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Genio y figura de José Enrique Rodó

Mario Benedetti



Imagen 0: Portada



Imagen 1 (Pág. contraportada)



A Emir Rodríguez Monegal,
en octubre de 1962
.




ArribaAbajoPrólogo

Mi intención confesa, al estructurar este libro, ha sido facilitar y estimular el acercamiento del lector latinoamericano a la obra y la vida de José Enrique Rodó. Por eso mismo, siempre que me pareció oportuno, acudí a sus textos y a su correspondencia para completar, no sólo el retrato, sino también la imagen crítica del escritor.

En las transcripciones de textos de Rodó o de sus coetáneos, se ha puesto al día la ortografía. Salvo indicación en contrario, las citas de Rodó provienen de la edición de Obras completas publicada por Agilitar, Madrid, 1957.

De más está decir cuánto debe este trabajo a investigaciones anteriores sobre Rodó. Aunque tal deuda está obviamente reconocida en cada cita, dejo expresa constancia de tres nombres (Roberto Ibáñez, Carlos Real de Azúa, Emir Rodríguez Monegal), sin cuyos bien documentados aportes no hubiera sido posible escribir este libro.

Para la selección de textos, he descartado cualquier fragmento de Ariel o Motivos de Proteo, ya que ediciones de estas obras son fácilmente asequibles para todo público. Preferí en cambio incluir -en textos casi siempre completos- artículos seguramente menos conocidos, así como varias cartas que he agrupado bajo el título de Confesionales. Pese a este rótulo, no espere el lector encontrar en esa correspondencia, anécdotas o revelaciones privadas, ya que Rodó fue tremendamente celoso de su intimidad. Sus confesiones, pues, tienen sobre todo relación con su actitud intelectual o su reacción frente al medio. De todos modos, los textos seleccionados no siempre indican una preferencia; algunos de los artículos trascriptos, fueron incluidos simplemente como un sostén de mis propias conclusiones.

M. B.

Montevideo, septiembre de 1962.



When one reads any strongly individual piece of writing, one has the impression of seeing a face somewhere behind the page. It is not necessarily the actual face of the writer.


GEORGE ORWELL.                


No me parece odioso el yo como a Pascal: lo que me parece odioso es el falso yo de las confesiones amañadas pensando en el efecto y adoptando la pose más conducente al visible fin de interesar como los Credos de ópera, hechos para ser cantados ante el público de los teatros.


JOSÉ ENRIQUE RODÓ.                





ArribaAbajoCronología

  • 1871. 15 de julio. Nace en Montevideo. 5 de octubre, bautismo.
  • 1875. Aprende a leer bajo el cuidado de su hermana Isabel.
  • 1882. Ingresa en el Liceo «Elbio Fernández». Publica, con Milo Beretta, un periódico quincenal: Los Primeros Albores, de circulación exclusivamente liceal. Allí publica composiciones de tono escolar sobre Franklin y Bolívar.
  • 1883. Debido a estrecheces económicas de la familia, cambia el Liceo privado por el oficial.
  • 1885. Muerte del padre. Empieza a trabajar en el estudio de un escribano.
  • 1886. Enardecido por el atentado de Gregorio Ortiz contra Máximo Santos, escribe (pero no envía) una carta al dictador.

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Los abuelos paternos: Antonio Rodó y María Janer de Rodó (AS)

  • 1890. Cartas a Luisa Gurméndez.
  • 1891. Ingresa en el Banco de Cobranzas.
  • 1894. Después de rendir exámenes de historia y literatura con sobresaliente resultado, abandona los estudios.
  • 1895. Publica, en Montevideo Noticioso, un poema titulado «La prensa» y una nota crítica sobre Dolores de Federico Balart.- 5 de marzo: Aparece el primer número de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, que Rodó fundara con Víctor Pérez Petit y los hermanos Martínez Vigil. Publica artículos sobre Juan María Gutiérrez, Leopoldo Alas, Juan Carlos Gómez, Gaspar Núñez de Arce, Menéndez y Pelayo, Guido Spano, Leopoldo Díaz.
  • 1896. Publica -en la Revista Nacional- el artículo titulado «El que vendrá», primero de sus trabajos en obtener una gran resonancia.
  • 1897. Publica el primer opúsculo de La Vida nueva, que incluye «El que vendrá» y «La novela nueva». Atraviesa un período de crisis anímica (ver correspondencia con Juan Francisco Piquet).- 25 de noviembre: Aparece el último número de la Revista Nacional.
  • 1898. Forma parte (con algunos de sus compañeros de la Revista Nacional) del equipo de reactores de El Orden, periódico que apoya a Juan Lindolfo Cuestas. Colabora con cuatro artículos. A fines de febrero, se retira del periódico; en marzo, éste deja de aparecer. Ingresa en la Oficina de Avalúos de Guerra.- 9 de mayo: Es designado interinamente Catedrático de Literatura. La intervención de los Estados Unidos en Cuba, provoca en Rodó y sus amigos un sentimiento antinorteamericano.
  • 1899. Publica el segundo opúsculo de La Vida nueva, constituido esta vez por un estudio sobre Prosas profanas, de Rubén Darío. El poeta responde con una esquelita displicente, casi menospreciativa.
  • 1900. Aparece Ariel, tercer opúsculo de La Vida nueva. Gran repercusión en América latina, y también en España. Firma, con otras personalidades coloradas, un Manifiesto que reclama la unidad del partido. Durante dos meses desempeña la dirección interina de la Biblioteca Nacional.
  • 1901. Pronuncia un discurso en el Banquete partidario, realizado en el teatro San Felipe, tendente a unificar el Partido Colorado. Con el grupo que rodea al Dr. Juan M. Lago, funda el Club Libertad. Al constituirse las primeras autoridades, es designado vicepresidente. Participa en la campaña política. Colabora en El Día, diario de José Batlle y Ordóñez.
  • 1902. Diputado por Montevideo. Renuncia a la Cátedra de Literatura.
  • 1905. Renuncia a la banca de diputado. Dificultades económicas.
  • 1906. Seria crisis espiritual. Polémica con el doctor Pedro Díaz sobre eliminación de crucifijos en los hospitales. Rodó reúne sus artículos en un volumen titulado Liberalismo y jacobinismo.
  • 1907. Corresponsal de La Nación, de Buenos Aires. Incidente polémico con Manuel Ugarte. Es elegido para ocupar el cargo de presidente en el Club «Vida Nueva».
  • 1908. Por segunda vez es electo diputado. Redacta su informe sobre El trabajo obrero en el Uruguay. Es elegido presidente del Círculo de la Prensa. Participa como jurado (junto con Samuel Blixen y Víctor Pérez Petit) en el Concurso de Obras Teatrales convocado por el Conservatorio Labardén, de Buenos Aires.
  • 1909. Tiene importante intervención en el debate; parlamentario sobre el Tratado con el Brasil respecto de navegación en la Laguna Merim. Publica Motivos de Proteo.
  • 1910. Es autor de un proyecto de ley sobre exención de impuestos al libro extranjero. Participa en actos vinculados a los Congresos Internacionales de Estudiantes Americanos. Es designado, con el poeta Juan Zorrilla de San Martín y el coronel Jaime Bravo, para integrar la delegación uruguaya a las fiestas conmemorativas del Centenario de la Independencia de Chile. Colabora en El Día, La Razón y El País.
  • 1911. Es electo diputado por tercera y última vez. Sin haberlo buscado, se convierte en el líder parlamentario de los colorados anticolegialistas. Comienza el distanciamiento entre Rodó y Batlle.
  • 1912. Batlle lo hace sustituir por Eugenio Lagarmilla en la delegación uruguaya a las fiestas con memorativas del Centenario de las Cortes de Cádiz. Es designado Correspondiente Extranjero de la Academia Española. Colabora en El Diario del Plata, con su nombre o con el seudónimo Calibán.
  • 1913. Publica El Mirador de Próspero, recopilación de ensayos y artículos sobre temas históricos y literarios.
  • 1914. Con motivo de la guerra europea, toma abierto partido por la causa aliada. Renuncia como redactor de El Diario del Plata y empieza a colaborar en El Telégrafo, donde, bajo el seudónimo de Ariel, comentará episodios de la guerra en una i sección denominada La guerra a la ligera.
  • 1915. Una editorial española publica Cinco ensayos, que incluye sus trabajos sobre Montalvo, Bolívar y Darío, además de Ariel y Liberalismo y jacobinismo.
  • 1916. La revista bonaerense Caras y Caretas lo nombra su corresponsal en Europa. La designación provoca gran revuelo en Montevideo. Rodó es objeto de una serie de homenajes en cadena. El más importante se lo ofrece el Círculo de la Prensa. El 14 de julio se embarca para Europa en el Amazon. Hace escalas en Santos, Río, Bahía, Recife, isla de San Vicente. A bordo del Amazon escribe la primera nota para Caras y Caretas y la titula «Cielo y agua». El 1.º de agosto desembarca en Lisboa y entrevista al presidente Bernardino Machado. Del 6 al 9 está en Madrid, donde conoce a Juan Ramón Jiménez. El 9 llega a Barcelona y desde allí envía dos extensas notas. Pasa el 12 por Marsella y llega el 17 a Génova. Allí Juan José de Soiza Reilly dice haberlo entrevistado. Va a pasar una breve temporada a Montecatini, debido a su salud que ha empezado a quebrantarse. Después de veinte días de cura de aguas, visita Pisa, donde tiene un agradable encuentro con estudiantes venezolanos. Pasa luego por Liorna, Luca, Pistoia. El 1.º de octubre llega a Florencia, donde escribe el Diálogo de bronce y mármol. Visita Módena, Bolonia, Parma, Milán y Turín, donde un médico le ordena un tratamiento para nefritis. Vuelve a recaer en Tívoli, pero el 20 de diciembre llega a Roma, donde permanecerá hasta el 20 de febrero de 1917.
  • 1917. Cada vez más enfermo, el 21 de febrero llega a Nápoles y allí escribe un excelente ensayo: Nápoles la española. Visita Sorrento y Capri donde la Gruta Azul lo decepciona. El 3 de abril llega a Palermo y se aloja en el Hotel des Palmes. El estado de su salud se agrava. Todavía escribe dos artículos. A partir del 24 de abril, prácticamente no sale del hotel. El 29 pide un médico. En la madrugada el 30 es trasladado en estado comatoso al hospital San Severio. Ya no recupera el conocimiento, y muere a la hora 10 del 1.º de mayo. El médico de sala diagnosticó tifus abdominal y nefritis.





ArribaAbajo- I -

El rostro tras la página


Imagen 4 (Pág. 12)

El padre: José Rodó y Janer (AS)

José Enrique Camilo Rodó, nacido en Montevideo el 15 de julio de 18711 fue el séptimo hijo de don José Rodó (catalán) y doña Rosario Piñeiro y Llamas (uruguaya). La familia gozaba de una buena posición económica. Don José Rodó se dedicó con éxito a la actividad comercial; además de una quinta en Santa Lucía, poseía una amplia casa en la calle Treinta y Tres. Para la alta burguesía montevideana del siglo XIX, poseer una quinta en Santa Lucía significaba aproximadamente lo mismo que, para los actuales nuevos ricos del Uruguay, ser propietarios de un bungalow en Punta del Este.

Existe una fotografía de Rodó, tomada cuando apenas tenía dieciocho meses, que lo muestra en una pose cómicamente seria (la cabeza apoyada en el puño derecho, el cabello largo y despeinado) y con una mirada tan penetrante que desentona abiertamente con la edad del retratado. Fotografías posteriores, de los cuatro y los once años, muestran el mismo gesto severo. En realidad, no hay una sola sonrisa2 en toda la iconografía rodoniana; la seriedad fue una constante de su rostro y de su estilo, apenas desmentida por una que otra anécdota risueña de los años jóvenes.

Su biógrafo oficial Víctor Pérez Petit3 relata que a los cuatro años Rodó ya había aprendido a leer bajo la dirección de su hermana Isabel. Hugo D. Barbagelata4 por su parte cuenta que «allá en sus cortos años [Rodó] fue niño mimado de casa antigua y rica. Educose en la primera escuela laica y libre que existió en su país y sólo en el hogar recibió esa enseñanza católica que nuestras madres dan, exenta de clericalismo, aunque llena de religiosidad y de preceptos morales». Justamente, sobre ese aspecto de su formación religiosa, dice Alberto Zum Felde5 que aunque la madre de Rodó «era buena católica, como toda dama de aquel tiempo, no era precisamente una devota». El mismo crítico sostiene que, al ingresar a la Universidad, ya Rodó se había «apartado de la fe católica de sus padres».

El padre de Rodó perteneció a la burguesía culta de la época. Mantuvo amistosa relación con Florencio Várela, Alejandro Magariños Cervantes, Vicente Fidel López y al parecer jugaba muy a menudo al billar con Francisco Acuña de Figueroa, autor de la letra del himno nacional y máximo vate profesional de aquellos tiempos. Libros de Sarmiento y Echeverría, de Juan Bautista Alberdi y Juan Carlos Gómez, la Commedia del Dante (ilustrada por Gustavo Doré) y las Siete partidas, Cervantes y Quevedo, y (entre los jóvenes escritores españoles de entonces) Juan Valera y Marcelino Menéndez v Pelayo, figuraron en la biblioteca de don José Rodó y estuvieron al alcance de José Enrique.

Pedro José Vidal, uno de los más prestigiosos maestros de fin de siglo, le dio clases particulares. A los diez años, ingresó Rodó en el Elbio Fernández, institución de enseñanza que todavía hoy tiene escuela y liceo en la calle Maldonado. Entre sus condiscípulos estaba Milo Beretta, que fue luego pintor de renombre; con él fundó Rodó un periódico quincenal, denominado Los Primeros Albores, donde publicó sus trabajos iniciales, dedicados nada menos que a Benjamín Franklin y Simón Bolívar. A título exclusivamente documental, transcribo aquí, en su texto íntegro, esa última composición escolar, escrita por Rodó a los once años:

El 24 de julio de 1883 será un día glorioso en los anales de la historia americana, historia que consonará en sus páginas el justo regocijo con que los pueblos, los pueblos del antiguo continente acudieron en ese día a celebrar en masa el centenario del prócer de su libertad, el inmortal Bolívar.

Los inspiradores acentos del poeta, las dulces armonías de la rima se unieron en ese día con las palabras elocuentes de los oradores, para agregar nuevas flores a la brillante diadema que ciñe la frente del valeroso héroe de Junín.

Estos tributos pagados por la posteridad al guerrero más grande de su siglo, son honrosos, no sólo para él, sino también para los que los dirigen; pues prueban que el reconocimiento es un sentimiento innato en el corazón de los que se honran en llamarse sus descendientes; de los americanos, en fin.

Sin embargo, ¿quedarán con esto suficientemente pagados los esfuerzos del inmortal libertador?

Creemos que no.

Celébranse en buena hora los festejos tributados a su memoria; pero no basta eso. Continúese la obra por él comenzada -no se desperdicien sus esfuerzos- límense en fin, los hierros que aún sujetan a varios pueblos de América, esclavos todavía de la dominación de un poder extranjero, y entonces podremos decir: «Hemos pagado a Bolívar la deuda con él contraída. Sigamos bendiciendo su memoria»6.



Catorce años tiene Rodó cuando muere su padre. En los últimos tiempos, éste había sufrido serios contratiempos en su actividad comercial. Aún antes de esa muerte, la posición de la familia ya no era de desahogo y Rodó había dejado sus estudios en el colegio privado para inscribirse en el Liceo oficial. Su trabajo estudiantil fue desordenado: rendía mucho en historia y en literatura, pero escasamente en química y otras materias de ciencias. En filosofía, se sentía muy a gusto en la metafísica, pero en lógica y moral tenía grandes dificultades. «Mediocre en todas las materias -dice Zum Felde- sólo en literatura rindió un examen brillante, mereciendo la admiración de profesores y alumnos, que ya vieron en él decidida su vocación de hombre de letras»7. Entre esos profesores estaba Samuel Blixen, uno de los más prestigiosos críticos de la época.

