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Fray Luis en las encrucijadas de su tiempo

Teresa Herraiz de Tresca





Para comprender cómo fray Luis de León resulta a la vez protagonista y testigo de su tiempo es necesario un pantallazo de la España de su época. Pues la vida y obra de fray Luis se sitúa entre dos épocas y mentalidades, en un verdadero entramado de conflictos; y en un ámbito en que por su naturaleza, esas tensiones son más visibles. No pretendo aportar nuevos datos a la visión de fray Luis; tan sólo un ángulo de reflexión que pudiera ser útil.


Fray Luis de León: mito e historia

En algún rincón de la memoria casi todos albergamos la tradicional imagen seráfica y paciente de un fray Luis templado por la adversidad, de ascética ecuanimidad, cuya única alusión a los seis años de prisión preventiva en la cárcel de la Inquisición fuera el famoso «como decíamos ayer» -supuesto que haya sido alguna vez pronunciado. Esa imagen quedó matizada hace bastante tiempo por Dámaso Alonso, por ejemplo. Éste recuerda con gracia su sorpresa al descubrir un fray Luis combativo, «dispuesto a cantarle sus verdades al lucero del alba, incómodo para compañero de claustro (¡Dios nos libre!)», vehemente y luchador, pleitista impenitente1. Por cierto que, un tiempo después de terminado el proceso inquisitorial, la Universidad de Salamanca utilizó sabiamente esos talentos para defender, y con qué eficacia, los intereses de esa casa hasta ante el mismo rey. Como ejemplo, una carta del 17 de enero de 1589 ilustra estas facetas de su carácter: después de una minuciosa descripción, día a día, de cómo ha vuelto locos a secretarios varios y al mismo rey, saliendo con lo pretendido por la Universidad, añade: «y no ha sido el menor trabajo de todos resistir a los pareceres de vuestras mercedes, que si los hubiera seguido, este negocio quedara perdido, sin venir jamás a conclusión». Y se estaba dirigiendo «A los muy ilustres Rector y Maestrescuela y Claustro… de Salamanca»2. En los últimos años de su vida, esas energías se sublimaron en la defensa de las carmelitas, de la obra de santa Teresa cuya edición se le encomendó, (en cuyo Prólogo deja también rasgos de su temple agonal), y de la extensión de la observancia en su propia Orden. Eso sin mencionar el pleito que iniciara por la hora de cátedra adjudicada poco después de salir de la cárcel inquisitorial3.

Fray Luis, pues, no tenía precisamente un carácter conciliador. En una carta, pide a sus carceleros, aparte de otras cosas «unos polvos para mis melancolías y pasiones de corazón», especialidad de una monja del monasterio de Madrigal, lo que en vocabulario moderno sería más o menos: «depresiones, ciclotimia, angustias y sobrexcitación». Pero su vehemencia no era sólo un rasgo de carácter. Se correspondía con unas fracturas de su época y situación, con unos problemas no solamente suyos, sino de la comunidad toda, capaces de tensionar al carácter más apacible si le tocaban. Y a un profesor universitario, le tocaban tarde o temprano. Encontraban en fray Luis terreno abonado.




La España de fray Luis: conflictos exteriores

La España del XVI está en realidad recorrida por varias fisuras; algunas vienen ya de fines del siglo anterior. No todas inciden directamente sobre fray Luis; pero todas contribuyen a ir enrareciendo un clima colectivo inicialmente optimista, autoafirmativo y por eso mismo abierto a las novedades de un mundo material e intelectual en expansión. Ese clima asimilaba sin temor las fabulosas novedades americanas, la cultura humanista venida de Italia o la piedad y la tradición mística flamenca y renana, ésta tanto por contactos directos entre la Castilla del siglo XV y su principal mercado lanero, Flandes, como luego a través de un Erasmo acogido con entusiasmo por el Emperador de educación flamenca, la Corte, y hasta el Gran Inquisidor.

