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García de la Huerta en Orán

Una loa para «La vida es sueño»


René Andioc





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Se sabe poca cosa acerca de la vida de García de la Huerta durante su destierro en Orán de 1769 a 1777, mientras cumplía la condena fulminada contra él por la justicia española, a instigación del conde de Aranda. Como fruto de la actividad literaria de D. Vicente por aquellos años destacan dos poemas escasos: la «égloga africana» Los Bereberes, redactada para celebrar la erección de una estatua de Carlos III en la Plaza de Armas del presidio el 20 de enero de 1772, y la loa con que se inició la función de estreno de su Raquel1, distinta, como es sabido, de la que se declamaría al alzarse el telón ante el público madrileño unos años más tarde, el 14 de diciembre de 1778, a raíz del regreso del autor a la Corte. Casi inadvertida queda en cambio otra loa del mismo que precedió a una representación de La vida es sueño, de Calderón, en el teatro público de Orán2, pues por extraño que parezca tratándose de una población de diez mil habitantes, había teatro público; desde hacía poco, por supuesto, pero lo había y, al parecer, bueno.

En Orán pues, reconquistada desde 1732 y rodeada de fortificaciones a las que se refieren las interesantes notas a la ya citada égloga, la inseguridad era el pan de cada día; pero a pesar de ello la autoridad había conseguido organizar la vida urbana de tal forma que a aquel baluarte aislado en territorio enemigo y unido a la metrópoli por medio de un jabeque que cruzaba el Mediterráneo procedente de Cartagena3, se le dio el nombre halagüeño de «Corte chica». Una Historia general de Orán manuscrita de la década de los 70, custodiada en la Biblioteca Nacional de París4 y de la que procede la ya mencionada loa oranesa de Raquel, nos proporciona una serie de datos inestimables acerca de la vida cotidiana de los españoles en «aquel artificioso / Briareo de piedra cuyos brazos / tantos como Castillos le circundan», según escribe, con algún énfasis, nuestro D. Vicente5. La población de Orán, mejor dicho la de Orán y Mazalquivir, distante una legua y de menor importancia, ascendía exactamente, según la Relación... del coronel   -312-   comandante de Ingenieros Hontabat6, a 9.317 «habitadores», sin contar los moros refugiados, cifra muy inferior naturalmente a la de la población de la «Corte grande», y en cambio muy superior, por ejemplo, a las de S. Ildefonso o Aranjuez, que conocemos gracias al censo de 17877, pero con la particularidad de que casi la mitad de esta población la constituía la tropa (unos 4.400 hombres) y que los llamados «desterrados», esto es los condenados a presidio o como dice Hontabat, el «bajo pueblo», llegaban a 2.800, incluidos los que permanecían avecindados después de cumplida la condena. Hay otra particularidad de la que se volverá a hablar, y que salta a la vista, máxime si se maneja el censo de Floridablanca: la escasa proporción de mujeres con relación a los hombres.

