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Germinal

Antología

Rafael Barrett



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ArribaAbajoIntroducción

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Cuestiones preliminares

La consideración de la vida y de la obra de Rafael Barrett presenta aún hoy una serie de dificultades que no será inútil exponer antes de intentar una aproximación biográfica y crítica, que en esta ocasión ha de ser todavía provisional y sumaria.

Barrett suscitó, después de su muerte y con motivo de la publicación de sus obras, en su mayor parte póstumas, un cierto número de opúsculos e incontables ensayos y artículos. Su figura fue exaltada y su obra comentada con entusiasmo, al mismo tiempo que sus libros eran reeditados y sus textos reproducidos por diarios y revistas de Uruguay, Argentina, España y Paraguay. Sin embargo, el historiógrafo, el crítico o el simple lector, apenas encontrarán, en medio de esa profusión de textos, unas pocas referencias documentadas y escasos estudios realizados con el debido rigor metodológico.

Aunque parezca increíble, durante treinta o cuarenta años, cuando las fuentes de información aún eran accesibles, se perdió la oportunidad de trazar una biografía fidedigna de Barrett. En cambio, abundaron las versiones más o menos fantasiosas acerca de su vida y las interpretaciones «impresionistas» de su obra. Durante mucho tiempo se ignoró o se conjeturó erróneamente sobre el lugar de nacimiento del autor de Moralidades actuales, se divagó respecto a su extracción social y se dijo poco, o nada, acerca de las circunstancias reales en que produjo su obra. La publicación, en 1967, de sus Cartas íntimas -dirigidas a su esposa, Francisca López Maíz- vino a arrojar nuevas luces sobre su vida en el Paraguay, no obstante lo cual subsisten, en este aspecto, zonas en penumbra. De su existencia en España casi nada se sabía más allá de las fragmentarias noticias que dio Ramiro de Maeztu y de las borrosas y   —10→   distorsionadas imágenes de Pío Baroja.1 Sólo recientemente en España se han logrado algunas precisiones sobre el origen familiar y la extracción social de Barrett.2

En lo que respecta a su obra, se tropezaba con serias dificultades de orden filológico. Hay que tener en cuenta que, con excepción de Moralidades actuales y del folleto El terror argentino, todos los libros de Barrett fueron publicados después de su muerte, sobre la base de recortes periodísticos. Sólo El dolor paraguayo, además de los títulos que hemos citado, fue ordenado por el propio autor. Por lo demás, en ninguna edición se había indicado nunca -antes de la aparición de los cuatro tomos publicados en el Paraguay entre 1988 y 1990- la localización y fecha de aparición de los textos, originariamente redactados para diarios y revistas. Súmese a esto el hecho, poco conocido, de que un considerable número de sus escritos no habían sido reunidos en volumen y no figuraban, por tanto, en las dos primeras ediciones de sus Obras completas.3Demás está decir que en cuanto al estudio riguroso de la obra de Barrett, salvando algún hecho aislado y reciente, queda mucho por hacerse.



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Un hombre entero. Vida de Rafael Barrett

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Rafael Ángel Jorge Julián Barrett y Álvarez de Toledo nació en la villa de Torrelavega, en la provincia de Santander, España, el 7 de enero de 1876. No se trata de un dato reiterativo. Otros han dicho que nació en Asturias, en Algeciras, en Madrid, en Cataluña. Sin embargo, ya Viriato Díaz Pérez, en un artículo de 19174, decía haberle escuchado a Barrett mencionar a Santander como lugar de origen. Y en 1943, en la tirada de sus Obras completas hecha por la Editorial Tupac, con prólogo de Rodolfo González Pacheco, se reproduce la ficha de ingreso de Barrett al hospital «Fermín Ferreira» de Montevideo, de fecha 7 de enero de 1909, en la que consta su edad (33) años y su lugar de origen (Santander). Por nuestra parte, hemos tenido acceso a la traducción legalizada del acta de defunción -cuyo original se halla archivado en la alcaldía de Arachón, Francia-, en la que se precisa el lugar de nacimiento, Torretaviga (pero se trata evidentemente de un error del escribiente, pues el topónimo es Torrelavega), y se da el año de 1877 como el de su nacimiento. Nos atenemos sin embargo a la primera fecha, conforme a los testimonios del propio Barrett, y de acuerdo con el acta de inscripción que hemos obtenido.

