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ArribaXXV. Apaches

Las tribus de que hasta aquí hemos hablado están ya más o menos civilizadas, y puede decirse que forman parte de la población de México; los apaches por el contrario, en guerra devastadora y continua con nuestros establecimientos, sin haberse reducido nunca al cristianismo, sin esperanza de destruirlos por las armas o por medio de la predicación, porque los presidios y los misioneros han desaparecido juntamente; los apaches, repetimos, no son para México sino un peligro constante y desastroso, una nación que invade y aniquila nuestro territorio, los salvajes en su forma primitiva, cual no debieran encontrarse después de más de tres siglos trascurridos desde el descubrimiento de la América. Por eso preferimos tratar de ellos en artículo separado.

Para hacerlo con exactitud, vamos a copiar un manuscrito que lleva por título: «Año de 1796. Noticias relativas a la nación apache, que en el año de 1796 extendió en el Paso del Norte, el Teniente Coronel don Antonio Cordero, por encargo del señor Comandante general Mariscal de Campo don Pedro de Nava.»

Tomamos la copia del borrador original del autor, existente en un volumen de manuscritos que lleva por título «Documentos históricos sobre Durango» y pertenece a la colección del señor Licenciado don José Fernando Ramírez.

Recordamos que en un periódico político fue publicada esta Memoria. Ya se sabe que la vida de esas hojas sueltas no pasa de un día; que el interés político hace que no se dé importancia a otra cosa, y por eso la noticia de que tratamos, aunque muy importante, pasó desapercibida, y casi puede asegurarse que hoy ve la luz por la primera vez.

Cordero sirvió desde muy niño en las compañías presidiales, hizo por espacio   —369→   de muchos años la guerra a los salvajes, sabía su lengua, había tenido con ellos tratos y relaciones; les conocía bajo todas sus fases, y ninguno como él pudo hablar con tanto tino y tamaña exactitud.

El Manuscrito dice así:

«Es la nación apache una de las salvajes de la América septentrional, fronteriza a las provincias internas de la Nueva España.

Se extienden en el vasto espacio de dicho continente, que comprenden los grados 30 a 38 de latitud Norte, y 264 a 277 de longitud de Tenerife.

Puede dividirse en nueve parcialidades o tribus principales y varias adyacentes, tomando aquellas su denominación, ya de las sierras y ríos de sus cantones, ya de las frutas y animales de que más abundan. Los nombres con que ellas se conocen son los siguientes: Vinni ettinen-ne, Segatajen-ne, Tjuiccujen-ne, Iccujen-ne, Yutajen-ne, Sejen-ne, Cuelcajen-ne, Lipajen-ne y Yutajen-ne, que sustituyen los españoles nombrándolos por el mismo orden, Tontos, Chiricaguis, Gileños, Mimbreños, Faraones, Mescaleros, Llaneros, Lipanes y Navajos, y a todos bajo el genérico de Apaches.

Hablan un mismo idioma, y aunque varía el acento y tal cual voz provincial, no influye esta diferencia para que dejen de entenderse recíprocamente. Esta lengua, a pesar de su singularidad y gutural pronunciación, no es tan difícil como indica su primera impresión, y acostumbrado el oído se halla cierta dulzura en sus palabras y cadencia. Es escasa de expresiones y voces, y esto origina una repetición molesta que hace la conversación sumamente difusa. Por medio de una sintaxis y vocabulario sería fácil aprender, siempre que valiéndose de ciertos signos se demarcase el golpeo con que la lengua y garganta deben concurrir a la pronunciación de algunas voces, que producen con dificultad aun los mismos apaches.

No componen estos en el día una nación uniforme en sus costumbres, usos y gustos. Coinciden en muchas de sus inclinaciones; pero varían en otras con proporción a los terrenos de su residencia y las necesidades que padecen, y a lo más o menos que han tratado con los españoles. Se dará una idea general de lo que es común a todos ellos, y se hablará particularmente después de cada una de las parcialidades expresadas.

El apache conoce la existencia de un Ser Supremo Criador, bajo el nombre de Yastasitasitan-ne o Capitán del Cielo; pero carece de ideas de que sea remunerador y vengador. Por esto no le da culto alguno, ni tampoco lo consagra a alguna de las demás criaturas que comprende haber sido formadas por Aquel para su diversión y entretenimiento. A las vivientes juzga dispuestas a aniquilarse después de un cierto tiempo, en los mismos términos que lo cree de su propia existencia. De aquí resulta que olvidando fácilmente lo pasado, y sin inquietud alguna de lo futuro, lo presente solo es   —370→   lo que le toca e interesa. Desea, sin embargo, estar de acuerdo con el Espíritu maligno, de quien juzga depende lo próspero y adverso, dándole esta materia pábulo para infinitos delirios338.

Nacido y criado el apache al aire libre del campo y fortificado por alimentos simples, se halla dotado de una robustez extraordinaria, que le hace casi insensible al rigor de las estaciones. El continuo movimiento en que vive, trasladando su ranchería de uno a otro punto con el fin de proporcionarse nueva caza y los frutos indispensables para su subsistencia, lo constituye ágil y ligero en tal grado, que no cede en velocidad y aguante a los caballos, y seguramente les sobrepuja en los terrenos escarpados y pedregosos. La vigilancia y cuidado con que mira por su salud y conservación le estimula también a descampar a menudo por respirar nuevos aires, y que se purifique el lugar que evacua, llegando a tal extremo el celo por la sanidad de su ranchería, que abandona a los enfermos de gravedad cuando juzga pueden infestar su especie.

Es extremadamente glotón cuando tiene provisiones en abundancia, al paso que en tiempo de calamidad y escasez sufre el hambre y la sed hasta un punto increíble, sin que desmerezca su fortaleza. A más de las carnes que les franquean sus continuas cacerías y robos de ganados que ejecutan en los terrenos de sus enemigos, consiste su corriente manutención en las frutas silvestres que producen sus respectivos territorios. Así estas como las especies de caza diferencian en los distintos cantones que habitan; pero hay algunas comunes en todos ellos.

