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Gabriel Miró como modelo literario: el ejemplo de Concha Espina1

Roberta Johnson





Poco se ha escrito sobre el legado literario de Gabriel Miró ya que solemos pensar en Miró como estilista, imposible de imitar en su lenguaje único. Son contados los estudios sobre otros escritores que han encontrado inspiración en el gran escritor alicantino. Ya en vida del autor, Benjamín Jarnés reconoció en Miró un maestro y modelo; Javier Díez de Revenga traza la importancia que tuvo Miró para los poetas de la Generación del 27 y Kevin Larsen demuestra la influencia de Las cerezas del cementerio de Miró en Doña Inés de Azorín. Aquí propongo seguir el rumbo que han iniciado los profesores Díez de Revenga y Larsen para desentrañar otra posible influencia que pudiera haber ejercido Miró. Me refiero a La esfinge maragata, la novela maestra de Concha Espina, autora que tenía 10 años más que Miró, pero que empezó a publicar novelas unos años más tarde que éste. La obra de Miró podría haber tenido una atracción especial para las escritoras, puesto que sus novelas revelan una especial simpatía por las mujeres2. Aunque casi todos los protagonistas mironianos son masculinos, los personajes secundarios femeninos demuestran una extraordinaria sensibilidad para retratar la necesidad de la mujer de experimentar el amor y la sensualidad, emociones y deseos frustrados por las rígidas normas sociales de su tiempo. Sólo hace falta pensar en Luisa de La palma rota y Paulina de Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso, entre otras3. En La esfinge maragata, cuyo tema, argumento y estrategias literarias tienen mucho en común con Las cerezas del cementerio, Concha Espina toma la incipiente visión femenista de la mujer que despliega Miró en Las cerezas y la lleva mucho más lejos.

A diferencia de algunos contemporáneos -Miguel de Unamuno, Azorín, Ramón Pérez de Ayala- Miró escribió poco sobre las mujeres fuera de sus novelas, así que es difícil saber exactamente qué pensaba de la mujer como individuo que para principios de siglo tenía una creciente visibilidad en el mundo laboral y en las letras. Nos queda especular por los retratos de mujeres en sus novelas que, si no era exactamente feminista, simpatizaba con la mujer inteligente y sensible. También debemos notar que estaba casado con la hija del Cónsul Francés en Alicante y que tenía dos hijas inteligentes, la mayor, Clemencia, con dotes de escritora. En uno de los pocos artículos que escribió sobre la mujer escritora, Miró revela que había leído la obra de algunas escritoras para encontrar «la verdad del alma femenina... sutilezas y gracias vírgenes» (Miró, 1992: 74). En el mismo artículo donde expresa esta idea, dice que la autora Yolanda es «redentorista» porque intenta rescatar a las mujeres de la esclavitud y que su «feminismo es exquisito; sus protagonistas no visten de rojo ni logran la perfección dándose de puñadas con los hombres.» No le gustan a Miró las novelas por mujeres «de hechura masculina, en que los personajes, los fondos de las escenas, el ambiente, el léxico, todo es macizo y varón» (Miró, 1992: 76).

