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García de la Huerta y la polémica teatral del siglo XVIII

Juan Antonio Ríos Carratalá





Hace unos pocos años, en 1981, cuando inicié mis trabajos acerca de García de la Huerta difícilmente podía sospechar que hoy me encontrara en una reunión académica como la presente, dedicada monográficamente al estudio de quien fue objeto de mi Tesis de Doctorado1. Por aquel entonces, la bibliografía acerca del autor de Zafra había dado pasos muy importantes, entre los que cabe destacar los protagonizados por los profesores René Andioc y Russell P. Sebold, de cuyo magisterio me beneficié notablemente. Pero todavía tenía cierta sensación de «descubrir» un autor, de intentar sacarlo del relativo olvido que había padecido. Y ello no por esas siempre citadas injusticias de una crítica desconocedora de los verdaderos valores literarios que el doctorando parece tener que recordar, sino porque se trataba de un autor relativamente secundario, de los que no se incluyen en la reducida nómina de las figuras cumbres. Se le citaba a menudo, se estudiaba la Raquel, pero no parecía ser digno de una investigación monográfica con ciertas pretensiones. Yo no compartí tal opinión porque -asumiento las palabras del profesor Caso, maestro de dieciochistas, en un prólogo a un libro dedicado a Manuel Rubín- considero que, si de verdad queremos hablar de una renovación profunda del dieciochismo español, era y es necesario estudiar aquellos autores que sin llegar a las cotas de Leandro Fernández de Moratín, Jovellanos o Cadalso son, no obstante, protagonistas directos y esenciales de la vida literaria de la citada época. García de la Huerta, en ese sentido, es un autor ideal, pues compagina una obra de indudable calidad en algunas de sus manifestaciones con una trayectoria literaria plenamente significativa en el contexto histórico que le tocó vivir. Tal vez fueran sueños de doctorando, de quien sigue defendiendo la validez de las tesis «necrófagas» -según las califica, con la frivolidad que le es característica, Juan Cueto-, pero si seis años después somos, gracias a una feliz iniciativa, capaces de reunimos para hablar de García de la Huerta, es evidente que tales sueños estaban justificados.

Desde 1981 hasta el presente creo que el panorama bibliográfico acerca de nuestro autor ha dado importantes pasos. Alguna responsabilidad en ello tenemos los profesores Jesús Cañas, Miguel Ángel Lama, René Andioc, Francisco Aguilar, yo mismo y, en general, quienes hemos procurado dar una imagen completa y detallada de la aportación de García de la Huerta a la literatura dieciochesca. En tal sentido, este Simposio puede ser la culminación de una serie de trabajos que convierten al autor de Zafra en uno de los más estudiados entre los de su época. Pero la investigación es difícil, y hasta estéril, si no va acompañada de un apoyo de las instituciones que la deben fomentar. En tal sentido, y sin que mis palabras sirvan de adulación protocolaria, quisiera subrayar especialmente la tarea de la Diputación Provincial de Badajoz, cuyo Servicio de Publicaciones ha dado un impulso decisivo a los citados estudios y que esperamos ver pronto culminado con la publicación del Teatro Completo de García de la Huerta.

Es evidente que todavía queda trabajo por realizar y la presente reunión académica constituye una excelente muestra de las actuales direcciones seguidas por la investigación acerca del autor de la Raquel. Yo mismo soy consciente de que mi Tesis de Doctorado, realizada con demasiadas prisas, tiene notables carencias y aspectos que convendría matizar2. En parte así lo he hecho con la publicación en los Anales de Literatura Española de la Universidad de Alicante (número 5) de un trabajo acerca de las versiones decimonónicas de la leyenda de la Judía de Toledo, la cual fue objeto de obras inscritas en los más diversos géneros de la época sin que nunca alcanzaran la brillantez de las versiones de Luis de Ulloa o del propio García de la Huerta. Asimismo, he preparado una introducción a Lisi desdeñosa para su futura publicación donde hago hincapié en la relación de esta comedia pastoril con el teatro doméstico, que ya estudié partiendo de la tipología de las obras de José Concha destinadas al mismo3. Pero también soy consciente de que algunos apartados de mi libro convendría modificarlos con un estudio más detallado y profundo. En tal sentido, tengo una gran confianza en los estudios monográficos de Miguel A. Lama acerca de la obra poética de García de la Huerta, pues vendrán a realzar aspectos por mí ignorados o no convenitemente resaltados. Lo mismo se podría decir de otros trabajos, pero para eso están los libros de investigación, para superarlos constantemente con una labor conjunta de la que todos nos beneficiamos.