Por lo respectivo a la caza, lo es la bura, el venado y el berrendo, el oso, el jabalí, el leopardo y el puercoespín. En razón a las frutas son generales la tuna, el dátil, la pitahaya, la bellota y el piñón; pero sus principales delicias consisten en el mezcal. Lo hay de varias clases, pues se saca de los cogollos del maguey, del sotole, de la palmilla y de la lechuguilla; y se beneficia cociéndolo a fuego lento en una hoguera subterránea, hasta que adquiere cierto grado de dulzura y actividad. También hacen una especie de sémola o pinole de la semilla del heno o zacate que cosechan con mucha prolijidad en el tiempo de su sazón, y aunque en cortas cantidades (por no ser de genio agricultor); alzan también algún poco de maíz, calabaza, frijol   —371→   y tabaco, que produce la tierra más por su feracidad que por el trabajo que por el trabajo que se impende en su cultivo.

Su temperamento bilioso influye en los de esa nación, un carácter astuto, desconfiado, inconstante, atrevido, soberbio y celoso de su libertad e independencia. Su talla y color diferencia en cada cantón, pero todos son morenos, bien proporcionados en sus tamaños, de ojos vivos, cabello largo, ninguna barba y pintada la astucia y sagacidad en su semblante.

No corresponde en manera alguna el número de su población al terreno que ocupan. De aquí dimanan los espaciosos desiertos que se encuentran en este inmenso país, y que cada padre de familia en su ranchería se considera un soberano de su distrito.

En lo general eligen para moradas las sierras más escarpadas y montuosas. En estas hallan agua y leña en abundancia, las frutas silvestres necesarias y fortificaciones naturales en donde defenderse de sus enemigos. Sus chozas o jacales son circulares, hechas de ramas de los árboles, cubiertas con pieles de caballos, vacas o cíbolos, y muchos usan también tiendas de esta clase. En las cañadas de las mismas sierras solicitan los hombres la caza mayor y menor, extendiéndose hasta las llanuras contiguas, y proveyéndose de lo necesario, lo conducen a su ranchería, en donde es peculiar de sus mujeres, tanto el preparar las viandas, cuanto el beneficio de las pieles, que después han de servir para varios usos, y particularmente para su vestuario.

Los hombres se las acomodan alrededor del cuerpo, dejando desembarazados los brazos. Es en lo general la gamuza o piel del venado la que emplean en este servicio. Cubren la cabeza de un bonete o gorra de lo mismo, tal vez adornado de plumas de aves o cuernos de animales. A ninguno falta desde que empieza a andar, sus zapatos muy bien hechos, con una media bota de piel, que se llaman por los españoles téhuas. Todos se cuelgan de las orejas zarcillos formados de conchas, plumas y pequeñas pieles de ratones, y suelen agregar a este adorno la pintura de greda y almagre con que se untan la cara, brazos y piernas. El vestuario de las mujeres es igualmente de pieles; pero se distingue en que usan una enagua corta, ceñida por la cintura, y con algún vuelo por las rodillas: un cotón o gabán que se introduce por la cabeza y cuelga hasta medio cuerpo, tapando el pecho y espalda, y dejando abiertos los lados: zapatos como los de los hombres, y ningún abrigo en la cabeza, cuyo cabello, atado en forma de castaña, conservan por lo común en una bolsa de gamuza, de cíbolo o de piel de nutria. Sus adornos en el cuello y brazos son sartas de pezuñas de venado y berrendos, conchas, espinas de pescado y raíces de yerbas odoríferas. Las familias más pudientes y aseadas bordan sus trajes y zapatos de la espina del puercoespín,   —372→   que ablandan y suavizan para emplearla en este servicio; y muchas mujeres añaden en sus enaguas un farfalá de campanillas de hoja de lata o pedacitos de latón que hace sumamente ruidosa su compañía.

El hombre no conoce más obligación que la caza y la guerra, construir sus armas, sillas de montar y demás arneses propios de su ejercicio. Las mujeres cuidan las bestias que tienen; trabajan los útiles necesarios para su servicio; curten y adoban los cueros de los animales; conducen el agua y la leña; buscan y recogen las semillas y frutos que produce el terreno en que se hallan; las desecan y hacen panes o tortas; siembran tal cual mata de maíz, frijol, etc.; las riegan y cosechan a su tiempo, y no están exentas de acompañar a sus maridos a las expediciones, en las que les son utilísimas para arrear los robos de bestias, hacer centinelas y servirles en cuanto les mandan.

El armamento de los apaches se compone de lanza, arco y flechas, que guardan en un carcaj o bolsa de piel de leopardo en lo general. Los tamaños de estas armas son diferentes, según las parcialidades que las usan. Entre los apaches de las parcialidades orientales hay algunas armas de fuego; pero así por la falta de municiones, como por no tener arbitrio para repararlas, si se descomponen, las aprecian menos, y generalmente vienen a darles nuevo uso, haciendo de ellas lanzas, cuchillos, lengüetas de flechas y otros útiles que estiman en mucho.

A proporción que un padre de familia tiene más hijos, nietos, sobrinos o dependientes casados, es mayor o menor su ranchería y es reconocido como capitán de ella. La hay de ochenta y cien familias, de a cuarenta, de a veinte y de a menos, y estas mismas vienen a desmembrarse en el instante en que se disgustan los que las componen. Hay algunos tan celosos y altivos que prefieren vivir enteramente separados de los demás con sus mujeres e hijos, porque nadie les dispute la preferencia.

La edad decrépita o avanzada los hace despreciables de los demás: cesa el mando aun en el de mayores créditos, y viene a ser un juguete de su ranchería. En tanto es estimado un hombre o una mujer, en cuanto tiene toda la robustez necesaria para el completo ejercicio de sus funciones: pero este viene a faltarles muy tarde, a causa de su fuerte naturaleza y constitución: se ven muchos de más de cien años asistir a las cacerías y otros duros ejercicios.

