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Geografías imaginarias de trasmundo. El Purgatorio de San Patricio en dos textos españoles

María José Rodilla León


UAM-Iztapalapa



Todas las religiones manifiestan su necesidad de espacializar el destino del alma y la imagen de su supervivencia de ultratumba.

(Paul Zumthor.)                


La geografía imaginaria del Purgatorio y su vecindad con el Infierno y el Paraíso parecen coincidir con los lugares maravillosos de la aventura caballeresca y la misma experiencia del viaje a las regiones ultraterrenas está narrada como un viaje iniciático. El pecador que se atreve a atravesar la barrera de la cueva es como el héroe mítico que cumple «la aventura por excelencia, la que aguarda al Elegido, la que sólo él puede cumplir»;1 es como el caballero andante que debe arrostrar una serie de pruebas y atravesar parajes maravillosos que deparan toda suerte de obstáculos, peligros y monstruos. Para el caballero, la investidura y la velación de las armas son las ceremonias de preparación para la nueva etapa, la de la aventura y la fama. Igualmente, para el caballero Owein, en la versión anónima española (c. XIII) del Tractatus latino del monje Enrique de Saltrey, su ceremonia purificadora sería el ayuno y la oración durante quince días y santiguarse con agua bendita antes de emprender el peligroso viaje; y para el soldado Ludovico Ennio, en la novela devota de Pérez de Montalbán, Vida y Purgatorio de San Patricio, el viaje rodeando la laguna durante 9 días de penitencia y ayuno a pan y agua, embarcado en un madero angosto. Los pecadores de estos dos textos, que recogen la difundida leyenda del Purgatorio de San Patricio, son recibidos a la entrada de la cueva o pozo de San Patricio por monjes que vienen a ser los maestros iniciadores e informantes de los peligros que les aguardan. Las tentaciones y horrores que deben soportar están anunciados como batallas: «has de pelear con todo el infierno»,2 le advierten doce religiosos en la entrada al Otro Mundo al soldado Ludovico. En el Tractatus, el narrador presenta al caballero Owein antes de emprender el viaje también preparándose para la batalla: «fincó el cauallero guarnido pora lidiar e pora complir nueua caualleria».3

Ribera Llopis en su estudio «Viajeros catalanes a Ultratumba» piensa que este tipo de texto «fuertemente tocado por una experiencia o urgencia individual»4 ya no es un viaje iniciático, aunque sí lo es en sus modelos. ¿Qué decir de nuestros casos, en los que se trata de la búsqueda personal de la purgación de los pecados? Creo que son viajes iniciáticos en la medida en que se acaba con una vida pecaminosa y se nace a una nueva virtuosa, «como si acabaras de nacer en el baptismo», se dice en la novela devota. El paso de una vida a otra supone la muerte de la primera y el renacimiento a través de una serie de arduas pruebas que hay que padecer y que comportan el riesgo de la muerte, implícito en toda aventura y en toda iniciación.

A lo largo de nuestra tradición, encontramos héroes que van a las regiones subterráneas ayudados por la Sibila y con una rama dorada, como Eneas, San Pablo con el arcángel San Miguel, Henoch con el ángel Rafael, Alberico con San Pedro y dos ángeles, Dante con Virgilio, pero el caballero Owein del texto anónimo y el soldado de la novela edificante consideran su viaje al Ultramundo como una empresa caballeresca y por lo tanto, deben cumplirla solos, con buen ánimo y armados únicamente «de su santo nombre», es decir, con el «escudo divino del dulce nombre de Jesús».

La gruta de entrada al Más Allá, los parajes desolados o la «terre gaste» que tanto aparece en los poemas caballerescos, el puente, estrecho como el filo de una espada, y todo un bestiario demonológico de lagartos, sierpes, sapos y dragones conforman una geografía ultraterrena alucinante que representa los temores del hombre por el lugar que le espera después de su muerte y la obsesión en vida de escapar a la cadena interminable de tormentos que ha alimentado a la literatura visionaria y que iremos viendo en la confrontación de ambos textos.