Después de esta ya larga introducción, abordemos el tema que más directamente nos ocupa: García de la Huerta y su relación con la polémica teatral en el siglo XVIII. No cabe duda de que el concepto «polémica» es imprescindible en cualquier acercamiento crítico al teatro dieciochesco. Las causas se pueden resumir en la misma entidad de los dos términos: teatro y dieciochesco. Ambos, en líneas generales, generan la polémica y sólo a través de ella evolucionan y se definen. La bibliografía crítica de René Andioc y otros estudiosos ha desarrollado suficientemente esta perspectiva, de tal manera que nos excusa de comentarla o explicarla. Ahora bien, ese mismo concepto de polémica realza él enfrentamiento entre las distintas concepciones del teatro que se dan en aquella época. Enfrentamiento real y demostrable históricamente tal y como se ha comprobado por parte de la crítica. Pero si subrayamos demasiado este tipo de relación podemos caer en un error: olvidar que incluso en una relación de enfrentamiento también se produce un efecto de atracción entre los polos. Error que sería más grave si observamos ese enfrentamiento a través del prisma parcial de uno de los sectores opuestos. Esta situación, en cierta medida, se ha producido en nuestra visión del teatro dieciochesco.

En efecto, ciñiéndose a la época de La comedia nueva (1792) y de la Junta de Reforma (1801), solemos indicar la presencia de un teatro neoclásico que se opone radicalmente a otras corrientes que, a falta de estudios concretos, ni siquiera podemos calificar con una terminología más o menos exacta. Prohibidos los autos sacramentales y arrinconadas las obras barrocas, el enemigo teatral de los neoclásicos se nos presenta a través de la figura de Don Eleuterio, aquel pobre comediógrafo que tan contundente lección recibe en la citada obra moratiniana. Obra que ejemplifica la polémica teatral de la época4, pero desde la peculiar perspectiva de un protagonista nada imparcial. Moratín al presentárnosla le interesa, entre otras cosas, subrayar dos aspectos: una relación maniquea donde sólo quepa el enfrentamiento radical y el reduccionismo en la presentación de quienes se oponen a los dictados del propio autor. Podríamos explicar cómo Moratín alcanza tales objetivos en su obra, pero lo que aquí nos interesa es indicar cómo estos mecanismos de buen polemista nos han influido en nuestra propia visión de la polémica.

Debemos reconocer que, hasta el presente, nuestro conocimiento del teatro dieciochesco que no se ajusta explícitamente a los dictados del Neoclasicismo es bastante escaso. Como consecuencia, caemos en generalizaciones incapaces de dar cuenta de los necesarios matices en una polémica mucho más matizada en la realidad que en la obra de Moratín. Así, bajo la figura de Eleuterio se ha visto a Cornelia y otros muchos autores sólo preocupados por satisfacer a un público botarate. Cualquier lector de la obra del dramaturgo catalán es consciente de la injustica y falta de sentido crítico que se produce al identificarlo con el personaje moratiniano. Pero lo mismo podríamos decir de otros autores que se suelen incluir, sin haber examinado su obra, en este grupo de los Eleuterios. Apenas contamos con estudios acerca de Luis Moncín, Fermín del Rey, José Concha, Manuel Fermín de Laviano, Antonio Rezano, Antonio Valladares de Sotomayor y otros más que habiendo sido populares en su época, permanecen inéditos para la crítica. Ello nos ha llevado a identificarlos genéricamente con quienes, según Moratín, se oponían a las ideas reformistas en el ambiente teatral de finales del siglo XVIII. La realidad dista de ser tan homogénea y maniquea.

Desde hace dos años, y con notables interrupciones y problemas debidos a los inefables servicios de reprografía de la B.N.M., llevo a cabo un repaso de la obra de estos autores. Y, precisamente, lo primero que me ha sorprendido es su relativa proximidad al teatro neoclásico. Es cierto que en ocasiones escriben obras semejantes a El gran cerco de Viena, pero hay una atracción por el modelo neoclásico que sería insospechable en un autor como Don Eleuterio. Lejos de contravenir sistemáticamente todas las «reglas» y de atentar contra el «buen gusto», hay en muchos de ellos un reconocimiento de la validez del teatro encarnado por Moratín o Iriarte, o el mismo García de la Huerta. De hecho podemos encontrarnos sorpresas como la del Prólogo que Antonio Rezano escribe para su tragedia La desgraciada hermosura, obra fechada en 1792 como La comedia nueva, y donde se aboga por la reforma teatral en unos términos que podrían asumir casi todos los autores citados, normalmente incluidos entre los Eleuterios5. Este texto, dirigido polémicamente contra Urquijo y no examinado hasta ahora por la crítica, admite la necesidad de la reforma, pero subraya la imposibilidad de la misma para unos autores que dependían económicamente del público. Esta es la contradicción básica de los dramaturgos que nos ocupan: su atracción por el modelo neoclásico es difícilmente compatible con sus necesidades económicas y profesionales.