De nada hace vanidad el apache, sino de ser valiente, llegando su entusiasmo a tal punto, que se tiene a menos al hombre de quien no se sabe alguna hazaña, de la que resulta agregar a su nombre el de Jasquie, que quiere decir bizarro, anteponiéndolo al por qué es conocido, como Jasquietajusitlan, Jasquiedecja, etc. Prevalece esta idea y costumbre entre los gileños y mimbreños que, efectivamente, son los más arrojados.

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Está extendida en esta nación la poligamia, y cada hombre tiene tantas mujeres cuantas puede mantener, siendo a proporción del número de estas el de los jacales que componen su horda o aduar.

El matrimonio se verifica comprando el novio la que ha de ser su mujer a su padre o pariente principal de quien depende. De aquí dimana el trato servil que sufren, y que sus maridos sean árbitros hasta de su vida. Muchas veces suele disolverse el contrato por unánime consentimiento de los desposados, y volviendo la mujer a su padre, entrega este lo que recibió por ella. Otras termina por fuga que cometen las mujeres, de resultas de los maltratamientos que sufren, en cuyo caso se refugian en manos de algún poderoso, quien las recibe bajo su protección, sin que nadie se atreva a exigir de él cosa alguna.

Mudan sus rancherías a medida que en el lugar en que han vivido escasean los comestibles necesarios para ellos y sus bestias, trasladándose ya de una sierra a otra, ya de una roca o crestón a otro de la misma cordillera o montaña. Suele influir mucho para estas traslaciones la necesidad de buscar lugares a propósito para pasar con más comodidad las diversas estaciones del año.

La reunión de muchas rancherías en un punto suele ser casual y dimanada de ir todos buscando ciertas frutas, que saben abundan en tal o tal terreno por un preciso tiempo. También es prevista y combinada, o con la idea de formar cuerpo para defenderse, o con la de celebrar alguna de sus funciones, que se reducen a cacerías y bailes y juegos en la noche. En lo general se decide en estas juntas algún plan de operaciones contra sus enemigos. En estos casos, no solo se unen las rancherías de una parcialidad, sino que suelen congregarse dos o más tribus completas.

En cualquiera de estas incorporaciones toma el mando del todo por común consentimiento el más acreditado de valiente; y aunque esta dignidad no infunde en los demás particular subordinación, ni dependencia, pues cada cual tiene salvoconducto para irse, quedarse, o no aprobar las ideas del jefe, siempre prepondera el influjo de este, especialmente para la disposición de su campamento, método de defensa en caso de ser atacado, o emprender cualquiera maniobra hostil.

Las rancherías así reunidas, siempre ocupan los cañones más escabrosos de una sierra de difíciles gargantas para aproximarse al terreno, que siempre está inmediato a elevadísimas alturas que dominan los llanos circunvecinos. En esta colocan sus ranchos los que han de servir de vigías durante la reunión, siendo de su cargo descubrir las avenidas y dar los avisos correspondientes. En estos puestos elevados jamás se hace lumbre, y siempre viven los de vista más sutil, y que tienen mayor práctica y conocimiento de la guerra.

Los bailes son sus favoritas diversiones nocturnas en estas juntas. No   —374→   tienen más orquesta que sus voces y una olla o casco de calabazo a que se amarra una piel tirante y se toca con un palo. A su compás y el de las voces que interpolan hombres y mujeres, saltan todos a un tiempo formados en diferentes ruedas, y colocados ambos sexos simétricamente. De cuando en cuando entran al círculo dos o tres más expeditos y ágiles que ejecutan una especie de baile inglés, pero de suma violencia y dificultosas contorsiones de todos los miembros y coyunturas.

Si el baile es preparatorio para función de guerra o en celebridad de alguna acción feliz concluida, se ejecuta con las armas en las manos: se mezclan alaridos y tiros; y sin perder la cadencia del Ho, Ho, se publican las hazañas acaecidas o que se intentan ejecutar.

Hay también bailes que disponen los adivinos cuando han de ejercer su ministerio. Los ejecutores se tapan la cabeza con una especie de máscara, hecha de gamuza. Es la música infernal y diabólicas sus resultas.

A las cacerías grandes concurren indistintamente hombres, mujeres y niños, unos a pie y otros a caballo. La del cíbolo se llama carneada: exige tiempo y preparativos de ofensa por irse a practicar en terrenos inmediatos a naciones enemigas. Es particular a los mescaleros, llaneros y lipanes, que son vecinos a esta clase de ganado. El objeto presente es la caza, que hacen comúnmente de venados, buras, berrendos, jabalíes, puercoespines, leopardos, osos, lobos, coyotes, liebres y conejos. Reconocidos por los rastros de estos animales los valles, sierras, llanos y montes que frecuentan, y determinado el día, ordena el jefe de la empresa los parajes en donde deben amanecer colocadas las diferentes cuadrillas que han de hacer el ojeo, los puntos que han de ser ocupados por tiradores flecheros de a caballo y de a pie, y los que a lo largo han de servir de vigías para precaverse de insultos de enemigos, en que también se apostan los destinados a este servicio. De esta forma amanece cercado un ámbito de terreno, que no pocas veces llega a cinco o seis leguas de circuito. La señal de comenzar el ojeo, y por consecuencia, de cerrar el cerco, es dada por humazos. Hay hombres a caballo destinados a este objeto, que consiste en incendiar el pasto y yerbas de toda la circunferencia; y como a este fin están colocados en puestos de antemano y con mechas prontas que preparan de la corteza del tascote o de la palmilla seca, es cosa de un momento ver arder a un mismo tiempo todo el círculo que se ha de batir. En el mismo instante comienzan los alaridos y algazara, huyen los animales, no hallan salida, y últimamente vienen a caer en manos de sus astutos adversarios.

Esta clase de cacería sólo se hace cuando el heno y yerbas están secos. En tiempo de aguas en que no puede incendiarse el campo, apoyan sus cercos contra los ríos y arroyos.

