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Galdós e Ibsen, indagaciones para la modernidad teatral

Dolores Thion Soriano-Mollá





Al hablar de Modernidad en los albores del siglo XX, y en particular, de Modernidad teatral, es comúnmente citado el nombre de Benito Pérez Galdós como uno de los dramaturgos partícipes en la reforma de la escena española. Puesto que ésta seguía los derroteros de realistas y naturalistas, a imagen de las experiencias europeas del Teatro Libre francés, el teatro socialista alemán o el teatro de ideas de los países escandinavos, la búsqueda de relaciones de influencia, de inspiración u otras, ha sido siempre un terreno abonado por la crítica. El dedicar esta ponencia al análisis de la posible influencia de Ibsen en Galdós carece, a todas luces, de novedosa singularidad. No obstante, en esta humilde cala esperamos aportar algún dato más en torno a la inseguridad y los tanteos de Galdós en la búsqueda de una nueva teatralidad.

Desde que aparecieron las primeras traducciones de las obras de Ibsen en España, la crítica contemporánea disertó sobre la originalidad y modernidad de su teatro. Si fue erigido como portaestandarte de un teatro socialista y anarquista por la vinculación ideológica y social de sus temas -en La lucha, La Idea Libre, Germinal- por los mismos motivos, fue rechazado en los sectores más conservadores. Al vigor de la idea se le oponía su mismo atrevimiento, a la fuerza del símbolo, la nebulosidad de unos dramas poco comprensibles al alma latina1. La sorprendente actualidad y cotidianeidad de las tesis evocadas llamó la atención de los críticos, en menoscabo del estudio de la forma, la técnica compositiva y el mismo concepto de teatralidad que Ibsen estaba modernizando2.

Puesto que Pérez Galdós era poco propenso a disertar sobre su propias creaciones o sobre crítica, su prólogo a la edición de Los Condenados, en 1894, es obligada referencia. En él, Galdós respondía a Francisco Fernández Villegas (Zeda), defensor y adaptador del teatro de ideas, para refutar la filiación ibseniana que el crítico le atribuía en su reseña del 12 de diciembre en La Época. Permítanme recordar, una vez más, la tan citada declaración galdosiana:

Y también me permito indicar al señor Villegas que ningún autor ha influído en mí menos que Ibsen, o mejor dicho, que si en el pecado de la oscuridad incurrí, no debe atribuirse a las lecturas del dramaturgo noruego. Influyen en un autor inferior las obras de autor superior que le cautivan, que le embelesan, infiltrándose insensiblemente en su espíritu. Divido las de Ibsen en dos categorías. Las de complexión sana y claramente teatral, como La casa de muñecas, Los aparecidos, El enemigo del pueblo, me enamoran, y parécenme de soberana hermosura. Las que comúnmente se llaman simbólicas, como El pato silvestre, Solness, La dama del mar, han sido para mí ininteligibles; y fuera de alguna escena en que maravillosamente se revela el altísimo ingenio del autor, no he hallado en ellas el deleite que seguramente encontrarán los que sepan desentrañar su intricado sentido. Mal pueden influir sobre mí composiciones cuyo mérito superior reconozco, fiándome del criterio ajeno más que del propio3.



Al parecer, Galdós recelaba de la influencia de sus lecturas en sus composiciones. A ello se refería Narciso Oller cuando relataba su visita a Pérez Galdós, en 1893. Observando los libros que tenía en su casa, Oller quiso conocer las opiniones de Galdós sobre el simbolismo de Maeterlinck, a lo cual respondió nuestro escritor: «He visto, amigo Oller, muy elogiado este autor. No me haga usted entrar en ganas de leerle, por Dios; pues usted no sabe lo que influyen en mi estilo y en mis gustos los autores de valía»4. Si realmente le embelesaron las obras realistas de Ibsen como declara en el prólogo citado, o sea, La casa de muñecas, Los aparecidos y El enemigo del pueblo, no serán muy desajustadas las críticas que indaguen sus ecos en las obras galdosianas porque la ingenua declaración galdosiana -como la calificó Ángel Berenguer-, en respuesta a Fernández Villegas, no puede tomarse al pie de la letra. En marzo de 1893, cuando el escritor y periodista de La Justicia, José Quintanilla (Pedro Sánchez) describía el estudio consignando:

Aquél es el rincón en que lleva Galdós a sus amigos íntimos, en que charla, en donde sueña sus libros para escribirlos fuera, sobre la gran mesa de tijera que tiene en el despacho al lado de la ventana y en la cual mesa descansaba ayer -dato para la historia- además del Diccionario y de la Gramática de la Academia, un drama de Ibsen, no recuerdo cuál, y Socialismo Contemporáneo de Laveleye. ¿Qué saldrá de la lectura del publicista belga?5



El que una obra de Ibsen y el Socialismo de Laveleye estuviesen en el escritorio en que Galdós estaba componiendo un nuevo drama podría ser mera cuestión de azar, o tal vez simple lectura de placer o consulta. Puede que el resultado fuese, efectivamente, su influencia en La de San Quintín6.

