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Gabriel Miró y el Künstlerroman

Francisco Márquez Villanueva



«What happens when a new work of art is created is something that happens to all the works of art which preceded it».


(T. S. ELIOT)                






La exquisita levedad y horror a todo énfasis del toque mironiano ha contribuido sin duda a que, aun si no haya pasado inadvertida1, tampoco se suela reparar en la predilección del autor por introducir en su obra la figura del artista e incorporar vitalmente el problema del arte como uno de los ejes del relato. La nómina incluye pintores, arquitectos, novelistas, músicos y algunos aledaños como el de Agustín III en El abuelo del rey, que si bien oficialmente ingeniero está mucho más dispuesto a hacer loca poesía con las leyes de la naturaleza que no a respetarlas ni servirse de ellas. Vagamente artistas son Carlos Osorio (de la repudiada Mujer de Ojeda), Félix Valdivia, Antón Hernando y no se diga el propio Sigüenza, típico de estos personajes de algo germánicas almas bellas y puestos a vivir la propia vida, a costa de logros y fracasos, a modo de una obra prima. La cercanía al arte es siempre una recomendación favorable en la obra de Miró. «Artista y pecador»2 es Máximo Lóriz, el hombre con quien Paulina Egea pudiera haber sido feliz. «Creí a Guillermo un poeta, un artista rico y glorioso que atravesaba el mundo sediento de pasiones»3, dice doña Beatriz en Las cerezas del cementerio. Más aún, la obra de Miró de hecho oscila cronológicamente entre los dos grandes temas de época que son la novela de artista, que prevalece en su etapa juvenil y la novela de cura, iniciada con El hijo santo (que por cierto es también un excelente cantor) y llamada a culminar en ambas narraciones de Oleza4.

La apuntada singularidad de Miró ofrece un obvio correlato autobiográfico. Es bien conocida la cercanía a su tío el pintor Lorenzo Casanova (1855-1900), a cuyo recuerdo dedica La novela de mi amigo (1907) y del que llegó a tomar lecciones que, según confesión suya en 1906, anduvieron cerca de inclinarle profesionalmente al arte de Apeles: «Probablemente yo sería pintor si no hubiera muerto el maestro Lorenzo Casanova»5. Miró se hallaba dotado de amplia sensibilidad, que le impulsaba a superar el ámbito profesional de la literatura, irrespirable para él en sus dudosos ritos y compromisos de relación humana. Gustaba del trato intelectual de ingenieros (Próspero Lafarga), científicos o eruditos (Ramón Turró, Francisco Figueras Pacheco), y médicos (Augusto Pi y Suñer, Gregorio Marañón). Sobre todo venía a ser, de nuevo, una rareza en España por su goce intenso y real de la música, que lo condujo a contar entre sus amigos más entrañables a figuras como Enrique Granados y Óscar Esplá, con el que llegó a planear una ópera sobre Santa Teresa6. Late un inconfundible sello de época en la veneración con que en La palma rota (1909) habla de Bayreuth como «el santísimo lugar de Wagner» y atina a deslizar después en el relato su homenaje personal a Grieg. Músico de fama es don Lorenzo, el platónico enamorado de doña Rosa de El abuelo del rey y cantante profesional la cubana Carlota, esposa de Agustín II. Es obvio, en otra dirección, que Miró ha creído, conforme a las ideas de Walter Pater7, en la capacidad de la literatura para asumir traslaticiamente las artes plásticas, de donde su virtuosismo en trances como el de comunicar, por ejemplo, la terribiltà numinosa del San Daniel de Oleza. Quede en claro, además, que Miró es en todo momento un gran crítico de arte. Su obra enjuicia siempre con exactitud y autoridad, lo mismo cuando evoca el Cristo muerto -Gott is fot- de Posuna (Las cerezas del cementerio) que cuando se divierte en pintar la tumba pseudoegipcia que manda construirse el anacrónico conde de Vall de Mirra (Dentro del cercado). Por muchos años, como se sabe, la crítica se quitó de problemas con considerar a Gabriel Miró un simple «pintor colorista» de paisajes levantinos8.

La predilección inicial de Miró por las novelas de artista no se justifica sin embargo sobre ningún terreno de veleidades ni de meras circunstancias. Por el contrario, cultiva con ellas una importante provincia de la narrativa europea escasamente representada hasta el momento en España9. El artista ha nacido como personaje literario al clamor del Sturm und Drang, que bajo directa inspiración de Rousseau y de Herder lo considera como un ser aparte, ungido por la presencia del genio. Su figura reviste una categoría demiúrgica, obligado a vivir con los pies en la materia del mundo y la cabeza en los reinos de la belleza ideal, lo cual es lo mismo que decir una tensión a punto de constante desgarro. La fatal separación del rebaño que marca la excelsitud del artista lo vuelve epicentro de toda suerte de conflictos lo mismo con la sociedad que consigo mismo, a modo de ascesis en que hacerse digno de la creación como experiencia suprema del arte. Su triple lucha con la sociedad que le rodea, la Belleza que lo absorbe y la limitación humana que lleva dentro de sí, ha sido uno de los grandes temas del Romanticismo, que tantas veces ha arrastrado a las tablas a figuras como Torcuato Tasso, Benvenuto Cellini, Velázquez o Quevedo.

