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Gabriel Miró: el novelista creador de sí mismo

Ian R. Macdonald





A Gabriel Miró siempre le irritaba que le considerasen un «estilista» y aun un «poeta». Lo dice Jorge Guillén: «En cierta ocasión le confesé que yo abría al azar cualquiera de sus libros y encontraba frases estupendas. "Entonces -me replicó-, ¿y no soy novelista". Había rozado sin querer su nervio más sensible. Lo que él ambicionaba sobre todo era la novela»1. Si queremos tomar en serio sus protestas contra lo que ha llegado a ser la opinión «oficial» de su obra, tendremos que buscar otra interpretación del conjunto de sus escritos. ¿Cuáles son las características más obvias de este conjunto? En primer lugar, que muchos de sus libros tienen como protagonista a Sigüenza, personaje de ficción, pero al mismo tiempo intérprete de algunos aspectos del propio Gabriel Miró. Dirigiéndose a muchos de sus amigos firmaba como «Sigüenza», y en sus cartas empleaba el término «sigüencismo» para describir sus propios defectos. En segundo lugar, casi todos los escenarios de sus novelas y cuentos son escenarios de su propia vida: Alicante, Orihuela, Alcoy y pueblos y campo alicantinos. Y como ya dijo Unamuno, la Palestina de sus Figuras de la Pasión del Señor se parece íntimamente al paisaje de Alicante. Además, las Figuras van dedicadas a su madre, «que me ha contado muchas veces la Pasión del Señor». Podemos ver en las Figuras la búsqueda de las relaciones entre el hombre maduro y la niñez y la fe perdidas. La culminación de este tema de la búsqueda de la propia identidad se halla en esos dos clásicos de la moderna literatura castellana tan poco y tan mal leídos, Años y leguas, y Nuestro Padre San Daniel/El obispo leproso.

Pero hace falta dar más precisión a este concepto si no queremos quedarnos en una frase muy trillada, en vez de la rica concreción de la palabra mironiana. Entre los papeles que dejó al morir se encontraban los esbozos y fragmentos de lo que iba a ser la novela La hija de aquel hombre. Y entre éstos, resumido en dos páginas y media, puede leerse lo que parece ser un resumen del argumento2. Y muy lejos de proporcionarnos alguna sorpresa, evidencia de una nueva dirección, salta a la vista que Gabriel Miró quería seguir con sus temas predilectos. Más aún, se puede decir que este resumen nos deja ver con más claridad los temas de su obra madura. Empieza así:

«La felicidad consiste en aspirar prácticamente a ella. Prácticamente, es decir: no sólo en desearla -del deseo son capaces todos los hombres, sino en inquirir un camino y seguirlo y caminarlo. Pero, ¿del todo? Del todo sin llegar del todo. Del todo es morir: hasta la muerte no sabemos del todo si somos, si hemos sido felices.



Luego, se pregunta: «¿Pero la felicidad, la aspiración de la felicidad, se ha de encaminar hacia lo ideal o hacia lo real?». Esa iba a ser la cuestión central de La hija de aquel hombre, cuestión concretada en la elección que se le presenta al protagonista: viajar a la isla remota, bella e ideal de Rodas para rehabilitar el nombre de un antepasado remoto, o ir a la heredad familiar abandonada en Levante para redimirla de su abandono y de manos de «aquel hombre». Su tío le habla de Rodas, su madre le insta a pensar en la finca levantina. Va a Levante y la situación se complica cuando se enamora de la hija de aquel hombre. Ahora tiene que escoger entre ella, hija del enemigo de sus padres, y su familia, y entre Levante y Rodas. A punto de emprender el viaje «no siendo fuerte para amar a la hija de aquel hombre»; y temiendo la deshonra casándose con ella, empieza a hacerse preguntas: «¿No le atrae, acaso, la leyenda de un hombre deshonrado, que ya no existe? No es un ideal fingido; y esto de Levante, ¿no podría ser un ideal en lo real, redimiendo el Amaral [la finca] usurpado» (Falta el signo de interrogación al final, y me parece que también deberían hallarse tales signos en la frase segunda). Se queda y se casa, y al casarse, comprueba que su esposa no resulta ser hija de aquel hombre, sino de un tío suyo. Y Miró se pregunta: «¿Es la felicidad? / Es por lo menos el camino. La felicidad podrá saberlo cuando llegue a la muerte. Ya tiene compañera de su sangre para caminar juntos; ya tiene un Amaral (su apellido) ideal en el 'Amaral' verdadero y rescatado. / Lo difícil es encontrar y decidirse por una fórmula de una posible felicidad».

