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Fray Luis de León y el triunfo de la «caritas»

Guillermo Serés





Antes de llegar a San Juan de la Cruz y comprobar la pervivencia de algunos motivos, es preciso decir que también le es familiar la simbología dionisiana de la luz a fray Luis de León, pues, en ocasión de presentar las propiedades del nombre «Esposo», afirma:

De manera que, como una nube en quien ha lanzado la fuerza de su claridad y de sus rayos de sol, llena de luz y... por dondequiera que se mire es un sol, así, ayuntando Cristo, no solamente su virtud y su luz, sino su mismo espíritu y su mismo cuerpo con los fieles y justos, y como mezclando en cierta manera su alma con la suya dellos, y con el cuerpo dellos su cuerpo en la forma que he dicho, les brota Cristo y les sale afuera por los ojos y por la boca y por los sentidos, y sus figuras todas y sus semblantes y sus movimientos son Cristo... por lo cual, así él como ellos, sin dexar de ser él y ellos, serán un Él y uno mismo... allí [en la unión corporal] adquieren derecho el uno sobre el cuerpo del otro, aquí [en la unión espiritual] sin destruir su substancia, convierte en su cuerpo, en la manera que he dicho, el esposo Cristo a su esposa...1


La conversión en el amado simbolizada por la luz (más abajo afirma la esposa «... dame que me deshaga yo y que me convierta en ti toda, Señor») es un leitmotiv a lo largo de esta y de otras obras suyas. Valga citar un par de textos más, bellísimos, que ilustran esta modalidad de la caritas en fray Luis (la luz, la mirada), pero combinada con la lactancia:

Críe, pues, la perfecta casada a su hijo... Lo primero en que abra los ojos su niño sea en ella, y de su rostro de ella se figura el rostro de él. La piedad, la dulzura, el aviso, la modestia, el buen saber, con todos los demás bienes que le habemos dado, no sólo los traspase con la leche en el cuerpo del niño, sino también los comience a imprimir en el alma tierna de él con los ojos y con los semblantes.2


Como puede verse, la equivalencia es palmaria. En el nombre «Cordero» también aúna el motivo de la luz, de la mirada, con el de la lactancia, pero aplicado a la maternidad de Cristo y con la descripción completa del proceso de transformación por el intercambio espiritual a través de los ojos:

... la divina Virgen, aplicando a ellos [a sus pechos] a su hijo de nuevo, y enclavando en él los ojos y mirándole, y siendo mirada del dulcemente... abrasada en nuevo y castísimo amor, se la daba [la leche], si decir se puede, más sancta y más pura. Y como se encontraban por los ojos las dos almas bellísimas, y se trocaban los espíritus que hazen paso por ellos con los del hijo, deificada la madre más, daba al hijo más deificada su leche. Y como en la divinidad nace Luz del Padre, que es luz, ansí también cuanto a lo que toca a su cuerpo, nace de pureza, Pureza


(p. 577, la cursiva es mía).                


Con este motivo doble simboliza y corrobora lo anunciado en el título del capítulo anterior: del sentido al intelecto. Si en el fragmento de La perfecta casada se ilustraba el necesario tránsito -para que se dé la transformación del amante en el amado- del «cuerpo» («ojos» y «semblantes») al «alma» («la piedad, la dulzura... con todos los demás bienes»), en el nombre «Cordero», los motivos de la lactancia y de la luz presentan un recorrido doble, especular, de la mirada «deificadora». Esta, la mirada, recíproca por el trueque espiritual, comporta que la leche misma de la madre, una vez que esta ha sido deificada por la mirada del hijo, a su vez deifique (y se deifique) y se duplique el fluido -literal en un sentido: la leche- recíproco de luz y de pureza. Pocas veces ha sido mejor ilustrado y «científicamente» explicado el significado de la caritas, la transformación del amante en el amado, el tránsito amoroso del sentido al intelecto.

Análogo, como hemos venido diciendo, es el proceso del amor platónico, pues implica que el amante se ve como en un espejo en el amado (o sea, comprueba que comparte con él su origen divino, que las almas de ambos provienen del alma del mundo), y a través de su belleza particular, contempla la universal, que despierta al «alma, que en olvido está sumida, [y] torna a cobrar el tino / y memoria perdida / de su origen primera esclarecida» (fray Luis de León, «Oda III», 7-10). En su oda XIII, «De la vida del cielo» (vv. 31-37), combina ambos sistemas y doctrinas -que ya habían sido combinados por la primera patrística neoplatónica, como vimos-, aunque con otras imágenes:


¡Oh son! ¡Oh voz! ¡Siquiera
pequeña parte alguna decendiese
en mi sentido, y fuera
de sí el alma pusiese
y toda en ti, oh Amor, la convirtiese!;
conocería dónde
sesteas, dulce Esposo...3


El proceso es completo: el anhelo de la salida de sí o éxtasis del alma («olvido», como dirá San Juan de la Cruz), merced al descensus de la música celestial («¡Siquiera / pequeña parte alguna decendiese / en mi sentido!»), que comporta un ascensus o elevación del sensus communis y de sus facultades anejas, a fin de alcanzar otro sentido superior, trascendente. Así, viene a decir que la «pequeña parte» de la música celestial que bajase al sentido común -por la concordancia entre la música divina y la humana, o por la participación de esta en aquella- raptaría, elevaría, el alma y la transformaría en Dios. O sea las dos fases citadas arriba: descenso o encarnación de Cristo y, a través de Él, retorno a Dios. No es en vano, por lo tanto, que fray Luis utilice el verbo «decendiese» (v. 32), pues el proceso de unión con Dios exige despojarse de lo particular y de lo «aprehensible» (la denudatio de Guillermo de Conches, Nicolás de Cusa, etc.), y revestirse de lo universal y trascendente; en términos profanos: pasar de la Venus vulgar a la celeste4. Para ello es preciso liberarse de todas las speciei del sensus communis y facultades vinculadas, como dirá más tarde San Juan:

como quiera que el alma no puede advertir más que una cosa, si se emplea en cosas aprehensibles, como son las noticias de la memoria, no es posible que esté libre para lo incomprehensible, que es Dios; porque, para que el alma vaya a Dios... hase de trocar lo conmutable y comprehensible por lo inconmutable y incomprehensible.5