Según testimonio de Carlos Lacalle8, «los cuentos de Carlos María de Trueba fueron lecturas de sus primeros años», y luego, cuando ya había ingresado en la Universidad, «trabajaba en su casa, en un cuarto sin ventanas iluminado por la luz que penetraba por una claraboya central». Más importantes que la claraboya, son en realidad las lecturas de Rodó en su adolescencia y primera juventud. Su padre, que estuvo particularmente vinculado a los emigrados argentinos de 1840, tenía completas en su biblioteca las colecciones de El Comercio del Plata y El Iniciador. Especialmente a través de este último periódico, el joven Rodó estableció contacto con la obra de Miguel Cané, Juan Bautista Alberdi y, sobre todo, de Juan María Gutiérrez, con cuya «apacible figura» sintió Rodó de inmediato una innegable afinidad y sobre quien escribiría en 1913 uno de sus mejores ensayos, cerrado por el siguiente juicio, que acaso encierre buena parte del credo estético y de las aspiraciones del propio Rodó: «Y si se quisiera expresar cuál es el fundamento de una originalidad personal y de su gloria, se diría: fue el estudioso desinteresado, en una generación de combatientes y tribunos; fue, en ella, el que se mantuvo fiel hasta morir al sueño literario, concebido antes de la juventud, inmune entre los afanes de la edad madura, y acariciado todavía con el amor de la vejez: a modo de la primorosa flor silvestre que, escogida en el paseo de la mañana, sirve de embeleso a todo el día y queda aún fragante, por la noche, junto al libro que se cierra para dormir»9.

Rodó no concluiría su bachillerato. Además de su exagerada timidez, que le provocaba una suerte de pánico frente a las mesas examinadoras («La idea de que pudiera salir rechazado me llenaba de espanto», le confesó años más tarde a uno de sus amigos), otros factores intervinieron en ese fracaso. La precaria situación económica de la familia exigió, tras la muerte del padre, que Rodó consiguiera un empleo. En 1885 empieza a trabajar en el estudio de un escribano.

En 1886, provisionalmente enardecido por el atentado de Gregorio Ortiz contra el dictador Máximo Santos, escribe a éste una carta en la que censura tan amargamente la intención tiranicida de Ortiz como el cruel despotismo de Santos. Resulta confianzudo, e ingenuo a la vez, el tono con que escribe: «¡General, ya es tarde! Ud. no puede retroceder... Ud. ha de seguir por el sendero que adoptó al encontrarse poderoso... ¡General; si vive Ud. y el arrepentimiento llama a las puertas de su conciencia, en la esfera de los hechos no podrá hacerlo palpable! ¿Será ese su castigo?»10 Acerca de este borrador ha observado Roberto Ibáñez: «Asombra el final: la publicidad de un malvado como malvado, hace imposible la publicidad de su arrepentimiento»11. En realidad, Rodó escribió la carta, pero nunca la envió a su omnipotente destinatario. El episodio podría ser una adecuada síntesis del temperamento de Rodó, quien en el curso de su vida demostró ciertos rasgos de heroísmo intelectual, frenados muchas veces por una evidente cortedad para la acción. Su encendida admiración -que es casi endiosamiento- hacia Bolívar, presupone también un halo de intangibilidad, de cosa inalcanzable. Toda la obra de Rodó va a apuntar contemporáneamente al heroísmo y a la santidad, por supuesto una santidad laica (heroísmo y santidad son dos palabras que menciona juntas en Ariel), pero en su opaca y austera vida va a estar siempre más cerca de la segunda que de la primera.

Imagen 5 (Pág. 16)

La madre: Rosario Piñeiro de Rodó (AS)

La soledad (y su variante: la misoginia) significó una constante en la vida de Rodó. Sus mejores amistades fueron las epistolares, a tal punto que si se quiere encontrar al hombre liso y llano, deliberadamente oculto detrás de las exquisiteces del estilo y el rigor intelectual, no hay más remedio que escarbar en su correspondencia, a mi entender la zona más reveladora de todo cuanto escribió. Es interesante la primera carta que de él se conserva, fechada en Montevideo, el 6 de abril de 1889 (Rodó tenía diecisiete años), y que apareció publicada hace pocos meses en la revista Fuentes12. Está dirigida a Baldomero Correa, amigo de la infancia, y es una de las raras ocasiones en que Rodó se hace a sí mismo la concesión del tuteo epistolar. Vale la pena trascribir su posdata, uno de los escasos rasgos de humor (destinado a Santos) provenientes de la pluma de Rodó.

En el momento de cerrar esta carta veo en un diario que D. Máximo Santos irá estos días a ésa con Kubly y Carralón. Visítalo de mi parte. Dime si has visto la «Fábrica de velas» que tiene en ésa, no sé si en la misma ciudad o en la campaña de la Provincia. De cualquier modo te aconsejo que se la prendas fuego. Así harás tu nombre inmortal en la historia.



Corresponde aproximadamente a esa misma época (exactamente el año 1890) un episodio sentimental que tuvo cierta importancia en la vida de Rodó; por lo menos, es el único que quedó registrado en la parte de su correspondencia que ha sido publicada o exhibida. Las «cartas a Luisa» (recientemente, en el prólogo a una serie de la correspondencia rodoniana, Roberto Ibáñez13 reveló el nombre completo de la muchacha: Luisa Gurméndez), escritas por Rodó a los diecinueve años, no constituyen por cierto joyas literarias («cartas de lenguaje tan previsible» las llama Emir Rodríguez Monegal). Rodó, sin apearse de su compostura, trata a su amada de riguroso usted, desea besarla decorosamente en la frente y aspira a «arrojar a sus pies las ofrendas que arrebate a la gloria»14. En algunas ocasiones el exceso de respeto puede ser agraviante; de ahí que sea probable (y razonable) que ese detalle del beso en la frente haya ofendido seriamente a la joven, por motivos de coquetería femenina que sin duda escapaban al severo adolescente que era entonces Rodó. Lo cierto es que la muchacha, sin esperar las ofrendas arrebatadas a una gloria que por entonces era sólo un proyecto, se fue a Buenos Aires y el incipiente idilio no tuvo ocasión de pasar al tuteo. En uno de sus cuadernos, Rodó dejó patética constancia de la ruptura: «¡Adiós, Luisa! Adiós. Sum umbra»15.

Pérez Petit confiesa no haber podido nunca averiguar si fue la timidez lo que retrajo siempre a Rodó del trato con las mujeres o si en realidad era un misógino. Con todo, dice haberle conocido dos aventuras «y las dos muy platónicas por cierto». Ambas ocurrieron varios años después de las «cartas a Luisa». La primera estuvo representada por un simple arrebato admirativo que le provocó Lola Millanes, tiple de zarzuela que por entonces visitó Montevideo y que años más tarde fue una de las víctimas en el naufragio del Sirio. Al parecer, el gracejo andaluz de la Millanes conquistó al austerísimo Rodó, quien no se limitó a concurrir noche a noche al teatro Pabellón Nacional sino que además le escribió un poema (él, que durante su vida sólo compuso versos sobre temas tan inocentes como los cuentos de Perrault o tan poco sentimentales como la prensa) sin intención de darlo jamás a publicidad y, menos aún, a la musa inspiradora. Pero Daniel Martínez Vigil, abusando de la relación amistosa, lo envió al periódico La Carcajada, que lo publicó en su edición del 4 de enero de 1897. Creo que la imagen de Rodó estaría incompleta sin ese poema. Por eso lo trascribo:




A...


   De pie sobre la escena, desatada
en ondas la profusa cabellera,
alta la sien, radiante la mirada,
como jovial emperatriz, impera...

   Una purpúrea flor se abre, sangrienta,
cual en copa de ébano, en la cima
del casco negro que su frente ostenta
y un acerado resplandor anima.

   Suena una voz..., y en nuestra mente cruza
como en un dulce sueño, al escucharla,
la hechicera visión de la Andaluza
que imaginó Musset, para adorarla...

   Cada rayo que vibra atravesando
de sus pestañas por el tul sedeño,
es un hilo de luz que va bordando
el tejido impalpable de los sueños...

   Y, a cada giro de su cuerpo airoso
las vueltas del mantón abriendo al aire
semejan el ondear, raudo y glorioso
de un pendón en las justas del donaire...

   En la ficción, el Arte ha modelado
su espíritu... Es ficción su vida entera...
¡Quién su fingido amor -su amor soñado-
en real amor transfigurar pudiera...!



La segunda aventura que relata Pérez Petit es más inocente aún. Cierta vez que Rodó y Carlos Martínez Vigil regresaban de Buenos Aires, en el vapor de la carrera, trabaron relación con dos muchachas, lindas, simpáticas. Cuando desembarcaron en Montevideo, ambos las siguieron, para verificar dónde se alojaban, hasta una casa de la calle Cerrito. Volvieron allí varias veces, tratando de encontrarlas por premeditado azar. Alguna vez montaron guardia hasta la madrugada. Días después se enteraron de que las muchachas no vivían allí; sólo de visita habían concurrido aquel primer día. En vista del desencuentro, Rodó se desanimó y abandonó el asedio. Eso fue todo. O casi todo. En realidad, no es mucho para animar una biografía.

En este rubro, los más serios investigadores de la vida de Rodó no descartan la posibilidad de otros episodios sentimentales, pero, si éstos realmente tuvieron lugar, hay que reconocerle a Rodó una hermética discreción, ya que ni siquiera sus amigos más íntimos se enteraron de nada. Con buen criterio anota Rodríguez Monegal: «Sin duda hay en la vida de Rodó una ausencia del amor como elemento erótico; lo que no significa que falten mujeres, ya sea en aventuras más o menos románticas o en contactos puramente sensuales. Todo este aspecto de su vida aparece deliberadamente sepultado en silencio, y lo poco que ha trascendido no permite ninguna conjetura seria»16. «A la suspicacia moderna -dice Carlos Real de Azúa en un comentario a la exposición Originales y documentos de José Enrique Rodó (1947)- se le hacía arduo creer que toda la vida erótica de José Enrique Rodó pudiera reducirse al soneto a la bailarina Lola Millanes y a la noche que pasó sentado en el cordón de una vereda. ¿Un tímido?, ¿un sublimado? Ibáñez ha penetrado con seguridad y tacto grandísimo en este decisivo sector de su intimidad, y su resultado son dos nombres: Luisa, el amor de la adolescencia, Marta, el de la madurez. Claro que esta nómina, tan angosta, tan platónica, pudiera no satisfacer a esos biógrafos acostumbrados a trabajar con los largos roles de Byron o de Lope. Pero, además de los nombres, existieron las anónimas. También Italia fue para Rodó como lo fue para Goethe, y mucho más radicalmente, la gozosa revelación de la felicidad de los sentidos, el espolazo, demasiado tardío, agrio, crepuscular, de una energía que su vida claustral había dejado sin empleo»17.

En 1891 Rodó ingresa como funcionario en el Banco de Cobranzas, pero hasta 1894 no abandona totalmente sus estudios. Todavía en ese año rinde exámenes de historia y literatura con sobresaliente resultado. No han quedado mayores huellas de su breve actividad bancaria, pero sí de sus primeros amagos literarios. Además de los artículos sobre Benjamín Franklin y Simón Bolívar, anteriormente mencionados, las bibliografías rodonianas sólo registraron dos colaboraciones en el suplemento de Montevideo Noticioso: un poema (mediocre y retórico, como todo lo que Rodó escribió en verso) titulado La prensa, y una nota crítica sobre Dolores, de Federico Balart, en la que Rodó, aunque bisoño y algo inseguro en su juicio, anuncia ya la capacidad crítica de que daría acabadas muestras en su madurez.

Imagen 6 (Pág. 21)

Rodó, a los dieciocho meses

Sin embargo, es posible que entre 1883 y 1895, o sea entre sus infantiles colaboraciones de Los Primeros Albores y las más formales de Montevideo Noticioso, Rodó haya publicado otros trabajos. Cierta breve esquela, dirigida por Rodó el 24 de abril de 1889, a un tal Nemesio Escobar, director de El Autógrafo Americano, de Santiago de Chile, autoriza esa conjetura. Al parecer, Escobar había solicitado a Rodó, que por entonces tenía 17 años, alguna colaboración para su periódico. El joven estudiante de Secundaria le responde, con austera formalidad: «Puede Ud. contarme en el número de sus colaboradores, en la seguridad que haré lo posible por atender dignamente a la participación que me confía en su periódico -y que, aun cuando no puedo comprometerme a mandarle originales en determinados plazos-, trataré de hacerlo con la mayor asiduidad»18. Tanto el pedido de Escobar como el tono de la respuesta, parecen sobreentender la existencia de por lo menos un módico prestigio de Rodó. Por menos exigencias que tuvieran para sus colaboradores El Autógrafo Americano o el tal Escobar, es razonable imaginar que nadie iba a pedirle desde el extranjero una colaboración a cualquier muchacho de diecisiete años que sólo tuviera en su haber impreso dos composiciones escolares.

Lo cierto es que en 1895, Rodó ya estaba listo para ingresar en la vida literaria del país. El 3 de febrero de ese año publica su nota sobre Balart; sólo un mes después, el 5 de marzo, sale el primer número de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, fundada por Rodó conjuntamente con Víctor Pérez Petit y los hermanos (Carlos y Daniel) Martínez Vigil. Esa publicación no sólo es importante para Rodó; lo es también para la vida literaria del Uruguay e incluso de toda Hispanoamérica.

En su libro sobre Rodó, Víctor Pérez Petit cuenta con lujo de detalles, no sólo la vida, pasión y muerte de la Revista Nacional, sino también las gestiones que llevaron a su fundación: «Conversando, precisamente, con Daniel y Carlos Martínez Vigil, con Félix Bayley y con Eduardo Pueyo, otro espíritu bien preparado, subdirector entonces de la Biblioteca Nacional y autor de un compendio de Gramática, surgió entre ellos la idea de fundar una Academia Nacional, cuyo fin, semejante al de la Española, sería velar por el lenguaje...». Por lo demás, la idea no fue más adelante; mas ello se debió a que los incipientes académicos descubrieron ser más práctico fundar una revista literaria que reunirse en cónclave para vigilar la limpieza y esplendor del idioma. Así, pues, abandonada la idea de la Academia, Rodó, Daniel y Carlos Martínez Vigil, esta vez sin el concurso de los otros mencionados anteriormente, dieron en considerar la pobreza de nuestro ambiente literario que no propicia la vida del libro y que toda la del periódico la reduce al comentario de la envenenada política. Entonces alguien manifestó que la nueva generación tenía necesidad de una revista propia, que fuera libre palenque de las especulaciones espirituales. Pero, ¿cómo arribar a ello si faltaba el elemento esencial, el dinero? Esa noche, Rodó tornó a su casa pensando más que nunca en El iniciador. Este tema fue abordado en subsiguientes conversaciones. Cada vez la idea de fundar un periódico literario se arraigaba más en el ánimo de aquellos tres muchachos. Un buen día, Rodó se decidió: «Hay que hacer esa revista. Pero nosotros somos elementos poco menos que desconocidos; necesitaríamos a nuestro lado otro joven que ya tuviera cierta nombradla en el ambiente y que nos prestara su apoyo. Daniel Martínez Vigil me indicó a mí, pero al cabo se inclinaron hacia Benjamín Fernández y Medina. Había publicado algunos libros de cuentos y de versos, escribía en los diarios, polemizaba, era 'conocido', en fin. Fueron a verlo, piloteados por Víctor Arreguine; le expusieron sus propósitos. Él les contestó que lo pensaría y que les daría luego su contestación. Pero, evidentemente, en este caso el autor de Cuentos del pago estuvo desacertado; por lo menos, no supo adivinar lo que valían por sí mismos sus aspirantes a co-redactores. Con mucha habilidad y diplomacia dio en sacarles el cuerpo. Ni en su casa, ni en el diario en que entonces escribía, El Bien, ni en parte alguna, nuestros novatos pudieron darle palmada, como vulgarmente se dice. Desalentados, renunciaron a él y aceptaron el primer consejo de Daniel, es decir, verme a mí»19.

