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Gabriel Miró en 1914. Sus colaboraciones en «La Vanguardia»

Miguel Ángel Lozano Marco





Hace ahora treinta años, en su prólogo al volumen VII de la Historia y Crítica de la Literatura Española, Víctor García de la Concha consideraba que, en el período de entreguerras (1914-1939), la literatura española «está aún pendiente de categorizaciones definitivas» (1980: 3). Desde entonces no hemos avanzado mucho. Es cierto que la metodología generacional ha perdido prestigio, pero en la inercia académica se siguen utilizando las fechas de 1914 y 1927 para convocar (o evocar) a ciertos literatos reconocidos bajo esos marbetes generacionales.

Como sabemos, en esta precaria periodización histórico-literaria Gabriel Miró ocupa un lugar en la llamada Generación del 14; una generación desdibujada entre la del 98 y la del 27 y más proclive a ser considerada «la de los intelectuales». En realidad, es ese su origen, y en ello persiste la mayor parte de la bibliografía crítica1. Suele utilizarse también, de manera imprecisa, el término «novecentismo», que no es sino una vaga asimilación del noucentisme catalán, que responde a diferentes orígenes y orientaciones2.

Pero la coyuntura no ha de pasar sin la adecuada referencia, y es ocasión para reflexionar sobre algunos aspectos del cambio literario y cultural que efectivamente se estaba produciendo hace ahora un siglo y que, de manera significativa, podríamos representar en el homenaje a Azorín en Aranjuez promovido por Ortega y Juan Ramón, donde se manifiesta un nuevo grupo generacional ante quien viene a ser el representante de los literatos que ya habían logrado prestigio al consolidar una nueva literatura -recordemos que antes de 1910 Azorín distinguía entre los «nuevos» (los de su generación) y sus sucesores, a los que llamaba los «novísimos».

En el caso de Gabriel Miró, la fecha señala un momento importante en su trayectoria vital: es el año en el que traslada su domicilio familiar a Barcelona, donde había establecido un estrecho contacto con sus más destacados intelectuales (Sotelo Vázquez, 2000). Las consecuencias de este cambio se van a ir manifestando en la evolución de su obra, que podemos percibir, ya en los primeros meses, en los textos protagonizados por su personaje Sigüenza. En las semanas que preceden a su marcha a la capital catalana, Gabriel Miró, que venía colaborando en Diario de Barcelona3, comienza a escribir para La Vanguardia, y lo que en este periódico va publicando son artículos, crónicas o relatos sigüencinos. Todo ello tiene su sentido, y se atiene a la condición de ese personaje que fue creado para protagonizar la primera obra que el escritor considero como suya (la que sitúa al inicio de sus Obras Completas), Del vivir (1904); recuperado luego, a finales de 1908, va teniendo una vida irregular hasta que en 1912 alcanza una notoria madurez, consolidada a partir de diciembre 1913 en los textos que van a ir apareciendo hasta junio de 1914. A partir de entonces Miró deja de publicar, temporalmente, para entregarse a una actividad en la que ha de emplear todo su tiempo: la Editorial Vecchi y Ramos le encarga la dirección de una ambiciosa «Enciclopedia Sagrada» para la que estuvo trabajando hasta abril de 1915, cuando fracasa la empresa a causa de la dificultad para acceder al mercado hispanoamericano, como resultado de la Gran Guerra.

Las circunstancias vitales y el nuevo tono de sus colaboraciones hacen que este breve período de siete meses tenga una importancia capital en el desarrollo de su creación, lo que hace conveniente que nos detengamos en ellas para advertir su sentido. Los dieciocho textos de Sigüenza que van viendo la luz en La Vanguardia son los últimos publicados antes de que el personaje dé el salto a su Libro de 1917, que es el lugar central de una trilogía que jalona la producción de Gabriel Miró (López Landeira, 1972).


Jornadas de Sigüenza: 1913-1914

El 9 de diciembre de 1913 Gabriel Miró comienza a colaborar en La Vanguardia e inaugura ese día una serie titulada «Jornadas de Sigüenza». El personaje se ha consolidado y tiene ya sección propia. El título general, «Jornadas», es muy elocuente. Por regla general, Sigüenza ha sido, desde sus inicios en Del vivir, un flâneur, un andariego al que no hemos visto en el interior de su hogar: «andar y ver» parece ser su lema. Con el término «jornada» se hace alusión a varias cosas: en primer lugar, al carácter fragmentario de los textos: cada uno vendría a ser una jornada en su existencia literaria: momentos aislados, diversos, que vive el personaje en diversos entornos y situaciones; en segundo lugar, la palabra hace referencia al tiempo (días) y también al espacio (etapas en los viajes), con lo que nos encontramos ante una especie de preludio de su gran obra sobre el tiempo y el espacio: Años y leguas. Pero todo ello queda explicado por el mismo autor, quien, en la primera versión de uno de los textos que ahora consideramos, «Sigüenza, los peluqueros y la muerte», introduce una breve digresión que suprime en la versión recogida en volumen, en 1917: «La crónica que aquí se va tejiendo de algunas emociones de Sigüenza, no sólo ha de ser de sus andanzas y paseos por caminos y lugares. Es verdad que el título de jornadas se ha dado pensando en un Sigüenza andariego; pero jornada también ha de referirse a lance, empresa o suceso en reposo»4. Además de la explicación y ampliación matizada que quiere hacer en el significado del rótulo general de estos escritos, define también el género de todos ellos, y su sentido; cada uno de estos textos viene a ser la crónica de algunas emociones de Sigüenza.

