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Fronteras y cautivos en Hispanoamérica

Fernando Operé





La historia de la humanidad es una historia de fronteras. Las fronteras son líneas divisorias, cicatrices en la piel del planeta, campos limítrofes que designan territorios, pero también lugares de contacto y encuentro. Hay fronteras físicas, y fronteras mentales. El yo separa del tu, y el nosotros del ellos. Hay también fronteras políticas, nacionales, y territoriales. La frontera puede ser una realidad alambrada con muros y guardas, o ser el mecanismo detonante que nos provoca con el fin de superar los límites de nuestro propio ser e inyectar energía al espíritu. En la historia del continente norteamericano, la frontera funcionó como motor que proyectó dinamismo a la nueva y orgullosa república. En el sur, las fronteras fueron múltiples y variadas, y su balance e historia habla de experiencias antagónicas. Hubo fronteras misioneras, mineras, ganaderas, de plantaciones, y fronteras indígenas. Estas últimas fueron las más numerosas y obstinadas, habiendo perdurado a lo largo de los quinientos años que van desde el descubrimiento del continente hasta nuestros días. En amplias zonas del continente sur, especialmente en las despobladas áreas del Amazonas y el Orinoco, multitud de tribus indígenas todavía negocian diariamente sus vidas en una continua relación fronteriza con tribus vecinas. La llegada de los europeos representó un violento temblor que desequilibró las relaciones entre vecinos. Los asentamientos europeos forzaron nuevas alianzas y violentas desavenencias. El mapa de América tembló con los cascos de los caballos y los chasquidos de los escudos.

El cautiverio es un producto genuino de la frontera. No se inició con la llegada de los europeos, aunque ciertamente a través del cautiverio los indios pusieron en acción un sistema genuino de defensa contra el invasor. El cautiverio es, fundamentalmente, un producto de sociedades en conflicto. Cierto que la resistencia a la invasión y expansión europea en el continente creó nuevas fronteras y multiplicó los mecanismos de defensa. Hubo, pues, cautivos indios de los blancos y cautivos blancos de los indios. De los primeros apenas sabemos nada y sus vidas son difíciles de seguir. Unos fueron llevados a las metrópolis como objetos de curiosidad o vendidos como esclavos. Cristóbal Colón, al regreso de su primer viaje, se llevó indios taínos para mostrarlos a los reyes de España. Poco sabemos de ello, aunque hay indicios de comunidades taínas en la Sevilla del siglo XV. Otros, hispanizados, sirvieron a sus maestros. Muchos escaparon. Este es el caso de Lautaro, héroe araucano del poema épico La araucana de Alonso de Ercilla (1569), que fue paje del conquistador de Chile Pedro de Valdivia, y más tarde regresó con su pueblo y condujo numerosos levantamientos contra los invasores españoles. De los cautivos blancos sabemos más, aunque no mucho más. Muchos escaparon o fueron liberados o canjeados. Un número de ellos, muy pocos, sintieron la necesidad de escribir sus aventuras. En otras ocasiones las relataron a terceros quienes se encargaron de anotarlas. En las zonas de constante conflicto con los naturales, como fue la frontera de la pampa y la Patagonia argentina durante los siglos XVIII y XIX, a los cautivos liberados se les tomaba declaración al llegar a los fuertes fronterizos. Sin embargo, sorprende la escasez de estas narraciones en comparación con el gran número de cautivos habidos en quinientos años de frontera.