Es fácil comprender que la atención profunda a la naturaleza, intrínsecamente problemática, que para los tiempos modernos llega a significar el artista no alcanzara sin embargo a revelarse en toda su profundidad en el drama, sino en la novela. La literatura alemana la reconoce pronto como Künstlerroman, en cuanto variedad o subgénero de Bildungsroman10 que involucra una profunda reflexión sobre la naturaleza misma del Arte en su dimensión humana. Dicha modalidad narrativa quedó básicamente estudiada por la tesis doctoral de Herbert Marcuse, Der Deutsche Künstlerroman, presentada en 1922, pero inédita hasta 197811. Su origen y primer clásico se reconocen en el Wilhelm Meister de Goethe, especialmente en su primera parte de Lehrjahre (1796), durante la cual su protagonista vive en compañía de unos cómicos ambulantes el problema integral del teatro moderno. El Künstlerroman tiene una fuerte representación en Alemania con Tieck, Friedrich Schlegel y Novalis, así como en Francia12, a partir de George Sand (Lelia, 1832) y Teófilo Gautier (Mademoiselle de Maupin, 1835). Henri Murger ilustra la colisión axiológica con la vida burguesa en sus Scènes de la vie de Bohème (1851), de tan larga y popular descendencia. Rozan el género Balzac y Flaubert e inciden en él plenamente los hermanos Goncourt con Manette Salomon (1867) y muy en especial Zola con L'oeuvre en 188613. Decimocuarta pieza de la serie de los Rougon-Macquart, integra ésta última una de las más discutidas y ruidosas de la misma, igual que vale también por un amplio espejo ambiental del impresionismo francés.

El interés actual en el Künstlerroman se debe sobre todo a su pujante resurgir en Alemania e Inglaterra para una época áurea, situada aproximadamente en la primera mitad del presente siglo y coincidente a grandes rasgos con la boga del psicoanálisis. Sus grandes maestros son Thomas Mann (Muerte en Venecia, Tristán, Tonio Kröger, Doctor Faustus), Hermann Hesse (Peter Camenzind, Narcissus und Goldmund), D. H. Lawrence (Sons and Lovers), James Joyce (Stephen Hero, A Portrait of the Artist as a Young Man), y Theodore Dreiser (The Genius) entre otros. Gabriel Miró podría agregarse en rigurosa coincidencia generacional o cronológica a dicha constelación con La novela de mi amigo (1907), Dentro del cercado (1916) y La palma rota (1909). Su presencia en ella podría ser discutible conforme al criterio restrictivo de algún crítico como Roberto Seret14, partidaria de relegar a la categoría más diluida de novela de artista toda aquella en que no se dé como núcleo la lucha por el dominio en plenitud del arte, desde la niñez del protagonista hasta su absoluta madurez. Pero se trata a todas luces de un juicio extremoso, que correría el riesgo (creo que inaceptable) de desalojar de un plumazo a algún supremo maestro del género, como es Thomas Mann. Miró participaría en cambio y con pleno derecho conforme a la idea más flexible de H. Marcuse, para quien la presencia de un discurso centrado sobre el arte constituye la nota esencial del Künstlerroman y que por ello ni siquiera excluye del mismo a una obra como Werther.

La amplia aportación mironiana responde una vez más y de primera intención a su interés en el naturalismo15 y más directamente al impacto de L'oeuvre de Zola. Traducida al español en el mismo año de su aparición en Francia, contribuyó ésta en forma decisiva a la introducción en España del tema del artista, sobre todo a través de su repercusión no menos obvia en La quimera (1902) de Emilia Pardo Bazán16 que Miró no podía ignorar. Su tarea se realiza bajo parámetros muy peculiares, debido tanto a su fuerte personalidad creadora como al minúsculo predio reconocido al artista, ni como individuo ni como grupo, en la vida española del momento. Conforme a su habitual rechazo de toda fórmula rígida ni palabrera, Miró se aparta de ellas lo mismo que de las prédicas doctrinarias que, bordeando el «manifiesto» estético, eran casi inherentes al género (vide el mismo Thomas Mann). Rechaza sobre todo el tipo de narración analítica o pormenorizada de cabeza a rabo de que gustan los alemanes y más aún los franceses, en pro del ir al grano de un sabio esquematismo fiel en todo momento al principio de insinuación que vertebra su retórica narrativa.

