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Geografía interior de Antonio Di Benedetto: «Zama», «El silenciero», «Los suicidas»

Eduardo San José Vázquez

En la narrativa de Antonio Di Benedetto coinciden dos temas que se hacen correspondientes: el de la indagación psicológica y existencial del individuo y el de su vivencia de lo americano. Es decir, sus dimensiones individual e histórica, que señalan parte de la obra narrativa del autor argentino como la búsqueda de la identidad americana a través del encuentro con la propia conciencia, y a la inversa, una identidad americana que podemos decir que aparece como su propia búsqueda insatisfecha. De las seis novelas que componen el ciclo de la narrativa larga de Di Benedetto, son Zama (1956), El silenciero (1967) y Los suicidas (1969)1 las que recogen de forma más clara el tema de la búsqueda de la identidad, individual y americana; de los límites de la existencia y de la angustia vital de ser-en-el-mundo, o la angustia extrema de ser americano. En este sentido de la búsqueda relacionada de lo individual y lo histórico, Teresita Mauro, en su estudio de la narrativa de este autor, clasifica estas tres novelas en el ciclo de «la dimensión americana y la búsqueda existencial»2. Un ciclo que podría constituir un oxímoron, pero que en Hispanoamérica coopera, quizás más que en otras tradiciones, a la respuesta de una identidad histórica.

El tema de la identidad americana se encuentra desarrollada en las dos últimas (El silenciero y Los suicidas) de manera incidental y en relación con los horizontes de significado abiertos por su obra mayor Zama. Se trata de dos novelas de temática urbana que abordan la angustia existencial del hombre moderno. El tema de la identidad americana se sugiere, en todo caso, al poner en relación la búsqueda existencial de sus protagonistas con la análoga de Diego de Zama en la primera de estas novelas, que trata de forma más específica la relación psicológica con el medio americano. Por esto, mi análisis abarcará las tres obras, pero lo hace a la luz de la primera, como eje subordinante del tema de la búsqueda de una identidad cultural en su figuración psicológica.

Convencionalmente, la narrativa argentina se moderniza a partir de la década de los cuarenta en dos vertientes: la literatura fantástica y la literatura existencial. En la creación de mundos autónomos de la primera y en la introspección de la segunda, ambas tendencias tienen la capacidad, en palabras de Eduardo Becerra, de «irrealizar la realidad y anular la identidad»3. Con ellas, el mundo se crea en la ficción, y la búsqueda íntegra de lo real se lleva a término con la precisa trascendencia de la realidad. En las décadas sucesivas, las que comprenden la obra de Di Benedetto, en Argentina la narrativa reacciona ante el fenómeno urgente del peronismo. Se supera lo fantástico y se cultivan formas del realismo crítico, que en ocasiones siguen acusando la herencia del existencialismo y del psicoanálisis, para crear, como dice Roa Bastos en el caso de los narradores argentinos del interior, un «realismo profundo»4. El término no hace más que aludir a ese realismo totalizante del interior humano, la gran epopeya de la modernidad literaria del siglo XX, que es la delimitación de una geografía interior; un intento que terminará resultando, de cualquier forma, una geografía de la incertidumbre.

Diremos que el principio arquetípico de cualquier narración, surgida como tal de los ciclos épicos, es una búsqueda, en la que un héroe navega o atraviesa bosques en busca de una tierra prometida, un destino, una identidad. Esta búsqueda, metafísica pero de fijación geográfica o material, se sustituye en la narrativa moderna por una indagación explícitamente metafísica, la de la conciencia, como consecuencia de una realidad agotada o cuestionable. El objeto de la épica persevera: un tiempo perdido, un destino prometido, pero esta epopeya se ha vuelto interior; el viaje, como en la novela de Alejo Carpentier, es a la semilla. Este encuentro con la conciencia, genuino y por lo tanto realizado con la parte de lo inconsciente, podemos afirmar que en Hispanoamérica se desarrolla con un particular acento en los aspectos exteriores, que muestran la conciencia americana en sus problemas de identidad con la geografía y la historia del Continente. Es lo que leemos en estas novelas de Di Benedetto, agrupadas, de manera significativa, en un mismo apartado como «búsqueda existencial» y de la «identidad americana», en que la indagación de lo interior no puede prescindir del desarraigo y el extrañamiento ante lo exterior.