Aunque Galdós renegase en cierto modo de Ibsen, la posición de inferioridad dramática en la que se situaba puede, precisamente, que incitase el estudio de su dramaturgia. Desde que la compañía de Meiningen representara Los espectros de Ibsen en Alemania, en 1886, Ibsen ejerció notable influencia en Europa por sus novedosas aportaciones escenográficas. Se fundamentaban en un concepto orgánico del teatro, según el cual, el éxito de una obra dependía exclusivamente de la ordenación armónica y cohesión entre todos los componentes del hecho teatral, evolucionando rápidamente de las representaciones realistas hacia las innovadoras escenografías que los textos ibsenianos posibilitaban7. En 1888, André Antoine, que acababa de fundar el Teatro Libre, acudió a Bruselas para observarlas, ya que la coyuntura política franco-alemana impedía la presencia de la Compañía en los escenarios franceses. En París, Antoine consultó a críticos, escritores, adaptadores y actores, para finalmente, en mayo de 1890, decidirse a llevar a escena Los Espectros en el Teatro Libre8. Los espectros y Una casa de muñecas se estrenaron asimismo, en 1890, en el Teatro Novelty de Londres. A partir de entonces, se asume el teatro ibseniano como modelo de un arte nuevo, como el de Tolstoi o el de Strindberg9. Cabría señalar, pese a su valor anecdótico y poco concluyente, que en estas fechas y en más de una ocasión, Galdós viajó por Inglaterra, Francia y Alemania. Por lo demás, en la actual biblioteca de la Casa Museo de Pérez Galdós se conservan precisamente las traducciones francesas de las obras que él citaba de Ibsen: El pato salvaje, Romershold, La dama del mar, Un enemigo del pueblo, Espectros, Casa de muñecas, Solness, el constructor. Todas ellas son las segundas ediciones publicadas por Albert Savine en París, entre 1891-1893. Son las primeras traducciones directas, a cargo del conde Moritz Prozor, depuradas de la sintaxis alemana que infligía tan poca naturalidad a los diálogos en las calcadas traducciones francesas10. En este entretejido de anécdotas y circunstancias parece difícil sostener de manera tajante, una asepsia ibseniana, valga la expresión, en el teatro de Galdós. Las resonancias y las divergencias ibsenianas entre sus creaciones son numerosas como vía de experimentación para la Modernidad en los escenarios españoles.

Encontramos testimonio de sus inquietudes en la correspondencia que Francisco Fernández Villegas (Zeda) mantuvo con Pérez Galdós, la cual, a pesar de la polémica citada, era de signo amistoso. En ella compartían las mismas inquietudes en torno a la modernización teatral española en la que ambos, solidarios compañeros de fracasos, fueron cómplices promotores. Unidos por comunes sentimientos de pesimismo y frustración ante la dificultad de lograr cambios efectivos en el público, juntos intentaron salvaguardar las esperanzas en la reforma11.

Fernández Villegas alentaba la modernización en los artículos y crónicas teatrales de las numerosas tribunas en las que colaboraba -La Ilustración Española y Americana, La Época, La Libertad, La Lectura, etc.-12. Como crítico de La España Moderna y con el aval, sin duda, de la consejera literaria de la revista, Emilia Pardo Bazán, se fueron dando a conocer Casa de muñecas, Hedda Gabler y Espectros entre 1891 y 1892. Igualmente, Villegas arregló El enemigo del pueblo de Ibsen, en 1896, estrenado en el Teatro de la Comedia el 5 de marzo, tres años más tarde de que Ibsen fuera introducido en Barcelona, y después de que Novelli representara Espectros en su gira de 189413. El público se mostró insensible y poco receptivo hacia ese teatro entonces tachado de cerebral, por lo que la obra no se mantuvo ni ocho días en cartelera14. Villegas, lamentando la incomprensión del público, escribía a Galdós:

[...] el público no gusta aún de lo que hace pensar. Se interesa por el cuento, responde a las sorpresas, se complace con los efectos, pero cuando intenta hacerle entrar en el mundo de las ideas, o no comprende o no quiere comprender. Digo esto porque en los dos actos primeros de mi comedia, los espectadores aplaudieron a rabiar; y grandes y chicos los calificaron de muy teatrales... Ya sabe V. lo que en la jerga corriente quiere decir teatrales: la sorpresa, el taponazo etc., etc. El acto más estudiado por mí, en el que había aspirado a copiar la verdad... dejó frío al público. Sin duda tenían razón los apreciables morenos... El comprador tiene derecho a elegir la mercancía...15



Por su parte, Galdós solicitaba información sobre la actualidad teatral madrileña a Villegas, el cual, le esbozaba un panorama de estrenos y novedades. De ellos, cada iniciativa orientada a la Modernidad teatral, era notificada por el crítico, como en el ejemplo siguiente: «Varios jóvenes, entre los cuales figura en primer término Benavente; se proponen representar algunas obras modernas extranjeras, imitando en cierto modo a los fundadores del teatro libre. La intención me parece excelente. Veremos cuál es el resultado». De La Comida de las fieras, por ejemplo, constataba cierta entrada del público «por el camino de lo moderno», a pesar de las reticencias expuestas por los revisteros de teatro y un epílogo que él mismo calificaba de flojo por ser mera «transacción con los prejuicios del público. Aunque quizá sea necesario proceder con cautela para que las fieras (los morenos) no se traguen al domador»16.