Es así claramente como Miró ha deseado plantear La novela de mi amigo, que Jorge Guillén considera la mejor de las que, algo cicateramente, llama sus «tentativas juveniles» y Eugenio D'Ors, con toda justeza, «petit llibre formidable»17. Su agónico protagonista, el pintor Federico Urios18 responde al más puro concepto del personaje central del Künstlerroman, observador contemplativo de la vida más que participante en ella19. Conoce a sus cuarenta y dos años a aquel «amigo» a la vez que cronista de resonancias cervantinas, a quien relata lo esencial de su vida en equivalencia de un largo monólogo. Es un relato que podría hoy leerse como surgido del diván del analista, pero donde Miró realiza un atrevido experimento de adaptación narrativa del soliloquio confesional de San Agustín. Sus raíces inmediatas se asientan sin embargo en el claro modelo teresiano de la historia de un alma, sacando cierto una vez más a Azorín en su dictum: «De Santa Teresa ha extraído, en gran parte, su vocabulario psicológico Gabriel Miró»20. La obra responde por eso a una renovación a lo laico de la vieja «relación de espíritu» o, en lenguaje más al uso, a una sucesión de núcleos narrativos de decisiva significación psicológica. Urios, hombre de orígenes más que modestos y de cultura autodidacta, que se llama a sí mismo «carne de recuerdos»21, es magistral a la hora de engarzar las cuentas primordiales de su atormentada existencia. Se halla ésta marcada por el trauma inicial de una supuesta culpabilidad por la muerte horrible de una hermanita llamada Lucita, por la memoria de un padre torvo y la historia de un matrimonio absurdo, que aparecen desde el primer momento inextricablemente unidas con el despertar de su avasalladora vocación por la pintura. Habiendo tenido que trabajar como albañil casi desde su niñez, se ha despertado aquélla a sus quince años, a raíz de su intento de ganar unas monedas posando como modelo en una modesta academia local. Su lucha en el arte ha sido el mismo rosario de desdichas, en que ha de mendigar la caridad del sustento y de unas lecciones, además de pintar con los colores y equipo desechados por los estudiantes. La misma inagotable tozudez de rústico le ha llevado después, en plan semimendicante o «como un perro sarnoso»22 a estudiar en Madrid y en Roma, lo mismo que a los primeros mezquinos encargos con que desde entonces malvive.

Federico Urios, casado y padre de una niña (que por supuesto se llama también Lucita) vive en su rincón levantino en lucha a brazo partido con la miseria. Nada en él, con su responsabilidad familiar a cuestas, de indolencia ni de despreocupada bohemia. Acepta cualquier encargo por prosaico o absurdo que sea, sale a vender sus pinturas por las calles, como cualquier buhonero, o las fuerzas a sus vecinos y conocidos, sin excluir a su amigo el escritor, que sin más remedio va reuniendo una colección. Todo para llevar a casa unos mínimos recursos con que se gana el confirmado desprecio de su odiosa mujer, que para colmo se llama Angustias. La maldición del arte y la ética del artista no se han vivido nunca con más intensidad ni a más baja altura. El conflicto entre el artista y la sociedad incomprensiva y materialista, de tan básico juego en el Künstlerroman ni siquiera llega a manifestarse en Federico Urios porque, como él sabe mejor que nadie, es un pintor mediocre. Por demasiado inquieto no sirvió en la academia ni para modelo. Es difícil reconocer en sus telas las cosas que ha deseado pintar y sus cuadros sirven para asustar a los niños. Le ha sido imposible dominar lo más elemental del oficio, no le entraron los rudimentos del dibujo y su capacidad creadora la acapara una anárquica sensibilidad ante el color, por la cual le compadecen y a la vez admiran lo mismo su primer maestro que el «amigo» a quien ahora cuenta su vida y endosa sus pobres cuadros. Sus ojos poseen la extraordinaria pero dudosa virtud de ver más allá de las formas y de captar el color lo mismo por fuera que «por dentro»23. La férrea tiranía del anómalo don creador de Urios se asemeja a la de una dolencia o fatalidad biológica porque, como muy al comienzo supieron diagnosticarle, su tragedia es que «le sobran ojos»24. En consecuencia, vive también en el arte el mismo destino implacable que se ensaña en los demás aspectos de su vida, pero sin renunciar por ello en ningún momento al placer medio infantil de un insaciable apetito creador: «Para vivir he de pintar dos y tres cosas diarias»25, en indiferencia a tener que venderlas después a vil precio. «Mis ojos han desfallecido de miseria» reza el salmo 87 en cabeza del libro.

Federico Urios, cándido y semiinculto, es al mismo tiempo un ser exquisito, que en todo momento se gana la admiración respetuosa de su «amigo». Podrá parecer tal vez un mal pintor, pero es sin duda un gran místico, lo mismo que también un gran poeta, capaz de manejar la lengua con la misma garra lírica de un... Gabriel Miró, que no es poco decir. Urios se sirve en ambas direcciones de su don de contemplar la esencia invisible de las cosas, como muestra en la frenética escena en que pretende dar a su familia en comunión unos granos de trigo consagrados por el amor panteísta que en aquel momento le arrebata. Naturalmente, la triple alianza de su personalidad neurótica, de su fracaso matrimonial y de su incapacidad artística no tiene remedio ni escapatoria. Miró la asocia funcionalmente con la presencia de una progresiva «necrosis» de indefinida naturaleza26, que va royéndole la mandíbula y que origina en el pintor una obsesiva, emplazada conciencia de carroña viviente. Cuando su hija, la segunda Lucita, muere de tuberculosis en el umbral de la adolescencia, el pintor trata en vano de volver a su frenético trabajo de siempre. Tras un período de obsesivo autoanálisis, llega a sentir el consuelo de un quietismo místico a lo Miguel de Molinos en que late el «Venid a mí» de la llamada de Cristo a los abrumados. En su seguimiento, Federico Urios se abandona dulcemente una noche que se adjetiva «desoladora y clara»27 a las profundidades del mar, mientras invoca por última vez el nombre de la dos veces muerta Lucita.