En este pasaje, como en todo su libro -por otros conceptos, tan útil-, Pérez Petit se complace en hablar de sí mismo a propósito de Rodó. Empero, no bien el lector se acostumbre a ir apartando la comprensible hojarasca vanidosa de un biógrafo que acaso nunca se haya resignado a la posposición en que vino a relegarlo la nombradla internacional de Rodó; no bien el lector aprende a seguir el verdadero itinerario, incluso el que atraviesa los silencios y las entrelineas, el libro de Pérez Petit pasa a convertirse en una de las más útiles fuentes biográficas acerca de Rodó. Se trata, de todos modos, de un biógrafo que a la vez fue testigo; ceder a la fácil tentación de descartar la importancia de ese hecho, implicaría una ligereza más culpable, y en el fondo menos ingenua, que la razonable cuota de vanidad, ejercida por aquel coetáneo de Rodó. «Yo me había iniciado en la crítica militante -dice Pérez Petit sacando pecho-, un poco a lo Clarín, arremetiendo duramente contra todos los que consideraba malos escritores, y en poco tiempo esa campaña constante, ruda, combativa, me había dado mucha notoriedad. Se me odiaba cordialmente (aún todavía hay muchos que no me perdonan aquellas críticas y que hacen lo inimaginable por que mi labor literaria pase inadvertida o se la desprecie redondamente); pero se me temía y respetaba»20.

Ya ha sido citado otras veces el retrato que Arturo Giménez Pastor ha hecho (en Figuras a la distancia) del Rodó de esos años: «Una cosa larga, flaca y descolorida; un cuerpo tendiendo a salirse por el cuello, como atraído por la tensión que concentraba en los lentes toda su figura de miope resfriado; señalando pertinaz el rumbo, una nariz que avanzaba descomedidamente; la faz, como fría y desvaída; un hombro mucho más alto que el otro, y pendiente de allí un brazo pegado al cuerpo». Y más adelante agrega: «Era, en cuanto a figura y actitud, el hombre a quien le sobra todo en el desairado juego de los movimientos: brazos, piernas, ropa (¿quién se dio cuenta nunca de cómo iba vestido Rodó?). Todo eso estaba de más, funcionaba como quiera. Daba la mano entregándola como una cosa ajena; la voluntad y el pensamiento no tomaban parte de ese acto. La mirada diluíase imprecisa y corta tras la frialdad de los lentes»21.

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A los cuatro años

Es de imaginarse que la modesta, opaca, desvaída figura de Rodó, aparecería por entonces como secundaria junto al temido y respetado Pérez Petit, pero lo cierto es que la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales fue en definitiva un trampolín que lanzó el nombre de Rodó a la consideración continental. Osvaldo Crispo Acosta («Lauxar») escribía al respecto: «Desde mayo de 1895 a noviembre de 1897 [Rodó] dirigió la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, que se divulgó y fue muy bien acogida en toda América. En ella tiene un medio eficaz de trabajo. Se entrega entonces afanosamente a una labor continua bajo la urgencia de la publicación periódica impostergable. Siente ya definida y resuelta su misión literaria, y todo lo abandona para dársele entero. Otros llagan versos y finjan historias y observen a los hombres; él se concreta a los libros; es sin vacilaciones, desde el primer instante y formalmente, un crítico. Sus artículos versan todos sobre literatura española y americana, y especialmente sobre la producción del Río de la Plata. Eran, sin embargo, los años en que América recibía con pasmo de admiración las influencias de la reciente poesía francesa. Nada quiere saber de ellas; lo llama al trabajo el designio de promover a plenitud de expansión nuestra indecisa conciencia hispanoamericana. Todo lo encuentra por hacer: la cultura permanece relegada al acaso; carece nuestra sociedad informe de una tradición estable; le son extrañas hasta las más elementales nociones del buen gusto; no impera sobre los espíritus, aislados, un ideal común; nada nos une moralmente; fracasan, faltas de estímulo y sostén, las tentativas de creación individual. Quisiera José Enrique Rodó levantar a unánime vida todas las inteligencias americanas, y a ello acude, en estudios y comentarios, con tesón y paciencia inquebrantables. Se interesa ya Por la unidad de América; reclama una poesía grande, humana, social; cualquier tema le es bueno para mirar desde él hacia el horizonte y lo futuro, con la esperanza evocadora de una realidad mejor»22.

En la Revista Nacional publica Rodó numerosos artículos y ensayos críticos. Empieza por reproducir la nota sobre Dolores de Federico Balart, escrita en 1894 y publicada el 3 de febrero de 1895 en el suplemento de Montevideo Noticioso. En los números correspondientes al 20 de marzo y 5 de abril de 1895, publica su primer ensayo sobre Juan María Gutiérrez (que le sirvió de base para el titulado Juan María Gutiérrez y su época, incluido en 1913 en El mirador de Próspero). Luego van apareciendo sus estudios sobre Clarín (que provocaron fecundo intercambio epistolar con Leopoldo Alas), Juan Carlos Gómez, Núñez de Arce, Menéndez y Pelayo, Guido Spano, Rivas Groot, Leopoldo Díaz, Vicente Fidel López, Andrés A. Mata. Contemporáneamente colabora en La Revista Literaria, de Buenos Aires, dirigida por Manuel B. Ugarte, donde aparecen páginas de crítica y una carta que Rodó envió al propio Ugarte, con elogios para la publicación bonaerense y el siguiente párrafo, anunciador de futuros emblemas: «Grabemos entre tanto, como lema de nuestra divisa literaria, esta síntesis de nuestra propaganda y nuestra fe: Por la unidad intelectual y moral de Hispanoamérica».

El aporte de José Enrique Rodó a la Revista Nacional no se reduce a su actividad crítica. El 25 de junio de 1896 aparece El que vendrá (texto que, conjuntamente con otro ensayo publicado en la Revista Nacional y titulado La novela nueva, reuniría un año más tarde en el primero de los tres opúsculos denominados La vida nueva). Éste fue el primer trabajo de Rodó que obtuvo una gran resonancia. Samuel Blixen, crítico de asentado prestigio, lo elogió sin ambages, destacando que, en El que vendrá, «el verbo se ha hecho síntesis de todas las cosas bellas, y a más de ser poesía, parece también música y pintura»23. Esa pomposa -pero importante- aprobación, significó para Rodó sencillamente la notoriedad, por lo menos dentro del ámbito nacional. A El que vendrá pertenece uno de los fragmentos de Rodó más frecuentemente citados: «El vacío de nuestras, almas sólo puede ser llenado por un grande amor, por un grande entusiasmo; y este entusiasmo y ese amor sólo pueden serles inspirados por la virtud de una palabra nueva. Las sombras de la Duda siguen pesando en nuestro espíritu. Pero la Duda no es, en nosotros, ni un abandono y una voluptuosidad del pensamiento, como la del escéptico que encuentra en ella curiosa delectación y 'blanda almohada'; ni una actitud austera, fría, segura, como en los experimentadores; ni siquiera un impulso de desesperación y de soberbia, como en los grandes rebeldes del romanticismo. La Duda es en nosotros un ansioso esperar; una nostalgia mezclada de remordimientos, de anhelos, de temores; una vaga inquietud en la que entra por mucha parte el ansia de creer, que es casi una creencia... Esperamos; no sabemos a quién. Nos llaman; no sabemos de qué mansión remota y oscura. También nosotros hemos levantado en nuestro corazón un templo al dios desconocido».

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A los once años

Con la perspectiva de 66 años, puede decirse hoy que el evidente impacto que produjo El que vendrá en el ambiente de fin de siglo se debió más que nada a la cadencia del estilo, a eso que Blixen llamaba «constante variedad del colorido que hace de aquella prosa un precioso trabajo de arte». En toda la obra de Rodó afloró siempre cierta ingenuidad esencial que, a pesar de que invalidaba algunos de sus puntos de vista, fue también uno de sus más seguros atractivos. Pero, en El que vendrá, esa ingenuidad está demasiado a flor de piel, queda demasiado inerme, no sólo frente al posterior y definitivo juicio de la historia, sino también frente a su propio presente, frente a la actualidad en que fue creado. Cuando Rodó invoca: «¡Revelador! ¡Revelador! ¡La hora ha llegado!... El sol que muere ilumina en todas las frentes la misma estéril palidez, descubre en el fondo de todas las pupilas la misma extraña inquietud; el viento de la tarde recoge de todos los labios el balbucear de un mismo anhelo infinito, y ésta es la hora en que 'la caravana de la decadencia' se detiene, angustiosa y fatigada», su oración laica suena tan solo a literatura; no tiene sostén social, ni filosófico, ni religioso. Posee tan solo un basamento poético, un impulso de metáforas encadenadas, pero ello, en una prosa que quiere ser de pensamiento, es poco mérito para sobrevivir. El propio Rodó, más lúcido que sus estupefactos contemporáneos (la excepción fue Juan Zorrilla de San Martín), no demoró muchos años en darse cuenta del reducido valor de aquel primer opúsculo. No sólo se cuenta con el testimonio de Pérez Petit, quien ha narrado que, cuando Rodó preparaba Motivos de Proteo «y se hallaba en pleno dominio de sus facultades», le dijo, refiriéndose a sus trabajos incluidos en La vida nueva, I: «No dicen nada»24.

También en 1914, cuando el narrador ecuatoriano Alejandro Andrade Coello (autor de Pinceladas de la tierruca) le escribe acerca de un discípulo que intentaba consagrar un estudio a la obra de Rodó y con ese motivo le pide ejemplares de las dos primeras partes de La vida nueva (o sea: El que vendrá y La novela nueva, 1897, y Rubén Darío, 1899), Rodó le contesta remitiéndole la edición de Prosas profanas, publicada por Bouret, que incluye su estudio sobre Darío, y agrega: «En cuanto al otro opúsculo: La vida nueva, no tiene gran importancia y poco se perderá en omitirlo»25.

Sobre el Rodó de la época de la Revista Nacional, Pérez Petit ha relatado algunas anécdotas que contribuyen a completar la imagen del escritor, bastante distinto del que se mostró al público en años posteriores o del que puede imaginar un lector a través de su obra26. Cuenta el biógrafo que Rodó «se gastaba unas bromitas e ironías que parecían sinapismos». Parece que uno de los redactores, contrario a que se escribieran en la revista artículos demasiado largos, había dicho: «Ahora hay que hacer trabajar las piernas; ya tendrán tiempo de hacer trabajar la cabeza». Y Rodó habría respondido con aire inocentón: «Lo dejaremos trabajar primero a usted; nosotros ya lo haremos más tarde». Otra vez, refiriéndose a un artículo aparecido en La Tribuna Popular (periódico perteneciente a la familia Lapido), Rodó comentó: «Este suelto es de un estilo lapidario». En una ocasión se produjo en la imprenta un tremendo empastelamiento. «Ante aquel hacinamiento de letras negras en el suelo -narra Pérez Petit- nos quedamos con los brazos colgando. Es lo irremediable; no hay nada que hacer. A quien había que oír en aquella ocasión, era al regente. Parecía una fiera. Allí nadie se entendía. Responsabilizábanse los unos a los otros, no queriendo ser nadie culpable: el regente censuraba al maquinista por no haber apretado bien las roscas; el maquinista, entre dos ternos, argumentaba que el regente había dejado 'fuertes' las columnas de composición; los tipógrafos argüían que eran los conductores que le habían dado un golpe a las 'formas'; los conductores replicaban, y las voces crecían, y el plomo seguía en el suelo, naturalmente. Daniel se cogía la cabeza; Rodó, que tomaba todo con gran filosofía y no perdía su buen humor, concluyó por decirme: "Yo voy a sentarme en una silla y a sacarme los botines para reírme a gusto"»27.

También relata el biógrafo el modo de escribir que en esa época sigue Rodó: distribuye el plan, combina las grandes líneas, apunta las ideas generales. Cuando va por la calle, medita sobre lo que está escribiendo, y, si se le ocurre una modificación, la apunta en algún papel que lleva en el bolsillo o, también, en el puño de la camisa. La corrección de pruebas era la pesadilla de tipógrafos y linotipistas. Una prueba de galeras salía de las manos de Rodó con todo un laberinto de correcciones. Luego pedía segunda y hasta tercera prueba. «El tipógrafo le da la tercera prueba -acota Pérez Petit- porque no puede darle un tiro». En una oportunidad, cuando después de tantas galeras y nuevas pruebas e interminables correcciones, sale al fin el pliego definitivo, Rodó se lo lleva a su casa para darle una última lectura, pero antes de irse suelta este comentario: «¡Con tal que no se nos haya escapado algo con estas precipitaciones!».

Su timidez llegaba a veces a asumir actitudes un poco absurdas. Por ejemplo, nunca tomaba un tranvía, como no fuera desde su punto de partida hasta el de llegada, porque no había aprendido a subir o bajar con el vehículo en movimiento y no quería pasar la vergüenza de hacer detener completamente el tranvía sólo por su causa. No se limitaba su timidez a los tranvías y las mujeres; tampoco era frecuente que juntara valor para entrar en una sala de espectáculos.

No obstante, si bien en el trato personal y la vida cotidiana Rodó mostraba carencias, peculiaridades y manías, en su actividad intelectual ya era en ese tiempo un carácter perfectamente delineado. La existencia de la Revista Nacional significó para él la posibilidad de entrar en contacto intelectual y epistolar con prestigiosos nombres de España y América, y es probable que esa comunicación, ese eco, esa resonancia, le hayan ido dando, en el terreno literario, la seguridad y el aplomo de que carecía para ciertos detalles menores de su vida diaria. La Revista publicó trabajos de Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Bartolomé Mitre, José Santos Chocano, Ricardo Palma, Rafael Obligado, Salvador Rueda, Rufino Blanco Fombona, Jaimes Freire, Leopoldo Díaz, Manuel Ugarte, etc. Han quedado testimonios del aprecio que suscitó la Revista en escritores como Leopoldo Alas (tan admirado hoy por la nueva promoción de novelistas españoles, alguno de los cuales considera a La Regenta como la novela hispánica más importante después del Quijote), quien escribió: «En América se publican muchas revistas literarias de jóvenes que imitan a los decadentes franceses, y esas revistas, por lo general, son de insoportable lectura. Pero hay una, que no es decadentista, titulada Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, la cual es una honrosa excepción, por lo discreta, seria, original e ilustrada»28. En otra oportunidad (carta a Rodó, fechada 11 de agosto de 1897), Alas retrocedió un poco en la extensión de la alabanza: «Mis elogios de la Revista Nacional eran espontáneos y sinceros. Y para que vea Ud. esta sinceridad, le diré que recibí hace unos meses unos cuantos números que ya no me parecieron tan bien, pues vi con dolor en ellos demasiado azul, y excesiva intervención de esos señoritos que Ud. llama, con gracioso eufemismo, candorosos. Después vinieron otros números más serios y sustanciosos. Sigan Uds. así. Menos sinsontes disfrazados de gorriones parisienses, y más crítica seria, de gusto y conciencia como la de Ud. y la de Pérez Petit. En Ud. no encuentro más que un defecto, que nace de bondad. Habla Ud. demasiado bien de aquellos a quienes elogia. V. gr., cuando habla de mí... y de otros»29.

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Fotografía tomada a los veintiún años
(Chute & Brooks, Montevideo)

El último número de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales apareció el 25 de noviembre de 1897, en un período que para Rodó fue de desaliento y amargura. Ocho meses antes de ese desenlace, escribía a su amigo Juan Francisco Piquet (a quien dirigió, entre 1897 y 1911, las cartas más reveladoras de toda su correspondencia): «¡La existencia de la Revista significa ahora un esfuerzo casi heroico de nuestra voluntad!... ¿Quién escribe? ¿Quién lee? El frío de la indiferencia ha llegado a la temperatura del hielo, para estas cosas Montevideo es mitad un club de hablillas políticas, y mitad una factoría de negociantes. Nunca fue cosa muy distinta. Hace medio siglo, sitiada y ensangrentada, en vida de una generación de la que no parecemos nietos, siquiera había en ella vida intelectual, gente que demostraba afición a las cosas del espíritu... Hoy, cuando no nos conmueve la noticia de un encuentro sangriento o el anuncio de otro que va a realizarse, vegetamos entre la chismografía política, las pequeñas angustias de la lucha por la vida, penosa y difícil, y el tajear de las lenguas que manifiesta nuestro maravillosa desconcierto de voluntades, nuestra incurable anarquía de esfuerzos y de opiniones... No hay tribuna, no hay prensa política, no hay vida de la inteligencia. Cada uno de nosotros es un pedazo de un gran cadáver»30.