La tenacidad, la obstinación, habían de sobreponerse, en opinión de Fernández Villegas, a la irregularidad de los éxitos. Por ello, en sus intercambios epistolares, Zeda instaba a Galdós a volver «a la pelea», al teatro moderno, en el que el maestro había de acercarse y alentar a tantos escritores del montón y «soldados rasos»17. Junto con Emilio Mario intentaba convencerle para que adaptase El abuelo, que había salido a la luz como novela dialogada a finales de 1897: «¿Y El abuelo? Los actores de la Comedia confían en que V. se lo entregue para esta temporada? ¿Se cumplirán esos deseos que son también los del público?»18. Ello no pareció convencerlo y el proyecto quedó inmaterializado hasta 1904. Tal vez el sentimiento de frustración teatral acabó coartando las iniciativas dramatúrgicas de Galdós, como se puede observar en la diatriba lanzada el 25 de junio de 1899 en la Revista Nueva. En una nota, posiblemente dirigida a Luis Ruiz Contreras, bajo el título «***», intercaló este monólogo de apariencia espontánea, libre y meditativa:

[...] teatro libre, sin trabas, sin cómicos, sin estrenos y sin abonados, pensado y escrito con amplitud, dando a los caracteres su desarrollo lógico y presentando los hechos con la extensión y fases que tiene en la vida. Este creo yo que es el verdadero teatro. El que ahora tenemos, reducido a moldes cada día más estrechos, no es más que una engañifa, un arte secundario y de bazar.

[...] conviene hacer teatro libre, es decir, teatro leído.

No hay otro recurso [...]19



La presencia de Galdós en Revista Nueva documenta el condicional apoyo del que gozaba entre los «jóvenes independientes». Revista Nueva intentaba conjugar las diferentes artes, destacando en sus páginas una presencia importante de la música -Wagner y Beethoven- y el teatro innovador. Allí salió a la luz, El pato silvestre de Ibsen (abril-junio, 1899), junto con obras de Benavente y Ruiz Contreras, como Pródigo, el poema escénico destinado a la lectura que ese artículo de Galdós prologaba. Ambos textos engarzan con el simbolismo extremado que Leo-Pugné utilizaba para representar a Ibsen en el Teatro de l'Oeuvre. Mientras tanto en Madrid, Ibsen volvería a las tablas con Los Espectros y Nora, en 1899, y a cargo de Novelli, en 1900.

En estos cinco años desde que escribiera aquel Prólogo de Los Condenados hasta este curioso «***», ¿cómo habían evolucionado aquellas posiciones de Galdós? En el primero, Galdós rechazaba la influencia ibseniana, reducía el simbolismo a «una ventolera traída por la moda», para proponer una interpretación personal del mismo:

[...] Para mí, el único simbolismo admisible en el teatro es el que consiste en representar una idea con formas y actos del orden material. En obras antiguas y modernas hallamos esta expresión parabólica de las ideas. Por mi parte, la empleé, sin pretensiones de novedad, en La de San Quintín. En Los Condenados no hay nada de esto, ni fue tal mi intención, porque eso de que las figuras de una obra dramática sean personificaciones de ideas abstractas, no me ha gustado nunca. Reniego de tal sistema, que deshumaniza los caracteres20.



El simbolismo al que Galdós se estaba refiriendo guarda mayor relación con la figura retórica que con el movimiento literario que Moréas y Mallarmé fundaron en 1886. Cuando el naturalismo se propone reproducir las realidades más íntimas, la esencia de las cosas, la psicología de las personas, tuvo que recurrir al símbolo -en ello residía la originalidad de Ibsen- como estrategia estética. Para la representación de ideas con formas y actos o la expresión parabólica de las ideas a las que aludía Galdós, Ibsen confiaba en la capacidad intuitiva del espectador. Merced a tal facultad, el espectador podía acceder a las capas profundas de la realidad y desentrañar las relaciones que el lenguaje verbal y escénico generaban entre lo material y lo ideal, lo concreto y lo abstracto. El simbolismo del que renegaba Galdós en Los Condenados atendía a la creación de las figuras o caracteres y ellos serían todavía la cuestión pendiente en «***». Sin embargo, en este último, Galdós apostaba por la aproximación al teatro ideal, próximo de la lectura, como el simbolista de Leo-Pugné en el Théâtre de l'Oeuvre en 1893.

La escenificación simbolista ilustraba la teoría del misterio como centro y esencia de la vida misma, con representaciones monótonas pero sonoras, decorados minimalistas que reducían los personajes a «sombras que se paseaban en la oscuridad»21 y vestuarios imprecisos y sencillos. Los actores desaparecían para convertirse en transparentes portavoces del autor. Los personajes ibsenianos susurraban, pues, sus diálogos en un tono monocorde, sin apenas gestualizar ni desplazarse en escena. De la declamación se pasó prácticamente a la «salmodia». Aplicando los preceptos de Mallarmé y Materlinck, el actor era un intruso entre el texto y el público, por lo que se tendió a reducir su número y a ocultarlos en la escena o en la orquesta para reproducir lo más fielmente posible el contexto de lectura22. Ibsen rehusó tal tipo de escenificación, recriminando a Lugné-Poe que: «Un auteur de passion doit être joué avec passion, point autrement»23.