La gran fisura de Europa, la Reforma, la afecta por un lado a distancia, pero por otro directamente en la persona de su rey, a la vez emperador y por tanto totalmente involucrado en el conflicto. La consolidación del protestantismo en la Europa del Norte parte esas dos épocas: la España segura de sí, acogedora de ideas, de corrientes artísticas y literarias, de fervores religiosos, se cierra sobre sí oficialmente bajo Felipe II, luego de la consagración de la fractura y la abdicación del Emperador: prohibición para los españoles de estudiar en el extranjero, Índice de libros prohibidos de la Inquisición, prohibición de las traducciones bíblicas y de importación de libros, casi todo ello en los últimos años de la década del 50. Por más que los fluidos intercambios con las posesiones italianas y flamencas continúe, aun después de la rebelión de estas últimas, el clima espiritual y sobre todo sociopolítico cambia, y ello es especialmente sensible para los que, nacidos y educados en el clima imperial, deben enseñar y actuar en la vida intelectual y religiosa bien entrada la segunda mitad del siglo. Cristóbal Cuevas lo dice condensadamente:

Fray Luis, formado en la época del Emperador -apertura a Europa, importación del «legado de Borgoña», clima de universalidad, empresa de América, erasmismo, capacidad de convivencia-, ha de desarrollar su actividad de madurez en la de Felipe II -exclusivismo nacionalista, castellano-centrismo, sacralización del Estado, censura, contrarreforma, conservadurismo, neoescolasticismo, instrumentación religiosa del arte-. A caballo entre épocas tan dispares, su figura, como apunta Domínguez Ortiz, es paradigma del escritor de la época filipina, angustiado por la obligada renuncia a una libertad de pensamiento y acción ya conquistada, en aras de las nuevas tensiones simplificadoras4.






La España de fray Luis. Conflicto interiores


1. Fragilidad de la unidad interior e Imperio

Repasemos las más importantes de las fisuras internas. En lo político, encontramos por lo pronto las diferencias constitutivas entre los Reinos recién unidos, ligados solamente por las Coronas y por la equivalencia de las mayores unidades monetarias. Intactas y acentuadas por el ausentismo real derivado del Imperio quedan las estructuras jurídicas, las instituciones y costumbres, las lenguas, los intereses económicos y las relaciones culturales. Aragón sigue de cara al Mediterráneo, a Italia y a Oriente; Castilla, al Atlántico y al norte de Europa, más los nuevos dominios americanos, exclusivos de su Corona y casi prohibidos para los demás Reinos, aun los españoles. El peso del Imperio, los nuevos conflictos a los que éste arrastra, ajenos al relativo equilibrio peninsular iniciado por los Reyes Católicos, endurecen recelos y tensiones, y aumentan el peso del único organismo de Estado que abarca todo el territorio: El Consejo de la Suprema y General Inquisición. Al punto de que cuando el ex secretario de Felipe II, Antonio Pérez, aragonés, escape con secretos de Estado de Castilla a Aragón y sus fueros, rumbo a Francia, en 1590, el único recurso legal para intentar detenerlo que podrá esgrimir el rey, será recurrir a la Inquisición, con la revuelta de Aragón y la huida de Pérez a Francia como resultado5.




2. Imperiales y ex comuneros

Otra fisura latente, a la vez política, religiosa y social, peculiar de Castilla pero con efectos en Flandes y Aragón por las decisiones que suscitó, es la que dejara la dominada sublevación de los Comuneros de 1521. Fue éste un hecho histórico sumamente complejo desencadenado por los abusos de los cortesanos flamencos del joven Carlos V, y por el más o menos expresado temor a las consecuencias de que el Rey de España se transformara, además, en Emperador del Sacro Romano Imperio alemán. La nobleza alta y sobre todo media, y el patriciado urbano, quedaron tácita o expresamente divididos en imperiales, más o menos europeístas y tolerantes en lo religioso (dentro de los márgenes de entonces), más bien flexibles y favorables a las soluciones diplomáticas, y ex comuneros, más rígidos y autoritarios, partidarios de una España vuelta sobre sí y desconfiados de todo lo extranjero o ajeno. Dentro del Consejo de Felipe II, con los primeros se suele identificar al príncipe de Éboli, ligado a la casa de Mendoza; con los segundos, al duque de Alba y su casa. Por supuesto, ninguna de las dos posiciones era únicamente política o ideológica: enredadas relaciones de parentesco y clientelismo daban a esta tensión una arcaica pero activísima dimensión de rivalidad casi feudal. Ya veremos que, sin relación de poder demasiado directa, las dos actitudes tenían homólogos en la vida universitaria.




3. Los Estatutos de Limpieza de Sangre

A estas fisuras se unía otra de naturaleza sociorreligiosa. Mientras las anteriores se originaban y expresaban en las capas altas de la sociedad, ésta surgía de las medio-bajas, los villanos, sobre todo de origen rural, y terminó invadiendo las superiores cuya vida dificultaba considerablemente. Se trata de una creciente obsesión genealógico-religiosa, el problema de la limpieza de sangre.