Como quiera que fuese, la población, según escribe el cronista, era «muy corta en el orden de nobleza»; se mencionan en 1787 seis hidalgos escasos y «123 con fuero militar», entre los que se contarían los hijos de familias ilustres que después de devolverles el rey sus bienes seguían sirviendo «en el Regimiento fixo con excasez por sus obligaciones de madres y hermanos», debido, escribe Hontabat, a la «injuria de los tiempos». Aquel mismo año había 26 labradores, 17 comerciantes, 149 artesanos, 26 criados, 111 «empleados por el rey» (o sea funcionarios del estado), y 199 moros de paz o mogataces, los cuales, mandados por jefes indígenas, salían todos los días, escribe D. Vicente, «a custodiar el ganado, a hacer la descubierta por la mañana y a batir la estrada a las demás tropas»8, comiendo constantemente -añade- «el pan bañado de su sangre por la que derraman en las continuas escaramuzas que tienen con los enemigos», yendo disfrazados a veces a los aduares para traer ganado y caballos a la ciudad, pues de lo que se carecía a menudo, era de carne fresca en una situación que era prácticamente la de un asedio. Los golpes de mano de los llamados moros de guerra eran frecuentes, de día y de noche, y a veces conseguían éstos penetrar en el recinto de la plaza, y por otra parte, los españoles organizaban emboscadas o batallas de mayor envergadura, tratando en sus salidas de permanecer bajo la protección de la artillería de los fuertes, que a veces no se podía utilizar si se llegaba a la lucha cuerpo a cuerpo; la crónica deja constancia, todos los meses, de los que llama «encuentros de consideración»; de la ferocidad de esos encuentros da fe la costumbre de   -313-   cortar las orejas e incluso las cabezas a los moros puestos fuera de combate: la esposa del gobernador Alvarado, a quien vamos a evocar, se desmayó un día ante tales trofeos y, según su hijo, no llegó a recuperarse del susto, muriendo al poco tiempo de regresar a España9.

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En 1767 fue nombrado gobernador de Orán y Mazalquivir el comandante general Vicente Atendolo Bolognino Vizconti, que no supo imponer su autoridad ni como administrador ni como militar, llegando incluso unos oficiales a proyectar despojarle del mando, pero interesa destacar que él fue quien tomó la iniciativa de convertir una casa cuartel en teatro público en el que representó una compañía que a este fin hizo venir de España10.Y por fin llegó Eugenio de Alvarado el 17 de septiembre de 1770, dejando a Jorge Juan la dirección del Seminario de Nobles de Madrid y desempeñando su nuevo cargo de comandante general de las plazas hasta el 12 de mayo de 1774. Descendiente de conquistadores e «igualmente de Belona / que de Minerva alumno»11, según escribe Huerta, no sólo tuvo acierto en lo militar, sino también en lo civil. Mandó edificar varios pórticos en la Plaza de Armas y la ya mencionada estatua de Carlos III; además -refiere la crónica- «en el Theatro público que dejó su Antecesor formado a costa de los Vecinos que hicieron sus Aposentos en una casa quartel, redimió todos los derechos de éstos a favor del Público. Lo ensanchó y dio otro orden de Aposentos, Bancos y Tablados para los Bailes públicos, todo de qüenta y como propio de la Ciudad, que mui pocas tendrán tan buena pieza...»12. Y según reza la inscripción que mandó colocar en la portada del edificio en 1772, éste «se perfeccionó y mejoró con el tercer orden de Palcos y otras comodidades». Añade la crónica que «supo aprovecharse de la clase de los Desterrados, pues de ella sacó Artífices y Profesores para el adelantamiento de sus obras. De otra porción de ellos Distinguidos formó Actores en clase de aficionados al Theatro para que se representasen Comedias y Tragedias mui lucidas, sin que nada de estas diversiones costase al público ningún dinero, pues las hacia para celebrar los días y años del Rey nuestro Sor. y de su Rl. familia»13.

El interés de la loa de Huerta para La vida es sueño reside en los datos que nos suministra acerca de aquella vida teatral oranesa en la que intervenía nuestro vate zafreño no sólo como autor sino también, según vamos a ver, como director de escena. Leamos ahora su título: «Loa que precedió la representación de la Comedia de Don Pedro Calderón de la Barca intitulada La vida es sueño, en la qual entraron varios Caballeros y Oficiales de la Guarnición de Orán, en cuyo Coliseo se representó».

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El tema de esta loa o introducción es el capricho repentino de un cómico aficionado que se resiste a hacer el papel de Rosaura unos minutos antes de iniciarse la función porque le desanima el recuerdo de «haber visto / la gran propiedad y el esmero / con que se ha desempeñado / en este teatro mesmo»; unos versos más adelante nos enteramos de que la «última función» la dieron unos «señores» a quienes Huerta «puso por los cielos», burlándose de la poca habilidad de «Rosaura» y sus compañeros, meros aficionados por su parte, como lo da a entender el título y lo acaba de confirmar la Relación... manuscrita, varones todos, conviene hacer hincapié en ello, y presumiblemente «desterrados», aunque no convenía que D. Vicente hiciese constar esa particularidad al imprimir su loa en el tomo II de sus Obras poéticas14.

