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Gerifaltes de Antaño. III. La España Tradicional1

Ramón del Valle-Inclán



LA ESPAÑA

TRADICIONAL

POR DON

RAMON DEL VALLE INCLAN



TERCERA PARTE



GERIFALTES

DE ANTAÑO



[5]

GERIFALTES DE ANTAÑO

LA GUERRA CARLISTA



[7]

LA GUERRA CARLISTA VOL. III

GERIFALTES DE ANTAÑO POR DON RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN



MADRID, MCMIX: LIBRERÍA GENERAL DE
VICTORIANO SUÁREZ, PRECIADOS, 48



[8]

Imp. de Primitivo Fernández, Valverde, 33.

[9]

GERIFALTES DE ANTAÑO

[11]






I

Santa Cruz volvió á caer sobre Otaín. Desde los hayedos del monte, bajó como los lobos al ponerse el sol, y corriendo en silencio toda la noche llegó á las puertas de la villa, cuando cantaban los gallos del alba. Llevaba consigo cerca de mil hombres, vendimiadores y pastores, lañadores que van pregonando por los caminos y serradores que trabajan en la orilla de los ríos, carboneros que encienden hogueras en los montes y alfareros que cuecen teja en los pinares, [12] gente sencilla y fiera como una tribu primitiva, cruel con los enemigos y devota del jefe. Aldeanos que sonreían con los ojos llenos de lágrimas oyendo cuentos pueriles de princesas emparedadas, y que degollaban á los enemigos con la alegría santa y bárbara, llena de bailes y de cantos, que tenían los sacrificios sangrientos, ante los altares de piedra, en los cultos antiguos.

Quinientos infantes habían quedado guarneciendo la villa, cuando con un revuelo de gerifaltes, cayó sobre ella la partida del Cura. Dos escuadras de cien hombres entraron delante dando gritos, una por el camino del río, y otra por la Calle del Mercado. Quemaban las puertas de las casas, apaleaban á los viejos y hacían correr á las mujeres con los niños en brazos. Los soldados republicanos, sorprendidos en los alojamientos, salían despavoridos, restregándose [13] los ojos. Sostuvieron algún tiroteo en las calles inmediatas á un convento, convertido en fuerte cuando ganó la villa á los carlistas Don Enrique España. Retrocedían sin orden, revueltos con los voluntarios, que cargaban á la bayoneta. El Cura, con el resto de su gente, guardaba todas las salidas de Otaín. Pero como las cornetas republicanas tocaban retirada en lo alto del fuerte, comprendió que la guarnición se encerraba entre aquellos muros, y entró por la villa á sangre y fuego. Sobre su cabeza se abrían las ventanas y clamaban muchas voces:

-¡No hagáis mal! ¡Todos somos partidarios! ¡Viva Carlos VII!

[15]




II

Santa Cruz levantó parapetos y emplazó dos cañones que había ganado en el encuentro de Hernani. Después de haber intimado la rendición á los del fuerte, que no quisieron admitir las condiciones impuestas por el faccioso, rompió el fuego, que duró todo el día. Por la tarde, cuando cesaba el tiroteo, se le unió la partida de Miquelo Egoscué. Los dos cabecillas se saludaron secamente: Egoscué, con bien declarado despecho, el otro, receloso y sin mirarle. [16] Santa Cruz estaba entre una guardia de doce partidarios, en el atrio de la iglesia. Egoscué se le acercó á caballo:

-Don Manuel, todos se quejan en la villa de que los ha tratado como á enemigos.

El Cura repuso sordamente:

-Los he tratado como merecían... Y lo que tengas que decirme, no me lo digas á caballo.

Se destacaron tres hombres de la guardia del Cura. Egoscué les dejó las riendas y se apeó entre ellos. Santa Cruz se había arrimado al muro de la iglesia, y el otro cabecilla se le acercó con la mano tendida:

-¡Pues aquí estoy con mi gente, Don Manuel!

-Como siempre, á media misa. ¿Y cuántos son los tuyos?

-A trescientos no llegan.

-¿Tienen municiones?

[17] -No tienen ni un cartucho.

El Cura quedó con la vista en el suelo, y levantándola lentamente, miró de través á los voluntarios que había en la plaza. Eran como cien hombres, y entre ellos no se contaban veinte de la partida de Egoscué. Los otros corrían las casas en busca de alojamiento. Don Manuel Santa Cruz estrechó con fuerza la mano del otro cabecilla y le miró á la cara:

-Pues soldados sin cartuchos para nada valen... Y no te agradezco la ayuda que me traes. Tener á la gente sin cartuchos, en la otra guerra fué de traidores y en ésta también.

-¡Yo no soy traidor, Don Manuel!

-Tampoco te digo que lo seas. Te digo que tener á la gente sin cartuchos, cuando no dice traición dice no saber mandarla. Tú ibas bien cuando con andabas *andabas con* doce hombres...

[18] -¡Y ahora voy bien!

-No seas un bárbaro orgulloso. Ya hablaremos de eso. Hoy cenamos juntos, y mañana se batirán juntos tus mocetes y los míos. Yo tengo cartuchos para todos.

Don Manuel Santa Cruz entró en la iglesia con los doce de su guardia. Iba entre ellos con la mirada recelosa, sin armas, sin insignias, y más parecía un prisionero que un capitán vencedor. Era fuerte de cuerpo y menos que mediano en la estatura, con los ojos grises de aldeano desconfiado y la barba muy basta, toda rubia y encendida. Su atavío no era sacerdotal ni guerrero. Boína azul muy pequeña, zamarra al hombro, calzón de lienzo y medias azules, bajo las cuales se descubría el músculo de las piernas. Aquel cabecilla sobrio, casto y fuerte, andaba prodigiosamente, y vigilaba tanto, que [19] era imposible sorprenderle. Los que iban con él contaban que dormía con un ojo abierto, como las liebres.

[21]




III

En Octubre de 1873, las tropas republicanas ocupaban muchas aldeas y caseríos en el valle de Baztán. Cada día llegaban nuevos regimientos que empobrecían con tributos aquella tierra feraz. Estas fuerzas, siempre volantes, ahora tenían orden de concentrarse para caer sobre Estella. Moriones, que acababa de ser nombrado comandante general, deseaba apoderarse de la ciudad, arca santa del carlismo. Era la victoria que mayor sonoridad podía tener, y también [22] el deseo de todo el ejército republicano. Era la voz unánime en el Estado Mayor:

-Hay que dar una gran batalla, y ganarla.

Los soldados sentían el cansancio de la guerra y deseaban volver á sus casas. En continuas marchas y contramarchas, apenas tenían tiempo de reposarse en alguna aldea, oyendo siempre detrás el paso redoblado de las partidas carlistas, señoras de Navarra. Y el comandante general buscaba la ocasión de una batalla para darle el triunfo, como un pan de comunión, á todo el Ejército. Era preciso apagar el grito que resonaba por valles y montes:

-¡Viva Carlos VII!

Don Enrique España tenía el mando de las fuerzas concentradas en el Baztán. El veterano general dictaba órdenes llenas de malhumor, [23] pasaba revista á los batallones y salía á caballo con sus ayudantes. Algunas veces murmuraba, tascando el cigarro:

-Farsas del Estado Mayor.

Don Enrique España temía que no se hubiese pensado nunca en llamarle sobre Estella. Lleno de años y de experiencia, oía distraído la lectura de las órdenes que llegaban constantemente del Cuartel General. Si alguna vez tomaba el pliego de manos del ayudante que leía, era sólo para ver el prodigio caligráfico del escribiente. Le gustaban los limpios rasgos de la letra española, y sonreía, dejando caer en el papel la ceniza del cigarro. Sin duda recordaba cómo en una oficina, con galones de cabo en las mangas, había comenzado su carrera militar hacía treinta años. Y levantando el papel y sacudiéndolo en el aire, solía decir:

[24] -Estos pobres son los que trabajan en el Estado Mayor.

Obedecía las órdenes sin concederles ningún valor, convencido de que la guerra acabaría cuando todos se cansasen. Tenía la misma desilusión que los soldados y la misma desconfianza. En medio de un constante malhumor, porque perdía al juego y no adelantaba en la guerra, apenas recataba sus pensamientos:

-Todos los generales conspiran por el hijo de Doña Isabel. Yo soy el único leal á la República... ¡Por eso me paga como el diablo á quien bien le sirve!

Sentía un sordo despecho por haber tenido que retirar sus tropas de Otaín. Juzgaba la concentración como una malicia pueril del nuevo comandante general y del Estado Mayor. Era una censura solapada de todos los planes anteriores, [25] una labor de intriga para desprestigiar á los que habían tenido el mando y el consejo. Del Estado Mayor llegaban todos los días órdenes tan oscuras, que parecían dictadas por antiguos oráculos. Don Enrique España las mandaba archivar y pedía una aclaración que no llegaba nunca. El Estado Mayor, en medio de un gran vacío de pensamiento, quería mantener el prestigio de que meditaba profundas combinaciones estratégicas. Era un afán hueco y sonoro, un mugir de bueyes que no aran. Don Enrique España no les guardaba el secreto:

-Nos sacan de donde hacíamos falta, para llevarnos no saben adónde. Atacarán Estella, pero será con las fuerzas de la Ribera. Nosotros perderemos todo lo ganado, detenidos en estas delicias de Cápua. No caben tantos soldados en las cabezas del Estado Mayor General.

[26] Y rodeado de sus ayudantes, dejando al caballo que mordiese la yerba del camino, tendía los ojos por el valle, todo en verdor y en paz. Era de un encanto primitivo, con la gracia de esos paisajes donde los evangelarios antiguos hacen florecer la infancia del Niño Jesús. Por los caminos blancos, entre mieses estremecidas, viñedos en fruto y dorados castañares, veían llegar nuevas tropas, que dejaban sin guarnición todas las villas desde Urdax á Tolosa.