Tal situación les lleva a una imitación superficial, como ya intenté mostrar en el caso de José Concha y sus tragedias, y hasta cierto punto en el de González del Castillo6. El mismo Fermín del Rey, por citar un ejemplo, escribe la comedia La viuda generosa (Madrid, s.d.), que guarda un espectacular paralelismo con El sí de las niñas. Ahora bien, al tener como objetivo la creación de un mero divertimento sin afanes críticos elimina los elementos más peculiarizadores y trascendentes que encontramos en el texto moratiniano. Y así podríamos citar múltiples casos donde, aunque no encontremos dichos elementos, sí hay una aceptación implícita del orden moral, social e ideológico plasmado en las comedias de Moratín o Iriarte. Y ello siguiendo con cierto cuidado las famosas «reglas» a la hora de construir sus obras. Se produce, pues, en estos autores un acercamiento formal e ideológico al modelo que encarnará la comedia moratiniana. No hay ninguna voluntad de enfrentamiento en ellos y las únicas, aunque sustanciales, diferencias están determinadas por la motivación económica. Esta les limitará en un acercamiento a un modelo que, no lo olvidemos, se encuentra amparado por el poder político y cultural y por la contrastada validez universal de unos principios estéticos. Pero esta motivación no les llevará necesariamente, tal y como pretende demostrar Moratín, a la creación de engendros como El gran cerco de Viena. Es cierto que esta última tenía unos referentes muy concretos y reales -desde La Judith castellana (Madrid, 1791), de Cornelia, donde aparece una heroína portando una cabeza cortada en la punta de su lanza hasta La Emilia (Madrid, s. a.), de Valladares de Sotomayor, donde se incluyen unos elefantes entre el acompañamiento7. Pero de tales y otros muchos más ejemplos no se puede establecer que dicha motivación económica determine este tipo de obras obligatoriamente. Hay numerosas clases de Eleuterios no recogidos en ese compendio sesgado que constituye el personaje moratiniano, y un mejor estudio nos permitiría distinguir un grupo -tal vez el más significativo- de autores que lejos de polemizar con los sectores reformistas y neoclásicos intentaron un acercamiento. Su dependencia del público -tema del que tan conscientes eran Moratín y Jovellanos- y en ocasiones su propia incapacidad como dramaturgos les impiden intergrarse en esos sectores; les impiden, en definitiva, asumir plenamente un modelo teatral que era hegemónico aunque este carácter no se reflejara en las taquillas.

Por lo tanto, a menudo las diferencias entre los sectores reformistas y los autores que estoy actualmente estudiando son de preferencia e intensidad de objetivos teatrales más que de oposición en los mismos. Todos suelen admitir la dualidad del deleitar instruyendo, pero sus diferentes situaciones les llevan a establecer un determinado orden de preferencia en una combinación horaciana siempre compleja. La consecuencia es que entre el Don Pedro y el Don Eleuterio moratinianos hay toda una escala de situaciones intermedias, que rompe con la imagen de un teatro reformista y neoclásico opuesto radicalmente a la totalidad del teatro mayoritario.

Este tema debe ser más ampliamente desarrollado y, como ya he indicado, es objeto de una investigación en curso. Pero partiendo de la perspectiva expuesta cabría preguntarse cuál es la postura de García de la Huerta en dicha polémica. No nos vamos a referir aquí a sus textos críticos aparecidos con motivo de la trifulca del Theatro Hespañol, pues -como ya expliqué en mi libro- hay demasiados elementos ajenos a lo teatral que distorsionan las opiniones de nuestro autor. Me interesa que nos detengamos en su obra de creación, como ejemplificación más directa de su concepción del teatro.