Estas jornadas, o crónicas, van a ir apareciendo en unos meses de especial actividad: los que rodean el momento en que Gabriel Miró, junto con su familia, abandona la ciudad natal, donde ha residido treinta y cinco años, para instalarse en Barcelona. El viaje definitivo, el traslado e instalación en el nuevo domicilio, se realiza el catorce de febrero, después de que el escritor hiciera varios desplazamientos preparatorios (Ramos, 1996: 376). Este acontecimiento biográfico está presente en las crónicas de Sigüenza; incluso podemos decir que constituye el fundamento de la mejor parte de ellas en el breve período que aquí tratamos. De los nueve textos de estas jornadas, cuatro están relacionados con el suceso biográfico y otros dos guardan una menor relación; los tres restantes tienen un contenido más intemporal.

La primera crónica, o jornada, que aparece en La Vanguardia, «En el mar», tiene como fundamento el viaje preparatorio que realizó Miró en compañía de su amigo, el ingeniero José Vidal Ramos; aunque no es la crónica verídica del viaje, como podemos suponer, ni hay alusión alguna a su motivo; no es sino un texto literario suscitado por el trayecto en barco entre Alicante y la Ciudad Condal. En esa ocasión, la prensa barcelonesa se hizo eco del agasajo con el que escritores e intelectuales de la gran ciudad obsequiaron al visitante alicantino; tuvo lugar el veintidós de noviembre en el restaurante Martín, la víspera del famoso homenaje que José Ortega y Gasset junto con Juan Ramón Jiménez habían organizado: la «Fiesta de Aranjuez en Honor de Azorín». Los reunidos en torno a Miró enviaron un telegrama de adhesión al acto madrileño5. La noticia tiene su interés y su oportunidad, al unir los nombres de los dos escritores, dada la admiración que el más joven sintió siempre por el autor de Castilla, y la gran amistad de la que habrían de disfrutar a partir de 19276.

El viaje que sirve como fundamento al texto se inicia la noche del diecinueve de noviembre; el día siguiente hacen escala en Vinaroz, y en la mañana del veintiuno llegan a Barcelona. El cinco de diciembre, ya de regreso en Alicante, informa por carta a Juan Vidal: «Hoy he escrito mi primer artículo para La Vanguardia» (Miró, 2009: 142). Un dato más para confirmar lo incierto de las fechas consignadas por Miró en las «Obras Completas» de Biblioteca Nueva, que suelen tomarse como verdaderas7.

«En el mar» parece un texto cercano a Las cerezas del cementerio, y no por la anécdota del barco -la novela comienza con un viaje del protagonista desde Barcelona hasta Almina (Alicante)-, sino por la semejante sensibilidad de los protagonistas. Recordemos que Félix Valdivia sentía un impulso idealizador que embellecía y dignificaba cuanto veía, hasta que un desengaño le hacía reconocer una realidad que él solía admitir. En la novela era capital la presencia de un narrador que permita mostrar tanto la visión ideal de Félix, como la convencional -o real-, lo que producía un choque resuelto cervantinamente por vía irónica. Sigüenza, en este viaje, es semejante a Félix, y lo hace acompañado por un ingeniero, amigo suyo, al que alude mediante la figura de Tomé Cecial -el labrador vecino de Sancho y escudero del Caballero de los Espejos-, porque se atiene a lo concreto y objetivo: a una estricta denotación.

El relato de diciembre de 1913 es muy interesante por su densidad, por la capacidad del escritor para recrear espacios externos e internos, y por mostrar el hallazgo de un nuevo concepto de la realidad, superior al choque que se producía en la novela, que solía conducir al desengaño. Sigüenza es aquí un personaje idealizador y efusivo, que proyecta sus sentimientos al mundo que va apareciendo ante sus ojos. La primera anécdota señala un camino. Embarcan de noche -en una excelente ambientación con los elementos justos-, y al alejarse de la costa, el protagonista tiene un sentimiento como el expresado por Félix en el primer capítulo de la novela: «¡Yo siempre codicio estar donde no estoy!» (Miró, 2006: 574). En esta ocasión, Sigüenza confiesa a su amigo que él, cuando contempla desde un balcón los barcos que pasan, imagina la emoción de los que se marchan, y ahora son las luces de los vapores más lejanos lo que codicia por hermoso, y aventura una conclusión: «¿No será esto un halago con que la realidad desconocida o renovada nos va convidando?». El ingeniero, que entiende por «luces» la instalación eléctrica, le responde que la de este buque es Jimmer, como la de todos los de la compañía. Sigüenza «ha presentido que a su lado estaba la realidad hecha carne».

Se trata de un chiste, pero ha de tener su sentido; porque se aprecian, más que dos perspectivas de la realidad, dos realidades: Sigüenza expresa, y por tanto objetiva en palabras, la realidad de sus sentimientos y sensaciones; el ingeniero atiende a la realidad material de aquellas luces: al sistema de iluminación; y ambas son verdad. A partir de aquí asistimos a la manera en que el protagonista va contemplando la realidad y proyectando sus sentimientos; una efusión cordial hacia todo: los pasajeros humildes que se amontonan en la cubierta, el contorno de la costa, la visión de los faros... En este último caso encontramos un motivo mironiano utilizado en varios lugares: en Nómada, en Las cerezas, en los relatos de la sección El caracol del faro de su libro de 1921. El fragmento, en este texto, nos muestra tanto los sentimientos que el objeto produce en el ánimo del personaje, como una conclusión filosófico-moral que nos revela sus anhelos:

Los faros de destellos rápidos, inquietos, y de ojos fijos, dan como una idea de solicitud, de vigilancia, de intimidad con el pobre barco solo en las inmensidades. Parece que se miren y se quieran como hombres buenos y hermanos, porque los hombres van dejando en las cosas una fraternidad, una dulzura que se olvidan de mantener entre ellos mismos.