Un resumen tan escueto siempre tiene un aire bastante vulgar, pero tiene el interés de mostrar con suma claridad la preocupación central de Miró en esta novela: ni estilismo, ni descripcionismo, sino la creación del camino de una vida, camino que halla en la búsqueda de la felicidad su principio creador. Pero la felicidad y la muerte se definen mutuamente, paradoja humana que se halla debajo de toda la obra de Miró. El lector atento de esta obra ya habrá notado cuántas veces aparecen en ella este tema y otros que se presentan en el resumen de La hija de aquel hombre. Para Sigüenza el tema se presenta así casi al final del camino de Años y leguas:

«Aitana, tierna y abrupta; sus cielos, sus abismos, sus resaltos, sus laderías; todo eso, que le afirma el sentimiento de su independencia y de su libertad, le oprime con la ley de la muerte: todo eso, que le exalta y le recoge con una felicidad tan vieja y tan virgen, y que es como es por nuestro concepto, por nuestro recuerdo, por nuestra lírica, ha de seguir sin nuestra emoción, sin nuestros ojos, sin nosotros. La intimidad con la Naturaleza le dejaba desnudo de ella»3.



No se trata sencillamente de lamentar lo perecedero de la vida humana, sino de hacer resaltar que Aitana y Sigüenza se crean mutuamente. La felicidad proviene de una acción recíproca y muere tanto para Aitana como para Sigüenza como consecuencia de la naturaleza misma de esa reciprocidad.

En El obispo leproso también, la felicidad llega al final del libro; la última sección de la novela se llama «La Felicidad» y el capítulo segundo de la sección termina así: «Paulina, don Álvaro y su hijo se persignaron, y siguieron silenciosos, sin mirarse, camino de la felicidad». Pero no es el convencional desenlace feliz. Paulina, en la primera parte de la obra, Nuestro Padre San Daniel, se dejó desviar de su camino, casándose con don Álvaro y saliendo de la casa-heredad familiar, el «Olivar de Nuestro Padre». Ahora vuelve y ha redimido la finca, pero vuelve con un esposo vencido y un hijo a quien cree que le falta la salvación. No va a ser, ni puede ser la felicidad de antes. Esa emoción de felicidad y tristeza entremezcladas se exprime soberbiamente en el último capítulo, pero sin mencionar ni a Paulina, ni a Pablo. El argumento no sigue a los personajes, sino sus emociones, sus caminos. Porque el obispo, que acaba de morir, ha dotado a Orihuela de un camino moderno, el ferrocarril de Oleza-Costa-Enlace. Ahora se puede salir con facilidad de la clausura de Oleza, y a sus habitantes se les ofrece la elección que tuvo que hacer el protagonista de La hija de aquel hombre. En el capítulo penúltimo, Paulina, que ha escogido la vuelta a la heredad, ve «a su hijo en la ventana cimera del desván contemplando ese tren, y no lo miraba cuando partía de Oleza para entrar en la comarca de Murcia, donde la mujer que le amó vivía retirada y sola; miraba el tren que de Oleza iba dejando la vega por los saladares, el que llegaba al mar y a las estaciones de enlace, principio de las líneas poderosas de ferrocarriles, los fuertes brazos que abrían las puertas del mundo lejano». Al final de su novela Miró nos presenta una escena en la estación de Oleza. Doña Punta se va y don Magín se queda. El ferrocarril ha modernizado a Oleza, obra de un obispo liberal, y lo mejor de la Oleza joven se va en el tren, mientras don Magín que encarna los valores mejores de la Oleza vieja permanece en la estación. Y el lector sale de Oleza en tren con Purita viendo la ciudad hacerse cada vez más pequeña. Pero no es sólo un contraste de lo moderno y la tradición: también nos representa la alternativa de Amaral, viajar o quedar, lo ideal o lo real. Dos rutas para buscar la felicidad que lleva a la muerte. Es una escena desgarradora, resumen de la situación de tantos personajes que, con variaciones, se han ido o se han quedado. María Fulgencia se ha ido a Murcia, pero no tiene libertad para desplazarse, y queda atada a Oleza. Pablo, a quien ama, queda, pero con sueños de irse.