En la España medieval, las tres religiones y culturas -cristianos, musulmanes y judíos- habían convivido en tenso pero más o menos razonable equilibrio, mejor que en el resto de Europa. Con mayores o menores conflictos entre los moros y los cristianos -la Reconquista no es un proceso continuo ni uniforme, más de una vez, como se puede ver ya en el Poema del Cid, hay moros aliados de cristianos, vasallos éstos de aquéllos o aquéllos de éstos. En cuanto a las relaciones judeocristianas, no faltan las tensiones, pero tampoco hay inconveniente para los matrimonios de nobles con jóvenes conversas; generalmente de familias adineradas. Los conversos son aceptados, y existe en general cierta asimilación de judíos, en cuanto tales, a los niveles superiores de la sociedad. Testimonio de ello podrían ser las muchas traducciones bíblicas, cristianas, judías y aun -parece significativo- judeocristianas6. Esto sin contar con las grandes familias de conversos como los Cartagena o los Santamaría, que proveyeron buen número de intelectuales y clérigos, incluso obispos, prestigiosos. Ello al punto de que todavía Fernando el Católico tuviese, por su madre (una Enríquez, la familia de los Almirantes de Castilla), sangre judía, sin que esto provocara problemas en un momento que el tema ya empezaba a tornarse conflictivo.

En el siglo XV, sin embargo, siglo desgarrado y desarticulador en toda Europa -Peste Negra, Cisma de Occidente, caída de Constantinopla, guerras civiles-, la presión demográfica de fines del siglo en Castilla sobre todo, mas, antes, la peste cuyo poder de desestructuración nos cuesta imaginar, va levantando la ola de un antisemitismo popular, más o menos visiblemente ligado a un resentimiento antinobiliario, y al hecho de ver judíos en posiciones elevadas... o bien recaudadores de impuestos. Braudel hace notar cómo las crisis antisemitas coinciden en toda Europa con crisis generales, generalmente ligadas a la subsistencia7. En todo caso, esta oleada termina asumida por los Reyes Católicos con la expulsión, en 1492, de todos los judíos no convertidos al cristianismo.

Si existe una presión popular, no menos hay razones brotadas de una visión política vigente en toda Europa, y que fundará el criterio «cuius regio, ejus religio» aplicado bastante más tarde en relación con la Reforma: que la religión es un cemento social y político de primer orden, por lo tanto asunto de Estado. Más aun en las nacientes y todavía precarias naciones; más todavía en una que acaba de expulsar un conquistador de siglos que queda fuerte, presente, amenazante y necesitado de posibles aliados, del otro lado del Estrecho de Gibraltar. Por esas razones se traicionarán las capitulaciones bajo juramento de la rendición de Granada -respeto a religión, lengua y costumbres de los moros- y se creará, no sin resistencia de Roma, un órgano de Estado para controlar la autenticidad de la fe de los judíos conversos, el Consejo de la Inquisición ya mencionado, sobre el que volveremos. Por esa razón también todos los reyes de entonces controlan cuanto pueden a la Iglesia, sea desplazándola o reemplazándola (reinos protestantes) sea controlándola estrechamente, enfrentando al Papa si hace falta: es el caso de España y Francia sucesivamente.