Es un noble pensamiento que contiene también un lamento ante la realidad en el trato humano: la decepción por la falta de amor y la esperanza ante los efectos que producen las obras del hombre. Lo que el hombre crea causa mejor efecto y resultado que el de su trato cotidiano y convencional.

A medida que avanzamos en la lectura de esta crónica, nos damos cuenta de cómo el narrador va presentándonos en un estilo indirecto los pensamientos del personaje, así como del modo en que se establece una continuidad entre ambos, una vinculación afectiva e intelectual, tanto que parecen fundirse en el mismo discurso sus ideas y sentimientos. Miró parece descansar en Sigüenza, apoyarse en él para objetivar su yo lírico.

Otro elemento revelador es el que afecta a la doble visión sobre el barco. A Sigüenza le advirtieron antes de embarcarse que se trataba de un vapor ruinoso, casi podrido, como una mula vieja llena de mataduras que puede caer rendida en cualquier momento. Sigüenza lo ve, con afecto, digno y firme; limpio y discreto. La conclusión que de esto extrae tiene también un alcance más general:

¿Por qué seremos tan fáciles al desdén y a la burlería para quien oculta en su humildad un esfuerzo, una perseverancia, una recatada distinción?



Sigüenza no ha idealizado el barco, no lo ha transformado en nave de ensueño -como sucedió aquella tarde levantina, acompañado por su amigo Martínez, quien le hizo ver que no era un cargamento ideal, sino bacalao lo que transportaba8-. La belleza la encuentra ahora en una ejemplaridad moral; el barco es humilde, pero digno de respeto y de afecto por su esfuerzo y su perseverancia. El personaje admira objetos y seres por su belleza moral en una identidad ético-estética.

Recordemos que a continuación, en la escala que el barco hace en Vinaroz, van a contemplar la momia de San Valiente, un santo pintoresco y absurdo9: una momia recostada sobre un codo, vestida de centurión de teatro, con bordados y realces de lentejuelas, coronada de rosas, y cuya cara «parece que la hayamos visto alguna vez en un tranvía, en una oficina». El santo, al que se le atribuye un milagro calcado del de Santa Casilda, lleva doscientos años recostado en Vinaroz sin hacer ni un solo milagro, como les informa el sacristán a modo de queja.

En el desenlace se resume el sentido de lo leído. Sigüenza, al embarcar de regreso, le confiesa a su amigo que le gustaría ser como él: «bueno y sereno, nunca desfalleces y nunca te exaltas». Para su sorpresa, el amigo le responde que, en realidad, él está enamorado, y que sufre mucho. «¡Oh, realidad era todo!», piensa Sigüenza, quien acaba de dar ese paso adelante: la realidad es múltiple, compleja; es tanto lo concreto y determinado -un tipo de instalación eléctrica-, como lo subjetivo e impreciso: el sentimiento que las cosas nos producen; y también es real lo absurdo: la veneración a una momia disfrazada que nunca ha hecho un milagro. Pero sobre toda realidad (objetiva o subjetiva, lógica o absurda, simple o compleja) lo que prevalece es una visión salvadora por la cual objetos y seres adquieren dignidad. La efusión de sentimientos da una nueva realidad a los objetos sobre la que se proyecta, y estos a su vez nos desvelan su verdad, su enseñanza. El hombre recibe lo que él mismo proyecta en su entorno. La crónica inicial establece de este modo un sentido epistemológico, de carácter ético-estético, abriendo así un horizonte de expectativas.

El traslado familiar a Barcelona se encuentra situado cronológicamente entre dos «crónicas de emociones»: «Sigüenza, los peluqueros y la muerte» (4 de febrero de 1914), donde Sigüenza anuncia su partida, y «En la ciudad grande» (27 de febrero), en la que anota sus primeras impresiones en la llegada.

«Sigüenza, los peluqueros y la muerte», un título curioso por unir elementos diversos, tiene un tono humorístico muy marcado: en una primera parte (que hizo las delicias de Jorge Guillén; 1969: 173-174) nos relata las pequeñas tribulaciones, las sorpresas y las sensaciones de un provinciano admirado ante el lujo moderno de una peluquería de la gran ciudad, y apocado ante unos peluqueros tan suficientes, en cuyas manos se abandona. En una segunda parte, Sigüenza es atendido en su domicilio, por última vez, por el barbero que le había visitado desde niño, el que le cortó el primer copo de cabellos. El barbero va quedándose sin su clientela, formada casi toda por personas mayores, que van falleciendo. Cuando Sigüenza le anuncia su partida, el peluquero ambulante lanza su queja de siempre: «¡Qué hemos de hacerle! Unos, hoy; otros, mañana...! ¡Hijo, eso es la vida!». Sigüenza se siente como un muerto más, porque para el peluquero alicantino no hay distinción entre el ausente y el difunto.