Para muchos críticos La esfinge maragata de Concha Espina es una novela regionalista, igual que muchos mironianos identifican a Miró con su nativo Alicante. Concha Espina era de Santander (donde tienen lugar muchas de sus novelas), y aunque la acción de La esfinge maragata se desarrolla en La Maragata y no en Santander, se encuentra en la novela un conocimiento y una comprensión íntimos de la vida de la gente humilde del norte de España. El hecho es que tanto Miró como Espina son modernistas-regionalistas, escritores que forjan una nueva sensibilidad al combinar un retrato fiel de su región con un estilo altamente literario o modernist en el sentido anglo-sajón de la palabra)4. Miró logró esta genial síntesis por primera vez en una novela en Las cerezas del cementerio de 1910 y Concha Espina en La esfinge maragata de 1914 (novela que ganó el premio Fastenrath de la Real Academia Española y fue un éxito comercial). Es muy posible que La esfinge maragata fuera inspirada en Las cerezas del cementerio y que hasta cierto punto es una respuesta feminista a la novela de Miró, que aunque contiene retratos entendedores de la mujer, al final los personajes femeninos no llegan a ser autónomas, libres de la conciencia masculina, como ocurre en La esfinge maragata. Las dos narraciones comparan y contrastan una España moderna y urbana con la España antigua y tradicional del campo. Para efectuar el retrato de las dos Españas, las dos novelas incorporan como intertexto Don Quijote de la Mancha sobre todo en su enfoque en un personaje (o personajes en la novela de Espina) que idealiza la vida y sobre todo la mujer. Tanto La esfinge maragata como Las cerezas del cementerio emplean un lenguaje poético para proyectar las habilidades imaginativas del protagonista. Pero, en la novela de Espina, después de los capítulos iniciales, es una mujer y no un hombre quien goce de estos poderes líricos.

Las dos novelas comienzan con un joven de sensibilidad romántica-poética que está viajando en un modo moderno de transporte. Félix de Las cerezas del cementerio aparece a bordo de un barco de vapor que va desde Barcelona hasta su ciudad natal Alicante para recuperarse de una enfermedad cardíaca que le interrumpe los estudios de ingeniería. En la primera escena de La esfinge maragata, Rogelio está viajando en tren desde el norte al interior de España. Estos dos viajes de la ciudad al campo plantean el contraste entre la modernidad y la España tradicional5. Cada uno de los jóvenes se encuentra con una mujer en el viaje (dos mujeres-madre e hija-en el caso de Félix) cuya imagen los jóvenes inmediatamente empiezan a construir según sus propios ideales (igual que Don Quijote transformó a Aldonza Lorenzo en Dulcinea)6. Las transformaciones de una mujer real en una ideal que efectúan Rogelio y Félix corresponden a arquetipos femeninos literarios. En Las cerezas, Beatriz incorpora elementos de la musa de Dante, alusiones a figuras de la mitología clásica (Venus, Psiquis, Eco, y Perséfone/Prosperina) y cuando Rogelio ve a la Florinda dormida en el tren, la transmuta en la Bella Durmiente.

En cada novela, el viaje lleva a los personajes principales por una ciudad provinciana camino a un lugar rural remoto de una región particular (Alicante y la Maragata). En Las cerezas, este viaje le da a Félix amplia oportunidad de servirse de su quijotesca imaginación, que no le deja hasta su muerte, mientras que en La esfinge, las crudas realidades de la España rural se sobreponen a las tendencias de Rogelio a darles un giro romántico. El retrato de Félix sigue la tradición romántica en que la conciencia del hombre fantasioso es el centro de la novela desde el principio hasta el final7. Sin embargo, a diferencia de Cervantes Miró deja que su «héroe» se muera con sus ilusiones románticas de la mujer idealizada. Por contraste, Espina rompe con la tradición cervantina. Después de los primeros capítulos en que vemos el mundo por la visión distorsionada de Rogelio, se cambia el punto de vista a Florinda, la mujer idealizada, y el hombre quijotesco es ahora idealizado por ella. (Es significante que también troca su nombre Florinda en Mariflor cuando llega al campo.) Para Rogelio, Florinda/Mariflor es la mujer eterna, un enigma perenne, una esfinge:

En la romántica incertidumbre de sus observaciones veía el poeta surgir a cada instante el vivo enigma de unos ojos claros, de una boca muda, de un talle macizo y un lento ademán; la humilde y robusta silueta de una mujer, de una esfinge tímida, silenciosa y persistente: ¡la esfinge maragata, el recio arquetipo de la madre antigua, la estampa de ese pueblo singular petrificado en la llanura como un islote inconmovible sobre los oleajes de la historia!