Ante todo conviene tratar de resolver el problema de la fecha de dicho poemita dramático; varios datos nos permiten conjeturarla con alguna aproximación: uno es la mención del día de San Eugenio, onomástica de Alvarado15, en cuya celebración se ha organizado el festejo, y que caía el 6 de septiembre; por otra parte, no puede   -316-   ser anterior a 1772 puesto que un personaje se refiere explícitamente a los palcos terceros16, los cuales, como se ha visto, formaron parte de las mejoras que se concluyeron aquel mismo año y constan en la lápida colocada en la fachada del teatro; y por último se tiene que descartar la fecha de 1774 por haber cesado ya el mando de D. Eugenio desde el mes de mayo; de manera que aquel 6 de septiembre fue el de 1772, o tal vez mejor aún, de 1773.

Se podrá añadir que refuerza esta argumentación la referencia implícita del texto a una representación que, al parecer, fue la de Raquel, pues al cómico que se niega a hacer el papel de Rosaura le contesta un compañero que cómo es eso, si está acostumbrado ya a fingir primeras damas desde tiempo atrás, añadiendo luego: «Díganlo Raquel, Mariene, / Christerna, Campaspe y...»; a pesar del «entorno» seiscentista, concretamente calderoniano, de la hermosa judía en esta evocación, no parece probable que se refiera Huerta a La judía de Toledo, de Diamante, cuyo título se suele trastocar a menudo con el de la tragedia de D. Vicente a lo largo del XVIII17.

¿Qué configuración tendría el teatro de Orán? Sabemos ya que el «coliseo» en que se puso en escena La vida es sueño era un cuartel habilitado para representaciones teatrales. El caso es que el reparto y denominación de las distintas localidades, a cuyos espectadores se refieren o dirigen los cómicos, como en no pocas introducciones o sainetes, recuerdan los de los teatros de la Corte: a los ocupantes de las lunetas se les califica de caballeros; los aposentos están «poblados / de damas», y «Clotaldo», a quien se le apura el sufrimiento, quiere arrojar a «Rosaura» al palco tercero, de lo cual se infiere que se disponía de los habituales tres órdenes de palcos superpuestos y que las señoras -y los señores- de la buena sociedad se acomodaban en ellos; de cazuela en cambio no se trata, lo cual, si se recuerda que todos los papeles femeninos aludidos fueron de la exclusiva incumbencia de un actor, tal vez tenga relación directa con el número relativamente reducido del bello sexo en el presidio, o con su ausencia total entre los presidiarios propiamente dichos.

No pienso que deba supervalorarse la por otra parte natural desproporción del número de varones frente al de hembras (6.570 y 1.223 respectivamente en 1787), pues descontando de los 7.800 pobladores   -317-   del presidio en el censo de Floridablanca los 2.200 presidiarios y varios miles de soldados que a la sazón defendían la plaza, el paisanaje ofrece prácticamente características análogas a las del resto de España. Más interesante en cambio me parece destacar que unos mil casados como mínimo estaban sin sus esposas, y que de las 581 solteras unas 150 escasas eran mayores de dieciséis años y apenas pasaban de seiscientas las casadas y viudas, es decir, que en 1787 hubiera cabido en las dos cazuelas de los teatros madrileños de la Cruz y del Príncipe toda la femenil casta adulta de Orán, al menos apretándose un poco. El patio, según dice «Astolfo», está «lleno [...] por un concurso [...] serio / y brillante», pero no se olvide que la descripción del concurso es necesariamente anterior a la función, es decir meramente hipotética, y que toda loa está destinada a congraciarse con el público, de manera que como la ocupación total de las localidades, la seriedad y brillantez del patio debía ser más ideal que real, ya que en otro lugar de la loa se menciona a los mosqueteros, público por lo común popular y díscolo, cuya compostura vigilaban, se nos dice, unos granaderos.