«En la ciudad grande» contiene no solo sus primeras impresiones en la Barcelona que es ya su residencia -las Ramblas, sus olores, los niños disfrazados (pues su llegada coincide con los carnavales)...-, sino también las primeras evocaciones del mundo que acaba de abandonar: la vida de ciudad provinciana; y esta evocación tiene un sabor de elegía. En Barcelona ha perdido la sensación de intimidad, y solo el lejano clamor de una sirena le recuerda que el Mediterráneo ciñe también esta ciudad.

En la suya, el mar penetra como un aire azul, como un resplandor de infinita llama por todo paraje, por todos los balcones; es una emoción de claridad, de alegría, como otro cielo generoso que se da anchamente a los lugares opulentos y humildes. Y las paredes viejas, costrosas, obscuras, perfilándose sobre la gloria de las aguas reciben una promesa de felicidad, una caricia de distinción clásica, un consuelo de toda angostura. El Mediterráneo está en todas partes.



La estampa es hermosa, emocionada. Muestra una congoja por el bien perdido, una añoranza que irá manifestando en diversos lugares, hasta que el retorno estival de 1921 signifique también el reencuentro consigo mismo, y pueda propiciar la expresión de la plenitud en esa última obra que es Años y leguas.

Dos textos muy diferentes guardan cierta relación con la nueva ciudad: «La hermosa señora» es un artículo suscitado por «la bien plantada», la mujer que simboliza el «seny» y la nueva belleza (novecentista) en la obra homónima de Xenius10. Miró la transforma mediante su personaje al apuntar al inicio: «En casi todas las ciudades que ha visitado Sigüenza, siempre le fue celebrada y mostrada una señora que culminaba entre las demás por su grande hermosura». Estas señoras deberían ser inmortalizadas por los artistas; pero la suya vive en lo cotidiano -no en las alturas del ideal- sin perder belleza, distinción y una discreta distancia. Sigüenza prefiere que estas hermosas damas sean mujeres casadas, porque son más «ellas mismas»: han logrado su plenitud. Estas singulares mujeres dignifican y embellecen la ciudad y los lugares donde se las encuentre, sean caminos o salones, que se convierten en «fondo de tapiz donde nada más destaca la figura de la señora». Ellas embellecen hasta la misma muerte. La hermosa señora de Sigüenza fallece, «y en lo hondo de la idea de la muerte, hermética y aciaga para muchos, ha florecido la hermosura entregada por la muerta. [...] La muerte tenía suavidades femeninas por el sacrificio de la señora». La belleza, que salva y dignifica hasta lo más horrible, es un consuelo para todos.

El otro texto es un cuento que se desarrolla en el ambiente de las calles que rodean la catedral: «El discípulo amado». Tal vez sea uno de los mejores cuentos de Miró, en el que Sigüenza desempeña el papel de espectador, aunque tiñe con su sentimiento todo el relato: Entre las tiendas que hay en aquellas viejas calles -de ornamentos litúrgicos, cererías, librerías con títulos piadosos e ingenuos en sus escaparates- hay una de imágenes de talla, cuyo taller se encuentra en el fondo de ella. Dos hermanas, hijas del maestro y propietario de tienda y taller, sienten un subido afecto por el discípulo predilecto de su padre. Una vez que el joven ha marchado al extranjero, donde ha triunfado y vive feliz, las muchachas depositan su afecto y reciben el consuelo en la imagen que les dejó: Jesús y el discípulo amado, donde él se representó en San Juan. La mayor congoja la sienten cuando, en el desenlace, la imagen es vendida, separándose para siempre del «discípulo amado». La pérdida de la obra, producto de las manos del joven artista, resultado de su trabajo y de su arte, produce un efecto más doloroso que su misma partida, porque en ella, con su semblante, dejó su alma, sus afanes, sus ilusiones... Es un cuento emotivo y complejo sobre el sentido y las dimensiones del arte, sobre la «verdadera realidad» que en él se contiene. La obra de arte no es copia, imitación o sucedáneo, sino que eleva la realidad de la que parte, espiritualizándola, hasta suscitar un intenso sentimiento de lo inefable. Recordemos que a partir de 1925 Miró formulará su convicción de que para el artista «la realidad, con todas sus exactitudes, es la levadura que hace crecer la verdad máxima, la verdad estética»11; y recordemos también que para Miró, lo inefable no es anterior a la forma artística hallada, sino posterior a ella12; es decir: lo inefable surge precisamente de esa forma conseguida, y en ello reside el misterio del arte. Por esa razón, la pérdida de la imagen produce un sentimiento más intenso que la ausencia del joven.

Al margen de referencias temporales se sitúan dos relatos: «Un domingo» y «La tía pobre». El primero viene a ser la crónica una excursión de Sigüenza con sus amigos, en un tiempo pasado: un grupo de jóvenes que se prometen un domingo gozoso visitando un pueblo. Imagina Sigüenza los sencillos placeres del lugar; anticipa las sensaciones que le ha de producir aquello que van a ver; pero lo que ven son gentes mudadas, niños tristes a los que las ropas domingueras imponen contención, y un silencio grande «un silencio dentro del silencio» que es como el de todos los domingos, y que hace pensar en la monotonía de los días que no lo son. El domingo es como el resumen de toda la tristeza13. En la visita a las ruinas de un castillo, una anciana de negro, la «ermitaña», vive para recordar a la hija muerta, que le sacaba de altura la medida de una llave que siempre -como cuidadora de la ermita- lleva consigo. «Todas las tardes para ella son un domingo eterno». Los entusiasmos de la víspera se mudan en la tristeza del domingo, en medio del júbilo de la naturaleza, inundada de luz y traspasada de silencio.