(Espina, 1989: 248)8                


Después de tres capítulos en que Rogelio recrea poéticamente la belleza de Florinda, en el cuarto capítulo Rogelio continúa su viaje en el tren, y nosotros los lectores seguimos la trayectoria al pueblo empobrecido de Valdecruces narrada principalmente por el punto de vista de Florinda.

Puesto que estoy proponiendo Las cerezas del cementerio como modelo o inspiración de La esfinge maragata en su uso del intertexto cervantino y en su lenguaje literario-lírico, empiezo el análisis más detallado de las dos novelas con una discusión de ésta. Como ya señalé Las cerezas del cementerio es una clásica novela modernist (aunque debemos subrayar que Las cerezas del cementerio fue publicado bastante antes que las obras maestras de James Joyce, Virginia Woolf, William Faulkner o Tomás Mann). Como las novelas del high modernism, Las cerezas se construye de varios niveles de referencias literarias para revelar la visión de un país en transición a la modernidad (la Irlanda de Joyce, la Inglaterra de Woolf, los Estados Unidos de Faulkner, la Alemania de Mann, y la España Miró). Roberto Ruiz encuentra en Las cerezas del cementerio un mensaje moderno existencialista, una «rebelión metafísica» (1982: 41). Si Félix es un Quijote en su visión idealista (sobre todo de las mujeres), también participa en el mundo moderno tecnológico; es estudiante de ingeniería, viaja en modos modernos de transporte (por lo menos al principio de la novela), y desafía las ideas tradicionales de la religión y del matrimonio que defienden sus parientes conservadores. Miró se sirve hábilmente de las dos vertientes que se han visto en la figura de Don Quijote -el caballero ridículo, blanco de risas, y el héroe romántico- para hacer que el lector simpatice con Félix. Félix, como Don Quijote, lleva su idealismo a un extremo absurdo, pero la focalización casi exclusivamente por la conciencia de Félix y su muerte de mártir contrarrestan el aspecto ridículo de su caracterización. Como señala Ian Macdonald (1975: 104), Félix está consciente de su quijotismo, una autoconciencia que pide al lector superar la posible visión irónica crítica del protagonista sugerida por su egoísmo y su idealización de los personajes femeninos. Esta autoconciencia filtrada por referencias a figuras de la literatura clásica es común en los protagonistas de la novela modernista (se encuentra, por ejemplo, en el Marqués de Bradomín de Ramón del Valle-Inclán, en muchos de los personajes principales de Miguel de Unamuno -Augusto Pérez, Joaquín Monegro-, y en Stephen Daedalus de James Joyce).

La versión literaria de la mujer que encontramos en Don Quijote es inspirada principalmente en los libros de caballerías, mientras que la inspiración literaria del retrato de las relaciones entre hombres y mujeres en Las cerezas del cementerio se despliega en tres grandes sistemas o códigos: la mitología clásica (griega-romana), la bíblica, y la tradición occidental renacentista-barroca (sobre todo Dante y como he indicado, Miguel de Cervantes)9. Estos sistemas convergen y se contrastan en un texto de tal densidad que las mujeres a las que se refieren se quedan por detrás de una pantalla de alusiones literarias. Las alusiones se acumulan y proyectan una esencia femenina que recuerda el alma eterna femenina que evocan otros grandes escritores masculinos de principios de siglo (por ejemplo, Unamuno y Azorín) en sus obras narrativas10. La realidad concreta de la España tradicional (la familia de Félix es muy católica y conservadora) que milita en contra de su relación amorosa con una mujer casada casi se derrumba a manos de la literariedad modernista.