Además de La vida es sueño y si exceptuamos la Raquel del mismo Huerta, no carece de interés el que éste se refiera exclusivamente a dramas o comedias heroicas aureoseculares, en su mayoría calderonianas, pues los papeles de Mariene, Cristerna y Campaspe, a que ya nos hemos referido, corresponden respectivamente a El mayor monstruo del mundo, (o El tetrarca de Jerusalén), Afectos de odio y amor, y Darlo todo y no dar nada (o Apeles y Campaspe); una broma acerca del Convidado de Piedra18 no significa necesariamente que se hubiese representado la obra de Tirso en aquel teatro, pero ese predominio del repertorio calderoniano me parece revelador de su prestigio entre la gente culta o de cierto nivel intelectual tal como se podía comprobar en la «Corte grande» aun en aquellos años, o en la Sevilla de Olavide, en cuyo coliseo se pusieron en escena más de cincuenta títulos del dramaturgo del XVII durante la estancia del Asistente19. Y a este respecto importa advertir que la actividad de Alvarado en favor del teatro de Orán es rigurosamente coetánea de la de Olavide en la capital andaluza, y de la de Aranda en la Corte, cuyo Seminario de Nobles, según se ha visto, dirigía D. Eugenio durante los primeros años de la presidencia del conde. Lo probable es que la formación   -318-   de actores elegidos entre los desterrados en el presidio debió de inspirarse en el programa de la escuela de declamación creada por Olavide al poco tiempo de tomar éste posesión de su mando. A este programa global creo que se refieren los versos de «Rosaura» relativos a la reciente «remodernación» -por decirlo como Huerta- del histrionismo en Orán y el «gran tono» sobre el que se le ha puesto según D. Vicente20. Sólo que a diferencia del afortunado Intendente, Alvarado no disponía más que de una compañía de aficionados del sexo fuerte, pero de unos aficionados acostumbrados a representar como unos profesionales; parece en efecto que se está a medio camino entre las funciones públicas dadas por cómicos asalariados y las comedias caseras, al menos las protagonizadas en los palacios de los Grandes, los Alba, los Benavente, por familiares o amigos del amo. Como quiera que fuese, el actor que da vida a Segismundo alude a los «sugetos que suele / representar»; al que encarna a Rosaura se le recuerda que ha hecho ya «mil primeras damas / con pasmo del universo», y Huerta, que dirigía los ensayos y puso en escena la comedia, arma un escándalo porque, como siempre, ese actor se muestra incapaz de saber bien su papel y fingir correctamente una cabellera de mujer21.