El teatro ideal por el que Galdós apostaba en la Revista Nueva da cuenta del reto que suponía la focalización de las obras dramáticas en el individuo concreto en su sociedad, un individuo con vida «anterior y posterior a su vida dramática»24 en una sociedad mesocrática. Este personaje concebido con un desarrollo lógico y una coherencia -de ambiciones novelescas- exigía nuevas estrategias de escritura, lo cual generaba dificultades -como la deshumanización- que el símbolo, no lograba solventar. En el prólogo de El abuelo 1897, Pérez Galdós confiaba en la capacidad del sistema dialogal, el cual, «nos da la forja expedita y concreta de los caracteres. Estos se hacen, se componen, imitan más fácilmente... a los seres vivos, cuando manifiestan su contextura moral con su propia palabra y con ella, como en la vida, nos dan el relieve más o menos hondo de sus acciones»25.

Entre las distintas vías de indagación dramática, las fronteras genéricas y estéticas tendieron a permeabilizarse, entre novela y teatro, poesía y teatro, tragedia y drama, naturalismo e idealismo, pero igualmente los medios y condiciones de actualización de los textos literarios, entre lectura y representación. Ibsen, de formación romántica, apostó por la renovación de la tragedia; Galdós siguió experimentando con las novelas dialogadas y con el mismo naturalismo espiritual de sus narraciones antes de componer sus tragicomedias y dramas. Para Galdós, la regeneración teatral no residía solo en una nueva creación y representación naturalista; en el mero acercamiento del teatro a la vida, los caracteres, la acción lógica y humana, las pasiones y afectos que agitan las sociedades.

La regeneración teatral:

[...] no pide que se haga un teatro nuevo, sino que se restaure el viejo arte del Teatro, que el mecanismo vuelva a ser accidental y que los caracteres y la reproducción de la vida constituyan el fondo de la composición. No pide nuevos moldes, sino moldes eternos, inmutables, autorizados y arrinconados hoy26.



Esos moldes eternos los estaban recuperando Ibsen y Galdós, en unas fuentes que ambos compartían: las tragedias de Shakespeare, Schiller, Sófocles y Eurípides. La actualización o modernización de la tragedia iniciada por el realismo y el naturalismo tenía forzosamente que erradicar los obsoletos valores épicos y heroicos clásicos para vehicular la ideología y los valores de su contemporaneidad. Genéricamente, fue el drama el que tendió a ocupar aquel espacio, como género intermedio entre la antigua tragedia y la comedia moderna, con una «tesis moralizadora y exaltadora de las nobles pasiones»27.

En el marco del pensamiento realista, el implantar un teatro de ideas requería cierto ajuste a la enciclopedia de creencias, los conocimientos compartidos entre el dramaturgo, el director, el actor y el público, según defendía Galdós al rechazar la influencia ibseniana. Es cierto que Ibsen y Galdós, sagaces conocedores de los valores de sus respectivas clases medias, compartían una temática propia de las mentalidades, valores y preocupaciones de la época; por encima de las idiosincrasias y de las fronteras europeas, porque, ante todo era una temática occidental y parcialmente universal. La crítica al problema de la mujer, el matrimonio, la familia, las apariencias y convenciones burguesas, el clericalismo, el determinismo de la herencia y el medio ambiente, el individualismo, la igualdad y la justicia sociales, la propiedad, el progreso, el trabajo; pero también, el amor, la voluntad, la verdad, la mentira, razón y fe, la libertad, etc., atañía a cualquier pueblo por encima de sus particularismos.

Ahora bien, la oscuridad del pensamiento nórdico se había convertido en un tópico, sin distinción de dramas, tesis o técnicas estilísticas. Por definición, Ibsen era nebuloso, aun cuando sus ideas se enmarcasen en un semejante pensamiento socialista humanista. Por extensión, los pueblos nórdicos eran oscuros, pero ellos se identificaban a sí mismos con la imagen contraria. Es cierto que sus lenguas tienden a la concreción salvo cuando han de expresar los sentimientos y emociones, para lo cual, utilizan la imagen. Las traducciones son un reto en este sentido. Tal vez, los desajustes que en ellas existieron contribuyeron a fomentar las dificultades a la hora de desentrañar el «intrincado sentido» de los dramas simbólicos de Ibsen, a lo cual se añadía el trasfondo filosófico de Kierkegaard o los dualismos hegelianos en que Ibsen sumergía a sus personajes. Por ello, aunque Galdós e Ibsen compartiesen tesis semejantes sobre las clases medias, los dramas realistas como La casa de las muñecas, Los aparecidos y Un enemigo del pueblo resultaban más accesibles al espectador español.

En cualquier literatura occidental -incluso universal- coetánea descubriremos personajes femeninos independientes y libres, capaces de valerse por sí mismos y representar la verdad y libertad frente a las estrechas convenciones y costumbres sociales. Nora de La casa de muñecas, la Sra. Alving de Espectros o Dina de Los pilares de la Sociedad guardan estrechas semejanzas entre Mariucha y Electra, por ejemplo, o incluso, Sor Simona. A todas se les ha considerado en un aspecto u otro, locas, cada una en su contexto y sociedad, son «fierecillas de Dios» que infringen las reglas de la familia o del Orden, «para recobrar su libertad», «don del cielo», «del que no se puede privar a ninguna criatura». Todas podrían concluir, como lo hace Sor Simona, diciendo «Quiero ser libre, como el soplo divino que mueve los mundos»28. En circunstancias distintas, estas protagonistas femeninas pueden sumarse a la declaración de Mariucha: «¿A lo que llaman la opinión, la falsa crítica, a la mentira maliciosa? No la temo. Todo es pura espuma, y yo soy roca»29.