[27]




IV

Tres confidentes llegaron uno en pos de otro, con la noticia de que atravesaba los puertos la partida del Cura. Iba de prisa y en silencio, como los lobos cuando bajan al poblado. Oyendo á los perros había cruzado sin detenerse las aldeas dormidas, San Paul, Astigar, Arguiña. Pero las confidencias no aventuraban adónde fuese el terrible cabecilla, que anochecía en un paraje y amanecía á veinte leguas. Los tres espías, sentados en el banco que tenía á su entrada [28] el alojamiento del general, loaban aquel prodigio, hablando en vascuence. Aún estaban descansando cuando llegó un viejo con noticias de la sorpresa de Otaín. Montaba su buena mula y dijo que lo enviaba la Señora Marquesa. Después de oirle, el general le mandó salir, señalándole la puerta con leve movimiento de la mano, y se volvió á sus ayudantes:

-¡Tejer y destejer! Ahora correrán órdenes para que reforcemos la guarnición de la villa, porque es indudable que resistirá en el fuerte.

Entró un coronel con levita de uniforme y pantalón de paisano. Era el jefe del Estado Mayor:

-¿Y si no resiste, mi general?

Don Enrique España hizo un gesto lleno de aspereza:

-Será cuenta suya.

[29] Replicó el coronel:

-Y lo peor es que ahora no puede enviarse ni un soldado sin consultar al general en jefe. Acabamos de recibir esta orden telegráfica.

Y desdoblaba un papel azul que traía en la mano. Don Enrique España lo rechazó:

-¿Qué dice?

-Que estemos dispuestos para operar con las tropas que ocupan la línea de Tafalla á Puente la Reina. Hasta las jornadas nos fijan.

El general movía la cabeza con aire aburrido:

-¿Ya no debemos bajar á Vera?

-No, señor.

-¿Pero no era el plan que entrásemos por la Barranca? ¡Tienen la estrategia de las veletas! ¿No íbamos á operar con la columna del general Primo?

Y extendió el brazo reclamando el telegrama, [30] que volvía á recorrer con la vista el jefe del Estado Mayor. El general se acercó á la ventana, miró por todos lados el papel y se lo entregó á uno de sus ayudantes:

-Lea usted despacio.

Todos atendieron con religioso silencio. El Estado Mayor General ahora quería atacar á Estella por las posiciones carlistas de Santa Bárbara de Mañeru. Se le comunicaba un itinerario al general España. Por el Puerto de Velate debía ser el avance de todas las fuerzas concentradas en el Baztán: Bajarían por Alcoz á Oteiza. Tomarían posiciones dominando la orilla del Arga: El flanco derecho en Cizur, el izquierdo en Puente la Reina, el centro en Belascoaín.

Todos seguían con la imaginación aquella marcha larga y pesada por una tierra donde hacían [31] constante correría las partidas carlistas, dueñas de los montes. Cuando el ayudante terminó de leer, el anciano general se limitó á decir:

-Hay que pedir aclaración de esa orden.

Preguntó el jefe del Estado Mayor:

-¿En qué sentido, mi general?

-En cualquier sentido. Telegrafíe usted también el suceso de Otaín. Como hemos dicho antes, no puede enviarse ni un soldado sin consulta previa. Yo confío que la guarnición resistirá en el fuerte.

-Es de suponer. Nada dispone tanto para las defensas heroicas como la crueldad del enemigo.

Murmuró estas palabras á media voz el jefe del Estado Mayor. El general aprobó con la cabeza:

-Lo hemos visto en la otra guerra...

-Como que eso explica tantas hazañas colectivas en la antigüedad.

[32] Y se puso á redactar un largo telegrama para el Estado Mayor General. De pronto ladeó la cabeza:

-Me parece que tardarán en recibir ayuda los sitiados de Otaín.

Y miró á todos burlón y enigmático. Don Reginaldo Arias era un hombre pequeño y calvo, con la nariz torcida y la mirada aviesa de usurero pleiteante y sagaz. El general alzó los hombros:

-¿Por qué dice usted eso, coronel?

-Si quisiese explicarlo no sabría...

Interrogó desde la ventana un capitán de húsares, que estaba en el grupo de los ayudantes:

-¿Que no sabe usted explicarlo, mi coronel?

-No sé, querido Duque... No sé...

-Pues yo sí... La República necesita que haga una degollina Santa Cruz. Los carlistas [33] trabajan en las cortes europeas por obtener la beligerancia.

Aprobaba con una mirada maliciosa el jefe del Estado Mayor:

-Y se comprende, querido. La beligerancia equivaldría á tener abierta la frontera y el comercio de armas.

El Duque de Ordax exclamó riéndose:

-Pues pensamos lo mismo. Hace falta una degollina para presentar á los carlistas como hordas de bandoleros. Entonces Castelar alzará los brazos al cielo, jurando por la sangre de tantos mártires, y pasará una nota á todos los embajadores. Ahora la suprema diplomacia es ayudar al Cura.

El general se levantó encendiendo el cigarro:

-Yo desearía que fuesen ustedes más prudentes [34] al emitir esos juicios. Es un ruego amistoso.

Concluyó el jefe del Estado Mayor:

-Que Santa Cruz ande ahora más perseguido de los carlistas que de nosotros, nada dice. Santa Cruz es fuerista, sin reconocer la suprema autoridad de Don Carlos.

Y continuó escribiendo el telegrama para el Estado Mayor General. Los ayudantes hablaban en voz baja, retirados al fondo del balcón, y entre la pared y la mesa, en un hueco de tres pasos, iba y venía, tarareando, Don Enrique España. De pronto se detuvo y miró á los ayudantes:

-Imposible que por una intriga política el general en jefe sacrifique á esos valientes encerrados en el fuerte de Otaín. Les prohibo á ustedes que lo digan y que lo piensen. Rompa [35] usted ese telegrama, coronel. Ahora mismo van á salir fuerzas en socorro de esos valientes. Rompa usted ese telegrama.

El veterano se acercó á la mesa, y arrugó el papel entre sus manos trémulas.

[37]




V

Santa Cruz quiso castigar á la villa, porque, olvidando su claro abolengo legitimista, había consentido á la tropa republicana que sacase bagajes y raciones. Temerosos andaban escondiéndose los merinos, y dió un pregón condenándolos á muerte si antes de la noche no se presentaban en la rectoral donde tenía el Cuartel. Era tal el terror que inspiraba, que acudieron todos... Y después de oirlos un momento, mientras bebía un vaso de vino y tomaba una [38] rebanada de pan blanco, les mandó dar cincuenta palos en la Plaza de los Fueros:

-¡Uno!... ¡Dos!... ¡Tres!...

Marcaba la pauta el tambor redoblando. Los contaba muy recio un sargento destacado al flanco, y á coro con él contaban los niños de la escuela encaramados á los árboles, y alguna vieja antigua que tenía el recuerdo sagrado de la otra guerra:

-¡Veintuno! ¡Veintós! ¡Veintrés!...

Toda la villa acudió á presenciar el castigo, se llenaron balcones y ventanas, sólo estuvo cerrado el palacio de Redín. Algunos voluntarios habían entrado con un teniente para prender á la Marquesa. La anciana señora, advertida por sus criados, los esperó en la saleta de su tertulia sentada en un sillón, erguido el busto y la mano apoyada sobre el cojín de la muleta. [39] Era la misma actitud solemne con que había recibido al Señor General Don Enrique España. A su lado, en pie, un poco trémula, estaba Eulalia. La Marquesa de Redín, viendo entrar á los voluntarios, levantó muy severa los ojos hasta su nieta, y le advirtió en voz baja:

-Eulalia, no olvides que esta gente puede matarnos, lo que no puede es vernos temblar... ¡Nada de lágrimas ni de súplicas, hija mía!

Y acarició á hurto la mano de la niña. Eulalia no respondió, suspensa y con los ojos fijos en aquellos soldados que invadían la saleta. La Marquesa, que se había puesto los espejuelos, los interrogó con ese tono avinagrado y cortés de algunas viejas:

-No les conozco á ustedes, y me extraña mucho esta visita.

[40] Los voluntarios sonreían, mirándose en los espejos con un destello de honradez aldeana sobre las frentes meladas, francas y anchas bajo las boínas azules. El teniente se detuvo en el centro de la sala:

-Tiene que comparecer en la rectoral, donde está el cuartel. Si no puede andar se la llevará en el sillón.

La Marquesa de Redín miró á su nieta, que se inclinó, ayudándola á ponerse en pie. Las dos estaban muy pálidas. Eulalia dijo al oído de la vieja:

-¿Voy con usted, abuelita?

La Marquesa movió la cabeza:

-No sé... No sé... Mejor será que te quedes.

Y fué hacia los voluntarios sola, encorvada sobre la muleta. En medio de la sala se detuvo y requirió los espejuelos para ojear al teniente [41] que era muy alto. Dejándolos caer, murmuró seca y desabrida:

-Vamos al Cuartel.

Salió reprimiendo una lágrima y sin volver los ojos para mirar á su nieta, que la siguió hasta la escalera, en medio de la servidumbre consternada. En el primer peldaño se detuvo y llamó á su doncella:

-Tú vendrás conmigo.

La doncella, que ya tenía los cabellos blancos, se adelantó muy compungida y le dió el brazo. Bajaron entre los soldados, con gran lentitud. En la plaza seguía resonando el tambor, y el coro de viejas y niños llevaba la cuenta de los palos al último merino que sufría el castigo impuesto por el Cura:

-¡Ocho!... ¡Nueve!... ¡Diez!...

Cuando salió la Marquesa de Redín hubo un [42] vano de silencio. Luego, definitivamente, cesaron algunas voces, y otras siguieron contando más indecisas. La gente se apartaba y hacía sitio con temeroso respeto á la vieja dama que iba entre soldados. Caminaba apoyándose en su doncella, con los ojos adustos levantados sobre los voluntarios carlistas, y murmurando de tiempo en tiempo:

-¡Qué inquisidores!

[43]




VI

Santa Cruz estuvo alerta toda la noche, paseándose solo en la solana de la rectoral. Al amanecer bajó al zaguán, y á los voluntarios que dormían escombrando el paso, les tocaba con el palo para despertarlos. Después de oir misa, hizo formar en el atrio y municionar á los doscientos hombres que habían venido con Egoscué:

-¡Ahora á tumbar herejes!