Era hijo de George Barrett y Clarke, natural de Coventry, muerto en Madrid el 25 de mayo de 1896, y de María del Carmen Álvarez de Toledo y Toraño, fallecida en Bilbao el 23 de marzo de 1901. Por línea materna, estaba efectivamente emparentado con un tronco de la alta aristocracia española, el de los duques de Alba. En cambio, poco sabemos acerca del padre, excepto lo que dice Panchita en la Introducción a las Cartas íntimas: que era caballero de la Corona británica, contador y   —14→   matemático, y que cuidaba de intereses ingleses en España. En el acta de nacimiento de Rafael figura como de profesión «literato»; el de su defunción, en cambio, dice que era empleado. Tales son los datos con los que contamos para determinar el origen de clase de Rafael Barrett, quien como periodista y escritor fustigaría en sus escritos a las clases dominantes, adoptando una posición ideológica diametralmente opuesta a la de las mismas.

Aunque nacido en la Península ibérica, el autor de El dolor paraguayo era ciudadano inglés por el jus sanguinis. También sobre este punto se han hecho afirmaciones dispares, a pesar de que en una carta abierta a Juan Silvano Godoi, del 6 de enero de 19065, Barrett ya ponía en claro la cuestión:

CARTA ABIERTA

Sr. don Juan Silvano Godoi

Presente.

Querido señor y amigo:

En un párrafo inmerecidamente laudatorio que publica Ud. ayer en Los Sucesos, parece indicarse que he dejado la nacionalidad española por la inglesa.

No es esto exacto, porque como hijo de inglés estuve siempre inscripto en el Consulado.

Ud. me perdonará esta aclaración, a la cual junto mi agradecimiento por los exagerados elogios que me dedica.

Lo saluda muy atentamente.

Rafael Barrett

Además, puede verse el acta matrimonial de Barrett, en el Registro Civil de Asunción, donde también consta su nacionalidad.

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Era sin embargo Barrett español (un español europeo, habría que agregar) por su formación y por ciertos rasgos de su carácter. Pero en un sentido más hondo, era sobre todo un español americano, y, por razones entrañables, un español paraguayo, puesto que aquí avizoró la luz de un nuevo mundo y se encendió el fuego de su infinita esperanza de hombre entero:

Paraguay mío, donde ha nacido mi hijo, donde nacieron mis sueños fraternales de ideas nuevas, de libertad, de arte y de ciencia que yo creía posibles -y que creo aún, ¡sí!- en este pequeño jardín desolado, ¡no mueras!, ¡no sucumbas! Haz en tus entrañas, de un golpe, por una hora, por un minuto, la justicia plena, radiante, y resucitarás como Lázaro. («Bajo el terror», volante, 3-XI-1908).

Y en una carta de 1909 le dice también a Panchita: «En el Paraguay y al lado tuyo me hice al fin hombre»6.

De sus primeros años y de su juventud no sabemos casi nada. De esa época sólo ha llegado hasta nosotros el mudo testimonio de algunas fotografías borrosas y amarillentas, indicios melancólicos de una existencia desahogada y amable. Sin duda recibió una excelente educación, y, según parece, pasó algunas temporadas en París, asistiendo quizás a cursos y conferencias. En Madrid hizo estudios en la Escuela de Caminos, donde no sabemos si concluyó la carrera, pero que le servirían años más tarde para hacer trabajos de agrimensura en el Paraguay. Fallecidos sus padres, y en posesión de una discreta herencia, hizo, según Ramiro de Maeztu, que lo conoció en aquellos años, «vida de joven aristócrata, más dado a la ostentación y a la buena compañía que al mundo del placer»7. Un penoso incidente -relatado por el mismo Maeztu- lo alejó para siempre de aquel ambiente, cuya inmoralidad y estulticia denunciaría después en diversos escritos.