En realidad, la muerte de la Revista parece haber sido provocada por tres causas convergentes: 1) la guerra civil contra el Dr. Juan Idiarte Borda con el punto culminante que significó el asesinato del presidente -25 de agosto de 1897- por el estudiante Avelino Arredondo; 2) cierto desinterés hacia la Revista en el ámbito nacional (se conserva el borrador de una carta de Rodó a Piquet, fechado el 21 de abril de 1897, donde puede leerse: «La Revista puede decirse que aparece para ser leída y circular en el extranjero. De allí vienen ahora los testimonios de estima y las muestras de que se la lee. Si no fuera por eso y porque nuestra voluntad empecinada no se resigna a arriar el pabellón, hubiéramos abierto un paréntesis en su vida. Pero tenemos la convicción de que hacemos una obra buena, patriótica y de que algo de lo que suena la Revista por esos mundos se traduce en crédito para el país, aunque ese crédito no se cotice en el mercado de Londres»); 3) cierto desperdigamiento del elenco de redactores. Cuenta Pérez Petit: «Verdad es que, al fin de ese número, anunciamos que íbamos a introducir una reforma en el formato de la publicación. Con Rodó, en efecto, hablamos dar a luz una revista mensual de 64 u 80 páginas de texto, según el formato de la Revue des Deux-Mondes o La Lectura. Pero el temor de que fueran a creer las gentes que habían surgido desinteligencias con los otros dos compañeros de la Revista, hizo desistir a Rodó de su propósito. Por dos o tres veces, más tarde, me volvió a hablar de la posibilidad de resucitar la publicación; pero, ya habíamos dejado de ser muchachos...».

El fenómeno de la guerra civil afectó hondamente a Rodó, quien nunca logró explicarse las posibles razones de una agresión cualquiera. Es evidente que, de haber existido para Rodó alguna variante de paraíso o de Nirvana, éste habría incluido, en carácter de ineludible garantía, la segura posibilidad de paz y de tranquilidad como contorno de la labor del intelecto. En 1897 le escribía a Piquet: «En cuanto a mí, la decepción, el desconcierto de esta situación, me apartan de la labor literaria, porque escribir de literatura sería trillar en el agua en estos tiempos; pero, por otra parte, no hacen sino robustecer mis aficiones, confirmarse en mi amor a la grata, a la noble vida del pensamiento y el trabajo intelectual»31.

Imagen 10

Foto
(Chute & Brooks, Montevideo)

Idiarte Borda había ocupado la presidencia de la República desde el año 1894. El fraude electoral y la corrupción política daban excusa a los blancos para provocar una nueva revolución. Ésta estalló efectivamente en marzo de 1897, pese a los esfuerzos de José Batlle y Ordóñez y otros políticos colorados, que propiciaban la coparticipación de los blancos en el Gobierno. Después que Arredondo ultimara a Idiarte Borda en momentos en que el presidente, rodeado de ministros y legisladores, salía de un Te Deum celebrado en la Catedral, ocupó el mando Juan Lindolfo Cuestas en su carácter de presidente del Senado. En un primer momento, pareció que Cuestas trataría de cumplir la aspiración de aquellos políticos de su partido que reclamaban honestidad y un gobierno de unión nacional. El propio Batlle apoyó la política de Cuestas. El 18 de septiembre de 1897, con la mediación de Francisco Bauza y José Pedro Ramírez, se firmó la paz con los blancos.

Pese a su evidente imposibilidad temperamental para comprender, y menos aún para admitir, cualquier política de fuerza, cualquier enfrentamiento bélico, Rodó se convierte de buenas a primeras en lo que hoy se denominaría un escritor comprometido. Tanto se compromete, que su actividad literaria (concentrada en la preparación de su estudio sobre Rubén Darío) decrece bastante. Antonio Villalba y Eulogio de los Reyes, ambos colorados, fundan el periódico El Orden, destinado a sostener la política de Cuestas, y ofrecen el cargo de Jefe de Redacción a Carlos Martínez Vigil, quien aporta a la nueva tribuna periodística los nombres de sus antiguos compañeros de la Revista Nacional. Sólo Daniel Martínez Vigil no quiso participar en la nueva empresa, pero Rodó y Pérez Petit (junto con Juan Andrés Ramírez, Juan C. Blanco Acevedo, Juan A. Zubillaga, Domingo Arena y Alberto Guani) integran el plantel de redactores. En El Orden, escribe Rodó sobre La juventud y el Partido Colorado («Queremos el gobierno efectivo del Partido Colorado, por el encumbramiento de sus hombres mejores; queremos el régimen de la probidad en el gobierno, que arraigue prácticas honestas e impida peculados; queremos la extinción radical de ese sistema de la usurpación del voto, de la mentira electoral, confesada y alardeada, que nos deprime en nuestra dignidad de pueblo libre y que hará de nosotros -incorporándose definitivamente al organismo de nuestra vida pública, como por derecho consuetudinario- el ludibrio y el escándalo de América. Queremos sustituir la privanza de los caudillos complacientes con el dominio de los hombres justos y capaces»), sobre la personalidad política de Julio Herrera y Obes, sobre La palabra del doctor Sienra Carranza («Un interinato dictatorial en que la suma del poder público se concentre en manos de un solo hombre implica un riesgo tan formidable y una alteración tan profunda en la vida de los pueblos organizados libremente, que sólo puede tolerarse su duración en los momentos álgidos del peligro»), sobre la reforma de la Constitución. Los cuatro artículos son del mes de febrero de 1897. A fines de ese mismo mes, Rodó (junto con Pérez Petit y Zubillaga) se retira de El Orden; en marzo, el periódico deja de aparecer.

Sobre este período, Pérez Petit deja constancia de un episodio pintoresco: «Tanto molestó El Orden, que un día se pensó en darles una respetable mano de palos a sus redactores cuando estuvieran con las manos en la masa en su redacción, ubicada modestísimamente en dos habitaciones del tercer piso en una casa de la calle Cerrito y Ciudadela. Oficiosamente, alguien nos trajo la prevención de que se complotaba aquel recurso habitual de los sombríos tiempos de Latorre y de Santos, y oficiosamente también, alguien nos mandó un indio grandote, para que nos guardara la puerta, y cuatro revólveres para la defensa de nuestras personas. Aquellos instrumentos fueron el único fruto que hubimos de todo nuestro trabajo. Y aquí debo consignar otro detallecito que señala otra arista del carácter de Rodó. Mientras los demás nos apresuramos a llenar con balas el cilindro del arma y echárnosla en seguida al bolsillo, esperando heroicos y denodados la agresión, que luego no llegó, sea dicho en honor de la verdad, él, Rodó, empezó a revisar bien el revólver, para cerciorarse de que no portaba cápsula alguna, y así vacío, lo colocó en su bolsillo. "Pero hombre, cárguelo", le observamos. "No, podría escapárseme el tiro", contestó»32.

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Portada del tomo I de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, que fundó en 1895 con Víctor Pérez Petit y Daniel y Carlos Martínez Vigil

El grupo se dispersó nuevamente. Carlos Martínez Vigil fue designado vocal en la Dirección General de Instrucción Pública; Rodó ingresó primero como empleado en la Oficina de Avalúos de Guerra, y luego (el 9 de mayo de 1898) fue nombrado, por el doctor Alfredo Vázquez Acevedo, catedrático interino de Literatura, cargo que ocuparía hasta 1901. Rodríguez Monegal cita el testimonio de Pedro Erasmo Callorda, que fue discípulo de Rodó en 1899: «Rodó comenzó a explicar su curso. Hablaba con relativa tranquilidad, mirando a un punto vago del techo; su frase era fluida, limpia de recursos oratorios, como si se oyera a un lector; y accionaba con su diestra descarnada y flaca... No osaba mirar a sus discípulos; y cuando se cansaba de mirar al cielo raso, miraba, siempre hablando, a la puerta de la clase... Rodó hablaba con sosiego, a veces con presteza, como si tratara de redactar sus pensamientos, a fin de que salieran limpios y claros; y su voz tenía un timbre agudo, algo aflautado y nasal, al que imprimía una acentuación docta y viril»33.

La dispersión de los redactores y fundadores de El Orden es atribuida por Pérez Petit a que ya se había cumplido el fin perseguido, o sea «concluir con la anterior situación política y reconstituir el gobierno nacional con todos los elementos sanos del país», pero Rodríguez Monegal conjetura que «la separación de Rodó se debió al nuevo rumbo que estaba tomando la política de Cuestas». Efectivamente, en un artículo publicado cuatro años más tarde Rodó se refiere a Cuestas en estos términos: «Por su parte la política del gobernante encumbrado por el golpe de Estado tendió a la represión, a la inflexibilidad». El 10 de febrero de 1898, Cuestas disolvió ambas Cámaras y designó un Consejo de Notables. Es posible que éste y otros gestos autoritarios de Cuestas hayan afectado seriamente la todavía novata credulidad política de Rodó, quien se apartó por tres años del periodismo partidista (hasta 1901, en que aparece colaborando en El Día) y se consagró a terminar su ensayo sobre Rubén Darío.

Pero 1898 no fue tan solo un año de agitada política nacional; fue también el año en que España perdió a Cuba. Rodó y algunos de sus amigos, fueron hondamente conmovidos por la intervención de los Estados Unidos. Su biógrafo ha sintetizado así esta conmoción: «Queríamos y anhelábamos la libertad de Cuba, último pueblo de América que permanecía sujeto al yugo de España no obstante sus viriles luchas por la independencia y la actuación gloriosa de los Martí y los Maceo. Pero deseábamos, al par, que esa libertad fuera conquistada, como había sido conquistada la de toda Sud América, por los hijos de la nación sojuzgada y, a lo sumo, con el concurso de pueblos hermanos. Un nuevo Bolívar nos hubiera llenado de orgullo. Pero, lo que no admitíamos de ningún modo, era la intervención de Norte América. Cierto que propiciaba la independencia de Cuba; pero no le agradecíamos el servicio. ¿Qué tenía que ver esa nación extraña en la contienda de los pueblos de otra raza? ¿Qué tenía que inmiscuirse en algo que para nosotros era un 'asunto de familia'? En esa lucha estábamos por España. Cuba libre, sí; pero no por el favor o el interés de Norte América»34. No deja de ser curiosa esta frase final, que parece el anuncio de un slogan hoy muy difundido y muy actual.

El propio Pérez Petit cita asimismo este comentario verbal de Rodó: «Entre nosotros, los latinos, todo lo que se quiera: podemos rompernos el alma fraternalmente; luego, más tarde, nos volveremos a abrazar, y seremos todos uno, con el mismo ideal, con la misma sangre, con los mismos hábitos y costumbres, con el mismo lenguaje [...] Pero ese otro pueblo es [...] nuestro futuro peligro [...] Habría que decir todo esto, ¿no le parece?». Es más probable que de esa actitud antinorteamericana naciera en Rodó la intención de escribir su Ariel, y no fue por cierto tan ajeno al fenómeno imperialista como suelen reprochárselo algunos apurados -u omisos- lectores de 1962.

Ariel demoraría todavía dos años en ser editado, pero en 1899 Rodó publica el segundo opúsculo de La vida nueva, con el título: Rubén Darío. Su personalidad literaria, su última obra. Rodó admiraba el arte de Darío, pero desconfiaba en cambio de sus imitadores. El estudio de 1899 reafirma ambas actitudes, y, pese a que el balance crítico es altamente favorable a Darío, allí sostiene Rodó la independencia de su juicio, como si quisiera curarse en salud de las gratuitas susceptibilidades de los incondicionales o aduladores del poeta nicaragüense. «No creo ser un adversario de Rubén Darío -dice al final del ensayo. De mis conversaciones con el poeta he obtenido la confirmación de que su pensamiento está mucho más fielmente en mí que en casi todos los que le invocan por credo a cada paso. Yo tengo la seguridad de que, ahondando un poco más bajo nuestros pensares, nos reconoceríamos buenos camaradas de ideas... Y no hay duda de que la obra de Rubén Darío responde, como una de tantas manifestaciones, a ese sentido superior; es en el arte una de las formas personales de nuestro anárquico idealismo contemporáneo; aunque no lo sea -porque no tiene intensidad para ser nada serio- la obra frívola y fugaz de los que imitan, el vano producir de la mayor parte de la juventud que hoy juega infantilmente en América al juego literario de los colores... Para los imitadores, dije entonces, ha de ser el castigo, pues es suya la culpa; a los imitadores ha de considerárseles los falsos demócratas del arte, que, al hacer plebeyas las ideas, al rebajar a la ergástula de la vulgaridad los pareceres, los estilos, los gustos, cometen un pecado de profanación quitando a las cosas del espíritu el pudor y la frescura de la virginidad».

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Esquela de Rubén Darío a Rodó (RF)

Es obvio que el ataque no va dirigido al poeta sino a los imitadores; pero es igualmente obvio que Rodó disculpa el «modernismo» de Darío sólo porque viene avalado por un indiscutible genio poético. Si se considera el estilo de elogio que era usual a fines del siglo, si sólo se compara el tono general del estudio de Rodó con ciertas cartas que éste recibió referidas al mismo («Es usted más poeta en este trabajo que el mismo Darío», le escribió Salvador Rueda, a quien no le alcanzaban las mayúsculas para decir que el ensayo era una Maravilla), se reconocerá que hay en Rodó cierta reticencia, cierta contención en el encomio. Dice por ejemplo: «Su poesía llega al oído de los más como los cantos de un rito no entendido». Habla también del «antiamericanismo involuntario del poeta», y refiriéndose concretamente a su producción agrega: «Joya es ésta de estufa; vegetación extraña y mimosa que mal podía obtenerse de la explotación vernal de savia salvaje en que ha desbordado hasta ahora la juvenil vitalidad del pensamiento americano; algunas veces encauzada en toscos y robustos troncos que durarán como las formas brutales, pero dominadoras, de nuestra naturaleza, y otras muchas veces difusa en gárrulas lianas, cuyos despojos enriquecen al suelo de tierra vegetal, útil a las florescencias del futuro». Y más adelante: «Sólo se siente inclinado a dar limosna cuando la sordidez y los andrajos tienen aspecto de cuadro de Ribera o de Goya». Además, tiene su punta la interrogante que el crítico se formula a sí mismo, como anticipo de muchas voces extrañas: «¿No crees tú que tal concepción de la poesía encierra un grave peligro, un peligro mortal, para esa arte divina, puesto que, a fin de hacerla enfermar de selección, le limita la luz, el aire, el jugo de la tierra?». El hecho de que Darío haya incluido el estudio de Rodó como prólogo en la segunda edición de sus Prosas profanas, no autoriza sin embargo a pensar que el poeta no haya advertido las reticencias de su crítico. Éstas son tan sutiles y están tan bien incrustadas en el brillo de los elogios, que Darío puede haber hecho cálculo y concluido que, frente al lector corriente, aun las contenciones de Rodó, aun las objeciones implícitas, habrían de parecer variantes del panegírico. Lo que Rodó hizo, acaso inconscientemente, fue salvaguardar su conciencia de crítico, dejar sentada en el fondo su profunda convicción de que el escritor de estas tierras debía incorporarse a la milicia hispanoamericana. Claro que Darío no debe haberle perdonado semejantes sutilezas. Ya por entonces su nombre estaba en la cúspide de la poesía hispanoamericana, y no resulta arriesgado conjeturar que debe haberse sentido olímpicamente molesto. Sólo esa molestia puede explicar ciertos menosprecios (si se quiere, marginales, y siempre atribuibles a la distracción o a la negligencia de los grandes hombres) que en adelante habría de tener hacia el crítico uruguayo.