Y con gesto taciturno y huraño los vió desfilar [44] hacia las trincheras, donde ya comenzaba el fuego contra los sitiados del fuerte. Había dispuesto que se hiciese una mina, y trabajaban en ella sin descanso todos los vecinos leales, ayudados de algunas mujeres. A las doce, los voluntarios fueron racionados en las trincheras, ración de balas, de vino mosto y pan caliente, que recibieron relinchando. El Cura paseaba entre ellos, taciturno, con la frente obstinada y el garrote en el puño. En algunos sitios se detenía y daba orden de no interrumpir el fuego. Los cañones del fuerte respondían alternativamente, y las balas se enterraban en la tierra de los parapetos. Santa Cruz iba tranquilo, sin alarde, con la cabeza inclinada y santiguándose. En el camino de los viñedos, donde estaba la vanguardia, sentóse á descansar en una piedra, contemplando las líneas de tiradores. [45] Reparó que venía á caballo por la misma senda un viejo, á quien todos en la partida llamaban el Secretario. Y viéndole correr, sintió una ráfaga jovial.

-Aquí no hace falta el tintero de cuerno, Don Rafael.

Cabeceaba el viejo sobre la silla:

-Salí por inspeccionar esas viñas tan lozanas.

-¿Son de usted?

-¡Mías!... Ni aun al dueño conozco.

Vieron caer á su lado una bomba que levantó al sol, en surtidores, el agua de una acequia: Santa Cruz continuó sentado, mientras el caballo del otro daba una huída por el campo:

-Vuélvase, Don Rafael. En el establo de la rectoral han metido á la Marquesa de Redín. Mándele un confesor, Don Rafael.

[46] Hablaba con voz vagarosa y soñolienta, sin mirar al viejo, que ponía un gesto muy apenado:

-¡Ilustre caudillo, primero le formaré tribunal, y la haré comparecer! Así, Lizárraga no dirá que fusilamos sin proceso.

Santa Cruz, al oir el nombre del general carlista, volvió á poner los ojos sobre las filas de tiradores y quedó mudo, con un frío reir entre la barba de cobre. El Secretario hizo una reverencia de letrado, y revolviendo su jaco trotó hacia Otaín. Santa Cruz entonces se levantó de la piedra, y subió hasta el viñedo donde estaba la vanguardia. Sus dos cañones, emplazados en lo alto de un cerro, no conseguían abrir brecha en los muros del fuerte. Era todo de piedra aquel antiguo convento, y los republicanos lo tenían aspillerado. El humo de las descargas parecía inmóvil sobre los paredones rojos por [47] los siglos. Al caer la tarde había cinco voluntarios muertos, que fueron llevados al cementerio en angarillas. Un clérigo con bonete iba detrás, entre algunas mujerncas que se cubrían con mantillas y lloraban. Rezó el clérigo un responso deprisa, y se volvió galgueando entre las mujeres, que corrían con las puntas de las mantillas apretujadas sobre el pecho. Santa Cruz, en el camino del cementerio, vigilaba el paso por donde retirarse hacia los montes. Comprendía que los republicanos esperaban ayuda y que no había tiempo de rendirlos. Al volver de las líneas, le salió al paso un confidente. Santa Cruz le miró despacio:

-¿De dónde vienes?

-De Elizondo.

El Cura oyó la confidencia con los ojos bajos, apoyado en el bordón. Se confirmaba su recelo: [48] Ya sabía que llegaban refuerzos para los republicanos. Mandó esperar al confidente, y entró en la rectoral. Cerrado á solas en una sala blanca con tarima lustrosa, comenzó á pasearse. Aún estaba intacta la cama que la madre del vicario le había mullido el día antes de la toma de Otaín. Santa Cruz recapacitaba á media voz:

-Voy, los espero... Se retiran escarmentados... Ya estoy de vuelta y hago volar á éstos... Que sale mal, pues el monte conmigo... ¡Y me olvidaba de la justicia que hay que hacer en la vieja de Redín!

Abrió bostezando la boca grande, y tan bermeja, que parecía hilar sangre por la barba encendida, y fué á descabezar un sueño en la cama que le esperaba hacía dos noches.

[49]




VII

El cabecilla hizo un sueño ligero. Por la calle, bajo sus ventanas, pasaba un tumulto regocijado. El tamboril y la gaita tocaban en desacuerdo, y se trenzaban sus sones con fantasía grotesca. Santa Cruz, de una gran voz, llamó á los voluntarios de su guardia, siempre en centinela mientras dormía. Los sintió venir desde el fondo del corredor:

-¿Qué pasa?

Los mozos tenían una ingenua alegría en los ojos:

[50] -La sentencia del Consejo, Don Manuel.

Seguía el son desacordado del tamboril con la gaita y el clamor alegre de mujeres y niños. El Cura se asomó á la ventana. En la plaza, sobre el fondo rojo del ocaso, vió á una vieja que marchaba á la jineta en las ancas de un burro, con el tamborilero delante y el gaitero detrás. Iban por medio de un gran corro de gente, y las mujeres levantaban en alto á los niños. El cabecilla, sin volver la cabeza, interrogó á los de su guardia:

-¿Es la Marquesa de Redín?

-Sí, señor.

Se retiró de la ventana, entornados los ojos y el gesto de fatiga:

-¡Con que hay un Consejo que dicta sentencias!

Los mozos quedaron serios, mirándose á hurto. [51] Sentían la cólera del cabecilla en aquellas palabras pronunciadas á media voz. El Cura salió á la solana, donde había más voluntarios, y los miró á todos, pasando entre ellos. Llegado al otro testero, preguntó:

-¿Y el Secretario?

Respondió un mozo:

-¡Iré por él! En la bodega estaba.

Santa Cruz movió la cabeza y se fué en silencio, apoyándose en el palo con el aire huraño de un mendigo. Llegó á la bodega y se detuvo en el umbral, á la escudriña del fondo oscuro. Tres viejos arrugados, con las calvas encendidas, estaban sentados en odres á la redonda del banco de la matanza, cubierto con una toalla de lino, para que pudiese servir de mesa. Y sobre aquellos manteles, á canto de un plato con rosquillas, templaba el jarro fresco y [52] talavereño. Los tres viejos reían contemplando el tumulto de la plaza, y por las bocas desdentadas se les escurría el vino. El Cura adelantó lentamente:

-¡Ave María Purísima!

Los viejos respondieron, levantándose, en coro:

-¡Sin pecado concebida!

Interrogó Santa Cruz con un temblor de toda la barba:

-¿Es el tribunal?

Los viejos le rodearon con los brazos abiertos:

-¡Ya tenemos aquí al gran partidario!

-¡Al que se ríe de todos los generales!

-¡El que vale más que el Rey!

El Cura dió un salto de gato y dejó caer su mano, redonda y blanca como un pan, sobre el hombro del Secretario:

[53] -¿Qué ha hecho usted?

El Secretario empezó á reir, y, poco á poco, doblándose bajo el peso de aquella mano, acabó por llorar:

-¡Perdón, ilustre caudillo!

-¿Qué ha hecho usted?

-¡Formé tribunal!

Y volvió á reir, haciendo una mueca á los otros viejos arrodillados en una gran mancha de vino, entre cachizas del jarro. Santa Cruz, con aquella astucia soñolienta que daba frío, miraba á los tres. Se oyó hablar á la madre del Vicario:

-¡Ay, me dejen cerrar la puerta! ¡Divino Jesús, qué vergüenza si los pudieran ver!

Era una señora alta y seca, con el pelo muy alisado, recogido sobre la nuca en un moñete como una nuez. Murmuró el cabecilla con la voz contrariada y apenada:

[54] -¡Cierre usted pronto, Doña Angelita!

El Secretario jadeaba bajo la mano del Cura:

-¡Ha sido condenada en toda regla, y se la hizo comparecer aquí para juzgarla!

Saltó uno de los viejos:

-¡Muy entera para las balas!

Y cantó el otro, moviendo la cabeza como el badajo de una campana:

-¡Qué balas ni qué castañas pilongas! ¡Qué balas ni qué castañas pilongas!

Detuvo la cabeza, y comenzó á hipar un sollozo largo, largo, que reventó como una ola. Pero entonces el otro viejo comienza á repetir:

-¡Castañas pilongas! ¡Castañas pilongas! ¡Castañas pilongas!

El Secretario temblaba como una res, bajo la mano del Cura:

-¡Ahora están calamucos, porque han bebido! [55] ¿Quién puede negarlo? Pero antes no lo estaban... ¿Quién puede negarlo?... Como se ponía la vieja tan entera pidiendo ser fusilada, pues vino sobajarle el orgullo... Pues fué decir ella vuelo muy alto, pues fué decirle ya te daremos plumas... Pues fué decir no temo las balas, porque soy la esposa de un héroe, pues fué nosotros el decir, castañas pilongas.

Se oyó la voz ronca de la madre del Vicario, que atendía á espaldas de Santa Cruz:

-¡Borrachos!

El Secretario, revolviéndose bajo la mano del cabecilla, gimió con una voz muy cortesana:

-¡Los que lo sean, los que lo sean, Doña Angelita!

Santa Cruz le sacudió con gran violencia:

-¡Alma de Faraón!

El otro se dobló, gritando:

[56] -¡Todo el mal viene de las mujeres!... ¡Sin aquella sobrina mía, que vive en la Calle del Mercado Viejo!... Me trajo una orza de miel, y como al ir á catarla le hallé un sapo dentro, pues intacta la dejé. Tampoco quise regalarla, por ser el sapo un animal con ponzoña. ¡Y era una miel dorada!

Exclamó, enternecido, uno de los viejos:

-¡Cuando untamos el cuerpo de la acusada, parecía un caldero de cobre!

El Secretario le miró lleno de amor, y luego comenzó muy de prisa:

-Pues me vino la idea de mandarla emplumar. Era un castigo que divertía mucho á los antiguos...

Interrumpió la madre del Vicario:

-Y á los modernos. Yo lo he visto cien de veces en la otra guerra.

[57] -Había que aprovechar la miel regalo de mi sobrina... A la buena señora la dejamos con enagüillas por la decencia, y se le untó el cuerpo. ¡Sí que parecía un monstruo! Se llevó en el pergamino una miel de regalo... Esta sobrina es hija de la mayor de mis hermanas, que fué para mí como una madre... ¡Sí que parecía un caldero de cobre! En nada se faltó á la decencia. Como es muy vieja, la señora conserva muy pocos encantos, sin que yo, pobre de mí, le quite el ser Marquesa. Se la vistió con el plumaje de unas gallinas que matamos, y se la echó á volar sobre el borrico del aceitero. Es un castigo de los antiguos, que en sus sentencias cumplían siempre dos fines: Penar al malo y divertir al bueno... Pan y circo... ¡Pan de justicia!