Lo que más importa señalar acerca de este período de su vida acaso sea el hecho de haberse formado en la misma atmósfera conflictiva de los hombres de la generación del 98, que en su juventud, esto es, durante los   —16→   últimos diez o quince años del siglo pasado, y aún a principios del XX, militaron, casi todos ellos, en tendencias políticas radicales. Pero a diferencia de estos escritores, que involucionaron hacia posiciones moderadas, tradicionalistas o incluso reaccionarias (con excepción de Antonio Machado y de Ramón del Valle Inclán), Barrett hizo el camino inverso. Partiendo de una situación de clase privilegiada -lo que por lo demás le permitió acceder a los instrumentos teóricos y de análisis de la realidad social-, en contacto con las dramáticas condiciones del Paraguay y de los demás países del Plata, llegaría a asumir plenamente la causa de las clases oprimidas y explotadas.

La ruptura existencial con el mundo en que se había desenvuelto su juventud lo indujo, probablemente, a dejar España. Ignoramos la fecha precisa en que Barrett llegó a Buenos Aires, donde se había radicado una rama de los Álvarez de Toledo. Vladimiro Muñoz, quizás el único investigador que ha intentado hacer una cronología estricta de su vida8, conjetura que pudo haber sido a fines de 1902, si bien la propia viuda del autor de Mirando vivir afirma que lo hizo en 1904. Nos inclinamos a pensar que Barrett llegó a la Argentina en 1903. En todo caso, nuestras investigaciones nos han llevado a constatar que ya en agosto de ese año colaboraba en la revista Ideas, que dirigía Manuel Gálvez en Buenos Aires. Se ha dicho que fue redactor de El Diario Español, pero se trata de un error, pues fue en El Correo Español donde colaboró y quizás fue miembro de la Redacción. En este periódico aparecen algunos artículos bajo su firma. Pasó después al diario El Tiempo, en cuyas páginas se encuentra por primera vez su nombre al pie de un comentario sobre una exposición pictórica, en abril de 1904.

¿Qué hizo Barrett en el año y medio, aproximadamente, que vivió en la Argentina, además de trabajar, posiblemente con desgano, en tareas periodísticas? Si tomamos como indicio su artículo «Buenos Aires», incluido en Moralidades actuales9, y según algunos publicados originariamente en dicha ciudad, colegiremos quizás que allí comenzó a ver la realidad social y a percibir las profundas contradicciones que estremecían a una sociedad fundada en la miseria humana. Ese artículo   —17→   es, ciertamente, uno de los textos más impresionantes y mejor escritos de Barrett. Debemos agregar, únicamente que por nuestra parte lo hemos visto publicado por primera vez en Asunción en noviembre de 190610, esto es, en la época en que, precisamente, parecía abrirse Barrett a las ideas sociales más radicales.

De cualquier manera, es indudable su valor como expresión de su actitud vital frente a una situación que su sensibilidad y su inteligencia no podían admitir ni silenciar. Lo cierto es que en Buenos Aires Barrett participó en actos políticos de la inmigración republicana española, y que a raíz de ello tuvo una disputa con un señor Juan de Urquía, que desembocó en un desafío a duelo que no se llevó a cabo, pues el mencionado Urquía decidió a última hora no batirse con Barrett, invocando el incidente madrileño de 1902. Los detalles pueden verse en El Correo Español, de fines de abril de 1904.

Sea como fuere, el hecho es que sus inquietudes no le dejaron echar raíces en la Argentina. Fue así como, en octubre de 1904, se vino al Paraguay como corresponsal de El Tiempo, con motivo de la revolución iniciada aquí en agosto de ese año. Barrett, que había llegado como periodista, simpatizó inmediatamente con los revolucionarios liberales, en cuyo campamento de Villeta desembarcó. Cuando envía su primera y única crónica de la «revolución» a El Tiempo, a principios de noviembre, ya se hallaba incorporado a sus filas. Ese texto, es el primero de Barrett sobre el Paraguay y revela ya el punto de vista liberal-crítico de su autor frente a los problemas del país.