Ahora bien, a lo largo del siglo XVI, con esta situación se enlaza otra, que encuentra en la primera una espléndida vía de expresión: el resentimiento de los villanos, sobre todo los que, generalmente a través de la Universidad, el servicio real (nuestra administración pública) y/o la Iglesia, pueden aspirar a cargos importantes. Ven con rencor a los nobles acceder a ellos más fácilmente, aunque no se desechasen las serias exigencias selectivas por mérito que habían establecido los Reyes Católicos. Y como los nobles suelen tener sangre judía, porque en la Edad Media no había inconveniente para esos casamientos, y porque además tienen su linaje más claramente registrado que los villanos, la carencia de antepasados moros y sobre todo judíos se va constituyendo en una especie de criterio alternativo de nobleza, requisito crecientemente indispensable para acceder a órdenes y cargos religiosos, Colegios Mayores, Órdenes militares, cargos públicos, cofradías, asociaciones seglares de cualquier índole. Respecto de ese criterio, una ascendencia villana rural era el arquetipo de lo intachable. De más está decir el cauce que esto significó para las peores pasiones sociales: rencores, envidias, venganzas, competencia desleal, mezquindad, encontraban en la «limpieza de sangre» pretexto ideal para perjudicar e incluso eliminar adversarios o simplemente saciar rencores contra vecinos más afortunados. Ni que decirse tiene lo que podía pasar en el acerado mundillo de las competencias universitarias. Los nobles de mayor poder debieron hacer prodigios de imaginación -y gastar fortunas en comprar testigos- para eliminar «manchas» de su linaje. Con menos recursos, quedaron más expuestos, en consecuencia, los hidalgos y los patricios urbanos medios. Como fray Luis. Para decirlo en lenguaje actual, se trata de un mecanismo de exclusión social en contrapeso o venganza de otro: los privilegios nobiliarios. Agravado por el creciente deterioro de toda otra actividad económica respetable de la que se pudiera vivir medianamente: las únicas expectativas viables eran primero, «Iglesia o mar o Casa real». «Mar» era tanto la guerra naval como la guerra sin más o la aventura americana; avanzando la segunda mitad del siglo era más bien «Iglesia o Casa real». Tal estrechamiento del horizonte de expectativas no podía sino acentuar los mecanismos de exclusión.

Se trata, como vemos, de un proceso netamente social, que va invadiéndolo todo a partir de lo que llamaríamos sector no estatal: cofradías, capítulos catedralicios, órdenes religiosas, agrupaciones de todo tipo. Se suele fechar su salida a luz pública en el triunfo de este criterio para cubrir una plaza entre los canónigos de Toledo en 1547, que enfrentaba al arzobispo de Toledo, de origen villano, el receloso Martínez de Silíceo, con el deán Pedro de Castilla, de sangre real... y judía. El triunfo del primero inicia un proceso imparable8. Como todo proceso social, no fue uniforme ni absoluto: así, el argumento fue esgrimido contra fray Luis por la acusación en el proceso inquisitorial, pero finalmente desestimado por el tribunal. De todos modos, no hay duda de que fue un factor de peso en el enrarecimiento de las relaciones, las tensiones que pesaron sobre él, y de que la sensación de inseguridad que provocaba pueda haber exasperado su combatividad.




4. La Inquisición

En cuanto a la Inquisición misma, el desarrollo de la historia europea a lo largo del siglo fue ampliando su marco de acción inicial, hasta abarcar las más variadas manifestaciones de ideas. De controlar la calidad de la fe de los conversos judíos, terminó interviniendo en casi todo: desde la modesta discusión tabernaria entre artesanos y campesinos, sobre si era o no pecado la relación con una prostituta, supuesto que se le pagase, hasta la tenencia de un libro dudoso; de tesis sostenidas (o bien sólo malinterpretadas) en la cátedra universitaria, a la sospechosa ausencia de un vecino a la comunión pascual, la sospecha fundada o absurda de luteranismo o iluminismo, la práctica de ensalmos curativos, los casos de blasfemia, bigamia, magia blanca o negra, de todo y más puede encontrarse, con variados y a veces pintorescos testimonios y resultados en las actas de los procesos. Pero no dejó de constituir otra línea de fractura, móvil e impredecible, donde los acusadores de ayer podían pasar mañana a ser acusados, creando un estado de desconfianza y recelo mutuos y un solapado argumento en contiendas de índole nada religiosa9.