Frente al completo e inteligente ensayo de Rodó (seguramente el más importante que hasta ese momento se había escrito sobre el poeta), Darío responde con una esquelita de pocas líneas: «Caro amigo: Gracias mil. Su generoso y firme talento me ha hecho el mejor servicio. Usted no es sospechoso de camaradería cenacular. Pronto le escribiré largamente. Gracias, Rubén Darío». Lo de mejor servicio parece particularmente agresivo; además, no le escribió largamente. No terminan allí los agravios camuflados. Cuando el poeta publica la segunda edición de Prosas profanas (París, 1901) e incluye el estudio de Rodó (éste había expresamente autorizado la inclusión), el nombre del crítico no aparece en ninguna de las páginas, ni siquiera en la falsa carátula. Darío se disculpó echándole la culpa a los editores «Para atenuar el efecto -dice Rodríguez Monegal-, aseguraba en broma que la firma era innecesaria, ya que el estilo de Rodó era fácilmente reconocible»), pero los editores devolvieron la acusación, haciendo a Darío totalmente responsable de la omisión. Una nueva edición de Prosas profanas, impresa en 1908, incluirá el nombre de Rodó como autor del prólogo, pero ya será tarde. En realidad, tanto la menospreciativa esquelita inicial como la agraviante omisión posterior, sirvieron para desquiciar esta amistad (que llegó a incluir contactos personales, tanto en Buenos Aires como en Montevideo). Hoy esta relación puede ser estudiada como un muy profesional encaje, que incluye astucias, eufemismos, agravios, susceptibilidades y también su porción de dignidad. Rodó, que en cierta oportunidad (1912, Teatro Solís) se negó a presentar a Darío como conferenciante, sólo a la muerte del poeta pareció decidirse a dar vuelta la hoja sobre antiguos agravios y escribió (para la revista argentina Nosotros, febrero de 1916) una breve pero lúcida valoración de Darío, que incluye estos dos párrafos finales: «Grande es el poeta por su obra personal; pero el agitador en el campo del arte y propagador de formas nuevas, el pontífice lírico, el César de dos generaciones subyugadas por la extraordinaria simpatía de su imaginación, vincula aún si cabe, mayor prestigio de triunfo y maravilla. Ninguna otra influencia individual se había propagado en América con tal extensión, tal celebridad y tan avasallador imperio. Durante veinte años, no ha habido, de uno a otro confín del Continente, poeta que no llevase, más o menos honda, en el alma, la estampa de aquella garra innovadora. Su dominio trascendió más allá, y por vez primera, en España, el ingenio americano fue acatado y seguido como iniciador. Por él la ruta de los Conquistadores se tornó del ocaso al naciente. Y esta soberanía irresistible es tanto más excepcional y peregrina cuanto que fue alcanzada por la virtud del arte puro, sin la fuerza magnética de un ideal de humanidad o de raza, de esos que convierten el canto del poeta en verbo de una conciencia colectiva. Su nombre, que ya tenía, en vida de él, cierta vibración de nombre ideal y legendario, resonará en el tiempo con el poder evocador de un símbolo de renovación y poesía, como el del Apolo Hiperbóreo, que el mito, clásico representó sobre aéreo carro de cisnes, difundiendo nueva belleza y nueva vida en el seno de la naturaleza arrancada al letargo del invierno».

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Portada de primeras ediciones

1900 es el año de Ariel, uno de los libros de mayor resonancia que se hayan escrito en América latina. En la sección correspondiente a la valoración crítica de la obra rodoniana, hallará el lector más detallada referencia a este libro fundamental de José Enrique Rodó. Me limito aquí a consignar que Ariel, dedicado «a la juventud de América», significó para Rodó el punto más alto de su celebridad. Todavía hoy debe ser uno de los libros más abundantemente leídos y citados en las aulas, en los programas universitarios y en las investigaciones político-sociológicas de América latina. En los comienzos del siglo fue como si la juventud hispanoamericana hubiese estado esperando la palabra que tradujera sus ansias, al Maestro que guiara sus pasos, el impulso que diera un sentido a su inconformismo y a su inquietud. Ariel representó de pronto esa palabra, ese guía, ese impulso. Pero no sólo la juventud lo agitó como bandera. Escritores de renombre parecieron disputarse el derecho de escribir sobre Ariel. Desde Leopoldo Díaz a Juan Valera, desde Miguel de Unamuno a Pedro Henríquez Ureña, desde Rafael Altamira a Francisco García Calderón, todos estuvieron de acuerdo en destacar (aun señalando, como en el caso de Unamuno, discrepancias parciales) la importancia y la originalidad del enfoque de Ariel. Desde 1900 a 1911, la obra alcanzó nueve ediciones35: 4 en Montevideo, 1 en Valencia, 1 en Santo Domingo, 1 en La Habana y 2 en México. Para un libro latinoamericano, semejante ritmo editorial representa verdaderamente una excepción. Y conviene no olvidar que en el año de la aparición de Ariel, Rodó cumple 29 años.

Sólo si se considera el gran prestigio literario que Rodó había conquistado, aún antes de Ariel, en su país y en el extranjero, es posible explicarse que el gobierno de Cuestas lo nombrara, a pesar de su juventud, Director interino de la Biblioteca Nacional. Posteriormente, el 4 de octubre de 1901, por una resolución del Ministerio de Fomento, es encargado conjuntamente con Elías Regules, Víctor Pérez Petit y Juan Paullier) de «cooperar a la tarea del Director de la Biblioteca y de complementarla en todo lo relativo a su mejoramiento y fomento».

En ese mismo año, vuelve Rodó a la actividad política. Las elecciones se acercaban y parecía inminente una derrota del Partido Colorado. Ya por entonces, la amenaza derrotista significaba el más poderoso estímulo para las reconciliaciones, arrepentimientos, perdones y unificaciones partidarias. Rodó acepta integrar una comisión que trata de provocar un acercamiento entre las distintas fracciones de su partido. «A la juventud colorada», se había titulado un manifiesto que a fines de 1900 habían firmado varias personalidades coloradas, entre las que figuraban Juan M. Lago, Guzmán Papini y Zas, Emilio Frugoni, Jacobo D. Varela, Juan C. Blanco Acevedo, Julio María Sosa, José Enrique Rodó y sus antiguos compañeros de la Revista Nacional, Víctor Pérez Petit y Carlos Martínez Vigil. «A nadie negamos nuestra invitación -decía en su parte final el Manifiesto-, y a todos dirigimos nuestro llamamiento, porque al pie de la amplísima bandera que hoy levantamos desplegada y radiante, todos [...] pueden congregarse [...] para que [...] conduzcamos a nuestro Partido a las cumbres de su engrandecimiento, que nosotros identificamos con la felicidad de la patria».

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Medalla emitida con motivo de la repatriación de los restos de Rodó

En realidad, se trataba de unir el grupo que respondía a José Batlle y Ordóñez con el que rodeaba a Julio Herrera y Obes. El principal promotor de la idea de unificación fue el Dr. Juan M. Lago, cuyo lema era: «Gobernar con el partido, pero para el país». El 21 de enero de 1901 se realizó un gran banquete partidario en el teatro San Felipe y allí hicieron uso de la palabra, además del Dr. Lago, los intelectuales que habían colaborado en El Orden: Víctor Pérez Petit, Carlos Martínez Vigil y José Enrique Rodó. En su discurso, el autor de Ariel abogó por la reorganización del Partido Colorado sobre la base franca de la reconciliación y la amistad de sus elementos dirigentes, por una unión que se realizara sin restricciones de perfidia, sin injustificadas exclusiones, sin preferencias irritantes, ya que «las disidencias más o menos apasionadas, más o menos justas, de un día, no pueden prevalecer sobre la multitud de lazos vivientes e imperecederos que crea, entre los afiliados a una gran colectividad histórica, la fe en la misma tradición, el culto de la patria profesado constantemente en los mismos altares, el orgullo cívico cifrado en las hazañas de los mismos héroes, la veneración rendida a la memoria de los mismos mártires, las inspiraciones patrióticas recogidas en las mismas páginas vivas de la historia, y sobre todo eso, la comunidad de espíritu que procede de los recuerdos, porque es en el culto de la tradición y del ejemplo donde se recoge mucho más que en las fórmulas alambicadas de los programas, la de los principios, las aspiraciones vivificadoras de la acción». Y el final incluía este alerta: «Pero, si cegado en mala hora por el vértigo de rencores y las pasiones de los círculos, olvida esa exigencia elemental de la situación por que atraviesa y sólo envía fracciones dispersas a la lucha, entonces la posibilidad oscila entre estas dos soluciones, igualmente comprometedoras: o que abandone el poder, confesando en el hecho su incapacidad, a pesar de haber tenido elementos para conservarlo, o que traicione su significación y prostituya su historia arrebatando por la usurpación y la violencia lo que habrá perdido por ministerio de la ley».

Un mes más tarde, el grupo que rodeaba al Dr. Juan M. Lago resolvió fundar el Club Libertad. En las primeras elecciones de la institución participaron dos listas y, al conocerse los resultados y constituirse las autoridades, quedaron designados el Dr. Lago como presidente y Rodó como primer vice. El objeto del Club era también la reunificación de los colorados y en su primer mitin reclamó la disolución de la llamada Comisión de la calle Río Negro (que respondía a José Batlle y Ordóñez) y la denominada Comisión de la calle Solís (que obedecía a Julio Herrera y Obes) en beneficio de una reorganización total del Partido. Fue una gran manifestación. Como resultado, la unión quedó consolidada. La actividad política del Club Libertad fue realmente intensa y Rodó formó parte de su más selecto equipo de oradores. Infatigables, él y sus amigos recorrieron los barrios montevideanos y los pueblos del Interior, por lo general diciendo el mismo discurso en pro de la unidad partidaria. «Todo el arte está en preparar un gran discurso -decía Rodó según testimonio de sus amigos-, aprendérselo de memoria y dejar cuajados a los pueblos siberianos. De todos modos, no sabrán los del Salto si lo que les hemos dicho es lo mismo que antes les dijimos a los de Canelones»36. Pérez Petit relata, con amargo sabor, el fin de esa aventura: «Después [...] es sabido lo que aconteció. Se disolvieron las Comisiones de las calles Solís y Río Negro, se constituyó la nueva Comisión Directiva Nacional del Partido Colorado, con elementos de una y otra fracción, y a nosotros, los iniciadores, nos fueron poniendo diplomáticamente de lado, a algunos, por lo menos. Durante las primeras tratativas, el doctor Juan Carlos Blanco, padre, aquél a quien defendíamos a capa y espada por 'intelectualismo', fue el primero, justamente, en eliminarnos. Conversó con el doctor Juan M. Lago, y le dijo con su cortesía habitual: "Ahora, ustedes han terminado su generosa y noble tarea; ahora nos toca a nosotros, los viejos, continuar lo que ustedes iniciaron". Y así nos despacharon tranquilamente»37.

El Club Libertad, que tanto había luchado por la reunificación, no puede evitar sin embargo la paradoja de que entre sus miembros, todos unionistas, se produzcan fricciones y finalmente una escisión (el novelista y estanciero Carlos Rey les se retira para fundar el Club Vida Nueva) que está destinada a acabar con el Club Libertad. Desalentado, Rodó no se queda con el grupo del Dr. Lago, ni tampoco acompaña el movimiento separatista de Reyles. No obstante, esta vez el alejamiento de la política es muy breve.

Ya desde la época de sus diferencias con Cuestas, Rodó se había acercado al grupo de Batlle y Ordóñez. En 1901 y 1902 aparecen algunas colaboraciones de Rodó en el diario El Día, dirigido por Batlle. En las mismas, analiza la unificación del Partido Colorado y también el Problema presidencial. Para la solución de este último, Rodó pone el acento sobre dos condiciones: 1) el Partido Colorado debe levantar al poder un presidente que, sin apartarse del programa de la revolución de 1898, sea capaz de realizar en el partido la conciliación, y 2) debe garantirse al Partido Nacionalista (o blanco) la persistencia de una política de coparticipación, ecuanimidad y concordia, aunque sin compromisos que traben el libre funcionamiento del mecanismo institucional ni coacciones para el Presidente de la República.

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Página de una carta de Rodó a Juan Ramón Jiménez agradeciéndole su libro Rimas (RI)

En las elecciones de 1902, Rodó se presenta como candidato a diputado y obtiene una banca, que habría de ocupar hasta el 8 de febrero de 1905. Rodríguez Monegal ha sintetizado así la actuación de Rodó en este su primer período parlamentario: «La conducta parlamentaria de Rodó queda básicamente reseñada sí se apunta que jamás quiso descender a la política mezquina, que buscó siempre expresar una visión panorámica y fuertemente legalista de la organización del país, que puso el interés del Estado antes que el del propio partido, que prestó especial atención a los hechos culturales. Dos de sus principales intervenciones se refieren a problemas que afectan a la cultura: un proyecto de ley aclaratorio de un artículo de la Constitución en el sentido de que los catedráticos de la Universidad pueden ser elegidos representantes o senadores (22 de mayo de 1902); un artículo aditivo que, al tiempo que acepta la eliminación de la obligatoriedad para la presentación de tesis universitarias, establece el régimen de concurso para los mejores que se presenten (26 de junio de 1902). Pero sus principales intervenciones pertenecen al terreno político. Pronuncia un discurso sobre la paz efímera de 1903, en que subraya la necesidad de una paz duradera y apunta sus condiciones (6 de abril de 1903); interviene activa y decisivamente para evitar -ya encendida nuevamente la guerra civil- que el Ejecutivo exagere las medidas de censura a la prensa; pronuncia un elocuente discurso a propósito de la necesidad de una reforma de la Constitución de 1830 (23 de diciembre de 1904). En todas sus intervenciones actúa con mesura y elevación»38. De su discurso por la libertad de prensa, extraigo este fragmento que puede ser un índice de la madurez parlamentaria de Rodó: «Agregar que el señor ministro no me ha convencido, me parecería una ingenuidad, porque se cae de su peso. Desde que formo parte del Parlamento, o mejor dicho, desde que presencio debates parlamentarios, nunca he visto un diputado que convenza a un ministro, ni siquiera dos diputados que se convenzan uno al otro o que convenzan a un tercero... Es casi ley sin excepción que todos salgamos del debate con las opiniones con que entramos, lo cual, dicho sea de paso, no constituye un argumento muy poderoso en favor de la eficacia de la palabra y de la virtud de la discusión...».

En 1902 Rodó renuncia a su cátedra de literatura, a fin de poder consagrarse plenamente a su labor parlamentaria. Hay que reconocer que para Rodó la política fue también una vocación, casi tan fuerte en él como la literaria. En los tiempos de su primera legislatura, su confianza en la integridad política no había sido aún amortiguada por las decepciones. De ahí que actuara con perfecta independencia, apartándose a menudo de la consigna impartida a su sector, o llegando incluso a elogiar y hasta a votar alguna moción adversaria que encontrara plausible. Para llegar a su banca de diputado, Rodó había sido puesto en lista por los amigos de Cuestas; de modo que resulta bastante explicable que este político, nada complacido por la independencia mostrada por Rodó, no diera su visto bueno para la inclusión de su nombre en un segundo período parlamentario. Ésta es al menos la versión que da Pérez Petit. Rodríguez Monegal la brinda con una ligera variante: «Esta primera experiencia parlamentaria concluye, por voluntad propia en un alejamiento. Aunque reelecto, Rodó renuncia indeclinablemente (8 de febrero de 1905)»39.