En fray Luis, el estoico «descenso» del «son», de la «voz» divina, al sentido hay que relacionarlo con esta indiferencia hacia lo sensible y lo particular (o con la necesidad de superarlo) y, claro está, con algunos pasajes del Banquete (por ejemplo, 211 c)6 y demás intermediarios que hemos visto en el capítulo I, especialmente, los Padres «neoplatónicos». Los siguientes pasos descritos por el Agustino son asimismo impecables: enajenación en el amado («fuera de sí»), transformación («toda en ti... la convirtiese») y vida («viviera junta», v. 40). Ni que decirse tiene que es el alma intelectiva la que se transforma en el amado, la que hace posible la contemplación a través suyo («conocería dónde...»), pues sólo dicha porción del hombre participa de la «música» divina (análoga a la «luz»), solamente ella puede ser «raptada» por el trascendente amor divino, en tanto que es la que comparte con los ángeles y la que le devuelve su condición de imagen de Dios, como vimos antes con San Agustín (De Genesi ad litteram, VI, XII, 21; De Trin, VII, VI, 12; X, XII, 19; XI, V, 8, etc.). Por lo tanto, es la que la aleja de la regio dissimilutidinis agustiniana, como muy bien sabía fray Luis de Granada, hablando de «las ánimas unidas y encorporadas espiritualmente con Cristo con tan fuerte vínculo de amor, que de entrambos se haga una misma cosa..., sino que (como Él mismo dijo a Sant Augustín) no se muda Él en las ánimas, sino las ánimas se mudan en Él»7.

Esta oda, no obstante, merece que nos detengamos un poco más, pues aparte la citada imagen de la música celestial y la de la luz cenital («Y de su esfera cuando / la cumbre toca, altísimo subido, / el sol, él sesteando, / de su hato ceñido», vv. 21-24), de semejante significado, es muy posible que con «y les da mesa llena, / pastor y pasto él solo, y suerte buena» (vv. 19-20), aluda fray Luis a «la restauración gloriosa del cuerpo y su plenitud eucarística», a la «resurrección incoada, asimilación corporal de Cristo»8. Con todo, no tiene en cuenta Maristany el fundamental De incarnatione, donde fray Luis realmente se acoge a la transformación «íntegra» en Cristo, a propósito de hablar de la comunicación de Dios con las criaturas. En el marco de la quaestio secunda de Durando («Utrum fuerit conveniens Deum incarnari?»), fray Luis establece tres modos de comunicación o de unión con Dios: natural, por la gracia e hipostática:9

primo, producendo in creaturis similia bona iis, quae ipse habet, quod efficit, uno modo, naturaliter, quando producit naturales perfectiones omnium rerum, quae nihil aliud sunt, quam quaedam similitudines divinae perfectionis et bonitatis ... secundo modo... non quidem producendo in creaturis aliquam similitudinem suorum bonorum, sed ea ipsa bona realiter, et se ipsum totum ita uniendo creaturis... in hoc vero postremo modo dat se Deus increatus et infinitus ipsis creaturis.10


Se comunica ya sea por la participación de las criaturas en los bienes o perfecciones de Aquel, ya por infusión, o sea, dándose Dios, creador, a sus criaturas. Con todo, el que nos interesa es el tercer modo, la unión hipostática, pues se refiere a la doble naturaleza del Hijo de Dios, divina y humana, destacando de la segunda su condición de minor mundus, que le permite no sólo humanizarse, sino divinizar al hombre:

Ultimo, notandum, quod homo, quamvis sit una species creaturarum, ab iliis distincta, tamen in sese continet vim et perfectionem omnium creaturarum, et est in homine congestum et copulatum, quidquid singulis creaturis per partes fuerat distribuitum; unde homo aptius dicitur vinculum naturae, et minor mundus (mikro kosmoç), nam solus constat ex natura corporea et incorporea... ut sin in illo expressa quaedam imago totius universi, continens in sese semina omnium rerum, tam coelestium quam terrestrium... Ex quo sequitur, quod Deus, uniendo sibi humanam naturam, no solum deficavit unam dumtaxat naturam, sed in illa traxit ad communionem suae divinitatis omnes alias naturas, quae, scilicet, in una illa inclusae tenebantur; et communicavit se sapientissima ratione toti universo... Divus Paulus (ad Ephesios, I [10]), loquens de Quisto, inquit: «In quo instauravit omnia, quae in coelis et in terris sunt» ... id est: «In summam redegit et et copulavit omnia, quae in coelo et in terris sunt» ... ubi... ideo Filius Dei dicitur factus homo, non ut benefaceret uni homini dumtaxat, sed ut charitatem suam ostenderet in universo mundo, qui totus in hominis natura includebatur... quia, scilicet, in generatione continetur, ut diximus, non solum hominis, sed etiam omnium creaturarum sanctificatio et deificatio ... ad hanc unionem divinitatis elevata, omnis creatura sit consors et particeps ejusdem divinitatis.»11


En este texto y en todo el libro parece aliarse fray Luis a la tradición, especialmente representada por Duns Escoto, según la cual la venida de Cristo está decretada por Dios desde toda la eternidad, de manera que la misma creación del mundo se ha hecho en vista de la encarnación del Verbo, de acuerdo con las palabras de San Pablo: «primogenitus omnis creaturae»12. En el nombre «Hijo de Dios» insistirá en que la transformación en el Amado por antonomasia (o sea, en Cristo) comporta, por su condición de hombre, y, por lo tanto, de microcosmos, que toda la creación se beneficie con su llegada: «vimos junta [en Cristo] en uno la universalidad de lo no criado y criado», pues es «Hijo en quien nasció todo el edificio del mundo» (p. 528). Por lo mismo, defiende el Agustino que no fue necesario el pecado de Adán para que Dios se hiciese hombre, sino que se encarnó porque el hombre, hecho a imagen y semejanza suya, fue su obra más excelsa; «y como Dios tenía ordenado de hacerse hombre después, luego que salió a la luz el hombre, quiso humanarse nombrándose»13. Semejanza, que no participación en la divina substancia. Por eso mismo tuvo que encarnarse hipostáticamente en su Hijo («unio hypostatica Dei cum homine», De incar., p. 34), para que podamos transformarnos a través de y en Él, porque estamos hechos a imagen y semejanza suya14, y porque al fin y al cabo es el Mediator entre el hombre y Dios15. Por lo tanto, también es puente entre aquel, el hombre, y el mundo, pues Cristo, en cuanto hombre, es un microcosmos, a lo divino, «pues de la misma manera dice San Pablo [Ef., I, 10] que Dios summó todas las cosas en Cristo, o que Cristo es como una summa de todos, y, por consiguiente, está en él puesto todo, y ayuntado por Dios spiritual y secretamente, según aquella manera y según aquel ser en que todo puede ser por él reformado y, como si dixésemos, reengendrado» (Nombres, «Padre del siglo futuro», p. 285), pues «los hombres, para vivir a Dios, tenemos necesidad de nascer segunda vez» (pp. 265-266).