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La caza de venado y berrendo la ejecuta con la mayor destreza un indio solo; y por la excesiva utilidad que le resulta, la prefiere de continuo al ruidoso plan del ojeo, que más sirve de diversión que de conveniencia. Se viste de una piel de los mismos animales, pone sobre su cabeza otra de la clase de los que va a buscar, y armado de su arco y flechas andando en cuatro pies, procura mezclarse en una banda de ellos. No pierde golpe; mata a su salvo cuantos puede. Si huyen, corre con ellos; si se espantan, finge igual conmoción, y en estos términos hay ocasiones que acaba con la mayor parte del trozo que se le presenta.

Desde sus tiernos años tienen su escuela de este útil ejercicio los muchachos, para quienes se reserva siempre la caza de las tusas, hurones, ardillas, liebres, conejos, tejones y ratas del campo. Por medio de esta práctica adquieren la mayor fijeza en su puntería y se hacen diestrísimos en toda clase de ardides y cautelas.

La caza volátil no es lo que más les interesa; sin embargo, por un espíritu sanguinario y de destrucción, matan cuantas aves se les ponen a tiro. De pocas aprovechan la carne, y ciñen su utilidad al acopio de plumas, de que hacen sus adornos y proveen las extremidades de sus flechas. No comen pescado alguno, no obstante de lo que abundan sus ríos; pero lo matan igualmente y guardan las espinas para diferentes usos: lo que si aprecian es el castor o la nutria, por el gusto de su carne y utilidad de su piel.

Determinada una expedición ofensiva y confiado el mando temporalmente al que ha de dirigirla, eligen dentro de alguna sierra del cantón un terreno escarpado y defendido por la naturaleza, provisto de agua y frutos silvestres, en donde con una moderada escolta dejan a sus familias seguras. Salen de este paraje divididos en pequeñas partidas, generalmente a pie, para ocultar sus rastros en el camino que procuran hacer por tierra dura y peñascosa, y vuelven a reunirse en el día y punto citado, próximo al paraje que se han propuesto invadir. Para efectuarlo colocan de antemano una emboscada en el terreno que más les favorece. Despachan luego algunos indios ligeros a traer por medio de algún robo de bestias y ganado, la gente que salga en su seguimiento, a la que cargan de improviso, haciendo una sangrienta carnicería. Si alguna de las partidas hace un robo considerable antes de reunirse en el punto de concurrencia, suele contentarse de su suerte y retirarse sin concluir la expedición. Otras veces, queriendo no faltar a la cita, aprovechan las mejores bestias para su servicio, matan las restantes y se dirigen a incorporarse a los demás que por su ruta van haciendo otro tanto.

Es imponderable la velocidad con que huyen después que, ejecutado un crecido robo de bestias emprenden la retirada para su país; las montañas   —376→   que encuentran, los desiertos sin agua que atraviesan para fatigar a los que los persiguen, y las estratagemas de que se valen para eludir los golpes de los ofendidos.

A larga distancia dejan siempre sobre sus huellas dos o tres de los suyos montados en los caballos más ligeros, para que estos les den aviso de lo que adviertan por su retaguardia. Teniéndolo de ir contra ellos fuerzas superiores, matan todo cuanto llevan, y escapan en las mejores bestias, que últimamente vienen a matar también en el caso de que los alcancen, asegurando su vida en las asperezas de los montes.

Si por las noticias de su retaguardia les consta que los persiguen fuerzas inferiores, los esperan en un desfiladero y cometen segundo destrozo, repitiendo este ardid tantas veces cuantas se las presenta su buena suerte y la impericia de sus contrarios. Cuando conocen que sus perseguidores son sagaces e inteligentes como ellos, dividen el robo en pequeños trozos y dirigen su huida por diferentes rumbos, por medio de lo cual aseguran llegar a su país con la mayor parte, a costa de que padezca interceptación alguna de ellas.

Concluida la expedición y repartido el botín entre los concurrentes, en cuya partición no pocas veces suelen ofrecerse disturbios, que decide la ley del más fuerte, cada parcialidad se retira a su cantón, y cada ranchería a su particular sierra o terreno favorito, a vivir con entera libertad, y sin sufrir incomodidad de nadie.

Con menos preparativos y más fruto suelen hacer muchos destrozos cuatro o seis indios que se resuelven a ejecutar solos una campaña a la ligera, siendo tanto más difícil evitar los daños que cometen, cuanto a ellos les es más fácil ocultar sus rastros y penetrar sin ser sentidos hasta los terrenos más distantes, para lo cual ejecutan siempre su viaje por los breñales y peñasqueras de las sierras, desde donde se desprenden a las poblaciones, cometen el insulto con la mayor rapidez y se retiran precipitadamente a ocupar los mismos terrenos escabrosos, y continuar por ellos sus marchas, siendo casi imposible el encontrarlos, aunque se busquen con la mayor diligencia.

En la ocasión que más se reconoce el valor o temeridad de estos bárbaros, es cuando llega el lance de que sean atacados por sus enemigos. Jamás les falta la serenidad, aunque sean sorprendidos y no tengan recurso de defensa. Pelean hasta que les falta el aliento, y corrientemente prefieren morir a rendirse.

Con la misma intrepidez proceden cuando atacan; pero con la diferencia de que si no consiguen desde luego la ventaja que se proponen y ven contraria la suerte, no tienen a menos el huir y desistir de su proyecto,   —377→   con cuya mira procuran con anticipación prever su retirada y el partido que han de tomar para su seguridad.

Una ranchería por numerosa que sea y embarazada, hace unas marchas tan violentas a pie o a caballo, que en pocas horas se liberta de los que la persiguen. No es ponderable la prontitud con que levantan el campamento cuando han percibido fuerzas superiores contrarias en sus inmediaciones. Si tienen bestias, en un momento se ven cargadas de sus muebles y criaturas: las madres con sus hijos de pecho colgados de la cabeza por medio de un cesto de mimbres en que los colocan con mucha seguridad y descanso los hombres armados y montados en sus mejores caballos; y todo ordenado para dirigirse al paraje que juzgan adecuado a su seguridad.