Terminó de hablar con un gemido, porque el [58] cabecilla le empujó violento contra los otros dos, que permanecían arrodillados en la charca sangrienta del vino. Silencioso salió Santa Cruz de la bodega, la barba en el pecho, la mirada esquiva, y muy en lo alto del bordón, que le ayudaba á mesurar el paso, la mano blanca y pecosa, cubierta de un vello dorado. Fuera tocaba un aire el tamboril y otro el gaitero: Se trenzaban grotescos, como los zuecos de esos vejetes ladinos que en las fiestas de aldea rompen bailando el corro de las mozas.

[59]




VIII

El Cura abrió la ventana y miró al cielo. Apenas brillaban las estrellas. Estúvose quieto y meditando, con los ojos fijos en la sombra de los montes. Bajo la bóveda de la noche, todos los rumores parecían llenos de prestigio. El ladrido de los perros, el paso de las patrullas, el agua del río en las presas, eran voces religiosas y misteriosas, como esos anhelos ignotos que estremecen á las almas en su noche oscura. Y todas las cosas decían una verdad que los [60] hombres aún no saben entender. Las sombras y los rumores, las estrellas que se encienden y se apagan, las aguas de plata que las llevan en su fondo, los pasos que resuenan sobre la tierra, todo tenía una eternidad y una eficacia en el gran ritmo del mundo, donde nada se pierde, porque todo es la obra de Dios.

Pero aquel cabecilla que había dejado su iglesia para hacer la guerra á sangre y fuego, sólo veía en la noche la oscuridad propicia para sus sueños de batallas. Meditaba ir con su banda al encuentro de las tropas que venían sobre la villa. Temblaba antes de decidirse, y toda su alma se tendía en acecho, iluminada por un resplandor como el que tienen los gatos en los ojos. Era preciso levantar el cerco y salir en las tinieblas con tal sigilo que los sitiados no lo advirtiesen. Se decidió con un sentimiento [61] torvo y lleno de recelo que le ponía un gran frío en las mejillas. Sólo dejó cien voluntarios, porque al alba del día hiciesen alarde ante el fuerte y entretuviesen á los sitiados con parlamentos para que se rindieran. Salió la partida en grupos de pocos hombres, tal que los del fuerte no pudiesen descubrir la línea oscura de la formación en el claro de la carretera. Santa Cruz, al salir de Otaín, llevaba consigo, atados en cuerda, á los tres viejos. Cuando subía un alto del camino se detuvo y mandó detener á su gente:

-Muchachos, ya vísteis la justicia que hice en los merinos de Otaín. Fué por la ayuda que dieron á los republicanos cuando entraron en la villa. Si alguno lo ignoraba, ya lo sabe.

Los voluntarios respondieron á una:

-¡Conformes! ¡Conformes!

El cabecilla quedó un momento silencioso [62] ante el vocerío de la hueste tendida por el vericueto del camino. Se fundía con el murmullo del hayedo la respiración de aquella banda de aldeanos. El Cura miró muy fijo á los tres viejos que llevaba en cuerda:

-Ahora cumple castigar á los que hicieron de una sentencia un carnaval. Burla de judíos, que inventaron el cetro de caña para escarnecer á Nuestro Señor Jesucristo. La Marquesa de Redín debía ser fusilada por traición, que nacida en esta tierra va contra los fueros y favorece á la República. Yo mandé darle un confesor, pero tres odres de vino la condenaron á pasear sobre un asno. ¿Qué se hace con ellos?

La banda respondió con un murmullo, y luego resonaron algunas voces escalonadas:

-¡Que castigue Don Manuel! ¡Que castigue Don Manuel!

[63] El Cura volvió lentamente la mirada á los tres viejos, y los reparó despacio. Luego, apoyadas las dos manos en el bordón, habló á la banda inmóvil ante él, bajo la luna naciente:

-También os digo que hasta hoy fué gente leal, con buenos servicios para la Causa... Por tanto, que les sean desatadas las manos y que vayan al frente. ¡A cada uno su fusil!

Gritó el Secretario con la voz aguda y penetrante:

-No es castigo, es honra, y le doy á usted las gracias, Don Manuel.

Los otros hablaron entre sí muy quedo mientras los desataban. Después del concilio volvió á levantar la voz el Secretario:

-Mis compañeros tampoco lo estiman como castigo, y le dan á usted las gracias.

Hicieron los tres un saludo y marcharon [64] alineados á ocupar su puesto en el frente. Allí, uno de ellos murmuró volviéndose al Cura:

-Le agradecería á usted que no me entregasen el fusil hasta dar vista al enemigo. Señor Don Manuel, tengo setenta años y el hombro derecho roto de una bala. Pero he sido soldado y cazador, y todavía, todavía...

El Cura respondió brevemente:

-Está bien. Que vaya sin fusil,

Se apartó entre unos árboles, y mandó desfilar. Unido á la retaguardia iba por la orilla del camino, meditando, apoyado en su bordón. Era su pensamiento constante el de la guerra. Sentía á su paso nacer el amor y el odio, pero se miraba en el abismo del alma, y veía todas sus acciones iguales, eslabones de una misma cadena. Lo que á unos encendía en amor, á los otros los encendía en odio, y el cabecilla pasaba [65] entre el incendio y el saqueo, anhelando el amanecer de paz para aquellas aldeas húmedas y verdes, que regulaban su vida por la voz de las campanas, al ir al campo, al yantar, al cubrir el fuego de ceniza y llevar á los pesebres el recado de yerba. Era su crueldad como la del viñador que enciende hogueras contra las plagas de su viña. Miraba subir el humo como en un sacrificio, con la serena esperanza de hacer la vendimia en un día del Señor, bajo el oro del sol y la voz de aquellas campanas de cobre antiguo, bien tañadas.

Se acordaba entonces de su iglesia de Hernialde, en lo alto de Hernio, y de su misa al amanecer. Con ternura memoriosa de aldeano, sentía dentro de sí ondular los caminos en el amanecer, cuando bajaba á otras aldeas para cantar en las fiestas de los viejos Patronos Gloriosos: [66] Santiago, San Clemente, San Frutos. La noche serena acrecentaba aquel ensueño, y al pasar bajo los hayedos oscuros, que apenas dejaban ver la luna, toda su alma temblaba y abría las alas en la niebla luminosa de las procesiones, entre el humo del incienso y el oro de las vestiduras. Anhelaba volver á sentir aquella gracia que le hacía amar el presbiterio y su casa frugal y campesina, con el galgo á la puerta y el maíz secando en la solana. La casa vecina de la iglesia y la misa al alba.

El cuervo tenía el benigno volar de una paloma.

[67]




IX

En el Crucero de Belda halló el Cabecilla á un confidente que venía cruzando los prados, llenos de amorosa fragancia, bajo la luna. Santa Cruz se apartó mucho de su gente para hablar á solas con aquel hombre, y al emparejarse murmuró las palabras torvas con que recibía á todos los confidentes:

-¿De dónde vienes?

-De Arguiña.

-Puedes empezar. Cuida de no engañarme.

[68] -Pues á los guiris no los tengo visto, y nada digo, que tampoco quiero aparentar. Mi vereda ha sido toda por medio del valle dende que salí. Para llegar antes no me detuve siquiera á mirar que estaba todo en sudor, y pasé el río por el vado, que me quedaba la puente á la mano izquierda y no quise ir á buscarla.

El Cura le interrumpió, muy reposada la voz:

-Dí, qué traes.

Saltó el otro con una gran viveza:

-¡Pues que ha muerto de las heridas el Estudiante! Mañana lo entierran.

-¿Tú lo viste?

-Yo lo vi. Toda la casa estaba llena con los gritos de las mujeres y de los mutiles de la partida.

-¿Cuántos hombres?

-En Arguiña habría hoy cerca de los doscientos. [69] Se fueron de tarde para ir á juntarse todos con los voluntarios del general Lizárraga.

Nada repuso el cabecilla, que, con la barba en la mano, siguió andando. Cerca de una foz, por donde la gente tenía que desfilar muy despacio, llamó á un voluntario de tierra del Roncal. Era el andarín de la partida, donde todos le llamaban Cepriano Ligero. Se cuadró ante el Cura, sonriendo:

-¿Qué me mandaba, Don Manuel?

Habló muy lento Santa Cruz:

-Vuelve á Otaín, y á los hombres que dejé, me los encaminas á Larraga.

-¿Hay que correr, Don Manuel?

En la voz del voluntario temblaba una risa ingenua. El Cura repuso, poniéndole la mano en el hombro:

[70] -Hay que correr, Cepriano... Que sea aquello de llegar tú y ponerse todos al camino.

Y Cepriano exclamó con cierta alegre timidez:

-¿Aventuro que salió otra liebre mucho más grande, Don Manuel?

-¡Mucho más grande!

-¿Se deja lo de Otaín?

-Por ahora, sí.

-¡Pues, vamos á correr!

El roncalés se aseguró bajo los dientes las cintas del sombrero, y trepó como un chivo por aquellos cuetos. Santa Cruz permaneció apartado de su gente, con cierto remordimiento por abandonar la empresa de Otaín. Pero una ambición más grande le llamaba como llama en la guerra una bandera tremolante. Quería reunir bajo su mando todas las partidas guipuzcoanas, y realizar el sueño que tuvo una mañana inverniza, [71] al salir con tres hombres de su iglesia de Hernialde. Iba á ser sólo. Haría la guerra á sangre y fuego, con el bello sentimiento de su idea y el odio del enemigo. La guerra que hacen los pueblos, cuando el labrador deja su siembra y su hato el pastor. La guerra santa, que está por cima de la ambición de los reyes, del arte militar y de los grandes capitanes. El Cura sentía dentro de su alma palpitar aquella verdad, que le había sido dada en el retiro de su iglesia, cuando leía historias de griegos y romanos: En las tardes doradas paseando en la solana, y durante las noches largas, bajo el temblor de la vela que se derrama. Ahora aquella verdad era su verdad, la sentía sagrada y sangrienta, toda llena del arcano profético, como las entrañas de una res sacrificada por el vate druída *druida*.