La atormentada Novela de mi amigo no oculta su clara impostación sobre bases nietzscheanas28. A contracorriente de la usual mitificación romántica del artista. Federico Urios es todo lo contrario de un bohemio, de un Byron o de un genio incomprendido a lo Chatterton29 (allí esta su anónimo, cidehamético «amigo» para comprenderle perfectamente). El compromiso con el arte que fluye dentro de su ser es, si se va a ver, tanto más puro por no depender de la calidad de su plasmación en la materialidad de una obra, cuyo escaso valor no se le oculta en ningún momento. Miró, tan obseso en su etapa juvenil con el lenguaje de la literatura ascético-mística, no resulta ahí nietzscheano sino traslaticiamente iluminista al estilo del Soneto a Cristo crucificado, con su platónica renuncia a ninguna interesada postrimería:


«Que aunque no hubiera cielo, yo te amara
y aunque no hubiera infierno, te temiera».



Urios, tan buen conocedor de sus limitaciones, tiene a la vez algo (o tal vez mucho) de «el santo mártir de la Mancha»30 en su cerrazón al desaliento y en el «yo sé quién soy» con que sin ninguna inmodestia se califica, aun así, de «extraordinario». Cuando su «amigo» pone ante sus ojos el espejuelo de iniciar una nueva vida, en fuga de aquel impasse asfixiante, la lúcida respuesta es «sólo ambiciono seguir en mí mismo»31. Su fidelidad a la llamada del arte posee la honrada confianza del hombre del pueblo en la dignidad y el carácter inexorable del trabajo manual. Cuando Urios se ve incapaz de reanudar la tarea sabe que se halla ante el anuncio cierto de la lógica extinción de su vida, a cuyo final coopera sin las quejas ni aspavientos que dicho trance requería en el drama romántico.

El caso de Federico Urios y su triste falta de dotes o más bien incapacidad para alcanzar la perfección en su arte no es, como se verá, del todo inédito en la rama francesa del Künstlerroman. Su presencia en La novela de mi amigo constituye un importante nódulo en el desarrollo de cierta constante temática a través de la cual ha formulado Miró uno de sus más profundos interrogantes ante la naturaleza humana. ¿De dónde la injusticia del desigual reparto de dones de salud, inteligencia y belleza entre los seres humanos? La cuestión se plantea ya desde la novela repudiada La mujer de Ojeda (1901), a través del personaje José, un criado de aspecto repugnante que intenta violar a la protagonista Clara, su señora, pero cuya conducta es vista después bajo otra luz: «Muchas veces pienso que acaso José es más desgraciado que yo; él no puede aspirar a ser amado y tiene el mismo derecho que yo a amar»32. Es la misma reflexión, en esencia, que a más noble escala proyecta ante el arte Federico Urios, pero que reaparecerá también en la vulgaridad inculpable de Águeda, enamorada sin esperanza del arquitecto Luis Menéndez en Dentro del cercado y en la clase de aporía existencia! llamada a culminar en Nuestro padre San Daniel, con la figura en altorrelieve del desdichado carlista arrepentido Cara-Rajada y su ardiente amor a Paulina. Federico Urios es el Cara-Rajada del arte en el Künstlerroman mironiano.

Una segunda pieza netamente adscribible al Künstlerroman es Dentro del cercado, esa magnífica novela de cronología oscura33, tan más allá del público de su época y cuya sutileza ha burlado por tanto tiempo a una crítica alicortada y timorata. Su avance consiste en una clara proyección de la relación funcional entre el amor y el arte, teniendo en cuenta que para Miró, lo mismo que para D. H. Lawrence, sexo y belleza son inseparables34. Dentro del cercado sitúa en su centro al arquitecto Luis Menéndez Herrero, uno de esos «César Borgia» o soberbios ejemplares masculinos del modernismo, adorado por su esposa Librada, la prima de ésta Laura, y la insignificante Águeda, cuya innata carencia de gracias no le permite aquí chance. Bajo una intensa sugestión de los místicos y de su lenguaje religioso, la obra se centra sobre el tema de los escrúpulos del protagonista. El situar a éste en tan delicada situación funciona como piedra de toque para una interacción discursiva entre sexo y creatividad que, una vez más, es uno de los sellos o marcas comunes del género35.