En su correspondencia, ha dejado Rodó profundas huellas de la amargura que le provocan, tanto la guerra civil que estalla otra vez en 1904, como los procedimientos políticos (las más de las veces, rastreros e ignominiosos) que ve funcionar a su alrededor. Como siempre, son las cartas a su amigo Juan Francisco Piquet las que brindan una visión más directa de sus depresiones: «De mis proyectos y sueños de viaje, ya sabe usted que por ahora no hay nada inmediato. Habrá que esperar a que termine mi mandato charlamentario, si es que termina antes de lo que debiera, porque todo puede ser, y siempre una nueva crisis, nada inverosímil con la guerra y la emigración, etc., no nos deje exhaustos, esquilmados y pelados. Nada hay seguro en nuestro bendito país, ni en política, ni en cuestión económica; todo es inestable, problemático, todo está amenazado de mil peligros y expuesto a desaparecer de la noche a la mañana: incluso el país mismo...»40. «Sale usted de Montevideo y toca Galicia, lo que siempre es un progreso (perdónenme nuestros compatriotas) pues peor que Montevideo en las presentes circunstancias no es concebible que pueda haber tierra de cristianos»41. «En cuanto a mí, la experiencia que mi temporada de politiquero me ha suministrado, me ha bastado para tomar desde ahora (o más bien, desde antes de ahora) la resolución firmísima de poner debajo de mi última página parlamentaria un letrero que diga: "Aquí acabó la primera salida de Don Quijote", y decir adiós a la política. Esto equivaldrá casi decir adiós al país; pues el país nuestro y su política son términos idénticos: "no hay país fuera de la política"»42. «¡Qué esfuerzos de voluntad y de perseverancia tengo que hacer sobre mí mismo para tomar en los ratos libres la pluma y seguir trabajando, en este ambiente de tedio y de tristeza! Lo que me estimula es precisamente la esperanza de poder dejar esta atmósfera. Si supiera que habría de permanecer en el país, le aseguro a usted que no escribiría una línea y optaría por abandonarme a la corriente general, matándome intelectualmente»43.

Después de Masoller (10 de septiembre de 1904), la batalla que en cierto modo habría de decidir el destino político del Uruguay por más de medio siglo, Montevideo se lanza ruidosamente a las calles a festejar la paz, pero a Rodó le repugna ese desborde que no respeta la vecindad de la muerte, de la destrucción. Una de sus cartas más patéticas y también más descriptivas y reveladoras, es la que le escribe a Piquet precisamente en septiembre de 1904. Vale la pena trascribir un largo fragmento de la misma: «Le escribo mientras atruenan los aires los cohetes y bombas con que se festeja el restablecimiento de la paz. ¡Éste es nuestro pueblo! Vivimos en una perpetua fiesta macabra, donde la muerte y la jarana alternan y se confunden. Gran cosa es la paz, sin duda alguna; pero cuando todavía no están secos los charcos de sangre, cuando todavía no se ha disipado la humareda de las descargas fratricidas, cuando todavía está palpitante el odio, y las ruinas de tanta devastación están por reponerse, tiene algo de sarcástico esta alegría semibárbara, estos festejos que debían reprimirse, por decoro, por pudor, porque lo digno sería recibir con una satisfacción tranquila y severa la noticia de que cesó el desastre, y pensar seriamente en ver cómo se han de cicatrizar las heridas y pagar las enormes trampas de la guerra. ¡Pero no, señor! Hay necesidad de hacer una fiesta carnavalesca de lo que debiera ser motivo de recogimiento y meditación. Es lo mismo que si una madre a quien se le hubieran muerto dos de sus hijos en la guerra, al saber que habían salvado los otros dos, festejara esto último abriendo sus salones, descotada y pintada, y dando una opípara comilona, cuando aún estuvieran calientes las cenizas de los hijos muertos... Pueblo histérico, pueblo chiflado, donde al día siguiente de despedazarse en las cuchillas se decreta la verbena pública, y donde los teatros rebosan de gente la noche del día en que llega la noticia de la batalla más espantosamente sangrienta que ha manchado el suelo de la patria»44.

Es, evidentemente, un instante de crisis para Rodó, que también en otras cartas de esa época se muestra pesimista y deprimido. «Lo innegable es que -le confiesa por ejemplo a Unamuno-, para los que tenemos aficiones intelectuales y tendencias a una vida de pensamiento y de cultura, resultan, más que incómodas, desesperantes las condiciones (siquiera sean transitorias) de este ambiente, donde apenas hay cabida sino para la política impulsiva y anárquica, que concluye por arrebatar en su vértigo a los ánimos más serenos y prevenidos»45. Pero a esta crisis espiritual no es el factor político el único que concurre. También en lo económico Rodó se siente asfixiado. Hugo D. Barbagelata y Víctor Pérez Petit han hecho referencia a este período de la vida de Rodó, calificándolo de particular estrechez económica, no sólo debida a problemas familiares sino también a préstamos y garantías solidarias que le extraían amigos y conocidos. Al parecer, hubo un momento en que Rodó estuvo virtualmente en manos de usureros y, aunque por lo general no comentaba con nadie (ni siquiera con la familia) sus estrecheces, en cierta oportunidad recurrió a Pérez Petit para que le solucionara uno de tales enredos.

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Carta de Juan Ramón Jiménez a Rodó, escrita en 1903 (RF)

Entre los papeles de Rodó, Roberto Ibáñez halló un texto revelador, que muestra hasta qué punto los problemas políticos, económicos y quizá (aunque nadie ha dado todavía con el sésamo ábrete de su vida íntima) sentimentales, afectaban un temperamento de por sí retraído, frágil e inseguro: «Hoy, 3 de mayo de 1906, a la una y media de la tarde, en la Biblioteca del Ateneo, donde estudio y trabajo; hoy, día y hora aciagos, con sensación de angustia que no me cabe en el pecho, después de salir un rato a tomar aire, a moverme para desahogar la nerviosidad que me tiene trémulo; hoy, acumulo en uno todos mis recuerdos de este año terrible, en que no ha habido para mí un día de paz, de tranquilidad, de despreocupación; en que no he tenido un respiro en el temor constante, en la convulsión agónica de una perpetua amenaza suspendida sobre la cabeza; en que he derramado más lágrimas quizá que en todos los demás años de mi vida; acumulo en uno todos los recuerdos feroces, y mi conciencia los considera, y los ve enormes como pena, enormes como castigo, y no sabe qué hacer para que, aunque sea a costa de sangre en las venas, esto tenga un término...»46.

A esta etapa corresponde aproximadamente el retrato físico de Rodó que presenta Alberto Zum Felde, quien lo describe como «un tipo linfático en grado extremo; el cuerpo grande pero laxo, el andar flojo, los brazos caídos, las manos siempre frías y blandas, como muertas, que al darlas parecían escurrirse... Carecía de toda energía corporal; sus mismos ojos, miopes y velados tras los lentes, no tenían expresión. Toda su vida era interior y no se transparentaba en su persona; sólo en la conversación era posible sospechar en aquel hombre, pesado y gris, al escritor»47.

Aunque Motivos de Proteo no será editado hasta 1909, Rodó venía trabajando en esa obra desde 1904, y cierto fragmento de su numeral XII parece haber sido escrito frente al espejo: «Difícil es que conozcamos todo lo que calla y espera, en lo interior de nosotros mismos. Hay siempre en nuestra personalidad una parte virtual de que no tenemos conciencia». También en el numeral XV han quedado profundas huellas de esa fase de desaliento y melancolía: «¿Qué vienes de buscar donde suena ese vago clamor y pueblan el aire esas cien torres? ¿Por qué traes los ojos humillados y la laxitud del cansancio estéril ahoga en ti la efervescencia de la vida en su mejor sazón?... Muchos vi pasar como tú. Sé tu historia aunque no me la cuentes, peregrino. Saliste por primera vez al campo del mundo; iban contigo sueños de ambición: se disiparon todos; perdiste el caudalito de tu alma; la negra duda se te entró en el pecho, y ahora vuelves a tu terrón sin la esperanza en ti mismo, sin el amor de ti mismo, que son la más triste desesperanza y el más aciago desamor de cuantos puede haber». Ese solitario peregrino que siempre fue Rodó, creía en ese momento estar perdiendo, no sólo el caudal económico que le permitía vivir, sino también ese otro caudalito del alma con el que evidentemente proyectaba sobrevivir. Este no se perdió, sin embargo, y resulta coherente que de esta época crítica saliese lo que muchos críticos consideran la obra fundamental de Rodó: Motivos de Proteo.

Antes, en 1906, y con motivo de una controversia desatada por una disposición gubernamental que ordenó el retiro de los crucifijos de los hospitales del Estado (el origen había sido una moción del doctor Eugenio Lagarmilla), Rodó interrumpió la elaboración absorbente de Proteo para iniciar y continuar una polémica, en la que su posición fue de censura para la medida oficial, a la que acusó de jacobinismo. Su contendor fue el doctor Pedro Díaz, quien defendió el retiro de los crucifijos, por entender que la presencia de los mismos en los hospitales significaba proselitismo y además simbolizaba en cierto modo el fanatismo religioso. Rodó, que era liberal y no católico, mostró en sus artículos una actitud de amplia tolerancia frente al fenómeno religioso. Su palabra tuvo una gran repercusión, ya que en ese momento el tema de la religión (debido, entre otras cosas, a la posición anticlerical del Gobierno) constituía un conflicto en el que virtualmente participaba toda la República.

Desde el punto de vista de su labor literaria, Liberalismo y jacobinismo (título del volumen en que recogió sus artículos) es sólo una interrupción. El gran trabajo que en esos años (1904-1909) realiza Rodó, es la elaboración de su Proteo. Pérez Petit reduce esos seis años a sólo cuatro («Los Motivos de Proteo fueron escritos de 1904 a 1907 en una quinta de la Avenida Buschental, que la señora Rosario Piñeiro de Rodó posee en la vecindad del Prado»), pero es evidente que la elaboración de la obra comenzó inmediatamente después de la publicación de Ariel (según Rodríguez Monegal, «en 1901 puede fijarse la fecha en que la composición de la obra empieza a dominar sobre toda otra actividad literaria») e incluso hay quienes proponen la interpretación de que Ariel sea sólo una suerte de introducción a Motivos de Proteo (verbigracia: Enrique Anderson Imbert48, quien califica el discurso de 1900 como de «ensayo moral, idealista, que anticipa su obra maestra: Motivos de Proteo»). En realidad, y según puede inferirse de los propios papeles de Rodó, las dos obras formaron inicialmente parte de un solo planteo, que Carlos Real de Azúa49 cita incluso la intuitiva aseveración de un -crítico brasileño, Vicente Licinio Cardoso, quien en su estudio Uma centralização de energías; um humanista americano: Rodó, se aventura a afirmar que la idea central de Motivos de Proteo es anterior a Ariel.

A medida que iba escribiendo su Proteo, Rodó trató de ir logrando una definición de la obra. Esos H intentos aparecen en su correspondencia o en los recuerdos de algunos de sus amigos. Pérez Petit cita un comentario de Rodó: «La vocación, ¿ve usted?, es una simple palabra; sin embargo, con ella sola se llena un tratado», y también un paradójico esbozo de definición: «Vamos, es un libro al que jamás podrá ponérsele la palabra fin». Cita asimismo esta declaración más concreta: «Estoy escribiendo algo sobre el poder omnímodo de la Voluntad». En una carta a Unamuno, y refiriéndose siempre a Proteo, dice Rodó que el tema «se relaciona con lo que podríamos llamar la conquista de uno mismo»; a su amigo Juan Francisco Piquet le explica que «la tesis de la obra abarca fundamentales cuestiones psicológicas y éticas, y se roza con puntos de historia, etc.»; a Alberto Nin Frías le escribe que en Proteo «predico la acción, la esperanza y el amor a la vida».

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Carlos Reyles y otros miembros de la Comisión Directiva del Club «Vida Nueva», fundado por una escisión del Club «Libertad»,
que provocó la renuncia de Rodó a esta última institución.
Foto tomada en 1903 (RI)

Aunque la valoración crítica de la obra de Rodó será intentada más adelante, desde ya conviene destacar un desacuerdo que ha existido y todavía existe, entre quienes se han acercado con ánimo escrutador a este libro fundamental de Rodó. Ese desacuerdo tiene que ver con una probable comunicación entre Motivos de Proteo y la oscura, retraída, severa, vida de su autor. Carlos Real de Azúa ha recordado que varios autores (entre ellos: Gustavo Gallinal, Raúl Montero Bustamante, Osvaldo Crispo Acosta) prefieren la interpretación de que Motivos de Proteo es una obra impersonal, «en la que falta por completo la experiencia vivida del escritor, o, lo que es peor, éste parece no tenerla»50. Hay que reconocer que los sostenedores de tal interpretación no tuvieron a su disposición ciertos papeles íntimos de Rodó (expuestos o citados sólo a partir de 1947) que permitieron penetrar en ciertos pormenores, o esclarecer algunos rasgos, de su vida, al punto de iluminar retroactivamente muchos pasajes de un libro que, a partir de entonces, se ha convertido en una verdadera cantera de indicios personales. A Roberto Ibáñez, Emir Rodríguez Monegal y Carlos Real de Azúa, corresponden independientes o entrelazados méritos en ese singular buceo. Precisamente el último de esos autores ha resumido tales hallazgos de un trasfondo personal: «Expresados en ese velado estilo comunicativo que Ibáñez ha adjetivado con tanta eficacia: reprimido, angustiado, pudoroso, ¿qué significan sino, la alusión a las reputaciones de colegio (XLVI) mal descuento del porvenir? ¿Qué, sino, el pasaje literalmente desgarrador, sobre la condición del intelectual en América (LXIV) y muy en especial la alusión a la indolente lenidad de la crítica? ¿Qué, sino, en una relación compensatoria -"nostalgia de una vida más bella" la llamaba Huizinga- los ya incriminados pasajes sobre el viajar, tan radicalmente personalizados por la correspondencia de esos días? ¿Qué, sino, las reflexiones, ya señaladas por Emir Rodríguez Monegal, sobre los límites y los peligros de la soledad (LXXXVII)? ¿En cuántos blancos y en cuántos colorados no pensaría, y en la bicoloración violenta e inmodificable del Uruguay de 1905, en todas las alusiones a las fe mentidas y a sus móviles; el medio, el hábito, la vanidad (CXIX)? ¿Cuánto no hay de su relegamiento, del deterioro de sus convicciones partidarias, de su repudio al ambiente, en la comprobación de hasta dónde el dogma, la escuela o el partido da a tu pensamiento nombre público (CXXI)? ¿Qué eco de las polémicas de 1906 no hay en la etopeya de los dogmáticos librepensadores (CXXXVIII)? Todo el capítulo CXXXIII se ilumina con el trámite de su adolescencia y las singulares alusiones sadomasoquistas del CXXXIX tienen un evidente trasfondo personal»51.

Ese período creador que se ha dado en llamar la gesta de Proteo, estuvo atravesado por otros episodios en la vida de Rodó. No sólo la crisis económico-espiritual que antes mencioné; no sólo la intervención polémica alrededor del retiro de los crucifijos hospitalarios. De 1907 data su incidente crítico con Manuel Ugarte (provocado por un artículo de Rodó, publicado en La Nación de Buenos Aires, en el que el crítico uruguayo comentaba desfavorablemente la antología del argentino, titulada La joven literatura hispanoamericana) y que más tarde provocó esta vengativa -y totalmente injusta- frase de Ugarte: «El señor Rodó viene mariposeando desde hace muchos años en folletos minuciosos que coinciden con los cambios presidenciales».

En el mismo año, y coincidiendo con su reingreso a la actividad política, Rodó es elegido para ocupar la presidencia del Club Vida Nueva. En 1908, participa (junto con Samuel Blixen y Víctor Pérez Petit) como jurado en el Concurso de Obras Teatrales en un acto, que fuera inicialmente convocado por el Conservatorio Labardén de Buenos Aires. Una da las obras presentadas, La sombra, pertenecía a Julio Herrera y Reissig, y motivó un fastidioso episodio, ya que (según Pérez Petit, debido a negligencia de Rodó) se extravió el único original de la pieza. Ahora que La sombra ha sido publicada52 y es posible comprobar las endebleces dramáticas y la deficiente estructura de la pieza, cabe consignar que poco o nada se perdió con el desaprensivo proceder de Rodó como jurado, pero en aquel momento, en que Herrera y Reissig ya había conquistado un merecido prestigio como poeta (en 1905 su poesía había estado abundantemente representada en el Parnaso oriental, de Raúl Montero Bustamante) y La sombra podía parapetarse detrás de su obligada ineditez, es de imaginarse que el enojoso incidente habrá provocado más de un comentario desagradable en los corrillos del Montevideo literario. Por otra parte, el episodio habrá ahondado aún más las ya existentes diferencias (no sólo estéticas, sino también políticas) entre el poeta y el ensayista.