En Zama se nos presenta un período de la vida del doctor Diego de Zama, asesor letrado del gobernador en una región interior del sur americano a fines del siglo XVIII. Zama es un antiguo corregidor real que desde hace tiempo malvive en un destino transitorio, lejos de su familia. La narración que leemos pertenece al propio Zama, quien nos relata sus intentos de conseguir un traslado, un nuevo destino cerca de su mujer o al menos de alguno de los grandes centro urbanos del sur de América, la cuenca del Plata, Santiago de Chile, quizás la Mendoza natal del propio Antonio Di Benedetto. La novela resume el itinerario de la búsqueda de su identidad (origen y destino), que en principio se define por una esperanza, regresar con su familia, en una etapa vital en que Zama concibe su destino en su origen, y que acaba convirtiéndose en una espera, toda vez que esto comienza a parecer imposible. Zama descubre que su identidad no está con su familia, en la vuelta a un origen estable del que únicamente necesita ya su esperanza. A partir de entonces somos espectadores de su progresiva degradación, de quien conserva el recuerdo de su origen con la esperanza de un Sísifo, perpetuando en el fondo su espera como único objeto de su identidad. Recordemos que, ante todo, Di Benedetto dedica esta novela «a las víctimas de la espera».

La extranjería de Zama, que por otra parte es uno de los pocos criollos de la Gobernación, en la época de las reformas borbónicas, es en principio respecto a un presente y una tierra hostiles, y comenzará a ser respecto a un pasado que descubre ajeno. Dice: «El pasado era un cuadernillo de notas que se me extravió» (p. 159). El mundo lo traiciona y Zama traiciona su presencia en el mundo: el desarraigo y la extrañeza provocan el ensimismamiento, la introspección en busca de las claves interiores de su identidad por cuenta ajena a un medio del que se siente extranjero5. Zama, perdido en la Geografía y en la Historia, habita en una región intrascendente, que por algunas descripciones y términos guaraníes se deduce que puede ser Asunción, y vive un período histórico que ya no conoce en esta zona la épica inicial de la Conquista, y en que apenas se larva la crisis de las Independencias. La remota ciudad del interior continental obliga a postergar sus aspiraciones; la naturaleza que la circunda es hostil: lo incomunica o lo amenaza, además de provocarle un estado de morbidez y lujuria:

Con ser tan mansa, cuidábame de la naturaleza de esta tierra, porque es infantil y capaz de arrobarme en la lasitud sempiterna me ponía repentinos pensamientos traicioneros, de esos que no dan conformidad ni, por tiempos, sosiego.

(pp. 9-10)



La reflexión podría responder a algunos de los planteamientos de naturalistas europeos contemporáneos a Zama en torno a la llamada «disputa del Nuevo Mundo». En especial, se pueden rastrear las observaciones acerca del carácter inferior de la naturaleza americana, por «inmadura» y «débil», que nacen con Buffon a mediados del siglo XVIII. Estas posiciones polémicas de que Zama se hace eco, que llegaron a sostener autores como Voltaire, Hegel y De Pauw, aludían a la influencia de los humores acuosos del ambiente americano sobre la constitución y el carácter de los nativos, como seres impúberes y faltos de voluntad6.

En el destierro, el puerto fluvial aparece, sin embargo, como su único espacio para la esperanza: desde allí espera irse (volver) y aguarda las noticias de Marta, su mujer. Codicia un ascenso con el que promocionar hacia algún centro virreinal importante o bien hacia España, como realización de su destino en el origen ideal, origen naturalmente ajeno a Zama.

Tenía que prepararme para sobresalir en Buenos-Aires. Perú seguía en la línea de mis aspiraciones; lo más codiciado, como culminación, España.

Marra estaba presente en todos estos presupuestos. Marta estaba conmigo, en la antigua bonanza de nuestra vida en común.

(p. 88)



A través de las tres partes de la narración, tres períodos diferentes, 1790, 1794 y 1799, la epopeya de Diego de Zama lo aleja progresivamente del contacto con la civilización y con los seres reales, lo lanza a los espacios abiertos y lo sumerge en la soledad de su conciencia, desde la casa de Gallegos Moyano en el centro de la ciudad, al rancho de Ignacio Soledo (simbólico nombre), en medio de un arenal de las afueras, hasta su alistamiento final en la partida que persigue al bandido Vicuña Porto por la selva y el desierto.