¿Cómo vistió Huerta a sus actores? A pesar de que «Rosaura» amenaza con irse a casa a desnudar, los cómicos disponían de un vestuario, del que van saliendo sobresaltados «Segismundo» y «Clarín» «a medio vestir», y «Clotaldo» «con paños de peinar y empolvada la cara»; no pienso que esta última acotación signifique que el cómico se estaba empolvando la peluca, incurriendo por lo mismo en el anacronismo tantas veces denunciado por los neoclásicos; a Clotaldo se le califica de «viejo» en la comedia calderoniana, de manera que si sale el actor -según dice- como «Convidado de Piedra / o alma de algún molinero», es que mientras se estaba peinando, se empolvaba la cabeza para fingir las canas de un anciano, y con el sobresalto quedó con la cara enharinada. El protagonista principal sale con «sortú de pellejos», al que llama también graciosamente «cabriolé de anacoreta / o frac de galán del yermo», es decir, una prenda que se ponía, según el Diccionario de Autoridades, encima de los demás vestidos, y a la que se le habrían cosido las pieles mencionadas por   -319-   la acotación de Calderón. El caso más interesante es el de Rosaura; la «primera dama» contesta a sus interlocutores que si uno de ellos quiere suplir su papel le bastará con ponerse «de henaguas» [¡aquella h inicial tan huertiana!] y bisoñé, / cotilla, tontillo y vuelos», lo que significa que en este caso sí viste el personaje calderoniano como señora del XVIII, pues la cotilla, hija del emballenado y precursora del corsé, y el tontillo, nieto del guardainfante, son dos prendas de la época; el bisoñé, naturalmente, como peluca que cubría sólo la parte anterior de la cabeza, acababa de conferir la imprescindible femineidad a la protagonista, aunque, si prestamos fe a las recriminaciones del director, el resto de la cabellera postiza lo tenía «tan gordo como maroma»; pero lo curioso del caso es que aunque al empezar la jornada primera el personaje calderoniano sale «en ábito de hombre de camino», de este disfraz no se trata nunca en la loa; bien es verdad que, al menos cuando se acataba la ley, la mujer vestida de hombre en las tablas no lo estaba más que de cintura arriba para no enseñar las piernas «haciendo cosas -según decía un censor del XVII- que movieran a un muerto»; pero la Rosaura de Orán era un varón y por ende resulta lícito preguntarse si hubiera encajado en el título de la Novísima Recopilación relativo al decoro de las representantes; lo cierto es que lleva ropa femenil de arriba abajo y que parte de la jocosidad del diálogo procede del contraste entre el traje que lleva y el sexo a que realmente pertenece y queda puntualizado desde el quinto verso de la obrita. «Clotaldo» la llama «muñeco de los diablos»; Basilio «Señora Rosaura»; el gracioso hace monadas imaginándose revestido -valga la palabra- del papel de su ama; y ésta hace hincapié en que es dama, en el sentido aureosecular de la voz, y reclama privilegios de tal. Es de suponer que la especialización en papeles femeninos de este desterrado oranés debía de suscitar esa clase de bromas también fuera del tablado, y que la mentalidad de la época no debía de ayudarle en su desempeño. Buen testimonio de ello nos lo da por ejemplo el sainete de Cruz La comedia de Maravillas, en el -mejor dicho: en la- que un sastre catalán representado por el actor Julián Callejo hace el papel de la Auristela de Afectos de odio y amor y nos dice que un anciano ha de encarnar a Cristerna.

Haciéndoles pedir anticipadamente «perdón de sus faltas» a sus actores, García de la Huerta nos permite de rechazo formarnos   -320-   una idea de cómo concebía la caracterización de los personajes calderonianos por una parte, y por otra la actuación de los cómicos encargados de darles vida, dictando indirectamente un brevísimo cursillo de declamación y, según decían entonces, de pantomima. Se evoca a Molière y a los cómicos franceses Michel Baron, la Du-mení (Dumesnil) y la Clairon «y todo el resto / de Actrices sobresalientes / que de la fama los ecos / preconizan por el orbe», pero es para afirmar que en la actualidad los españoles han logrado superarlos, al menos según el «metteur en scène» Huerta, y por lo mismo alentar a los miembros del equipo. El papel de barba que corresponde a Basilio, calificado, como sabemos, de viejo y caduco por su hijo en la jornada segunda, requiere pues «para hacerle perfecto /... la bien fingida / ancianidad del aspecto», por lo que


es menester en primer
lugar que los movimientos
sean torpes, pero siempre
con nobleza; que el extremo
de ridículo no toque
la voz con el fingimiento
de trémula; que el reposo
en la expresión, el sosiego
en las respuestas e instancias,
la gravedad en el gesto,
la seriedad en el trage
la sencillez del aseo
de la persona, y en fin
que todo indique el sugeto,
la calidad y carácter



que finge el caballero u oficial de la compañía teatral. En cuanto al que ha de hacer el papel de Segismundo y suele representarlos de príncipes22, lamenta carecer de todas las circunstancias propias del galán, es decir que no tiene


ni persona theatral,
ni aquel exterior aspecto
heroico, noble y grave
[...]
la soltura de los miembros,
el aire de las acciones,
la libertad, el despejo,
y otras dos mil circunstancias...