Pero se puede valorar aún con mayor claridad este contraste mironiano. Todo lector de su obra sabrá que surge repetidas veces una obsesión con el puerto de Alicante, con los barcos que se ven allí, y especialmente con la idea de viajar por el mar. Recuérdese el romanticismo del primer capítulo de Las cerezas del cementerio: Félix se encuentra con dos mujeres bellas, «princesas de conseja le parecieron», en un viaje de Barcelona a Alicante. Los faros también son símbolo de estos misterios. El protagonista de Nómada pasa por un faro precisamente durante un viaje que le lleva a volver a casa. Se viaja hacia lo ideal, pero casi siempre es un «ideal fingido», como se ve en el caso de Félix, quien, como Don Quijote, se vuelve cuerdo al final de su vida. El supremo viaje mediterráneo es desde luego el de Grecia. El propio Gabriel Miró soñaba con hacerlo, pero nunca lo convirtió en realidad: «Ansié siempre viajar. Grecia y Atenas han sido los pueblos en que con más veneración y amor he pensado. No los he visto nunca; no los visitaré. La idea de visitarlos como turista me ha repugnado, por irrespetuosa»4.

Lo real consiste en buscar la heredad familiar y así vemos a Gabriel Miró en Figuras de la Pasión buscando a su niñez y a su madre en tierras alicantinas y palestinas; en las novelas de Oleza buscando a su juventud de Orihuela; en El humo dormido y Años y leguas buscándose a sí mismo dentro de la fugacidad del tiempo. Y siempre, desde Del vivir en adelante, ironizando sobre sus propios anhelos de lo ideal.

Todavía no hemos visto más que una dirección general donde buscar lo esencial de la obra de Gabriel Miró. La sutileza de su captación del fluir de la identidad solamente se percibe en sus libros. Pero hay otro documento que puede ayudarnos. El más importante de los críticos que le consideraron a él como estilista fue José Ortega y Gasset. Su ataque apenó mucho a Miró, quien escribió una respuesta que dejó inédita al morir. Hay tres versiones de este manuscrito, nunca terminado, bajo el título Sigüenza y el mirador azul. A la edad de cinco años Sigüenza y su familia mudaron de casa. En la casa nueva había un mirador «con todas las vidrieras pintadas de azul». El criado Nuño y Sigüenza «descortezaron (los cristales) de su tinte hasta dejarlos en atmósfera diáfana. Le pareció que sus dedos de cinco años acababan de hacer la luz. Y vio que la luz era buena; y siguió creando. Lo que creó, ya estaba; pero ahora estuvo para él con toda la gracia intacta de la nueva casa». Es la misma actitud fenomenológica que vimos en Años y leguas. Y lo que ve, o crea desde el mirador es el puerto de Alicante: los barcos y el ferrocarril. Ve «un tren que venía de la estación M. Z. y A. al puerto para llevarse los olorosos productos de los países lejanos». Y el niño Sigüenza, pequeño Pablo, sube un brazo para dejar «vía libre a la caravana de todas las especias y química preciosas».

Para Miró empieza aquí la comprensión estética. Así resume la primera parte de su ensayo: «Intuición y predisposición, pero además, y desde el principio, ser uno en sí, que es lo que origina la técnica y el estilo. Ser con la emoción de serlo». Un poco antes habla también de «ver por la virtud de la forma... la forma que prorrumpe cada vez recién nacida renovando creadoramente todas las realidades». Forma, técnica y estilo, no son el fin del arte de Miró, sino una parte inseparable de su expresión, inseparable del mismo modo que lo son el espectador y su circunstancia. No llegan a su plenitud de ser ni el contenido sin la forma, ni el paisaje sin el observador.