Barrett llegó a Asunción probablemente el 24 de diciembre junto con las fuerzas revolucionarias triunfantes. Su vida aquí en los primeros tiempos, nos ha sido referida, sumariamente, por su amigo José Rodríguez Alcalá en dos artículos, publicado el primero en 1911, recién fallecido Barrett, y el segundo treinta y un años después, en 1942. Lamentablemente, otros amigos de la primera hora, como Manuel Gondra y Modesto Guggiari, no han dejado, que sepamos, nada escrito sobre Barrett en aquellos días. Volvamos pues, a los documentos.

En el Registro Oficial de 1905 se encuentra un Decreto en que se nombra a Rafael Barrett auxiliar de la Oficina General de Estadística, con fecha 31 de enero de 1905. Meses después, el 26 de agosto, por otro   —18→   Decreto se le nombra jefe de sección de la misma Oficina «en reemplazo de don Hérib Campos Cervera, que renunció». Pero Barrett no persistió en las tareas burocráticas, que sin duda se avenían poco con su carácter y su real capacidad intelectual, y menos de un mes después, el 15 de setiembre, aparece otro Decreto en el que se nombra un nuevo jefe de sección, dándose «las gracias al dimitente (Barrett) por los servicios prestados». Por ese tiempo también Barrett entra a trabajar en el Ferrocarril, como secretario general (según su viuda), cargo al que renunciaría en 1906, en desacuerdo con el trato que la empresa daba a sus trabajadores.

Barrett se incorporó enseguida a la vida «social» de la ciudad. Fue electo secretario del Centro Español, que por entonces reunía a lo que se solía llamar la «gente bien». Allí conoció a Francisca López Maíz, su futura esposa. Y de esa época (1905) son estos tres encantadores versos, impregnados del espíritu galante de la «belle époque», autografiados sobre el paisaje crepuscular de una postal dirigida a la joven Leonor Montero:


La mañana es azul, la tarde es roja,
y es blanco el sol, pero en la noche augusta,
la sombra es del color de nuestros sueños...



Barrett no tardó tampoco en integrarse a las actividades intelectuales y periodísticas de Asunción. El 26 de enero de 1905 se publica su primer artículo en el Paraguay, bajo el título de «La verdadera política». Se trata de un texto particularmente interesante como índice de su manera de ver la actividad política y la función de los partidos políticos en general, y en particular de su visión de la situación paraguaya en esos momentos.

El optimismo de este artículo se desvanecería con el correr del tiempo, al observar Barrett más detenidamente los manejos de la vida política, que llegarían a repugnarle profundamente. En 1905, aunque resulta notorio el conocimiento que tiene de los movimientos sociales y políticos de la época, habla todavía como una conciencia liberal progresista, que confía en la acción política positiva para la solución de los problemas del país.

Pero las miserias de la vida política, precisamente, le producirían una honda conmoción poco más de un año después de su llegada al   —19→   Paraguay, cuando, a raíz de una polémica periodística, se enfrentaron en un duelo dos jóvenes liberales, Gomes Freire Esteves y Carlos García. Este último, que era miope, fue herido en el lance y falleció casi inmediatamente. Barrett, indignado, publicó el mismo día un artículo responsabilizando a los padrinos de García por el luctuoso hecho11. Aquellos padrinos se llamaban Miguel Guanes y Albino Jara.

Algunos días después, Miguel Guanes encara airadamente a Barrett en el Centro Español. Según referencias periodísticas, Barrett adoptó una actitud serena, pero la gravedad de los insultos proferidos contra él le obligaron a desafiar a Guanes a un duelo, que éste no aceptó. En esos hechos, que dejaron en posición desairada a los padrinos del difunto Carlos García, puede verse uno de los motivos (pero solamente uno de los motivos) del ensañamiento de Albino Jara contra Barrett, tiempo después, cuando se convirtió en el hombre fuerte del gobierno de 1908.

Tenía treinta años Barrett cuando se casó el 20 de abril de 1906 con Panchita. No se trata de un mero dato para su biografía, pues hay que decir que su matrimonio y el nacimiento de su hijo constituyeron para él acontecimientos entrañables, que sólo pueden compararse a su decisión de darse enteramente a la causa de la humanidad oprimida. Las huellas de su relación afectiva con su mujer y su hijo han quedado marcadas en su correspondencia con Panchita, llena de ternura, y a veces de dolor, y en algunos textos como el admirable artículo titulado «Mi hijo»12. Si hubiera alguna duda sobre la nobleza y la sinceridad de este escritor, ahí están, para confirmarlas, sus cartas íntimas, en total correspondencia con las ideas y sentimientos que expresaba públicamente.