Si la anterior crónica parece fundamentarse en alguna experiencia de la etapa anterior, «La tía pobre» tiene un carácter más intemporal. Se trata de la presentación de un carácter: una señora anciana y solitaria a la que llegamos mediante la descripción de lo que la rodea: la modesta vivienda, la pobre habitación, los escasos enseres, las ropas gastadas, heredadas de una hermana difunta, y el cirio del monumento con el que se alumbra, regalo de un canónigo, único amigo y confidente de la anciana. El retrato del personaje comprime en un momento toda su vida; conocemos su rutina, sus escasas relaciones, el trato con los sobrinos..., y su longevidad. Van muriendo familiares y amigos, todos más jóvenes, y la anciana permanece como ese cirio que arde en su habitación y que parece no consumirse. El centro de esta especie de estampa es doña Patrocinio; Sigüenza solo es alguien que la conoce, pero que no interviene. La recreación de este carácter, donde se percibe una vida ampliándose en círculos concéntricos, sugiriendo mucho con elementos mínimos, es similar a esos breves relatos que Martínez Ruiz incorpora en Antonio Azorín, o que podrían formar parte de Los pueblos. En el relato anterior, «Un domingo», encontramos también una suerte de «microhistorias», pequeños apuntes al margen del desarrollo de la crónica, que reconstruyen momentos anodinos, pero reveladores de la vida, en figuras episódicas que adensan la narración. Lo que no encontramos en Miró es la «ataraxia» azoriniana. Martínez Ruiz contempla las vidas opacas con una melancolía desapasionada, eliminando claroscuros y realces patéticos; en Miró aparecen los contrastes violentos: el sufrimiento de seres y de animales; la crueldad, como sucede con esa rata que en el primer párrafo lanza gritos agudos cuando la van a ahogar despacito en agua clara para que los niños vean la angustia de su tormento; el mismo grito con el que se cierra el relato, de manera circular y en perfecta simetría, completando el ciclo que se repite en la monotonía del vivir de doña Patrocinio.

Los dos artículos, «Nosotros» y «Del origen del turrón» tienen su punto de partida en la realidad externa. El primero es una reflexión de Sigüenza a partir de la noticia leída en un diario francés en la que se quejan por el estado de abandono que allí padecen las bibliotecas infantiles, y se comparan con España, donde afirman que la situación es mejor. Sigüenza aboga por una menor dureza al hablar de nosotros mismos, dado que la crítica acre es la norma. Podría ser considerado un artículo de opinión, de escaso alcance. Por último, y como producto de las fechas navideñas (fue publicado el 25 de diciembre), aparece «El origen del turrón». Es una página proustiana donde la visión de estos dulces suscita la evocación su comarca natal y, así, se relata un demorado y detallado viaje de Sigüenza desde Alicante hasta Jijona. En el desenlace figura la versión catalana del origen del turrón, como dulce premiado en un certamen convocado para celebrar el fin de una epidemia de peste, en 1703; por ello puede sentir «el amargo dejo de una fecha, de una memoria desventurada» cuando tropieza con una almendra amarga en medio del dulzor14.




Jornadas y comentarios de Sigüenza: 1914

En abril de 1914 Gabriel Miró siente la necesidad de modificar el título de la serie añadiendo un término alusivo a la modalidad literaria que amplía. El añadido de «comentarios» ha de suponer una mayor extensión de los elementos ensayísticos, como se hace patente desde el primer artículo de esta breve etapa.

Breve es, desde luego, pues se desarrolla durante tres meses, desde comienzos de abril hasta finales de junio de 1914. En julio, como sabemos, comienza su actividad como director de la frustrada «Enciclopedia Sagrada», a la que dedica su tiempo y sus esfuerzos durante diez meses de intenso trabajo: lecturas, reuniones, organización, correspondencia, encargos, revisiones...

En este periodo (abril-junio) logra cierta regularidad en la publicación de los artículos de Sigüenza: aparecen en La Vanguardia tres textos cada mes15. Del total de nueve artículos, dos de ellos, de menor alcance, no han de ser recogidos en el Libro de Sigüenza (1917); los otros siete son parte sustancial de él, integrados luego en casi todas las secciones de la versión definitiva, la de 192716: dos en «Capítulos de la Historia de España»; uno cierra la sección «Días y gentes», y los otros cuatro casi completan la sección temporal y estéticamente más moderna: «La ciudad». No menos importante es el dato de que en la edición definitiva, la de sus «Obras Completas», la mayoría de estos textos llevan como fecha la del año de su aparición en la prensa. Al ser los más recientes ocupan casi todos ellos los últimos lugares en la edición de 191717; y son, desde luego, los últimos de lo que llamaríamos el período central de la vida -literaria- de Sigüenza.