Caminando bajo el hayedo del monte, apoyado [72] en el bordón como un peregrino fatigado, tenía los ojos llenos de lágrimas al recordar la destrucción de las ciudades antiguas que no querían ser esclavas de los grandes Imperios. Le resonaba interiormente la armonía clásica con que narran tantas hazañas Nepote y Salustio. Era un divino són latino, más bello y más grave que el canto llano. Y con el odio por las legiones y las águilas augustanas, como solía decir recordando el lenguaje del púlpito, sentía el entusiasmo por las tribus patriarcales y guerreras de los libres vascones. Soñaba que su hueste fuese el ejemplo de aquéllas, y que saliese de las batallas con sangre en las armas y en los brazos. Llevaba consigo segadores con la hoz, y pastores con hondas, y boyeros con picas. Su alma se comunicaba en el silencio con el alma de todos, sabía cuáles eran los más fuertes, [73] cuáles los que se consumían en una llama fervorosa, y los que peleaban ciegos y los que tenían aquel dón antiguo de la astucia. Para gobernarlos y valerse de ellos, los tenía en categorías: Lobos, gatos, raposas, gamos. A uno solo le llamaba el ruiseñor, porque era un versolari. Jamás hubo capitán que más reuniese el alma colectiva de sus soldados en el alma suya. Era toda la sangre de la raza, llenando el cáliz de aquel cabecilla tonsurado. Y en medio de la marcha, de tiempo en tiempo se detenía y rogaba de quedo, con la fe ardiente de un guerrero antiguo:

-¡Señor, líbrame de enemigos!

[75]




X

Pasada la foz, donde el camino se ensanchaba, emparejó con Miquelo Egoscué. Después de ir á su lado buen espacio, con la mirada esquiva y silencioso, musitó como si saliese de un sueño:

-Miquelo, mañana entierran á Sorotea.

El otro levantó los ojos hasta las estrellas, con serena calma:

-¡Sorotea!... Era un buen partidario. ¡Valiente! Salimos juntos de Larraiz, y tuvimos [76] que pasar el río á nado para llegar al campo carlista. No dejaré de rezar por el bien de su alma.

El Cura adelantóse, sin que mediasen otras palabras, y comenzó á marchar con paso de lobo, recorriendo el flanco de la partida y dando órdenes en voz baja á todos sus tenientes. Llegó hasta las últimas parejas del frente y se detuvo á un lado del camino, en medio de su guardia. Se apoyaba en el bordón como un cabrero que hace desfilar bajo los ojos su rebaño, para contarlo. Al pasar Egoscué, le llamó y retuvo á su lado:

-Hemos de seguir hablando, Miquelo.

Había desfilado toda la banda, y los dos cabecillas quedaban sobre la orilla del camino oyendo cantar los ruiseñores. El Cura se recostó en una piedra, con la cara vuelta al cielo [77] estrellado. En torno, conversaban despacio los voluntarios de la guardia:

-Hoy ha muerto en Arguiña uno de los buenos.

-No es verdad.

-Lo tiene dicho Don Manuel.

-¡Y hablaban que no eran graves las heridas!

-Mala cura que tuvo.

-¡Era un buen partidario!

-¡Bueno!

-Aún no tenía bien cerrada la barba y podía contarse de los primeros. Para que digan que la muerte no elige.

-¡Vaya, y se prenda de los buenos mozos!

-¡Condición de las viejas, malditas sean!

-Dicen que la gente ha recibido emisarios para que se una al general Lizárraga.

-Lizárraga anda por cerca de Tolosa.

[78] Santa Cruz se incorporó en la peña y miró á todos vagoroso y huraño, como si no los reconociera:

-¡Miquelo! ¡Miquelo!

El otro cabecilla, que estaba al pie de un roble, se volvió con arrogancia:

-¡Aquí!

Y salió de la sombra del ramaje al claro de la luna. Santa Cruz se puso en medio de su guardia, de pronto prevenida y muda. Rodaban de la altura algunas piedras desprendidas al paso de los partidarios que cruzaban los puertos. Iban ya muy lejos. Egoscué sintió en torno suyo aquel silencio del monte y concibió un gran recelo. El Cura, con la frente contra el bordón que tenía abrazado, le hablaba sin mirarle:

-Miquelo, un secreto mío lo vendiste al general Lizárraga.

[79] -¡Mintió quien lo dijo!

-¿Dónde están los fusiles que enterré en el caserío de Gorostiza?

-Allí estarán, si no fueron por ellos.

El Cura repuso con la voz encalmada:

-Otros irían... Y para fin de traiciones, tienen que acabarse tantos cabecillas, y no quedar más que uno. ¡A ti te lo digo!

Egoscué adivinó de pronto la sima de vértigo y de sombras que cavaba la ambición en el alma del tonsurado, y sintió frío en la raíz de los cabellos. Le increpó dando voces:

-¡Me llamaste á tu lado, y estoy viendo que era un cepo para que cayese, mal clérigo!

Santa Cruz replicó muy frío, sin apartar la frente del bordón:

-Tienes media hora.

Egoscué le clavó los ojos fieros y angustiados, [80] respirando con ansia, sin poder desatar el nudo de la voz. Quiso poner mano á sus armas, pero en el mismo instante, obedientes á una señal, le cercaban los mastines de la guardia y le ponían preso. El Cura levantó su mano, que era como un vellón blanco en la noche azul y serena del monte:

-Llevadle á la foz, y cuatro tiros.

Sin oir los denuestos del otro cabecilla, se echó el palo al hombro y corrió monte arriba para juntarse con sus partidarios. Se veía mandando todas las partidas guipuzcoanas y haciendo la guerra conforme la tradición pedía. No le turbaba el remordimiento. Era su alma una luz clara y firme como piedra de cristal. Sabía la verdad de la guerra y el mezquino dón de la vida. Cuando al ordenar un fusilamiento, en pos de otro fusilamiento, veía palidecer á [81] sus tenientes, recordaba, despreciándolos, el duelo de las mujerucas enlutadas mientras cantaba los responsos en su iglesia de Hernialde. Sentía renacer aquella mística frialdad y aquella paz interior. Consideraba con una delectación áspera, el hilo tan frágil que es la vida, y cómo el aire, y el sol, y el agua, y un gusano, y todas las cosas, pueden romperlo de improviso. Muchas veces, al cruzar ante los prisioneros vendados y pegados á una tapia, los miraba á hurto y pensaba como si les pagase un tributo:

-También yo caeré algún día con cuatro balas en el pecho.

Y si había inquietud en su conciencia, con aquel pensamiento la soterraba.

[83]




XI

Muchas horas después de haberse retirado los últimos voluntarios carlistas, aún permanecía encerrada en el fuerte la guarnición republicana de Otaín. Con recelo de una celada, seguía arma al brazo, avizorando tras los muros aspillerados, puestas atalayas en la torre sin campanas. A media tarde asomaron por la vega algunos jinetes de húsares que venían destacados en patrullas, explorando por el frente y flanco izquierdo, únicos sitios donde los carlistas [84] podían emboscarse para un ataque. La infantería avanzaba por secciones á paso de marcha, metiéndose á veces en las siembras, porque era el camino muy angosto y pedregoso. De pronto se llenó la vega con el són de las cornetas, y otras cornetas respondieron roncas y claras, desde los muros del viejo convento. Cuatro compañías de Africa *África* y cien jinetes, llegaban en socorro de los defensores de Otaín. El Duque de Ordax, ascendido á capitán, mandaba el pelotón de los húsares, y toda la fuerza el coronel Guevara. Se ordenó el alto en la Plaza de los Fueros. De tiempo en tiempo, asomaban corros de chiquillos, que gritan al amparo de una esquina, y escapan corriendo:

-¡Abajo los guiris!

El Duque de Ordax estaba bajo el balcón saledizo de la posada, viendo cómo le herraban [85] el caballo, cuando llegó un soldado que le habló en voz baja:

-¿No podrías darme la boleta de alojamiento para casa de mi abuela?

El Duque se echó á reir:

-¿Temes que sin ella no te admitan?

-¡Naturalmente! Mi abuela me tiene en entredicho, como toda la parentela, y mandará que los criados me pongan á la puerta. Con la boleta le haré comprender que no entro allí como su nieto. ¡Ten compasión, querido Jorge! Mira que me tienen abandonado y necesito conmover el duro bronce de mi abuela para sacarle algún dinero. Con mis padres, no hay que contar. Son cosa perdida.

El Duque de Ordax se negaba con un leve movimiento de cabeza:

-Parecería una burla. Preséntate sin boleta.

[86] Lamentó el soldado, que era casi un niño, con los ojos azules, las cejas de oro pálido y la tez lechosa:

-¡No tengo desahogo bastante, Jorge!

-¡Por Dios, Agila!

-No, no lo tengo.

-¿Desde cuándo?

-Desde siempre. Yo, para atreverme á una cosa, necesito no haberla pensado.

El Duque repitió con mayor seriedad:

-Lo siento, pero no puedo prestarme á esa burla, Agila... Y menos ahora, cuando tu abuela acaba de sufrir un ultraje tan grave de los carlistas. Me dicen que está enferma. Yo iré á visitarla dentro de algunos momentos, apenas sepa el forraje que hay para los caballos. Tú debes hacer lo mismo.

-¡Si fuese grave su enfermedad!

[87] -En los viejos, todas las enfermedades son graves.

-Si la sacramentasen, yo entraría muy devoto con el cortejo, hasta el borde de su cama, y le besaría la mano. Entonces puede ser que me perdonase...

El Duque volvió á reir sonoramente:

-¡Hombre, puede ser!

-Un perdón como yo lo necesito. ¡Si no afloja la bolsa, qué consigo con su bendición, querido Jorge! ¿Tú no quieres darme la boleta?

-No.

-¿Resueltamente?

-Resueltamente.

-Pues desesperado, haré un disparate.

-Pues hazlo.

-A la orden, mi capitán.

Agila saludó, alzando á la carrillera del chacó [88] la mano derecha, y se fué dejándola caer de palma y con estruendo sobre el anca del caballo que herraban. Jorge le gritó:

-¡No seas bárbaro!