En cuanto a su lucha por la redención social, no fue por cierto una mera pose, como en tantos otros, sino una opción existencial plenamente consciente y responsable, con la cual comprometía no sólo su inteligencia sino su vida entera. Su decisión de asumir esa causa se gestó, posiblemente, entre los años 1906 y 1907, y se transparenta en diversos artículos de esa época. Pero es en 1908 cuando se dedica a dar conferencias para los obreros y hace la tremenda denuncia de Lo que son los yerbales. Ese trabajo, que se publicó originariamente como una serie de   —20→   artículos entre el 15 y el 27 de junio de 190813, le costó la ruptura con la gente «respetable» y la opinión adversa de algunos periódicos.

Por entonces ya había contraído la tuberculosis, que le obliga a recluirse algunas veces en San Bernardino, otras en Laguna Porá. Pero sus fuerzas para la lucha no decaen. Poco tiempo después de iniciada su campaña contra la explotación del hombre en los yerbales, se produce el cruento golpe de estado de julio, que depone al General Ferreira y convierte al Coronel Albino Jara en árbitro de la situación política. En medio de la lucha armada, Barrett y José Guillermo Bertotto, con riesgo de sus vidas, salen a recoger heridos y a prestarles primeros auxilios. Saldo de la revolución: sesenta muertos y ciento cincuenta heridos; y, por supuesto, apresamientos, persecuciones, arbitrariedades... Barrett, que no podía hacerse cómplice callando, funda un quincenario, Germinal, desde el cual sigue denunciando, al margen de toda bandería política, las condiciones de vida del pueblo y sus causas reales. Demasiado enfermo ya, deja Germinal en manos de Bertotto y se va a San Bernardino. Pero al ser clausurado el periódico, que sólo alcanza el undécimo número, vuelve a la lucha, proclamando en volantes su resistencia al terror, actitud que le cuesta el apresamiento, igual que a Bertotto. Estos hechos son bastante conocidos, pues han sido relatados por Bertotto. No nos detendremos en ellos, ni en la deportación que sufrió Barrett casi inmediatamente, y que lo llevó a Puerto Murtinho y Corumbá primero, y a Montevideo después, entre octubre y noviembre de aquel año. Detalles sabrosos y patéticos se encontrarán en las cartas que escribía Barrett a Panchita en esos días.

La ciudad de Montevideo, en la que en un primer momento se siente desorientado, pronto se abre para él. Allí hace amistad con Frugoni, Herrera, Falco, y comienza un fecundo período de colaboraciones en el diario La Razón, que dirigía un hombre abierto y generoso, Samuel Blixen. Pero la tuberculosis, que apenas lo deja vivir, lo obliga a internarse en un hospital, desde donde sigue sin embargo escribiendo. No se quedó mucho tiempo en la capital uruguaya, en la que acaso por primera vez sintió una atmósfera intelectual verdaderamente fraterna, y donde las primeras inteligencias del país reconocieron de inmediato su excepcional talento.

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Fiel a su vocación y a sus convicciones libertarias, después de tres meses y medio en Montevideo decide volver al Paraguay a vivir confinado en una estancia de Yabebyry, inmerso en la naturaleza y la realidad campesina. Barrett, que, a raíz de su destierro, había sido invitado a hablar del Paraguay, y que se negó porque no quería «contribuir al descrédito de un país que tanto amo», y porque «los trapos sucios se lavan en casa», como le decía en una carta a Hérib Campos Cervera14. Barrett, desde su confinamiento, levantará su voz para defenderlo cuando es ofendido gratuitamente desde un periódico de Corrientes (Argentina)15.