Bajo una fuerte sugestión nietzscheana de la moral del superhombre, el personaje Luis Menéndez es sometido a juicio y hallado falto por un camino exactamente inverso al que redime a Federico Urios por encima de su integral frustración lo mismo en amor que en el arte. Ni sus orígenes ni su formación como artista determinan en su caso el menor problema, pues a pesar de su juventud su talento es aquí un dato previo, reconocido por todos en la prosaica ciudad levantina de Alcera (de su pretencioso alzarse burgués, en cruce con Alcira y en clara transparencia de Alicante). El conflicto íntimo viene por su actitud ante el amor de Laura, que técnicamente podría conducirlo a una situación de virtual bigamia. Tras mucho jugar a la letra con fuego (incendio simbólico en la finca de ella) y de estrechar cada vez más a la mujer vedada, con culpable coquetería, en un claustrofóbico «cercado» sentimental, el arquitecto le negará siempre la consumación del amor como bajeza impropia de seres exquisitos. Dicha renuncia no le cuesta en realidad nada pues, carente de dimensión ejemplar ni heroica, le sirve por el contrario de perfecta coartada para evitarle conflictos ante las convenciones sociales. Luis extrema en amor su egoísmo hasta un punto sádico, porque su lujuria es toda de narcisismo y no de sexo. La falsedad interesada de sus «escrúpulos» y la palabrería con que a cada momento habla de universal bondad e inocencia han quedado desmentidas desde el principio, cuando huye de enfrentarse cara a cara con el amor al prójimo en las escenas de muerte de la madre de Laura y después de Corderita, la pequeña ahijada de ésta. Sus sempiternos «escrúpulos» no son en realidad de naturaleza moral, porque su pasión se alimenta de modo ruin y enfermizo con el cautiverio sin esperanza de Laura, del que nada hace por liberarla, y no en ningún terreno pasional. Mientras tanto, de camino, se elude el escándalo que una actitud de otro orden le acarrearía con la moral de las gentes de Alcera, cuyo aplauso tanto significa para él. El aparente «César Borgia» es un lucio burgués, saciado en todo momento de la satisfacción material de manjares y buenos vinos, así como de hermosas mujeres que le basta saber arrojadas a sus pies.

Bajo estas condiciones, el fraude amoroso del arquitecto de moda sólo puede ir acompañado de traición a todo ideal artístico, acerca de lo cual no ahorrará Miró las claves más inequívocas. Luis comienza por vivir en la zona supuestamente lujosa de Alcera, que en realidad es un anticipado infierno de moderna vulgaridad: «Vivía Luis en la calle más ancha, más alumbrada de la ciudad. Todos los edificios eran altos, vistosos, relucientes; algunos opulentos y de ellos, modernistas y todo, con bravísima fauna y flora de cemento armado»36. El joven arquitecto está acostumbrado a ser reconocido en la calle como una especie de obispo laico de la ciudad, en latente referencia clerical sugerida por aguda observación de Laura, su víctima erótica. La consagración de Luis como artista va a confirmarla a los ojos de sus vulgares paisanos por el triunfo en cierto concurso para un palacio en la lejana Lima. Su maqueta se describe abundante «en los rasgos graciosos y atrevidos de los quiciales, en la prodigiosa delgadez de las columnas»37, con frisos y relieves adornados con figuras. Miró le atribuye, pues, un estilo híbrido, algo así como una donosa superposición de Gaudí y la arquitectura Beaux Arts38; es decir, un producto de lo más a la mode, concebido para congraciar al gusto mayoritario. Esto cuando su desafío incumplido habría sido, en una espléndida confluencia de arte y de amor, construir un palacio en el sublime aislamiento wagneriano del famoso Tajo de Roldán39, donde vivir junto a ambas mujeres un ejemplo literal de aufsteigendes Lebens o nietzscheana vida en ascenso, una plenitud vital dictada por la herrenmoral frente a la del filisteo rebaño alcerense. Y claro que Miró no deja escapar a Guzmán sin hacerle justicia y propinarle un duro varapalo con su relato de cómo el casino de la ciudad lo nombra socio de honor y le rinde la pompa de su ridículo homenaje en aquella pretenciosa catedral del mal gusto provinciano que llaman la Candiotera.

La novela de mi amigo y Dentro del cercado se definen bajo el concepto de Künstlerroman como cara y cruz dialéctica de un mismo teorema acerca del precio vital que hay que pagar por el arte y la imposibilidad de falsearlo, es decir la opción entre servirlo o servirse de él. La frustración de Federico Urios queda en realidad invertida en el caso del arquitecto próspero, adulado de todos y supremamente egoísta en amor. El receptor atento recoge las claves necesarias para comprender que en realidad el pintor triunfa donde el arquitecto fracasa, pues el arte aun inferior del primero se halla a mil leguas por encima del vergonzoso kitsch arquitectónico del otro. En la historia de Federico Urios hay también una mujer que ama en silencio y sin esperanza, pues éste comprendió demasiado tarde su error de no haberse casado con la dulce hermana menor de a la que en mala hora hiciera su mujer. El pintor, enemigo siempre de estrategias ni ambigüedades, se guardó nunca de alentarla para ninguna clase de propio provecho y cuando, en las tristes horas del fallecimiento de la hija, no cabe ya esconder el mutuo sentir, aprueba su definitivo poner tierra por medio. Como artista y como varón, espera a Federico Urios el premio de una muerte digna y bella, mientras que Luis Menéndez se encuentra condenado a vegetar por quién sabe cuántos años en la esterilidad espiritual de un animal cebado. Miró ha resuelto la extrema polarización del dilema conforme a una justicia nunca mejor dicho «poética», en cuanto abierta pugna con la de este mundo.