«No hay un país fuera de la política», le había escrito en 1904 a Piquet, un Rodó amargado, desilusionado. Sin embargo, quizá haya sido esa convicción la que en definitiva pesaría en Rodó, cuatro años después, cuando se resignó a reintegrarse a la actividad partidaria. En 1908 es nuevamente electo diputado, después de haber rechazado la cátedra de literatura, que Miguel Lepeyre, rector de la Universidad, le había ofrecido por segunda vez. En 1908 y 1910 participa (con su oratoria, o con su simple adhesión) en actos vinculados a los congresos internacionales de estudiantes americanos. En 1908 el Círculo de la Prensa lo elige para el cargo de presidente de la institución. En 1910 es designado, junto con el poeta Juan Zorrilla de San Martín, y el coronel Jaime Bravo, para integrar la delegación uruguaya a las fiestas conmemorativas del Centenario de la Independencia de Chile.

En su segunda legislatura, que se extendió de 1908 a 1911, son los problemas culturales los que más seguidamente atraen su atención. Es uno de los seis diputados que presentan un proyecto de pensión a Florencio Sánchez, equivalente a dos mil cuatrocientos pesos anuales, «con el objeto de que se traslade a Europa, a perfeccionar sus condiciones artísticas y hacer al mismo tiempo beneficiosa propaganda por el Uruguay». (El proyecto murió en Senadores, pero Florencio Sánchez fue enviado a Europa, por designación directa del presidente de la República, Claudio Williman). Rodó tiene importante intervención en el debate sobre el Tratado con el Brasil acerca de la navegación en la Laguna Merim53. Es asimismo uno de los cuatro diputados que redactan un proyecto de Monumento al Grito de Asencio. Es único autor de otro proyecto de ley, sobre exención de impuestos al libro extranjero. Interviene en una sesión de homenaje a Agustín de Vedia. Participa, sin mayor éxito, en la sesión que trata un proyecto de ley sobre propiedad literaria, del que es autor el poeta Carlos Roxlo. En este período no es muy nutrida la actividad periodística de Rodó, pero El País, en su edición del 10 de junio de 1910, publica una importante carta abierta del escritor (dirigida al Dr. Ricardo J. Areco) en la que comenta elogiosamente la política seguida por Batlle y Ordóñez en su primera presidencia. Es interesante dejar constancia de sus conclusiones finales, ya que vendrían a representar su última coincidencia con el líder colorado: «Yo abrigo, como ustedes, la convicción serena de que, a estas alturas del problema político, la candidatura de Batlle, surgiendo incontrastable, afianzada sobre la sólida base de arraigo y de prestigio que tiene en la estructura de la actual situación, y que es antecedente necesario de la estabilidad de todo gobierno; ennoblecida por los altos títulos cívicos que nadie puede sensatamente desconocer al candidato, como ciudadano y como gobernante; y definida por el programa de equidad, de amplitud y de concordia que le imponen, de consuno, las exigencias nacionales y el interés de su propia seguridad y de su libre y eficaz acción gubernativa, es una solución que ha de robustecerse constantemente en la conciencia pública, venciendo cada día un recelo, una duda o un agravio».

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Pronunciando un discurso, el 8 de octubre de 1905, con motivo de la repatriación de los restos de Juan Carlos Gómez

También de esta época (fue escrito en 1908 e incluido en 1913 en El mirador de Próspero) es su estudio sobre El trabajo obrero en el Uruguay. El ensayo excede largamente su condición inicial de informe, redactado con motivo de la ley propuesta en 1906 por el Gobierno uruguayo, para convertirse en un verdadero ensayo sociológico, pensado con equilibrio y escrito con sinceridad. Refleja fielmente el pensamiento político de Rodó, que si por un lado rehuía los planteos demagógicos y estridentes, por otro revelaba un liberalismo ligeramente conservador. «Su lectura -dice el cubano Medardo Vitier (uno de los más objetivos y equilibrados enjuiciadores de Rodó)- convence de que los intereses estéticos, si bien predominantes, no eran exclusivos en nuestro hombre. Había pensado en todos los aspectos del problema obrero; conocía el ideario individualista y las impugnaciones que se le han hecho. Simpatizaba con las reclamaciones de los humildes». Y agrega: «No aprovecha el caso para elaborar una tesis socialista, pero ve con muy humano sentido de la cuestión. Importa advertir que en el atento estudio alternan dos posiciones del autor: cierta actitud de cautela (o sesgo conservador) y un resuelto reconocimiento de los derechos del trabajador»54.

A partir de 1911, comienza el distanciamiento entre Rodó y José Batlle y Ordóñez, figura dominante de la política uruguaya. El tema que los separa es el Colegiado. Batlle, decidido a imponer en el Uruguay el nuevo sistema de gobierno, usa todo el peso de su influencia y de su prestigio para favorecer y reforzar ese propósito. Pero Rodó es anticolegialista y, como siempre, quiere ser coherente con sus principios. Entre su conciencia y la disciplina de partido, siempre optó por la primera. Esta vez, sin embargo, su actitud independiente vio acrecentada su importancia, debido a que varios legisladores colorados apoyaron su posición, y, de ese modo, sin haberlo buscado ni provocado, Rodó quedó de pronto convertido en el líder parlamentario de los colorados anticolegialistas. Batlle no le perdonó esa indisciplina. No sólo lo derrotó políticamente, sino que, además, lo hizo sustituir por Eugenio Lagarmilla en la delegación uruguaya que debía concurrir a las fiestas conmemorativas del Centenario de las Cortes de Cádiz. Para Rodó, que deseaba fervientemente la oportunidad de un viaje a Europa (conviene recordar que en 1904 había escrito a Piquet: «Lo que me estimula es precisamente la esperanza de poder dejar esta atmósfera»), esa sustitución de último momento debe haberle sido particularmente amarga y deprimente. Aproximadamente a esa época pertenece cierta anécdota narrada por Pérez Petit. Éste y Rodó habían comenzado hablando sobre Ruysbroeck y habían concluido discutiendo sobre misticismo. Al separarse, dijo Rodó: «Hace bien hablar de estas cosas de cuando en cuando; en este país ya nadie sabe hablar más que de Batlle».

Justamente, en 1911 comienza para Rodó su tercera legislatura, que se prolongará hasta 1914. Es, quizá, el más activo de sus períodos parlamentarios. Sus intervenciones en el Parlamento siguen teniendo particular relación con problemas culturales (investigaciones históricas, homenajes a distintas personalidades, compra de libros para la Biblioteca Nacional, pago de cinco mil pesos a Juan Zorrilla de San Martín por su obra La epopeya de Artigas, monumento a Samuel Blixen, aumento de sueldo a los profesores de la Universidad). Al margen de los asuntos estrictamente culturales, sólo el controvertido tema de la reforma constitucional le arranca dos extensas intervenciones.

En su ferviente exhortación anticolegialista, Rodó no se limita a la actividad parlamentaria. Vuelve otra vez al periodismo, incorporándose a la redacción del Diario del Plata, dirigido entonces por Antonio Bachini. Allí escribe, con su nombre o con el seudónimo Calibán, sobre los falsos paladines, sobre el caciquismo endémico, sobre la personalidad de Alfredo L. Palacios. Pero también colabora en El Siglo, La Razón, El Telégrafo, Patria.

En 1912 la Academia Española lo nombra Correspondiente Extranjero y en 1913 publica El mirador de Próspero, con el siguiente epígrafe de Hipólito Taine: «Confieso que me agrada esta clase de obras. Por lo pronto, se puede dejar el volumen al cabo de veinte páginas; se puede empezar por el fin o por el medio; allí no es uno servidor, sino amo; puede tratarse el libro como un diario, y, en efecto, es el diario del espíritu». Ya ha sido señalado que la prolongación de la cita hubiera dado más luz aún sobre el libro y sobre Rodó55: «En fin: allí, involuntariamente, el autor es indiscreto, se descubre a nosotros, sin reservar nada de sí mismo... Nos interesa observar los orígenes de ese potente y generoso espíritu, descubrir las facultades que han alimentado su talento y las investigaciones que han formado su saber, sus opiniones sobre la filosofía, sobre la religión, sobre el Estado, y sobre las letras; conocer lo que era y lo que ha venido a ser, lo que quiere y lo que cree».

Es probable que Rodó haya limitado el epígrafe a la primera frase, por entender (aparte de otras razones de modestia personal) que la continuación I sonaba como una referencia de intención excesivamente autobiográfica, y es sabido que su temperamento no era particularmente afecto a ningún tipo de confesiones personales.

El mirador de Próspero está integrado por cuarenta y cinco artículos y ensayos, y es probablemente el libro que da la mejor medida de Rodó; no sólo porque incluye sus más lúcidos y certeros juicios críticos y ensayos históricos (como los consagrados a Montalvo, Juan María Gutiérrez y Bolívar), sino porque muestra asimismo algunas de las mejores páginas que, desde el punto de vista del estilo, escribiera Rodó. (El estilo de Mi retablo de Navidad, por ejemplo, está hoy, sin duda, mucho menos envejecido que el de Motivos de Proteo o el de Ariel.) Para Emir Rodríguez Monegal, El mirador de Próspero se convierte en un ejemplario de las inquietudes intelectuales de Rodó, «en repertorio de sus temas, en diario de su espíritu, y hasta en muestra de sus sucesivos y diferentes estilos, la obra que mejor lo representa y en la que se encuentran sus páginas más perdurables»56.

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Borrador de Motivos de Proteo (ER)

En 1914 estalla la primera guerra mundial y el hecho significa para Rodó una tremenda conmoción. Su confianza, un poco ingenua, en los valores humanos, se ve peligrosamente amenazada. La Francia de sus maestros Sainte-Beuve, Renan, Guyau, France, Saint-Victor, Brunetière, es atacada, y Rodó se siente él mismo agredido. Sin vacilación (el 3 de septiembre de 1914, en artículo publicado en La Razón) proclama que «la causa de Francia y sus aliados es, en el más alto y amplio sentido, la causa de la humanidad». Siente que debe comprometerse y vuelca prácticamente toda su actividad intelectual en favor de esa «causa de la humanidad». Hace casi medio siglo, Rodó vio con bastante claridad algunos matices del compromiso, que sólo a partir de Sartre habrían de ser codificados y dirimidos. (En marzo de 1904 había escrito a Unamuno: «Yo no aspiro a la torre de marfil; me place la literatura que, a su modo, es milicia».) «No hay, no puede haber indiferentes, en presencia de esta crisis -pregonaba en un artículo del Diario del Plata. Los que no sientan en sí mismos el choque de sus efectos económicos -y serán pocos o ninguno- experimentarán la conmoción de los sentimientos vinculados, por el origen personal, la formación intelectual, por los recuerdos o las simpatías, a alguna de las naciones cuyos destinos se juegan en la monstruosa contienda. La composición cosmopolita de nuestras sociedades favorece esa disposición de su sensibilidad. Por otra parte, cualquiera que sea el final de la partida, él no puede menos de determinar en el orden político del mundo modificaciones que de rechazo interesarán vivamente a estos pueblos y afectarán, en un sentido u otro, sus propósitos de desenvolvimiento y las perspectivas de su porvenir». En las páginas de El Telégrafo tendrá Rodó una sección, denominada La guerra a la ligera, en la que, por lo común bajo el transparente seudónimo de Ariel, comentará los hechos y desechos del gran conflicto.

A esta altura, el prestigio continental de Rodó era incuestionable. Casi puede decirse que había un culto de Rodó. Su biógrafo Pérez Petit asegura que su palabra era «repetida como los versículos sagrados. Su consejo fue solicitado como una última, instancia. Los nuevos, los jóvenes, le solicitaban un prólogo, que fuera a manera de espaldarazo de armas». Años atrás (en octubre de 1910), Javier de Viana le había suplicado: «Maestro amigo: Estoy pobre, enfermo y triste. Si Ud. se dignase escribir algo sobre mi humilde libro Macachines, me alegraría, me mejoraría y me ayudaría. El solo hecho de que Ud. se ocupase de él -aun cuando fuera para atacarlo-, le daría valor. ¿Puedo esperar unas líneas suyas?»57. Ahora, en abril de 1914, José Eustasio Rivera, diez años antes de escribir La vorágine y cuando ni siquiera había reunido en volumen los cincuenta y cinco sonetos de Tierra de promisión, le enviaba su canto a Ricaurte, «con la súplica de que se sirva darme su concepto sobre él sin omitir, en cuanto le sea posible y el asunto lo merezca, su apreciación sobre el conjunto y los detalles que le parezcan más importantes»58. Al parecer, el renombre, la popularidad de Rodó alcanzaban también a los comerciantes, ya que fue puesto a la venta un papel de carta con el nombre «Ariel» y entró a competir en el mercado el azúcar marca «Rodó».

El clásico viaje a Europa que todo uruguayo busca siempre en su horóscopo, había sido una constante en todos los proyectos que, en forma de deseos concretos o de mera divagación, había formulado Rodó a través de los años con respecto a un futuro ideal. Su correspondencia (especialmente en las cartas a su amigo Juan Francisco Piquet) abunda en referencias a una proyectada salida del país. Ya en 1904 le había escrito a su amigo, en un instante de desaliento: «Si supiera que habría de permanecer en el país, le aseguro a usted que no escribiría una línea y optaría por abandonarme a la corriente matándome intelectualmente», y en 1909, al mismo corresponsal: «Yo concibo la vida como una continua movilidad y variación que dé nuevos, siempre nuevos alicientes al espíritu, librándole del tedio y la monotonía de una existencia inmovilizada como la de una ostra en la peña. ¡Yo me moriré con la nostalgia de los pueblos que no haya visto!». También había escrito, en 1906, a Francisco García Calderón: «No abandono mi propósito de ir en breve a Europa. Allí (probablemente en París o Barcelona) publicaré Proteo, obra extensa en que cifro muchas esperanzas»59.

Después de la sustitución, a que antes hice referencia, de Rodó por Lagarmilla como miembro de la delegación uruguaya a la conmemoración del Centenario de las Cortes de Cádiz, pocas esperanzas habrá tenido seguramente Rodó de conseguir alguna misión oficial que le permitiera cumplir su viejo sueño. De ahí que aceptase la corresponsalía cultural en Europa que le fue propuesta por la revista bonaerense Caras y Caretas. El compromiso de Rodó (la revista se limitó a aceptar los términos sugeridos por el escritor) era escribir tras notas mensuales, que se le pagarían a razón de 650 pesos argentinos, equivalentes en 1916 a 250 pesos uruguayos. En la época, esta remuneración podía ser considerada un buen estipendio, y al parecer le bastó a Rodó para cubrir holgadamente sus gastos y aún para adquirir varios obsequios a sus familiares.

Por varias razones, la posibilidad del viaje representó una satisfacción para Rodó. Además de sus intereses específicamente literarios, además del tan deseado reencuentro con ámbitos y nombres de los que él se sentía más o menos tributario, además del innegable estímulo cultural, estaba también el de sus alergias políticas. «Dentro de breves días, le escribía a Juan Antonio Zubillaga, estaré, pues, lejos de la patria y de Batlle...»60.

Aunque Caras y Caretas era una revista muy difundida y de evidente prestigio, desde un punto de vista nacional resultaba un poco absurdo que ése fuera el único y obligado recurso para reconocer la nombradía intelectual del autor de Ariel. La opinión pública no demoró en formular su propia versión: Rodó se iba porque lo que ganaba como autor de libros y artículos periodísticos no le alcanzaba para vivir. El testimonio de Pérez Petit parece, sin embargo, más cercano a la compleja razón del viaje: «Verdad es que nuestra envenenada política le había hecho precaria la existencia al incomparable artífice de Ariel; pero aún así, él contaba con su familia y podía vivir. Si Rodó se marchaba era porque tenía necesidad de viajar»61. Hubo presión de la opinión pública y también de los medios universitarios e intelectuales. Como apurada consecuencia fue presentado en la Cámara de Senadores un proyecto por el cual se creaba una cátedra de Conferencias en la Universidad, con la única intención de ofrecérsela a Rodó. Pero éste, en carta publicada en la prensa, frenó toda gestión ulterior referida a ese proyecto, con el anuncio de que, «aun suponiendo que existiera la posibilidad de esa designación, quedaría sin efecto por mi irrevocable voluntad de no aceptarla».