Este nuevo nacimiento o deificatio se debe a que Dios, summum bonum, quiere que el «bonum ex natura sua est diffusivum sui», pero como esto sólo se podía lograr por la hipóstasis, a la que no puede acceder el hombre, tuvo que encarnarse el Verbum humanitate coniuncta16, y mediante gratia,

quia humana natura ex se est parum apta et proportionata ad hoc, ut hypostatice cum Verbo divino uniatur: ergo necessarium fuit ut aliquo dono supernaturali disponeretur ad hujusmodi unionem: sic intellectus humanus, quie ex sua natura est ineptus ad visionem divinam, disponitur ad illam lumine gloriae... ideo ponendum est lumen gloriaem tanquam dispositio quaedam et facultas necessaria ex parte intellectus beatorum; quo mediante lumine, facultas naturalis intellectus elevatur, et confortate ad visionem beatificam eliciendam.17


Lo relevante de estas palabras (no podía ser de otro modo, por otra parte) es que fray Luis pone el énfasis en el descensus de Cristo a la condición humana, gracias a la cual Dios adquiere ser substancial, que no tenía antes: se transforma en hombre, para que el hombre pueda transformarse en su Amado por antonomasia, en Dios:

per incarnationem... adquirit Deus aliquod esse substantiale, quod non habebat antea; ergo mutatur proprie. Consequentia patet... terminus Incarnationis non est relatio, sed esse substantiale, absolutum, scilicet, esse humanum, seu esse hominis; ergo illud de novo adquiritur, et advenit Deo... sed, tamen, no sequitur ex eo, quod Incarnatione adveniat Deo aliquod esse, vel substantiale vel accidentale, quod antea non habebat; nam per unionem factum est, ut Deus sit homo, non quia Deo adjungitur aliquod esse; sed potius, quia esse suum communicat humanitati


(De incar., p. 210).                


En este contexto alcanza su sentido pleno la transformación «corporal» a que aludía arriba con Maristany y que casi se manifiesta en el nombre «Rey de Dios», en ocasión de hablar de la segunda unión, por la gracia:

toda el alma y todo el cuerpo quedarán subjectos perdurablemente a la gracia, la cual... hará que el alma se enseñoree del todo del cuerpo. Y como ella, infundida hasta lo más íntimo de la voluntad y razón, y embebida por todo su ser y virtud, le dará ser de Dios y la transformará quasi en Dios, así también hará que, lanzándose el alma por todo el cuerpo y actuándole perfectísimamente, le dé condiciones de espíritu y quasi le transforme en espíritu. Y así el alma, vestida de Dios, verá a Dios y tratará con él conforme al estilo del cielo, y el cuerpo, quasi hecho otra alma, quedará dotado de sus cualidades della, esto es, de inmortalidad y de luz y de ligereza y de un ser impasible.


(Nombres, p. 398)                


Volvemos a habérnosla con otro indumentum animae o «hábito del alma»; en este caso es el Amado por antonomasia el que la viste: «vestida de Dios»; y «vestidos los dejó de hermosura», dirá más adelante San Juan de la Cruz (Cántico, V). Fray Luis ya se había extendido sobre este motivo en su In epistolam Pauli ad Galatas expositio, a partir de un motivo que ya he comentado antes (anima est ubi amat) y de otro lugar paulino:

certe in quo Christus vivit, is Christum pro animo habet: itaque quemadmodum ab animo corpus movetur, ita a Christo universa bonorum opera ortum habere debent: et ut animus dominatur in corpore, sic Christus dominatur in suis... Itaque idem Paulus Romanos [XIII, 14]... «Induimini, inquiens, Dominum Jesum Christum». Nam is Christum induit, in quo nihil, quod non Christi speciem prae se ferat, conspicitur, qui spirat Christum undiquaque, cujus in vultu, incessu, habitu, denique actione omni Christus apparet.18


E insistirá en el nombre «Hijo de Dios»: «¿Por ventura es cosa nueva que el amor vista del amado al que ama, que le ayunte con él, que le transforme?» (p. 529).

Son tres conceptos sinónimos para indicar la anhelada unión con el amado, pues no otra cosa es amor, dice Sabino, en el nombre «Príncipe de paz»:

Sí he oído y leído que es unión el amor y que es unidad, y que es como un lazo estrecho entre los que juntamente se aman, y que, por ser así, se transforma el que ama en lo que ama por tal manera, que se hace con él una misma cosa.


(p. 441)                


Unión que alcanza su máxima expresión, la transformación, en los nombres «Esposo» y «Amado», donde a la par que expone el tercer modo de unión, la hipostática, por ser Cristo también hombre, se referirá asimismo a la unión y transformación por la gracia y la caridad, y a la natural o corporal, acogiéndose sin atenuantes tropológicos al texto paulino: «quia membra sumus corporis eius, de carne eius et de ossibus eius» (Ef., V, 30). Cristo en su integridad, o en su humanidad hipostática (alma y cuerpo), dirá en «Esposo», «se incorpora o, mejor -corrige fray Luis-, nos incorpora Él íntegramente en su alma y en su cuerpo» (Maristany, p. 101).

Desde el principio de este nombre, y a partir del celebérrimo lugar de San Pablo 1 Cor., VI, 17: «El que se ayunta a Dios, hácese un mismo espíritu con Dios»19, ilustra magníficamente dicha incorporación: «así se ayuntó la persona del Verbo a nuestra carne, que osa decir San Juan [I, 14] que se hizo carne... aquí vive y vivirá nuestra carne por medio del ayuntamiento de la carne de Cristo... ayuntando Cristo su cuerpo a los nuestros, puede» («Esposo», pp. 450-451). Más explicable, teóricamente, resulta el amor recíproco, merced a la consabida imagen del indumentum animae: «el justo ama a Cristo... y es amado de Cristo» por varias razones:

Lo uno, porque imprime Cristo su alma dél y le debuja una semejanza de sí mismo viva, y un retrato eficaz, de aquel grande bien que en sí mismas contienen sus dos naturalezas, humana y divina, con la cual semejanza figurado nuestro ánimo, y como vestido de Cristo, parece otro Él... y obramos con Él y por Él lo que es debido al ser suyo que en nuestra alma está puesto... y hechos así otro Él o, por mejor decir, envestidos en Él, nasce de Él y de nosotros una obra misma.