Al cabo de un año se le permite radicarse en San Bernardino, a cincuenta y tantos kilómetros de Asunción. Desde allí colabora en El Nacional, un diario fundado ese mismo año de 1910. Y en sus páginas publica una nueva denuncia de las condiciones de vida en el campo bajo el título de «Lo que he visto», luego incorporado a El dolor paraguayo. En esta ocasión le salió al paso el doctor Manuel Domínguez, bajo el seudónimo de Juvenal, en un artículo titulado «Lo que Barrett no ha visto»16, donde afirmaba, poco más o menos, que Barrett veía la realidad con ojos de enfermo. Este contestó, dolido y exasperado, con un desgarrador «No mintáis».

Un poco más tarde entregaba a las prensas del mismo periódico los capítulos de su notable estudio sobre «La cuestión social»17. Escrito como refutación de un extenso trabajo del doctor Rodolfo Ritter -en el cual éste niega la existencia de problemas en el Paraguay, o los minimiza-, Barrett reafirma y refuerza, en su ensayo, sus juicios sobre la realidad paraguaya, además de subrayar las grandes direcciones ideológicas de las luchas sociales modernas.

El 21 de agosto del mismo año lo visitan en San Bernardino sus amigos sindicalistas, por quienes aparece rodeado en la penúltima fotografía que conocemos de él. Barrett, consumido por la tisis, era físicamente apenas «un fantasma de sí mismo», según dijo José Concepción Ortiz18. No obstante, escribe con más pasión e inteligencia que   —22→   nunca. Moralidades actuales había sido editado en Montevideo, y casi al mismo tiempo se había publicado en Asunción su folleto El terror argentino. Y el 1.º de setiembre parte hacia Francia en busca de un ilusorio alivio, llevando consigo los originales de El dolor paraguayo, que Bertani imprimirá después de su muerte, en 1911. En el Paraguay se quedan Panchita y su pequeño hijo, aguardando el milagro de una recuperación imposible.

En Montevideo se detiene sólo el tiempo que falta (menos de un día) para tomar el barco que ha de llevarlo a Europa. En ese lapso acuden junto a él sus amigos -como cuenta él mismo en una carta a Panchita, escrita el 11 de setiembre en el «Re Vittorio», vapor italiano en el que viajaba-, «y los que más me agradaron, obreros, tipógrafos, jornaleros que me llamaban «maestro» y me estrujaban las manos entre las suyas callosas». Los periodistas le agasajan, los fotógrafos le retratan, los editores le piden originales de libros que no ha escrito aún, «en fin -sigue diciendo Barrett-, la prosperidad al cabo...». Y en el muelle, «la despedida final... un desconocido me dio unos ramos de violetas, diciéndome: las últimas flores de Montevideo -y lloré pensando en ti, en mi amor y en tu orgullo...»19.

No se olvida del Paraguay. «A bordo del 'Re Vittorio', setiembre 1910», escribe la primera de sus «Cartas de un viajero»20. Desde París, desde Arcachón -una villa sobre el Cantábrico, donde pasará los dos últimos meses-, Barrett sigue enviando sus artículos a los periódicos paraguayos y uruguayos. La muerte de Tolstoi, uno de los pocos contemporáneos que admira, motiva dos de sus más hermosos artículos, uno de ellos publicado ya póstumamente en Asunción21.

El 13 de diciembre de 1910 Barrett sabe ya que la llama está a punto de apagarse. Sus manos trazan, entonces, para su mujer y su hijo, las últimas palabras «para decir que estoy demasiado bien cuidado, y que mi alma está serena y llena de confianza en la vida que os recompensará de vuestros dolores si los examináis y sufrís con lealtad y con valor»22. Y el día 17, a las cuatro de la tarde, su vida se extingue. Había muerto el hombre, no su palabra, fundida ya en la sangre y en la conciencia de la humanidad oprimida.