Y ayudó á contener el caballo, que se alzaba. Comentó el posadero santiguándose, metiéndose los dedos en la faja:

-¡Vaya un mozo!

En la plaza se oía el rasgueo de las guitarras, los soldados encendían fogatas, y en grupos, cogidos de las manos, se acercaban á las mozas que estaban en las puertas, y les proponían armar un baile. Pero las mozas, casi sin oirlos, se entraban esquivas en los zaguanes.

[89]




XII

El Duque de Ordax cambió de uniforme en la posada, y después de rizarse los mostachos ante un espejo roto que le presentó su asistente, se dirigió al palacio de Redín. En la antesala halló á un viejo vestido de negro, con la levita salpicada de rapé. Era el mayordomo tan arrugado y consumido, que parecía una momia descubierta en el fondo de alguna alacena polvorienta. Tenía el rosario entre las manos, y rezaba sepultado en un sillón de cuero, frente á [90] una litografía de Napoleón en Santa Elena. Se levantó consternado:

-¡Señor Duque, qué afrenta para una familia de tanta alcurnia, y para toda la nobleza, y aun para los que servimos en estas casas conociendo lo que representan y lo que fueron en la Historia!

Moviendo el cráneo pelado y amarillo, donde se dibujaban las suturas de los huesos, levantó el tapiz de una puerta para ofrecer paso al Duque. Entraron los dos al salón, colgado de damasco carmesí como una sala capitular, frío y sin alfombra, luciendo dos grandes braseros apagados, uno á cada testero. Y cerca de un balcón muy chato, con cortinas de muselina en los cristales, están como una tradición familiar, la butaca y el velador donde jugaba á las damas la Marquesa. El Duque se detuvo [91] en medio del salón, mirándose en los espejos de las consolas, también velados por muselinas. Se oyó el roce de una puerta y entró Eulalia. Tenía los ojos llorosos, estaba un poco pálida y sonreía:

-¿Lo sabes todo?

-Sí.

-¿Qué te parece?

-Una barbaridad.

-La abuela no ha dejado de delirar. Fué una cosa horrible las burlas del populacho. Iban detrás tirándole lodo. Me la entregaron medio muerta. ¡No, no es posible que pueda resistirlo!

Se cubrió los ojos sollozando. Jorge le tomó una mano, y la retuvo entre las suyas:

-No llores, que te pones más guapa, y eso es terrible para mí

Eulalia le miró risueña y sofocada:

[92] -Deja ahora esas tonterías, Jorge.

Se levantó del sofá donde estaban juntos, y fué á sentarse algo más lejos, en un sillón, sin mirar al Duque. Al cabo de un instante, preguntó con aturdimiento, y como si quisiera recordar que los separaba un abismo:

-¿Qué es de tu mujer? ¿No habéis hecho las paces?

Se nubló de pronto el rostro del arrogante capitán:

-Ni aun sé por dónde anda.

Dejó caer las palabras lentamente, y sostuvo con afectación en los labios una sonrisa tirante. Eulalia, inquietada por otro pensamiento, murmuró sin advertirlo:

-¡Pobre mujer!... ¡Cómo has labrado su desgracia!

Jorge echó hacia tras la cabeza, mortificado [93] y violento, mientras la muchacha sonreía mirándole de pronto franca y fraternal:

-¿Pero tú conoces á mi mujer?

Y el duque *Duque* de Ordax, con una expresión extraña, que cambió de ser dolorosa hasta ser cínica, se corrió un poco en el sofá para acercarse á Eulalia. La muchacha recogió el ruedo de su falda y escondió los pies enderezándose en el sillón. Sentía una gran alarma interior, y que le recorría los nervios la memoria sensitiva y oscura de un sueño, el sueño de aquella noche, en que ella iba por un camino desconocido, á la caída de la tarde. Jorge, que estaba un poco pálido, entreabría los labios pasando los dedos por su barba de oro. De pronto, acentuando la sonrisa, exclamó:

-No sé nada de mi mujer... Ni siquiera quién es ahora su querido.

[94] Eulalia se puso roja, con tal llamarada de sangre, que hasta los ojos le encendía. Respiraba con angustia:

-Perdóname, Jorge... ¡Y no me digas á mí esas cosas!

Jorge le tomó la mano:

-¡Perdóname tú?

Quedaron los dos silenciosos y conmovidos. En aquel gran salón de la abuela evocaban el aspecto amoroso y romántico de los héroes novelescos que en las litografías del año treinta se dicen sus ansias bajo una cornucopia, enlazados por las manos en el regazo del sofá, que tiene caído al pie un ramo de flores. Jorge se alejó lentamente, y estuvo algún tiempo en el balcón de la abuela. Su figura desaparecía entre los cortinajes de damasco carmesí. Experimentaba una emoción dulce y familiar en aquella [95] sala, tan distinta de los alojamientos que le solía deparar la vida de campaña. Era el renacer de un amor juvenil y lejano bajo el perfume de las rosas, marchitas en los grandes floreros de las consolas. Del cardo seco que era su alma, volaba una mariposa. Y aquella vida, triste en medio del ruído de una baja locura, abrasada por el aguardiente de todas las cantinas, llena de todas las músicas plebeyas de los cuerpos de guardia, ahora sentía, como en un tiempo lejano, llegar el amor con la melancolía. Una divina emoción de adolescente, anhelo y recuerdo, era la gracia lustral que le purificaba. Respiró con delicia, cerrando los ojos:

-¡Qué feliz soy!

Sintió abrirse una puerta allá en el fondo, y pensó que salía Eulalia. Pero en el mismo momento oyó la voz melosa de Agila:

[96] -¡Hermana! ¡Hermanita del alma!

Y volvió la cabeza, y en el umbral descubrió abrazados á los dos hermanos.

[97]




XIII

Eulalia se conmovió un poco ante su hermano vestido de soldado y oliendo á cuadra:

-¡Pero, Agila, qué has hecho!

El muchacho repuso con una sonrisa infantil, que reclama indulgencia:

-Estoy arrepentido, hermanita.

-¿Y cómo te acostumbras á esta vida?

-No me acostumbro... Me han cogido como á un criminal y me llevaron al cuartel. ¡No me acostumbro, pero me resigno!

[98] Eulalia le miraba muy grave:

-¿Por qué has dado motivo con tus locuras á ese castigo?

Agila levantó la mano con aire desdeñoso y un poco fanfarrón:

-¿Quién no hace locuras en la vida, hermanita?... Nadie intercedió por el pobre Agila. ¡Ay, si hubieras estado tú en Madrid!

Eulalia seguía mirándole, con una llamarada en las mejillas:

-¿Y no te avergüenzas de verte así?...

-¿Con uniforme de soldado? No, no me avergüenzo. Me avergüenzo de que mi padre me lo haya impuesto como un castigo por mis locuras, por mis vicios.

-¿Por qué no le escribes pidiéndole perdón?

-Aún no es tiempo... Cuando haga una heroicidad... [99] Si tengo la suerte de que me hieran, le escribiré desde el hospital... A la abuela es á quien deseo pedirle perdón. ¿Está muy enojada conmigo?

Una sonrisa serena y buena iluminó la boca de la hermana:

-Está enojada, como lo estamos todos.

Agila inclinó la cabeza sobre el pecho, con una mirada mortecina:

-¡Qué enfermo me encuentro, Eulalia!

Y empezó á toser cavernosamente. Eulalia, con un poco de zozobra, le dijo risueña:

-Déjate de comedias, Agila.

El muchacho hizo un gesto de trágica conformidad con el destino, y se oprimió el pecho. Eulalia llamó á Jorge, que permanecía alejado en el fondo del balcón, y le recibió con una carcajada:

[100] -¿Cómo tenéis á este chico en filas? ¡Se está muriendo!

Jorge, acariciándose la barba, se encaró con Agila:

-¿Ya estás en rol de Margarita Gautier?

El otro acogió tales palabras con una sonrisa suprema y generosa. Vago el gesto, y levantando un poco la cabeza, prestó atención á los clarines lejanos, que tocaban en el fuerte:

-¡Adiós, Eulalia!

-¿Te vas? ¡Espera, muchacho!

Agila respondió hueca la voz y dolorida, como un ermitaño que hablase desde su cueva:

-Es el toque de rancho, y no quiero quedarme sin comer.

Ya no pudo Eulalia reprimir las lágrimas, y con los ojos brillantes se volvió á Jorge:

-¿Es verdad?

[101] El Duque de Ordax humeó lentamente el cigarro:

-¡Ni media palabra, hija!

El muchacho se cuadró:

-Perdone vuecencia, mi capitán.

Eulalia los miraba y sonreía un poco recelosa:

-¿Vuecencia también? ¡Cuánto respeto!

Explicó apresurado Agila, humillando la cabeza:

-Por Grande de España, no por ser capitán.

Jorge dió algunos pasos, riendo con aquella risa insolente, un poco de gallo:

-¡Qué farsante eres, maldito!

Y como Agila permanecía cuadrado, mordiéndose un labio, Jorge vino y le cogió por los hombros:

[102] -¡Vamos á ver!... ¿Cuándo has comido tú rancho?

El muchacho le sostuvo la mirada y respondió con la sequedad de un pistoletazo:

-¡Siempre!

El Duque le soltó asombrado, echándose atrás para mirarle á todo talante:

-¡Estás loco!

Agila repitió obstinado:

-¡Siempre, mi capitán!

Eulalia se cubría los ojos con el pañolito, muy agitado por un sollozo el pecho de suprema armonía. Jorge la mira y siente una ternura inefable, como si un rocío de lágrimas regase la rosa recién abierta en su alma:

-¡No llores, Eulalia!... Yo te doy mi palabra de honor... ¡Es mentira!

Olvidado de Agila, se acercaba, pero ella le [103] detuvo con el gesto, al mismo tiempo que retrocedía. Y Jorge, entonces, se vuelve al muchacho, mirándole como á un sacrílego:

-No hagas llorar á tu hermana.

Agila, siempre cuadrado, parpadea muy de prisa:

-Con el permiso de vuecencia, me retiro.