(pp. 451-452)                


Pero «también, por una manera que apenas se puede decir, pone presente su mismo Spíritu Sancto en cada uno de los ánimos justos» (p. 452). Es la infusio caritatis (1 Cor., III, 16 y VI, 19) del Espíritu Santo, «inspirado juntamente de las personas del Padre y del Hijo» (p. 452), sobre la que se extiende ampliamente en su Tractatus de charitate, donde subraya con frecuencia y precisión escolástica que el «subjectum charitatis non est appetitus sensitivus, sed appetitus intellectivus, qui est voluntas» (quaestio II, p. 80), porque la «chantas nec est naturalis, nec naturaliter acquisita, sed per infusionem Spiritus Sancti, cujus est quaedam participatio» (p. 83). Siendo dicha infusio o participación divina por la gracia del Espíritu Santo (o sea, no por naturaleza), sólo puede llevarse a efecto a través de la voluntad, como, por otra parte, quería San Buenaventura, argumentará más tarde San Juan de la Cruz. Y recomendaba, por ejemplo, San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales, al indicar que el ejercitante ha de identificar su actitud con Jesús por medio de la «contemplación para alcanzar amor»:

Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y poseer. Vos me lo disteis; a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta.


Se trata de alcanzar una vida de servicio a Dios en conformidad con su voluntad.

Más adelante, aún en el nombre «Esposo», fray Luis de León continúa desplegando el motivo de la transformación del amante en el amado en todas las facetas que hemos visto. Desde la unión corporal, lograda por el descensus de Cristo: «la carne de Cristo ... ¿no comunicará su virtud a nuestra carne?» (p. 458), hasta la intelectual arriba citada20, pasando por la intermedia infusión espiritual, que nos transforma en Cristo:

con el espíritu ayunta el suyo Cristo por tantas maneras, poniendo en él su semejanza y comunicándole su vigor y derramando por él su espíritu mismo ... [para que] nos añude y haga uno la charidad que el Espíritu en nuestros corazones derrama... así, ayuntando Cristo, no solamente su virtud y su luz, sino su mismo espíritu y su mismo cuerpo con los fieles y justos, y como mezclando en cierta manera su alma con la suya dellos... les brota Cristo y les sale afuera por los ojos y por la boca y por los sentidos, y sus figuras todas y sus semblantes y sus movimientos son Cristo... por lo cual, así Él como ellos, sin dejar de ser Él y ellos, serán un Él y uno mismo.21


En «Hijo de Dios» insiste en que sólo por la intercesión de Cristo podrá el hombre unirse con Dios, ser hijo suyo, participar, mediatamente, en su sustancia, por lo tanto, también en el «nombre»: «Y eso es ser nosotros hijos de Dios: tener a este su divino Hijo entre nosotros. Porque el padre no tiene sino Él solo por Hijo, ni ama como hijos sino a los que en sí le contienen y son una misma cosa con él, un cuerpo, un alma, un espíritu» (p. 561). En «Pastor», en fin, insiste en que el alma de Cristo («para quien y para cuyo servicio esta máchina universal fue criada», p. 581) es «medianera entre Dios y su cuerpo» (p. 582): la humanidad.

El nombre «Amado» también arranca con el motivo en cuestión: «les daría [Cristo] un corazón tan ayuntado y tan hecho uno con él, que no rogarían al Padre ninguna cosa que no fuese por medio dél, y que del hervor del ánimo les saldría el ardor a la boca ...» (pp. 589-590). El amor «en el pecho de los enamorados» que «cría el Espíritu Santo» es tan «finísimo» y «abundantísimo», que hace la «más milagrosa obra de todas, que es hazer dioses a los hombres y transformar en oro fino nuestro lodo vil y bajísimo». La «alquimia» para tal fin es la consabida:

el amor con que de los pechos sanctos es amado este Amado, y que en él los transforma, es sobre todo amor entrañable y vivísimo, y es, no ya amor, sino como una sed y una hambre insaciable con que el corazón que a Cristo ama se abraza con él y se entraña y, como él mismo dice, le come y le traspasa a las venas.22


La imagen de la transformación por ingestión -de la que ya hablaba Platón (Fedro, 247 d-e, y los neoplatónicos-23, trasunto también de la Eucaristía (como hemos visto con Maristany), ya estaba presente en el nombre «Pastor», directamente relacionado con otro verso («pastor y pasto él solo...», v. 20) de la citada oda XIII:

Y sea lo cuarto, que es así pastor que es pasto también, y que su apascentar es darse a sí a sus ovejas. Porque el regir Cristo a los suyos y el llevarlos al pasto no es otra cosa sino hacer que se lance en ellos y que se embeba y que se incorpore su vida, y hacer que con encendimientos fieles de caridad le traspasen sus ovejas a sus entrañas, en las cuales traspasado, muda él sus ovejas en sí. Porque cebándose ellas del, se desnudan a sí de sí mismas y se visten de sus cualidades de Cristo y, cresciendo con este dichoso pasto el ganado, viene por sus pasos contados a ser con su pastor una cosa.24


Aunque fray Luis parezca darle, en principio, la vuelta al proceso: de la caritas a la ingestión («con encendimientos... de caridad le traspasen... a sus entrañas»), en realidad, la «fisiológica» imagen del «traspaso» o transformación por ingestión no es sino un modo de enfatizar o subrayar con dicho concretísimo y tradicional símil la «conversión» intelectiva en el Amado, pues sólo mediante la transformación intelectual, sólo por la caritas, «conocería dónde / sesteas, dulce Esposo... » (oda citada, vv. 36-37). Con el auxilio de la gracia y merced a la semejanza previa entre el alma del hombre y Cristo, puente entre aquella y Dios, pues

le ama Dios [a su Hijo] únicamente. Quiero decir que no solamente la ama mucho más que a otra cosa ninguna, sino que a ninguna ama sino por su respecto [«mediación»]... porque no ama sino a Cristo en las cosas que ama. Porque su semejanza de Cristo, en la cual, por medio de la gracia, que es imagen de Cristo, se transforma nuestra alma, y el mismo espíritu de Cristo que en ella vive, y así la hace una cosa con Cristo, es lo que satisface [«restituye»] a Dios en nosotros. Por donde sólo Cristo es el Amado, por cuanto todos los amados de Dios son Jesucristo por la imagen suya que tienen impresa en el alma.