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La palabra radical. Obra de Rafael Barrett

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En poco más de seis años, o sea el tiempo que duró su permanencia en América, realizó Barrett una excepcional labor intelectual y artística, la mayor parte de ella a través de sus colaboraciones en la prensa paraguaya y en la de los países del Plata. Barrett no llegó a ver reunida en volumen, como ya hemos dicho, sino una pequeña parte de su trabajo. En los años siguientes a su muerte fueron publicándose compilaciones de sus numerosos escritos, y en 1943 y 1954, respectivamente, aparecieron la primera y la segunda edición de sus Obras completas, reunidas sobre la base de los volúmenes editados por Bertani y Claudio García en Montevideo, y por La Protesta y Fueyo en Buenos Aires. Sin embargo, más de un centenar de textos, dispersos en periódicos de Argentina, Uruguay y Paraguay, fueron omitidos. Esos escritos, ya reunidos en el cuarto volumen de la edición paraguaya, abarcan una amplia gama temática, semejante a la de sus obras conocidas. Algunos de ellos se refieren al Paraguay.

Escritor de agudo espíritu crítico, Barrett se revela en la plenitud de su fuerza creadora sobre todo en sus escritos sobre la problemática social y humana. En sus artículos, ensayos y conferencias cobran relieve especialmente las cuestiones morales, la injusticia social, el problema de la religión en el mundo contemporáneo y las creaciones artísticas. No tuvo tiempo de sistematizar su pensamiento, si alguna vez se propuso hacerlo, pero, en sus textos, la razón y la fe humanista guardan perfecta coherencia.

Una parte considerable de los artículos de Barrett son, por su estructura y contenido, ensayos breves. Son también numerosos los artículos en los que comenta o critica hechos de la época. En unos y en otros pueden apreciarse la lucidez de su espíritu y la firmeza y profundidad de su ideario humanista.

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El autor de El dolor paraguayo cimentó su literatura y su prédica social en una filosofía del que entronca con las doctrinas libertarias y el humanismo evangélico. «Descubrir la energía interior y entregarla para renovar el mundo; he aquí el altruismo» dice en uno de sus ensayos capitales, «Filosofía del altruismo»23. Esa energía es concebida no como una fuerza orientada por leyes convencionales sino como una tendencia radical de la naturaleza humana, «hermana de la humilde energía celular que convierte los jugos oscuros de la tierra en pétalos perfumados...». Barrett hace también en el citado ensayo una crítica del intelectualismo, cuyos esfuerzos por reducir la realidad a rígidos esquemas racionales llega a considerar como «signo de atrofia en la intuición». Es evidente que con esa postura intenta superar, estimulado por el pensamiento de Bergson -a quien considera uno de los «príncipes de la especulación contemporánea»-, las limitaciones del positivismo, y en particular de la filosofía del altruismo tal como la había concebido Comte.

Consecuentemente, el pensamiento de Barrett se abre a las ideologías sociales más avanzadas de la época, propiciando la liberación del hombre mediante una revolución espiritual y moral que lo haga dueño de su destino.

Su crítica alcanza, así, no sólo al sistema económico vigente, sino también a las superestructuras que atan al individuo a formas de relación social contrarias a la razón y a la naturaleza solidaria de la especie humana. «Matad el principio de autoridad donde lo halléis», dice Barrett. «Que el hombre lo examine todo por sí. Que sea responsable de sí propio»24.

Sus ideas se proyectaron en la prédica de la solidaridad obrera y de los valores ideológicos del anarquismo, que «tal como lo entiendo -dice Barrett- se reduce al libre examen político»25. No se limitó a exponer su pensamiento libertario. Lo que son los yerbales y El terror argentino son denuncias concretas de una situación social monstruosa, frente a la cual callaba la mayor parte de sus contemporáneos ilustrados. Al   —27→   rechazar la explotación del hombre por el hombre y renunciar a los privilegios de su clase, conoció en sí mismo el dolor y la ira de los humildes. Su libro El dolor paraguayo es una revelación desgarradora de las condiciones de vida del pueblo al cual «honró y castigó con su gran amor y su gran talento», como dijo también José Concepción Ortiz26. En dos libros póstumos, Mirando vivir e Ideas y críticas, se encuentran, asimismo, algunos de sus mejores artículos de crítica social y moral.