La epopeya interior de Diego de Zama ha dado lugar a interpretaciones que asocian los elementos actanciales de esta síntesis a contenidos simbólicos arquetípicos, desde la teoría psicoanalítica de Jung o el estructuralismo narrativo de Propp7: la tierra, el agua, el bosque, el desierto, aparecerían con significado invariable como actantes de esa apropiación de la realidad americana por parte de Zama, que es al tiempo un proceso de maduración psicológica en la aceptación del destino propio, de la posesión racional del mundo. El agua como elemento del seno materno, de la fecundidad y también de la perspectiva de viaje, de cambio y nacimiento; la tierra como espacio de la madurez; el bosque y el desierto, como lugares de trance y de iniciación.

Mientras persigue la sombra del bandido Vicuña Porto, que entre otras cosas es lo que Zama nunca ha sido, un héroe que admite, domina y administra su mundo, aquel se descubre como uno de los jinetes de la partida:

Entonces, pensando que él se hallaba entre nosotros y nosotros padecíamos necesidades, fatigas, tropiezos y muertes por encontrarlo, se me ocurrió que era como buscar la libertad, que no está allá, sino en cada cual.

(p. 239)



La lección la interpreta Zama como la necesidad de un regreso al origen, la lucidez sobre nuestra natural extranjería en el mundo bárbaro de lo real. Un regreso, una lucidez solo a través del desgarramiento y el reconocimiento existencial de la Nada exterior. La progresión de Diego de Zama hasta apropiarse de su mundo americano comienza con el despojamiento de su memoria, siempre que esta sea la del prejuicio, pueril, hacia la incertidumbre de lo exterior y lo diferente. Una edad mítica, estática, o extática, un éxtasis solipsista en lo propio que aborrece lo otro, lo real. Lo real es el mundo no creado en la palabra y la imaginación: vemos cómo el despojamiento de la novela comenzará a ser también verbal, en el estilo del discurso del narrador. La conciencia primitiva de Zama se simboliza en el niño rubio, de edad invariable a lo largo de la novela, que aparece como una alucinación en pasajes decisivos. Un niño rubio claramente distinto del tipo humano del interior continental. Se trata del símbolo de una conciencia ensimismada, la de Zama por tanto, que no ha ingresado en el tiempo histórico y es ajena a lo real. Esta edad mítica, previa a lo histórico, será superada por Zama en el tránsito del desierto, mediante el reconocimiento de ese niño interior y el despojamiento de su prejuicio, que se manifiesta en Zama en su inicial deseo por las mujeres blancas y españolas, que antes tienen su valor en la irrealidad, su improbabilidad en el medio americano. Zama solo puede desear a la mujer que no existe:

¿Nunca seré el visitado del amor? No el amor de Luciana, si es que lo conseguía, sino el de una mujer de otras regiones, un ser de finezas y caricias como podía haberlo en Europa, donde siquiera unos meses hace frío y las mujeres usan abrigos suaves al tacto como los cuerpos que cobijan.

Europa, nieve, mujeres aseadas porque no transpiran con exceso y habitan casas pulidas donde ningún piso es de tierra. Cuerpos sin ropas en aposentos caldeados, con lumbre y alfombras. Rusia, las princesas... [...]

Yo, en medio de toda la tierra de un continente, que me resultaba invisible, aunque lo sentía en tomo, como un paraíso desolado y excesivamente inmenso para mis piernas. Para nadie existía América, sino para mí; pero no existía sino en mis necesidades, en mis deseos y en mis temores.

(pp. 44-45)



Zama comienza negándose el amor (que es una forma de posesión de la realidad) a través de la ilusión de mujeres ideales o con la posesión lujuriosa de las mestizas y mulatas paraguayas. Rita, Luciana, Emilia, mulatas y mujeres misteriosas, sin nombre o con la entidad de un sueño son las conquistas de Zama, mientras mantiene la esperanza de ser fiel a su mujer, de quien no sabe nada desde hace años, como asidero con alguna identidad propia.