(«Amado», pp. 613-614)                


Como es sabido, en el último nombre, «Jesús», resume los atributos y cualidades repartidas en los trece anteriores, aunque haciendo especial hincapié en dos: su descensus y consiguiente condición de mediador entre Dios y los hombres, y, en tanto que hombre, la citada microcosmia «a lo divino», que tanto subrayará San Juan de la Cruz. Ambas necesarias para que el alma se transforme en Dios, de donde procede:

Él es tabernáculo, porque nosotros vivimos en Él; nosotros lo somos porque él mora en nosotros. «Y la rueda está en medio de la rueda, y los animales en las ruedas y las ruedas en los animales», como Ezechiel [I, 16-19] escribía, y están en Cristo ambas las ruedas, porque en Él está la divinidad del Verbo y la humanidad de su carne, que contiene en sí la universidad de todas las criaturas ayuntadas y hechas una.25


Y para la «salud» o «salvación» del hombre (la regio media salutis de San Agustín), significado literal del nombre Jesús26. Ese estado de salvación supone «hacerse uno con Cristo, esto es, tener a Cristo en sí transformándose en él» (p. 638), ya implique que «nos incorporamos a Cristo en la Eucaristía no sólo por la gracia y la caridad, sino por unión natural, corporal o física» (Maristany, p. 101, a la vista del nombre «Esposo»), ya se deduzca únicamente la transformación intelectiva, o la del appetitus intellectivus (la voluntad), como parece desprenderse de las palabras de San Juan de la Cruz, que veremos en el siguiente capítulo.

Pero no hay que pensar que fray Luis se limite a las variantes del cristocentrismo, sino que conoce, pues eran moneda corriente, el proceso, las imágenes, los conceptos y las fuentes diversas del motivo, por lo que frecuentemente los combina. Téngase también en cuenta que dicha combinación sacroprofana del amor ya estaba implícita, como hemos visto, en algunos de los citados tratadistas neoplatónicos. Así, ya en los primeros y muy significativos renglones del prólogo de su exposición del Cantar de los cantares da esta pauta combinatoria, que mantiene a lo largo del libro: «Ninguna cosa es más propria a Dios que el amor, ni al amor hay cosa más natural que volver ["transformar, convertir"] al que ama en las condiciones y ingenio del que es amado». El ejemplo supremo lo tenemos en Dios mismo, que creó al hombre «al principio a su imagen y semejanza, como otro Dios, y a la postre se hizo Dios a la figura y usanza suya, volviéndose hombre últimamente por naturaleza». Pero tampoco se limita fray Luis a remover tópicos archiconocidos, sino que, como siempre, adecua sutilmente las más nobles tradiciones: la patrística (especialmente, la agustiniana), la bíblica y la platónica; o sea y respectivamente, la vuelta a Dios (con la usual fórmula animat ubi amat); la infusio caritatis, significada simbólicamente con el beso, y la integración por el amor del Banquete. De este modo, a propósito del «Béseme de besos de su boca», afirma que la Esposa ruega «a sus compañeras que avisen al Esposo de la enfermedad y desmayo en que está por sus amores y por el ardiente deseo que de velle tiene», que este

es efecto naturalísimo del amor y nace de lo que se suele decir comúnmente que el ánima del amante vive más en aquel a quien ama que en sí mesmo, por donde, cuanto el amado más se aparta y ausenta, ella, que vive en él por continuo pensamiento y afición y le va siguiendo, tanto menos comunica con su cuerpo.... [se parece] a las casadas y enamoradas y los aficionados y los poetas ... cuando llaman a los que aman alma suya, y publican haberles sido robado el corazón, tiranizada su libertad, puestas a sacomano sus entrañas, que no es encarecimiento o manera de bien decir, sino verdad... Y así, la propria medicina de esta afición y lo que más en ella se pretende y desea es cobrar cada uno que ama su alma, que siente serle robada; la cual, porque parece tener su asiento en el aliento que se coge por la boca, de aquí es el desear tanto y deleitarse los que se aman en juntar las bocas y mezclar los alientos, como guiados por esta imaginación y deseo de restituirse en lo que les falta de su corazón, o acabar de entregarlo del todo. Queda entendido desto con cuanta razón la Esposa, para reparo de su alma y corazón que le faltaba por la ausencia de su esposo, pide para remedio sus besos, diciendo «Béseme de besos», etc., que es decir... mi alma está con Él, y yo estoy sin ella hasta que la cobre de su graciosa boca, donde está recogida.27


Klaus Reinhardt ha estudiado una exposición espiritual recientemente exhumada del Cantar, que con pocas reservas atribuye a fray Luis y que sería complementaria de la literal antes citada28. Por lo poco que he podido leer, parece ser un texto interesantísimo:

Amor es un ánima que vive en dos cuerpos, y el fin suyo es gozar, y este gozo se viene a cumplir cuando de aquellos dos cuerpos se hace uno, en la manera que mejor puede, de tal arte que ya son un cuerpo y una ánima. De aquí vienen los abrazos entre los que bien se quieren, que representan aquesta unión. De aquí también los besos, que no solamente significan grande amor y paz, mas muy enteramente parece que imitan los dos amantes, juntando el spíritu y huelgo del uno con el otro, como si ya con un mesmo respirar ambos viviesen.


Como la exposición es espiritual, en la exégesis insiste primordialmente en la función de Cristo como Mediator y en la unión de todos los hombre en el cuerpo místico de Jesús (o en su cuerpo real, «por unión natural, corporal o física», al decir de Maristany), tal como hemos visto repetidas veces en otros textos luisianos: «Los cuales [besos] tienen fuerza de juntar a los enamorados de Dios con Él mismo y hacerlos naturaleza divina, y a Dios hacerlo humano, de manera que los hombres por medio deste amor se puedan llamar dios, y Dios, hombre... Pues ¿qué mayor unión puede ser que esta? Que de Cristo y de sus fieles enamorados se haya hecho un cuerpo y que donde hasta aquí no había más de un heredero del reino de los cielos, que era el Hijo de Dios solo, y ahora sea el Hijo de Dios con sus miembros; quiero decir, con aquellos que con fe y amor se hicieron uno con Él con la unión de la gracia divina y virtud del Spíritu de Dios». Ni que decirse tiene de la importancia del texto y de la coincidencia con muchos planteamientos luisianos.