La barrera para acceder al Trasmundo es una cueva o gruta en la que se suceden las transformaciones propias del Más allá: al principio oscura, lóbrega, laberíntica, después el trueno, la caída y la sala espaciosa, en forma de claustro, cuyas formas apenas se van adivinando por una tenue luz. En el palacio del Tractatus, la luz o «lumbre» coincide más bien con un atardecer de invierno, pues es el preámbulo de la luz celestial que aún está velada para el que va a emprender el viaje, pero el claustro y el palacio equivalen a los palacios del Más allá donde la arquitectura, las columnas, los capiteles y la decoración priman por encima de la naturaleza.5 En ambas versiones, se atraviesa luego una suerte de «Terre gaste» o tierra desolada: negra, «tenebregosa» y con un viento áspero y helado que es un tópico del paisaje épico y sirve para conmover los ánimos6 y como adecuado preámbulo para los espantables escenarios que vendrán después.

La imaginería del Más allá recreada con todo tipo de efectos especiales está diseñada como un gran decorado apropiado para la batalla que deben librar los sentidos. La iniciación de los dos personajes: Owein y Ludovico comienza con una fuerte agresión sensitiva: al oído, con los truenos del hundimiento de la cueva y los ruidos de la llegada de los demonios; a la vista, con las visiones espantosas y las caras de los diablos; al olfato, por el hedor del azufre; al tacto, por las quemaduras en la hoguera y el viento helado que atraviesa el cuerpo como espada. A pesar de la violenta y terrible imaginería escatológica, sin embargo, este primer lugar no puede identificarse con el Infierno ni con el lugar intermedio, el Purgatorio. Se trata de una geografía vertiginosa de vastos campos, montañas altísimas y ríos profundos y anchos, que podríamos llamar Campos de tormento, de dolor o de tentación, en donde se presentan las primeras pruebas que van sorteando los pecadores. Lejos de la angustia de los límites y la estrechura, aquí lo negativo es lo inabarcable con la vista, la sensación de inmensidad y la inconmensurabilidad de las multitudes torturadas.

A pesar de coincidir ambas versiones en la semejanza de los tormentos y en la alternancia de penas de frío y calor, objetos de hierro punzantes, humo de azufre y animales demonológicos; sin embargo, en la presentación de la topografía ultraterrena, se separan: el Tractatus español divide los tormentos en cuatro campos, una rueda y una casa de baños que en la novela de Pérez de Montalbán equivalen a unas cuevas de gemidos espantosos, dos campos inmensos y la casa de baños altísima y anchísima de la que salen llamas. En la casa del Tractatus sólo hay unas fosas con metales ardiendo, mientras que la de la novela se fija más bien en las penas de frío, pues desde las ventanas los demonios torturan a los condenados en un lago helado. Los tormentos en esta primera región, antesala del Infierno, suelen ser en todas las dimensiones espaciales posibles: horizontales como las parrillas donde se asan los condenados; circulares como las ruedas de fuego o de navajas, pero tal vez las más angustiosas sean las verticales, las imágenes que «evocan una caída sin fin, es decir, sin límites mensurables, hundimiento, abismo, torbellino».7 La vertiginosa sensación de la caída en un pozo profundísimo en el que las almas suben y bajan y cuyo tormento radica precisamente en esa insistencia monótona de la subida y caída constantes. En el Tractatus se habla del pozo o «peña de la boca del infierno», y de dos ríos, uno helado y otro ígneo, que es el que equivale al Infierno. El soldado de Pérez de Montalbán padece los tormentos, baja al pozo y al subir, el viento lo arrastra por el campo y lo despeña al río que era como un mar, del que logra salir con el arma eficaz de las palabras santas. El caballero Owein, en cambio, no cae al río y logra atravesar un puente que a su paso se va ensanchando y desemboca en el paraíso.