La inserción en el Künstlerroman de La palma rota, publicada en 190940, no es de orden tan claro ni inmediato, si bien transcurre en un ambiente saturado de arte y ofrece la interesante novedad de enfocarse en gran parte sobre un personaje femenino o «palmera» destinada a irremediable «romperse». Su protagonista Aurelio Guzmán (el apellido significa «hombre bueno»), es autor de una novela mironianamente titulada Las sierras y las almas. El joven autor regresa a su natal Aduero casi en coincidencia con el retiro a la pequeña ciudad del maestro Gráez, un violoncelista de fama mundial para quien las páginas de aquella novela valen las de una sinfonía de Beethoven. Allí corteja Guzmán a Luisa Castro, amiga de la infancia, hija de un ingeniero local y que se verá al final asimilada a la palma tronchada por una tempestad a que alude el título. El problema es allí su ambigua actitud hacia el amor desde su anterior desengaño con un hombre de bajos quilates. Artista también del piano ella misma (se la describe con «sienes de artista»), encuentra en la música un reino de pureza ultraterrena, donde no existen pasiones ni sexo. Sus titubeos sentimentales van curiosamente emparejados con bandazos entre una inspiración pujante y por entero a la altura de Aurelio Guzmán con otros en que se muestra captada por un virtuosismo técnico desprovisto de alma, que desencanta lo mismo a Gráez que a Aurelio. Luisa casi se entrega a éste bajo el espectáculo de son et lumière de una terrible noche de tormenta, pero después vuelve a su zumbona e irritante reserva habitual. Aurelio se despide de ella para siempre y «la palma rota» queda presa, en su soledad, de un mar de dudas, celos y arrepentimiento que ni ella misma comprende. Su rechazo del novelista y definitiva ausencia de éste significa también el del arte y la disolución del islote o cabecera de puente para la vida tan bella pero precariamente arraigada en la ciudad por aquellos poéticos seres.

Luisa es un problema insoluble, lo mismo para su amante que para su padre, el músico Gráez y el pueblo entero de Aduero, de que al final se ausenta para siempre el joven escritor. Juega la bien dotada pianista una partida perversa, que ni ella misma entiende, entre romanticismo (un término siempre positivo en Miró) y adocenamiento. Su caso está concebido como una integral aporía de claro empalme, sobre un terreno literario, con el tema de raíces románticas de la voluntad ambivalente y la personalidad escindida, iniciado con Fausto y la conciencia de sus dos almas. Es un problema que la literatura del siglo XIX terminó por objetivar en el tema del hombre-animal, y así la noche que despierta al oso en Lokis de Mérimée (1869) y al lobo en Doctor Jekyll and Mr. Hyde de R. L. Stevenson (1880)41 suscita esta vez la exaltada pasión amorosa de Luisa. Su voluntad marcha simultáneamente en direcciones opuestas, con lo cual se aboca a una inevitable parálisis de punto muerto. Atrapada entre el amor y la indiferencia como entre el arte y su negación, el personaje es más bien un hito en el derivar de Miró hacia una nueva provincia, marcada por su interés en la psiquiatría y la sensualidad anormal42. Si La palma rota responde a un simbolismo de lo más obvio, el título Las sierras y las águilas queda especulativamente abierto a diversas interpretaciones. Si, como allí se aclara, son estas aves un símbolo de altiva soledad y las cumbres permanecen siempre inmutables entre brumas, podría verse toda la novela como abocada a un ejercicio de vagarosa decodificación. Frente a esto, el Künstlerroman es un tipo de ficción basado en opciones inequívocas y tajantes, como son las de Federico Urios y Luis Menéndez, lo mismo que también las de Gustave Aschenbach.

Con sus tres novelas de artista Gabriel Miró se adentra con paso decidido en un territorio donde Emilia Pardo Bazán acababa de fracasar con La Quimera, novela verbosa y forzadísima en su pacata moraleja cristiana. Lo hace cuando la ficción del modernismo sobre arte y artistas daba sus primeros y poco afortunados pasos43 y coetáneos como Azorín (La voluntad), Baroja (Camino de perfección) y Unamuno (Abel Sánchez) sólo pisan sobre ascuas aquellos temas. El joven alicantino que en La palma rota habla del sol que es la vida del artista o considera a éste un ser aparte de los demás hombres y sin otra patria que la Belleza parece retiñir los lenguajes de Goethe y de Thomas Mann. No es posible saber si Miró llegó a conocer el Wilhelm Meister en aquellas fechas tempranas, pero sí están fuera de toda duda su entusiasmo por Goethe44 y la profunda reflexión que sobre el mismo llevara, con toda probidad, hasta donde le fue posible hacerlo. Mucho más dificultoso, por no decir imposible, es que tuviera una noticia tan precoz de lo que Thomas Mann escribía hacia las mismas fechas, y no se diga de James Joyce, cuyo Portrait of the Artist as a Young Man sólo apareció como libro en 1916. No deja de ser, sin embargo, altamente significativo que tanto esta última como Muerte en Venecia pasaran a la biblioteca de Miró tan pronto como aparecieron en versión española años más tarde45.