En la historia de la conquista y expansión europea en América, hubo frontera en aquellos lugares donde fracasó la política imperial de asimilación de los nativos. Puede decirse que con la excepción del valle central de México, donde los aztecas y las otras ciudades de la confederación azteca se sometieron al poder español después de la caída de Tenochtitlán, y las zonas claves del imperio incaico sometidas tras la toma de Cuzco, el resto de la América indígena permaneció en estado de continua resistencia. En estas áreas habitaron indios que los invasores fueron incapaces de controlar e incorporar al imperio en cientos de años de acoso. Los habitantes de estos territorios presentaron más resistencia a la dominación occidental que los de complejas y avanzadas civilizaciones. Igualmente, después de la independencia, en varias de las repúblicas americanas, siguió existiendo una frontera en donde numerosas tribus indígenas mantuvieron su hostilidad a los poderes centrales. Este es el caso del sur de la República Argentina, de los territorios norte de México lindando con los Estados Unidos, y de las zonas amazónica de muchos de los países del continente. El carácter nómada o semi-nómada de estas tribus dificultó el proceso de asimilación que en muchos casos nunca llegó a realizarse. Los pueblos nativos se enfrentaron a los colonizadores hasta el límite de su propio exterminio, y en el proceso de confrontaciones e insostenibles pactos, se produjeron numerosos casos de cautiverio1.

El cautiverio generó un gran interés en las colonias inglesas del este del continente norteamericano especialmente en los siglos XVII y XIX. A través del cautiverio se afirmaron ciertas creencias arraigadas como estereotipos culturales del período: que los indios eran salvajes e instintivamente crueles, que el movimiento de expansión europea era una misión de destino manifiesto y que las mujeres, guardianas del honor familiar, eran seres indefensos y completamente dependientes. La instrumentalidad ideológica de los relatos de cautivos fomentó su divulgación. De alguna forma, argumentando sobre la inferioridad y salvajismo de los indios, los blancos justificaban dominación y exterminio2.

En contraste, en la América hispánica, el cautiverio, aún siendo un fenómeno muy extendido, no generó el mismo interés. No es este el lugar para elucubrar sobre el tema, aunque las hipótesis al respecto son de un gran interés para el estudio comparativo de los procesos coloniales en norte y sur América3. Lo cierto es que, comparativamente, se escribieron y publicaron muy pocos relatos de cautivos. A veces, estos relatos aparecen entremezclados en las voluminosas páginas de las crónicas como material anecdótico. En la mayoría de ocasiones los testimonios de estos viajeros inauditos no salieron a la luz. Existen en los archivos históricos de numerosas ciudades hispánicas manuscritos con relatos de cautivos comidos poco a poco por el tiempo y el polvo. ¿Es que no hubo ningún interés en publicarlos? La verdad es que no. Puede afirmarse que en la América hispánica no sólo no hubo interés para que los relatos de cautivos saliesen a la luz, sino que incluso se intentó soslayar su importancia. Por ejemplo, en el norte del continente (el actual territorio de los Estados Unidos), la política imperial española durante los siglos XVI y XVII tendió a silenciar la información proveniente de expediciones. Incluso se prohibió la creación y difusión de conocimientos geográficos y cartográficos que hubiesen sido imprescindibles para futuras expediciones. La razón es que se temía la rivalidad inglesa y francesa. Absurdamente, las numerosas y continuas expediciones a la Florida no se aprovecharon de las experiencias y anotaciones de los viajes anteriores. Consecuentemente las experiencias de Juan Ortiz, que vivió cautivo durante diez años entre 1529 y 1539 en la costa este de la península de la Florida, carecía de valor. Si conocemos su fascinante historia se debe a razones casuales. Juan Ortiz, tras encontrarse con la magna expedición de Hernando de Soto a territorio de La Florida en 1539, y hacerse reconocer por sus compatriotas que lo tomaron por indio, marchó con el resto de la expedición. Durante los cuatro años siguientes vagó por el sur del continente y, sin duda, tuvo tiempo de repetir, una y otra vez, su alucinante aventura a sus compañeros de viaje. Juan Ortiz murió antes del fin de la malograda expedición. Sus compañeros contaron las peripecias del viaje y la historia de Juan a uno de los escritores más sutiles de su tiempo, el Inca Garcilaso de la Vega, quien le reservó un lugar destacado en su extensa crónica La Florida del Inca, publicada en 1605.

