Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Galdós y la ideología burguesa en España: de la identificación a la crisis

Joan Oleza





  —91→  

ArribaAbajo Galdós y la ideología burguesa

El largo y matizado camino que recorrió Galdós fue un intento de abarcar las posibilidades de lo real, lo real desde todos sus umbrales, incluido el visionario y el subconsciente, por lo que su novela se nos aparece hoy como un gigantesco esfuerzo de aprehensión de la realidad y su sentido humano, aprehensión siempre deshecha en última instancia y siempre reemprendida. Su novela es, qué duda cabe, una novela en movimiento, una novela que avanza constantemente en dirección a las preguntas: ¿qué es, cómo es, cómo se ha formado la sociedad española?, y ¿cuál es el lugar, la misión, del hombre en ella? (del hombre español en la sociedad española), una novela que se responde a sí misma con muy diversas, aunque consecuentes, respuestas a lo largo de su evolución.

Lucien Goldmann, a título de una sugerencia completamente general e hipotética, insinúa que tal vez sea Balzac el único escritor cuya forma literaria se corresponde con valores conscientes y aspiraciones efectivas de la burguesía. El realismo nació, ya lo sabemos, en íntimo contacto con la consolidación de la revolución burguesa, pero inmediatamente, por la dosis de crítica social del realismo, tendieron a separarse. El único momento de reconocimiento mutuo total lo representaría Balzac: «Sociológicamente, esta hipótesis, de ser exacta, podría estar relacionada con el hecho de que la obra de Balzac se sitúa precisamente en una época en que el individualismo, en sí ahistórico, era la base de la estructura de la conciencia de una burguesía que se hallaba constituyendo una nueva sociedad»1. Nueva sociedad basada, en un principio, en postulados tan individualistas como el de la libre competencia o el de la garantía de los derechos individuales. Postulados que, por propia evolución del capitalismo liberal, habrían de desaparecer bien pronto, convirtiéndose en la práctica en la simple máscara que cubría la lucha por los monopolios (a nivel político, económico o social). Ese momento inicial tendría su expresión artística en Balzac, y en Galdós en España. Galdós es el más típico representante de la ideología burguesa que inició la revolución, que contribuyó a consolidarla y que, finalmente, entró en crisis a finales de siglo. La expresión artística de Galdós corresponde fielmente a los postulados del liberalismo individualista (con una cierta dosis romántica) del momento inicial   —92→   de la sociedad burguesa. Sus equivalentes no son ni Zola ni Flaubert, sino Balzac y, en el momento final, Tolstoi, que vivía un proceso si no igual, al menos muy distinto del francés. «Liberalismo, siglo XIX, España, Galdós: he aquí términos indisolubles o al menos rigurosamente homologables», ha escrito G. de Torre2. «Cuando, años más tarde, inicia Galdós su grandiosa obra, su ideología y sus sentimientos, si burgueses, corresponden a una etapa que en Europa cumplió ya su ciclo y su vigencia; como que Galdós es el novelista que corresponde a la burguesía española en su etapa ascensorial», escribe Torrente Ballester, y añade: «la ideología galdosiana, como su estimativa, son burguesas; sus héroes son los ingenieros, portadores de libertad y progreso»3.

Mejor que en ningún otro sitio puede comprobarse esto en su actitud ante la historia, cuando emprende la labor de los Episodios Nacionales, que lo diferencian radicalmente de los románticos, para quienes, incluso en el caso de Scott, el presente tiene siempre un sentido de decadencia, de «coucher du soleil» del pasado. Galdós, en cambio, mira a un pasado inmediato desde el punto de vista de una burguesía enriquecida y triunfante. Las simpatías de Galdós, al contrario de las de Scott, están del lado del mundo nuevo que emerge tras la revolución. Los héroes de las dos primeras series, Gabriel Araceli y Salvador Monsalud, son la expresión del héroe mediocre de Scott, pero representantes ahora de la burguesía liberal. Lo mismo puede observarse en las otras series. En contraposición al héroe romántico, Lord Gray, a quien Gabriel Araceli mata en significativo duelo, este es concebido como el hombre que, en contacto con los extremos en litigio, la aristocracia y el pueblo, ha de edificar el futuro sobre las bases de una ideología de trabajo, progreso, autodesarrollo, conciliación y tolerancia. Al final de todas las luchas y como resultado del progreso histórico que camina siempre por el medio de todos los extremismos, está el triunfo de Gabriel Araceli que, ya viejo, escribe sus memorias y cuenta cómo llegó a adquirir esa «aurea mediocritas» de los clásicos. «Viví y vivo -escribe- con holgura, casi fui y soy rico», y aconseja a sus lectores que si se hallan postergados por la fortuna, se acuerden de Gabriel Araceli, que «nació sin nada y lo tuvo todo»4.

Galdós parte, para su inmensa obra novelística, de un sistema de valores firmemente asentados en los conceptos de paz, orden y progreso. Su filosofía se basa en el valor supremo del esfuerzo y del trabajo. Como escribe en Los Apostólicos: «El absolutismo es una imposibilidad y el liberalismo una dificultad. A lo difícil me atengo, rechazando lo imposible. Hemos de pasar por un siglo de tentativas, ensayos, dolores y convulsiones terribles»5, pero se dispone a ello con ánimo entusiasta y optimista. Le anima en su labor un espíritu de conciliación y tolerancia que no le abandonó en ningún instante. «Trató obstinadamente -escribe Eoff- de armonizar todos los conocimientos   —93→   de todo orden en una interpretación de la naturaleza humana como parte integrante de una idea más amplia de la naturaleza total»6. Su filosofía arranca de la de Sanz del Río y su concepción de la psique humana va de la mano de William Wundt y no de Taine o Spencer. Si se acerca al positivismo es para abandonarlo en seguida y pasar de Comte a Hegel7. Todo en él señala la tendencia a la armonización de los contrarios, y aun cuanto se afianza en su camino jamás lo hace por el terreno de los radicalismos, como bien demuestra el incidente del estreno de Electra, ni por la agresividad intolerante hacia el contrario, como prueban su sincera amistad con hombres como Pereda o Menéndez Pelayo. Reflejo de este espíritu armonizador y tolerante, propio de la burguesía liberal del primer momento, es su incapacidad para ver (por lo menos hasta el último momento) algunos aspectos de la sociedad de su tiempo, como el pavoroso conflicto social que la constitución del proletariado estaba creando y que crecería como un cáncer a lo largo de los últimos años del siglo y los primeros del siglo entrante. Tomó como base material de su novelística a la clase media y sus problemas. Fuera de ella no había más que lo que estaba «por arriba» (una aristocracia declinante) y «por abajo» (el pueblo, no el proletariado, sentido de una forma romántica). El problema social no lo planteó Galdós, porque no pudo comprenderlo en términos de lucha de clases, sino en términos ideológicos (libertad-oscurantismo; progreso-estancamiento; liberalismo-clericalismo) o en términos sentimentales y utópicos, en su última fase (amor y caridad frente a intransigencia y egoísmo). Pero esta concepción burguesa de la vida fue fomentándose en Galdós de un modo gradual y sufrió diversas transformaciones, que trataremos de describir aquí siguiendo el movimiento de su novela.




ArribaAbajo El período abstracto (1867-1879)

El joven Galdós participó de la euforia democrática que siguió a «La Gloriosa», aunque ya desde sus primeras novelas, La fontana de oro y El audaz, puede observarse un cierto recelo y desconfianza en cuanto a la capacidad de los españoles para crear una sociedad democrática, recelo y desconfianza posiblemente alimentados (sobre todo en El audaz, publicada en 1871) por el incierto márchamo de la sociedad española tras el asesinato de Prim y por el confusionismo político del reinado de Amadeo de Saboya. Esta moderación de sus esperanzas democráticas le conducen hacia una posición no partidista, temerosa de todo extremismo. Es entonces cuando su concepto de patria, desarrollado en los Episodios, empieza a acercarse mucho al postulado por la Restauración, que tendía a identificar los conceptos de patria,   —94→   nación y estado. Galdós no acepta íntegramente esta identificación, puesto a la defensiva frente a las temidas arbitrariedades del estado8. Pero cuando cree a la sociedad española amenazada por el caos y el desorden, que para él es el peor de los males, acepta integralmente el ideario patriótico de la política restauradora. Así tiende a apoyar, pese a su antimonarquismo de entonces, la monarquía constitucional de Amadeo de Saboya, primero, y la postulada por Cánovas, después. Ya La fontana de oro y El audaz son buenas muestras de su miedo al liberalismo exaltado y al desorden que puede provocar. En Lázaro y Martín Muriel, Galdós «nos ha dado las dos modalidades de tipo revolucionario que le disgustaban, la de la retórica vacía y la de la acción violenta»9. Los procesos del pasado son los reflejos del presente, y el Galdós que en sus crónicas parlamentarias critica el programa de la izquierda (federales y socialistas) como utopía político-revolucionaria y que, más tarde, reacciona nerviosamente ante la Comuna, «bárbara e inmoral insurrección de París»10, condenaba ya en sus primeras novelas la ideología exaltada de héroes como Lázaro y Muriel (a quien, por cierto, retrata como un Robespierre, y a quien al final de la novela, cuando pierde el juicio, le hace creerse Robespierre). «La novela histórica galdosiana brota de la mentalidad de la burguesía liberal-conservadora de la Restauración, de la que Cánovas fue el exponente máximo en política durante el último cuarto de siglo XIX. El nacionalismo reflejado por el novelista se fundamenta, como la política de Cánovas, en la paz y el orden, y de aquí que sistemáticamente rebaje e ignore los dos mayores peligros que, en el período que novela, a la dicha paz y orden se oponían: la lucha social en creciente intensidad dentro del país, que puso en grave riesgo el sistema canovista durante la vida misma de Galdós, y la peligrosa y discutida actividad de las guerrillas»11.

A Galdós le repugnó siempre la acción fuera de la ley y del orden social establecido, y las guerrillas lo eran, de ahí la severidad con que las juzga. Cuando describe su acción patriótica contra Napoleón no deja de observar que, pese a su acción positiva, son el germen de una enfermedad social futura, delatada después en Doña Perfecta, por ejemplo. «Las maravillas de entonces -escribe refiriéndose a las guerrillas contra Napoleón- las hemos llorado después con lágrimas de sangre»12. En cuanto al conflicto social, Galdós lo soslayó siempre, aferrándose a la creencia de que la paz, el orden y el progreso pueden cimentar la unidad del país sin recurrir a las luchas políticas, creencia que es la que sostiene el sistema ideológico de la Restauración, que trata de olvidar los conflictos sociales que se producen sin un cauce legal en los mecanismos políticos parlamentarios. La ideología de Galdós durante este período «es de una moderación extremada en lo que se refiere a la revolución social, y de un liberalismo exaltado respecto a los problemas   —95→   de libertad religiosa»13. El problema social lo traspone al plano de lo religioso, desviándolo consiguientemente. Su pensamiento político es el de la clase media que lucha contra la nobleza y los viejos privilegios. Por debajo de la clase media sólo existe un pueblo, masa informe y pintoresca, como en El 19 de Marzo y El 2 de Mayo, sin advertir que una gran parte de este pueblo nacía a la historia moderna en forma de proletariado. La necesidad de afirmar la paz y el orden por encima de cualquier otro principio, le llevan a otras dos consecuencias sintomáticas: la exaltación de la misión del ejército y el olvido de las aspiraciones regionales. Galdós, en las dos primeras series de sus Episodios, como en Doña Perfecta, no criticó nunca al ejército, que si empezó dando golpes de estado por la libertad, terminó dándolos contra ella14. De este modo colaboró a lo que Azaña ha llamado «fábula capital del siglo», esto es, el mito del ejército como instauración de la libertad15 y como afirmador del orden y la unidad nacional. En cuanto a las aspiraciones del municipio (carlistas) y la región (federales), Galdós los soslayó por completo dando entrada en sus novelas a problemas nacionales, esto es, generales, en los que se eliminaban los matices de lo regional y lo particular. «Galdós nacionaliza la novela histórica o, inconscientemente, la pone al servicio de los ideales de unidad nacional que estableció Cánovas»16. Tiende entonces a identificar patria y nación y estado, y hace de su visión de la historia una visión centralista, temeroso de que la variedad regional pueda representar un peligro para la unidad y el orden del país. Patria y estado, orden y paz, se alían en la mentalidad de Galdós con el énfasis puesto en otro de los grandes mitos de la sociedad burguesa del XIX: el progreso. Su concepción de la historia, en los Episodios, está dirigida, encauzada, destinada, por la marcha inexorable hacia el progreso. Al final de todas las luchas (entre dos pueblos, el español y el francés, en la primera serie; entre dos ideologías, la liberal y la absolutista, en la segunda), por en medio de los antagonismos, de los extremismos radicales, se avanza hacia el progreso, progreso indisolublemente ligado a los ideales de patria, paz, libertad y orden. Al ensamblarse todos estos elementos, Galdós, «al escribir los Episodios Nacionales, viene a escribir, sin darse cuenta, los Episodios oficiales, en los que se refleja una visión de la patria que coincide con la interpretación de ese concepto por el sistema gubernamental triunfante»17. La obra de esta primera época expresa la concepción del mundo de una clase media recién ascendida al poder. En 1870, Galdós escribió un artículo, «Observaciones sobre la novela contemporánea de España», en el que afirma algunas de sus ideas fundamentales de este período: 1.ª, la clase media, olvidada hasta ahora por nuestros novelistas, debe ser la materia novelesca por excelencia: «La novela moderna de costumbres ha de ser la expresión de cuanto bueno y malo existe en el fondo de esa clase (la media), la   —96→   de la incesante agitación que la elabora -¿no recuerda esto a Balzac?-, de ese empeño que manifiesta por encontrar ciertos ideales y resolver ciertos problemas que preocupan a todos». 2.ª La novela sólo puede crecer y desarrollarse en un clima de paz y estabilidad: «La novela es el producto legítimo de la paz». 3.ª La paz, el orden, el progreso, son misiones que la clase media ha de resolver. El símbolo de este ideario galdosiano es el triunfo del «selfmade man». Gabriel Araceli.

Cuando Galdós inicia su obra lo hace dominado por un designio muy específico: descubrir la realidad española contemporánea y explicarla. Sólo desde este designio adquiere toda su lógica interna el movimiento de las primeras obras galdosianas. De hecho, para explicar el presente es preciso conocer cómo ha llegado a configurarse, y Galdós se sumerge en la historia. Pero esta inmersión no es inocente, sino realizada a partir de y gracias a un esquema ideológico muy preciso: el pasado es la muerte, el presente (es hacia 1868 cuando Galdós inicia su obra, coincidiendo con la revolución) es la vida. Con su inmersión en el pasado, Galdós no está haciendo sino buscar la genealogía de un presente glorioso, entonando un himno de exaltación al presente. La brillantez del presente exige que se le busquen antecedentes. La historia galdosiana está impregnada por la filosofía del progreso: el sentido de la historia no es otro que el de abarcar al momento actual. España nace ahora y para poder educarla bien y conseguir que crezca sin torcerse, superando los traumas actuales y los restos del pasado, Galdós se proyecta hacia el pasado. Dos novelas históricas (La fontana de oro y El audaz) le conducen a la historia novelesca (Los episodios) y, sólo después de este paso previo, podrá enfrentarse al presente (Doña perfecta, Gloria, Marianela y La familia de León Roch). Pero tanto en su tratamiento de la historia como en el de la realidad contemporánea, designio y esquema son los mismos: explicar una España naciente y explicarla desde la ideología del liberalismo burgués. La misma oposición simbólica de los Episodios entre liberalismo (Salvador Monsalud) y absolutismo (Garrote) se dará en la novela. A un lado Pepe Rey, al otro doña Perfecta. Pero esta oposición es analizada, fundamentalmente, no como la lucha revolucionaria de la clase burguesa contra la aristocracia, con los procesos socioeconómicos (al modo de Balzac) o sociopolíticos (al modo de Stendhal) involucrados, sino como la lucha ideológica entre lo tradicional y lo moderno, el dogmatismo y la tolerancia, la fantasía irreal y el sentido de la realidad, la religión y la ciencia.

El esquema abstracto configura, pues, toda la primera etapa de la narrativa galdosiana y supone, en último término, el empeño por reducir la complejidad del mundo a una unidad global de significado, puesta al servicio de la nueva clase dirigente. Este esquema abstracto se plasma en el texto por la aparición más o menos explícita de una serie de tesis que, esquematizadas, podrían resumirse como sigue.

La fontana de oro y El audaz: «En sus dos primeras novelas su propósito decidido era enseñar a los españoles el peligro de todo radicalismo y mostrarles la necesidad de un progreso lento»18. El advenimiento de una España   —97→   nueva se frustra en ellas (acción en 1820-23 y 1804 respectivamente) por una serie de causas: el radicalismo ideológico, el deseo de hacer avanzar las cosas demasiado rápidamente; la maleabilidad del pueblo, fácil de arrastrar por unos y por otros, etc.