«La uniformidad del eco» de su voz tampoco corresponde a la declamación teatral correcta, y se le nota a veces frialdad cuando   -321-   debería «mostrar ímpetu y violencia» en los sentimientos. Por último, no está seguro de «vestir con propiedad» por más que se esmere, ni a sus afectos los sabe acompañar con «la expresión / de las manos y del gesto», llegando incluso a afirmar que para papel primero es tan propio «como para / Emperador de Marruecos».

Estas autocríticas, que sobrepasan en modestia y humildad los tradicionales llamamientos a la indulgencia del público en las obritas de esta clase, se explican por la admiración que suscitó la función anterior, en la que también se representó La vida es sueño con general aplauso, dice «Rosaura», pero por una compañía al parecer venida de fuera, y que por lo mismo debía de estar compuesta de profesionales, ya que por otra parte se elogia en ella «el primor, / la gallardía, el despejo, / la finura, la expresión, / las acciones, los afectos; / finalmente todo quanto / hai de gracioso y perfecto / en el arte, como suelen / décir ahora...»23; recordemos que durante el gobierno del antecesor de Alvarado actuaba en Orán una «troupe» permanente venida de España. Así se explica, creo yo, la fuerte y desusada aprensión de los actores locales al relevar a unos profesionales, exponiéndose a unas comparaciones poco halagüeñas por parte del público. No deja de llamar la atención el que cuando a todos ellos se les designa con el nombre de los respectivos protagonistas calderonianos, sólo a uno se le llama por su nombre verdadero: Luna24; éste es el que ha de hacer el papel del anciano Clotaldo; ¿será mera casualidad esa distinción? ¿O se tiene que relacionar con el nombre de aquel Joaquín de Luna, padre de la célebre Rita, que, según Cotarelo, hacía barbas y en 1778 dirigía una compañía en Alicante?25 No escribe Huerta que toda la compañía de Orán representó en la reposición de La vida es sueño, sino que en la representación «entraron varios Caballeros y Oficiales». ¿Quién sabe si no aprovecharía el comandante general el paso de unos cómicos de la metrópoli para fomentar alguna emulación en sus «alumnos»; esto es lo que parece desprenderse de la arenga de Huerta dirigida a «Rosaura», y que suena a elogio indirecto de las compañías españolas modernas, que nada tienen que envidiar a las mejores de allende el Pirineo; dice así el cómico refiriendo las palabras de D. Vicente:

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«En el lugar, a Molière
habrá quien note mil yerros.
Baron un niño de teta
sería si en nuestros tiempos
volviera. La Du-mení,
la Clairon y todo el resto
de Actrices sobresalientes
que de la Fama los ecos
preconizan por el orbe,
ya no suponen un bledo
para lo que hai en España»;
y en fin después de un inmenso
catálogo de apellidos
revesados y extrangeros,
que ni yo sé pronunciarlos
ni es posible retenerlos
en la memoria, acabó
con poner por esos cielos
a los señores que han dado
la última función, haciendo
mofa de todos nosotros...