Estas «Jornadas y comentarios» constituyen un logro estético que ha venido preparándose durante años: es el resultado del dominio de una técnica original y muy moderna que permite objetivar emociones susceptibles de ser compartidas entre el autor y el lector, quienes se encuentran y se reconocen en el personaje. Es evidente que casi todos los elementos que encontramos en los nuevos artículos han ido apareciendo en etapas anteriores, pero ahora se adensan, se intensifican, dejan de ser hallazgos y vislumbres coyunturales para adquirir una función estructuradora que, por ello, atañe a la totalidad del organismo textual. Miró ha dado un paso cualitativo. Hasta ahora, el narrador daba cuenta de Sigüenza en el mundo: sus reacciones, su actuación o sus pensamientos suscitados por un suceso, una noticia... Era una figura en unas circunstancias reconocibles, cotidianas. Ahora Sigüenza es el mundo: el narrador no elabora un diorama en el que colocarlo, sino que narra aquello que piensa o siente el personaje en una circunstancia o ante un estímulo: una lectura, una noticia, una sensación, un paisaje, una calle, unos seres... que adquieren un sentido dilatado y complejo. Sigüenza es la conciencia en la que el escritor conoce, observa, enjuicia y aprecia el mundo, y lo que allí ve es consustancial con su emoción, con su concepto y con su lírica.

«En el mar» fue un buen preludio para estas «Jornadas y comentarios»: el viaje, las visiones de la costa, del barco, de las gentes..., forman parte de la realidad de Sigüenza, que no es igual que la de su amigo, ni tampoco que la del sacristán o la de los devotos de San Valiente. Sigüenza es consciente de que «realidad era todo»; pero en el desarrollo de la escritura su impulso afectivo ha llenado de posibilidades el mundo observado, sin falsearlo, y nos ha hecho sentir respeto por el humilde esfuerzo, la perseverancia y la distinción recatada de un buque en el que todos, con desdén, solo ven una ruina flotante. En la realidad de Sigüenza hay horizontes más amplios e intimidades más profundas y vibrantes. El texto que Miró publicó a continuación -olvidado luego por su autor- «La hermosa señora», presentaba de modo incipiente, como boceto, lo que ha conseguido en los nuevos textos: la visión de la realidad en la conciencia de Sigüenza.

El modo de comenzar el primer artículo, en estas renovadas jornadas sigüencinas, es una llamada de atención, una declaración del método y de la estética, como se advierte en la frase inicial: «Dice Sigüenza que el amor más grande del hombre, además del amor al hijo, es el de su personalidad, de su conciencia, del sentimiento de sí mismo». El narrador nos transmite de manera inmediata el pensamiento del personaje, como si fuera el mismo personaje quien lo afirmara con sus propias palabras. El escritor, pues, introduce un narrador atento a la conciencia del protagonista, que presenta de manera indirecta sus palabras, y que interviene lo menos posible, logrando así un estilo indirecto libre con la sensación de ser directo; al mismo tiempo aparece enfatizada la figura del personaje, ya que es digno de que un narrador -a la manera de un evangelista- nos transmita sus palabras, sus pensamientos y sus acciones: ese inicial «dice Sigüenza» ya nos advierte de que lo que viene a continuación es algo importante, digno de que lo conozcamos y de que meditemos sobre ello. El apocado Sigüenza de Del vivir y de las primeras crónicas es ahora un hombre dispuesto a pronunciarse sobre cuestiones fundamentales de la vida.

«Razón y virtudes de muertos» es una meditación sobre la identidad que tiene como punto de partida la noticia de un experimento con el que se pretende sanar a los enajenados mediante una inyección de glándulas extraídas de cadáveres. Además de los párrafos destinados a fundamentar la meditación con un aporte de criterios científicos -la continuidad de la vida en las células después del fallecimiento «oficial», del certificado de defunción- el texto desarrolla uno de los asuntos fundamentales en Miró desde sus primeros escritos: el tema de la identidad, del conocimiento y del sentimiento de nosotros mismos; aquello que más valoramos y que perdemos por la muerte -lo que es inevitable- o por la locura. La noticia de la posible curación de los dementes mediante el injerto de glándulas lleva a Sigüenza a considerar las consecuencias de este procedimiento: se podría mejorar la condición de los individuos si el injerto procede de personas virtuosas, sabias, que alcanzaron estas cualidades mediante esfuerzos costosos; ellos, entonces, habrían preparado el perfeccionamiento de la humanidad. Pero este pensamiento tiene una inquietante consecuencia: la modificación o disolución de nuestra propia personalidad. El texto, partiendo de una noticia, ha ido ascendiendo hasta la consideración de nuestra identidad, para lograr infundir en el lector, en perfecta empatía con el personaje, semejante inquietud. De este modo el «comentario» de la jornada se convierte en una reflexión ética que alcanza a cada lector. El texto no responde solo a un criterio de Miró transformado en la inquietud de Sigüenza, sino a la «emoción de sí mismo» que cada lector experimenta al hacer de la lectura un ejercicio de introspección.

El asunto es crucial en Miró, esencial en su pensamiento y en sus fundamentos estéticos. Recorre su obra: lo encontramos como reflexión relevante en el texto primerizo «Del natural» (1902), donde Aurelio Jiménez muere después de buscar desesperadamente la originalidad, «sin darse cuenta de que la "originalidad" por la que tanto había sufrido, había estado en él, en aquella su manera de ser, había sido él» (Miró, 2007: 778); y lo volvemos a encontrar en su reflexión poética de madurez, que dejó esbozada en «Sigüenza y el Mirador Azul», escrito a comienzos de 1927 (Miró, 1982), donde apunta, desde su personaje, que para ser creador se requiere «intuición y predisposición, pero además, y desde el principio, ser uno en sí, que es lo que origina la técnica y el estilo. Ser con la emoción de serlo» (Miró, 1982: 104). Todo ello ha de culminar en Años y leguas.