Los Episodios Nacionales: Hay toda una serie de pequeñas tesis que vienen a reunirse finalmente en la ideología de Galdós. Hay en los Episodios una exaltación del papel de la clase media y una denuncia de la inutilidad histórica de la aristocracia y de la maleabilidad e inconsecuencia del pueblo, exaltación y denuncia que se identifican con la exaltación de una España moderna y liberal y la condena de una España absolutista y estancada. La nobleza, en los Episodios, «brilla por su inutilidad; nadie sabe hacer nada, nadie está educado para nada. La vieja generación, encastillada en sus privilegios, entregada a sus devociones mecánicas, aterrada por sus propios prejuicios, ni sabe sentir, ni contribuye a la altura, prosperidad y bienestar del país. Ni sabe ser feliz ella misma... La generación joven vive en un desesperado anhelo de libertad, pero sin educación ni sentido de la responsabilidad, ser libre no significa más que eso, el mero hecho de no estar sujeto»19. La educación aristocrática conduce a la infelicidad y al fracaso. «España es un país sin directores»20. Frente a la inutilidad de la aristocracia, la maleabilidad y peligrosidad incontrolable del pueblo, que si es capaz de los actos más heroicos (El dos de Mayo) también lo es de convertirse en «canalla», «plebe» (El 19 de Marzo). Frente al papel histórico de la aristocracia y del pueblo, Galdós exalta el papel de la clase media (Aracelli, Benigno Cordero, Monsalud, etc.). Símbolo perfecto del progreso y papel futuro de esta clase es el tema de la redención del pícaro. El pícaro Gabrielillo, a través del descubrimiento de los conceptos de patria (Trafalgar) y de honor (La Corte de Carlos IV) y de su asimilación emotiva, se redime de su condición de pícaro y se transforma en el héroe del futuro, el héroe burgués, cuyo heroísmo radica sobre el imperativo del deber, la voluntad de trabajo, la rectitud de conciencia y el amor, valores que le hacen triunfar socialmente. Pero la España anunciada por Gabrielillo no puede llegar todavía. El país no está preparado, sino dividido. Galdós descubre al historiador la guerra de la Independencia, la escisión del pueblo español: el pueblo está unido para defender a la patria, pero escindido en su interpretación de la patria. A un lado la España tradicionalista, al otro la España del futuro. Esta escisión, presente ya en la primera serie (Cádiz, por ejemplo), será minuciosamente estudiada en la segunda. La España del pasado es la España de los aristócratas y de gran parte del pueblo: la España del futuro se apoya en las clases medias. No es casualidad si, de los dos hermanastros, Salvador Monsalud es el ilegítimo y Garrote el legítimo. «Soledad -la España futura- se apoya, así, en la burguesía (Benigno Cordero) y en el hombre revolucionario (Monsalud). La burguesía honrada la alimentó y protegió cuando estaba desvalida; el espíritu de acción y revolucionario la dirige - y hace fecunda»21.

  —98→  

Las novelas abstractas: J. F. Montesinos ha insistido mucho en el hecho de que en estas novelas Galdós no ataca tanto la religión (ni se mete con el dogma ni con la religiosidad auténtica) como su adulteración22. Dendle también lo ha visto así23. Pero Montesinos insiste en un hecho que nos parece decisivo: si la religión está gravemente adulterada y el catolicismo se deja usar como pretexto para la perseveración de abominables prácticas sociales y políticas, ello es el efecto de un mal mucho más hondo.

«Contra lo que generalmente se piensa de Doña Perfecta, su tesis es menos mostrar los males del fanatismo que mostrar las causas de ese fanatismo»24. Y es que la nota común a todas estas novelas es que «todos los males de la Iglesia española no son de la Iglesia católica como tal, son males de España», y estos males se reducen a uno y fundamental: la incapacidad de sentir la realidad como es y de enfrentarse con ella»25. Lo malo de los orbajosenses no es tanto su fanatismo religioso como su quijotismo, quijotismo que proyectan sobre todos los aspectos de la vida y que, claro está, se refleja en su interpretación del catolicismo. Este quijotismo consiste en deformar cuanto les rodea y cuanto ellos hacen, pero deformarlo colectivamente, creando así unos falsos supuestos sociales, incomprensibles para el que llega de fuera. Los mejores de ellos, como el bendito Cayetano Polentinos, viven al margen de la realidad, obsesionados por una erudición que es la negación de la vida. Orbajosa se ha inventado una realidad para su uso particular y el extraño, Pepe Rey, tiene que chocar con ella. Esto es lo que sucede también en Gloria: Daniel Morton choca con el mundo de los Lantigua. Pero hay un matiz que convendría aclarar. Esta deformación de la realidad presente es producto de un estancamiento en el pasado, de una decidida voluntad de no avanzar. La oposición del mundo de ayer y del mundo de hoy aparece también en Marianela, y opone el mundo de la agricultura al de la industria. En Gloria, sin embargo, lo que se opone no es el mundo de ayer y el de hoy, es decir, la deformación y la captación de la realidad, sino dos diferentes deformaciones de la realidad, reflejadas en dos intransigencias religiosas. Si a la deformación de la realidad se opone el espíritu moderno de Pepe Rey o de Teodoro Golfín, también se le opone la necesidad de religación, de encontrar el camino que une a los hombres. Por eso en Gloria, a un sentimiento que se para (la intransigencia religiosa, producto de una deformación de la realidad) se le opone un sentimiento que une (el amor). La deformación de la realidad conduce al fanatismo religioso, pero también al vivir de ilusiones, con la imaginación, que es lo que le sucede al ciego Pablo, que vive deformando la realidad a instancias de su lazarillo, Marianela. Por ello, para que la realidad triunfe, para que Pablo vea, es preciso que Marianela muera, que muera doña Perfecta y los Lantigua. El agente de esta muerte moral es el héroe moderno: Pepe Rey, Teodoro Golfín, el héroe cuyos valores se asientan en la   —99→   voluntad, el trabajo y la ciencia. Con estos valores se realizará el progreso y la tierra será humanamente habitable. La realidad habrá vencido. Pero no a escala individual: la felicidad no es perseguible a nivel individual, sino a nivel colectivo. Esta es la tesis de León Roch, cuyo protagonista renuncia a su felicidad en nombre de valores colectivos: el orden, la ley. «Quien sintiendo en su alma los gritos y el tumulto de una rebelión que parece legítima no sabe, sin embargo, poner una organización mejor en el sitio de la organización que destruye, calle y sufra en silencio»26.

Dentro de este tipo de novelas los acontecimientos privados son sólo pretexto para el planteamiento de situaciones genéricas. En los Episodios, las oposiciones Araceli-Lord Gray, Jenara-Soledad, Salvador Monsalud-Gabriel Navarro, y las uniones en que se resuelven, tienen un sentido simbólico. Doña Perfecta nos devuelve, por ejemplo, a los Episodios, cuando en una escena magistral convierte el conflicto con Pepe Rey en un conflicto con el ejército, con Madrid, con el Gobierno, con la civilización en suma, y se esfuerza por levantar las guerrillas. No hay posibilidad, pues, de separación entre lo privado y lo público. La compenetración de ambos planos es subrayada por una serie de simbolismos fáciles, muy queridos siempre por Galdós, que se diseminan a lo largo de las novelas y que se extienden desde las personas a los objetos y las situaciones. En la escena de la capilla, en Doña Perfecta, cuando Pepe Rey trata de hacer abandonar a Rosarito el mundo de valores en el que siempre ha vivido, se golpea varias veces con un Cristo. En el momento en que Rosario confiesa que entre su madre y Pepe Rey escoge a este, dispuesta a ir tras él en cuanto le diga: «levántate y sígueme», suenan los clarines del ejército (liberador) que entra en la ciudad. El motivo del reloj parado representa el estancamiento de la aristocracia como clase social en los Episodios y La fontana de oro y reaparece en Gloria. También el motivo de la ilegitimidad, presente en los Episodios y Gloria, tiene su significado simbólico, pues representa un valor positivo, o bien el espíritu moderno (Monsalud), o bien el fruto del amor hecho imposible por una sociedad fanática (el hijo de Gloria). Otros motivos simbólicos son la fecundidad (el bien y el futuro) y la esterilidad (el mal y el pasado); la contraposición lazarillo-médico, en Marianela; la contraposición abogado-ingeniero, en Doña Perfecta; la contraposición de ciudades, Ávila-Valencia, en León Roch; las luchas de las personas consanguíneas en La fontana de oro, simboliza las luchas civiles en España, como el santo sin cabeza del cuadro de las Porreño simboliza el falseamiento de la religión por el fanatismo; la ceguera de Pablo, en Marianela, es la incapacidad de ver la realidad (más tarde implicará, por el contrario, la capacidad de sumergirse en el espíritu: Misericordia) mientras la deforme (Marianela expresa la deformidad que en la realidad produce la imaginación, etc.) Símbolos de este tipo son abundantísimos en la obra de Galdós, pero donde adquieren una mayor función estructural y una mayor elementalidad de traducción es en las obras de la primera época.



  —100→  

ArribaAbajo Del naturalismo al espiritualismo (1881-1898)


ArribaAbajo La evolución ideológica

Englobamos aquí toda una serie de matices que van transformando la actitud de Galdós durante el período que abarca desde La desheredada hasta la tercera serie de los Episodios, para dejar aisladas las dos fases, primera y última, en que Galdós se enfrenta a la historia española, lo que puede ofrecernos una mayor claridad de exposición. Durante este período la actitud de Galdós no puede separarse de la del hombre que ha luchado por derrocar a los Borbones y que contempla, inquieto, cómo tras su caída resurge el caos (asesinato de Prim, monarquía vacilante de Amadeo de Saboya, primera república) y la incertidumbre en la sociedad española. La desazón causada por los acontecimientos le llevan a suavizar su actitud hacia los Borbones y a manifestarse progresivamente monárquico. En abril de 1885, a instancias de Sagasta, se deja presentar como candidato a Cortes nada menos que por el partido de Guayana (Puerto Rico) y es elegido diputado. Entra en el sistema y calma sus escrúpulos, por aceptar la podredumbre que corroe las elecciones, pensando que si el Gobierno no controlase estas, el país iría al caos. Su papel fue el de una marioneta. Hizo lo que se esperaba de él, aunque no estuviese de acuerdo, y atacó en la prensa a los partidarios de imponer la República por la violencia. Su ideal de un gobierno al estilo inglés chocaba fuertemente con el tipo de gobierno que ayudaba a mantener, pero se justificaba en el pesimismo (cinismo, según ha dicho J. M. Jover27 de Cánovas) sobre las malas condiciones de nuestro pueblo para la democracia. Creía que lentamente y sacrificando de momento y en parte la libertad, el país llegaría a educarse para poder soportar y disfrutar una auténtica democracia. Galdós, que nunca fue un verdadero conservador ideológico, defendió en esta época una actitud conservadora al considerar que las reinvindicaciones de anarquistas, socialistas, federalistas y republicanos, perseguidos por el gobierno, eran una utopía, con lo cual se aferraba a otra no menos grave: la de mantener el «statu quo», creyendo que se debía sacrificar la libertad en el presente para asegurarla en el futuro. Más tarde reconocería su error, al comprender el camino sin salida, el egoísmo dirigente a que conducía el sistema canovista, y repudiaría duramente el sistema por el que fue elegido diputado. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que este giro conservador en la actitud de Galdós, no fue único, y que responde a un clima general de conciliación y transigencia. La actitud de Castelar podría ser un ejemplo. La derecha se abre y Galdós tras serle negado en la votación anterior, es elegido por unanimidad miembro de la Real Academia en 1889. Los conflictos sociales crecen y se agudizan por debajo de la aparente calma, pero Galdós, olvidándolo, como lo olvidó la Restauración, se dispone a novelar la vida de la clase media española en sus   —101→   «novelas contemporáneas». La crítica de la sociedad que hay en estas novelas es la autocrítica de un espíritu honesto y sincero que cree en aquello que critica y que trata de redimir sus defectos. No es la crítica demoledora y corrosiva que niega toda una sociedad y su sistema de valores aspirando a verla desaparecer. No es de extrañar, pues, que la visión de la sociedad española que se refleja en las «novelas contemporáneas» sea incompleta. Galdós, queriendo huir del peligro de la revolución y de la lucha de clases, no quiso verlos ni observarlos como novelista (en esta época al menos). En una época en que la industrialización empieza a despuntar en España, Galdós no la refleja en sus novelas, como hizo Clarín y aún la Pardo Bazán. El campesinado y su dramática existencia tampoco aparece más que como fondo difuminado en las andanzas de Nazarín y Ángel Guerra. Tampoco los problemas sociales más agudos del proletariado urbano o de la acción anarquista Juan Bon en La desheredada, o Nazarín, no son anarquistas en el sentido pleno de la palabra28. Su visión de la España contemporánea se limita, en gran parte, a ciertos sectores y ambientes sociales de la sociedad madrileña cuyos afanes en el cotidiano vivir representa una y otra vez. Sin embargo, toda esta actividad ideológica de Galdós, de reducción de su liberalismo integral al estrecho liberalismo político de la Restauración y del partido de Sagasta, entra en crisis mucho antes de que Galdós escriba la tercera serie de los Episodios. Ya en Fortunata y Jacinta hay algunos síntomas inquietantes. La Incógnita y Realidad abren luego nuevos horizontes que irán profundizándose con Ángel Guerra, Nazarín y la serie de Torquemada, hasta plasmarse en toda su plenitud en Misericordia y El abuelo. La filosofía del amor estaba en marcha.




ArribaAbajo La superación de la novela abstracta

Cuando se publicó La desheredada en 1881, en España existía ya una clara tendencia, por parte de algunos jóvenes escritores, casi en su totalidad liberales, hacia el naturalismo. Sin embargo, para que esta tendencia se consolidase era necesario que un escritor consagrado, como Galdós, la hiciese suya y le ofreciese una novela importante. Esta fue La desheredada, y todos lo reconocieron. Galdós fue considerado el maestro indiscutible del naturalismo, claro que de un naturalismo, como ya sabemos, muy moderado y harto «sui generis», que él mismo se apresuró a justificar y apoyar en la tradición literaria española. En carta a Giner de los Ríos, Galdós confesaba iniciar con ella su segunda o tercera manera, y a esta manera, en su acepción restringida y literal, dedicó seis novelas: La desheredada (1881), El amigo Manso (1882), El doctor Centeno (1883), Fomento (1884), La de Bringas (1884) y Lo prohibido (1884-85).

Esta serie la iniciaba bajo la asimilación de una filosofía, la krausista, y   —102→   muy influido por Giner de los Ríos29. Lo fundamental, sin embargo, no es esto, sino el hecho de que su acceso, gracias a la inquietud ideológica creada por el krausismo, a las corrientes culturales europeas -el positivismo en especial- se realizó desde una plataforma muy particular -la filosofía de la conciliación- que le permitiría asimilar el naturalismo literario sin traducirlo literalmente, sino recreándolo y confiriéndole una forma española. El naturalismo español -y esto me parece importantísimo- es nuestro primer movimiento literario moderno que, saliendo del aislacionismo cultural español, se incorpora a la cultura europea, pero sin traducirla literalmente, sino recreándola y modificándola desde sus propias circunstancias. El romanticismo español, salvo excepciones, no hizo sino copiar, traducir. La generación del 98 y la del 27, gracias al realismo-naturalismo, podrán ser europeas precisamente desde una tradición basada en unos condicionamientos peculiarmente peninsulares.

Otro factor decisivo del giro hacia el naturalismo de Galdós fue el desencanto que sin duda le produjo la quiebra lamentable de la «Gloriosa». En la primera época Galdós es un escritor seguro de su ideología, incluso dogmático, que lucha y no duda. A partir de ahora, sin embargo, se irá imponiendo en él un progresivo aislamiento, una progresiva retracción, que sin embargo no llegó nunca a la renuncia de sus ideales, como en Flaubert, sino que se plasmó en un relativismo irónico, en un escepticismo velado, del que salía para defender lo que, aun no creyendo en sus resultados, le parecía más honesto y más justo en cada momento. El don Evaristo Feijóo, de Fortunata y Jacinta, es la mejor representación de esta actitud de «progresista desengañado», que, sin embargo, no admite la abulia y el cruzarse de brazos, porque su escepticismo es relativista: por debajo de cualquier error al que conduzca el poner en práctica unos ideales, hay todavía otro error mayor: el marasmo, el estancamiento, la abulia, el no hacer nada.

En esta segunda manera se operarán cambios literarios importantes, de acuerdo con su nueva actitud. Desaparecerán las tesis, los esquemas mentales, todo lo que sea ideología sobreimpuesta. La acción se reduce, estiliza, toma un ritmo más pausado y, sobre todo, se interioriza, es decir, pasa progresivamente a ocurrir dentro de los personajes, que cobran cada vez mayor importancia por sí mismos. El narrador abandona su omnisciencia pasada y se mete en la novela misma, a la altura de sus personajes, a veces como un personaje más, sin dejar, por ello, nunca de utilizar una ironía, de raigambre cervantina, que sobrepasa a los personajes y que nos da la medida exacta del realismo de Galdós: este puede penetrar en la novela, hacerse personaje, minimizarse, desaparecer casi, pero siempre será, por encima de todo, observador, es decir, realista, espectador que contempla y que a través de la ironía, del humor, nos da la medida de esta observación. Por profundo que se entre dentro de un personaje, y a veces se entra muy hondo, por dilatada que se nos aparezca su intimidad, siempre será eso: un personaje observado,   —103→   y nosotros mediremos exactamente el alcance de ese «ser observado» que supera al personaje.