Beatriz, en lo que se podría llamar el primer nivel de la realidad, es una bella mujer de unos 35 años cuyo padre la casó con Lambeth, un grosero hombre de negocios inglés, para mejorar su propia situación económica. Hace muchos años que Beatriz y su marido llevan vidas separadas. Su hija, una versión más joven de Beatriz, está llegando a la edad de ser mujer. Después de conocer madre e hija a Félix en el barco rumbo a Alicante, el joven las visita con frecuencia en su casa de Alicante, y empieza entre las dos una tácita revalidad por el afecto de Félix. Beatriz toma a Félix como confidente y le cuenta su matrimonio infeliz con Lambeth y su idilio platónico con Guillermo, tío y padrino de Félix, que fue matado por un asociado de Lambeth. La triste historia de Beatriz está confeccionada con múltiples referencias literarias, algunas de las cuales la realzan poéticamente; otras la tiñen con ironía, y muchas crean una imagen contradictoria. Estas referencias construyen un tejido que oscurece a la Beatriz «real» autónoma. La primera vez que la vemos en el barco aparece junto al mar a la luz de la luna: «Se alzaba la roja luna. Y cuando ya estuvo alta, dorada, sola al azul, y en las aguas temblaba gozosamente limpio, nuevo, el oro de su lumbre, aspiró Felix fragancia de mujer en la inmensidad» (Miró, 1991: 94). Desde tiempos prehistóricos se ha alegorizado lo feminino, especialmente la fertilidad, por medio de la luna y el mar. La luna también sugiere a Diana, diosa de la caza, protectora de la mujer, y la gran madre naturaleza11.

Estos papeles paganos se contrastan con la asociación cristiana en que la mujer mitológica se junta con la Madona sufriente. Con frecuencia Beatriz aparece como una figura materna que cuida a un Félix-Cristo12, y es literalmente la madre de Julia. Los papeles de madre y Madona se complican por la inversión y por su intersección con otras referencias literarias. Beatriz es la madre de Julia, pero es también su rival por su joven apariencia física y por su deseo de atraer el amor de Félix. La maternidad de Beatriz y su relación con la tierra (el símbolo culminante de la mujer-tierra viene al final cuando come las cerezas del cementerio donde está enterrado Félix) la vinculan con Ceres, diosa de la tierra. Como Perséfone, la hija de Ceres, un hombre se lleva a Julia y la maltrata. Pero, el papel se invierte, y en vez de proteger a su hija, como lo hizo Ceres, acaba siendo la causa indirecta de la infeliz vida romántica de Julia.

La relación filial que tiene Félix con Beatriz es también una paradoja. A lo largo de la novela, Félix le llama a Beatriz «madrina» porque se acuerda de ella de su niñez como la amiga de su padrino Guillermo. El inciesto (Félix es amante de la mujer que amó su tío-padrino) y lo femenino eterno convergen en el epíteto «madrina» (esta paradoja nos recuerda la interpretación que hace Unamuno de las prostitutas en Don Quijote como madres del protagonista). Beatriz es la gran madre de la naturaleza, la musa dantesca virginal, y la Eva destructiva (no se puede evitar los paralelos con el Jardín de Edén en los jardines de las casas de Beatriz, el escenario rural de Alicante, y el comer ritual de la fruta prohibida del cementerio). En el primer capítulo, Félix imagina que ve cabezas de mujeres flotando en el mar, lo cual sugiere el ciclo de vida y muerte que la mujer representa para el hombre victimizado. Félix últimamente se sacrifica por una mujer; se muere de la enfermedad cardíaca cuando lucha con el esposo de una mujer que él ha imaginado ser infeliz en su matrimonio. Su fin recuerda el de su tío Guillermo que se murió a causa de su amistad con Beatriz. La mujer es eternamente la santa virgen y la condenada prostituta; atrapa al hombre en un ciclo de sufrimiento y sacrificio (aunque hay que reconocer que Félix es más víctima de su propia imaginación que de las maquinaciones de las mujeres). Félix es Don Quijote fusionado con Jesús Cristo. Como un estudiante de ingeniería, representa un intento de introducir la modernidad en España, pero su modernidad es aplastada cuando vuelve lleno de ilusiones idílicas a un sector rural y tradicional de su país. Si las mujeres no son directamente responsables por su trágica muerte, se quedan en el reino de eternas madres de la naturaleza que se nutren de él. En la última escena, las tres mujeres que querían a Félix -Beatriz, Julia, y su prima Isabel- comen las cerezas del cementerio.