La primera consecuencia relacionada con García de la Huerta que se deriva de tener en cuenta la perspectiva que he sintetizado es que la polémica relación de la Raquel con el Neoclasicismo deja de ser un caso aislado. Ya en mi libro explicaba que no había contradicción alguna entre lo que representa la citada tragedia y su adscripción al Neoclasicismo. A las razones apuntadas entonces habría que añadir ese efecto de atracción que tiene una estética, una concepción del teatro, que ya por 1766 es en buena medida hegemónica. Efecto más acusado en un autor al margen de unas motivaciones económicas que, como ya hemos visto, solían constituir obstáculos insalvables para los autores antes citados. García de la Huerta tenía su Don Pedro particular en la figura -tan nefasta para él en 1766- del Duque de Alba, que le eximía de buscar el sustento en las taquillas teatrales. Sin preocupaciones de este tipo y siendo un autor culto y literariamente preparado, su atracción por el Neoclasicismo era inevitable en tanto que éste constituía el único modelo hegemónico y válido para aquella época. No vamos a negar las particularidades de la obra que tanto han dado que hablar desde Menéndez Pelayo y otros, pero son particularidades asumibles por un modelo donde se engloban tragedias tan distintas entre sí como la de nuestro autor y, por ejemplo, las de Nicolás Fernández de Moratín.

Esta despreocupación por satisfacer unas necesidades económicas y la propia entidad de la Raquel, donde un amor trágico muestra un complejo entramado ideológico sobre el poder y la monarquía, acercan notablemente a nuestro autor a los sectores reformistas del teatro de la época. Identificar exclusivamente a estos últimos con los neoclásicos e ilustrados sería erróneo. La línea divisoria queda trazada por una concepción del teatro que, aun auspiciada muy directamente por dichos sectores, les sobrepasa. Ello explica que García de la Huerta sin adscribirse totalmente a estos sectores pueda compartir una misma concepción del teatro. Es evidente que él no luchó de forma explícita por la reforma y que en el Prólogo del Theatro Hespañol defendió una realidad teatral contraria a la misma. Pero su obra trágica necesita muy directamente todo lo que supone la reforma que con tantas dificultades se intentó llevar a cabo. Recordemos que la Raquel fue acosada por la censura, pero los mayores ataques los acabó sufriendo por parte de una práctica teatral -la que denunciaron los reformistas- incapaz de llevar al teatro en las debidas condiciones una obra como la suya. Puede que García de Huerta no suscribiera las opiniones de los que ya en la década de los setenta clamaban por la reforma, pero sí desearía la misma al comprobar la manera en que se representó la Raquel. No tenemos demasiados datos sobre este punto, pero tampoco hay motivos para pensar que la citada tragedia se librara de unos actores, un teatro y un público capaces de anular todos los rasgos positivos de la creación de nuestro autor.

Por lo tanto, podemos incluir la Raquel entre las obras que ejemplifican una concepción teatral que demanda la reforma que tanta polémica levantó en el último tercio de siglo. Al igual que sucedía con los autores antes comentados, esto no indica que adscribamos necesariamente a García de la Huerta a los neoclásicos. Pero comparte con ellos puntos esenciales, aquellos que derivan de un elevado nivel de cultura estética y de una concepción del teatro opuesta al mero divertimento para botarates. Y, al igual que sucediera con los neoclásicos, esta postura también limitó la creación dramática del autor de Zafra. Los autores antes comentados, acuciados por motivos económicos, acudían de vez en cuando a un teatro capaz de satisfacer los gustos mayoritarios, que no populares. Pero García de la Huerta, por dignidad de dramaturgo o porque no se vio tan acuciado, no cayó en este tipo de teatro. Es cierto que escribió Lisi desdeñosa como obra presumiblemente de encargo, al igual que el Agamenón vengado. Pero no deja de ser significativo que un autor tan orgulloso jamás citara su comedia pastoril, la cual nada añadiría a su propio orgullo como creador y le equipara a escritores como Fermín del Rey, cuyo diálogo pastoril Anfriso y Belardo (Madrid, 1796) tantos paralelismos tiene con la comedia de García de la Huerta. Pero esa dignidad u orgullo, esa cultura teatral que le impide ceñirse a las limitaciones del teatro que por entonces se hacía en Madrid, es posible que fuera una de las causas que motivaron la cortedad de su producción dramática. Es una hipótesis muy aventurada, pero no resulta inverosímil que García de la Huerta abandonara el camino iniciado con la Raquel -aparte de los conflictos extrateatrales que generó esta obra- porque no encontró un clima teatral propicio. Al igual que le sucediera a Leandro Fernández de Moratín, las dificultades para llevar a feliz término una comedia o una tragedia le harían caer en el desánimo. El no objetivó explícitamente su propia situación en el sentido de demandar una reforma teatral, pero lejos de acomodarse a escribir comedias heroicas o de magia abandonó una trayectoria que podría haber sido mucho más fecunda.