En las novelas de esta época hay «individuos problemáticos», en el sentido de seres que chocan contra los valores de la sociedad ya desde un principio. No los había en la primera etapa. Allí cada individuo era el representante de un tipo de sociedad con el cual se identificaba. En las novelas naturalistas ya los hay: Isidora Rufete podría ser un ejemplo. A medida que avancemos encontraremos más y más. En Fortunata y Jacinta son típicos Fortunata, Mauricia la Dura, Maxi Rubín, etc. Pero todos ellos, tanto en las novelas naturalistas como en las otras, tienen que doblegarse a las leyes sociales. Fuera de la sociedad sólo existe el abismo, la locura, la anarquía. El individuo problemático que crea sus propias normas de vida en contradicción con la sociedad sólo será valorado positivamente en la etapa siguiente, con Nazarín y Misericordia. De momento aparece, Galdós lo registra y lo estudia atentamente, pero lo condena. La segunda época es todavía una época en la que los ideales colectivos se imponen sobre los individualistas.


ArribaAbajo Las novelas naturalistas (1881-1885)

El período naturalista es el de la plena posesión de lo real en su opacidad, en su no trascendencia. Detrás de lo real está sólo lo real. Por eso todas estas novelas se inician como una gran lucha, una lucha implacable y sin cuartel, contra el espíritu quijotesco, contra la deformación imaginativa de la realidad, y en este sentido continúan la primera etapa. La lucha contra la imaginación se reviste de caracteres sociológicos: se describen los efectos de la falta de sentido de la realidad en un «aquí y ahora» sociológicamente investigado. «Galdós interpreta el mundo cervantina con sus propios ideales, pues quiere que España deje de soñar y entre en el mundo de la realidad, que los delirios de grandeza sean reemplazados por el trabajo paciente, que el amor a la gloria y al heroísmo dejen su lugar a la disciplina, al servicio de la sociedad, que en lugar de pensar en Dulcinea se piense en las necesidades cotidianas»30. Galdós no vio la radical ambigüedad de don Quijote. Por eso su lucha contra la imaginación es implacable. Isidora Rufete, la heroína de La desheredada, vive el sueño romántico y folletinesco de descender de alta cuna y llega a Madrid para reivindicarla. Pero la tragedia de Isidora, con su desenlace en la prostitución y en la cárcel (donde todavía grita «Soy noble, soy noble. No me quitaréis mi nobleza, porque es mi esencia, y yo no puedo ser sin ella»), no es un caso anormal, una excepción. Obedece a una ley. Y Galdós amplifica su caso: su padre, Tomás Rufete, es un loco recluido en Leganés. La exacerbada imaginación de la muchacha es un trastorno patológico hereditario, pero es que tiene además un tío que se llama Santiago Quijano-Quijada. La novela se dirige, pues, hacia una clara denuncia de una España de locos, «hijos cada uno de su Rufete, descendientes todos   —104→   de Quijano-Quijada»31. Sin embargo, Isidora no es un ser simbólico, abstracto, sino un personaje perfectamente individualizado -incluso a través de rasgos hereditarios-, pero normal en España. Su vida corre paralela a una serie de acontecimientos históricos que la amplifican, que le dan carácter de cosa habitual en este país. Lo mismo pasa con Polo Cortés, otro imaginativo, o con Rosalía Pipaón de la Barca. En realidad, Galdós no escribe novelas de protagonistas que viven calderonianamente, en un mundo de sueños sin contacto con la realidad, sino que escribe la novela de un pueblo entero calderoniano y carente de sentido de la realidad. La de Bringas es la culminación de esta denuncia: toda la sociedad española vive en ella con la imaginación, en una burda farsa, en la que no hace falta ser, sino aparentar ser algo para adquirir un sitio en la sociedad. «Todos están de acuerdo en vivir la farsa como si fuera realidad. Todo es falso: bienestar, dignidad, honor, sentimiento religioso, moralidad, organización política, economía»32. La sociedad es como un gigantesco decorado de cartón-piedra, fastuoso y brillante, que todo el mundo se empeña en mantener para ocultar una realidad mezquina, miserable, oscura y prosaica. Esto es la cursilería: el desear sin poder ser, el pretender aparecer bajo una determinada imagen y no lograrlo, el estúpido empeño del «quiero y no puedo». Refugio, en una escena prodigiosa, será quién le pondrá el cascabel al gato. Rosalía se encontrará con el estigma, con el «espantoso anatema... estampado a fuego sobre la carne», de la cursilería.

Esta lucha contra la imaginación es el tema de las novelas naturalistas. Si las novelas abstractas tenían por tema la escisión de España, las naturalistas tienen por tema la España que vive de sueños. En este aspecto son herederas de Marianela y aún de Doña Perfecta. En la sociedad descrita en estas novelas, nadie produce nada (salvo excepciones: Agustín Caballero, por ejemplo) y todo el mundo gasta lo que tiene y aun lo que no tiene; el resultado es la ruina. España es una ruina en la que, eso sí, tratan de salvarse las apariencias: «¡Ay, qué Madrid este, todo apariencia! Dice un caballero que yo conozco que esto es un Carnaval de todos los días, en que los pobres se visten de ricos», dice Refugio. Y acierta33.

La estructura de estas novelas continúa la de las abstractas en cuanto al paralelismo y entrecruzamiento de lo público y lo privado. Los acontecimientos privados ocurren en un contexto público. Pero no es sólo esto, sino que acaban por ser reducción de los públicos: si el individuo es un «microcosmos», «reducción del universo», el acto privado es una reducción o microcosmos en que puede estudiarse el comportamiento público. Tomando como modelo La de Bringas, vemos que todo sucede allí entre febrero y septiembre de 1868, que los acontecimientos históricos penetran e impregnan los privados (por ejemplo: la presencia de la guardia miliciana irrumpiendo en la anodina vida de los habitantes de palacio; o la ceremonia real interpretada a través del sueño de Isabelita; o la aclimatación de Pez en el   —105→   sistema burocrático surgido tras la revolución), pero que a su vez los privados son eco y reducción de los públicos. El carácter de la heroína, como ha dicho Montesinos, es «de tal modo consistente con la época en que vive, que llega a parecer encarnación de ella. No creo que en toda la obra de Galdós se dé un caso de compenetración de sujeto y circunstancia como en La de Bringas, lo que no quita que Rosalía parezca tan de carne y hueso como el más vivo de los personajes de Galdós»34. Por eso «tiene esta novela mucho de episodio nacional»35. Todo lo que sucede en la novela es fechado minuciosamente y tiende a establecer un paralelismo entre los trastornos políticos y el cambio en las actitudes e ideas de Rosalía, cambio estimulado por la ceguera temporal de Bringas. Don Francisco de Bringas se llama como el rey consorte, Francisco de Asís y su ceguera alude a la ceguera moral de este. Rosalía, a su vez, se conduce en el matrimonio con la misma libertad que la desenvuelta Isabel II, la «Señora» a quien Bringas sirve. La revolución doméstica en casa de Bringas ocurre paralelamente a la que fermenta en la sociedad, y el estallido final es coincidente. Rosalía cede a don Manuel Pez el 8 de septiembre, diez días antes del Pronunciamiento, y cuando el nuevo orden se instala en el poder, Rosalía ha roto con un sistema moral de valores (mediante el adulterio) y ha tomado las riendas del poder doméstico36. No hay igualdad de significados: mientras para España se abre un momento de esperanza (contemplado escépticamente por Galdós), Rosalía emprende el camino de la degradación moral y del éxito social. Lo que hay es un paralelismo de procesos. La misma vida estancada y parasitaria continuará después de la revolución dominando en España (el nuevo régimen incorporará a todos los Peces del viejo), la misma vida, sólo que a mayor escala, continuará Rosalía después de su «caída» y las humillaciones consiguientes. Caen Isabel II y Rosalía, pero nada cambia. El paralelismo entre ambas es establecido a lo largo de toda la novela, incluyendo en él a la marquesa de Tellería: realeza, nobleza y burguesía viven en el mismo mundo falso del «quiero y no puedo», de la «locura crematística», del demonio del lujo y el despilfarro. El ansia de lujo es el «maleficio mesocrático», como dice Manso37, puesto al alcance de la burguesía por la revolución industrial. Hay quien puede poseerlo y quien no, pero dado que el poseerlo es signo del poder, confiere una posición social, hay que poseerlo sea como sea, aunque no se pueda. Entonces surge la necesidad de aparentarlo: «A Rosalía Bringas sólo se la entenderá situándola en una sociedad dominada por la idea del lujo», por ello cuando al final de la novela atraviesa la Plaza de Oriente «serena y un tanto majestuosa», con «una convicción orgullosa» en sus ojos, esta convicción es ni más ni menos que la de saber que vive de acuerdo con la ley de su sociedad: ascender, subir. «Si la ley se cumple, nadie preguntará cómo lo consiguió, y menos se interesarán en contrastar la autenticidad de lo   —106→   que se exhibe como genuino»38. El primer paso para ascender es aparentar. El paralelismo entre lo público y lo privado tiene una marca formal de extraordinaria importancia: el espacio novelesco, esto es, el Palacio Real, verdadero protagonista de la novela. Situar la acción en el Palacio, supone, como ha observado Gullón, situarla en la intersección de lo privado y lo público, de lo histórico y lo novelesco39. El Palacio es una pequeña ciudad en sí misma donde transcurren vidas privadas, pero a la vez es la residencia del Estado y de la Historia. Uno y otro plano se imbrican y superponen. La Reina, por ejemplo, no tiene sólo una función de fondo histórico, sino que es utilizada por Rosalía para disimular ante su marido sus despilfarros. Adquiere una función novelesca. El narrador-personaje, que ha tenido una función novelesca durante toda la obra, pasa a desempeñar una función histórica después de la revolución. La interacción entre los dos planos es continua y total. Pero ello tiene una finalidad naturalista: hacer del arte realidad, conseguir que la ficción se funda en el mundo de lo real. La novela de este período tiene la enorme ambición de hacernos vivir en la realidad, de ser como la realidad. De ahí que lo histórico y lo ficticio se barajen continuamente: la reina Isabel está presente en el relato; en este, junto a los acontecimientos de la ficción suceden los de la revolución del 68; se habla de los generales Prim y Serrano como de dos personajes más, como de Máximo Manso y de Torquemada, por ejemplo, personajes novelescos sí, pero de otras novelas. Todo tiende a abrir el ámbito de lo novelesco, a confundirlo con la realidad y con otros ámbitos novelescos.

En nada se advierte mejor el desencanto que los resultados del proceso revolucionario han causado en Galdós, impulsándolo al naturalismo, que en el paralelismo de lo privado y lo público en esta novela. Toda la novela se organiza en torno a un eje: el dinero (en la primera época solía ser una persona: Rosario, Gloria, etc.). Alrededor de este eje, una polaridad de actitudes, Francisco y Rosalía Bringas, coincidentes ambos en no captar la realidad, la una por exceso, el otro por defecto; la una por despilfarro, el otro por avaricia. A cada lado de ellos se sitúan uno o más personajes que representan, exagerada, su respectiva actitud: la Tellería es el modelo de Rosalía, Torquemada el prototipo de Bringas. Así, los personajes de la novela vienen a dividirse en dos grupos radicalmente diferentes: los gastadores y los ahorradores40. La historia narrada no es sino el paso, en la administración del dinero, de los ahorradores a los gastadores. Con este paso el poder cambia de manos: de Francisco Bringas a su esposa, Rosalía. La situación, pues, se invierte. Pero precisamente lo mismo ocurre a escala nacional. Nadie, que yo sepa, se ha detenido a considerar la amargura que Galdós expresó en este paralelismo, el desencanto terrible que le da sentido. Se ha considerado, sí, el paralelismo, pero no se ha profundizado en su significado. El proceso de toma del poder por Rosalía, paralelo al proceso de la toma del poder por   —107→   la revolución, es, como es bien sabido, un proceso complejo: Rosalía asciende desde un punto de vista económico y también en su posición social, pero ello implica su degradación moral, el descubrimiento de que su prostitución es negociable y que de ella pueden derivarse unos beneficios. Esto no tendría nada de extraordinario si Rosalía, al prostituirse, mostrase el fracaso y consiguiente quiebra de una estructura social, la familia pequeño-burguesa, y consiguientemente la del sistema de valores en que se apoyaba, significando su prostitución un cambio de estado y de sistema de valores. Pero nada de esto pasa, todo sigue igual. Rosalía no sufre crisis de conciencia ninguna, no problematiza nada, nada cambia en ella ni en la vida de su familia. Lo único que ocurre es que ha aprendido a explotar mejor su sistema moral, que es el de toda una sociedad, y a extraerle mayor beneficio. De la misma forma que la riqueza es un puro juego de apariencias que todo el mundo conoce y practica, la decencia es un valor que hay que esgrimir públicamente, del que no está permitido dudar, y al que, sin embargo, todo el mundo sacrifica llegado el caso. El final de la novela nos presenta una Rosalía orgullosa, satisfecha de sí misma, que ha logrado lo que desea, ascender socialmente, figurar en un puesto de mayor relevancia, que le parece merecido y legítimo, y para conseguir el cual su conducta queda justificada. Pues bien, cuando paralelamente a este cambio meramente exterior en la esfera privada, que no trae sino una mayor -si cabe- degradación moral, Galdós nos sitúa el cambio revolucionario y nos hace presenciar cómo, por debajo de él, permanecen los individuos y permanecen las instituciones, y todo un mundo es trasvasado del antiguo régimen al régimen surgido de la revolución, ¿no está haciendo extensiva la transformación operada en Rosalía a la transformación operada en la sociedad española? Con una amarga mueca de sarcasmo, ¿no está, Galdós, sugiriendo que la revolución no es sino una algarada intrascendente que oculta tras de sí la continuidad del antiguo régimen en el nuevo, aún si cabe más degradado, pues la ilegitimidad de los fundamentos del antiguo régimen se daba por supuesta, pero tal proceso de continuidad sólo ha sido posible merced a la prostitución de los ideales revolucionarios? Si la revolución no consigue derrocar el mundo antiguo, aun teniendo la oportunidad para ello, ¿qué significa si no que la revolución se ha prostituido?

Se ha reprochado algunas veces que Galdós no describiera el mundo de la aristocracia. Este es casi el único ámbito, con el del proletariado, que Galdós no ve en este Madrid de sus pecados. Casalduero dice que no lo vio porque no existía41. Sí existía, y todavía desempeñó un papel muy importante durante los años de la Restauración. Si Galdós no lo vio era, sencillamente, porque no le interesaba. Los únicos aristócratas que le interesan ahora son los venidos a menos, los arruinados o a punto de arruinarse, como Milagros, la de Tellería. A Galdós lo que le seduce es la clase media y sus problemas y aún ampliando el cuadro, el pueblo, aunque no en su aspecto trabajador, sino en su aspecto picaresco, de pobretería un tanto folklórica.

  —108→  

Así, el verdadero Madrid que le interesa es el Madrid de la clase media, en sus distintos grados y ámbitos. En especial el mundo de la burocracia le fascina. Aquí nos referiremos tan sólo al tono de mediocridad y de mezquindad moral de este mundillo siniestro, donde todo el mundo aspira a ser empleado: «Empleado sacerdote, empleado militar, empleado profesor, empleado aristócrata, empleado político, empleado comerciante, empleado...»42. El drama de estos hombres es perder el empleo, pasar a la situación de empleados-cesantes. Perder el empleo no significa perder el trabajo, porque el empleado no trabaja. ¡Demasiado trabajo tiene en ganarse el empleo y conservarlo para dedicarse encima a trabajar! Perder el empleo significa perder el misérrimo sueldo. Nadie produce nada, se pasan el sueldo los unos a los otros y así circula la riqueza. Los cesantes contemplan envidiosos el círculo mágico, hasta que no pueden más, hasta que piensan que ya es demasiado. Y entonces hacen una revolución y se emplean ellos, pasando los empleados anteriores a cesantes, y así sucesivamente. No se trabaja, ni se produce, ni se tiene conciencia social alguna; por eso no se piensa en el pueblo. Si se pensara habría que pasarle el secreto, y entonces... ¡más empleados, más cesantes! El que sea listo que se las arregle y cuanto más mejor43. Este miserable mundillo de empleados se halla dominado por la pasión del lujo, especialmente las mujeres, por el afán de aparentar y de figurar, por el anhelo ferviente de poseer los signos externos de la riqueza, aunque no se posee esta, porque ese es el mejor modo de prosperar, de ascender, de subir escalafones. El mundo burocrático de Galdós produce a veces un eco parecido al capitalismo de Balzac, un eco de cuento de terror o de fábula donde aparece el demonio.

En conjunto, Madrid es la reducción a microcosmos de España, y la España naturalista que nos presenta Galdós, cifrándola en Madrid, es «esa España dormida, beatífica, que se goza en ser juguete de los sucesos y en nada se mete con tal que la dejen comer tranquila; que no anda, que nada espera y vive de la ilusión del presente, mirando al cielo con una vara florecida en la mano; que se somete a todo el que la quiere mandar, venga de donde viniere, y profesa el socialismo (?) manso; que no entiende de ideas ni de acción ni de nada que no sea soñar y digerir»44.




