménage y Balzac, dos célebres escritores franceses, se dijeron mutuamente al acabarse la primera representación de la famosa comedia de Molière intitulada Las preciosas ridículas, en que con inimitable gracia se hizo burla del estilo metafórico y figurado que por entonces se estilaba en Francia: «Molière -se dijeron el uno al otro- tiene sobrada razón; ha hecho una crítica juiciosa, delicada, justa y tan convincente, que no tiene respuesta; de aquí adelante, monsieur, es menester que abominemos lo que celebrábamos, y celebremos lo que aborrecíamos». Con efecto: algunos de los predicadores que oyeron esta salutación y que antes se dejaban llevar de la corriente, avergonzados de sí mismos, despreciaron después dicha mala costumbre y comenzaron a predicar con solidez, con piedad y con juicio; sin que por eso se les disminuyese el séquito, antes conocidamente creció la estimación y el aplauso.

17. -Muy dóciles eran esos reverendos padres -respondió con su poco de airecillo irónico el padre fray Blas-, si es que eran religiosos, o muy blandos de corazón eran sus mercedes si fueron seglares. De mí sé decir que no me ha convertido la salutación. Tan empedernido estoy como todo eso; porque aunque parece que hacen fuerza sus razones, a mí me hace mayor fuerza la práctica contraria de tantos predicadores insignes como la usan, y sobre todo el aplauso con que celebran los auditorios el toque y retoque de las circunstancias; enseñando la experiencia que como éstas se toquen bien o mal, aunque lo restante del sermón vaya por donde se le antojare al predicador, siempre es celebrado; y al contrario, como aquéllas no se zarandeen, bien puede el predicador decir divinidades, que el auditorio se queda frío, tiénenle por boto, y le dan la limosna del sermón a regañadientes y de mala gana.

18. »Ni me diga vuestra paternidad que éste es mal gusto del vulgo y errada opinión de los que no lo entienden. Maestrazos y muy maestrazos están en el mismo dictamen, y no quiero más prueba que ese mismo sermón de Santa Orosia, que tan en desgracia de vuestra paternidad ha caído. Tres aprobaciones tiene de tres maestros conocidos y bastantemente celebrados, uno dominico, otro jesuita, y el tercero de la misma orden del autor que compuso y no predicó el sermón. Lea vuestra paternidad los encarecidos elogios que le dan todos tres, y los dos primeros específica y nombradamente por el toque de las circunstancias; y dígame después si es cosa del vulgo, del populacho y de ignorantes el aplaudir que se haga caso de ellas.

19. -Mire, padre predicador -repuso el maestro Prudencio con sorna y con cachaza-; una pieza me ha movido sobre la cual tendría que hablar algunas horas si fuera ocasión y tiempo, aunque bastantes han hablado ya mucho y bien acerca de ella. Ésta es la impropia y extravagantísima costumbre, introducida en España y Portugal, pero encarnecida generalmente de las demás naciones, de que las censuras de los libros, y aun de los miserables folletos, se conviertan en inmoderados panegíricos de sus autores; siendo así que al censor sólo le toca decir breve y sencillamente si el libro o el papel contienen o no contienen algo contra las pragmáticas y leyes reales, o contra la pureza de la fe y buenas costumbres, según fuere el tribunal que le comete la inspección, o que le despacha la remisiva. Digo que no es ahora ocasión ni oportunidad de censurar a los censores, porque se va haciendo tarde, y se pasará la cena. Sólo le digo que en esas mismas aprobaciones que me cita, o yo soy muy malicioso, o la del maestro jesuita es muy bellaca; y harto será que, bien entendida, no sea una delicada sátira contra los desaciertos del sermón en todas sus partes. A mí a lo menos me da no sé qué tufo de que el padrecito tiró a echarse fuera de alabar dicho sermón, y a lo menos es cierto que por su misma confesión declara repetidas veces que él «nada aprueba ni alaba».