La incorporación de Miró al Künstlerroman y concomitancias con sus grandes maestros ha de ser respetada en gran medida como parte del insondable fenómeno de época que igualmente le llevaba al uso embrionario de técnicas como son monólogo interior, stream of consciousness o el minimalismo narrativo de Marcel Proust46. Si la crítica topa aquí con una barrera infranqueable, sí puede en cambio dar razón de cómo el precio vital del arte y la ascesis en lealtad al mismo, que tanto recuerdan a Thomas Mann, son explicables como epidesarrollo de una compartida saturación de ambos ingenios en fechas de apogeo internacional para el binomio Schopenhauer-Nietzsche47. Es bastante obvia la prolongación en Miró de líneas temáticas reconociblemente francesas, teniendo en cuenta que es Balzac quien consagra el tipo del hombre fracasado en el arte con el pintor Frenhofer de Un chef d'oeuvre inconnu (1832), cuya ancianidad no sobrevive (bien sea por suicidio o por muerte natural) a la evidencia de que la que él cree obra maestra de su vida es un simple borrón a ojos de los demás48. Balzac denuncia allí tanto la quimera de un arte puro como el forzoso compromiso del arte con la flaqueza humana49, volviéndose con ello cepa de un frondoso linaje que L'éducation sentimentale (1870) de Flaubert bifurca en el prostituido Arnoux y el descarriado Pellerin, que termina como fotógrafo. En 1866 Manette Salomon de los hermanos Goncourt habla trazado la figura del pintor Naz de Coriolis, cuyo genio es prosaicamente zancadilleado por la calculadora tenacidad de su modelo y concubina, la judía de dicho nombre. Miró ha debido de conocer esta novela, dada la cercana coincidencia de Federico Urios con el personaje Anatole Bazoche, pintor desigual y escasamente dotado, cuyo papel es el de una especie de Sancho Panza del arte, compañero fiel del quijotesco Coriolis. El simpático e inteligente Anatole se emplea también sin el menor cálculo en tareas mercenarias, que no lo salvan de caer en la mayor miseria. Coinciden Anatole y Urios en algo tan específico como una aventura relacionada con la esposa de un maestro y aves de corral. En los Goncourt es la buena Madame Crescent, esposa de un genial paisajista que obviamente refleja a Jean François Millet, con la que Anatole comparte en el retiro campestre del bosque de Fontainebleau (Barbizon) una inocente delicia en criar gallinas. En La novela de mi amigo la mujer del director de la academia provinciana encarga al joven aprendiz de pintor de cuidar de su gallinero durante unas vacaciones, aunque aquí con resultados desastrosos a causa de la incapacidad práctica de éste.

Miró somete a un tratamiento de estilización esquemática una previa falsilla diegética, como se echa de ver en el ejemplo característico de la visita al estudio de Urios (V. La hija). En buscado contraste con los canónica y opulentamente descritos en todas estas novelas de pintor, será esta vez un espacio mísero y absurdo, pero presidido por la belleza inigualable de unas espigas granadas. Sobre todo, el tema del fracaso en el arte ha sido objeto de un tratamiento a escala monumental en L'Oeuvre con la figura de Claude Lantier, genio supremo del impresionismo, inspirado en la figura real de Paul Cézanne50, quien incapaz de producir una obra de condigna altura termina por ahorcarse delante de ella. No precisa decir que Federico Urios no existiría sin la presencia material de esta cercana tradición literaria. Aparte del desenlace en suicidio, coincide con Lantier en el tema de la muerte de un niño, heredado a su vez por Zola de L'éducation sentimentale de Flaubert, donde el pintor Pellerin retrata también el cadáver del hijo del protagonista, Fréderic Moreau51. No menos obvio es el eco del reconocimiento de Lantier como altísimo artista, en independencia de lo malogrado de su obra casi inexistente: «Un travailleur héroïque, un observateur passionné dont le crâne s'était bourré de science, un tempérament de grand peintre admirablemente doué... Et il ne laisse rien»52, lamenta uno de sus amigos en su desolado sepelio parisino. «Siendo yo extraordinario no he hecho nada de particular»53, plañe de sí mismo Federico Urios. No es de pasar por alto cómo se dan en éste aspectos temáticos que lo funden también con el Coriolis de los Goncourt (la esposa de Claude Lantier es amante y honesta, que sólo al final se rebela en celos de verse pospuesta a l'oeuvre en el amor del marido). Se da, sobre todo, una notable coincidencia temática cuando, exacerbado ante el fracaso de su vida sentimental, Coriolis radicaliza como venganza la pasión hasta entonces reprimida en sus ojos por el colorido en su expresión más violentamente pura: «Avec l'énervement de l'homme, une surescitation était venue à l'organe de artiste du peintre. Le sens de la couleur, s'exaltant en lui, avait troublé, déreglé, enfievré sa vision»54. El enloquecido que ahora sólo aspira a captar «l'éblouissement» solar y la Lumière avantle Déluge a través del cromatismo inasequible de las gemas no es sino un «Federico Urios» avant la lettre, que termina por claudicar ante el matrimonio impuesto al final por su verdugo y a la degradación de asalariado al servicio de un mercachifle o chalán de cuadros. Es interesante comprobar cómo Miró (nunca misógino) rechaza hacerse eco del mensaje (allí virulento) de la mujer como incomprensiva y enemiga por naturaleza de la vocación del artista55. Urios no es el artista devorado por la Mujer, sino víctima una vez más de su irremediable incapacidad para manejarse ante la vida real.