Si carecen de cabalgaduras, cargan los muebles las mujeres, igualmente que a las criaturas. Los hombres ocupan la vanguardia, retaguardia y costados de su caravana, y escogiendo el terreno más difícil e incómodo, verifican su trasmigración como si fueran fieras, por las asperezas más impenetrables.

Sólo por sorpresa y tomando todas las retiradas se consigue castigar a estos salvajes, pues como lleguen a reconocer a sus contrarios antes de comenzarse la acción, a poca diligencia de sus pies, logran ponerse en salvo. Si se determinan, no obstante, a batirlos, es con mucho riesgo, a causa de la suma agilidad de los bárbaros y de las rocas inexpugnables en que se sitúan.

A pesar del continuo movimiento en que viven estas gentes, y de los grandes desiertos de su país, se encuentran con facilidad las rancherías unas a otras cuando desean comunicarse, aunque haya mucho tiempo que no se vean, ni tengan noticia de sus sucesos. Aparte de que todos saben al poco más o menos los terrenos en que deben residir por la propiedad de sierras, valles y aguajes que reconocen en tales y tales capitanes, son los humos correos seguros, por medio de los cuales se comunican recíprocamente. Es una ciencia el entenderlos; pero tan sabida de todos ellos, que jamás se equivocan en el contenido de sus avisos.

Un humo hecho en una altura, atizado seguidamente, es señal de prepararse todos a contrarrestar a los enemigos que se hallan cerca y han sido ya divisados personalmente o por sus huellas. Cuantas rancherías lo ven, corresponden con otro, dado en la misma forma.

Un humo pequeño hecho a la falda de una sierra; indica ir buscando gente de la suya con quien desean encontrarse. Otro de respuesta hecho a media ladera de una eminencia, denota que allí está la habitación, y que pueden llegar a ella libremente.

Dos o tres humos pequeños en un llano o cañada hechos sucesivamente   —378→   sobre una dirección, manifiestan solicitud de parlamentar con sus enemigos, a que se contesta en iguales términos.

A este tenor tienen muchos signos generales admitidos comúnmente por todas las parcialidades de apaches. Por este mismo estilo hay también señas concertadas, de las que nadie puede instruirse sin poseer la clave. De estas usan a menudo cuando se internan a hostilizar en países enemigos. Para no detenerse en la ejecución de los humos, no hay hombre ni mujer que no lleve consigo los instrumentos necesarios para sacar lumbre. Prefieren la piedra, el eslabón y la yesca cuando logran adquirir estos útiles; pero si les faltan de esta clase, llevan en su lugar dos palos preparados, uno de sotole y otro de lechuguilla, bien secos, que frotados con fuerza con ambas manos en forma de molinillo, la punta del uno contra el plan del otro, consiguen en un momento incendiar el escombro o aserrín de la parte frotada; y es operación que no ignoran ni las criaturas.

No debe pasarse en silencio el particular conocimiento que tienen de los rastros que advierten en el campo. No solamente se imponen del tiempo que hace que se imprimió la huella, sino que se enteran de si pasó de noche o de día; si la bestia va cargada o con jinete, o suelta; si la van arreando o es mesteña, y otras mil particularidades, de lo que solo una continuada práctica y una asidua reflexión puede dar completo conocimiento. Si hieren un venado, berrendo, o cualquier otro animal, jamás pierden su rastro hasta que lo encuentran muerto o imposibilitado de andar, aunque caminen sobre sus huellas dos o tres días, y se mezcle la bestia herida con sus semejantes.

También es digno de referirse la particular desconfianza con que viven unos de otros, aunque sean parientes, y las precauciones que guardan al acercarse cuando ha tiempo que no se ven. El apache no se aproxima a su hermano mismo sin tener las armas en la mano, siempre en cautela contra un atentado, o siempre pronto a acometerle. Jamás se saludan, ni se despiden, y la acción más urbana de su sociedad consiste en mirarse y considerarse un rato recíprocamente antes de tomarse la palabra para cualquier asunto.

Su propensión al robo y a hacer daño a sus semejantes, no está limitada precisamente en razón a los que han conocido por enemigos declarados, esto es, los españoles y los comanches, sino que se extiende a no perdonarse unos a otros, pues con la mayor facilidad se ven desposeídos los menos fuertes por el más poderoso; y se encienden entre las parcialidades sangrientas conmociones, que solamente terminan cuando la causa común los une para su propia defensa.

La guerra con los comanches es tan antigua, cuanto lo son las dos naciones:   —379→   la sostienen con vigor las parcialidades que les son fronterizas; esto es, faraones, mescaleros, llaneros y lipanes. Dimana su odio de que así los comanches como los apaches quieren tener cierto derecho exclusivo sobre el ganado del cíbolo, que precisamente abunda en los linderos de ambas naciones.

No es del caso aquí investigar el origen de la cruel y sangrienta guerra que de muchos años a esta parte han hecho los apaches en las posesiones españolas. Tal vez la originarían desde tiempos anteriores, las infracciones, excesos y avaricia de los mismos colonos que se hallaban en la frontera con mandos subalternos. En el día, las sabias providencias de un gobierno justo, activo y piadoso, la van haciendo terminar, debiéndose advertir que no solo no aspira su sistema a la destrucción o esclavitud de estos salvajes, si no que solicita por los medios más eficaces su felicidad, dejándolos poseer sus hogares en el seno de la paz, con la precisa circunstancia de que bien impuestos de nuestra justicia y poder para sostenerla, respeten nuestras poblaciones sin inquietar a sus habitantes.