Existen actualmente evaluaciones bastante ecuánimes, distantes tanto de la leyenda negra como de la negación ingenua de toda distorsión, que podrían resumirse así: la Inquisición respondía a una mentalidad de época en cuanto a la importancia política de la disidencia religiosa, a la que se agregaba una peculiar situación histórica y aun geográfica. Sus leyes, procedimientos y cárceles eran las mismas o a veces algo mejores que sus homólogos penales comunes, hasta el punto de que hubiera bandidos de horca que intentaran, perdido por perdido, hacerse pasar por reos de Inquisición para evitar lo peor. En algún tema, como el de la brujería, se manifestó mucho más sensata que sus equivalentes noreuropeos, tendiendo a clasificar a las acusadas como enfermas o ilusas más que como culpables. Pero su sistema de delación anónima, de desinformación y defensa muy peculiar para los reos, la duración y burocracia de los procesos, el sello de infamia hereditaria que recaía sobre los condenados aun apenas medias o leves, la posibilidad de confiscar sus bienes no sin beneficio para el delator, y la obligación misma de delatar so pena de ser a su vez denunciado por encubrimiento, la hacían un seguro y peligroso veneno social. Reforzaba y favorecía las mismas pasiones que los estatutos de limpieza de sangre, alentando la mediocridad, la autocensura, la delación y la envidia, la falsedad y la desconfianza mutua, muy especialmente en la vida universitaria y también en la religiosa. En la primera, constituía un formidable instrumento de eliminación de competidores solventes o adversarios más capacitados, no menos que de solución externa de polémicas, fueran razonables o distorsionadas... El mismo fray Luis, en más de una ocasión, no dejó de utilizarlo, poniendo en duda la ortodoxia de un competidor y su Orden, que hacía poco habían conocido, efectivamente, un caso dudoso en sus filas; o bien autodenunciando la tenencia de un libro discutible prestado por el prestigioso Arias Montano, posiblemente por temor a ser él acusado de encubrimiento.




5. Las dos épocas del siglo XVI

Al hablar de la Reforma hemos hablado ya del agudo y relativamente brusco cambio de clima intelectual y espiritual que caracteriza las dos mitades del siglo. Ese cambio termina de fraguar en la década del sesenta. Lo que acabamos de ver acerca de los Estatutos de Limpieza de Sangre y de la Inquisición se transforma en vigencia universal e incuestionable en esa época. Ese clima tiene una dimensión más, que no afecta directamente a fray Luis pero que ayuda a comprender mejor su ambiente. Durante casi todo el siglo, al principio por razones de política internacional sobre todo, las relaciones de España con el Papa no fueron precisamente armoniosas. Pero a partir de esta segunda época, Felipe II intenta y logra controlar directamente él a la Iglesia todo lo posible: retiene y publica parcialmente los decretos conciliares, se atribuye el derecho de examinar y publicar -o no- las bulas papales, interviene en la reforma y gobierno de las Órdenes etc. Actúa, dice Elliott, como si la religión fuera cosa demasiado seria para abandonársela al Papa. Ya vimos cuáles eran algunas de las razones políticas de semejante actitud.






La España de fray Luis: conflictos intelectuales y religiosos


1. Conflictividad de la vida universitaria

Hasta ahora, hemos tocado aspectos sociopolíticos en los que lo religioso quedaba implicado y no poco instrumentado; no verdaderos temas religiosos o siquiera intelectuales. Sucede que este marco sociopolítico-religioso daba a las divergencias espirituales e intelectuales una pasionalidad y un riesgo no poco distorsionantes. Si a esto se agrega el inevitable componente de competencia por espacios de poder -cátedras y cargos universitarios- nada exclusivo de la época, pero agudizado por la organización de la Universidad, con intensa y bulliciosa participación de los estudiantes en la elección de profesores y en el gobierno, y por la consecuente rivalidad entre órdenes religiosas, nos haremos fácilmente cargo de la complejidad y vehemencia de esas luchas... y comprenderemos mucho mejor el carácter de fray Luis de León, involucrado desde su juventud en la vida universitaria. El sistema mismo de «oposiciones» para proveer las cátedras obligaba a captar votos como fuera, y a destruir en lo posible al adversario. Recordemos en fin que la Salamanca de fray Luis, de unos 16000 habitantes, albergaba entre 6 y 7000 estudiantes, o sea votantes que había que conquistar. Poco menos de la mitad de la población total era estudiantil; y resultaba una porción no precisamente reposada. La novela, picaresca o no, variados documentos y alusiones, muestran la fluida relación entre estudiantes, parásitos varios, pícaros y marginales.