20. »Supónese el bellacuelo muy de la familia y muy de la casa o orden del autor; y asiéndose fuertemente del aldabón de laudet te alienus, que él construye «alábete el extraño», dice una vez que «no debe admitir el empleo de aprobante»; dice otra que «cuenta por una de sus mayores dichas el no poder alabar aquel sermón»; dice la tercera que «él es muy de casa para meterse en alabarlo»; dice la cuarta, hablando determinadamente de las circunstancias, que «a él no le toca celebrarlo»; dice la quinta que «los elogios caerán mejor en cualquiera otra boca que en la suya»; y finalmente, dice la sexta que «aun por lo que toca al buen gusto del caballero que da a la prensa el sermón, será mayor consecuencia, o a lo menos no dejará de ser mayor cortesanía, dejar toda la acción de elogiarle a los de fuera: laudet te alienus». O yo soy un porro y no entiendo palabra de ironías, o el tal censor es un grandísimo bellaco. Todo su empeño es echar el cuerpo fuera del asunto, huir la dificultad, y decir con gracia y con picaresca que alaben otros lo que él no puede ni debe alabar. Y más, que he llegado a maliciar (Dios me perdone el juicio temerario) que en aquella taimada construcción que da al laudet te alienus, «alábete el extraño», por la palabra extraño no entiende él precisamente a los que no fueren tan de casa, o en el efecto, o en el afecto, como él se supone, sino que deja en duda si se han de entender los extraños en la facultad, los forasteros en ella; más claro: los que no entienden palabra. Bien puede ser malicia mía, pero a mí me da el corazón que no me engaño.

21. -Pues a mí me da el mío -replicó fray Blas- que vuestra paternidad se engaña mucho; porque si ese padre maestro no quería aprobar el sermón, ¿quién le obligaba a hacerlo? ¿Quién le ponía un puñal a los pechos para que le aprobase? A que se añade que si el autor se valió confiadamente de él para que le hiciese esa merced, como regularmente sucede que las censuras se remiten por los jueces a los que les significan los autores, no es verisímil que le hiciese esa traición y que cuando el pobre esperaba un panegírico, se hallase con una sátira. La hombría de bien parece estaba pidiendo que si no podía acomodar con su conciencia intelectual el aprobarle, se excusase de hacerlo, y no salir después con esa pata de gallo.

22. -Poco a poco, fray Blas -repuso el padre jubilado-; que aunque tu réplica es sin duda especiosa, y tu modo de discurrir, siquiera por esta vez, está fundado, no carece de respuesta, pues no siempre lo más verisímil es lo más verdadero. ¿Qué sabemos si al aprobante le pusieron en alguna precisión política o caritativa a que no pudiese honradamente resistirse? A mí se me figura un caso que le tengo por muy natural. Es constante que dicho sermón no se predicó, no se sabe por qué, y también lo es que por lo mismo que no se predicó, el autor, que era hombre bastante condecorado en su religión, y sus parciales hicieron empeño en que había de imprimirse, como en despique o en satisfacción de aquel desaire. Pues ahora supongamos que el provincial de dicha religión no fuese muy de la devoción del autor, que fuese estrecho amigo del aprobante, y que se cerrase en que no había de dar licencia para que el sermón se imprimiese mientras no pasase por la censura de éste. Ve aquí un caso muy verisímil, en que el autor o sus parciales batirían en brecha al pobre jesuita, ponderándole cuánto se interesaba la estimación, el honor y aun los ascensos de aquel religioso en que no se negase a hacerles este obsequio. Puesto un hombre de bien y de buen corazón en este estrecho, ¿qué partido había de tomar? Negarse a la censura, no había términos para eso; aplaudir el sermón a cara descubierta, no hallaba méritos para ello, ni lo podía componer con su sinceridad; reprobarle, era perder sin recurso al autor en el concepto de su jefe y hacerse del bando de los que le insultaban. Pues, ¿qué arbitrio o qué remedio? No parece se podía escoger otro más prudente que el que tomó: dar una censura equívoca, que ni aprobase ni desaprobase el sermón, buscando un especioso pretexto para excusarse de alabarle él, y para remitir a otros toda la acción de alabarle.

23. -Bien puede ser eso así -replicó fray Blas-; pero los elogios de los otros dos aprobantes no son equívocos; son muy claros y muy significativos; y en verdad que ni uno ni otro son por ahí dos pelaires; ambos son sujetos de tanta forma, que le sobran dictados para asistir a un concilio.