ArribaAbajo La interiorización de la realidad (1886-1892)

Vamos a asistir ahora a un giro impresionante en la novelística de Galdós. Giro tan decisivo como el que separa la época abstracta de la naturalista y que permitiría dividir la obra de Galdós en tres fases decisivas, a no ser por la serie de retrocesos y vacilaciones (Tristana, Halma, La loca de la casa, la tercera serie de los Episodios) que harían confusa esta tercera fase. Lo que nos parece evidente es que Galdós escribió fundamentalmente tres tipos de   —109→   novelas, cuya configuración formal se organizaba en torno a tres constantes o ejes: la realidad colectiva deformada por la ideología (novelas abstractas), la ideología incorporada a la realidad colectiva (novelas naturalistas) y la crisis de esa ideología y de esa realidad colectiva con el paso a progresivas interiorizaciones individuales (La Incógnita, Realidad, Ángel Guerra, Nazarín, Torquemada; Misericordia; El abuelo). En este camino hacia la interiorización parece como si Galdós tuviera miedo de llegar a las últimas consecuencias de su búsqueda. Cuando descubre al individuo, y lo descubre en rebeldía contra la sociedad (Nazarín, Ángel Guerra, Realidad, Misericordia), insatisfecho con las normas y valores de esta y buscando su propia eticidad, Galdós parece tener miedo de derivar hacia el anarquismo individualista que ello podría suponer. Entonces vacila (Tristana), se vuelve atrás, tratando de recuperar una posible conciliación (Halma, La loca de la casa), y acaba evadiéndose del conflicto, soñando (El caballero encantado, La razón de la sinrazón). Galdós no se resignó nunca a abandonar la realidad social, pese a su escepticismo y desencanto. Creía sólo en el individuo y en soluciones individuales: el amor, la caridad, la capacidad para el bien, pero no lo aceptó. Más allá del individuo estaba España, y le dolía abandonar a España a su suerte, aquella España por la que él siempre había luchado. Busca entonces una conciliación imposible, se retrae y acaba soñando. Fortunata y Jacinta continúa con el estudio de la sociedad, tratada colectivamente y en su materialidad, iniciado en las novelas naturalistas. El primer tomo es uno de los mejores logros naturalistas de Galdós. Pero pronto advierte que tras las determinaciones que la sociedad impone al individuo, que tras los condicionamientos de la materia, hay algo que no puede captarse a través de la mera observación positivista del mundo, porque ese algo escapa a los condicionamientos y a las determinaciones. Lo que relaciona a Fortunata con Jacinta, lo que las atrae a la una hacia la otra hasta llegar a la final síntesis mediante la cual Fortunata no puede existir sin Jacinta como Jacinta no puede existir sin Fortunata, es algo que rebasa todos los condicionamientos de la materia. Como los rebasa también el espíritu rebelde de Maxi Rubín, incontrolable y vertiginoso, poderoso y oscuro. Fortunata, Jacinta, Maxi Rubín, se sienten arrastrados por una fuerza interior incontrolable socialmente e irreductible a términos objetivos. Ante la presencia de esta fuerza, Galdós no tiene más que dos posibilidades: o perseguirla y, para aprehenderla, renunciar al método naturalista, inservible ya, o ignorarla. Opta por lo primero, y descubre el mundo de Miau. Galdós ha encontrado el drama del individuo, drama que se cifra en la lucha que lo escinde, en la pugna entre ser social y ser personal. Y descubre -cosa que había intuido ya en Fortunata y Jacinta- que las fuerzas condicionantes -herencias, familia, status económico-social, sociedad, etc.- no basta para explicar los actos humanos. La Incógnita es la constatación de esta insuficiencia. La mirada social, colectiva, externa, resulta ridículamente insuficiente para captar la personalidad humana; para esta mirada, la realidad, la verdadera «realidad», es una «incógnita». Galdós se desprende entonces de esa mirada externa y se adentra por los caminos interiores, busca las irreductibles raíces de la personalidad humana, y descubre el dramático-grotesco   —110→   conflicto interior de un usurero: Torquemada en la hoguera, e inmediatamente la Realidad del conflicto que no había podido aprehender en La Incógnita. El conjunto de La Incógnita y Realidad es bien significativo: la mirada exterior, imparcial, curiosa y objetiva no puede descubrir la tragedia humana de Federico Viera, Augusta y Orozco. Sólo la mirada interior, profunda, la penetración directa en la interioridad del personaje, puede descubrirla. A partir de ahora Galdós se lanzará a la busca y captura de personalidades humanas, hurgará en su psicología, revolverá en sus conflictos y contradicciones, creará personajes de la talla de Nazarín y Ángel Guerra, de León Albrit y Benigna, personajes cuyo mundo interior desborda por completo, en su insatisfacción y su búsqueda vital, el ámbito de las relaciones sociales. La crítica coetánea lo notó enseguida: Realidad causó un hondo impacto y se comprendió que Galdós iniciaba un nuevo giro sobre el que muchos atribuyeron influencia por parte de los novelistas rusos y de Ibsen. A este giro emprendido a partir de Realidad, se le ha llamado «naturalismo espiritual»45, etiqueta que mixtifica fácilmente ambos conceptos, el de «naturalismo» y el de «espiritual». Lo que el arte de Galdós sufre es un cambio de dirección que se inicia con Fortunata y se consolida con Realidad. Ese cambio supone no una ruptura con el naturalismo, sino una superación del naturalismo a partir del naturalismo. Y esta superación se configura por un progresivo ahondamiento psicológico, por una progresiva estilización de su realismo, por una introspección hacia lo subjetivo, por una cada vez mayor concentración de la novela en torno a un eje: el yo del personaje. A partir de ahora la obsesión de Galdós se cifra en la pregunta: ¿Cómo vivir? Ha descubierto el yo, y ha descubierto que sus aspiraciones están muchas veces en pugna con la sociedad, en contradicción con ella, que limita, que insatisface, que coarta al yo no en lo que tiene de caprichoso, de dañino, sino en lo que tiene de más generoso. Así ocurre con Nazarín y con Benigna, por ejemplo. ¿Qué hacer, entonces? ¿Cómo vivir? ¿Hay que resignarse? ¿Hay que romper con la sociedad? ¿Hay que buscar una conciliación? Estas son una y otra vez las preguntas que intenta responder Galdós y que, a veces, no responde muy consecuentemente, como en Nazarín y Halma, como en El abuelo y La loca de la casa. Pero aún hay más: lanzado por este camino, Galdós tiene que romper con los moldes, que se le han quedado estrechos, de su novela, y ello lo hace en un estallido triple. El molde naturalista de Lo prohibido salta al tratar de saber qué es lo que hay detrás de la muerte de Federico Viera. Y entonces escribe su única novela epistolar (La incógnita), su primera novela dialogada (Realidad), y el primer drama que estrena (Realidad). Se inicia una etapa de experimentación novelística: la novela diálogo la continuará en El abuelo, se interesará cada vez más por el teatro, resucitará los Episodios, abordará la novela de aventuras con El caballero encantado, etc.

Pero no nos desviemos, tratemos de centrarnos en lo que constituye el eje de este momento: la problemática del yo. Tratemos de ver las respuestas   —111→   que da Galdós a su obsesiva pregunta, ¿cómo vivir? En Fortunata y Jacinta da la sensación de que Galdós tenía el propósito de seguir por el camino naturalista. Por ello, en el primer tomo, se regodea en una magistral descripción del medio, en el cual los personajes apenas se individualizan más allá de sus condicionamientos sociales: «así, pues, cuando se analiza en su totalidad el primer volumen de Fortunata y Jacinta se ve que es poco más que un marco de la situación narrativa y una exposición del medio en el que va a actuar la protagonista», escribe Sh. H. Eoff46. El único personaje individualizado con cierto rigor es Juanito Santa Cruz, vacilante entre la atracción ilegal de Fortunata y el orden doméstico representado por Jacinta, «pero acepta, cada vez con mayor cinismo, los prejuicios del grupo privilegiado y resuelve su problema personal sin preocuparse y con una actitud de indiferencia y de ‘laisser-faire’»47. Juanito no le crea ningún problema a Galdós; él, como más tarde Augusta en Realidad, es el típico caso del personaje que busca satisfacerse sin problematizar nada ni reflexionar sobre su actitud. Cuando lo desea, rompe con los convencionalismos sociales, pero para volver a refugiarse en ellos, que le protegen y permiten, con amplia manga ancha, sus violaciones de la ley, que pasan a ser «travesuras». Por eso Galdós lo relega pronto a segundo término y le encarga la función de enlazar a Fortunata y Jacinta. Una y otra son típicos productos de su medio, al principio: Fortunata, la muchacha pobre, seducida y, por tanto, prostituida. Jacinta, «modelo de la respetable clase media, que obedece escrupulosamente las reglas sociales y morales aprobadas por todos»48; pero poco a poco van saliendo de su anonimato típico. O va saliendo Fortunata, claro, porque «en todo el resto de la novela la rivalidad entre las dos mujeres se presenta principalmente desde el punto de vista de Fortunata»49. Creo que en esto no se ha insistido bastante, y me parece importantísimo. No es Jacinta la que se convierte en representación del orden, de la sociedad, de los valores respetables y burgueses, al mismo tiempo que Fortunata se va convirtiendo en la representación de la naturaleza, la rebeldía, la espontaneidad y la falta de respeto por toda norma. Es Fortunata quien nos hace ver a Jacinta así. La pasión insatisfecha de Jacinta (insatisfecha en su matrimonio, sus relaciones familiares, su vida social) que se sublima en el ferviente anhelo del hijo, más de una vez la lleva al borde de la rebeldía. Siempre regresa, es cierto, siempre acaba por acomodarse a las normas de su sociedad, pero esto dista mucho de un ser modelo. Es Fortunata quien la convierte en modelo, en arquetipo. Y la convierte porque la necesita así, arquetípica. «Fortunata gradualmente va desviándose de Juanito para orientarse hacia Jacinta»50. Fortunata, que no comprende en absoluto las normas sociales, crea sus propias normas. Al margen y en contra de la sociedad ella se entregó a Juanito y le dio un hijo,   —112→   luego Juanito es su marido. Caiga quien caiga. Para ella esto está fuera de toda duda: es la raíz misma de su conciencia moral, de su eticidad. Hay momentos en que parece que va a transigir, que va a resignarse: se casa con Maxi Rubín y busca la respetabilidad de un hogar burgués. Pero fracasa. Basta que alguien (Juanito) le devuelva la consciencia de su gran principio moral. Un segundo intento de readaptación, esta vez más sutil, más sinuoso y satisfactorio. Pero también es inútil: ella no llega a comprender el eclecticismo con que el desilusionado y racionalista Feijóo trata de hacer compatibles la satisfacción del yo individualista e irracional con el respeto a las normas y convenciones sociales. Pero con estos dos intentos «se ha sembrado la semilla, que llevará a Fortunata a modificar su indomable individualismo»51. Fortunata se orienta hacia Jacinta. Si ella es la esposa de Juanito, ¿cómo puede serlo también Jacinta? Jacinta es esposa legítimamente, con la bendición de la sociedad, Jacinta es honrada. ¡Pero no le ha dado un hijo! En los oscuros meandros de su subconsciente se forma esta alternativa: Jacinta es honrada pero no le da hijos, ella no es honrada pero le da hijos. Su actitud entonces se escinde, vacila. Por un lado tiende a confirmarse que lo segundo -tener hijos, aunque no se sea honrada- es más importante, entonces el que Jacinta sea esposa de Juanito le parece una terrible injusticia contra ella, y la odia, desearía destruirla. Pero por otro lado hay algo, tal vez la influencia de su matrimonio con Maxi y de las doctrinas de Feijóo, que la han enseñado a transigir, algo en ella que la impulsa a desear eliminar esa radical incompletud de las dos. ¡Si ella fuese honrada como Jacinta! Entonces, piensa, sería ella y Jacinta, las dos a la vez. Fortunata vacila largamente, inconscientemente, entre ambas actitudes. En una de estas oscilaciones, seguidas de crisis depresivas o de exaltaciones de ánimo, Fortunata decide tener otro hijo, algo que la ponga por lo menos en condiciones de compensar la honradez de Jacinta, porque el hijo anterior murió. En otra de ellas se aferra a la idea -aunque no lo crea- de que Jacinta es infiel a Juanito, lo cual libera su odio. Vacila constantemente de la afirmación de su superioridad y el odio a Jacinta al deseo de ser como Jacinta, honrada, de vivir en su mundo y de tener su consideración y la de la sociedad que la rodea. Dos hechos decisivos decidirán la situación: el hijo y la intervención de Aurora. Fortunata tiene el hijo y se considera entonces tan digna como Jacinta, a la que perdona. Pasa incluso a considerarse miembro de la familia Santa Cruz, aunque no se le reconozca. Eso no importa. Para ella es así y basta. Pero entonces le llega la noticia de que Juanito se ha hecho amante de una tercera, de Aurora, su amiga. En este momento Fortunata se siente ultrajada no sólo ella, sino que en ella siente el ultraje de Jacinta. «Carga sobre sus espaldas la responsabilidad del honor de la familia»52. Va a ver a Aurora y se enzarza con ella en una violenta lucha, que en su estado de post-alumbramiento resulta mortal para Fortunata. Al sentirse morir entrega su hijo a Jacinta, borrando de este modo la radical incompleción que la   —113→   atormentaba. Ahora Jacinta es honrada y tiene un hijo, su hijo, el de Fortunata, que ahora también es honrada, o, como dice ella: «soy ángel». Juanito ya no importa. Fortunata se ha realizado a sí misma, partiendo de la reivindicación de su propia moral, contraria a la sociedad, y llegando a conciliarla con la moral social. Pero ello sólo es posible a costa de la vida, con la muerte. Esta es la inseguridad de la respuesta de Galdós. ¿Hubiera sido posible de continuar Fortunata su vida? Guillermina y el Padre Nones insisten para que se retracte de su principio, su gran principio ético, el de que ella era la esposa de Juanito por haberle dado un hijo. Pero Fortunata no contesta. Al borde de la muerte, delira. ¿Qué hay detrás de esta historia? En primer lugar subrayar que no se trata tanto de un conflicto entre Fortunata y Jacinta, como de Fortunata consigo misma. «Es un conflicto psicológico entre lo primitivo y lo social dentro de una misma persona, que puede también describirse como la lucha entre una fuerza vital, que siempre se está agitando en forma de actos instintivos en bruto, y una fuerza restrictiva y directiva, que obliga a paradas y a períodos de estabilización. Y lo que es más importante, los dos elementos del conflicto son indispensables al individuo»53. Si fuera al contrario, si se tratase de una lucha entre el anarquismo antisocial de unos individuos y la sumisión convencional a las normas sociales de otros, bastaría condenar a unos y bendecir a otros o, en el mejor de los casos, llegar a una «entente cordial» superficializadora, cediendo unos y otros. No, el genio de Galdós ve el problema dentro de la persona, dentro de cada persona. Descubre al individuo problemático en toda su riqueza y plenitud. Lo que Galdós le pregunta a Fortunata es terrible e impresionante a la vez: cuando el individuo cree que sus más notables aspiraciones son rechazadas por la sociedad, ¿qué debe hacer?, ¿renunciar a ellas?, ¿tratar de imponerlas aun a costa de destruirse a sí mismo o a la sociedad? La respuesta de Galdós parece anunciar una conciliación difícil, un equilibrio casi imposible. Fortunata, sin renunciar a su ética personal, la que le llevó a enfrentarse a la sociedad, trata de hacerla conciliable con la moral social. Lo consigue. Pero lo consigue a costa de la vida. ¿Sería posible ello si siguiera viviendo? Sea como sea ella deseó ser como su rival, deseó ser honrada, y por tanto se acercó a los valores de la sociedad, aunque sin renunciar a los suyos, al derecho a ser la esposa de Juanito. Esta conciliación final de dos antagonismos recuerda mucho a Hegel, como ha observado Eoff54. Ni Jacinta (la sociedad) puede prescindir de Fortunata (la naturaleza individualista) ni esta de aquella. La solución está en la final colaboración de ambas. «El impulso vital (la naturaleza, en un sentido estricto) que apunta siempre a un movimiento hacia delante es individual, egoísta; la fuerza restrictiva, necesaria como estabilizador de lo que, de otro modo, sería una actividad caótica, es colectiva»55. En Galdós, a partir de ahora, el papel del individuo será el de la intuición, la imaginación, el poder de creación y, sobre todo, el amor. El papel de la   —114→   sociedad irá ligado, por el contrario, a la razón, la capacidad de organización y estabilización. Uno y otro se necesitan mutuamente, parece querer decir Fortunata y Jacinta, porque los dos grandes individualistas indomables y anárquicos de la novela desembocan en el fracaso (Maxi Rubín y Mauricia la Dura), mientras que los pasivamente resignados y conformes desembocan en la inercia, en el amorfismo, en la bellaquería o en el prosaísmo.

En Miau, la perspectiva es diferente. La realidad social es aquí enteramente de signo negativo. Ramón Villaamil trata de integrarse en ella, trata de realizar sus normas, vivir según sus convenciones. Pero no lo consigue. Todo en ella le oprime, le agobia, lo rechaza, lo condena a ser «cesante». La realidad no tiene sentido y el individuo no cabe en ella. «El empleado, cansado, aburrido de luchar con lo que no comprende puede presentar su dimisión antes de que llegue el cese: el hombre puede suicidarse»56. Y Villaamil se suicida porque la realidad es absurda y él no encuentra otra salida.