Aunque, como señalé antes, hay muchos paralelos entre Las cerezas del cementerio y La esfinge maragata de Concha Espina, y es muy posible que Espina se inspirara en la obra de Miró, los cambios que efectúa en el modelo mironiano son significantes y pueden representar una respuesta femenista a la obra de Miró. Espina retrata la España rural en términos aun más negativos que Miró en parte porque su novela manifiesta mayor conciencia de las clases sociales que la de Miró. Cuando se muere su madre y su padre le manda a vivir con sus parientes mientras él emigra a América, la protagonista Mariflor se sumerge en la vida empobrecida de sus familiares bajo unas condiciones ínfimas. Deja la vida acomodada de antes y se entrega al trabajo casero mientras su abuela, su tía, y su prima trabajan las tierras (los hombres están fuera en América la mayor parte del año). Como ya mencioné, la conciencia central de esta novela se distingue de la de Miró por ser femenina y de allí se proyecta una gran simpatía por las mujeres maragatas que cultivan las tierras cercanas a Valdecruces. De allí Valdecruces no es un pueblo intrahistórico unamuniano, azoriniano, o mironiano-lugares perennes donde el tiempo histórico se ha perdido. Es un pueblo particular sostenido por las mujeres que cultivan las tierras y mantienen sus hogares a solas13.

Félix de Las cerezas del cementerio tiene la misma oportunidad de involucrarse en la vida rural (sus parientes le mandan al campo para mejorarse de salud en casa de unos parientes que tienen fincas), pero rehusa las invitaciones a participar en actividades agrícolas para dedicarse a su amorío con Beatriz, flirteos con su prima, y una búsqueda de experiencias trascendentales encima de una montaña. La única vez que intenta dedicarse a labores agrícolas, se cansa pronto. Si Las cerezas del cementerio se aferra a (o mejor dicho inicia) una estética modernist en que la conciencia gobierna la representación individual del mundo, La esfinge maragata se sirve de la conciencia individual para proyectar una visión social del entorno reflejada por esta conciencia. Las relaciones con otros determinan todo lo que hace Mariflor. Aunque tiene una vida interior y deseos personales, éstos siempre son matizados por su comprensión de las necesidades de las otras personas que trata. Se podría decir que la conciencia social de Félix está mucho menos desarrollada y nunca llega a la realidad concreta; sus intentos de ayudar al prójimo están limitados a la quijotesca «salvación» de la «esposa infeliz» que le lleva a la muerte. El protagonista mironiano queda enmarañado en su propio egoísmo y ensimismamiento.

Aun así, Florinda/Mariflor se asemeja a Félix en su vertiente quijotesca; por mucho de la novela revela tener los mismos poderes imaginativos que hemos visto en Félix y luego en Rogelio, el hombre poeta que conoce en el tren camino a Valdecruces. Como Félix (y Don Quijote), Florinda tiene ilusiones románticas. En el tren le cuenta a Rogelio que su familia quiere que se case con un primo, dueño de una tienda de ultramarinos porque podría salvarles de su penosa situación económica. Tal matrimonio no cabe dentro de lo que ella ha soñado para su pareja ideal; prefiere casarse con un marinero: «Parece que detrás de esa confesión ha volado muy lejos el alma de Florinda a perseguir por remotos mares la silueta romántica de algún velero audaz» (Espina, 1989: 65). Por todo lo que sufre en Valdecruces -el trabajo duro, las privaciones- Florinda sigue fiel a sus ilusiones románticas sobre las relaciones entre hombres y mujeres que han sido formadas por lecturas de sus novelas favoritas como El señor de Bembibre de Enrique Gil y Carrasco. Después de los primeros capítulos en que prevalece la perspectiva quijotesca de Rogelio, la novela empieza una campaña en contra del quijotismo. Desaparece la conciencia de Rogelio cuando entra Florinda en el mundo femenino de la Maragata, que es un mundo de vivencias reales y no imaginarias (escritas). El hecho de que los hombres maragatos no escriben cartas a las mujeres es un motivo recurrente, y cuando los maragatos sí escriben, el efecto es pernicioso. Marinela, la prima menor de Florinda, tiene miedo cuando Rogelio le habla en un lenguaje quijotesco, altamente literario: «-¡Salve, oh maragata, augusta Señora del Páramo, salve! Con lo cual la aludida [Marinela], escandalizada ante una oración nueva, no escuchada jamás, tuvo al viajero por hereje o por loco» (Espina, 1989: 178).