Tontos

Esta parcialidad, que es la más occidental de todas, es la menos conocida por los españoles, porque a excepción de algunas rancherías próximas a las líneas de presidios de la provincia de Sonora, que unidas con las chiricaguis han insultado aquellos territorios, las demás han vivido y existen en quietud en su país, en donde hacen algunas siembras, aunque cortas, de maíz, frijol y otras legumbres, y se surten de carnes por medio de la caza de las buras y coyotes, de que hay tanta abundancia, que se les conoce también con el nombre de coyoteros. Los más fronterizos, que convocados por los chiricaguis llegaron a ser enemigos nuestros, se hallan ya pacíficos y establecidos en el presidio de Tugson y sus inmediaciones, y los demás permanecen tranquilos en sus tierras. Por las noticias que nos han dado los chiricaguis y ellos mismos, se sabe ser muy numerosa esta tribu: sus terrenos nos son igualmente desconocidos por no haber habido necesidad de pisarlos. Confinan por el Poniente con los pápagos, cocomaricopas y yavipais; por el Norte con los moquinos; por el Oriente con la parcialidad chiricaguis, y por el Sur con nuestros establecimientos.

Chiricaguis

La sierra de este nombre, principal habitación de esta parcialidad, es la que da su denominación a toda ella. Fue bastante numerosa en otro tiempo, en que unidos y aliados con los navajos y algunas cuadrillas de tontos,   —380→   sus vecinos, infestaron la provincia de Sonora, hasta los terrenos más interiores. Tuvieron coligación con los séris, suaquis y pintas bajos, y estos los hicieron prácticos en el terreno y les proporcionaron muchas ventajas. Después de que se sujetaron estos pueblos, y que la parcialidad navajo, rota su alianza con ellos, trató de buena fe paces con la provincia de Nuevo México, han sido continuamente castigados por nuestras armas los que han intentado hostilizar. Con este motivo ha minorado mucho su número. Algunas de sus rancherías han conseguido del gobierno establecerse pacíficas en los presidios de Bacoachi y Janos; otras habitan todavía en su país, enemistadas con los navajos y moquinos, a quienes hacen varios robos de ganado menor, y todo el daño que pueden. Confinan con estos por el Norte; con los tontos por el Poniente; con los españoles por el Sur, y con los gileños por el Oriente.

Gileños

Esta parcialidad ha sido de las más guerreras y sanguinarias. Ha hostilizado indistintamente en la provincia de Sonora y en la de Nueva Vizcaya, cuyos territorios, aun los más interiores, les son tan conocidos como los mismos de su país. Siempre ha estado unida con la parcialidad mimbreña, y han partido ambas los frutos y los riesgos. El repetido castigo que han experimentado por sus atentados ha llegado a contener su orgullo, viendo minoradas sus fuerzas tres cuartas partes de su total. De las rancherías que en el día existen, están varias establecidas en el presidio de Janos, y otras permanecen en su país, y no dejan de incomodar nuestras poblaciones. Colindan por el Poniente con los chiricaguis; por el Norte con la provincia de Nuevo México; por el Oriente con la parcialidad mimbreña, y por el Sur con nuestra frontera.

Mimbreños

Fue esta tribu muy numerosa y tan atrevida como la gileña. Se divide en dos clases, altos y bajos: los primeros, que eran los más contiguos a la provincia de Nueva Vizcaya están sujetos, después de haber sufrido muchos golpes por sus arrojadas empresas, y viven pacíficos en los presidios de Janos y Carrizal: los segundos no han abandonado todavía su país, que es el próximo a la provincia de Nuevo México. Tienen alianza con los faraones, y a pesar de los descalabros que han sufrido por nuestras armas en castigo de su atrevimiento, no deponen su antiguo osado carácter. Es ya muy corta su fuerza, y ha minorado su número más de la mitad. La provincia de Nuevo México es su confín por el Norte; por el Poniente la parcialidad mimbreña; por el Oriente la faraona, y por el Sur nuestra frontera.

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Faraones

Esta indiada es todavía bastante numerosa; habita las sierras que intermedian del río Grande del Norte al de Pecos. Esta íntimamente unida con la mescalera, y de poco acuerdo con los españoles. Las provincias de Nuevo México y de Nueva Vizcaya han sido y son el teatro de sus irrupciones. En una y otra han tratado paces diferentes ocasiones, que han quebrantado siempre, a excepción de una u otra ranchería, que por sus fieles procedimientos ha alcanzado permiso de establecerse pacífica en el presidio de San Eleazario. De esta parcialidad es rama la de los apaches jicarillas, que viven pacíficos en la provincia de Nuevo México, en terrenos contiguos al pueblo de Taos, frontera de los comanches. Confinan los faraones por el Norte con la provincia de Nuevo México; por el Poniente con los apaches mimbreños; por el Oriente con los mescaleros, y por el Sur con la provincia de Nueva Vizcaya.

Mescaleros

Esta parcialidad habita, en lo general, en las sierras próximas al río de Pecos por una y otra banda, extendiéndose por el Norte hasta las inmediatas a la ranchería. De estas usan particularmente en las temporadas propias para hacer la carneada del cíbolo, en cuyos casos se une con la parcialidad llanera su vecina. En iguales términos procede cuando emprende operaciones ofensivas contra los establecimientos españoles, convidando para sus empresas a los faraones. En lo general hacen sus entradas por el bolsón de Mapimí, ya dirijan sus miras contra la provincia de Nueva Vizcaya, ya se resuelvan a invadir la de Coahuila. Son afectos a las armas de fuego, de las que tienen algunas; pero no abandonan por esto las que les son propias y peculiares. Es corto el número de las familias que componen esta parcialidad, a causa de haber sufrido mucho por parte de los comanches sus acérrimos enemigos, y de alguna minoración que les han originado los españoles en sus antiguos debates. Por el Norte es su término la comanchería; por el Poniente la tribu faraona; por el Oriente la llanera, y por el Sur nuestra frontera.

Llaneros

Ocupan estos indios los llanos y arenales situados entre el río de Pecos, nombrado por ellos Tjunchi, y el Colorado que llaman Tjulchide. Es parcialidad de bastante fuerza, y se divide en tres clases, a saber: Natajes, Lipiyanes   —382→   y Llaneros. Contrarrestan a los comanches en las continuas reyertas y sangrientas acciones que a menudo se les ofrecen, particularmente en el tiempo de las carneadas. Insultan, aunque pocas veces, los establecimientos españoles, uniéndose a este fin con los apaches mescaleros y faraones, con quienes tienen estrecha amistad y alianza. Confinan por el Norte con los comanches; por el Poniente con los mescaleros; por el Oriente con los lipanes, y por el Sur con la línea de presidios españoles.