La Incógnita y Realidad son dos caras de una misma moneda. Ambas novelan la misteriosa muerte de Federico Viera, amante de Augusta, esposa de su admirado amigo Tomás Orozco. Pero la novelan desde el haz y el envés, desde dos puntos de vista diametralmente opuestos. En La Incógnita, Manuel Infante escribe una serie de cartas a Equis X, en las que le cuenta cosas que ocurren a su alrededor, comentándolas, tratando de darles sentido y juzgarlas, pero teniendo a la vez en cuenta los puntos de vista de su corresponsal y los comentarios de las gentes en torno a algunos sucesos. Manuel Infante representa, pues, la visión exterior del observador curioso respecto a la realidad, pero acoge también en su visión, dejándose influir o reaccionando en contra, otra visión no menos exterior: la colectiva, la opinión pública. Entre una serie de asuntos, personas, hechos, M. Infante trata de averiguar cómo son, qué relaciones los unen, qué hechos suceden en el mundillo centrado en Augusta, Federico y Orozco. Pero todo se le vuelve incógnita. Incurre en constantes condicionantes y palinodias. «El minucioso esfuerzo de Manuel Infante por dar con la verdad se anega en el mar confuso de la opinión», escribe Sobejano57. Su opinión, la opinión pública, ambas mezcladas: no es posible llegar a la verdad. Ello se agrava tras la misteriosa muerte de Federico. La confusión llega aquí al colmo. Las cartas reflejan tan sólo la superficie de la realidad, y la única verdad que se obtiene es la de «la perplejidad del testigo que sólo da cuenta de lo que oye y ve y de lo que sobre esto opina»58. De modo que «la visión de la realidad que se obtiene mediante tal procedimiento se caracteriza por dos notas esenciales: la superficialidad y la inestabilidad»59. Lo único que la atención de Infante hace descubrir al lector es la visión plana de los comportamientos sociales, que ocultan la verdadera realidad, la realidad profunda de los espíritus, el drama hondo del yo. Por eso, impotente, decide Infante abandonar su tarea y es entonces   —115→   cuando su corresponsal, Equis, le envía el relato de la verdad, esto es, el manuscrito de la segunda novela, de Realidad. El engarce de ambas novelas lo explica Infante en una carta: «...tú, Equisillo diabólico, has sacado esta Realidad de los elementos indiciarios que yo te di, y ahora completas con la descripción interior del asunto la que yo te hice de la superficie del mismo. De modo que mis cartas no eran más que la mitad, o si quieres, el cuerpo destinado a ser continente, pero aún vacío, de un ser para cuya creación me faltaban fuerzas. Mas vienes tú con la otra mitad, o sea, con el alma, a la verdad aparente que a secas te referí, añades la verdad profunda, extraída del seno de las conciencias, y ya tenemos el ser completo y vivo»60. La Incógnita es sólo el «indicio», la «superficie». Da una visión de la sociedad, pero esta sólo es el «cuerpo destinado a ser continente» y, por lo tanto, es «verdad aparente» aunque necesaria para obtener «el ser completo y vivo». He aquí el papel a que ha quedado reducido el método naturalista y la observación «positiva» de la realidad. Es preciso contraponerle el «interior», la «otra mitad», o sea, «el alma». Hay que abismarse en el yo, llegar al «seno de las conciencias» para encontrar «la verdad profunda» y obtener con ella «el ser completo y vivo». Esto lo hace Galdós en Realidad. Nada de descripciones, de narrador omnipotente. El yo, el yo del personaje desnudo, solitario, expresándose. Meterse dentro de él, de cada uno, y escucharlo atentamente. Sólo así se llegará a la verdad. Todo se concentra: la expresión, el tiempo, el espacio, el número de personajes, la amplitud de la acción. Y lo que se obtiene es «un mundo de insolidarias individualidades en conflictos»61. Federico Viera y Tomás Orozco se enfrentan decididamente a la realidad que les rodea, no la aceptan en virtud de unas aspiraciones éticas personales, en nombre de un anhelo de perfeccionamiento moral. Augusta, por el contrario, como Juanito Santa Cruz, la acepta y no la acepta. Esto es, vive encantada en el mundo que la rodea, sin cuestionarlo, y lo único que pretende es divertirse un poco, sin complicaciones, sin angustias, sin enfrentamientos radicales. Por eso son insolidarios unos de otros. Orozco se siente distanciado de su mujer porque aspira a vivir el bien, más allá de todo convencionalismo social. Augusta, por su parte, «se desenvuelve con tal maestría en una atmósfera de engaños, que todo el mundo que la rodea ignora sus amores con Federico, y no comprende, al exigir de este que acepte los favores de su marido, la rebelión de su amante a continuar viviendo en un mundo de tanta doblez. Por último, cuando Federico se suicida, lo único que le preocupa es ocultar su emoción para no venderse, y su mayor tormento es pensar que en momentos de fiebre ha podido traicionarse y declarar la verdad a su marido»62. Federico aspira también a un perfeccionamiento moral. Hay en él una ambición de absoluto, sin concesiones, que no le permite gozar satisfecho la pasión de Augusta, a la que se enfrenta además por la diferencia de posición económica, exaltada por su sentido del orgullo. Entre Orozco y Federico   —116→   hay una gran corriente de simpatía mutua. Federico admira a Orozco y Orozco reconoce en Federico su dignidad y su valor moral, ajenos ambos a la hipocresía y a los convencionalismos sociales. Y sin embargo, están enfrentados, son dos seres insolidarios. Los dos aspiran al perfeccionamiento moral, pero Orozco ha alcanzado su verdad, se encuentra firme sobre su solución vital, mientras Federico está inseguro, perplejo, lleno de contradicciones de las que, además, es consciente. Por otra parte, Federico siente que traiciona a su amigo engañándole con su mujer.

Pero no son sólo insolidarios entre sí, sino que también lo son consigo mismos. Son seres escindidos, atormentados, en conflicto interior. Augusta, «burguesa que sueña una existencia arrabalera dentro de la cual desearía vivir a ratos»63, admira a su marido al que, por defecto de educación, no puede comprender, y ama al hombre al que, por su absoluta inutilidad social, no puede admirar64. Orozco, por su parte, se halla escindido entre el deseo de hacer el bien y la conciencia de la mezquindad del mundo que le rodea, donde hacer el bien resulta inútil. Pero el más conflictivo de todos es Federico, incapaz, como Isidora Rufete, de aceptar la realidad, de adaptarse a ella, sumido en su mundo de ensueños aristocráticos que le llevan a despreciar el trabajo y que le conducen, careciendo como carece de medios económicos, a una vida inútil y vergonzosa para sí mismo, caído en manos de usureros, amarrado al tapete verde, aceptando dinero de una prostituta, etcétera. Este ser contradictorio, que satisface su anhelo de ideal en una prostituta y resuelve sus pasiones con una mujer honrada, «no quiere reconocer el triunfo de la democracia y se empeña quijotescamente en vivir en el siglo XIX como si fuera un caballero del siglo XVI, sin querer admitir que el tiempo ha pasado»65. Federico es consciente de sus contradicciones: pobre como una rata es tan orgulloso que no se rebaja a pedir un favor a sus amigos, ni busca una colocación, ni acepta que ninguno de los de su círculo intervenga en sus asuntos. Hay que salvar la dignidad y el honor que impone el apellido a toda costa. Y sin embargo, lleva una vida ultrajante para esa dignidad y ese honor. Lo que salva por un lado lo enloda por el otro. Admira y ama a Orozco, pero le engaña con su mujer. Y es precisamente cuando Orozco intenta prestarle ayuda en su constante penuria económica, cuando Federico siente con mayor fuerza sus contradicciones, a las que no ve salida posible en un mundo burgués, que no puede aceptar. Entonces se suicida. Por una vez han estado de acuerdo sus actos y sus aspiraciones éticas.

En Realidad aparece, por primera vez, el nuevo tipo de héroe galdosiano tratado como tal. Tomás Orozco «es el hombre nuevo tan individualista como el trabajador o el científico del naturalismo (?) cuyos ideales conserva, pero presentándose ahora como un luchador moral. No trata de reformar la sociedad ni a nadie. No juzga nada. Se aparta del mal, siguiendo inflexible el camino que le dicta su conciencia. El individuo se tiene que salvar a sí mismo   —117→   por su propio esfuerzo; de aquí que no pueda ayudar a su mujer a salvarse. Augusta no tiene el valor de acusarse a sí misma, y, al mostrar su falta de carácter, el divorcio espiritual entre esposos es inevitable»66. Aceptamos esta descripción del «hombre nuevo» que hace Casalduero, pero, por ello mismo, no entendemos cómo lo identifica y hace heredero del héroe naturalista. Este está muy lejos de ser un individualista. En su acción hay un programa de lucha contra el mal, llámese este fanatismo o imaginación. El héroe naturalista trabaja por una España socialmente mejor; Tomás Orozco, en cambio, no tiene un programa de lucha ni busca una España social, concreta, infraestructuralmente mejor. A lo que aspira él es a la revolución del individuo y no a la de las estructuras sociales: busca la perfección interior. Golfín aspiraba a una España burguesa y en progreso. Orozco aspira a una humanidad de hombres puros. Por eso Orozco no acepta la sociedad, como no la acepta Federico, aunque desde un punto de vista distinto; pero, atención: relativamente distinto, tan sólo, porque ambos buscan un mundo de pureza individual. Por eso, cuando Orozco habla con la sombra de su amigo suicida, le dice: «Eres de los míos, tu muerte es un signo de grandeza, admiro y quiero que seas mi amigo en esta región de paz en que nos encontramos. Abracémonos»67. Y por su parte le había dicho Federico a la sombra de Orozco: «Nos haremos pastores, marcharemos a una región distinta y sosegada, donde impere la verdad absoluta». Es la insatisfacción del yo en la realidad la que une a los espíritus de Orozco y Federico, mientras que la sociedad los separaba. Augusta no siente esta insatisfacción total frente a la realidad sino sólo una insatisfacción relativa y caprichosa. De ahí que Augusta se despersonalice mediante un proceso simbólico que la identifica con otra mujer, «La Peri», con la mujer en general, en oposición a la dualidad Orozco-Federico. Augusta es una «señora» y «La Peri» una prostituta; sin embargo, quien excita la pasión de Federico es Augusta, y su anhelo de pureza, «La Peri». La sombra de Orozco confunde siempre a Augusta con «La Peri», y Federico llama a Augusta con el nombre de «La Peri», Leonor, mientras que, en varias ocasiones, Augusta, en su delirio, cree haber dicho a su marido: «Soy ‘La Peri’»68. La prostituta no es peor que la señora, ni viceversa. «Tan inocente o culpable es una como otra». Las dos han nacido «para absorber la vida sin sacrificarla a una idea»69, precisamente al contrario de lo que hacen Federico-Orozco, el hombre. Y dado que no pueden realizar esa idea a la que aspiran, se sienten solidarios entre sí e inconformes con el mundo que les rodea. Producto de esta rebeldía son el suicidio de Federico y «el distanciamiento cósmico» de Orozco70. Orozco se inhibe del mundo que le rodea, lo desprecia y se mantiene a distancia. Su soliloquio final es terriblemente lúcido a este respecto. Se dice a sí mismo: «Figúrate que no existen para ti; muéstrate indiferente, y no hagas a la sociedad y a la opinión   —118→   el inmerecido honor de darles a entender que te inquietas por ellas. Que nadie advierta en ti el menor cuidado, la menor pena por lo que ha ocurrido en tu casa. Para tus amigos serás el mismo de siempre. Que te juzgue cada cual como quiera. Y tú sé para ti mismo lo que debes ser en ti, compenetrándote con el bien absoluto»71. La idea de absoluto, cósmico o moral, domina por completo a Federico y Orozco y les hace rebelarse contra una realidad en que lo relativo, lo material, lo mezquino, impregna todas sus formas. La expresión más radical de este desprecio, de esta imposibilidad de comunicación con lo real, es el monólogo interior al que una y otra vez se ven abocados Federico y Orozco.

Con Ángel Guerra descubre Galdós la solución que centrará sus últimas novelas. «El protagonista es un rebelde -escribe R. Gullón-, hombre de carácter fuerte, descontento con la organización social; cuando le conocemos, al principio de la novela, acaba de participar en un movimiento subversivo, una revolución de plazuela, frustrado pronunciamiento de militares de baja graduación alentados por una docena de ilusos»72. Él mismo expresa su rebeldía frente a la sociedad burguesa: «Fuerte cosa que no pueda uno vivir con sus propios sentimientos, sino con los prestados, con los que quiere imponernos esta imbécil burguesía entrometida y expedientera, que todo lo quiere gobernar, el Estado y la familia, la colectividad y las personas, y con su tutela insoportable no nos deja ni respirar...»73. «Como diría Baroja, es de los del ‘el individuo contra el Estado’»74. Sin embargo, esta actitud antisocial e individualista de Ángel Guerra se proyecta en lo exterior, en la sociedad, a través de la política. Y a Galdós ya no le interesa esto. A Galdós le interesa el conflicto interior, aislar el yo y oponerlo a la sociedad. Y he aquí que el pronunciamiento fracasa, y Ángel Guerra, herido, sufre un proceso de crisis, un desengaño profundo: «Su pasado le parece un fracaso, y esta impresión le incita a partir en nuevas direcciones»75. La muerte de un hombre, la muerte de su madre y de su hija, el hastío de su amante, lo conducen a un progresivo aislamiento, a una creciente introspección. Por último, la mujer que ama, Leré, ingresa en un convento. Todo esto colabora a que Ángel Guerra se quede solo ante sí mismo, se busque a sí mismo, encuentre una solución vital interior, equivalente a la de Tomás Orozco. Pero Ángel Guerra equivoca el camino: sublima su amor por Leré en un delirio místico. Si no puede amar y unirse humanamente con Leré, su inconsciente le empuja a creer en la posibilidad de una posesión mística. Y decide hacerse religioso. Al borde de la alucinación permanente, de la locura, Ángel Guerra cree haber encontrado su camino, y, sin embargo, sufre el duro golpe que le devolverá a la realidad. De nuevo herido, pero esta vez mortalmente, recobra como don Quijote la cordura: «el golpe que he recibido de la realidad, al paso que me ha hecho   —119→   ver las estrellas, me aclara el juicio y me lo pone como un sol. ¡Bendito sea quien lo ha dispuesto así!»76. Pero recobra la cordura no para convertirse en un héroe naturalista, con un programa de regeneración colectiva de España entre sus manos, sino para hacer descender el amor que había disparado hacia el Empíreo, hacerlo descender y proyectarlo sobre la tierra. Galdós, con Ángel Guerra, ha descubierto la ideología del amor, que palpitará vibrante en las últimas obras. Lo que Ángel Guerra siente en sus últimos momentos es amor, amor humano, amor de las gentes de carne y hueso. No es una filosofía que vaya a mejorar la producción de patatas, porque Galdós ya no puede creer en la «japonización de España», como diría Unamuno: no es una filosofía realista. Sí es, en cambio, una filosofía individualista que se abre hacia un objetivo: la humanidad de carne y hueso. Es una utopía generosa. Ángel Guerra sale del anhelo de absoluto estático en que se había encerrado Tomás Orozco. Se abre al mundo, a la sociedad, por defectuosa que sea, y trata de imponer a la realidad su utopía. El individuo, el yo, va a tratar de proyectar sus valores sobre la realidad, va a luchar por imponérselos, aun a costa de todos los brutales golpes que reciba, aun a costa de saber que puede resultar estéril. No aceptar el sistema degradado de valores de la sociedad, sino imponerle los propios, que se anhelan puros, y hacerlo con obras, por la acción, y no con palabras. Ángel Guerra, héroe de acción, lo descubre con la muerte: Nazarín y Benigna cifrarán en ello su vida. Esta será después la actitud vital de Unamuno. Ángel Guerra rechaza de sí el misticismo y acepta el amor: «De mi dominismo, quimérico como las ilusiones y los entusiasmos de una criatura, queda una cosa que vale más que la vida misma: el amor..., el amor, sí, iniciado como sentimiento exclusivo y personal, extendido luego a toda la humanidad, a todo ser menesteroso y sin amparo»77.




ArribaAbajo La realidad interiorizada (1892-1897)

La novelística de esta fase se presenta como sucesora, en todo, de la fase anterior. Preocupaciones y técnicas novelísticas se continúan. La negación de la sociedad no asumida por un yo, pasa de Miau, Torquemada en la hoguera y La Incógnita a las tres novelas restantes de Torquemada, aunque con una diferencia: el yo que acepta la realidad y la domina (mediante la usura) se rebela ante el absoluto (la muerte) y no acepta su destino. La tendencia a la conciliación yo-realidad, pasa de Fortunata y Jacinta a La loca de la casa. Por último, la exaltación de la supremacía de los valores del yo sobre los de la sociedad, expresada a través de la filosofía del amor, pasa de Realidad y Ángel Guerra a Nazarín, Halma, Misericordia y El abuelo. La tendencia última, como puede verse, es la dominante: ocupa las cuatro últimas novelas del período y, además, absorbe en ella a la serie de Torquemada, puesto que el protagonista, que no pone en cuestión el sistema de normas que rige la sociedad   —120→   y que se enriquece gracias a saber manejar dicho sistema de normas en provecho propio, se rebela, sin embargo, contra las leyes cósmicas, no acepta su destino humano, se desespera y reacciona violentamente contra la presencia de la muerte y trata desesperadamente de hacer prevalecer su yo (concentrado en torno a la voluntad de vivir) frente al destino universal y anónimo de la muerte.