Igual que Miró en Las cerezas del cementerio y otras muchas novelas suyas, Concha Espina se sirve de nombres significativos para los personajes. El apellido de Florinda/Mariflor es Salvadores. Pero su modo de ser redentora se contrasta con el concepto de redención que Miró desarrolla en Las cerezas, donde Félix se retrata como un Cristo sacrificado más bien que salvador. Mariflor llega a ser la salvadora de su familia, casándose con el antiromántico primo adinerado. A pesar de que su familia le esté presionando a casarse con el primo desde su llegada, la protagonista sigue el modelo romántico de la mujer enamorada que espera su amor Rogelio a lo largo de la novela (en el tren Rogelio se declara y le escribe una serie de cartas de amor a Mariflor en Valdecruces). Aunque está consumada por ideas románticas de amor y fidelidad a Rogelio, Mariflor es capaz de comprender la condición verdadera de sus parientes y de las otras mujeres del pueblo, algo que Félix no llega nunca a hacer. El cambio de nombre de Florinda (evocador de una bella princesa en un cuento de hadas) a Mariflor simboliza su liberación de la visión literaria de la mujer y su entrada en el mundo real donde es un agente propio en vez de un objeto de la imaginación romántica masculina.

Comparadas con las muy complejas referencias literarias elaboradas por Miró en Las cerezas del cementerio, las de Concha Espina son mucho más sencillas. Mariflor le llama a Rogelio Don Quijote, pero la asociación es mucho más transparente y paródica que en la novela de Miró, y la técnica narrativa evita invocar la simpatía que siente el lector por Félix. Mariflor inicia la asociación entre Don Quijote y Rogelio cuando imagina a éste como el caballero de armadura resplandeciente que la salvará de la vida difícil que lleva en Valdecruces. Sueña que Rogelio llegará y la sacará de su situación empobrecida: «Era preciso que ella, Mariflor Salvadores, la niña mimada y consentida, conocedora de holguras y de halagos, arrostrase, fuerte y audaz, las privaciones y los sacrificios, para que Dios, en premio la nombrara triunfalmente esposa de un artista, musa de un poeta... ¿Por qué lado, por cuál camino milagroso llegaría a libertarla Don Quijote?» (Espina, 1989: 114). Mientras la situación económica de la familia va de mal en peor y el matrimonio entre el primo y Mariflor parece cada vez más la única salvación de la ruina, la protagonista sigue con su ilusión de ser rescatada por Rogelio-Don Quijote. Las cartas poéticas de Rogelio mantienen vivas estas ilusiones: «Otra vez la silueta confusa de un Don Quijote singular, con lentes y aljaba, se adelantó en el campo de la más abundante fantasía para ofrecer liberaciones, paz y ventura a la muchacha en un mensaje que empezaba así: -Mariflor preciosa...» (Espina, 1989: 133).