Lipanes

Esta parcialidad es la más oriental de la apachería. Divídese en dos clases bastante numerosas, nombradas de arriba y de abajo, con referencia al curso del río Grande, cuyas aguas los bañan: la primera ha estado enlazada con los mescaleros y llaneros, y ocupa los terrenos contiguos a aquellas tribus; la segunda vive generalmente en la frontera de la provincia de Tejas y orillas del mar. Todos son enemigos acérrimos de los comanches, sus vecinos, con quienes se ensangrientan a cada instante, de resulta de la propiedad de la cíbola, que cada uno quiere para sí. Los de abajo tienen sus alternativas de paz y guerra con los indios carancaguaces y borrados que habitan la marisma. Iguales vicisitudes ha tenido su trato con los españoles. En el día proceden de buena fe, y se han separado de los que son nuestros enemigos, no tanto por afecto cuanto por respeto a nuestras armas. Usan en lo general de las de fuego, que adquieren del comercio que hacen con los indios de Tejas, cuya amistad conservan cuidadosamente por este interés. Son de gallarda presencia, y mucho más aseados que todos sus compatriotas. Por el Poniente son sus límites los llaneros; por el Norte los comanches; por el Oriente los carancaguaces y borrados, provincia de Tejas, y por el Sur nuestra frontera.

Navajos

Esta tribu es la más septentrional de todas las de su nación. Habita la sierra y mesas de Navajo que le dan su nombre. Sus rancherías no son ambulantes como las de los demás apaches, y antes reconocen domicilio fijo: son diez, a saber: Sevolleta, Chacoli, Guadalupe, Cerro-Cabezón, Agua Salada, Cerro Chato, Chusca, Tunicha, Chelle y Carrizo. Hacen sus siembras de maíz y otras legumbres. Crían ganado menor y tienen fábricas de jergas, mantas y otros tejidos de lana que comercian en la Nuevo México. Fueron   —383→   en otro tiempo enemigos de los españoles: en el día son sus fieles amigos y se gobiernan por un general nombrado por el gobierno; sufren algunas incomodidades que les originan sus compatriotas chiricaguis y gileños, que son sus limítrofes por el Sur; por el Norte lindan con los yutas; por el Poniente con los moquinos, y por el Oriente con la provincia de Nuevo México.



Hasta aquí la Memoria.

La guerra continua que los bárbaros hacían a los colonos españoles, llamó desde muy temprano la atención del gobierno. Al principio, cuando los establecimientos no se extendían mucho hacia el Norte, la manera más eficaz de contener a los salvajes, era fundar poblaciones, y bajo su amparo derramar misioneros en el territorio que se quería sojuzgar; esto mismo era fácil en los Estados lejanos, habitados por tribus numerosas y agricultoras; pero se hizo casi del todo imposible en donde tribus broncas y cazadoras vivían sobre terrenos inmensos, casi del todo privados de recursos. Aquí se recurrió también a la fundación de pueblos; mas para protegerlos del daño continuo de los bárbaros fue preciso establecer lo que se llamaron presidios. El presidio era una colonia militar; se componía de un número determinado de soldados, mandados por sus respectivos oficiales, que con sus familias venían a establecerse en el lugar que se juzgaba a propósito. Un pequeño y mal construido fuerte servía de asilo a las familias, se alzaban dentro los edificios indispensables, en los alrededores se hacían las siembras, y aquel era el núcleo para que otras familias se agruparan y tal vez naciera de allí una grande población. Los presidios formaban un sistema de defensa en la frontera con los salvajes: cuando estos desaparecían y la población blanca avanzaba, los presidios ganaban también terreno, y progresivamente se extendía el territorio de la colonia.

Los soldados presidiales, agricultores en la paz, tenían por obligación defender el presidio, escoltar a los caminantes, hacer sin descanso la guerra a los salvajes. Vestidos generalmente de cuero, con profusos adornos de correas, los llamaban correitas. Aquella guerra tiene un carácter muy peculiar, y no sería dado a todos el hacerla con buen éxito. Es indispensable reunir el valor a la astucia; la disciplina de los soldados europeos a la táctica para guerrear de los guerreros indios; los conocimientos de los hombres de las ciudades, a las tradiciones de los hombres primitivos; ser, en suma, por las cualidades, civilizado y bárbaro a un mismo tiempo. Es menester sufrir las intemperies, el hambre, la sed, el cansancio; colocado en llanuras inmensas, sobre las cuales crece la gobernadora formando un mar de verdura, se ha de dirigir el rumbo para salir a punto determinado, allí donde no hay camino, y se ha de distinguir si la ondulación distante que se observa en la   —384→   yerba la produce una ráfaga de viento, o la fiera que huye, o el salvaje que acecha: sin rastro ni guía, los breñales de las montañas y lo intrincado de las quebradas, no han de ser obstáculo para llegar al término del viaje. Delicado el oído, ha de percibir en el susurro del viento los ruidos más lejanos, distinguir el aullido o el canto del pájaro verdaderos, de las contraseñas de los enemigos; hasta la detonación del arma de fuego de un compañero. La mayor seguridad personal y el mejor logro de las empresas, resulta de saber seguir la huella; por este medio se sabe el número de gente que ha pasado, la tribu a que pertenece, el tiempo transcurrido desde su paso y otras mil circunstancias, que parecerían del todo increíbles a no acreditarlo la experiencia. La bestia cargada levanta más tierra con la punta de la pezuña, y deja una huella más profunda que la vacía; la suelta da el paso más corto y regular que la que va arreada; la sana y que camina todavía vigorosamente, imprime la ranilla más o menos visiblemente en la tierra que la cansada; la estercoladura y la longitud de los pasos revela la velocidad que llevaba el animal; y el endurecimiento que da el rocío a la tierra que forma el borde de la huella, indica el tiempo que lleva de impresa. Si la tribu llevaba armas de fuego, se conoce por los golpes que se encuentran en las ramas de los arbustos, cosa natural, supuesto que los salvajes llevan la carabina atravesada sobre la espalda. Se calcula si el movimiento que se observa a larga distancia lo produce un ser viviente, fijando en tierra una lanza y dirigiendo sobre ella una visual, pues así se determina si el objeto visado permanece fijo o varía de posición.