Todo lo que acabamos de decir nos reafirma en una de las hipótesis básicas de nuestro libro: la Raquel es una tragedia sólo explicable dentro de su propio contexto teatral dieciochesco. Creo haberlo demostrado por otras muchas razones que niegan la teoría de Menéndez Pelayo, pero cabría añadir que en la suerte corrida por la tragedia y su autor influye decisivamente todo lo relacionado con la necesidad de la reforma teatral tal y como se formuló por entonces. La Raquel no sufrió las dificultades para la representación por ser una obra relacionada con el teatro barroco. Las dificultades provinieron de su propia condición de obra adscrita al movimiento reformador de su misma época. Sólo pensando que este último se relaciona exclusivamente con el Neoclasicismo y la Ilustración -tal y como ha hecho la crítica tradicional- podemos ignorar la relación de nuestro autor con dicho movimiento. Al igual que sucedía con los autores al principio comentados, es necesario flexibilizar el esquema de la polémica teatral y trazar unas líneas divisorias más ajustadas a la realidad. Unas líneas que nunca deben ser las de un Neoclasicismo entendido en su sentido más restringido. El caso de García de la Huerta puede ser un ejemplo a tener en cuenta, máxime si queremos superar esos comentarios críticos que a la hora de enfrentarse con la Raquel hablan de una «contradicción» entre los distintos elementos que la integran. Tal contradicción sólo se deriva de la falsedad de un esquema interpretativo que no se ajusta a la realidad de la época.

En definitiva, prosiguiendo una labor ya iniciaba por René Andioc cabe perfilar todavía más la polémica teatral del siglo XVIII como esquema capaz de interpretar el teatro de entonces. Pero para ello debemos tener en cuenta tanto los elementos de oposición como los de acercamiento, pues de lo contrario caeremos en posturas excluyentes como las que han afectado a García de la Huerta y los autores citados al comienzo de este trabajo. Posturas que, además han conllevado una valoración negativa o contradictoria de sus obras o a situarles fuera de su propio contexto. Esta puede ser una vía de investigación para el actual dieciochismo que tal vez proporcione resultados positivos.

Por último y en otro orden de cosas, quisiera aprovechar esta oportunidad para comentar un punto que puede venir a propósito en un Simposio sobre un autor dieciochesco celebrado en su región natal. En 1985 al presentar un volumen colectivo sobre la Ilustración Valenciana, en el que me correspondía el apartado dedicado a la literatura, ya indicaba que en este contexto literario no cabía hablar de literaturas regionales, ni de autores que se pudieran estudiar en función de su lugar de origen8. Los aspectos locales o regionales son absolutamente secundarios en una literatura que por entonces respondía a unas motivaciones muy distintas. De hecho, García de la Huerta sólo permaneció durante parte de su infancia en Extremadura, pero de haber continuado en la misma no creo que ello hubiera sido motivo de una creación más ligada a su propia región. Esta afirmación, que la podemos extender a la mayoría de los autores dieciochescos, no supone un desligamiento con sus tierras natales, sino una concepción de la literatura donde lo local o regional tiene una escasa cabida. En un contexto cultural y político como el actual, donde se suele realzar a los autores más ligados con su propia comunidad, los escritores del siglo XVIII apenas han sido apoyados, salvo Jovellanos -cuya intensa relación con Asturias se da casi siempre en textos ajenos a la creación literaria-, Gregorio Mayans y, esporádicamente , Cadalso -tan poco entusiasta de Extremadura como ignorante de su Cádiz natal- y Feijoo. Por lo tanto, resulta gratificador que las entidades regionales que han apoyado este Simposio hayan tenido un criterio amplio al ocuparse de un autor extremeño que no incorporó Extremadura a su creación poética. Se supera así cierto localismo de nuevo cufio incapaz de comprender la tradición literaria tal cual es y sin valores añadidos que no tienen ningún sentido en épocas pretéritas. El hecho de que García de la Huerta sea un autor significativo en nuestro siglo xvm es motivo suficiente para que se le dedique este Simposio en Extremadura, y hacerlo con el criterio aquí adoptado supone, antes que nada, un respeto y un conocimiento de lo que fue la literatura dieciochesca. Y en ese sentido espero que pronto nos reunamos para estudiar la obra de otro extremeño de gran significación en las letras dieciochescas como fue Juan Pablo Forner.





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