-No lo niego -respondió el maestro Prudencio-; pero ya tengo dicho que de elogios de censores y de poetas se ha de hacer poco caso, por cuanto unos y otros, regularmente hablando, no dicen lo que verdaderamente son las obras que elogian, sino lo que debieran de ser. Si el mérito de éstas se hubiera de calificar por las ponderaciones de aquéllas, las obrillas más infelices y más miserables, las indignas de la luz pública y dignas solamente de una pública hoguera, las que contribuyen más y con mayor justicia a que abulten más y se aumenten cada día los expurgatorios, ésas serían las más excelentes; porque ésas puntualmente son las que salen a la calle con más ruidosas campanillas de aprobaciones, acrósticos, epigramas, décimas y sonetos mendigados, cuando tal vez no los haya fabricado el mismo autor, buscando sólo amigos para que le presten sus nombres. ¿Y dejan por eso de estar expuestas a las carcajadas y al desprecio de los inteligentes, ni a que el Santo Tribunal de la Inquisición se entre por ellas con vara levantada, sin dársele un bledo por la autoridad ni por la turbamulta de los aprobantes?

24. »Es cierto que si éstos se redujeran precisa y puramente a los estrechos términos de su oficio, que es ser unos meros censores; si desempeñaran como debían la grande confianza que se hace de ellos, no aprobando obra que no examinasen primero con el mayor rigor; si tuviesen la santa sinceridad de exponer todos sus reparos a los tribunales que les cometen las censuras, y se mantuviesen después con tesón en la honrada resolución de no aprobar la obra hasta que se hubiese dado plena satisfacción a sus reparos, o se hubiesen corregido los desaciertos; entonces sí que serían de gran peso aun los elogios más moderados de las aprobaciones. Pero si sabemos cómo se practica comúnmente esta farándula; si es notorio que la amistad, la conexión o la política son las únicas que, por regla general, dan la comisión a los aprobantes; si ya se ha reducido esto a una pura formalidad y ceremonia, tanto, que si algún ministro celoso, no menos de la honra de las ciencias que del crédito de la nación, quiere que esto se lleve por el rigor de la razón y de la ley, se le tiene por ridículo y aun se le trata de impertinente; ¿qué aprecio hemos de hacer de los elogios que leemos en esos disparatados panegíricos llamados censuras por mal nombre?

25. »¡Oh fray Blas! ¡Fray Blas! ¡Y cuántas veces he llorado yo a mis solas este perjudicialísimo desorden de nuestra nación, que no trasciende menos a Portugal, y apenas es conocido en otras regiones! ¡Y qué fácil se me figuraba a mí el remedio! ¿Sabes cuál es? Que se procediese contra los aprobantes como se procede contra los contrastes y contra los fiadores. ¿Qué cosa más justa? Porque el aprobante no es más que un contraste que examina la calidad y los quilates de la obra que se le remite; es un fiador que sale de la evicción y saneamiento de todo aquello que aprueba. ¿Declaraste que era oro lo que era alquimia, que era plata lo que era estaño, que era piedra preciosa un pedazo de vidrio baladí? Pues págalo, bribón, y sujétate a la pena que merece tu malicia o tu ignorancia. Si crees que real y verdaderamente merece esa obra que apruebas los excesivos elogios con que la ensalzas, tácitamente te constituyes por fiador de sus aciertos; si no crees que los merezca, eres un vil adulador y lisonjero. Pues, bellacón, trata de pagar lo que corresponde a la ruindad de tu lisonja o a la precipitación de tu fianza.

26. -Padre nuestro -replicó fray Blas-, si se estableciera esa ley, ninguno se hallaría que quisiese admitir la comisión de aprobante o de censor.

-Sí, se hallaría tal -respondió fray Prudencio-; porque en ese caso debieran señalarse censores de oficio en la corte, en las universidades y en las ciudades cabezas del reino o de provincia, a quienes, y no a otros, se remitiese el examen de todos los libros que hubiesen de imprimirse, como se practica en casi todas las naciones de Europa fuera de nuestra península. Éstos, claro está que habían de ser unos hombres de autoridad, de respeto, de gran caudal de ciencia, doctrina, erudición y sana crítica, pero sobre todo de una entereza a toda prueba. Se les habían de señalar pensiones proporcionadas; y se habían de tener presentes su laboriosidad, su integridad y su celo, para premiarlos con los ascensos correspondientes a sus respectivas carreras. Pero si alguno blandease; si fuese flojo de muelles; si por respetos humanos y políticos, por flojedad o por otros motivos no cumpliese con su obligación, y aprobase libros, sermones, discursos o papeles volantes que no fuesen dignos de la luz pública; ¿sabes a qué le había de condenar yo? Después de privarle de oficio, y de una declaración pública y solemne de su insuficiencia o de su mala fe, le había de condenar a que repitiesen contra él todos los compradores de la obra que había aprobado, y a que satisfaciese sin remisión el dinero que malamente habían gastado aquellos pobres sobre la palabra y hombría de bien de su censura.