Después de esta primera confrontación con el Infierno, en la novela devota hay un remanso y un respiro para el lector porque el pecador pasa a una casa solitaria, sin acumulación humana de condenados de los espacios anteriores, que es el lugar ideal para meditar y agradecer a Dios los peligros que ha pasado. Este lugar simbólico, de acuerdo con Maria Gracia Profeti, «señala vivamente la nueva conducta del peregrino, abierto a la reflexión y a la enunciación sentenciosa».8 El merecido descanso del hombre pecador que ya ha sido profundamente conmovido por los horrores vistos, permite el paso del espacio de los tormentos que padecían «sin esperança de remedio» al nuevo lugar que es el del Purgatorio; aparentemente los campos e instrumentos de tortura son iguales a los del dominio anterior: una región espaciosa cubierta de llamas, azufre, asadores, hachones de pez, metales derretidos, pero el semblante, los ojos y la lengua de los condenados era plácido, lleno de modestia y ternura

y reparé en que tenían cierta alegría en el rostro, y una claridad y modestia en los ojos que casi davan a entender que no sentían lo que padecían, porque sus ojos, si bien llenos de lágrimas, estavan clavados en el cielo, como quien pide misericordia. Y su lengua, si bien se quexava de aquellos ministros infernales, no era con aquella ira que los que yo vi en los otros campos porque no sólo no dezían blasfemias de Dios, antes con una ternura inmensa y unos amorosos suspiros a vozes le llamavan «Santo, Santo, Santo», rogándole se sirviesse de aliviarles las penas y llevarlos a gozar sus divinos resplandores.9


En la comparación de ambos textos, llama la atención que en el Tractatus no aparezca este lugar, el Purgatorio, cuyo título precisamente lleva la obra. El caballero Owein pasa de los Campos de tormento directamente por el puente que atraviesa el río del Infierno a las moradas dulces y fragantes del Paraíso y nunca ve el espacio de purgación de los privilegiados que han sido elegidos por Dios. Pérez de Montalbán se recrea, en cambio, en la región que también da título a su obra. Allí reconoce el soldado a algunas personas, religiosos, parientes, reyes, y allí es donde el pecador, narrador de su propia historia, adopta un tono sermoneador sobre los pecados, la penitencia, las indulgencias y jubileos. De este segundo espacio pasa Ludovico a una selva donde los demonios le hablan de los engaños pasados y lo conducen al verdadero Infierno, descrito en términos mucho más escalofriantes, pues el hecho de narrar su propia vida en primera persona confiere al relato más realismo y emotividad y se crea mayor efectismo y expectativa que en el texto medieval: El «río ancho e muy fediente, que era cubierto de flama e de piedra sufre» del texto medieval se transforma en la novela en un río «hondo y espesso», de «espantosas olas», «cubierto de fuego», «lodo negro y asqueroso», con «monstruos marinos, cuyas escamas eran unas agudas púas». Igualmente la novela se detiene en describir el puente que atraviesa el río del Infierno con muchos más obstáculos que el del texto medieval, de «yelo», estrecho, cuesta abajo y cuesta arriba y con un fuerte viento, además de reparar en los tormentos sufridos por los que caen ante

su vista. En el Tractatus, el caballero Owein, que no ha visto a los condenados purgar sus pecados ni la posibilidad de salvación, llega al lugar apacible del Paraíso, en el que todas las sensaciones se acrecientan: el olor dulcísimo, la vista de la luz resplandeciente como un sol, nunca había noche ni oscuridad, los cantos celestiales, y el comer celestial «dulçe e sabrido e dulçioso». Este espacio se describe por oposición al Purgatorio, pues «ally non auia frio nin calentura», no se experimentan las sensaciones heladas y ardientes, que son los dos polos que se padecen en el Purgatorio,10 y los arzobispos que allí encuentra son una especie de maestros iniciadores que explican al caballero los lugares de tormento y los equiparan al Purgatorio. Este texto medieval, por tanto, tiene una visión tripartita del Más Allá: los Campos de Tormento, el Río del Infierno y la Morada del Paraíso; en cambio, reconoce dos paraísos, el terrenal y el celestial, al igual que un obispo español, Julián de Toledo, en su tratado escatológico Prognosticon.11