Cuando Rogelio va personalmente a Valdecruces para cortejar a su «princesa», el narrador pide prestado la identificación Quijote/Rogelio a la protagonista pero le da un giro irónico que no se encuentra en la perspectiva de Mariflor. Rogelio llega montado a caballo vestido de dandy, lo cual presagia su falta de aptitud como salvador de doncellas necesitadas de ser rescatadas de un lugar como Valdecruces: «El andante caballero, visto de cerca, había trocado el yelmo de Mambrino por un jipi, y la célebre lanza por un vástago de roble, llevaba un maletín a la grupa, finos guantes en contacto con las bridas, y aúreos lentes sobre los ojos azules; era joven y parecía feliz» (Espina, 1989: 166). Este Quijote ha cambiado la armadura medieval por la moda del momento que revela su falta de preparación para confrontar los serios problemas que encontrará en la lucha por conseguir su Dulcinea. Su primera impresión del pueblo está llena de consternación: «Suspiró Don Quijote sonriendo; volvió en torno suyo la mirada y quedó atónito, como sobrecogido por la austeridad infinita del paisaje; ni una nube corría por el cielo, ni un átomo de vida palpitaba en el llano. La tierra infecunda se resquebrajaba a trechos, rugosa y amarilla como el cadáver de una madre vieja en cuyo rostro las lágrimas dejaron surcos hondos y fríos» (Espina, 1989: 168).

Todavía Rogelio puede transformar quijotescamente la miseria que ve en una fantasía literaria, y encuentra en este paisaje desecado un «tropel de personajes, surgentes d leyendas y becerros, códices y archivos» (Espina, 1989: 168). El «andante poeta», como le llama el narrador, deja Valdecruces con sus ilusiones intactos. Quizás no puede cambiar el duro entorno de la Maragata, pero sigue con esperanzas de liberar a las mujeres empobrecidas que se encuentran atrapadas allí: «Y si aún este propósito fuese desmesurado para acometido por un corazón, un estro y una pluma, le quedaba al artista la certidumbre de poder esgrimir con gloria aquellas nobles armas, para rescatar del mar de tierra, libre y dichosa, a una sola mujer. A cada paso del mulo tomaba más cuerpo esta ilusión en los bizarros sentimientos del joven» (Espina, 1989: 176). Sin embargo, Rogelio (como Félix) es un «quijote modernista» (172); sus ilusiones son una fantasía destinada a fracasar porque no tienen nada que ver con el mundo real. El interés de Rogelio en su bella princesa disminuye cuando por fin se da cuenta que la situación económica de ella es tan problemática y que el primo acomodado ha rescindido su oferta de matrimonio (el objeto de deseo pierde su atracción cuando ya no es deseado por otro): «El novio no escribía; mudo en la ausencia, oscurecido como fuyente sombra, perdía su señuelo de Quijote en la llanura de los "pueblos olvidados"» (Espina, 1989: 305).

Rogelio/Don Quijote desaparece de la novela y de la imaginación de Mariflor. En vez de sucumbir a una muerte de martirio (como la de Don Quijote mismo, de Félix y de otros Quijotes modernistas), Mariflor se encarga de su propia vida. Intensifica su trabajo para ayudar a su familia; empeña sus posesiones y busca limosna para pagar los gastos de la casa. Decide por fin casarse con el primo, quien en su propia manera rústica, la quiere más que Rogelio. Mariflor se encarga de su propia vida y se sacrifica por el bien de su familia; se convierte en la redentora (salvadora) de su abuela, su tía, y sus primas, algo que Rogelio con su imaginación literaria no pudo hacer. La solución pragmática por resolver los problemas de la familia une la región agrícola empobrecida con la moderna ciudad comercial. Mariflor, al dejar sus ilusiones quijotescas atrás, se trasladará a la ciudad donde su marido tiene el negocio y donde probablemente tendrá una vida más libre de la que tiene en el campo14. Concha Espina rescata su protagonista de las garras del atraso rural y de las ilusiones quijotescas, así cambiando radicalmente la situación de la mujer principal de la historia del viaje de la ciudad al campo con un regreso a la ciudad. La Dulcinea de Espina se despierta del sueño en que la tiene atrapada el hombre, mientras la de Miró queda enredada en la conciencia literaria masculina.