¿Qué quiere decir «ser con la emoción de serlo», origen del arte de Miró? Para explicarlo continúa con la historia del chico Sigüenza. Una mañana, desde su mirador, ve a «un mocito elegante, con su sombrerete y su bengalita, pisando en equilibrio por los carriles como Blondín por la cuerda». El mozo tendría unos quince años. «Sigüenza pensó: Si yo fuese no yo sino él...». El niño de cinco años refleja sobre el problema: «Le dio angustia de serlo, de perderse a sí mismo; es decir, de no perderse sino de seguir siendo él dentro del mocete de los volatines». Así surgen al mismo tiempo el sentido consciente de la identidad y la ansiedad ante su posible pérdida en el tiempo. Además, el presente se pierde sin remedio: «Aquél no podría ser ya nunca Sigüenza».

Sigue una sección tercera en la cual Sigüenza descubre en sí mismo un desdoblamiento, «origen del sentimiento del público, del lector: él cuando recogía y discriminaba los elementos de la realidad, las motivaciones estéticas; y él recibiendo inmediatamente la experiencia, y dando, en trueque, su atención colaboradora». Otra anécdota hace concreta esta abstracción: Sigüenza se convierte en héroe ante los ojos de unos niños vecinos. Su sentido de identidad se hace cada vez más fuerte y más complejo, y siempre en función de lo que le rodea. A Gabriel Miró no le hubiera gustado esta simplificación de su ensayo. Sobre todo le interesaba lo concreto, lo único en la experiencia, y cualquier presentación breve de sus ideas peca contra la delicadeza de su obra. Pero se puede ver que esa misma delicadeza de percepción y la impresionante fidelidad a la sustancia de esa percepción ocultan una tragedia moderna. Gabriel Miró emplea su circunstancia para afirmar su identidad, ya que la garantía divina desapareció en su infancia, como de hecho había desaparecido intelectualmente a lo largo del siglo dieciocho. Su hipersensibilidad frente a la naturaleza y frente a sí mismo como espectador y creador, le da a este camino un atractivo especial. Pero en todo momento corre el riesgo de perder lo que ahí se juega, de sufrir la pérdida de su identidad. La amenaza, desde luego, proviene del tiempo. «De nada gozaremos dos veces exactamente... Dolor espléndido, por el que se renueva cada día la misma piedra», dice en un papelito conservado con los fragmentos de La hija de aquel hombre. Es por eso que acepta, con su estoicismo habitual, la inexistencia de mapas para hallar la felicidad. En otro manuscrito dice: «Soy yo precisamente por haber dejado de ser lo que quise: y me afirmo en mí mismo por no ser más que lo que he sido».

El estoicismo es una de sus defensas, pero hay otra que es anclar la personalidad en un sitio, y en un sitio que contiene en sí la historia de la familia -poseer espiritualmente la tierra (hombre urbano, Miró buscó sus raíces en el campo, pero esto es otro problema). Solamente así podemos comprender el «regionalismo» de Miró que nada tiene que ver con el costumbrismo -al contrario, es un intento de abarcar un tema universal de una manera que exige un fuerte sentido de la localidad. Una de las versiones primitivas de Sigüenza y el mirador azul termina así: «Ser, y además ser concretamente de un sitio, y además de ser sustantiva y adjetivamente, afirmarse, en carne viva de sensibilidad, sangre y técnica, y todo lo demás, todo lo demás por añadidura».

Si este fue el tema vital de Gabriel Miró, no nos debe sorprender que lo sea de sus personajes. Ya lo vimos en el resumen de La hija de aquel hombre y en las novelas de Oleza. Un ejemplo más: Miró dejó un papel que lleva el título de «Para el Obispo Leproso / Su pensamiento capital o tesis según dicen». Según el obispo «tanto la virtud como el pecado deben de tener una convicción, una decisión que es la naturaleza propia, íntima de la criatura virtuosa o pecadora». Así debemos comprender la ética de Oleza. El ferrocarril no se nos presenta como lo moderno, |o bueno, lo liberal, sino como la posibilidad de escoger un camino vital. La importancia de su modernidad no reside en su signo moral sino en que nos recuerda que los cambios sociales, morales, psicológicos, amenazan el sentido de la identidad. Cada personaje tiene que afirmarse a sí mismo, escogiendo, entre las posibilidades, las que correspondan a su más íntima naturaleza. Sólo el obispo y don Magín saben hacerlo certeramente. El obispo muere y nos queda el don Magín de la última escena, víctima estoica y heroica, pero víctima, del tiempo. ¿Es la felicidad?





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