Asimismo, la imagen del hombre débil, oscurecido por su pasado, responsable o falsa víctima que sobrevive al margen de las leyes sociales es común a ambos dramaturgos. El conflicto al que se le somete es el de trascenderse a sí mismo, íntima o socialmente, hasta que no logre ser responsable de sus acciones por medio de la introspección e interacción con su medio ambiente: Nomdedeu en Gerona, Abelardo en Pedro Minio, Germán en Celia en los infiernos, hasta los personajes más oscuros y misteriosos, José León de Los condenados o el tiznado León de Mariucha, los hombres de Galdós protagonizan conflictos similares a los de Ibsen en las obras hasta aquí citadas. En general, el conflicto con la mentira en la que estos personajes suelen vivir y el debate que se va estableciendo en el desvelo de la verdad determina la progresión del drama. La reflexiones de José León en Los Condenados: «¿Cómo hemos de condenar en absoluto la mentira, si mentiras hay de tal poder y hermosura que ellas gobiernan el mundo? Ficciones y engaños nos envuelven... la verdad apenas existe en el mundo?»30 serían fáciles de transmutar entre Espectros, El pato salvaje, Los pilares de la Sociedad y Romershold y Doña Perfecta, Alma y vida, El abuelo, La de San Quintín y Los Condenados.

Intrincados con los conflictos -tanto masculinos como femeninos-, aparecen los temas del amor, la educación, la sed de progreso, la igualdad social, el bienestar, la visión saludable del trabajo, el mito del Dorado americano, la denuncia de la hipocresía, de las falsas apariencias. Todos ellos son capitales en Un enemigo del pueblo, Los pilares de la Sociedad, El abuelo, Electra, Mariucha, La de San Quintín, Pedro Minio o El tacaño Salomón, etc.

Como ya estudió Gregersen, es cierto que Galdós proponía soluciones más simplistas y menos trágicas que Ibsen, puesto que la problemática de sus personajes se centra exclusivamente en el individuo. Del mismo modo, los personajes galdosianos divergen de los ibsenianos porque intentan encontrar un equilibrio y una armonía, a la vez, individual y social, lo cual ilustra la capacidad regeneradora que Pérez Galdós atribuía al teatro y que a Ibsen no preocupaba31. El «hacer felices a los demás» de Celia en los infiernos, «la paz, la fraternidad, el amor a la vida» y «todo lo que Dios nos ha concedido a la Humanidad» de Pedro Minio, o el «Niña mía, amor... la verdad eterna» de El abuelo, la «Misericordia, Señor, misericordia» de Doña Perfecta y el «Resucita» de Electra, por ejemplo, son desenlaces optimistas que determinan la evolución del conflicto en tonos menos trágicos y más superficiales que los ibsenianos. Con todo, aunque fuesen propios de la sociedad coetánea y aunque estuviesen presentes en la novela, la dramatización de estos temas centrales en la obra de Ibsen y Galdós podría apuntar a cierta influencia, consciente o inconsciente, del primero sobre el segundo, aunque Galdós no lo quisiese admitir. Galdós silenció además el estudio de la arquitectura dramática, la construcción de caracteres -y ello frente a los novelescos-, así como, los resortes de la dramaticidad y teatralidad de Ibsen.

Unánimemente la crítica subraya las aportaciones técnicas ibsenianas relativas a la estructura compositiva de sus dramas. Porque el objetivo era el vehicular temas e ideas hasta entonces nunca materia de tragedia, penetrar en la psicología de los personajes y sobreponer el pensamiento a la acción, Ibsen introduce de nuevo la estructura analítica en unos esquemas retrospectivos o introspectivos en los que la acción, sin orden causal, queda minimizada como mecanismo de progresión32. Es evidente que el motor de la acción procede de los caracteres mismos, de los conflictos a los que se ven confrontados a medida que se van revelando los hechos del pasado que determinan el presente de los personajes. En suma, los resortes dramáticos emanan del buceo en lo más íntimo de los personajes. En Casa de muñecas, Las columnas de la Sociedad, Espectros, La Dama del Mar, Romersholm, El pato salvaje, El maestro Solness, John Gabriel Borkman y Cuando despertemos los muertos, la acción es, pues, un proceso de revelación, análisis de la interioridad de las almas y exposición de situaciones.

Frente al carácter analítico del teatro ibseniano, la obra galdosiana tiende a la organización lógica tradicional de un desarrollo expositivo, sin por ello, desdeñar el análisis, la retrospección o la introspección ibseniana como motores del conflicto interno y, en especial, para realzar la condición dramática de una temática carente de tradición trágica. En estos procedimientos que ya podríamos denominar conductistas, Galdós no se demorará tanto en el análisis de su condición o de su existencia como lo solían hacer los personajes ibsenianos. Por ello, la discusión se funde menos con la acción, el debate interior no siempre se sobrepone al encadenamiento de acciones y a la espectacularidad, ni el diálogo se limita exclusivamente a ocultar o descubrir un evento anterior33. El abuelo, Electra, Celia en los infiernos, Mariucha, Alma y vida por citar algún ejemplo, ilustrarían esta parcial mezcolanza de técnicas. El análisis tampoco logra sobreponerse cuando la mezcla dosificada de ideal, realidad, fantasía y fantasmagoría favorece escénicamente los espacios interiores reprimidos, como sería en el caso de Electrao Los Condenados si las comparamos con Los Espectros.