Uno de los arquetipos literarios básicos a propósito del deseo y de la búsqueda del arché familiar, en concreto a través de su lujuria y sus sucesivas conquistas sexuales, resulta entonces el donjuanismo de Diego de Zama. Un Don Juan no entendido como frívolo Casanova, sino con el sentido de trascendencia mítica universal que empezó a ensayar la crítica romántica, aquel igualmente expatriado y previsiblemente nómada que podría decir con Zama: «Por lo menos debo conservar el derecho de enamorarme» (p. 44). No el Donjuán patológico, «de virilidad equívoca», que diagnosticaba Marañón8, sino el que entendió Ortega: el Don Juan mítico, «uno de los pocos temas cardinales del arte universal que la Edad Moderna ha logrado inventar y añadir al sagrado tesoro de la herencia grecolatina»9. Un ser angustiado que lucha contra la caducidad, cobarde o inmaduro para asumir el amor, la consagración, la muerte: Zama es el Niño, el burlador de la muerte. Algo semejante sucede de hecho con Diego de Zama, existencialmente y en su posesión madura del mundo americano del interior, en que el reflejo de la ilusión europea queda tan lejos. Zama se dibuja entonces como un burlador de la realidad. De igual forma, si Di Benedetto nos quiere hablar con esto de la escritura literaria en Argentina durante la década de los cincuenta, avisa contra el ilusionismo fantástico comenzado en la década anterior, el cual se trataría de superar a través de una madurez histórica en las miserias propias del realismo, que él y sus compañeros de la Generación del Noroeste argentino (NOA) del 55 venían haciendo.

Uno de los pocos aspectos que ponen de acuerdo a Ortega y a Marañón en sus análisis de Don Juan es su indecisión. La deliberada postergación del impulso amoroso monogámico, que lo habría expuesto a una identificación definitiva. Una consagración a la que la identidad vacilante de Donjuán no es que prefiera renunciar, sino que no encuentra motivos suficientemente poderosos (es decir, una mujer) para una elección que juzga bastante más seria que lo que la moral obliga, la misma moral que él burla. Marañón analiza esta indecisión, como el resto de su ensayo, a la luz de un estudio caracterológico:

Don Juan posee un instinto inmaduro, adolescente, detenido frente a la atracción de la mujer en una etapa genérica y no en la etapa estrictamente individual, que es la perfecta. Ama a las mujeres, pero es incapaz de amar a la mujer10.

Ortega, por su parte, proyecta esta indecisión genérica en el carácter mítico del héroe trágico. El escepticismo, para Ortega, es la heroicidad y la tragedia de Don Juan, en su búsqueda leal «de algo que absorba por completo su capacidad de amar»11. Don Juan encontraría en la falta de una certeza suficiente la tragedia del héroe de la modernidad: la de resultar, no ya el héroe «sin atributos», como manifiestamente sucede con su mutilación final, sino, sobre todo, «el héroe sin finalidad»12. Dice Zama:

Nada tenía ya por delante, sino una extensión lisa donde estaban abolidas las necesidades. Sólo debía avanzar. Pero tenía miedo del final, porque, presumiblemente, no había final.

(p. 82)



Para Graciela Ricci, en su estudio psicoanalítico de la novela, Zama aspira en principio a la perpetuación de un punto de vista (el del seno materno representado en los elementos actanciales acuáticos) desde el que el mundo solo es una fantasía solipsista, una evocación lejana o lingüística. Se le opondría un impulso opuesto de integración realista, simbolizado en los elementos terrestres: el arenal, el desierto. Un síntoma del deseo de la atracción-repulsión hacia una edad histórica que supere la infancia mítica en los personajes de Di Benedetto es su afán de escritura. El subordinado Manuel Fernández aspira a terminar su novela, creación que acabará sustituyendo por la paternidad putativa del hijo de Zama, que cede sus funciones, como la iniciativa sobre su vida. El protagonista de El silenciero pergeña el proyecto de su novela El techo, sobre la búsqueda del silencio metafísico. El periodista de Los suicidas investiga para un informe sobre el suicidio que nunca se podrá publicar.

Carmen Espejo se ha referido a Zama como novela del lenguaje. El despojamiento progresivo del estilo no actuaría solo como emblema de la transformación de Zama, sino como elemento para la autorreferencialidad y la reflexión metaficcional. Marcaría el despojamiento de este realismo profundo, en oposición a los hallazgos barrocos de lo real maravilloso y del realismo mágico; quizás la diferencia está en esta palabra, «hallazgo», frente a un realismo profundo que es mimético, si bien únicamente de la incertidumbre, de la Nada histórica. Se trata del monólogo de la estupefacción de Zama ante el desierto, que contrasta con el estilo de la primera parte, imitación de la prosa barroca de los siglos de oro, más que de la neoclásica, como ha observado Juan José Saer13.