2. Agustinos y dominicos

En la época de fray Luis, la rivalidad entre agustinos y dominicos se intensifica porque, según lo establecido por el superior general, fray Jerónimo Seripando, el humanista y buen amigo de Garcilaso de la Vega, los agustinos van interviniendo más en la vida universitaria, con excelente nivel y calidad académicas. Fray Luis ha sido preparado especialmente para ello, tanto en Salamanca como en Toledo y sobre todo en Alcalá. Decir Alcalá es evocar la prerreforma del Cardenal Cisneros, su fundador; es evocar la monumental edición de la Biblia Políglota coordinada por Nebrija; el estudio atento de todas las lenguas bíblicas -que fray Luis seguirá-, el rigor filológico y exegético. Esa rivalidad, real y expresada en la vida de fray Luis por varios hechos, no llegaba necesariamente a la acritud total y colectiva: dominico fue su padrino de tesis, D. de Soto, cuya oración fúnebre pronunció; dominico también Mancio de Corpus Christi, quien emitió el dictamen favorable que llevó a feliz final el proceso; fray Luis será uno de los maestros de la generación siguiente de la segunda escolástica, -Suárez, Báñez etc., a quienes transmite, compilada y sistematizada, la obra de los también tomistas y dominicos Vitoria, Cano, Soto, Sotomayor, Palacios, en su curso De legibus. Pero dominicos también serán sus más encarnizados enemigos: ante todo su rival varias veces derrotado, fray Domingo de Guzmán, hijo del poeta Garcilaso de la Vega; no menos fray León de Castro, fray Gregorio Gallo y fray Bartolomé de Medina, sus acusadores.




3. Exégesis, filología, alegorismo

Con ellos se planteaba una fractura más grave y en realidad anterior. Ésta oponía una exégesis predominantemente alegórica, hecha casi exclusivamente sobre la Vulgata latina cuya autoridad se exageraba por sobre lo establecido por Trento, preferida por los dominicos, acérrimos partidarios además de una escolástica no siempre en su mejor momento, a un tipo de interpretación que sólo llegaba al nivel alegórico después de haber agotado el estudio filológico y el sentido histórico del texto original, hebreo o griego, sin olvidar las versiones antiguas en caldeo o siríaco. A esta segunda modalidad tendían los agustinos y en general los herederos de la tradición renacentista de Cisneros. Este problema intelectual se doblaba de un prosaico y real problema de poder: los partidarios de la interpretación alegórica -mejor dicho, sólo alegórica- no hubieran podido hacer otra: no manejaban más que el latín, en algún caso el griego, con lo que, de triunfar la exégesis, digamos, filológica, perderían poco a poco sus cátedras. Esto encarnizaba un debate ya de por sí serio, y lo enmarañó con casi todos los demás. Ahora bien, este conflicto, sin proponérselo sus protagonistas, hacía eco al que dividía el Consejo Real, del que hablamos al principio, así como a otro al que no me he referido porque, luego de los Índices inquisitoriales españoles, no se lo mencionaba aunque se lo recordase: la polémica española sobre el erasmismo. Éste predominó en el alto clero y la Corte en tiempos de Carlos V. Erasmo era partidario, él también de los estudios bíblicos y solía ser en general detestado por las Órdenes, especialmente las mendicantes, a quienes echaba en cara su ritualismo y relajación. Al ahondarse la escisión protestante, éstas lo fueron asimilando a ella, hasta lograr su condena en el Índice inquisitorial. Por supuesto, el tema del erasmismo en España es muchísimo más amplio y complejo; pero dado que en tiempos de fray Luis sólo quedaban huellas profundas, sí, pero casi inconscientes y desde ya no reconocidas como tales, no corresponde ahondar más en él por ahora.

Dos campos iban cuajando pues en Salamanca: uno, el grupo de los biblistas y filólogos clásicos, fray Luis, Gudiel, Grajal, Martínez de Cantalapiedra, Francisco Sánchez de las Brozas, el editor de Garcilaso, con su red de protectores y amigos, como Pedro de Portocarrero, dos veces rector; y el otro, el de «estos padres de Santisteban», en palabras de fray Luis (San Esteban era el poderoso Colegio universitario de los dominicos), cuyos principales representantes hemos mencionado ya, y cuya generación siguiente dará los grandes protagonistas de la segunda escolástica, como Suárez o Báñez. Debe decirse que el primer grupo será diezmado: todos los biblistas fueron procesados al mismo tiempo que fray Luis. Todos fueron absueltos después de cuatro o cinco años... pero dos de ellos habían muerto entretanto en la angustia de la cárcel.




4. Libertad y Gracia

La siguiente fisura será solo avistada en la época de fray Luis, quien tuvo sin embargo serio protagonismo en su preanuncio. Frente a las posiciones de Domingo Báñez, y los dominicos con él, acerca de lo que será más adelante la cuestión «De auxiliis», las relaciones entre la libertad y la Gracia, fray Luis, prefigurando a Molina y a los jesuitas de la generación siguiente, acentuará el papel de la libertad, considerando «peligrosa y casi errónea» la doctrina de Báñez, a quien denunció (pero como error no voluntario, y corregible, en una carta que se conserva) al arzobispo de Toledo, Gran Inquisidor y admirador suyo, Gaspar de Quiroga.