Como no podía ser menos, dado su conocimiento de la tradición, también incorpora el concepto aristotelico-ciceroniano del amigo como dimidius ego: «De sí mismos... hazen cada día renunciación perfectísima, y, si es possible enagenarse un hombre en sí, y dividirse de sí misma nuestra alma... se enagenan y se dividen amándole», pues «dícese del que ama que no vive consigo más de la mitad, y que la otra mitad, que es la mejor parte de él, vive y está en la cosa amada».29

El motivo es de sobra conocido por la mayor parte de intelectuales de su círculo; así lo trae Benito Arias Montano al final de su Rhetorica (1561), donde incorpora una carta a Álvaro Lugo rogando por su amigo común Gaspar:


Tuque adeo nostrasque preces studiumque iuvato
Alvare Lugue animae semper pars optima nostrae,
Namque etiam te Gaspar amat, ut Gaspare amico
Usus eras, grato cum te mea pulchra tenebat
Rupes, Musarum secessus...30


El bellísimo apelativo que le dedica a Lugo («la óptima parte de nuestra alma») lo recogerá más tarde Aldana (véase más adelante), pero ya lo hemos visto antes en Aristóteles, Cicerón, Horacio, Ovidio, etc. (cf. capítulo I, pp. 41-45). Y también figuraba en Garcilaso:


el caro hermano buscas, que sólo era
la mitad de tu alma, el cual muriendo,
quedará ya sin una parte entera


(Elegía I, vv. 40-42)                


que comenta Herrera en sus Anotaciones de esta forma: «esto es a imitación de Pitágoras, que dixo que era un'alma en dos cuerpos» (ed. cit, p. 304), citando a continuación los celebérrimos versos de Horacio referidos a Virgilio. También los tendría presentes Du Bellay: «Ne t'ebahis (Ronsard), la moitié de mon ame, / si de ton Du Bellay France ne lis plus rien».31

Fray Luis, sin embargo -el contexto obliga-, lleva el motivo hasta el extremo: «y llegan a desfigurarse de sí... para que el amor de Cristo sea en ellos la forma, la vida, el ser, el parecer, el obrar y, finalmente, para que no se parezca en ellos más de su Amado» (Nombres, pp. 612-613). Tampoco aquí se ahorra la transformación e «impresión» del alma:

por medio de la gracia, que es imagen de Cristo, se transforma nuestra alma, y el mismo espíritu de Cristo que en ella vive, y así la hace una cosa con Cristo, es lo que satisface a Dios en nosotros. Por donde sólo Cristo es el Amado, por cuanto todos los amados de Dios son Jesucristo por la imagen suya que tienen impresa en el alma.32


Nótese, por otra parte, que de las palabras del Agustino se desprende lo que decía al principio sobre la imagen platónica del espejo: para que pueda darse la transformación recíproca de los amantes es preciso que haya una coincidencia entre sí, que posean una naturaleza semejante o que participen de algún modo de la misma naturaleza; de no ser así, el amante no podría conocer -«intelectivamente»- al amado ni, claro, amarle. O sea, antes de que tenga lugar la transformación, el amante ya posee algunas de las cualidades del Amado, pues no en balde fue creado a imagen y semejanza suya; al reconocerlas como suyas en este (o sea, al actuar el Amado como un espejo de sí mismo) se produce la transformación. Vale decir que

si el amor o la belleza que hay en el hombre ha sido puesta o actualizada por el objeto de su amor, parece claro que cuando el objeto, el amado, la superficie de las aguas; el reflejo de la luz, etc.


(D. Ynduráin, Aproximación..., p. 34).                


Ya advirtió Platón (Fedro, 251 a) que todos los hombres participan en potencia de la divinidad y que el amor es una forma de actualizarla; y como todo lo creado ha sido obra de Dios, los hombres tienen en común ser imágenes de Dios. Cuando, merced al amor, los amantes actualizan la belleza divina en ellos depositada en potencia no hacen más que reconocer -si se da la reciprocidad- en el otro, como en un espejo, su propia belleza y, claro, la divina. O sea, se transforman en el amado y lo transforman en sí, porque poseen una semejanza inicial, la derivada de la participación en la belleza universal, en la divinidad33. Nos lo recuerda Medrano:


Que si nuestras dos almas son a una
¿en quién, si no ya en Dios, habrá potencia
que las gaste o las fuerce o las desuna?34


Las palabras de León Hebreo también son muy explícitas:

Siendo nuestra ánima imagen pintada de la suma hermosura y, deseando naturalmente volver a la propia divinidad, está preñada siempre de ella con este natural deseo. Por lo cual, cuando ve una persona hermosa en sí de hermosura a ella misma conveniente, conoce en ella y por ella la hermosura divina; porque aquella persona es también imagen de la divina hermosura.35


Además de la idea de la común participación en la divinidad, subraya el tratadista la noción de que Dios ha depositado en cada una de sus criaturas unas a modo de «semillas»36 de amor y de belleza o «hermosura» («charitas es quodam semen Dei», dice fray Luis de León en De charitate37,) que son cualidades comunes al amante y al amado. Cuando aquel contempla la belleza de este convierte en acto de amor las semillas comunes que hasta entonces sólo estaban en potencia dentro del enamorado, al que, de esta manera, atrae y transforma, y viceversa. La semejanza en potencia de los amantes, así, no sólo es una condición sine qua non para la transformación (o semejanza en acto), sino que también es su motor, pues, al decir de Ficino -y siempre que sea recíproco-, «la semejanza engendra amor. La semejanza es una cierta cualidad [natura], que es la misma en muchos. Así, si yo soy semejante a ti, tú necesariamente eres semejante a mí. Por tanto, esta semejanza que me empuja a amarte, también te fuerza a amarme» (De amore, p. 45). El concepto, en estos o parecidos términos, se encuentra en muchos contextos, por lo que no es difícil que lo sacara de la Summa de Santo Tomás, donde se proclama que «similitudo... procreat amorem» (I-II, q. 27, a. 3).

Pero no sólo en los autores «sacros» figura el motivo originariamente platónico y sub specie caritatis, también en los profanos se pueden espigar suficientes testimonios que prueban el progresivo deslizamiento hacia la transformación «intelectiva», por la cual el amante logra una «visión de amor interna», esencial, que trasciende los accidentes de la belleza sensual, como recuerda Francisco de la Torre:



   No la belleza que la noche adorna
Cintia cercada de ojos, ni la estrella
cuya resplandeciente lumbre bella
los elementos y los cielos orna;

   no si cuando se parte Febo, y torna
resplandeciendo entre esta y entre aquella
nube sutil, que la blancura de ella
claras y transparentes iris torna;

   no la memoria de mi pena eterna
en el alma divina sustentada,
dende el punto que humana parte informa,

   pueden causar visión de amor interna
como la vista de mi ninfa amada
cuando en sus ojos bellos me transforma38.