Dirigen sus rumbos, de día por el sol, de noche por la polar u otras estrellas, y si el cielo esta entoldado, golpean el tronco de un árbol, y el lado en donde la corteza está más dura señala el Norte. No se camina durante la fuerza del sol, y para esperar que pasen sus ardores, se escoge un lugar a propósito para descanso; a esto se llama sestear. De noche, para el servicio de remonta y de centinela dividen el tiempo los presidiales en tres partes, que se llaman cuartos, el de prima noche, el de la modorra, el del alba: en tiempo bueno, calculan estos espacios de tiempo por los astros. Si la noche está entoldada, la lumbre les sirve de reloj: por una razón física, en el primer cuarto será la lumbre roja y poco reluciente, en el segundo blanca y radiante, en el tercero volverá a su estado primero. Si no se ha hecho lumbre, los cuartos se conocerán también con precisión, y los animales serán los que avisen, porque en efecto, gastan la prima noche en comer, la modorra en dormir y al del alba vuelven a pastar. Y así millares de observaciones, fundadas, si se quiere, en razones obvias o triviales, pero que se escapan a los ojos de los hombres de las ciudades.

Antiguamente los apaches no vivían más acá del río Bravo, aunque se   —385→   internaran muy al Sur a hacer sus depredaciones; al presente tienen sus aduares muy adentro de nuestro territorio, y nuestros vecinos nos los empujan más y más. Abastecidos de armas de fuego, mejor acostumbrados a la guerra, si es posible, destruidos los presidios y las compañías presidiales. Los apaches están a punto de convertir en yermos nuestros Estados fronterizos. La manera con que la nación y sus diversas familias están repartidas sobre nuestra frontera, puede calcularse de la manera que vamos a decir:

Balbi, en la tabla XXXII, escribe: «Apaches, hablado por los apaches, nación muy numerosa dividida en muchas tribus, derramadas desde la Intendencia de San Luis Potosí hasta la extremidad septentrional del golfo de California, y que parece hablan dialectos muy diversos, de los cuales algunos podrían considerarse como lenguas hermanas. A excepción de algunas tribus cultivadoras, que tienen la civilización de los indios de paz, los apaches son errantes, enemigos de los ietanes339, más aún de los españoles, a quienes tienen en continua alarma con sus ataques, tan terribles como frecuentes; la mayor parte de sus guerreros van montados al caballo, armados con grandes lanzas. Las principales tribus apaches son: los faraones y mescaleros, que viven entre los ríos Puerco y del Norte; los gileños, que vaguean cerca de las fuentes del Gila; los mimbreños, que habitan las agrestes quebradas de la Sierra de la Acha y de la de los mimbreños: estas tribus son las más numerosas, viniendo en seguida los chiricaguis, que habitan al SO de los mimbreños; los tontos, que viven en la orilla meridional del Gila,; los llaneros, al E de la gran cadena bajo el paralelo de 38º y 100º de longitud O, y los lipanes más al O hacia el meridiano 104º. Según Pike, los nanahas, que al vaguean al NO de Santa Fe en el Nuevo México, hablan la lengua de los apaches, y son, por consecuencia, de su familia; parece también que los navajoas que se encuentran a lo largo de la orilla meridional del Yaquesila, son otra tribu de esta numerosa nación.»

Comparando estos asertos con lo que antes copiamos, vendremos en conocimiento de los errores que comete el muy recomendable escritor francés.

Por nuestra parte, conforme a los documentos consultados, la nación apache se encuentra distribuida de este modo en sus subtribus, en su lengua y en los dialectos de esta.

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Apache

Hemos clasificado el apache en familia particular: esta lengua es el mismo yavipai, y ambas palabras son para nosotros sinónimas. La hablan en Sonora los apaches, yavipais, vinni-ettinen-ne, tontos o coyoteros, segatajen-ne o chiricahuis, yutacjen-ne o navajos, navajoas, yavipai-navajoi, tjuiccujen-ne, gileños, xileños, yavipai-gileños, chafalotes, iccujen-ne, mimbreños altos, mimbreños bajos, sumas y baquiobas.




Chemegue

Dialecto del apache; en Sonora le hablan los chemegue, chemegue cajuala, chemegue sevicta, chemeguabas, gecuiches, genicuiches y chemeguet.




Yuta

Dialecto del apache: las tribus que lo usan en Sonora son los yutas o yum yum o jut joat, payuchas, jagullapais, yavipais cajuala, yavipais cuercomache, yavipais jabesua y yavipais tejua.




Muca oraive

Dialecto del apache, de los muca oraive en Sonora.




Faraón

Dialecto del apache; corresponde a Chihuahua y lo hablan los yutajen-ne o faraones, sejen-ne o mescaleros, xicarillas, jarros, jocomes, jacomis, carlanes, ancavistis, llamparicas, echunticas, sapis, unuares, changaguanes, pazuchis, cahiguas, orejones, jumanes, cuampes, panana, cánceres y guazarachis.




Llanero

Dialecto del apache: pertenece a Coahuila y lo hablan los cuelcajen-ne o llaneros, natages, lipillanes y chilpaines.



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Lipan

Dialecto del apache: es de Nuevo León y Tamaulipas, donde viven los lipajen-ne o lipanes, lipanes de arriba, lipanes de abajo.




Lengua perdida

El toboso: la colocamos en este lugar por ser de la familia apache y haberse extinguido la tribu que la hablaba; ignoramos, sin embargo, si puede encontrarse todavía en alguna de las subtribus de los apaches.








 
 
FIN