Después de tratar en su primer «comentario» de estas nuevas jornadas sobre la cuestión fundamental, prioritaria, de la conciencia y del sentimiento de la propia identidad, aborda Miró su otro gran tema: la experiencia y condiciones de la felicidad. Lo hace en «La fruta y la dicha». El comentario surge a partir del sencillo acto de comer una fruta. Un sabor suscita una evocación, un estado de ánimo en que se propicia una meditación solidaria de una actitud y de un comportamiento. De la sensación al conocimiento, y de aquí a una consecuencia moral. Unas cerezas o unos albaricoques, «que van llegando a la plenitud del sabor de sus sucos», traen a Sigüenza la evocación de los huertos y una «emoción de verano [...] sin dejar de sentir la primavera». Ese acto le hace pronunciar «¡seamos dichosos!», y decirlo es comenzar a serlo. Desde esta experiencia se desarrolla uno de los textos claves en torno a la dicha: la felicidad es conciencia y propósito, que pueden ser ocasionados por «un instante bueno y emotivo». Lo fundamental ha de ser la disposición de ánimo para que un momento propicio, sobrevenido, haga brotar en nosotros el deseo y la decisión de ser felices. La felicidad es una posesión espiritual, que aparece definida en un párrafo denso de significado:

En nuestra vida y en lo que la rodea hay una honda claridad cuando queremos ser dichosos, y una atención serena que puede avenirse con la étourderie de Stendhal, y entrambas hacen que plantemos no sabemos dónde el hueso de una cereza, de un albaricoque que nos ha gustado mucho, para que nazca un árbol que tampoco sabemos si saldrá, pero que, desde luego, no nos dará su fruto ni su sombra. Y, sin embargo, lo imaginamos y poseemos: es el árbol más frondoso y abundante de todos los huertos...



«Emociones de la ciudad» presenta en su título el resumen de su contenido. Para un personaje urbano, pero amante de la naturaleza, la ciudad es una realidad problemática que se aborda desde una actitud relativista. Unos días, la ciudad le parece a Sigüenza «más grande y poderosa», llenando todo el espacio y devorándose a sí misma; otros, se le muestra dulcificada: las calles tienen su personalidad, un espíritu que suscita un sentimiento y una imaginación. En una «calle pulida», un balcón entreabierto le trae una emoción del interior insinuado, donde una mujer madura y unas rosas que comienzan a languidecer son la sinécdoque del lugar; en otra, lo es una tienda de herbolario que da «un aliento marchito de serranía». En una calle «espléndida, cabal», Sigüenza se cree en presencia de un hombre perfecto; pero el «perfecto» necesita un club donde pierda su virtud, porque ésta no consiste sino en perfeccionarse. La ciudad se ha humanizado para culminar con otra lección moral, muy habitual en Miró, quien deseaba, expresándolo en la primera persona del plural donde cabemos todos, «no ser perfectos nunca, para tener que vivir perfeccionándonos»18.

La conciencia o emoción de nosotros mismos; la felicidad como decisión consciente de nuestra voluntad; el itinerario de perfección -que encuentra en las emociones urbanas-, son los cometidos prioritarios que Sigüenza se plantea. Los textos sigüencinos alcanzan altura estética y fuerza ética en el momento de su madurez; y en este momento apunta también el tema político, centrado, no tanto en las ideas como en aquellas figuras sobresalientes, ejemplares, que resumen un estado de conciencia social. No son, pues, las ideologías, sino la moral de la sociedad lo que en el texto «Recuerdos y parábolas» se nos presenta. No se citan nombres ni sucesos, pero está claro que se habla, al principio, de la Semana Trágica, la caída de Maura y el odio que suscita este político. Alude luego a la llegada al poder de Canalejas, a su calidad humana y a su asesinato19. Después de aquellos días, es la figura de Antonio Maura la que concita rechazos y adhesiones. Miró, que fue partidario de Canalejas, ahora lo es de Maura. Pensemos que es en los inicios de 1914 cuando aparece el maurismo como movimiento político, impulsado principalmente desde Madrid por Ángel Osorio, y cuyos signos de identidad son «el catolicismo, el reformismo social, la defensa de la autonomía regional y el respeto a las libertades» (Tusell, 1994: 152). En ese momento confuso, en la primavera de 1914, Miró veía en Maura la figura señera capaz de llevar a cabo una reforma necesaria20. Se inician entonces unas relaciones epistolares que darán como resultado la marcha de Miró con su familia a Madrid en 1920, esperando favor y ayuda en político tan influyente. El epistolario entre ambos muestra el sincero fervor y la confianza del alicantino, así como la admiración que Maura sintió siempre por el escritor.

Dos de los artículos de este período tienen escaso interés: «De la lectura de La bien plantada» y «De una conferencia del Dr. Ingenieros». Se trata de dos crónicas de circunstancias sobre sendos acontecimientos culturales y sociales: la lectura que Eduardo Marquina hizo de su traducción al castellano de la obra de Xenius -donde hay una buena galería de retratos y una sucinta alusión al sentido de la obra-, y la conferencia sobre psiquiatría y legislación que pronunció el investigador argentino, cuya semblanza destaca sobre el contenido del discurso.