Desde Ángel Guerra, Galdós se va a encontrar con un problema grave, el problema que, de hecho, va a conducir a la disolución del realismo decimonónico. El realismo, como expresión artística de un período histórico, corresponde al proceso de toma de poder y de progresiva consolidación de la burguesía. La novela, construida en torno al conflicto problemático y la realidad con su sistema de valores, manifiesta, con el realismo, la conflictividad del enfrentamiento, pero, sobre todo, la absoluta necesidad de una armonía: el conflicto no tiene más solución positiva que la mutua adaptación, y el individuo debe integrarse, aun a costa del sacrificio y la renuncia a las aspiraciones personales, en el cuadro de comportamientos y valores definido por su sociedad. Más allá de esta solución sólo queda la locura, el suicidio o el anarquismo asesino. Sin embargo, a medida que el desarrollo del capitalismo se dirija, cada vez más unívocamente, a la concentración monopolística del capital y a la abstracción y despersonalización de las relaciones sociales, la protesta del yo se irá incrementando, el individuo problemático sufrirá una progresiva radicalización de su postura. La alienación a que conduce el capitalismo acabará por hacer imposible esa final armonía necesaria para el realismo. El ámbito de los deseos personales y el de las normas de valoración colectivas no se recubrirán mutuamente y la consolidación se hará muy difícil. La obra de Galdós, desde Ángel Guerra hasta La razón de la sinrazón, ofrece el testimonio de esta dificultad. Situada en el desenlace de esta problemática, la solución de Galdós se hace equilibrista y escurridiza. Su filosofía del amor es un intento desesperado y contradictorio de mantener la ligazón entre los valores individuales y los colectivos, pero partiendo de los primeros: es un intento de «yoicizar» la realidad. El amor, sentimiento individual, aplicado, derramado, vertido sobre la sociedad con propósitos fecundantes, es una utopía basada en una filosofía irracionalista, capaz de confiar la modificación de las condiciones sociales a la operatividad de unos sentimientos. El planteamiento galdosiano implica la creencia en la conversión al amor de, uno por uno, individualmente, todos los miembros de una sociedad, y, una vez conseguido y actuando todos al unísono, modificar la realidad. En ese planteamiento se hace abstracción de las contradicciones internas, las tensiones y conflictos, los rasgos de clase, etc., de toda esa futurible masa de conversos. La filosofía del amor y de la fraternidad como instrumento de transformación de la realidad, es de raíz esencialmente cristiana y supone un anhelo de absoluto moral, así como una maniquea división del mundo en bondad y maldad. Es más una religión que un programa social y refleja la inconsecuencia idealista de un escritor que, ante la crisis de la ideología de su clase, busca desesperada, angustiadamente, una proyección social a los valores del yo, tal como fueron definidos por el humanismo cristiano.

  —121→  

Las novelas más características de esta época son, sin duda, Nazarín y Misericordia. Ambas colocan en primer plano a un nuevo tipo de héroe, madurado a partir de Realidad y Ángel Guerra, y al que Casalduero ha calificado como «héroe espiritualista». Del héroe de la libertad política (Monsalud, Pepe Rey), hemos pasado al héroe naturalista (Golfín, Isidora) y ahora al héroe espiritualista, que no lucha ya por principios políticos, ni en nombre de la ciencia y el trabajo, sino que lucha consigo mismo. No tiene voluntad de poder, de dominio, sino de perfeccionamiento. Esa voluntad le lleva a purificarse, a aceptar la realidad de la vida y el dolor, del que brotará el descubrimiento del propio espíritu y la felicidad. Parten de una culpa, consciente o inconsciente, y llegan a la felicidad luchando consigo mismo (el abuelo, Pepet) o con la sociedad (Nazarín), o con ambos. El «héroe naturalista es el hombre que se forma a sí mismo y conquista la materia; su heredero es el hombre ya formado, que tiene que conquistar el espíritu»78.

Uno de estos héroes espiritualistas es Nazarín, el sacerdote que pretende evangelizar España y que se lanza por los caminos de Castilla para cambiar el hombre y el mundo. Responde a una actitud quijotesca (viaja como don Quijote, ha nacido en la Mancha, etc.) y sus hazañas son, en muchos casos literalmente, las de Cristo. Su vida se pretende literal imitación de la de Cristo. Hay en él un anhelo de bien absoluto, que trata de imponer a los demás. Pero sobre todo, al perseguir un ideal absoluto y tratar de realizarlo en la realidad, choca, tenía que chocar forzosamente (como don Quijote y como Cristo), con la sociedad y sus normas. Ese choque le conduce a la cárcel, «mientras ricos y pobres, aristócratas y plebeyos, sacerdotes, magistrados, periodistas, desconcertados ante una vida cristiana en pleno siglo XIX, se preguntan si se trata de un caso de delincuencia vulgar o de extravío de la mente»79. Guillermo de Torre se ha preguntado: «¿Se asustó el autor de las proyecciones posibles que tomaría Nazarín al profundizar en él, al darle desarrollo cabal y subversivo?»80. Lo cierto es, que la gran promesa de Nazarín aborta. Aborta en Halma, donde Nazarín pasa a personaje episódico que sirve de fondo al intento de Catalina de Artal, que, habiendo quedado viuda, se cree llamada hacia la vocación religiosa. La condesa va a intentar fundar un Instituto, que recuerda, hasta cierto punto, el creado por Guillermina en Fortunata, dedicado a recoger y reconfortar a las gentes que viven en la miseria. Trata de hacerlo en el castillo de Pedralba, en compañía de su primo José Antonio de Urrea, de tormentoso pasado, y de Nazarín. La sociedad oficial, «las instituciones», «los ricos», intrigan y entorpecen el intento, además de pretender controlar el funcionamiento del Instituto. Nazarín entonces le propone una solución ambigua, un sí es no es confusa, con visos no muy claros de subversión. Nazarín propone a Halma que independice de la sociedad, de las instituciones, su organización, para no someterse a ellas. Y esto lo puede lograr abandonando sus ensueños místicos, casándose con su primo y estableciéndose como   —122→   familia. Es decir, recogiendo en el seno de la familia a cuantos necesitados le parezca, sin tener que dar cuenta a nadie y sin prestar pie a que nadie se tome el derecho de intervenir. Lo que Nazarín propone es un régimen tribal, una comuna casi, una minisociedad autónoma basada en la caridad. De este modo se satisface a la sociedad que antes se escandalizaba y que ahora no tendrá jurisdicción para intervenir, y se logra hacer lo que realmente se quería: caridad. Esta solución es apta para un final feliz de novela, pero Galdós nos deja con la pregunta en la boca: ¿hubiera sido viable?, ¿a qué nuevo tipo de enfrentamiento hubiera conducido?, ¿qué nuevas necesidades tendría que haber realizado Nazarín?

Pero el verdadero portador de la filosofía del amor galdosiano no es Nazarín, sino Benigna. Ella, al realizar prácticamente el ideal del amor humano -la «caridad» galdosiana-, esto es, la fraternidad, muestra vivir totalmente al margen de las normas que rigen la sociedad y haber encontrado un mundo de valores éticos personales. Sea cual sea el golpe que la realidad le devuelva, por duro y aplastante, en contestación a su generosidad, no importa. Galdós se esfuerza en hacérnoslo comprender subrayando los dos planos del problema.

Por un lado vemos el amor sublime, espléndido, del ciego (otra vez el símbolo galdosiano de la ceguera) Almudena, expresado en un lenguaje propio, personalísimo, distinto del de la realidad, un lenguaje que no sirve para comprar y vender cosas en el mercado, un lenguaje que sólo sirve para crear un mundo mágico y prodigioso donde él coloca a Benigna. Por otro lado, Galdós no ahorra un solo detalle en la descripción de un medio miserable e infrahumano. Al mismo tiempo, yuxtapuestas, presenciamos la «realidad» (desde una visión externa, como la de La incógnita) de la grotesca locura amorosa de un mendigo ciego, medio trastornado, por una vieja pordiosera, y la «realidad» (desde una visión interna, al modo de Realidad) de un mundo íntimo, imaginativo y espléndidamente rico en sensibilidad humana. Dos mendigos sentados en las afueras de Madrid, en los descampados y vertederos del cinturón de la gran urbe, con un horizonte de casuchas miserables, terraplenes áridos, basureros e inmundicias, construyen su paraíso interior en total superación de la realidad que les rodea. Pero no es solo Almudena, el ciego y moro Almudena, quien la supera. La superan también doña Paca, que imagina comer suculentos banquetes mientras no tiene delante de sí otra cosa que unos malos alimentos bastante averiados, y su hija, Obdulia, que miserable y abandonada por el marido, sueña vivir en palacios, entre damas y caballeros distinguidísimos, y el caballero Ponte, al que Benigna le da una peseta para que pueda encontrar un lugar donde dormir por esa noche, y él, hambriento, se la gasta en comprar un retrato de la emperatriz Eugenia para enseñárselo a Obdulia y demostrarle que ambas se parecen. Pero quien supera, sobre todo, esa realidad es Benigna, antigua criada de doña Paca, viuda de un Intendente del Ejército que, por carecer del sentido de la medida, ha derrochado su dinero, quedándose ella en la más negra ruina. Benigna, como la llaman todos, que pide limosna para mantener a su señora, y para que esta no se entere se inventa a un personaje, el cura   —123→   don Romualdo, del que dice recibir dinero a cambio de servirle. Pero su fraternidad no se dirige sólo a su ama: con los míseros céntimos que recibe al mendigar ayuda a todo el mundo, se agiganta en su anhelo de crear la justicia, porque la justicia no existe fuera, y entonces hay que inventarla, aunque sea desde dentro, porque el individuo posee el sentido de la justicia y es absurdo que la sociedad no haya encontrado el modo de realizarla. Benina se inventa la justicia, o mejor dicho, se inventa el modo de realizarla. Y no importa que, a cambio, doña Paca y su familia la traicionen, la abandonen al heredar una fortuna que Juliana, la mujer de Antonio, el hijo de doña Paca, someterá a férrea administración: «cuando las circunstancias cambian y la señora deja de necesitarla, los ‘buenos’ de la novela, los correctos, ordenados y seguros prescinden de la vieja criada y encuentran buenas razones para tranquilizar su conciencia, y aún para fingirse que la eliminación es aconsejable y conveniente para Benina misma»81. Pero, ¿qué importa?, la realidad es así y Benina ya lo sabía. Por eso no se pierde su innato sentido de la justicia, por eso hay que seguir realizándola: queda Almudena, y los mendigos, montones, miles de mendigos. Entonces «miró la vida desde la altura en que su desprecio de la humana vanidad la ponía; vio en ridícula pequeñez a los seres que la rodeaban y su espíritu se hizo fuerte y grande»82. Juliana, torturada por los remordimientos, le confiesa su ingratitud y Benina le devuelve la tranquilidad, la redime, porque ella, Juliana, merecía ser redimida.

Juliana representa la razón, la administración, el Derecho en suma. Y Galdós sigue amando estos conceptos. Sólo que ahora ya no bastan, son insuficientes, y sólo alcanzan su sentido cuando se funden con la justicia, esto es, cuando son capaces de amar83. El viejo tema galdosiano del despilfarro y el ahorro resurge aquí, pero desde una perspectiva ética superadora. Benina, como Nazarín, se basa en el instinto para realizar el bien. Bien y mal existen y son perfectamente diferenciables. Frente a la relatividad de valores de la sociedad, el individuo impone sus valores absolutos. Por eso Benina y Nazarín no dudan, están seguros, se muestran firmes: buscan la perfección moral de un modo absoluto y sin concesiones. Pero para ello, en Misericordia, Galdós no ha elegido, como en Nazarín, a un alma esencialmente religiosa. La fraternidad de Benina, entonces, sería el producto de unas creencias, del cumplimiento fiel de unos principios extraindividuales, religiosos. La vieja cree a la buena de Dios, sin deliberación, sin haberse detenido a pensar lo que cree y lo que deja de creer84. Su sentirlo de la caridad, de la justicia, es profundamente interior y personal.

En El abuelo nos encontramos con una situación a la vez distinta y parecida. El conde de Albrit cree ciegamente en una realidad: la del código del honor, la de la transmisión hereditaria. En su ceguera trata de distinguir   —124→   obsesivamente entre la nieta legítima y la ilegítima, para aceptar a la primera y rechazar a la segunda. Pero la realidad le golpea y descubre la verdad del yo. El bien no está en las normas sociales, sino en las personas. Lo que fue realizado al amparo de las normas sociales, la nieta legítima, no responde a la apasionada demanda del espíritu del viejo, mientras lo que fue realizado violándolas, la hija ilegítima, acepta su pasión de abuelo y la colma de amor. «El mal ha engendrado el bien. El ciego, con sorpresa, asiste a la revelación de la libertad espiritual. Al lado de la física, de la fisiología, de la observación, hay que volver a colocar la metafísica, la ética, la contemplación»85. El abuelo evoluciona entonces, acepta la profunda verdad que le muestra Dolly, la niña: la verdad del amor como único móvil importante de la vida, como única solución vital trascendente y satisfactoria.

El conflicto yo-realidad se confunde con el de realidad-imaginación. La imaginación es una potencia individual. La realidad es un fenómeno colectivo. Si la realidad no satisface al yo, este buscará satisfacerse con la imaginación, creando una nueva realidad, personal, soñada, imaginada, inventada.

Ya en La loca de la casa, Galdós opone el mundo de la imaginación (Victoria) al de la realidad (Pepet). Desarrolla el tema en La de San Quintín, cuyo protagonista, Víctor (Víctor-Victoria), declara: «Delirando a mi antojo, construyo mi vida conforme a mis deseos: no soy lo que quieren los demás, sino lo que yo quiero ser»86. El acto imaginativo es un acto de libertad. El héroe espiritualista es un personaje esencialmente libre y, por tanto, esencialmente imaginativo: así Nazarín, así Benina. Donde mayor relieve cobra el tema es en Misericordia, como ya hemos sugerido. A un lado, la terrible realidad infrahumana, al otro, la imaginación creando mundos sublimes. Misericordia es exactamente lo contrario de Marianela: allí la imaginación tenía que morir, aquí es la realidad la que debe morir. En Misericordia, realidad e imaginación se yuxtaponen en principio, se entrelazan después, por último la imaginación se sobrepone a la realidad, la aparta e inventa otra nueva. En Marianela la imaginación eludía la realidad, en Misericordia la inventa87. El ciego Almudena inventa una Benina para amarla, depositando en ella las aspiraciones de su yo. El ciego Albrit inventa una sobrina legítima, rechazando a la auténticamente legítima, porque acepta su necesidad de amor. Pero en ambos casos, como en Nazarín, la imaginación no sirve para evadirse de la realidad, sino para volver a ella y mejorarla. Almudena ama a Benina porque la cree hermosa, pero Benina es ya de por sí hermosa. Albrit legitima a la ilegítima, pero es que la ilegítima se legitima a sí misma por su capacidad de amar. Benina inventa la justicia, pero no para sí, sino para devolverla a los hombres.

Cuando la imaginación es única y exclusivamente evasión, Galdós la condena, como ocurre con la parodia de los románticos amores de Obdulia. Nazarín y Benina tratan de reformar la realidad con la imaginación.   —125→   El moderno slogan de «la imaginación al poder» les cuadraría perfectamente. De la imaginación a la realidad. Y el paso de una a otra lo subraya Galdós con su característico humor, pero no con el humor irónico que hace grotesco y ridiculiza el paso de un plano a otro completamente diferente, no con el humor burlesco con que se enfatiza la desproporción de los dos planos, sino con un humor que se hace lirismo y amor. ¿No hay acaso lirismo en el humor con que Galdós recrea la grave formalidad con que Obdulia, hablando con el caballero Ponte, le pide consejo sobre su viaje: irá a París o a los lagos de Suiza? ¿Acaso hay algo más profunda, original y primitivamente lírico que las palabras de amor del ciego Almudena cuando inventa a su Benina? «Tú ser com la zucena branca... com palmera del D’sierto cintura tuya... rosas y casmines boca tuya, la estrilla de la tarde ojita tuyas». Le dice «Donzellas tudas, invidia de ti tenier ellas... Hiciéronte manos Dios con regocijación, loan ti ángeles con cítara»88. O cuando resuelve el problema de las religiones, que tanta tragedia ocasionó en Gloria: «Casarnos por arreligión tuya, por arreligión mía... quierer tú... veder tú sepolcro; entrar mí S’nagoga rezar Adonai»89. De la imaginación a la realidad y de la realidad a la imaginación. Con su imaginación, inventa Benina la justicia, con su imaginación consigue el dinero, con su capacidad de amor lo distribuye. Los frutos de su imaginación revierten en la realidad. Llega incluso a inventarse un personaje, el cura don Romualdo, y ese personaje llega a hacerse realidad. Un día aparece don Romualdo y entrega a doña Paca y sus hijos una fortuna que han heredado. Galdós anticipa aquí a Pirandello y a Unamuno. Benina se desconcierta ante esa presencia real del ser imaginado: «Señor don Romualdo, perdóneme si le he inventado. Yo creí que no había mal en esto, lo hice porque la señora no me descubriera que salgo todos los días a pedir limosna para mantenerla. Y si esto de aparecerse usted ahora con cuerpo y vida de persona es castigo mío, perdóneme Dios, que no lo volveré a hacer. ¿O es usted otro don Romualdo? Para que yo salga de esta duda que me atormenta... dígame si es usted el mío, mi don Romualdo, u otro, que yo no sé de donde puede haber salido, y dígame también qué demontres tiene que hablar con la señora y si va a darle las quejas porque yo he tenido el atrevimiento de inventarle»90.