Otra de las importantes diferencias entre La esfinge maragata y Las cerezas del cementerio es que Mariflor establece relaciones significantes con otras mujeres de Valdecruces (acordémonos que las mujeres de Las cerezas se compiten entre sí por el amor del mismo hombre). En vez de contraer la unión idílica con el soñado caballero que la idealiza a ella, establece vínculos emocionales con sus primas, sobre todo con Olalla. Todo lo opuesto de Rogelio (no fiable, y con una gran facilidad por usar la palabra tanto hablada como escrita), Olalla es honrada, sincera, y casi no habla (su lenguaje es el del cuerpo y de sus acciones). A diferencia de Rogelio, Olalla es capaz de sentir profundas emociones y de formar relaciones sentimentales duraderas, y en vez del ténue acuerdo verbal entre Rogelio y Florinda, se confirma la fiel amistad entre Olalla y Mariflor con un signo físico: «Pero el impulso cordial prevalece por debajo del vuelo de las almas, y un pacto de amor se firma con el estallido de un largo beso» (Espina, 1989: 98).

Espina como Miró se sirve del lenguaje poético para recalcar el mensaje novelístico (es uno de los aspectos que hace que las dos novelas puedan considerarse como ejemplos de la novela modernista). Al desaparecer Rogelio del horizonte perceptual de Florinda, sus vínculos con las mujeres de su familia emergen en una serie de imágenes relacionadas con aves. Olalla le introduce a Mariflor al palomar que está situado en el piso de arriba de la casa y está lleno de luz que contrasta con la oscuridad deprimente de las habitaciones de la planta baja. El palomar llega a ser el lugar de escape de Mariflor, una isla de paz y consuelo dentro de la vida cruel que ha encontrado en Valdecruces. Marinela, de mala salud y decepcionada por la vida, también se refugia en el palomar. Un plumón de palomita se adhiere a la forma femenina de Olalla durante la primera visita que hace con Mariflor al palomar. Esta imagen sugiere varias relaciones metonímicas entre Olalla, las palomas, y su papel como madre simbólica de la familia (su propia madre, tía de Mariflor, es áspera y amargada): «Y Mariflor, al ver un instante ambas cabecitas inocentes refugiadas con regalo en el seno de l moza, recordó al punto aquella dulce caricia en que el pichón recién nacido perdiera un copo de pluma» (Espina, 1989: 122).

Las costumbres de las cigüeñas, que forman parejas de por vida y vuelven año tras año al mismo nido, se entretejan simbólicamente en la narrativa en momentos significantes (por ejemplo, durante la boda de la sobrina del cura don Miguel). Cuando, al final de la novela, Mariflor, anuncia que se casará con su primo adinerado, las palomas llegan para comer pista de su regazo: «Volvióse hacia el carasol para abrir las vidrieras, tomó el centeno en su delantal y todo el bando de palomas acudió a saciarse en el regazo amigo, envolviendo la gentil figura con un manso rumor de vuelos y arrullos» (Espina, 1989: 197). El lenguaje ornamental y quijotesco de Rogelio, al que le falta verdadero sentimiento humano, ha fracasado y prevalece un lenguaje más genuinamente poético que contiene sinceros sentimientos humanos. Aunque podríamos considerar el lenguaje de Gabriel Miró en Las cerezas del cementerio y en todas las novelas del escritor alicantino aun más literario y lírico que el de Espina, el propósito es el mismo -de proyectar las sensaciones o la emoción (palabra significativa en la obra de Miró) humanas. La gran diferencia entre Miró y Espina es que ésta dota a la conciencia femenina con la habilidad imaginativa y poética.

En La esfinge maragata Concha Espina se enfoca mucho más en la situación concreta de la mujer española de principios del siglo XX que Miró en Las cerezas del cementerio, pero el mensaje de las dos novelas sobre el atraso económico y social del campo español en esta época es el mismo. Aunque Miró deja a las mujeres enmarañadas en un ciclo eterno de deseo no satisfecho en un cementerio rural, el lector no se queda con la idea de que el autor alicantino apruebe esta situación. Concha Espina convierte la crítica social implícita en la novela de Miró en una crítica explícita con una solución concreta.






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