No será posible negar que todo Künstlerroman ofrezca el interés adicional de constituir un mirador privilegiado sobre las más profundas convicciones estéticas de sus autores. El género posee una obvia y espontánea afinidad con la vena o diversificado filón de memorias, autobiografías y toda literatura de orden íntimo o confesional56. Miró no va a ser en esto excepción a la regla. Las tesis enunciadas en estas novelas acerca del arte y del artista son, a la vez que iluminadoras, independientemente válidas para su propio caso. No se ha reconocido, por ejemplo, el carácter «sinfónico» y beethoviano que, al igual que Aurelio Guzmán, se ha propuesto infundir en sus mejores páginas, es decir la básica referencia musical del lenguaje con que Gabriel Miró (tan manoseadamente «pintor» a la fuerza) permanece aún a la espera de su «Gráez».

Sobre todo, la temática del Künstlerroman no puede abstenerse de glosar la necesidad de un mínimo reconocimiento público con que alimentar no la vanidad del artista, sino la saludable influencia de un mínimo comercio humano sobre su espíritu creador, tan bien descrita por los Goncourt para el caso de Coriolis ante la exposición de sus telas:

«Bientôt lui arriva une joie que donne le succès direct, tout vif et présent, la joie chaude de l'homme qui se voit et se sent applaudi par un public qu'il touche des yeux et du coude. Il lui passa un chatouillement d'orgueil au bruit de son nom qui marchait dans la foule»57.



Miró recoge también modestamente sus velas al tomar por los sublimes senderos del Künstlerroman. Procura desmitificar la figura del artista al poner de relieve su dimensión, no menos legítima, de hombre como los demás, porque el sacrificio de la propia vida en favor del arte requiere el temple de enfrentarse al mismo tiempo con una lluvia de ingloriosos sacrificios. No se hurta por ello en estas novelas a la reflexión sobre la fe del artista a solas consigo mismo y el costoso desgaste psicológico que representa la busca del propio camino en la más impenetrable soledad. Habla allí su propia experiencia y ayuda con ello a comprender la fe desesperada que late en el «Creo que tengo talento»; del jovencísimo escritor y el «Creo en la honestidad y fuerza literaria de lo que hago»58; del que, ya curtido, vivía la misma la falta de medios y estímulos de su rincón provinciano: «¡Oh, la gloria debe ser esa delicia de saberse y sentirse admirado! ¡Qué júbilo!»59. En boca del quijotesco enamorado del arte Federico Urios, el epifonema carece de todo acento narcisista para ser, por el contrario, la invocación de un derecho no de su propia persona, sino de la legítima superioridad de su compromiso vital con el Espíritu. Nada aquí de vanidad, elitismo, hybris ni idealismos germánicos, sino una elemental fenomenología de la actividad creadora en el hombre de carne y hueso. Incluso el más que dudoso Luis Menéndez se halla en esto justificado cuando, ante el fácil elogio de sus admiradoras, «el artista gustaba la infinita recompensa de creer en sí mismo»60. El «amigo» del pintor Urios se acusa por ello de la tentación en que una vez estuvo a punto de caer ante la pobreza de su arte: «Cometía yo la ruindad de no creer en él»61. Lejos de toda vanagloria, el artista que apuesta su vida en un compromiso total con el arte asume una obligación de «creer» por encima de todo en sí mismo, lo mismo que un paralelo derecho a que otros crean también en él. Frente a esto, Miró modifica el tema, característico en el género, del desprecio burgués hacia el arte en otro aún más deprimente y en que habrá que reconocer una modalidad del Künstlerroman español, donde el artista no es objeto de repulsa colectiva, sino anónimo blanco de la mortal indiferencia de todos: «Esto da tristeza. Si hallase un medio de vida guardaría el Arte para mi recreo. Tenerlo por profesión es casi envilecerlo»62, atestiguaba el novelista alicantino. La necesaria ascesis con que se escalan las alturas y que en otros medios recordará a la del confesor y mártir, será aquí la de un ermitaño del arte, forzado al solipsismo en medio de un yermo espiritual donde ni siquiera hay quien pueda «escuchar» su mensaje y menos aún responder de algún modo al mismo. Aurelio Guzmán experimenta en La palma rota «la grande y penetradora alegría de saberse escuchado»63 al menos por una sola alma afín (la del viejo músico Gráez), pero no puede sumarle la más inestimable de todas, como sería la recompensa de una mujer con fe en su amor de varón y en su destino de artista.

Miró fue en realidad esta clase de solitario del arte y aquel ciego «seguir en uno mismo» es sin duda una de las más duras pruebas a que pueda someterse un ser humano. Nadie conoció la íntima psicomaquia que discurría bajo su eterna jovialidad, ni cuánto hubo de costarle ese «creer» en el autodesignio de hacerse escritor a palo seco, en un medio de absoluta cerrazón provinciana y en país donde una crítica errática ni criba los valores ni ofrece al artista el apoyo de una guía inteligente y bien intencionada. Fue el mismo cáliz que el levantino, jurado contra todo compromiso con el mundo (tan enemigo del alma como del saber y del arte), hubo de apurar hasta las heces. Lo hizo en la ilustre compañía de Miguel de Cervantes y de muchos otros buenos hijos de una patria ingrata, que no ya niega su recompensa material sino condena a sus poetas y artistas a la dura prueba de crear en mudo diálogo consigo mismos. El día que dispongamos de la biografía definitiva de Gabriel Miró podemos estar seguros de que ésta será también un apasionante Künstlerroman.





 
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