Con la salvedad de que el texto medieval presenta el Purgatorio no como lugar que atraviesa Owein sino con la descripción que se le hace a su llegada al Paraíso terrenal, podemos dividir esta geografía ultraterrena en cuatro espacios: Campos de Torturas, Campos del Purgatorio, el río del Infierno y Campos del Paraíso, el terrenal y el celestial. En la versión española del Tractatus, los religiosos del Paraíso hacen equivaler los Campos de Tortura con el Purgatorio, porque ellos mismos también han pasado por la purgación un tiempo, según la grandeza de los pecados, antes de llegar a la «folgura», al Paraíso Terrenal, sala de espera y purificación para el otro, el Celestial. Se separan nuevamente ambos textos en este último espacio. Owein, que no ha caído al río del infierno, no gozará tampoco de instantes de gloria o bienaventuranza y los arzobispos sólo le muestran a lo lejos la puerta del paraíso celestial para subir al cielo; en cambio, Ludovico, que ha sorteado mayores peligros, atraviesa un paraíso terrenal, un locus amoenus donde las flores y frutos rivalizan con la arquitectura de fuentes, estatuas y jardines y llega a una morada celestial, cuya puerta «de oro finíssimo, tachonada de piedras y lúzidos diamantes», logra cruzar y gozar «de aquel divino lugar» de la mano del mismo San Patricio, con la salvedad de que no se le concede ver a Dios.

En ambos textos se prescinde, sin embargo, de un quinto ámbito de espera para el juicio, como las cavidades del Libro de Henoch,12 o el lugar donde se juzgan las almas en la República de Platón, el prado del juicio, la estación de llegada desde donde se reexpide a las almas después de ser juzgadas a los lugares de castigo o de premio.13 A pesar de la ausencia de este quinto lugar, hay, sin embargo, en ambas obras una reminiscencia de los textos platónicos donde las almas vuelven de nuevo «a la pradera para partir a una nueva existencia terrenal, uniéndose a un cuerpo y a un género de vida distinto del anterior»,14 o sea, la reencarnación, la metempsicosis, la oportunidad de elegir otra vida, que equivale al regreso de nuestros personajes de ese mundo de condenados y torturados al arrepentimiento para tratar de cambiar sus vidas en el mundo de los vivos o «el siglo», como le llaman ambos textos.

Estos audaces pecadores han sabido enfrentar el desafío del encuentro con lo sobrenatural, lo eterno. A medida que han superado las pruebas y atravesado esos abominables parajes, la necesidad de acabar el peligroso viaje los ha afirmado en la creencia, en la esperanza de rehacer una vida pecaminosa. En su viaje van adquiriendo más conocimientos, van siendo más sabios, más prudentes, como los héroes caballerescos que aprenden por boca de seres mágicos acerca de su linaje o destino cuando van superando las pruebas, así el pecador a su paso por los diferentes lugares de Ultramundo va conociendo por boca de los demonios o del mismo San Patricio las penas, los peligros o el gozo y en su decisión estriba el valor para no sucumbir y lograr llegar de nuevo al mundo de los vivos. Los escenarios maravillosos han quedado atrás y los caballeros pecadores han superado las pruebas. Su galardón ha sido la purificación, la santidad y el ejemplo que podrán transmitir a través de su relato, en el que cobran forma y fin sus proezas y su fama. Su última aventura será la muerte, pero después de la nueva vida en santidad, sin duda, alcanzarán la puerta dorada de gemas y piedras preciosas.





 
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