Los dos textos restantes vienen a enlazar con procedimientos de épocas anteriores, como es el de las crónicas de lo cotidiano, o de viajes, y los relatos donde el personaje aparece como espectador; aunque presentan una mayor complejidad. «Campos de Tarragona» es una especie de crónica de un viaje -o solo de una parada en el viaje- donde predomina lo lírico sobre lo ensayístico, dejando el elemento narrativo para el desenlace. El tren se detiene en una estación, en los campos de Tarragona, y por allí pasea Sigüenza con un amigo. Los primeros párrafos son una lírica descripción de la naturaleza, plena de sensualidad, radiante de luz e impregnada de cultura:

Campos de Tarragona, todavía lejos de la costa, y a través de la pompa de oro pálido y fresco de la retama, y en todo el aire, palpita la claridad del Mediterráneo. Y ese aire de gracia de antiguos horizontes deja en el sol de la mies y en la umbría del pinar la emoción y la blancura rubia del mármol hecho carne. Vemos nuestra angosta vida iluminada y agrandada por un antaño que sonríe con todas las sonrisas de las diosas desnudas.



Se produce otra sinestesia: del olor percibido se llega a una evocación que se concreta en una palabra; ésta, a su vez, provoca en Sigüenza una sensación olfativa asociada a una emoción compleja. El amigo catalán, al oler la retama, grita a su acompañante: «¡Sigüenza, qué olor a Corpus!». La palabra «Corpus», a su vez, evoca en Sigüenza el olor «a rosas y romero» del Corpus alicantino, lo que le lleva a sentir «la íntima emoción del suyo»: esa «emoción» mironiana que debe entenderse como una comprensión afectiva de la esencia y de la totalidad del objeto21.

El comienzo presenta un contraste con el final -el habitual contraste-: el texto se mueve entre el gozo de la naturaleza y la congoja de una despedida que supone el fin de toda una etapa de la vida en quienes la padecen: un muchacho, al que besa una viejecita, acompañada por unas mujeres, es enviado a Barcelona, adonde marcha para hacerse hombre. La emoción de la escena es intensa, y todo está apuntado con los mínimos elementos: el dolor de la anciana, la congoja del muchacho, todavía muy joven, mirando con anhelo lo que deja, y la indiferencia del recadero a quien lo confían, trazan un momento que contiene el pasado y el futuro: la pérdida de un mundo que cuando este muchacho regrese ya no será igual. Miró acierta a condensar el sentimiento del tiempo, la sensación de lo irremediable, la fragilidad de quien está dejando atrás su infancia, los afectos que se pierden..., en una de las páginas más conmovedoras de su obra.

El único texto que en esta sección puede ser llamado cuento con toda propiedad (como en el anterior grupo lo fue «El discípulo amado») es «La aldea en la ciudad»: Sigüenza conoce en el tranvía que diariamente le lleva a su trabajo, a un cura rural con el que conversa. Sin darnos cuenta, entramos en el relato que el capellán debió hacerle al oficinista urbano; un relato, en tercera persona, sobre la sencillez y la ingenuidad de un mundo rural muy alejado de la frialdad ciudadana, que confía en solucionar pequeños problemas con la visita del sacerdote al Provisor de la Diócesis. Las ilusiones no se han de lograr, porque el anciano cura no consigue ver al señor Provisor. El contraste entre esos dos mundos aludidos en el título aparece representado en la figura del capellán, retratado por el escritor con ternura, al encontrar en él a un hombre ingenuo, perdido en el fondo impersonal y tumultuoso de la gran ciudad.

Sigüenza no es un personaje creado de una vez y para siempre; va evolucionando, y su desarrollo se va produciendo en sintonía con la evolución estética e intelectual de su autor. En este personaje se nos muestra el carácter orgánico de la producción mironiana, cuyos textos no aparecen como resultado de momentos de inspiración, ni tampoco como resultado de un plan previo (a la manera de Pérez de Ayala), sino como consecuencia de necesidades vitales y estéticas a las que dar expresión; porque Miró, al igual que su personaje, «vive a costa de la continuidad de su modelación íntima» (Miró, 2008: 730).








Artículos en La Vanguardia

  • Jornadas de Sigüenza: 1913-1914
    • «En el mar», 9 de diciembre, p. 10.
    • «La hermosa señora», 30 de diciembre, pp. 8-9.
    • «Del origen del turrón», 25 de diciembre, pp. 13-14.
    • «Un domingo», 28 de enero, pp. 8-9.
    • «Sigüenza, los peluqueros y la muerte», 4 de febrero, pp. 11-12.
    • «En la ciudad grande», 27 de febrero, p. 9.
    • «La tía pobre», 3 de marzo, pp. 8-9.
    • «Nosotros», 13 de marzo, pp. 8-9.
    • «El discípulo amado», 25 de marzo, pp. 10-11.
  • Jornadas y comentarios de Sigüenza: 1914
    • «Razón y virtudes de muertos», 2 de abril, pp. 10-11.
    • «De la lectura de "La Bien Plantada"», 19 de abril, pp. 12-13.
    • «El paseo de los conjurados», 29 de abril, pp. 8-9.
    • «Recuerdos y parábolas», 6 de mayo, p. 10.
    • «La fruta y la dicha», 17 de mayo, p. 8.
    • «Emociones de ciudad», 22 de mayo, p. 8.
    • «Campos de Tarragona. Un chico que sale», 3 de junio, pp. 10-11.
    • «La aldea en la ciudad», 18 de junio, p. 11.
    • «De una Conferencia del Dr. Ingenieros», 26 de junio, p. 9.



Bibliografía citada

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