La tonalidad general de esta loa o introducción26, dialogada o «entremesada», en verso de romance, es parecida a la de un sainetillo de costumbres teatrales, podríamos decir, divertida y familiar aunque sin caer verdaderamente en la vulgaridad; por el contrario, si bien empieza como un intermedio con un diálogo animado y réplicas relativamente breves en las que predomina la tonalidad cómica -unos 150 versos-, se va convirtiendo en petición indirecta de benevolencia y alabanza del comandante general, que es la loa propiamente dicha, con tono más pausado y parlamentos generalmente de mayor extensión -de 200 a 250 versos-; los actores interpretan sus propios papeles, como en muchas obras del teatro menor, pero llevan ya puestos los trajes de las «personas» de la comedia calderoniana que ha de seguir, como protagonistas de la obra que anuncian; de ahí que el reparto de La vida es sueño haya sustituido a la lista de los miembros de la compañía en la edición de Sancha (a Rosaura se la trata naturalmente como a mujer en las acotaciones, que no oyó el público, pero como a hombre en el diálogo). Así se crea pues, o se intenta crear, cierto ambiente de familiaridad y connivencia entre el escenario y el público, a quien se dirigen varias veces los actores, para facilitar por lo mismo la indulgencia de éste. Pero si lo enfocamos con el rigor de la óptica neoclásica, no cabe duda de que la inevitable anulación del distanciamiento   -323-   entre la figura y el figurado, según decían, entre el actor y el protagonista que le correspondía, y, por encima, el descenso anticipado, en cierto modo, y desde el principio, de dichos protagonistas a nivel de personajes de entremés o sainete, que dan tropezones o salen a medio vestir como Clarín y Segismundo, echan «más porvidas y reniegos / que cochero en día de lluvia» como el «gran Basilio», o se quieren expresar a puñetazos y patadas (recuérdense los clásicos palos del entremés) como Clotaldo, quien, si bien se mira, refleja a ese nivel la brutalidad de su discípulo en el drama aureosecular, son elementos todos que debían de surtir un efecto análogo, para un partidario del decoro dramático, al que producía la salida en traje de pillo sainetesco del actor que poco antes hacía de príncipe en la jornada de la comedia heroica o tragedia y había de calzar otra vez el coturno al concluirse el intermedio.

Y por último, tampoco carece de interés el autorretrato mental que dibuja Huerta por boca de «Rosaura» al exponer este cómico los motivos de su desaliento ante las reconvenciones de su «director de escena»; todos sabemos que el autor de Raquel, a partir de su llegada a Madrid de regreso del destierro, no tardó mucho en manifestar una actitud intransigente que le enemistó con varios autores, (conocidísimo es el lance de La Música de Iriarte), iniciando una serie de polémicas que concluyeron con su muerte. Veamos pues cómo el académico desterrado García de la Huerta, al parecer no desprovisto de lucidez, se autodefine ya en esta loa: la heroína calderoniana, mejor dicho, el caballero «de henaguas y bisoñé» que se resiste a encarnarla se queja de


[...] ese diablo
que con su maldito genio
agrio y descontentadizo
aburrirá al mundo entero,



a lo que contesta «Basilio» que eso no es cierto, sino que Huerta «es templado y suave...», aunque «como zarzal en invierno». Bien es cierto, en cambio, que cuando «gruñe y rabia / con todos», según «Astolfo», sólo es para sacar el mejor partido de las dotes de los cómicos. El caso es que esa «cara / de quien no tiene dinero», ese carácter áspero que le hace poner ya como chupa de dómine a los inhábiles intérpretes del admirado Calderón, llegando a tratarles de «zarramplines chuchumecos», anuncia en cierto modo, y   -324-   con varios años de anticipación, la imagen del solitario y huraño polemista que nos han transmitido los contemporáneos de los postreros años de su vida y ha eternizado la Historia, y que en julio de 1778, poco después de su regreso a Madrid, no podía dejar de exclamar:


    Y tú, oh lira, que diste a los albogues
De incultos bereberes armonía,
Cuando, escuchando desusados tonos,
Admiró Orfeos la feroz Numidia,
    Al peine de marfil el dúctil oro
Presta fácil, y pronta resucita
Del polvo en que has yacido, infelizmente
Envuelta de tu dueño en la rüina27



RENÉ ANDIOC





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