Los españoles y los criollos americanos que convivían con los nativos en las principales ciudades indígenas precolombinas pensaban que poco quedaba por conocerse de los indios, y este poco carecía de valor. La sociedad colonial en México, Lima y otras zonas pobladas del imperio se fundó sobre la infraestructura de la sociedad indígena. Peninsulares, criollos y mestizos vivieron codo a codo con los naturales, se casaron con ellos y tuvieron hijos mestizos, los emplearon en sus casas, campos y minas. Nada nuevo, de entre las poblaciones fronterizas o del otro lado de la frontera, despertaba su interés. El eurocentrismo hispano dominó las relaciones interculturales. ¿Por qué preocuparse, pues, del conocimiento de aquellos indios agresivos y agrestes, salvajes y semidesnudos, que vivían tierra adentro? Razonamientos de este tipo inhabilitaron el interés por el conocimiento de sus habitantes. De hecho, la pasión descubridora no fue generada por el deseo de descubrir sino por el hallazgo de aquellos mitos que habían mantenido la energía de la conquista y que jamás se materializaron4. El aspecto humano fue relegado a un segundo plano.

La censura también fue muy rígida, inspeccionando el contenido político e ideológico de todo lo que se publicaba en o sobre las Indias. ¿Qué valor podía tener, pues, la declaración de un cautivo que exaltaba las virtudes de los indios salvajes e infieles? Este es el caso de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán quien, en un enfrentamiento en el sur de Chile contra indios araucanos o mapuches, fue tomado cautivo (1629). Los indios conocían a su padre que había sido gobernador del territorio y quisieron vengarse en el joven Francisco, de veinte años, los rencores acumulados contra la administración española. Se salvó gracias a la intervención de un cacique mapuche, Maulipán, que lo tomó bajo su protección. Lo escondió del asedio de los caciques de la cordillera que lo buscaban para sacrificarlo y al final, facilitó su canje. La narración del cautiverio escrita por el mismo Núñez de Pineda contiene diversos discursos. Por una parte es la típica narración de un cautivo y expresa múltiples temores, el primero, el temor a ser sacrificado. Contiene también descripciones coloristas en las que se cuenta la vida de los mapuches habitantes del sur del río Bío-bío: sus fiestas y orgías, los ritos religiosos, las formas de vida, la agricultura y alimentación, la actividad política y social. El balance es muy positivo. Otro rasgo muy marcado del libro es la dura crítica a la actuación de la administración española en la gobernación de Chile. Los administradores y oficiales reales son criticados por corruptos y en última instancia, según el criterio de Núñez de Pineda, culpables de las continuas hostilidades entre indios y cristianos.

Lo interesante de la historia de Núñez de Pineda, publicada como libro con el título de Cautiverio feliz, es que no fue un caso aislado. En el mismo período y lugar se produjeron otros cautiverios felices que conocemos a través de referencias consignadas en otras crónicas, especialmente en la Historia general y natural de las Indias del cronista Gonzalo Fernández de Oviedo y por testimonios hallados en los archivos históricos en Chile y que solo en las últimas décadas están saliendo a la luz5. La mala fama del reino, señalada repetidamente por cronistas y gobernadores, el desengaño por la inviabilidad de los mitos del sur y la resistencia tenaz de los araucanos, produjeron numerosos casos de deserción, blancos que se pasaron al bando indígena. Este es el caso de Juan Sánchez, que llegó a ser cacique de los mapuches o de Francisco Fris, quien acabó indianizándose. Tras su cautiverio y liberación, Fris volvió con los araucanos y tuvo numerosas esposas e hijos6.

Las mujeres fueron, en general, los principales sujetos del cautiverio. Los indios estaban interesados en tomar mujeres jóvenes y niños, mientras que los hombres eran desechados, matados in situ, o abandonados, al igual que los ancianos. La mayoría de las fuentes consultadas refrendan la existencia en los toldos de colonias de mujeres cautivas que compartían una experiencia común y se comunicaban en español7. Si los cautivos eran piezas preciadas como mano de obra y objetos de valor en el intercambio intertribal y con los cristianos, las cautivas tenían un doble valor, pues podían ser también esposas y madres. Muchas de las tribus del continente estaban fuertemente jerarquizadas y las diferencias sociales estaban marcadas por dos factores estrechamente relacionados, riqueza y poder militar. En ese sentido, las mujeres representaban propiedad y eran expresión de poder y estatus.