5. Observantes y mitigados

Por otra parte, las órdenes religiosas en general, y no menos en la Iglesia española, estaban atravesadas por otro conflicto: el que oponía mitigados y observantes, y se superponía más o menos con el que separaba una concepción más ritualista y fuertemente insertada en una religiosidad popular sincera, emocional pero no pocas veces salida de cauce, con una exigencia de interioridad y encuentro personal con Dios que trabajaba a la Iglesia desde hacía tiempo y había dado ya espléndidas floraciones de santidad. En este conflicto, fray Luis se sitúa decididamente del lado de la interioridad y la observancia, es decir el rescate y seguimiento de las Reglas primitivas, incluidas sus más duras exigencias. No es casualidad que en sus últimos años terminara editor de las obras de santa Teresa y celoso defensor de sus hijas. Pero ya había hecho tiempo hacía un fervoroso ataque de abusos -ambición de superiores, vida relajada, falta de mortificación- temprano en su vida de religioso ya formado, en el Capítulo agustino de Dueñas, presidido por el Beato A. de Orozco (1569).






Fray Luis en la encrucijada de los conflictos de su tiempo

Recapitulemos pues: fray Luis se sitúa en el cruce de casi todos los conflictos que hemos enumerado. Como lo vimos en su momento, se sitúa en pleno cambio de épocas y mentalidades, por la generación a la que pertenece y porque recibió lo mejor de la educación superior de la primera época. Por sus orígenes familiares -hidalgo montañés, que era decir hidalgo por definición, pero con sangre judía por parte de su madre-, nace con el conflicto de limpieza de sangre, con su trasfondo social, irremisiblemente adjudicado. Para más, su destino, vocación, inteligencia y carácter lo expusieron cuanto era posible: un funcionario público aun más que mediano, como su padre, estaba mucho menos expuesto que un brillante y polémico profesor, para colmo hebraísta. Además, era agustino, y observante: conflicto seguro con los dominicos (que por cierto no eludió: fue el primero en desplazarlos de la cátedra de santo Tomás, tan luego, y además evocando entre otras cosas un reciente problema de ortodoxia en esa Orden), y conflicto interno más que probable en su propia Orden para completar: Elliott opina que éste fue decisivo para el inicio del proceso; el mismo fray Luis dirá, en una carta, no tener lugar seguro en su celda10. Biblista y hebraísta, había de chocar inevitablemente contra los partidarios de la interpretación alegórica, que naturalmente tenían completamente olvidado el remoto origen de ésta, enmarcado en la prodigiosa erudición de Orígenes.

Los tres primeros conflictos, en cambio: la Reforma y sus ecos, la precaria unidad española, las opuestas concepciones de España y de la conducta con lo diverso en el plano que fuera, legado del conflicto comunero, no lo atañen directamente. Pero intensifican y explican la intensidad y repercusiones de las animosidades desencadenadas. Al defenderse, fray Luis se defendía de injusticias explícitas -y de otras implícitas, que nadie se animaba a expresar-, como la condena social y cuasi jurídica que pesaba sobre la ascendencia hebrea, por remota que ella fuera.

Ello no le impidió ejercer en Salamanca un doble magisterio: como filólogo bíblico, mantener la exigencia de fidelidad al texto sagrado en su integridad, no acomodada a determinada situación y conveniencias. Como teólogo, supo sistematizar y transmitir de una generación a otra lo mejor de la segunda escolástica, igual o mejor que sus oponentes dominicos -pero en sintonía con su maestro y sus mejores colegas dominicos. Como religioso, fue pilar de un retorno a las exigencias primitivas, en la gran corriente de interioridad de su siglo.

Ha dejado una obra de sello y tono de voz inconfundibles, más allá de su magisterio concreto en el siglo XVI. Entre paréntesis, quizá todavía haya algo que aprender de él como profesor. Recuerdo el asombro admirado de un colega, profesor de Sagrada Escritura que, por primera vez, leyó Los Nombres de Cristo: «qué exegeta», me decía; «¡qué moderno!». A veces me pregunto si la excelencia de fray Luis como poeta y prosista no ha opacado su lugar que necesitaría ser más estudiado, en la historia intelectual de la Iglesia y quizá de Europa.








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