Dió media vuelta para salir, pero su hermana le agarró por un brazo:

-¡Si no creo una palabra! ¡Lloro porque soy una tonta! ¡Tú no tienes que comer rancho! ¡Eres un farsante!

Y abrazándole por el cuello, le besó en las mejillas, que tenían un reflejo impasible y burlón. De pronto se apartó, mirándole dolorida y resentida:

-¡Tienes dentro del cuerpo el demonio manso!

[104] Eran las mismas palabras, llenas de un perfume supersticioso é ingenuo, con que de niños expresaban los momentos malos de Agila, la terquedad pérfida, silenciosa, encalmada, que oponía ante los castigos y los halagos. Eulalia le miraba como entonces, y á su rostro parecía volver algo infantil. Jorge se emocionaba un poco:

-¡Eulalia, tú tienes fe en mi palabra!

-Sí, hombre, sí... ¿Dispongo de este recluta?

Jorge se inclinó:

-¡Y del capitán y de todo el escuadrón!

-No quiero que me nombren patrona de la Caballería.

El Duque rió largo y sonoro, volviéndose con las barbas de oro iluminadas, hacia el hermano, que permaneció cuadrado é impasible, con el [105] labio entre los dientes. Pensaba recriminarle, pero se olvidó oyendo la voz de Eulalia:

-El capitán y el recluta se quedan á cenar. Voy, que necesito preparar á la abuela.

Y salió ligera y muy feliz. Jorge, al verla desaparecer, clavó en Agila una mirada da desprecio, y se alejó sin hablarle.

[107]




XIV

Agila, muy despacio, llegó hasta la puerta, y pegando los hombros, se escurrió. Anduvo por los anchos y vacíos aposentos, misteriosos y olorosos como cajas de sándalo llenas de secretos. Perdido en ellos, sin oir voz ni rumor, le parecía que eran sus pasos grandes y resonantes. Al verle de lejos hacía su reverencia el mayordomo, que daba cuerda á un reloj. Agila pasa, y al desaparecer por otra puerta, siente en la espalda la sensación magnética de [108] unos ojos que miran fijos. Por un salón reflejado en el fondo de un espejo, viene una vieja muy encorvada. Agila sonríe pensando que aquella vieja tan menuda, presa en el cristal, quiere salir para bailar sobre la consola dorada, entre los daguerreotipos. Pero de pronto, la vieja huye del espejo y entra por una puerta. Anda menudamente, y sobre el alda negra, las manos son amarillas. Salen de unos puños muy apretados. En una mano trae el bolsón de la calceta, y en la otra una alcuza de aceite. La sombra de la vieja es muy grotesca en la pared, y la alcuza marca el garabato de una nariz bajo el borde pringado del manto. Agila se acuerda de la Rosalba... ¡Tía Rosalba, que vivía en un desván del palacio y salía siempre al trasluz! ¡Tía Rosalba, hermana de la abuela, hija de una criada y del bisabuelo! Después [109] recordó de niño, cuando había tenido fiebres y aquella vieja menuda estaba á la cabecera de día y de noche. Y recordó la convalecencia á su lado en el desván, jugando con un yesquero de oro, que había pertenecido al bisabuelo:

-¡Eres tú, marquesito!

-¿Cómo va, tía Rosalba?

-¿Y cómo quieres que vaya? ¿Y cómo quieres que vaya?... Ya sé tus historias, y que has salido un perdido. ¿A quién te pareces, hijo? ¿Aún no has visto á mi hermana Paquita?

-No, señora.

-Pues eso no está bien.

Agila mostró una gran humildad:

-Tengo miedo, tía Rosalba.

-¡Miedo! En los años que cuento, poco oí decir de cobardes, marquesito.

-Soy muy culpable con toda la familia, tía.

[110] Agila se pasaba la mano por la frente de terso marfil, donde las cejas parecían dos arcos de oro. La vieja tosió levemente:

-Tía Rosalba es un parche mal pegado en la familia, y nadie la oye. Pero desde que contaron aquí tus historias, tuviste mi absolución, y dije que la culpa era toda de tu padre.

Suspiró Agila:

-¡Es usted muy buena, tía Rosalba!

-No, hijo, no. Soy muy vieja, y las viejas tenemos que ser alcahuetas de los jóvenes. Cuéntame qué has hecho para merecer tanto rigor, criatura. ¿Saltar por la ventana é irte de mozas? ¡Vaya un pecado grande!... ¡Mira qué cosa, nunca pude soportar á tu padre! Reconozco que es un gran señor, pero tiene por alma un fierro de estoque... Es una prevención de toda la vida. Ahora tu padre dice que soy [111] una bruja. Antes, cuando era pretendiente de tu madre, no decía eso, y me hacía sus regalitos, y me llamaba tía Rosalba!... ¡Pues hijo, á mí siempre me pareció lo mismo!... Vaya, ven conmigo y le pedirás perdón á mi hermana Paquita.

A todo esto, la vieja le ofrecía el bolsón de su calceta para que se lo llevase, como cuando era niño. Agila se puso á su lado, con una risa de burla en los ojos verdes é infantiles. Salieron á la antesala, y dijo la tía tocando el brazo del muchacho, al mismo tiempo que sacaba la alcuza bajo el borde pringado de la mantilla:

-Antes nos llegaremos al Cristo del Gran Poder. Tengo que alumbrarle.

El Cristo del Gran Poder era una imagen antigua que había en una calle estrecha, cerca del palacio. La devoción de la vieja movió en el [112] alma de Agila un despecho egoísta y frío. Hubiera querido que le llevase derechamente al lado de la abuela. Comenzaron á bajar la escalera en silencio. Agila miraba á la vieja y sentía la tentación de empujarla para que rodase. Era un pensamiento que le salía á los ojos, un deseo pueril y bárbaro de niño cruel. Le atraía la escalera larga, toda de piedra, un poco oscura, con el claro de la puerta abierto sobre el vasto zaguán, allá en lo hondo. Se quedó un poco atrás y empujó á la tía Rosalba. Al mismo tiempo sentía un gran frío en las mejillas y oprimido el corazón. Rodó la vieja con ruído mortecino, y á su lado la alcuza iba saltando hueca, metálica y clueca.

[113]




XV

Eulalia estaba en la saleta arrodillada á los pies de su abuela, oidora en silencio, la cabeza con tembleque y un poco torpe la atención. La nieta le lava las manos en una salvilla de cristal que adornan filetes de oro. Después le recoge y prende la toca de encaje, caída sobre un hombro todo á lo largo de la espalda. La Marquesa mira tan obstinadamente, que da miedo. Había sido trasquilada con grandes escaleras, por quitarle la miel, que ya de otro modo no se soltaba [114] del cabello, y tenía el aire de una mendiga vieja y loca. No cesa un momento el temblor de aquella cabeza cenicienta y salpicada de roeles blancos, con las orejas despegadas, casi tocando los hombros, que se hispan como dos alones sin plumas. Eulalia intercede por su hermano, pero la vieja señora, con los ojos parados, divaga y se distrae. De pronto, la nieta se levanta y mira en redor suyo, hacia las puertas. En otra sala resuenan voces de susto. Una doncella asoma pálida y apresurada. Eulalia se vuelve, hurtando con el cuerpo la vista á su abuela, y se lleva un dedo á los labios. La doncella queda incierta un momento y luego se va. Ante los ojos de Eulalia flota un lazo blanco del delantal. La Marquesa interroga torpemente:

-¿Qué sucede, hija?

-Nada, abuela.

[115] La vieja escucha mientras su nieta le pone los mitones de seda:

-Sí... Algo sucede. ¿Por qué dices que nada?

Eulalia intenta sonreir:

-Nada, abuela.

La abuela acrecienta el temblor de su cabeza:

-No seas embustera, niña. Ve á enterarte.

Eulalia sale. Va corriendo. Tras ella las puertas quedan abiertas. Por el fondo de una sala llevan en brazos á la tía Rosalba. Agila ayuda á llevarla. Eulalia, cuando llega, interroga en voz baja:

-¿Qué fué, tía Rosalba?

Agila tiene un momento de ansiedad, y siente que los labios se le hielan. Pero la tía se remueve suspirando:

-¡Los años, hijita, los años!

[116] Entonces el mayordomo explica arqueando mucho las cejas:

-Algún soponcio, señorita. Ha rodado toda la escalera.

Tía Rosalba, con un hilo de voz, ruega porque la dejen sobre el canapé. ¡Que no se fatiguen! ¡Que no se cansen! Y los criados, con ese aire de los cofrades que llevan las andas en la procesión, la posan y esperan á su lado. Tía Rosalba sonríe y se mete una mano por el justillo para palparse. Desde la frente, un hilo de sangre le corre hasta la mejilla. Eulalia se entera por palabras sueltas que tienen un rumor de vuelo, y se acerca á la tía para que beba un sorbo de agua con vinagre:

-Se le irá el susto, tía Rosalba.

La tía aparta á todos con una mano:

-Dejadme, dejadme. ¡Que no se entere mi hermana [117] Paquita! ¡Tendría un disgusto muy disforme!

Da un gran suspiro, y cierra los ojos palpándose un hombro. Todos guardan silencio y esperan en redor. Eulalia, después de un momento, toca en el brazo á su hermano que se mira en un espejo, con el gesto fijo y obstinado de un magnetizador:

-No hagas eso, Agila.

Agila parece salir de un sueño:

-¿Qué hago?

-Eso... Mirarte así... Oye, intercedí con la abuela.

-¿Qué dice?

-Ten paciencia.

Agila responde alzando los hombros:

-¡Todo me es igual!

Sus palabras tienen un dejo de fría vaguedad, [118] que tanto les da un aire pueril como desesperado. Eulalia hace un gesto incrédulo y gracioso:

-¡A tus años debes aborrecer la vida!

Y vuelve á fijarse en la tía Rosalba. La vieja sigue suplicando que la dejen reponerse sin moverla del canapé. Eulalia, viéndola ya serena y con la frente vendada, sale muy veloz, para que la abuela no esté en alarma. Jorge, asomado á una puerta sobre fondo de antigua tapicería, le sonríe. Eulalia se pone encendida:

-¡La Rosalba, chico! ¿Te acuerdas de la Rosalba?