Las cautivas realizaban también una serie de labores importantísimas dentro de la economía tribal. En la división sexual del trabajo de las sociedades indígenas, las mujeres además del trabajo doméstico de cuidar a los niños y cocinar, tenían que construir los toldos, montarlos, desmontarlos, y mantenerlos en buen estado. Eran también empleadas en labores agrícolas, de pastoreo y cuidado de ganados, curtido de pieles, extracción de grasas, confección de objetos de plumas, madera, hueso, y otros textiles. En ese sentido hay que señalar el papel fundamental que desempeñaron las cautivas en el mejoramiento de la dieta indígena. Por ejemplo, la alimentación entre las tribus de las pampas consistía fundamentalmente en carne de vaca, caballo y cordero e hierba mate, cuando la había. Las cautivas añadieron productos y técnicas de condimentación. Enseñaron a las mujeres indias técnicas de cosidos y curtido de pieles. En ese sentido, se puede decir que las cautivas fueron las grandes transformadoras de la vida en los toldos, y realizaron un constante proceso de aculturización, penetrando en todos los aspectos de la vida doméstica, desde la confección de vestidos hasta las artes culinarias.

Las cautivas eran incorporadas a los toldos como esclavas y concubinas8. Se esperaba de ellas que cumpliesen una serie de funciones vitales en la economía indígena, pero fundamentalmente la reproducción sexual. Su suerte dependía de elementos indeterminados como el casamiento con un indio principal, la buena o mala acogida por parte de las otras mujeres indias, o la abundancia o escasez de recursos del grupo al que iban a parar. Sabemos que fueron muchos los caciques principales que tenían, entre sus esposas, blancas cautivas que eran objetos de especiales deferencias. Calfucurá, creador de la primer confederación panindígena de las pampas, tenía docenas de cautivas blancas entre sus concubinas. A primeros del siglo diecinueve, la gran abundancia de hijos e hijas de cautivas creó una población de mestizos en los toldos superior a la de aborígenes. Esta afirmación parece, a todas luces, exagerada, pero es un indicador del gran proceso de mestizaje que se estaba produciendo entre la población aborigen y la gran dimensión del fenómeno del cautiverio.

La información que poseemos, sin embargo, varía con respecto a los procesos de aculturización y asimilación de los cautivos. Hubo blancos cristianos que pronto se adaptaron a la vida entre los indígenas. Los dos lados de la moneda están presentados en las vidas de dos de los primeros cautivos de que tenemos mención. Se trata de Gonzalo Guerrero y Jerónimo de Aguilar. Corría el año de 1511 y unas naves que se dirigían desde el Darién, en Panamá, hasta la isla La Española, hoy la República Dominicana, naufragaron y fueron arrojadas por una tormenta contra los arrecifes de la Isla de los Arraclanes en Jamaica. Fallecieron casi todos los ocupantes, excepto un puñado de ellos salvados en una balsa que los desembarcó en la isla de Cozumel, en la costa mexicana del Yucatán. Poco sabemos de su suerte con la excepción de Guerrero y Aguilar, que vivieron con los indios de la zona hasta su encuentro con la expedición de Hernán Cortés a tierras mexicanas en 1519. Habían transcurrido ocho años. La expedición de Cortés, que buscaba información donde podía, recibió noticias de estos castellanos. Envió mensajes a los que respondió Jerónimo de Aguilar en persona. Venía vestido a la usanza de los naturales del lugar, pero se alegró del encuentro y pidió ser rescatado. A través suyo se hicieron llegar noticias a Gonzalo Guerrero quien contestó con un mensaje escrito en la corteza de un árbol diciendo que no desea volver. Se había casado, tenía hijos y estaba adaptado a la vida entre los mayas peninsulares. Con el tiempo se hizo un guerrero y dirigió la resistencia a la invasión española del Yucatán.