El uso de la analepsis, la técnica analítica y la introspección psicológica no nos permite subordinar la obra de Galdós a la de Ibsen, aun cuando analicemos obras españolas cronológicamente posteriores a Espectros o John Gabriel Borkman. Dichas técnicas no son exclusivas ni originales de Ibsen puesto que su uso remonta a las tragedias griegas y al teatro romántico. El mérito de Ibsen reside en haber sabido recogerlas y actualizarlas mediante unos desplazamientos temáticos hacia las clases medias, en los que la fuerza dramática procede del clímax de la tragedia y ya no de su desarrollo. Las modificaciones que este tipo de estructura impone a los demás componentes teatrales son también observados por Galdós, aunque solo de la construcción de los caracteres tengamos leve noticia. En 1913, al prologar la obra de Madrazo, suscribe Galdós:

El resorte fisiológico aplicado a la máquina teatral no es absolutamente nuevo; palpita como recóndita alegría en obras de teatro griego, en Shakespeare y en nuestra brillante dramaturgia del siglo de oro. También en el teatro francés del siglo pasado se observa el mismo fenómeno; pero hasta nuestros días no aparece con la intensidad suficiente para que de él se derive un sistema pedagógico. [...]. Antes que esta ciencia intentase filtrarse en el Teatro, se filtró la fisiología del noruego Ibsen y el alemán Sudermann34.



Otras bases técnicas que podemos identificar en Galdós proceden del estudio de los caracteres y la estructura compositiva de Ibsen, tales como su método de caracterización, la naturalidad de los diálogos, la contraposición de puntos de vista, la alusión y los contrastes abruptos, la individualización de los personajes secundarios, el humor en las situaciones trágicas, y en suma, el hacer algo dramático de la monotonía de la vida de la clase media.

Los años 1901-1902 marcan un hito en las indagaciones teatrales galdosianas por la experimentación con la estructura de la tragedia moderna y el perfeccionamiento de los componentes de la teatralidad que el dramaturgo lleva a cabo. La estancia parisina de Galdós durante el estreno de Electra y la preparación de Alma y vida, en 1901, no implicó, como suscribe Isaac Rubio35, el descubrimiento del simbolismo teatral frente al que considera obsoleto o pasado de moda, Teatro Antoine. En aquellas fechas, el mismo simbolismo del Teatre de l'Oeuvre buscaba diferentes derroteros y fue entonces cuando empezaron a tener auge las escenificaciones clásicas.

Galdós seguía indagando sobre la configuración de los diálogos que dan vida a los caracteres y cuando apostaba por un «simbolismo tendencioso» en 1902, estaba pensando en una tesis o idea expresada con símbolos e imágenes que relacionaban la realidad con el idealismo. En el prólogo a Alma y vida defendía ese simbolismo en los términos siguientes:

En cuanto a la forma del simbolismo tendencioso, que a muchos se les antoja extravagante, diré que nace como espontánea y peregrina flor en los días de mayor desaliento y confusión de los pueblos, y es producto de la tristeza, del desmayo de los espíritus ante el tremendo enigma de un porvenir cerrado por tenebrosos horizontes. Y el simbolismo no sería bello si fuese claro, con solución descifrable mecánicamente como la de las charadas. Déjenle, pues, su vaguedad de ensueño, y no le busquen la derivación lógica ni la moraleja del cuento de los niños. Si tal tuviera y se nos presentaran sus figuras y accidentes ajustados a clave, perdería todo su encanto, privando a los que lo escuchan o contemplan del íntimo goce de la interpretación personal36.



Solo entonces fue cuando Galdós declaró «vaciar los moldes dramáticos» en una abstracción, porque esa abstracción era «más vago sentimiento que idea precisa». De nuevo, como en Ibsen, la temática parecía imponer estructuras dramáticas nuevas o diferentes. Respecto de su antecesora Electra, observamos el abandono de la técnica retrospectiva en favor de la retrospección histórica, la cual, avanza sintéticamente y mediante la introspección, provocando el análisis, sugiriendo emociones e ideas. En Alma y vida, como en las posteriores tragicomedias galdosianas -Bárbara, Alceste y Santa Juana de Castilla- el pasado se inscribe en un pasado simbólico, distanciador y codificado, en cuyos moldes se filtran los valores del presente. El pasado es solo pretexto para la evocación y convoca «en el presente aspectos sujetos al tiempo, mas no el tiempo mismo»37. La lógica en esas fábulas que sostiene ideas o tesis se desdobla en el presente del espectador, porque ese pasado constituye un referente lejano -o todavía próximo- con el que el público puede simbólica y sensiblemente identificarse. Pérez Galdós proponía símbolos que eran códigos de la realidad, creaban un lenguaje autosuficiente y revestían las ideas con formas sensibles. El espectador quedaba confrontado a una realidad distinta que él mismo debía descubrir. Al decidirse por los modelos clásicos y normativos, pastorela o tragedia, Galdós estaba intentando evitar un fracaso: a ideas abstractas y simbólicas, moldes viejos; podría ser la regla para que el público reconociese los cánones teatrales -por ello insiste en explicarlos en el acto II de Alma y Vida-. Los personajes, las acciones, los diálogos respondían, a pesar de las innovaciones galdosianas, a un molde codificado y que el público entendido podía reconocer, puesto que Galdós estaba persuadido de que: «Las multitudes no vibran sino con ideas y sentimientos de fácil adquisición, con todo aquello que saben de memoria, y se tiene ya por cosa juzgada y consagrada»38. La imposibilidad de anticipar lo que Galdós denominaba el misterio de la emoción colectiva tras las infructuosas tentativas de renovación de sus obras anteriores motivaron la selección de otros intertextos: el teatro de Lope, la música, la pintura y la concepción misma de la obra en términos beethovianos -a imagen del tratamiento que Wagner aplicaba a las obras de Shakespeare39- que garantizasen de algún modo ese reconocimiento de lo ya consagrado.