27. »A más se había de extender esta providencia. Se había de mandar seriamente a los censores que se ciñesen rigurosamente a los términos de su oficio, esto es, que fuesen censores y no panegiristas, diciendo en pocas palabras, claras y sencillas, el juicio que formaban de la obra, sin meterse con Séneca, Plinio ni Casiodoro, y dejando descansar a los Padres, a los expositores, a los humanistas y a los poetas, cuyas autoridades sólo sirven para acreditar la pobre y miserable cabeza del censor, que quiere aprovechar aquella ocasión de ostentarse erudito con aquellos desdichados ignorantes que califican la erudición de un autor por lo cargado y por lo sucio de las márgenes, sin saber los infelices la suma facilidad con que el más zurdo y el más idiota puede hacer esta maniobra. Nada de esto es del caso para cumplir con su oficio, el cual se reduce a dar su censura breve, grave y reducida a lo que toca a la jurisdicción del tribunal que se la comete.

28. »¡Cuántas necedades se atajarían con esta providencia! ¡Cuánto papel se ahorraría! ¡Y cuánto gasto excusarían los autores, a quienes no pocas veces cuesta tanto la impresión de las aprobaciones como la de la misma obra! Muchas y muchas pudiera citar en que aquéllas ocupan casi tanto volumen como todo el cuerpo de ésta, pero las callo por justos respetos. Ningunos son más perjudicados que los autores mismos, si es que costean la impresión; porque compran ellos mismos sus elogios, y ellos los imprimen a su costa para que vengan a noticia de todos. ¿Puede haber mayor sandez ni mayor pobreza de espíritu? Semejantes, en cierta manera, a los que alquilan plañideras para los entierros, a quienes les cuesta su dinero las lágrimas fingidas y artificiosas que en ellos se derraman1.

29. »No para aquí la miseria humana de algunos de nuestros escritores o escribientes. ¿Será creíble que se hallen no pocos que, a falta de hombres buenos y por no deber nada a nadie, ellos mismos se alaban a sí propios, siendo los artífices de aquellos elogios suyos que se leen estampados en la antesala de sus obras? Pues sí, amigo predicador, se hallan hombres de tan buena pasta y de tan envidiable serenidad. Más de dos y más de veinte pudiera nombrarte yo que han caído en esta flaqueza. No son tan simples, claro está, que suscriban sus nombres y apellidos al pie, o a la frente, de sus elogios; que ése ya sería un candor que se iría acercando al gorro verde o colorado. Pero con un anagrama o con un nombre supuesto, o prestándoles el suyo ciertos aprendices de eruditos que hay en todas partes, hermanos del trabajo, y las más de las veces bajo la inscripción anónima de Un Amigo, de Un Apasionado, de Un Discípulo del Autor, el buen señor se alaba a taco tendido, y embóquense esta píldora los lectores boquirrubios.

30. -Pero, padre maestro -le interrumpió el predicador-, ése es juicio temerario, o no los hay entre los fieles cristianos. ¿De dónde le consta a vuestra paternidad que aquellos elogios fueron fabricados por los mismos autores de las obras? ¿Acaso se lo confiaron ellos a vuestra paternidad?

-Mira, fray Blas -respondió el maestro Prudencio-, no has de ser tan sencillo; que, cierto, algunas veces tienes unas parvoices che fan pietà. No es menester que los autores nos lo revelen para conocerlo: el mismo estilo se está descubriendo a sí propio. Ni en prosa ni en verso es fácil desmentirse o desfigurarse; y sin tener todo aquel olfato que tienen «los entendimientos bien abiertos de poros para percibir el aire sutilísimo que da en los escritos a conocer sus autores», como se explica galanamente el autor de la carta contra la Derrota de los alanos, cualquiera entendimiento o, mejor diremos, discernimiento que no esté muy arromadizado luego sigue el rastro, porque le dan unos efluvios que le derriban. Fuera de que autores hay tan bonazos, que ellos mismos lo confiesan. ¡Y qué! ¿Juzgas que es sencillez? A la verdad que no es otra cosa; pero los bellacones no lo decían por tanto, sino porque no tienen valor para resolverse a carecer de aquella gloria, o de aquella vanidad, que les resulta de que sepan sus confidentes que también saben hacer coplas, aunque sean a sí mismos.



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