¿Hubo muchos Jerónimos de Aguilar? Sí, muchos, entre ellos están los muchos testigos que dejaron escritas sus experiencias. Otros, no tuvieron la misma suerte y no pudieron regresar aunque lo quisieran. La historia del cautiverio fue escrita con los silencios de los que nunca regresaron. De estas historias nada sabemos. ¡Lástima! ¡Cuánto hubiéramos aprendido de ellas! ¿Hubo otros Gonzalo Guerreros? Sí, algunos, aunque la mayoría de los cautivos no fueron capaces, como Guerrero, de incorporarse a puestos de poder en las sociedades indígenas. En el caso de los hombres que permanecieron por muchos años en cautiverio en situación de total física dependencia, bien como siervos o como esclavos, el deseo de fugarse permaneció vivo.

La vida para muchos cautivos no fue fácil. En la región pampeana la mayoría de los cautivos fueron esclavos, no necesariamente esclavos de un cacique, sino esclavos a los que se asignaba una serie de trabajos que desechaban los guerreros, especialmente el cuidado de ganado. En contadas ocasiones, podían llegar a ser secretarios de caciques encargados de la relación epistolar, lenguaraces (traductores o intérpretes), y baquianos. Auguste Guinnard, francés cautivo de los patagones y otras tribus entre 1856 y 59, fue secretario del gran cacique de la Pampa Calfucurá. Este ejercicio de este cargo no significaba que fuera hombre libre ni que pudiese elegir su destino9.

No hay duda de que los cautivos eran piezas importantes en la economía indígena fronteriza, especialmente en el circuito de intercambios. Las mujeres y niños eran, por lo general, las piezas más preciadas en las invasiones indígenas. Muchos hombres eran asesinados antes de ser capturados, usualmente aquellos que presentaban resistencia. Las cautivas se integraban con más facilidad a la sociedad indígena, especialmente después de ser madres. A partir de ese momento, había más garantía de su fidelidad y menos riesgo de que se fugasen. Era común, incluso, que las cautivas se resistiesen a ser canjeadas si ello representaba la pérdida de sus hijos. Los comandantes de expediciones se sorprendían de que las mujeres cautivas huyesen a los montes cuando sentían la proximidad de las tropas que se acercaban a negociar. Esto no significa que no hubo mujeres que intentaran escapar o que, efectivamente, escaparon.

La pérdida de la lengua es una característica común del cautiverio, aunque se produjo más en los hombres que en las mujeres. ¿Qué razones pueden interpretar este tipo de fenómeno inconsciente? Lógicamente, no se olvida una lengua a voluntad. El estudio de numerosos casos de cautividad permite esbozar las siguientes hipótesis. Los hombres, en general, presentaban más resistencia a ser asimilados en las sociedades indígenas. La asimilación produce un proceso paralelo de aculturización. En el caso de los hombres adultos, la asimilación, cuando era voluntaria, iba acompañada de una integración en los estratos de poder. Es decir, los hispanos indianizados fueron aquellos que tuvieron la oportunidad o fueron capaces de alcanzar posiciones de poder dentro de la tribu de adopción. Fueron bien caciques, o casaron con mujeres a través de las cuales se incorporaron a la vida grupal como guerreros. Los niños no presentaban casos de rechazo y su asimilación era completa. Las mujeres, por su parte, se integraban a través del matrimonio y la maternidad, como esposa o una de las esposas de un cacique o guerrero. La maternidad justificaba su existencia. En el caso de los hombres, cuando el proceso de asimilación se producía era totalmente integrativo, con lo que el hombre venía a ser tan indio como el más indio. Este es el caso de Gonzalo Guerrero hallado por Cortés en el Yucatán en 1518. Tenía el cuerpo tatuado y defendió a los indios hasta su muerte enfrentado al dominio español. Al realizarse este proceso integrativo, la aculturización va acompañada, en los hombres, de formas de abandono lingüístico y en la mayoría de los casos, también religioso. Las formas integrativas de las mujeres son más pasivas y permiten el apareamiento de signos culturales. Era muy común entre las cautivas que enseñasen su lengua materna a sus hijos, extendiendo de esta forma sus originales rasgos culturales. Helena Valero, cautiva de los yanomami del Orinoco por 24 años (1931-1955), sin contacto con otra mujer que hablase su lengua, conservó el idioma, y en esos largos años integrada a la vida en la selva, nunca dejó de rezar y recitar el rosario que se había fabricado con semillas. Cuando los tuvo, enseñaba a sus hijos en portugués sobre el dios cristiano10.