Ni la luz de la Luna ni la del Sol ni la reflejada en las nubes; la luz interna, que hace posible la contemplación intelectual, sólo se alcanza cuando el amor transforma al amante en el amado y aquel puede contemplar por los ojos de este la belleza esencial. En un primer momento de la transformación, el amado «informa la humana parte» (v. 11), o sea, da forma a (la materia de) su alma. «Dende» este «punto» (cuando ya está «conformada» el alma, y a salvo de los efectos de la belleza sensible), el amante ya podrá ver intelectualmente («visión interna») a través del amado, pues las almas de ambos ya participan de la idea de belleza, alcanzada merced al amor, están in-formadas intelectualmente; ya podrán, en fin, amarse platónicamente.

Sin salirnos del «círculo» salmantino, en la poesía de Aldana, que posiblemente leyó más tratados y diálogos amorosos que ningún otro poeta contemporáneo, encontramos todo el repertorio que hemos ido viendo. Desde el de la amicitia aristotélico-ciceroniana, o sea, la consideración del amigo como dimidius ego,


es verdad que Aldino y que Galanio
dos nombres son y sola una alma vive
en Galanio y Aldino solamente,
tanto que yo de mí menos certeza
tengo que vivo y soy que en mí vos mismo
sé que vivís y sois la mejor parte39,


y el venus est anima ubi amat, quam ubi animat40, hasta la constatación de la imposibilidad de transformarse «corporal, sensitivamente» en el amado, tal como pretendía Lucrecio y rebatían Ficino, Tullia D'Aragona, etc. Conocido es el dictamen negativo de dicha transformación en su celebérrimo soneto en forma de quaestio finita y consiguiente responsio: «¿Cuál es la causa, mi Damón, que estando / en la lucha de amor ...». Pues, pese a que las almas puedan juntarse, o sea, transformarse recíprocamente (por su semejanza y participación en la belleza), el amor no puede «los cuerpos ajuntar / también, tan fuerte», por lo que «llora el velo mortal su avara suerte»41. Pero no sólo aquí, sino, entre otros lugares (p. 371):


¡Donosa conversión de dos que buscan
los cuerpos convertir, como las almas,
uno en el otro y ser nuevo andrógino!
No es esa conversión por Dios trazada,
mas un extremo opuesto al convertirse.


Como se ve, con la imagen del andrógino del Banquete (191 c-d ss.) como telón de fondo, estableciendo una clara diferenciación entre la Venus vulgar y la celeste, entre cupiditas y caritas, o entre el amor sensual y el contemplativo. Y precisa que aunque reciban el mismo nombre, «amor», son dos y muy distintas realidades:


y dado que a ese amor y a ese otro llamen
también amor, sabrás que para siempre
son y serán amores paralelos
que no pueden juntarse a ningún término.


Posiblemente tenía in mente la afirmación ficiniana a propósito de Lucrecio: «per la qual cosa lo appetito del Coito et lo Amore non solamente non sono y medesimi moti, ma essere contrarii si mostrano», a pesar de que los ecos lucrecianos se dejan sentir en un autor tan leído como Castiglione42.

También prescribe el amor sensual Herrera, quien, a despecho del deseo, plantea una transformación de los ojos del amante en los del amado, o sea, un intercambio de espíritus animales, que salen por los ojos (Égloga, vv. 108-112; ed. cit., p. 125):


   Los sátiros laçivos, admirados,
su pena declaraban y cuidados;
mas tú, los ojos de tu Meliseo
en los tuyos trocados,
hazías vanos dellos el desseo.


La diferencia radica, precisamente, en que el platónico, al contrario que el lucreciano, es paralelo con la posesión de la belleza (aunque el propio Platón comenta que es imposible la posesión completa: Banquete, 203 d)43 y propicia la transformación de los amantes, que, a su vez, tiene su inexcusable origen en la previa semejanza entre ellos, como enseña el citado Platón y sus seguidores, y ratifica Herrera (ed. cit., p. 139):


   Con la grande igualdad que'n la belleza
vuestra halla mi alma semejante,
que trasfigure'en mí vuestra grandeza
me fuerça, y a mí en vos, y de el semblante
de vuestra luz procede con terneza
a los ojos de vuestro humilde amante
un furor blando en que perderme siento,
y se dobla en la vista mi tormento.


Tampoco falta en Herrera el otro pilar fundamental de la casuística amorosa neoplatónica, el beso, directamente nombrado o aludido por contigüidad metonímica, aliento o suspiros:



. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
acoged blandamente mi suspiro.

   Con él, mi alma en el celeste fuego
vuestro abrazada viene, y se transforma
en la belleza vuestra soberana.

   Y en tanto gozo, en su mayor sosiego,
su bien, en cuantas almas halla, informa,
qu'en el comunicar más gloria gana44.


También los dialogantes del Scholástico de Villalón, en ocasión de contraponer al amor loco el amor celestial, utilizan rectamente los fundamentos neoplatónicos del motivo:

Mas aquel que ama el ánima y su hermosura, que es la virtud, contempla en ella y glorifica en ella a su dios: y así como ama cosa constante y eterna, así será constante y eterno su amor: y aquello quiere el amante que quiere él: y se procura transformar en la cosa amada sin nunca della diferir ni se apartar. Con este amor ninguno puede ser ingrato, ni le puede fingir ni mentir.45


El amor a Dios asimismo, recordaban místicos y profanos, nos hace semejantes a Él, no sólo por la asimilación que comporta («la vuelta a la divinidad» que proclamaba León Hebreo naciéndose eco de una gran parte de la patrística, más la tradición de la infusio caritatis y conceptos afines), sino porque, en tanto que poseedores de alma intelectiva, somos partícipes ex ovo de dicha divinidad, que el amor «intelectivo» (caritas) actualiza, liberándonos de la «oscura muerte», como subraya, por ejemplo, León Hebreo:

Lo que hace el hombre excelso es amar y desear las cosas honestas, ya que estos amores y deseos son los que hacen más excelente la parte más importante del hombre, aquella gracias a la cual es hombre, aquella parte que más alejada está de la materia y de la oscuridad, y más próxima a la claridad divina, es decir, el alma intelectiva, que es la única parte o potencia humana que puede librarse de la oscura muerte.


(ed. de A. Soria, p. 20)                


Asimismo, en fin, las principales fuentes y directrices teóricas son comunes a los dos tipos de amor (profano y sacro), así como la descripción del proceso de asimilación y transformación del amante en el amado. Además, como vimos, la concepción teológica o mística es análoga a la fisiopsicológica, o se deja leer a luz de esta.