Y pasa sin otra explicación. Pero á corta distancia, se detiene viendo á un soldado de caballería, que con el sable recogido, adelanta pisando lleno de respeto la tarima encerada. El soldado se cuadra ante su capitán:

-Orden de coronelía para que inmediatamente [119] se presente vuecencia, mi capitán.

-¿Qué ocurre?

-Yo recibí esa orden del cabo Turégano.

-Ya lo supongo que recibirías la orden, idiota. ¿Pero has visto si hay alguna novedad en la fuerza? ¿Si ha llegado algún confidente?

-Trajeron el cuerpo de un centinela que apareció muerto cerca del río. Debieron matarlo los carlistas tirando de la otra vera.

Jorge se acercó á Eulalia:

-Si puedo volver, aquí estoy.

Ella preguntó un poco emocionada:

-¿No sabes lo que sea?

-No sé... Tal vez quieran destacar patrullas de caballería.

-¿Tú tendrías que salir?

-Según... Hasta luego ó hasta siempre, divina Eulalia.

[120] Tenían enlazadas las manos, y se miraron en el fondo de los ojos, los dos muy fijos, hasta que bajó los suyos Eulalia.

[121]




XVI

Veintitrés voluntarios se desertaron en las angosturas del monte, cuando corrió por las filas aquel rumor medroso y cauteloso que anunciaba la desaparición de Egoscué. Fué el primero en volverse desandando camino, el pastor que una noche había sacrificado sus siete cabras para ofrecerlas en un banquete con cantos de versolaris, como en un pasaje antiguo, á los soldados del amo Miquelo. Descarriado de la partida, Ciro Cernín, trepaba á los riscos más altos, negro [122] y quimérico bajo la luna. Erguido sobre ellos llamaba, dando á la voz un ronco y prolongado són de bocina:

-¡Amo Miquelo!... ¡Amo Miquelo!...

Y la voz, llenándose de sombras, rodaba por el nebuloso cimear de los hayedos y pasaba por entre las foces resonantes:

-¡Amo Miquelo, corazón de león!

Iba corriendo anhelante, sin saber nada cierto, y seguro al mismo tiempo de la desgracia del amo Miquelo. Repetía en alta voz con el aliento entrecortado y una obstinación fiera:

-¡Fué traición del Cura! ¡Fué su traición!

Y otras veces gemía con un dolor cristiano, metiéndose en los jarales y andando por ellos de rodillas, desgarrándose la carne:

-¡Tú que lo ves, Rey de los Reyes!... ¡Tú que lo ves! ¡Tú que lo ves!

[123] Y se alzaba sollozando é iba así muy largo camino. De pronto se embravecía mirando los peñascales erguidos como ruinas de torreones, y trepaba de nuevo á lo más alto. Allí, la voz aún impregnada de lágrimas, volaba en grandes ondas de bocina:

-¡Amo Miquelo, mastín leal!

Seguía el sendero de las cabras por la cornisa de una foz, cuando sintió frío en las sienes y en los párpados. Se detuvo, presintiendo que el lobo andaba cerca, y requirió fuerte el palo, endurecido en la majada al fuego de las hogueras. En el mismo tiempo se encomendaba al angel *ángel* San Miguel. Temblando, vió cómo el lobo estaba en un saliente de la peña. Destacaba por oscuro, á mitad del tajo en claro de luna. El pastor, con ánimo de espantarle, hizo rodar algunas piedras de la altura, pero estaba encarnizado devorando [124] una presa, y no se movió. Ciro Cernín catea entonces un guijarro recio, y lo pone en la honda. La piedra se disparó silbando, y el lobo apartó el hocico de la presa, rugiendo fiero y lastimero. El pastor, con lo ferrado del palo, luego se puso á socavar un peñasco, que al desarraigarse y rodar llevó un fragor de torrente por el hayedo bajo que llena la hondura de la foz. El lobo dió un salto y desapareció. Ciro Cernín, llevado de un impulso extraordinario, bajó á la piedra donde le había visto estar devorando, negro en el claro de luna. A poco de meterse por la jara, le pareció que en una quiebra se levantaba y abatía el brazo de un hombre. Con un respeto sobrenatural, siguió bajando. Aquel brazo que se levanta y abate desigualmente, simula llamarle. Pero de pronto esta ilusión de sus ojos desaparece, y reconoce el poncho del amo Miquelo: [125] Está prendido en los espinos y tremola un pico al paso del viento. Prorrumpe el pastor en voces que despiertan una gran onda en la bravía oquedad:

-¡Capitán valeroso! ¿Qué enemigo te mató? ¿Qué bala traidora muerte te dió?

El cuerpo ensangrentado y roto del cabecilla está clavado en el ramaje de las hayas. La cabeza, negra de sangre, le cuelga hasta posar en tierra. Ciro Cernín se abrazó con aquel despojo y lo subió hasta el camino. Estaba enterrándole al pie de un gran roble que tenía la copa vieja y armoniosa, toda llena de paz, cuando el frío de los párpados le advirtió que tornaba el lobo. Se apercibió requiriendo el palo. Venían por entre los árboles unos ojos en lumbre: Se detuvieron mirándole muy fijos, y comenzaron á cerrar camino, más despacio. Se le vinieron de [126] pronto encima, con un gañido fiero. Ciro Cernín pasó el palo zumbando, al vuelo de la tierra. Era el molinete que hacen los pastores para quebrarle las patas al lobo. Comenzó una lucha de astucia y de fiereza. Ciro Cernín se esquivaba rodeando el tronco del roble, y alguna vez subiéndose á las ramas. Al fin, el lobo quedó vencido: Se arrastraba sobre la yerba, todavía con los ojos en lumbre, pero aullando lastimero. Ciro Cernín le dió un gran golpe en la cabeza, enarbolado el palo á mandoble, y luego, desenvainó el cuchillo, clavándoselo por el ijar, para llegarle al corazón. Acabó de echar tierra sobre el cuerpo del capitán, y cargó con el lobo, como un trofeo. Iba repitiendo:

-¡Tú que lo ves, Rey de los Reyes! ¡Tú que lo ves! ¡Tú que lo ves! ¡Tú que lo ves!

Le sorprendió el rayar del día por una cima [127] lejana, y se sentó á descansar. Entonces se durmió, y como un niño, tuyo un sueño, bajo el oro angélico de la aurora.

[129]




XVII

Agila, al cruzar la cocina de su alojamiento, vió dos sombras que estaban calentándose cerca del fuego. Y al subir la escalera del sobrado, oyó la voz asombradiza de la dueña:

-¡El Demonio lo hace!... Cubre con la anguarina el cuerpo del lobo. ¡El Demonio lo hace, pues se me representa mi marido, Don Diego!

Agila iba casi huyendo, con el alma recogida [130] y atenta. Salía del palacio donde la vieja se quejaba apretando los labios, y había tenido un gran miedo de que viéndole salir le llamase. ¿Qué le hubiera dicho entonces la tía Rosalba? Agila recordaba su expresión dulce y pueril, con la frente vendada, y seguía pensando en lo mismo. ¿Qué le hubiera dicho? Probablemente le hablaría bajando mucho la voz, para que los criados no se enterasen, y le amenazaría con la mano igual que á un niño:

-¡Eres muy travieso, marquesito!

Agila recordaba aquel momento de rodar la vieja. Lo recordaba claramente con una gran sequedad interior, y experimentaba la sensación desengañada del niño que ha roto un juguete para sacar tan sólo una espiral de alambre. Cruzaba la cocina de su alojamiento con una basca triste, con una angustia de odio y de venganza. [131] Hubiera querido que los carlistas incendiasen el palacio de su abuela, tras de haber emplumado á todas las brujas de Otaín. Se acostó en una sala grande, donde había otra cama, y con los ojos cerrados para no ver luz, siguió removiendo ideas de odio, como remueve el sepulturero la tierra llena de larvas. Pero acabó por sumergirse en los círculos infernales de la idea fija, por devanar un pensamiento largo, constante, igual. La impresión de mareo que esto le producía, acabó por recordarle el cable que una noche de luna soltaban en el mar fosforescente, desde la sombra de un bergantín carbonero. Y de pronto, vuelve á encontrarse mirando dentro de sí con una obstinación egoísta y sentimental. ¡Se dejaría matar! Agila, en aquel momento, tendido en el lecho, con los ojos cerrados, con las manos juntas, encuentra que la muerte es [132] un paso muy suave. Sus ideas, enlazadas con el quimérico razonar de las pesadillas, le muestran en el sacrificio de su vida una bella venganza. La evocación de su casa, trastornada bajo la noticia de su muerte, le da una impresión dolorosa y voluptuosa. Recorre todas las estancias con el pensamiento: Ve á los criados, que llevan libreas de luto y andan como sombras, ve á sus padres, lívidos por el remordimiento, sentados frente á frente, odiándose y acusándose. ¡Se dejaría matar! Devanaba incesantemente aquel pensamiento largo, igual, que ahora se correspondía con una sensación oscura, tan lejana, que parece sensación de otra vida. Descubría en sí el recuerdo anterior de todo aquello que pensaba, el hilo inconsutil de otra conciencia que, al seguirlo, se quiebra en círculos de sombra. Tan vago era todo aquello, tan en los [133] limbos del olvido, que ya ningún recuerdo podía florecer en ellos su rosa de luz. Agila modula á media voz con ahogo de niño:

-¡Me dejaré matar!... ¡Me dejaré matar!

En el mismo momento abre los ojos. Ha sentido un soplo magnético en los párpados, que se hacen ligeros, casi ingrávidos. Un hombre vestido de pieles está mirándole muy fijo desde el fondo de la estancia, y la puerta se va cerrando quedamente por sí sola. El hombre que acaba de entrar y le está mirando parece un pastor. Tiene en las pupilas una luz montañera, y en las pieles del vestido el aroma de las urces quemadas en la majada. Recogido en sí mismo, le reprende con los ojos extáticos, y tienen sus palabras la clara ingenuidad de los que beben en la fontana de Cristo:

-¡Mal idear tienes, compañero! ¡Malas ideas [134] son las tuyas si eres cristiano!

Agila no recuerda que habló en voz alta, y se estremece oyendo al pastor. Bajo la mirada fija de aquel iluminado, cierra los ojos, y con los labios helados, aún intenta sonreir.

[135]



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