A parte de estas razones prácticas que explican la integración en las sociedades indígenas de muchos blancos, hay otras expresiones más subjetivas que nos ayudan a entender el fenómeno. Cabeza de Vaca, por ejemplo, escribió sus impresiones sobre los fuertes lazos familiares y el gran amor hacia los niños entre los mariames de la costa este de Texas. Francisco Núñez de Pineda hace énfasis en su relato en el amor con que fue tratado por los grupos indígenas con los que permaneció durante su cautiverio. Es obvio que en ambos casos, los indios estaban llevando a cabo una labor proselitista de asimilación. ¿Cómo se explica sino que Cabeza de Vaca fuese elegido para ser el receptor de los conocimientos de un chaman? El elegido para chaman en las sociedades indígenas es alguien muy especial en el que se van a depositar conocimientos mágicos y religiosos de la tradición cultural. Helena Valero, al final de su largo relato, expresa sin reparos como la vida entre los indios del Orinoco representaba muchos peligros concretos, menciona especialmente animales, pero al tiempo, refiere a un profundo sentido de libertad de la vida en la selva. Este sentimiento es compartido por muchos cautivos y sin duda explica, en última instancia, la existencia de indios carapálidas, es decir, blancos que eligieron la vida entre los indígenas o que tras ser cautivados no quisieron regresar.

Como conclusión, cabe preguntarse ¿qué valor tiene el estudio del cautiverio como fenómeno histórico y social? ¿qué interés puede tener este conglomerado de literatura testimonial? No cabe duda de que el cautiverio fue un fenómeno producido por sociedades en conflicto. Hubo cautivos porque hubieron fronteras que separaban sociedades enfrentadas. En muchos casos, los relatos de cautivos sirvieron para entender la identidad del otro, el que no soy yo, el que está al otro lado de la frontera, el desconocido. El mecanismo de identificación del otro, al tiempo, pasa por el tamiz del conocimiento del yo, mis reacciones frente al otro. Es decir, a través de enfrentarse al otro, los europeos se cuestionaron sobre múltiples aspectos de sus propias culturas, tanto jurídicos como religiosos y en el proceso, aprendieron de sí mismos. Estos mecanismos sociales y dialécticos son observables al comparar las distintas reacciones de los colonizadores ingleses, franceses y españoles enfrentados al indio.

En la mayoría de los casos, los distintos comportamientos observables fueron el resultado de preconcepciones. Lógicamente, las actitudes no permanecieron inamovibles y cambiaron con el tiempo y lugar. Pero, admitiendo cierto nivel de generalización, puede decirse que entre los «Pilgrims» y puritanos que colonizaron Nueva Inglaterra el nivel de desconfianza hacia los indios fue muy grande. Prevaleció la noción de que los indios estaban relacionados con el satanismo o eran seres diabólicos. Esta noción es observable en su propia narrativa de cautivos. Los franceses estaban directamente interesados en comerciar con los indios y cultivaron su amistad. Entre los jesuitas cautivos en Nueva Francia persistió la noción de la necesidad de salvar a los indios del paganismo. Los españoles contemplaron a los indios como parte de las riquezas a explotar en el nuevo mundo. Sin embargo, la intervención del humanismo cristiano con figuras tan representativas como Bartolomé de las Casas, generó un extenso debate sobre la naturaleza del indio. ¿Eran hombres o animales? Si hombres, ¿eran igual que nosotros? El debate concluyó con la noción de que los indios eran humanos en un estado de adolescencia, que en términos cristianos se articuló en el concepto de «infantes en la fe». La noción moldeó diversos comportamientos hacia los indios a lo largo del continente. La literatura de cautivos expresa directa o indirectamente estas preconcepciones. La división entre indios en un lado de la frontera y blancos, o europeos, criollos, hispanos, en la otra, se articuló hasta finales del siglo diecinueve en el paradigma: salvajes versus cristianos.





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