Pero si Benina se desconcierta es porque la frontera entre lo real y lo imaginado es borrosa, inestable, confusa. Galdós, repetidamente, observa que es «difícil expresar dónde se empalmaban y confundían la virtud y el vicio», o «no acaba una de ver verdades que parecen mentiras», o «¿y quién va a saber lo que es verdad y lo que es mentira?», o «esta vaga fluctuación entre lo real y lo imaginativo». El «protocursi» Ponte, que vive sumergido en el pasado -la peor falta que se podía cometer en la primera época galdosiana- y que se tiñe el pelo para disimular su edad, afirma: «Yo hago de mi fisonomía lo que me da la gana, y no estoy obligado a dar gusto a los señores, presentándoles siempre la misma cara». Y doña Paca cree los datos falsos verdaderos,   —126→   y los verdaderos le parecen completamente inverosímiles91. Los límites entre realidad e imaginación son imprecisos y la observación ya no basta, como no basta la descripción naturalista.








ArribaAbajo El sueño de la realidad (1898-1918)


ArribaAbajo La oscilación ideológica del último Galdós

Abarca este período las últimas tres series de los Episodios Nacionales y las últimas tres novelas galdosianas. En él entra Galdós con la postura espiritualista profundizada a lo largo de sus últimas «novelas contemporáneas» y reafirmada ahora por la crisis de los acontecimientos de 1898. Todo ello le lleva a un cada vez mayor desengaño con respecto a las ilusiones políticas puestas en la Restauración. Todavía se aferra al liberalismo y a la fe ciega en el progreso, pero su pesimismo frente al sistema de gobierno de la sociedad española es cada vez más evidente. Por otra parte, tampoco puede aceptar las soluciones de la izquierda, que sigue considerando extremadas. Ante la negación de estas dos posibilidades, Galdós se aferra a su espiritualismo y gira su mirada hacia el pueblo, tratando de depositar en él la fe perdida en las instituciones. «Y así penetra el mito del pueblo ingenuo y noble en los Episodios. ¡Tan lejos estamos de aquel pueblo ruin de La desheredada y de Ángel Guerra92. Aparece el concepto del «fulano colectivo», íntimamente ligado al de la «intrahistoria» de Unamuno y al de algunos conceptos de Joaquín Costa. Si Electra (1901), pese a todo el escándalo organizado, es considerada todavía por los periódicos de la izquierda (El progreso, El socialista), como algo ajeno a la cuestión social, Alma y vida (1902), su siguiente drama, introduce ya esta en la literatura galdosiana con los temas de la explotación del proletariado agrario y del caciquismo, temas que se profundizarán en la cuarta serie de los Episodios. Pero ya Galdós no podía dar soluciones políticas porque había perdido la fe en la política, endeudado cada vez más con su espiritualismo, su fe en el individuo y en la solución idealista del amor como forma de comportamiento social. Por eso Alma y vida viene a dejar la conclusión de que la injusticia social, contra la cual Galdós escribe su drama, está siempre presente entre los hombres como un mal incurable93. La cuarta serie de los Episodios traerá consigo un giro importante, pero la actitud fundamental de esta última época puede considerarse coma un oscilar constante entre la comprensión, más clara que nunca de la injusticia de la sociedad española y de la necesidad de una «regeneración nacional» y la imposibilidad de creer en fórmulas político-colectivas o de confiar en un determinado partido   —127→   o programa regenerador. Su actitud oscilante viene a resolverse en una especie de evangelismo utópico y humanitario al estilo de Tolstoi. Si el programa de Costa influye en su ideología es para quedarse, sin embargo, con «los aspectos casticistas, tradicionalistas y antinacionalistas que abundan en la obra del gran aragonés»94. Si insiste en la importancia de la reforma agraria, en la necesidad de higiene, de alegría de vivir, en la no resignación y en la educación del pueblo, lo hace en un artículo que, bien significativamente, se titula «Soñemos, alma, soñemos»95. Lo que sí no admite duda es el rechazo total, por parte de Galdós, de su actitud pasada, su negación del sistema estatal de la Restauración y de la Regencia, de la falsa España, el Estado, opresiva y explotadora de la nación. Sea de ello lo que quiera, lo cierto es que la cuarta serie de los Episodios aporta una asombrosa aproximación a la realidad del pueblo español, al que constituye en esperanza del futuro. «El pueblo surge en la cuarta serie como nuevo Fénix redivivo de las cenizas del volkgeist, al servicio de la democracia política y de la justicia social en la gran batalla de la hora presente», escribe Regalado García, y más adelante agrega que el pueblo aparece aquí «como la gran masa de todos los vencidos, desheredados y explotados frente a sus opresores, que lo son el tradicionalismo bajo la dirección de la Iglesia y la burguesía liberal, enriquecida por el desarrollo industrial y la desamortización y representada por una minoría liberal-conservadora, dirigente de la política nacional»96. Llega incluso a aceptar la lucha de clases, aunque bordeándola en lo posible, deformándola al mirarla de acuerdo con los aspectos más románticos, más místicos y más tradicionales de la ideología de Costa, y tratando de buscarle soluciones que se ajusten en lo posible a su irrenunciable humanitarismo liberal. Con este espíritu se enfrenta a un período falto de acontecimientos épicos, por lo que se ve obligado a centrarse en la vida cotidiana, en la historia interna de la sociedad contemporánea. No son los grandes sucesos históricos lo que ahora importan, sino el modo de vivir la historia por parte de los hombres. «Galdós se interesa ahora en esa historia sorda, opaca, de la existencia diaria... Así veremos cómo un personaje se enfrenta con sucesos que llegan a formar parte de la historia sin que le alteren la normalidad de su existencia»97. Es lo que Galdós llama historia «integral», en oposición a la fragmentaria (la erudita, la oficial), y la mayor parte de esta historia «integral» («intrahistoria» diría Unamuno) la hace el pueblo con sus miserias y sus virtudes, sus dichos y sus hechos, sus odios y sus amores. El horizonte novelesco mismo se amplía: se pasa de la ciudad al campo, se da fe del avance industrial, de los profundos   —128→   cambios de las costumbres y las ideas, etc. En el momento mismo en que va a acabar esta cuarta serie, Galdós se pasa, en 1906, al partido republicano, y con él entra en la conjunción de izquierdas. Las interpretaciones que se han dado de este hecho son muy varias y contradictorias. A nosotros nos parece lo más sensato considerarlo como producto de esta oscilación a que antes aludíamos: la clara visión del mal funcionamiento de la sociedad española le empuja a tomar partido, mientras que su concepción del mundo, de día en día más espiritualista, soñadora y visionaria, le hace imposible tomar partido. En un momento dado, la presión de las circunstancias debieron empujarle a aceptar el primero de estos factores. Una vez aceptado, sin embargo, evolucionó de forma muy contradictoria con su decisión: volvió a refugiarse en el anticlericalismo de antaño, predicó la no violencia frente a la monarquía y la solución de los problemas sociales por el amor y la caridad operantes, exaltó al pueblo sentido de una manera romántica y, en el fondo, se mostró incrédulo respecto a la eficacia de la acción política de los partidos. Todo ello al mismo tiempo que, en ocasiones, hacía exactamente lo contrario, llegando a dejarse arrastrar por la retórica, leyendo lo que le daban escrito y llegando a afirmaciones tan subversivas que su biógrafo Berkowitz dice que debieron ofender a sus propios oídos.

Lo que podemos afirmar, sin ningún género de dudas, es que el escritor que evolucionó desde Fortunata y Jacinta, a través de Misericordia, hasta El caballero encantado y La razón de la sinrazón, no podía creer ya en fórmulas de partido porque su única creencia estaba depositada en la capacidad de amor y de ensueño del individuo, amor y ensueño realizados con, contra o por encima de la realidad. Otra cosa es que su instinto de honestidad social le llevase a considerar, pese a su incredulidad, que el hacerse republicano era un mal menor frente a otros posibles (ser liberal, conservador o mero espectador del proceso histórico) y que el momento por el que España atravesaba se lo estaba exigiendo.

Coincidiendo con esta evolución de su ideología, la novela galdosiana va a experimentar un fenómeno muy característico de finales del siglo XIX: el descrédito de la realidad. Desde 1898 Galdós deja de escribir novelas contemporáneas. El abuelo mismo y, sobre todo, El caballero encantado y La razón de la sinrazón, son ya ajenas a la realidad contemporánea. Estrictamente, ni siquiera son novelas: son libros pedagógicos estructurados como utopías. En sus últimos años, Galdós se dedicó a soñar, a imaginar al hombre realizando el bienestar sobre la tierra. Galdós no huye, como Tolstoi, por los caminos, entregado a una actitud mesiánica y evangelista, pero tampoco se encierra en el ensueño impermeable e irracionalista de Unamuno. Galdós no puede desprenderse del todo de la realidad, no puede abandonar sus viejas esperanzas sobre la sociedad española, por eso su ensueño de una España ideal está lleno de datos positivos (escuelas, fábricas, etc.) y no de una sustancia meramente espiritual como San Manuel Bueno, mártir. En San Manuel se exalta la ignorancia feliz del pueblo, pero se abstrae su miseria.



  —129→  

ArribaAbajo El planteamiento de la crisis (1898-1907)

El sentido de la evolución durante esta época podría definirse claramente como la marcha de Galdós, en un inútil esfuerzo, por prolongar y seguir el movimiento de su novela, que intenta incluso llegar a asimilar el nuevo signo literario que la generación del 98 y el modernismo están imponiendo. Busca y experimenta en una novela cada vez menos objetiva y más subjetiva, menos aferrada a la apariencia y al detalle y más concentrada y esencialista, más literaria también, como también más atemporal y simbólica. La tragedia de Galdós en esta época es que, pese a su esfuerzo, no consigue alcanzar el nuevo signo estético porque no consigue desembarazarse de lo que ha sido constante en toda su obra: la preocupación y el análisis de la realidad. Su concepción del mundo era esencialmente realista y poco metafísica, y no podía, ni aun en medio de sus dudas y su escepticismo, dar el salto y colocarse en el nuevo espíritu sintético, esencialista e irracionalista.

Porque Galdós duda. Sufre. Se hunde en una crisis que no acepta y de la que trata de salir desesperadamente, encontrando una nueva orientación, un nuevo camino. Todo se concilia, a partir de 1898, para arrojarlo por el camino del escepticismo respecto a sí mismo, a su obra, a España: la nueva literatura, que lo niega directa o indirectamente, su crisis económica, el desastre del 98, etc. Galdós ha llegado a un punto, bien mostrado en las novelas anteriores, en que sólo cree en el perfeccionamiento del individuo, en los valores del yo, en la capacidad individual de distinguir el bien del mal. La realidad es siempre injusta, arbitraria, y España no ha variado, sino que ha ido empeorando, desde que él iniciara su obra, una obra que inició con fines didácticos en los tiempos de la «gloriosa». El fin didáctico y el compromiso ético no los abandonó nunca Galdós; incluso cuando no cree en su fecundidad los siente necesarios, como un deber. Ahora, al girarse y contemplar su obra, comprueba su inutilidad: después de ella sobreviene el desastre del 98, el recrudecimiento del clericalismo y del militarismo, en lo político-social; el clamor de una nueva literatura, en lo estético. En La revolución de Julio escribe: «Mis ilusiones de ver a España en camino de su grandeza y bienestar han caído y son llevadas del viento. No espero nada; no creo en nada». La cuarta serie de los Episodios es tal vez la más aguda expresión de esta crisis. Buscando una causa, una explicación, Galdós encuentra incluso el camino más fácil: el de encontrar una cabeza de turco, un culpable: él mismo, se dice. Se acusa a sí mismo por su moderación de la primera época, por su escepticismo moderado de después, del momento de Fortunata y de Ángel Guerra98. «¿Bastaba haber expuesto el mal que padecía España? Censurar al clero, al ejército, a los políticos, ¿era suficiente para tranquilizar su conciencia? Con otras palabras: ¿el deber del intelectual debía consistir en ser un mero espectador de las desgracias del pueblo español, de su sacrificio, mientras se gozaba de todos los privilegios de las clases dirigentes   —130→   a las cuales se estaba censurando?»99. Se compara con el pueblo, un pueblo que trabaja de sol a sol para morirse de hambre y que, sin embargo, acude siempre que se le da un ideal para entregar lo único que tiene: la vida100. Galdós se siente ridículo, inútil, negativo. Quien mejor expresa este sentimiento es Fajardo, en quien el autor se proyecta. En Prim, Galdós le hace confesar: «¿sabes que sufro un inmenso mal, la conciencia de no haber hecho en el mundo nada bello ni gran de, nada que me diferencie del común de los hombres de mi tiempo? ¿No te he dicho mil veces que cuando me ennegrece el tedio de la inacción, de la inutilidad, tengo para mi consuelo un remedio que tú no tienes, y es inflar mi globo, meterme en la barquilla y subirme a las nubes, desde las cuales te veo como una pobre hormiga que se afana en la realidad, mientras yo respiro y gozo en las altas mentiras?»101, Fajardo no puede decir esto de sí mismo, metido como está siempre hasta las cejas en el hervir de las circunstancias. Es Galdós quien se acusa a través de él.

Pero Galdós no podía quedarse en esta autoacusación. Era demasiado realista para ello. Ha ocurrido así, bien. Obremos en consecuencia. Y radicaliza su posición. Como muy bien ha observado Casalduero, condena otra vez a muerte a doña Perfecta. El espíritu intransigente y reaccionario es sentenciado en Casandra. Pero esta decisión está presente también en los Episodios. En La de los tristes destinos, Galdós narra la tranquila salida de España de Isabel II, tras un reinado de arbitrariedades, frivolidad y superstición, corrupción y tragedia civil, y comenta: «Véase la tragedia de este reinado, toda muertes, toda querellas y disputas violentísimas, desenlazadas con esta vulgar salida por la puerta del Bidasoa, como si los protagonistas o causantes de tantas desgracias fueran a tomar baños, o a vistas y regocijos con otros reyes... Dígase lo que se quiera, la libertad ha sido en España mansa, benigna y generosa; no ha sabido derramar más que su propia sangre, como cordero expiatorio de culpas ajenas...»102. Y al hablar de Fernando VII, nos indica con toda precisión cuándo y dónde debió ser fusilado: en 1823, en la Aduana de Cádiz: «allí le puso en capilla el lógico historiador Confusio, y de allí le sacó entre guardias para llevarlo al rebellín de San Felipe, donde le administró los cuatro tiros a que se había hecho acreedor por su perfidia. Cierto que eso de los tiros era fantástico, desgraciadamente. Quédese, pues, en los rosados limbos de la justicia ideal»103. Confusio, es preciso recordarlo, es el historiador obsesionado por escribir la historia no tal como fue, sino como debió ser.

¿Quiere decir esto que Galdós se hace en esta época revolucionario? En absoluto. La muerte de doña Perfecta no se decreta desde ningún programa social, sino desde la intuición del concepto del bien, porque doña Perfecta era la representación del concepto del mal. Y este concepto del bien es sólo   —131→   alcanzable desde el individuo, porque no es un verdadero concepto, sino un sentimiento, una intuición individual. La salvación sólo es posible a nivel individual. Por eso Galdós ve el mal no sólo entre los reaccionarios, sino también entre los progresistas. Un Gobierno de orden puede ser tan anárquico y perjudicial como un levantamiento popular o como una monarquía absoluta. Hay revoluciones beneficiosas y hay revoluciones dañinas: lo mismo pasa con las repúblicas y las monarquías. Depende. Por eso es necesario saber distinguir, intuir el bien y separarlo del mal. Galdós, pese a su esfuerzo, no llega a salir de su humanitarismo utópico: con estas ideas no se podía reformar un país. La mayor evidencia de ello puede encontrarse en dos dramas: Alma y vida (1902) y Amor y ciencia (1905). En el primero, donde aborda la explotación del campesinado agrario y el problema del caciquismo, llega a la conclusión de que la injusticia es un mal incurable entre los hombres. En el segundo nos muestra una solución apoyada en una armazón ideológica inconsistente e ingenua, que explicita la del primero: un nuevo Teodoro Golfín, Guillermo Bruno, redime a la humanidad, perdonando a su mujer, desleal, y acogiéndola alegremente en el seno de su familia, formada por todos los menesterosos de la tierra104. La única forma de combatir la injusticia, la discordia entre los humanos, etc., es la acción a escala individual, la realización del sentimiento del bien mediante el amor y la ciencia.

Encerrado en este callejón sin salida, necesitado de esperar una España mejor y sin poder creer más que en el perfeccionamiento del individuo, Galdós reacciona lógicamente desviando su atención desde la historia (el cómo es) hacia la esencia (¿qué es?), del devenir al ser. De esta forma, enlazando con la generación del 98, su historia se desvía cada vez más de su primitivo concepto. Hasta ahora había pensado que sólo conociendo cómo fue nuestro pasado podría explicar cómo es el presente y, conociendo este, preparar el futuro.