Según las crónicas parisinas, Galdós ocupaba la mayor parte de su tiempo estudiando, en el Teatro de la Comedia, los elementos clásicos de representación del siglo XVIII para reproducirlos con la mayor fidelidad posible y enriquecer su plasticidad. Como ya analizó Isaac Rubio, el simbolismo de Alma y vida se fundamenta en el desarrollo de esa plasticidad merced a la «identificación de la música y el drama, tonos espiritualistas y expresiones simbólicas, un lenguaje a veces oscuro, otras ambiguo o arcaizante; empleo de la sugerencia en lugar de la apelación directa de las cosas». Con este nuevo ensayo, Galdós probablemente quería que su obra divulgase de manera más eficaz la crítica social a unos espectadores poco receptivos al naturalismo y simbolismo teatral.

El simbolismo de Alma y vida vehicula la tesis de la decadencia española a través de unos personajes destinados a encarnar papeles alegóricos más que traumáticos conflictos psicológicos, distanciándose en ese sentido del drama humano y filosófico de las individualidades ibsenianas. No obstante, Galdós intentó penetrar por todos los recovecos de sus almas y sugerir los aspectos más secretos de sus protagonistas -realidades históricas-, por medio de ponderados diálogos, monólogos, discusiones, confrontaciones, silencios escénicos y pausas meditativas, que las distintas voces utilizan en esa aprehensión de la realidad40. Las numerosas acotaciones de Alma y vida garantizan el convencionalismo genérico y la veracidad histórica, potenciando la interpretación simbólica de la obra. En ellas, se describe a los personajes físicamente y se les dicta la interpretación, con particular atención a los afectos, de modo que el simbolismo escénico favorece la asociación de la intimidad del personaje con la realidad histórica que fabulan. En alguna ocasión, la voz del autor rezuma en alguna didascalia, ya que la omnisciencia narrativa añade algún comentario o completa las indicaciones: «Belardo, viéndola tan maja, se arrodilla ante ella»41.

Galdós intervino en la creación de decorados y vestuarios; asistió a los ensayos; y siguiendo los consejos de Fernando Díaz de Mendoza, recortó los diálogos y suprimió el cuarto acto hasta lograr la adecuada representación. Vio satisfactoriamente cómo los actores asimilaron sus caracteres, los vivieron, se apropiaron «de los variados matices del alma» de sus figuraciones y «los dejaron hablar». Laura de la Cerda y Guzmán, condesa de Ruydíaz, encarna la España herida y explotada por los males del 98. Su aspecto enfermizo y desmedrado, sus andares inseguros y su voz entrecortada se equilibran, como signo de esperanza, con una mirada viva y un corazón abierto a los amores del hidalgo Pablo Cienfuegos, único defensor del pueblo de la tiranía y explotación de los caciques. La fuerza y belleza física son los atributos de este idealista, en palabras de Don Benito, «carácter de medias tintas y más grave que heróico, tocado de la melancolía que informa toda la obra». La brillante interpretación de Díez de Mendoza logró escenificar, en opinión de Galdós «la perfecta armonía de los conceptos con las entonaciones», y expresar «la tristeza de un espíritu superior, sin cultura, enamorado del ideal, ávido del bien, e impotente para realizarlo». Por su parte, Matilde Moreno, supo dar vida a una Laura, como el dramaturgo la había concebido: «No cabe mayor ternura en los trances dolorosos, ni gracia más triste en los aleteos de aquel ser apasionado y marchito, ni más poética serenidad en la dulce extensión de la estrella de Ruydíaz»42.

Sin embargo, pese a los esfuerzos realizados por Galdós para enriquecer los componentes de la teatralidad con la simbiosis del texto y su escenificación, el ponderado diálogo y la sencillez de la intriga, el público siguió sin comprender su simbolismo estético. Ni la sugestión, ni lo vago y misterioso, ni las interioridades de los personajes y las realidades sociales que representaban fueron captadas por la mayoría del público. La opinión tachaba a sus personajes de meras «entelequias filosóficas»43, poco hábiles para representar pesadas fantasmagorías filosóficas en escena. Tal vez los actores no calaran en la medida anunciada por Galdós a los personajes encarnados, «con la natural fluidez y suavidad que da la vida». Enrique Madrazo les recriminaba su artificiosidad: los «movimientos, gestos y diálogos resultan con frecuencia ásperos, duros, rígidos, como si, al moverse, sus articulaciones y palabras rechinasen, sin ritmo ni armonía»44; pese a las advertencias y consejos de María Guerrero45.