Después de esa discreta bofetada a la mala con ciencia oficial, y antes de la fecha de su partida, Rodó fue objeto de una serie de homenajes en cadena. El más importante fue el que le ofreció el Círculo de la Prensa (institución que por entonces no tenía el carácter patronalista que hoy ostenta), cuya presidencia había sido ejercida por Rodó. Era la víspera de su partida y los estudiantes se movieron en masa hacia la sede del Círculo, reclamando la presencia de Rodó en los balcones, a fin de que recibiera esa suerte de adiós colectivo. Fue obligado a hablar, y en ese último diálogo con su público, la oración de Rodó no destiló resentimiento. De acuerdo con el testimonio del periodista español Antonio Soto, «fueron palabras completamente desprovistas de sentido político, o mejor dicho, inflamadas de un gran sentido político, del único sentido político que correspondía a la voluntad de un patriota que sabía mirar las cosas de arriba abajo. Rodó formuló votos porque al volver a la patria se hubiese realizado la conciliación»62.

El 14 de julio de 1916, Rodó se embarca en el Amazon, con destino a Lisboa. Una verdadera muchedumbre lo despide en el puerto. Los amigos le ofrecen a bordo una copa de champaña, y aún después de haber soltado amarras el transatlántico, consiguen un vaporcito para acompañar a Rodó durante una hora y media.

El Amazon hace escalas en Santos, Río de Janeiro, Bahía, Recife, San Vicente. Por lo menos desde tres de esas ciudades envía postales a su madre, doña Rosario Piñeiro de Rodó63. Todavía a bordo del Amazon escribe la primera nota para Caras y Caretas y la titula «Cielo y agua». Es una muestra del estilo más hinchado, enfático y caduco de Rodó («¡Salve a ti, titán cerúleo, maestro de almas grandes, inquieto como el pensamiento, amargo como la vida, sencillo como la verdad!»). El 1.º de agosto desembarca en Lisboa, donde se entrevista con el presidente Bernardino Machado. Desde un 1962 que asiste al 30.º aniversario de la dictadura salazarista, suena inevitablemente como poco profética la seguridad de que en 1916 intercambian Rodó y Machado acerca de la consolidación de la República. («El nuevo régimen -dice Machado- puede considerarse definitiva, absolutamente arraigado en Portugal».)

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A los treinta y ocho años
(Foto publicada en la revista Número, Montevideo, 1950)

Sólo de paso conoce Madrid (del 6 al 9 de agosto), pues el escritor uruguayo tenía el proyecto de detenerse en España en su viaje de regreso. Dice Cristóbal de Castro que Rodó pasó «por Madrid de puntillas para evitar banquetes»64. Juan Ramón Jiménez, que entonces tenía 34 años, lo encuentra en la redacción de España»: «Rojo y oscuro de conjunto, confuso en su acentuación sanguínea, corpulento, vigoroso tronco americano». Así lo retratará el poeta muchos años después65.

El 9 de agosto llega a Barcelona («la ilustre y hacendosa ciudad raíz de mi sangre y objeto siempre en mí de estimación y simpatía» y desde allí envía dos extensas notas, pródigas de detalles, demostrativas de su capacidad de comprensión. Su observación no confirma el juicio negativo de Unamuno (quien había decretado: «Barcelona es fachadosa») y al corregirlo, Rodó se aproxima intuitivamente al carácter catalán: «Cierto es que estas gentes cuidan la fachada y no me parece que hagan, mal; pero, detrás de la fachada, veo yo, en la casa de los catalanes, el fondo: veo una artística sala, una copiosa biblioteca, un confortable comedor, unos frondosos y bien cultivados jardines. Veo, en suma, aquella entidad que es la raíz de todas las grandezas y el secreto de todos los triunfos: la energía. Y esta energía aparece lo mismo en la forma que se manifiesta por la voluntad, como en la que toma la pendiente de la imaginación. Junto a un visible carácter positivo, calculador, utilitario (no olvidemos que es aquí, en Barcelona, donde fue vencido Don Quijote); junto al poderoso aliento de trabajo que lanza al cielo el humo de las fábricas de Sans, de Sabadell y de Tarrasa, vese persistir el instinto de arte que un día hizo de este pueblo el propagador, por el mundo, de un ideal de refinada y caballeresca poesía».

No escribe sobre Marsella (donde permanece sin embargo cinco días) ni sobre Génova, donde llega el 17 de agosto66. De su estadía en esta última ciudad, ha quedado el testimonio (por cierto, no muy digno de confianza) de Juan José de Soiza Reilly, periodista uruguayo que siempre fue proclive a la crónica escandalosa. En Hombres luminosos, volumen publicado en Buenos Aires tres años después de la muerte de Rodó, Soiza Reilly relata una entrevista que dice haber mantenido en Génova con el entonces corresponsal especial de Caras y Caretas. Según Soiza Reilly, la revista argentina no le enviaba dinero y Rodó estaba detenido en Génova por falta de fondos. De acuerdo con ese relato, el escritor se habría quejado amargamente de su país, habiendo llegado a afirmar: «Si me hubiera quedado allí, me muero de hambre». Testimonios posteriores, por cierto más dignos de crédito (por ejemplo: los hermanos de Rodó), permitieron establecer una versión considerablemente distinta, según la cual Caras y Caretas le fue girando sus honorarios con toda regularidad a su corresponsal, y éste en ningún momento pasó apreturas económicas durante el viaje. Es asimismo probable que la patética queja sobre el Uruguay tampoco haya salido de labios del reservado, poco comunicativo, Rodó, quien, aún en los momentos en que más herido quedara su orgullo, tuvo otro estilo de contención y mesura para expresar su descontento.

Montecatini es el punto siguiente del itinerario. Desde allí envía una postal a su madre, comunicándole que ha venido «a pasar una temporada de descanso y a tomar las aguas en Montecatini»67. Al parecer, su salud ya estaba quebrantada. No hay absoluta seguridad sobre el carácter de su dolencia. Entre sus papeles se halló un apunte de un médico de Turín, ordenando un tratamiento de nefritis. En la correspondencia a sus familiares, Rodó siempre habla de su buena salud y no menciona ningún tipo de trastornos, pero es evidente que no quería inquietar a su madre. (En la última de las doce tarjetas que envió a doña Rosario P. de Rodó, y que fuera escrita desde Nápoles, dos meses antes de su muerte, vuelve a insistir: «La salud bien, y en todo lo demás sin inconveniente alguno».) En Montecatini se queda veinte días («que me han probado mucho» le comunica a su madre) y visita luego Pisa, sobre la que redacta una sentida crónica, llena de reminiscencias culturales. «Noble es la tristeza de Pisa -escribe-, pero por noble llega más a lo hondo del alma». Allí se encuentra con un grupo de venezolanos, estudiantes de medicina en la universidad pisana. Rodó deja complacida constancia escrita de ese encuentro: «Conocedores de mi presencia, me forman, para mis restantes horas de Pisa, el más afectuoso y grato acompañamiento que yo hubiera podido imaginar. Arielizamos en sobremesa platónica; recordamos largamente la América lejana y querida, y les oigo, con íntimo deleite, sobre aquel fondo de grandezas muertas, levantar los castillos de las tierras del porvenir».

Pasa luego por Liorna, Luca, Pistoia. El 1.º de octubre llega a Florencia, con el propósito inicial de quedarse «quince o veinte días», pero se queda un mes. Allí escribe dos o tres artículos, entre ellos el muy platónico «Diálogo de bronce y mármol». Visita Módena y Bolonia (desde esta última envía una nota sobre «La poesía de Stecchetti») y el 6 de noviembre está en Parma. En Milán, siguiente escala, lo encuentra un uruguayo, quien en carta privada68 brinda esta última imagen escrita sobre los días italianos de Rodó: «Encontré a Rodó de regreso de París. Viene huyendo del frío, me dijo, y seguirá al sur de Italia. Tal vez llegue a Sicilia. Me pareció que este amigo no se encuentra nada bien de salud. Está muy delgado y tiene un gran resfrío. Me dijo que se le había reproducido el ataque de influenza y bronquitis que tuvo antes de salir de Montevideo. Rodó ha pasado ya dos semanas en Montecatini, donde fue asistido por el doctor Petrocchi, de Florencia. Aunque parece tener una circulación defectuosa, no hay vicios de sangre que él temía, y el corazón anda bastante bien. Lo único que le molesta es el resfrío, con mucha tos, aunque espera ponerse bien así que llegue al clima de Nápoles».

El estado de su salud es cada vez más inquietante, y en Turín consulta a un médico. Los malestares físicos no deterioran, empero, su capacidad intelectual. Precisamente desde Turín, y a propósito de una frase suelta escuchada al azar, escribe una breve y cálida nota sobre «La esperanza en la Nochebuena», donde un manso, escarmentado humorismo oficia de insustituible telón de fondo. En Tívoli vuelve a recaer, pero el 20 de diciembre llega a Roma, donde permanecerá hasta el 20 de febrero. Allí escribe varios artículos, entre ellos su estupendo, ágil apunte sobre «Los gatos del Foro Trajano», y también otro artículo, «Al concluir el año», cuya lectura es importante para detectar en Rodó su concepción de América69. Cada vez más enfermo, llega a Nápoles, y allí termina un excelente ensayo, Nápoles la española, con un reticente trazo de nostalgia que (para no desmentir su pasado de timidez y contención) es brindada a través de palabras ajenas: «Yo he sentido despertarse y sonreír mi velado instinto criollo reconociendo en las calles de Nápoles cosas que me parecían del terruño, líneas y matices de mi ciudad nativa, en lo que ésta tiene aún de característico, de tradicional, de pintoresco; semejanzas que completa la imaginación con la curva armoniosa de la bahía, cuya entrada custodia, como un cerro agigantado y flamígero, el Vesubio. Y estas correspondencias de carácter, estos acordes de color, evocaban en mi memoria las palabras que oí una vez a un cultísimo y delicioso sevillano, don Francisco Orejuela, que contaba admirablemente sus recuerdos de viaje: No hay más que tres ciudades en el mundo: Nápoles, Sevilla y Montevideo».

En Nápoles escribe, asimismo, sobre un tema premonitorio: «El altar de la muerte», a propósito de la tumba de Leopardi. Visita Sorrento y queda extasiado ante su marquetería; conoce Capri y escribe su decepción sobre la Gruta Azul. («Pero hace va tiempo que aprendí a resignarme al desengaño de las grutas azules, y la belleza abierta y franca de la circunstante realidad me ofrece, de regreso de aquella fracasada aventura, el desquite de la ilusión desvanecida».)

El 3 de abril arriba a Palermo y se aloja en el Hotel des Palmes; según Gonzalo Zaldumbide, el mismo «en que Wagner había escrito el último acto de Parsifal», de modo que el Hotel des Palmes puede enorgullecerse de haber alojado al más célebre extrovertido de Europa y al más famoso introvertido de América. Pese a que el estado de su salud se iba agravando, Rodó todavía tuvo energías para escribir dos artículos: uno sobre un tema relativamente extraño a sus intereses, «¿Renunciará Benedicto XV al poder temporal?», y otro (que dejara inconcluso y que vino a aparecer cinco años más tarde en La Nación de Buenos Aires) en el que confronta la Sicilia melodramática y violenta que traía en su imaginación, con la verdadera presencia de Palermo y su «pintoresca originalidad callejera».

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Caricatura por Cao, aparecida en Caras y Caretas, 3 de abril de 1909

Existe un testimonio (de segunda mano) acerca de estos últimos días de Rodó. En oportunidad de una visita oficial que el ministro Juan Antonio Buero realizó a Italia en 1919, se resolvió que extendiera su viaje a Sicilia con el propósito definido de investigar los detalles relacionados con los últimos días de Rodó. Julián Nogueira, secretario del ministro, se ocupó de las gestiones y entrevistas pertinentes, y envió un artículo al respecto, que fue publicado por El Día el 28 de enero de 1920. De acuerdo con esa relación, Rodó habría ocupado la habitación N.º 215 del Hotel des Palmes, con balcón sobre el jardín. Nogueira, que dice trasmitir los informes recogidos directamente de uno de los propietarios del hotel, señala que nadie sabía quién era el taciturno huésped. Rodó no hablaba con nadie, salvo para solicitar frugalísimos alimentos. Su aspecto exterior era de total abandono (abrigo raído, barba crecida, ropa llena de manchas, botines sucios). «Durante toda su permanencia en el hotel -dice Nogueira- no ordenó un solo baño. Y a menudo su exterior era tan poco aseado que los dueños del hotel pensaron en más de una ocasión pedirle la pieza, deteniéndolos siempre una especie de respeto intuitivo que les imponía la obligación de estarse a distancia, considerando que debajo de aquel hábito sucio y viejo se ocultaba una persona llena de dignidad, quizá de gran valor, reducida a aquel estado quién sabe por qué circunstancias infelices. Le tenían por un misántropo, por hombre raro y pudiente, quizá por un avaro que por equivocación hubiera caído en el primer hotel de Palermo». Un síntoma de la decadencia física a que había llegado Rodó, es que todos en el hotel lo tenían por un hombre de setenta años, cuando sólo tenía cuarenta y cinco.

A partir del 24 de abril, prácticamente no salió del hotel. El 28, de mañana, dijo a la camarera que se sentía mal. El 29 pidió un médico. El facultativo que concurrió, el Dr. Sanpuppo, halló a Rodó en un estado tal, que ya era imposible formularle preguntas. En la madrugada del día 30, fue trasladado en un carruaje, ya en estado comatoso, al hospital San Severio, y el médico de guardia diagnosticó meningitis cerebroespinal. El médico de sala, por el contrario, diagnosticó tifus abdominal y nefritis. Rodó no recuperó el conocimiento, y murió a la hora 10 del 1.º de mayo de 1917, cuando aún no había cumplido 46 años.

El 3 de mayo se supo en Montevideo que Rodó había muerto. Las sirenas de los diarios sonaron largamente. Una manifestación estudiantil que se dirigía al Cabildo a plantear sus reclamos, al saberse la noticia se disolvió. En la Cámara de Diputados, Carlos Roxlo (que no sólo era su rival político, sino que también lo había combatido como escritor) quiso hacer el elogio de Rodó, pero la emoción se lo impidió70. Todas las instituciones públicas y privadas celebraron sesiones extraordinarias para adherir a los homenajes proyectados. El Municipio de Montevideo resolvió dar el nombre de Rodó a su parque principal. Nunca el fallecimiento de un hombre de letras había provocado en el país una consternación tan sincera, tan unánime.

Meses después, concurrió a Italia una delegación, encabezada por Antonio Bachini, con la misión de repatriar los restos del escritor, y el 27 de febrero de 1920, el cuerpo de Rodó tuvo su velatorio popular en la explanada de la Universidad.

«José Enrique Rodó -escribió Eugenio D'Ors- se fue a morir a Magna Grecia. Era justo, para artista tan clásico como él»71. Pero hoy puede conjeturarse que Rodó habría quedado más conforme con el juicio que le consagrara, sólo un mes después de su muerte, un joven mexicano de 28 años: «Ignoró la guerra literaria, el escándalo editorial y la propaganda de librería. Resolvió por la calidad excelente lo que otros quieren resolver mediante combinaciones de infinita malicia. Era el que escribía mejor y era el más bueno»72. El autor de este veredicto murió hace tres años: su nombre era Alfonso Reyes.

Imagen 25 (Pág. 81)

Hablando en el acto de inauguración oficial del Círculo de la Prensa, el 14 de abril de 1909

Imagen 26 (Pág. 84)

Caricatura por el dibujante Hermenegildo Sábat («Carolus»)



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