El reconocimiento del mundo se cifra en la cábala de su apellido: la regresión aparece de forma acróstica en las letras, desde la última «Z» que olvida la memoria previa del alfabeto, a la inicial, el Alpha o Aleph desde la que Zama puede reasumir el mundo. Es la oposición entre dos perspectivas que procuran el deseo (el mundo como artefacto lingüístico, ajeno) o la realidad, hasta hacerse invisible con uno mismo, pero sustantiva. En este sentido, la última parte de la novela, la de la travesía por el desierto (tierra) y el asedio de la sed (agua), no tiene presencia femenina ni asomo del deseo lujurioso de Zama. En esta etapa adquieren sustancia para él la tierra y el presente, a través de tres simbólicas caídas del caballo. Termina con la muerte metafísica de su mutilación a manos de Vicuña Porto, muerte regeneradora. Para Noemí Ulla, la síntesis de esta mutilación dolorosa es que para Zama la vida ya no es un sueño14. Se trataría de una regeneración en el dolor que Di Benedetto asumiría del existencialismo humanista sartreano en lo que este tiene de compromiso político realista con la esperanza, tras la lucidez dolorosa de la Nada, del despojamiento y la mutilación. Quizás sirva el ejemplo de este monólogo en el desierto:

Habían sido carneados tres de los nuestros.

Quise dolerme. No pude.

No sabía cuáles eran. No los conocía. Los vi mal, de noche.

Consideré que tendríamos que darles sepultura.

Quedarían allí, al pie del cerro, con una cruz y una piedra encima.

El viento voltearía la cruz. Alguien, después, sacaría la piedra.

Tierra lisa.

Nadie.

Nada.

Me sacudí sin moverme.

No podía ser. Eso no podía ser para mí.

Era preciso regresar, no exponerse más.

Abandonar la búsqueda.

[pero]

Vicuña Porto.

Denunciarlo. Volver.

Fernando Ainsa, en Identidad cultural de Iberoamérica en su narrativa, se refiere a los viajes (literarios) en busca de la identidad: advierte un «movimiento centrípeto» en esos viajes, en los cuales «se va produciendo un despojamiento personal y se va asumiendo una identidad más depurada y elemental gracias al contacto directo con los elementos primordiales: el aire, el agua, la tierra y, algunas veces, el fuego». Sigue hablando de este despojamiento:

Mientras los personajes de la narrativa europea parecen haber seguido desde principios del siglo XX los consejos de Norman Brown de «piérdanse», para aquellos que buscaban rastros de su identidad en una sociedad cuyos pilares tradicionales se había desmoronado [...] la tarea ha sido mucho más primordial en la narrativa iberoamericana. Porque, para «perderse» hay que «haber estado» en algún lado y para «desaparecer» hay que «haber sido» alguien15.

Zama, como afirma Juan José Saer16 desde las palabras del propio Di Benedetto, no ha pretendido nunca ser una novela histórica: su héroe es un desheredado. No vive al margen de la Historia, sino que carece o se ha despojado de ella. El problema de Zama, del americano, o del tardo-moderno, hombre sin atributos según lo definiera Robert Musil, para poder perderse en la realidad sería no haber sido nadie en ella, haber querido ser alguien que no era, solo, como Don Juan, para no empezar a ser y a morir de verdad.

Dejar de ser para empezar a ser. Olvidarse para no volver a olvidar nunca más. La lectura de estas tres novelas de Di Benedetto recuerda la respuesta que Daniel Moyano dio en una entrevista:

El drama de nuestro país es que siempre se pensó Europa. A propósito de esto el traductor al inglés de la obra de Borges, Norman Thomas di Giovanni, dice que la solución argentina aparecerá cuando Buenos Aires acepte que es Argentina en primer término, que es América Latina en segundo y que pertenece al tercer mundo, por último. Yo creo que todo esto es muy cierto, que Buenos Aires debe reconocerse para partir de algo cierto17.

La respuesta no deja de ser la demanda de una anagnorisis argentina del mundo del interior, de un reencuentro elemental como el que menciona Ainsa, en que uno de los principios básicos, también, es el fuego. Tal vez quemarse en esa memoria del fuego: «Yo nací en un incendio, en un incendio permanente»18, afirmaba en la entrevista Daniel Moyano, nacido con el golpe de estado de 1930 y obligado al exilio por el de 1976. Una regeneración humanista comprometida, tras la conciencia del desierto existencial, como la que, después de todo, propone Di Benedetto en este ciclo de tres novelas. El despojamiento y la resistencia visceral al ruido (y al mismo tiempo a su sosiego) del protagonista de El silenciero, el suicidio abortado del periodista de Los suicidas y la mutilación final de Diego de Zama son al fin una difícil promesa.

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