A partir de la cuarta serie de los Episodios, aunque esta tendencia puede notarse ya en la tercera, empieza a preguntarse qué es España, indiferentemente del tiempo, como esencia, como ente105. Quisiera explicar con toda claridad que al preguntarse Galdós ¿qué es España? la personaliza, la convierte en individuo, la busca como ser en sí mismo, como personalidad autónoma, y no como colectividad, esto es, como sociedad sometida a una serie de tensiones, conflictos y contradicciones internas que la van haciendo evolucionar en el tiempo. Esta tendencia corresponde exactamente a su visión espiritualista e individualista ya estudiada en sus últimas novelas. Ahora bien, desde el qué es España y cómo debe ser España el paso es muy fácil y sencillo. Galdós, en sus últimas obras, a la vez que abstrae cada vez más la realidad, que la atemporaliza y convierte en símbolo, la dota de didactismo, de moralidad. Esto era perfectamente visible ya en El abuelo mismo (aparto del didactismo interno y orgánico de Nazarín o Misericordia), se acentúa en Casandra, en su teatro y en los Episodios.

  —132→  

Tal vez no sea equivocado situar, como hace Casalduero, la raíz de la crisis de Galdós, que origina todo este proceso descrito, en la crisis estética que es observable en España en los últimos años del siglo. Abocado al espiritualismo, estaba a sólo un paso de la generación del 98, paso que no podía dar. Y sin embargo comprendió muy bien la literatura nueva. «Debía juzgar y sentir su propia obra con la misma actitud, en el mismo estado mental y sentimental con que los impresionistas juzgaban y sentían el naturalismo. Se veía separado de la nueva generación -la del 98-, y si a él le arrastraban los nuevos ideales y la nueva sensibilidad, comprendía muy bien que los jóvenes no podían sentirse afines a su obra»106. Y esto era grave, puesto que si estéticamente no iba a ser aceptado, ello equivalía a que el mensaje didáctico que con tanto amor había inculcado en ella sería desoído y desestimado. «La crisis estética le lleva a una crisis moral»107.

Sea como sea, lo cierto es que la obra con que se inicia este período, la tercera serie de los Episodios (1898-1900) contiene un afán de renovación y un anhelo experimental que toda la crítica ha reconocido. El simbolismo característico de Galdós se acentúa. Hay también un deseo de alcanzar las nuevas formas impresionistas, diluyendo la causalidad realista en la autonomía de las sensaciones, en lo cual fracasa, puesto que ello suponía el paso decidido hacia el irracionalismo subjetivista, que no se preocupa por las relaciones de causa-efecto, sino por lo autónomo captado como un absoluto. No obstante, puede comprobarse en estos Episodios una preocupación por el tratamiento de la luz, del color, por las ambientaciones deletéreas y modernistas108, por los aspectos decorativos, ornamentales: «Se afectó dolorosamente don Wilfredo, que hubo de llevarse a los ojos su pañuelo marcado con la cruz de San Juan de Jerusalén sobre las iniciales»109. También su manejo de la psicología se ve influenciado por el impresionismo y de la indagación en profundidad se pasa a la indagación en extensión: los estados de ánimo, los tipos rápidamente captados, los personajes de una nota, de un rasgo inicial y definitorio, pasan a predominar. Lo intrahistórico sustituye progresivamente a lo histórico propiamente dicho. En la cuarta serie, aunque cesan los aires de experimentación, se consolidan muchas de las tendencias que hemos venido observando: mayor importancia de lo novelesco, adelgazamiento de la realidad, atención a lo individual, predominio de lo intrahistórico, concepción de la estructura en forma de cuadros sueltos y bocetos, etc. En cuanto a Casandra, continúa la línea de El abuelo. Si allí se producía ya una atemporalización evidente, aquí la atemporalización es total. Si allí la novela se desnovelizaba, se hacía esqueleto puro, esquema bipolar: la legitimidad-la ilegitimidad, aquí ocurre lo mismo con otra bipolaridad clásica en Galdós fecundidad-infecundidad. Si allí, siguiendo el camino iniciado por Realidad, la novela se desembarazaba de la descripción, casi de la narración (al menos   —133→   por lo que se refiere al narrador) y se desnudaba en diálogo, aquí ocurre lo mismo: Casandra es otra novela dialogada. La acción en ambas es simplísima y rectilínea, basada en la progresión de un conflicto de caracteres místicos. Se hace inevitable que Galdós, en su creciente necesidad de interiorización, densidad, desnudez, esquematismo, aboque al teatro. Aparte de los Episodios, la principal labor de Galdós en sus últimos veinte años estaba destinada a ser una labor teatral: trece obras exactamente, la primera de ellas en 1901 (Electra), la última en 1918 (Santa Juana de Castilla).




Arriba La reafirmación: los sueños de Galdós (1908-1918)

La actitud de Galdós cambia en sus últimos diez años de producción. Es cierto que continúa el pesimismo respecto a la realidad política, pero desaparece la crisis, como desaparecen las dudas. Galdós asienta y consolida sus últimas tendencias. Acepta las conclusiones vitales a que había llegado, por contradictorias que las vea, y se lanza (esta es la palabra: lanzarse) por el camino reafirmado. Es más, a nuestro modo de ver, una aceptación de sí mismo, de su arte, y una reafirmación a través de sus obras. Reafirmación vigorosa, agresiva, incluso con un cierto tono de violencia que no había tenido nunca. Sus ideales básicos son los mismos de las obras anteriores: filosofía del amor redentor; afirmación del trabajo, del esfuerzo, de la ciencia; reivindicación de la fantasía; preocupación cada vez mayor por el qué, por la esencia, tanto, que lo conduce a la alegoría y al mito intemporal, cuya representación más característica es la de la Madre en El caballero encantado y la de Mariclío en los Episodios, esto es, España, la España que se presenta como «tradición inmutable y revolución continua». Valorización mayor que nunca de la tradición literaria e intrahistórica. Quijotismo integral. Pero a la vez, denuncia y vigilancia: doña Perfecta está muerta pero hay que estar atentos, para matarlas, a todas las doñas Perfectas que puedan surgir en el futuro. Es la actitud agresiva de un Galdós que «Se yergue ante la sociedad contemporánea, sabiendo que si alguien puede estar orgulloso de su vida y su obra es él»110. Y se manifiesta en los ataques, en la denuncia, en el sarcasmo de la realidad española. Como símbolo de ella erige un ambiente de prostitución.

En los Episodios, el doble de Galdós, el diminutivo historiador Tito, no se relaciona más que con prostitutas y seres mitológicos. Y ello, en Madrid, en Cartagena, en Cuenca, en Navarra. Es la manera de demostrar su desprecio por la sociedad beata, estúpida, mojigata y ñoña de los últimos Alfonsos. Con las prostitutas le muestra su desprecio, con las figuras mitológicas se salva de ella. Galdós ha abandonado su postura de espectador de la Historia para intervenir apasionada mente en ella, hasta transformarla, hasta cambiar las relaciones entre el pasado y el presente y sustituir a los personajes históricos por los mitológicos111.

  —134→  

Pero esta evolución hacia la atemporalidad del mito no es inocente, aséptica, va cargada de un didactismo que le es superpuesto: mito y alegoría se confunden y Galdós, influido por el ideario de Costa, propone una y otra vez su programa de regeneración española: trabajo y educación, «escuela y despensa».

Los Episodios de la quinta serie evocan la realidad contemporánea a Galdós hasta la República y la Restauración. Si se suma lo narrado en las cinco series tendremos todo un siglo de historia española, desde Trafalgar a Cánovas. Pero la ideología y el concepto de la historia han cambiado. Lo que le preocupa ahora es la España intemporal, eterna. Por ello, junto al sarcasmo de la sociedad española expone el mito de la España eterna, y le incorpora la pedagogía: amor, ciencia, educación.

En El caballero encantado, Tarsis, marqués de Mudarra y conde de Zorita de los Canes, dilapida su fortuna en viajes y placeres. Buscando salida se entrega en manos de los usureros y exprime a sus colonos, elevándoles el arrendamiento de modo que estos tienen que emigrar. Busca a una rica heredera para solucionar sus problemas, pero siempre se le escapa. Un día va a casa de su amigo Becerro, erudito genealogista, a distraerse un rato. Y sobreviene lo maravilloso. Desaparece la habitación en que estaban y Tarsis se encuentra rodeado de un coro de doncellas celtibéricas que acompañan a una hermosa matrona, la Madre España. Las doncellas zarandean a Tarsis y le lanzan a una nueva vida en virtud de un hechizo. Ya no es Tarsis, sino Gil. No es marqués, sino gañán al servicio de un pobre labrador, colono precisamente de las tierras del marqués de Mudarra. Al principio no se acuerda de su antigua condición, pero poco a poco va recordando y comprendiendo que está encantado. La Madre España, que se le aparece de vez en cuando, le describe el encantamiento para consolarle: «Se te ata corto a la vida para que adquieras el cabal conocimiento de ella y sepas con qué fatigas angustiosas se crea la riqueza que derrocháis en los ocios de la corte»112. Gil pasa luego a ser pastor, cantero y hasta excavador en las minas de Numancia. Conoce a una hermosa muchacha, Pascuala, que también está encantada, pues que es la rica americana, Cintia, que conoció en su vida anterior. Gil mata a un hombre que se la disputaba, un mal sujeto perteneciente al clan caciquil de los Gaitines. Lo persigue la Guardia Civil, le prenden, se escapa y lo matan. Pero no pasa nada. Resucita. Resucita junto con la Madre España, muerta también en el incidente, y recobra su antigua naturaleza y posición social, pero incorporando a Cintia, de la cual tiene un hijo.

¿Qué hay detrás de todo este conglomerado de símbolos, alegorías y fantasías de cuento de hadas?

En primer lugar, lo más evidente, una novela de caballerías o de aventuras, a elegir. Hay aventuras que reproducen otras del Quijote (la de la carreta de los cómicos, la de los galeotes). Cada capítulo lleva un largo título descriptivo, muy semejantes a los de Don Quijote, como por ejemplo: «Donde se cuenta el terrible encuentro del caballero con un desaforado gigante y   —135→   cómo luchó con él y le dio muerte, con otros sucesos interesantes» (cap. XIX).

Pero aparte de este tributo cervantino, uno más en la larga lista de Galdós, la novela de caballerías tiene aquí una función novelesca muy importante: la de enlazar la España del presente y la España eterna. ¿Qué es España?, se pregunta Galdós, y crea un personaje que la representa, la Madre, Tradición y Revolución. Esta es la España intemporal, y todos los males que le aquejan los vive Gil o los comenta ella «de modo intemporal, presintiendo que tales males no tienen fecha ni origen claro, ni final previsible, por cuanto están adscritos a modos de ser entrañables, para los cuales no existe palingenesia», como comenta Guillermo de Torre113. Y, sin embargo, Galdós se dirige más que nunca a sus contemporáneos. Si ha creado a la Madre es para mostrársela a ellos. ¿Cómo entonces relacionar ambos planos? Un hechizo es la solución: «Un círculo mínimo -Madrid, 1909- en relación con un círculo máximo -España, su historia-, y para pasar de un círculo a otro se hechiza a un caballero»114. Pero ambos círculos se interrelacionan constantemente: en la historia del encantado se hacen constantes referencias a la realidad española, mientras en la historia de Tarsis se hacen referencias al pasado. Tarsis se ha arruinado y agotado sus energías en sus viajes por Europa (como los Habsburgo, cuyo último representante, Carlos el Hechizado, sufrió también un hechizo). Al mismo tiempo estamos en la España de los Infantes de Lara, en la de los Reyes Católicos, en la actual de la guerra de África, en la de la Reconquista. Realidad, historia y mundo novelesco se funden una vez más. De este modo cree Galdós fundir historia y mito, dando un sentido dinámico a lo eterno, a ese «nuestro ser castizo, el genio de la tierra, las glorias pasadas y desdichas presentes, la lengua que hablamos...»115. En los diálogos entre Gil y la Madre se define este ser castizo, trata de fijarse o por lo menos exaltarse, de modo que desde la grandeza del ser pueda criticarse la degradación del momento presente. Galdós no se da cuenta de que incurre en una tremenda confusión: si lo eterno es grandioso, como tal eterno ¿es acaso posible que llegue a la decadencia? Haría falta hacer la aguda distinción de Unamuno entre historia e intrahistoria para llegar a fundamentar la visión galdosiana. Lo que hace Galdós es superponer historia y mito para poder introducir el didactismo imprescindible. En todo caso, la función novelesca de lo maravilloso es la de intentar esta conciliación imposible, si no se fundamenta, entre historia y esencia.

Otro rasgo importante de la novela es la absorción de lo real por lo imaginario. El libro empieza como si fuera una novela contemporánea: observación realista de un ambiente social. Pero irrumpe lo maravilloso y, a pesar de que Gil llevará una vida dura, entre los explotados, que permitiría una de esas descripciones realistas en que Galdós era maestro, el elemento realista, aunque presente (despoblación de las aldeas por la miseria, plaga caciquil,   —136→   vasallaje y opresión, fatigas de Gil, etc.), apenas si tiene el papel de una serie de «viñetas»116 incrustadas en un mundo esencialmente imaginativo.

La obra tiene un acento noventayochista117. «Digo y repito con pleno convencimiento que no tenemos teatro, como no tenemos agricultura, como no tenemos política ni hacienda. Todo esto es aquí puramente nominal, figurado, obra de monos de imitación o de histriones que no saben su papel. Aquí no hay nada. Cuanto veis es bisutería procedente de saldos extranjeros»118. Pero junto a este tono acre, agresivo, rotundo, el didactismo se infiltra por otra vía: el sentido providencialista. La Madre expone sus ideas sobre la situación actual de España y da sus soluciones: poner a trabajar a los ricos que explotan el trabajo de los pobres, y a los políticos y oradores, y aun a los eruditos (¡Galdós y los eruditos!), gente muerta, ajena a la vida, sin imaginación ni capacidad de poesía. Al final de una cena milagrosa, cuando todos duermen, Gil murmura entre sueños: «Soñemos, alma, soñemos», esto es, el título del famosísimo artículo con que se inauguró el primer número de la revista Alma Española, artículo en el que Galdós exponía su ideario regeneracionista. Una vez deshecho el hechizo, al final de la novela, Tarsis y Cintia se lanzan, efectivamente, a enristrar sueños como se enristran ajos: «Construiremos 20.000 escuelas aquí y allí, y en toda la redondez de los estados de la Madre. Daremos a nuestro chiquitín una carrera; lo educaremos para maestro de maestros», y continúan con otros por el estilo, algunos muy humorísticos, hasta llegar a la frase que cierra el libro: «Siento aquí la presencia invisible de nuestra Madre, que nos manda repoblar sus estados...» El providencialismo del ideario de Costa está muy presente en El caballero encantado.

La razón de la sinrazón continúa el tono de cuento de hadas, de libro de aventuras estupendas de El caballero encantado. Símbolos, alegorías, mitos, maravillas y fenómenos sobrenaturales. Pero acentúa su carácter de utopía, de sueño. Como ha observado Casalduero, sus cinco últimas obras teatrales y su última novela son sueños de un mundo feliz. «Galdós quiere dar un paso más, quiere soñar con que la Humanidad es feliz»119. La novela es el triunfo de los buenos contra los malos, de los puros contra las trapacerías de la farsa social. Para ello lo fantástico invade el terreno de lo real, aparecen brujas y hasta diablos. Pero es un sueño naturalista, un sueño como los de la Ilustración: bienestar y alegría para todos, casas, escuelas, jardines, comedores, cuidados para la infancia y la vejez, trabajo y educación. El providencialismo es tan manifiesto que resulta incluso fantástico, como observó Andrenio. La escena II del cuadro octavo, que cierra el libro, es ciertamente apoteósica. «Atenaida y Alejandro se nos presentan como una pareja redentora que en el rincón campesino donde han ido a establecerse trabaja por mejorar la vida de sus semejantes»120.

  —137→  

ALEJANDRO.-   Yo cultivo la tierra, y Atenaida, los cerebros de esas tiernas criaturas.

ATENAIDA.-    (Avanzando con solemne arrogancia como personificación de una idea sublime.)  Ved en esta mujer humilde el símbolo de la razón triunfante.  (ALEJANDRO y el CURA la contemplan estáticos; y ella, soberanamente hermosa, pronuncia las últimas palabras.)  Somos los creadores de bienestar humano. El raudal de la vida nace de nuestras manos, fresco y cristalino; no estamos subordinados a los que, lejos de aquí, lo enturbian. Somos el manantial que salta bullicioso; ellos, la laguna dormida.  (El rostro de ATENAIDA aparece rodeado de estrellas.) »121.



Con esta novela cierra Galdós su inmensa labor novelística, y la cierra camino del teatro. La razón de la sinrazón es una novela corta, condensada, cuya forma de expresión, el diálogo, culmina la tendencia a la desnudez que se había iniciado en Realidad. De hecho, también El caballero encantado puede ser considerada en buena medida como novela dialogada. Galdós ha llegado desde la historia al mito, ha saltado por encima de una realidad que le hace infeliz y, en estas últimas novelas, da rienda suelta a los ensueños, las utopías, el providencialismo del yo.







 
Indice