Tras estos esfuerzos, cabría valorar la tenacidad de los dramaturgos que apostaron por la renovación teatral. Aunque en Alma y vida, Galdós buscó el compromiso con el público proponiendo un drama contemporáneo en tiempos históricos, un texto estudiado pormenorizadamente y una representación esmerada, el público siguió reclamando añejos moldes. Algunas de las conclusiones de Galdós en sus tortuosas indagaciones en el simbolismo teatral, le condujeron, pues, a reacciones de gran pesimismo, como las que expuso en Le Temps, el 15 de agosto de 1904. La premisa de su disertación esgrimía, como particularidad idiosincrásica, la confusión entre vida y teatro en España, de modo que la realidad se asemejaba en mayor grado al producto y no al origen o fuente de la figuración escénica. Esa confusión entre vida y teatro dio pábulo a comentarios estereotipados sobre el carácter pasional y trágico de los españoles46, sobre todo, por proponer a Lope de Vega como el ejemplo más representativo. Sobre la omnipresente convención en España, argüía Galdós: «La convention -ce mensonge si l'on veut- qui, dans tous les pays et chez toute race, joue un rôle si important, est parmi nous souvérainété emphatique et pompeuse et la réalité même acquiert de jour en jour plus de ressemblance avec les belles imitations de la nature».

El particularismo español se presentaba como una cortapisa prácticamente insalvable por su naturaleza diametralmente opuesta a la de las tendencias no solo realistas y naturalistas, sino cualquier ismo finisecular, a la acendrada y dominante pasión frente a la emoción poética, la controversia y el choque agitados frente al desarrollo grave y profundo de los pensamientos. Con todo, el factor de teatralidad que en mayor medida parecía preocupar a Galdós seguía siendo el de la creación de los caracteres, ya que: «la résistance que les cas psychologiques et les caractères complexes présentent à l'artiste, en se refusant à se laisser pénétrer par lui», «par le danger que l'armature synthétique vienne à se disloquer, ce qui arrive facilement, et à laisser échapper en un instant tout l'intérêt du drame». Por ello, tras la adaptación de El abuelo en 1904 y ante la incomprensión del simbolismo en España, Galdós siguió reflexionando sobre las posibilidades que para la creación de caracteres ofertaba la novela dialogada. Porque para Galdós, todo emanaba de una fuente común, del encuentro de la novela y el teatro en la novela dialogada, como argumentaba en sus prólogos y en un polémico artículo publicado en el periódico Le Temps de 1904:

[...] roman et drame sont comme deux fleuves nés d'une même source, mais qui prennent aussitôt une direction et un cours différent. L'un coule dans la plaine avec une majestueuse lenteur en un large lit, en dessinant de gracieuses sinuosités, l'autre roule et se précipite à travers un terrain montueux; il bondit entre les roches qui étranglent son cours et entraîne tout ce qu'il rencontre. Le premier avance silencieux, grave, mirant dans son cristal les monts et les cités; l'autre court, crie, vocifère, soulève des flots d'écume. Sa voix s'étend à distance. Tout bien considéré, la dissemblance entre les deux est uniquement dans la marche, dans le souffle et le ton de la voix, ou, si l'on veut, le génie, dans le caractère plus ou moins vif. Mais cette ressemblance est peu de chose auprès de la similitude de la nature. Ces deux fleuves sont frères, la même source le aura donné le sang et la vie. L'eau que tous deux roulent est la même.



Las novelas dialogadas sirvieron, pues, de terreno de ensayo para la construcción realista de las interioridades del alma de los personajes, desde Realidad (1892) hasta Casandra (1905), o incluso La razón de la sinrazón (1915). Todos estas obras demuestran cómo la creación de los caracteres y la composición de sus diálogos constituyó el eje central de sus preocupaciones, ya que «la perfecta hechura que conviene a esta híbrida familia no existe aún en nuestros talleres. Sin duda, será menester atajar el torrente dialogal, reduciéndolo a lo preciso y ligándolo con arte nuevo y sutil a las más bellas formas narrativas»47. Sus indagaciones al respecto prosiguieron con tragicomedias, dramas y comedias en las que los caracteres complejos de las primeras alternaban con personalidades y conflictos livianos de las últimas, en respuesta a ese carácter nacional poco amigo de profundas filosofías y poesías escénicas. Al igual que en la obra de Ibsen, todos los personajes, no obstante, reflejan los problemas de la realidad íntima de los héroes anónimos de la cotidianeidad, la intrahistoria o de un pasado atemporal y simbólico, relacionando lo real con lo ideal. Asimismo, como en Ibsen, todas estas obras proyectan la modernización de un teatro que, en palabras de Galdós, «no abomine absolutamente el procedimiento analítico», porque más allá de la contingencia, el teatro de Galdós propone trasuntos de valor universal: «el problema de la vida y del mundo, la perdurable ansia por lo definitivo y lo verdadero. ¿Dónde está la verdad ?, ¿Cuál es el fin de la vida ? La ciencia calla y el hombre ignora por qué vive y para qué vive»48.





 
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