Arriba veíamos cómo la Elisa de la Égloga I de Garcilaso, símbolo de la porción intelectiva del pastor enamorado, era «el sol» que había de disolver las melancólicas tinieblas de su amante Nemoroso, es decir, la encargada de alumbrar la «noche» en que quedaba Nemoroso por la muerte, precisamente, de la propia Elisa. El hecho mismo de recrear, en su ausencia, las imágenes de la pastora, constantemente extraídas de la memoria e iluminadas en la fantasía -de fws, «luz»; Aristóteles, De anima, 429 a; véase el capítulo II-, era nocivo, patógeno, pues le faltaba la visio directa, y originaba tal calor en el corazón del excitado pastor, que no podía por menos que producirse el temido humor negro, la melancolía, que, como vimos, es la hez, el orín, de la combustión de la sangre portadora de los espíritus (vitales y, posteriormente, animales), auxiliares indispensables para que el cerebro, mediante la phantasia, pueda imaginar. En cambio, la visión intelectiva de Elisa, cuando «muerte el tiempo determine», supondrá que Nemoroso pueda prescindir de las potencias directamente relacionadas con el sensus communis (memoria e imaginación) y con el amor entendido como cupiditas, pues podrá «verla» esencial, anímicamente; podrá, por tanto, liberarse de la «noche del sentido» a que le ha abocado la ausencia, el «partir» de Elisa.

Este proceso estaba prácticamente representado en La Navire de Margarita de Navarra, ya sea para indicar la muerte de la carne y la vida posterior del alma en el amado:


Et si l'amour que tu portois jadis
a ma chair morte á l'ame est convertie,
tu auras joye et croyras á mes ditz


(vv- 478-480)46,                


ya para subrayar el altruismo, aniquilamiento o enajenación del yo y sus pasiones, a fin de unirse con Dios:


Vuide de toy l'amour, aussy la hainne,
tue ta chair, afín que, simple et vuide,
du vray amour de Dieu tu soyes pleine.


(vv. 1.393-1.395)                


Previa illuminatio, como le explica el rey Francisco I: «Je voy ici... / ... / mon ame icy de lumiere es garnie» (413, 415), merced a la mediación, al «descenso», de Cristo, que se hizo hombre y que le devuelve al hombre su entidad de capax Dei, de deus creatus. Y del mismo modo que el amante muere para renacer en el amado, como vimos antes con Tullia D'Aragona y otros para el amor profano, el alma muere en sí misma para resucitar y vivir en Cristo (véase Perella, op. cit., pp. 158-175), para lograr la comunión con Dios. Consecuentemente, el alma resucita, o alcanza, amándole, doble vida: «en double bien ton mal sera rendu» (v. 411). Es una manifestación de la caritas paulina y del consiguiente cristocentrismo, que a partir de Orígenes, y especialmente a través de San Agustín, San Bernardo47 o San Buenaventura, llega a la autora, con la más que posible mediación de los «teólogos» neoplatónicos italianos, que, al fin y al cabo, lo que pretendían era conjugar el eros platónico y la amistad aristotélica con la caritas paulina o con el Evangelio de San Juan, como hemos ido viendo.

La misma horma que seguía fray Luis, aunque desde la ladera sacra. Pero, mutatis mutandis, el proceso no difiere tanto, salvo que «en el otro ayuntamiento [el profano] no se comunica el espíritu» y cuando los cuerpos «se hacen uno... se quedan diferentes en todas sus cualidades». En la unión con Cristo, en cambio, «vive y vivirá nuestra carne» y «obramos con Él y por Él lo que es debido al ser suyo que en nuestra alma está puesto... y hechos así otro Él o, por mejor decir, envestidos en Él, nasce del y de nosotros una obra misma» («Esposo», pp. 451-452), porque «pone presente su mismo Spíritu Santo en cada uno de los ánimos justos», o sea, merced a la infusio caritatis (Rom., V, 5).

Es la culminación de un proceso cuya primera etapa viene dada porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, por lo que en su alma conserva los vestigia divinitatis; la segunda, con la Encarnación o descenso de su Hijo; la tercera, por la transformación propiciada por la infusión del Espíritu Santo: «que primero pone Dios en el alma sus dones, y después aplica a ella sus manos y rostro, y últimamente le infunde su aliento y espíritu... y viviendo por Él, dice con San Pablo: "vivo yo, mas no yo, sino vive en mí Jesucristo" [Gál., II, 22]» (ibid., p. 453).

La primera etapa o condición, la búsqueda de la imagen de Dios en el alma, pues a imagen suya fuimos creados, es crucial. Se trata del principio de la analogia entis, con la mediación de San Pablo: « ...las cosas invisibles de Dios... se han hecho visibles después de la creación del mundo por el conocimiento que de ellas nos dan sus criaturas...», (Rom., I, 20); «al presente vemos como en un espejo, y bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara» (1 Cor., XIII, 12). Es la verdadera piedra angular de la mística agustiniana48 y fundamento de la de San Juan de la Cruz.

Según San Agustín, una vez re-conocemos nuestra condición de imágenes de Dios o conocemos el «rescoldo» o indicios (vestigia) de divinidad que hay en nuestra alma, y a través suyo (de Cristo) nos redimimos, podemos transformarnos en Él, por la infusión de la caridad: el Espíritu Santo. Pues indicios de la Trinidad hemos de buscar en nosotros mismos -es el tema central, claro, del De Trinitate-, porque el alma es como el Padre; y de su ser engendra la inteligencia de sí misma, como el Hijo, o como el Verbo; y la relación de este ser con su inteligencia es una vida, como el Espíritu Santo. Análogamente, el alma es, ante todo, un pensamiento (mens) de donde brota un conocimiento en que dicho pensamiento se expresa (notitia), y de su relación con aquel conocimiento surge el amor que se tiene (amor). Ahora bien, ser análogo de la Trinidad no es sólo ser un pensamiento que se conoce y se ama, es ser testimonio vivo de las tres Personas. Conocerse a sí mismo significará, pues, conocerse como imagen de Dios. En tal sentido, nuestro pensamiento es memoria de Dios, el conocimiento que en él se encuentra es inteligencia de Dios, y el amor que procede de uno y otro es amor de Dios. Así, en el interior del hombre hay algo más profundo que el hombre, pues lo más íntimo de su pensamiento (abditum mentis) no es sino el secreto inagotable de Dios mismo (Deo intimo meo), como recordará, entre otros, el Maestro Eckhart. Las posteriores etapas, que culminan en la transformación del amante en el amado, se dejan explicar mucho mejor con San Juan de la Cruz.





 
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