Particular interés tienen sus breves narraciones, en algunas de las cuales se nota la huella del «decadentismo» finisecular. Barrett propiciaba una literatura realista -dando al término un sentido menos estrecho, ciertamente, que ciertos teóricos revolucionarios- y entre sus creaciones más interesantes se cuentan, precisamente, aquellas en que consigue plasmar su visión crítica de la realidad y la vida. Cabe mencionar, como ejemplo, su cuento «El maestro»27, donde configura una patética situación humana mediante una estructura narrativa rigurosa y una expresión precisa y sugerente al mismo tiempo, sin concesiones al esteticismo que caracteriza la literatura de la época. Por su valor simbólico-ideológico y por la economía y unidad de su construcción literaria, hay que citar otros dos cuentos, «El propietario»28, y «El pozo»29, en cuyo universo semántico subyacen, curiosamente superpuestos, elementos de la escatología evangélica y del materialismo histórico.

Aunque poco conocido, pues no figuraba en sus Obras completas, su poema «Decadente» -título por demás significativo-, publicado originariamente en la revista Cri-Kri, de Asunción, en 1905, podría figurar en la más rigurosa antología de la poesía modernista hispanoamericana.

Por lo demás, las notables cualidades estilísticas de Barrett pueden apreciarse también en un poema en prosa titulado «Sobre el Atlántico», uno de los últimos textos que escribió.

Pero el valor estético de su obra no radica sólo en esos intentos de creación literaria, sino también en el potente y luminoso estilo de sus artículos y ensayos. En este aspecto puede ubicarse a Barrett entre los escritores de lengua castellana más destacados. Su rigurosa prosa, en   —28→   efecto, supera largamente los límites de la literatura de su época y afirma su calidad hoy, más allá de lo que Gillo Dorfles ha llamado «las oscilaciones del gusto».

Barrett formuló su pensamiento sobre el hecho artístico en diversos escritos y especialmente en su ensayo «De estética»30. En este campo sus ideas se vinculan a las teorías que consideran el arte como un fenómeno estrechamente ligado a la evolución y a la naturaleza humana, a la cual revela y exalta. «Todos seguimos -dice en el citado ensayo- en un poema, no una ficción, sino una historia y no una historia cualquiera, sino nuestra propia historia». Y la función del gran arte, la misión del genio, «es fijar y animar los gérmenes nacidos inconscientemente en la obscuridad de las mentes, fecundar las matrices sociales de donde saldrán las ideas y las emociones futuras y gestar poco a poco las concepciones venideras en lo moral». Barrett concibe, pues, el arte también como un compromiso y una función moral, pero no en relación con una normativa convencional y petrificada, sino con una concepción humanista tendente a formas espirituales y sociales superiores.

Hay que señalar, todavía, las sorprendentes observaciones que hace Barrett, en este ensayo, sobre la naturaleza y las notas diferenciales del lenguaje literario.

Sus consideraciones estéticas no se redujeron al campo teórico. Se ocupó concretamente de diversas producciones literarias y artísticas. En el comentario de libros se mostró como un crítico penetrante, de vasta cultura y fina sensibilidad. Aunque no sean muy numerosas las páginas en que intenta la valoración estética particular, bastan para calificarlo como uno de los críticos más inteligentes de su tiempo. Sus artículos sobre Tolstoi, Gorki, Rodó, Delmira Agustini y otros escritores, son magistrales. Su crítica no se limita al examen de los contenidos o a las paráfrasis «impresionista». Poseía Barrett un saber filológico que le permitía estimar con precisión el valor y la función de la materia lingüística en la obra de arte literaria, como lo prueban sus páginas sobre Lugones y Vargas Vila31.

Por la amplitud y profundidad de sus intereses intelectuales y morales, Barrett podría ser ubicado en el nivel de los escritores de la   —29→   generación española del 98, a la cual sin duda pertenecía originariamente. Pero no fueron las circunstancias españolas sino los problemas humanos de América, y particularmente del Paraguay y de los países del Plata, los que acuciaron su espíritu y motivaron sus candentes escritos. Por eso Barrett vino a ser una de las figuras capitales del novecentismo rioplatense (particularmente en su línea modernista), así como uno de los grandes precursores de la literatura social americana, vasta corriente que ha traído a primer plano el tema del hombre oprimido por estructuras socio-económicas anacrónicas e irracionales. Para terminar, hay que subrayar otra vez que por la potencia intrínseca de su discurso y el esplendor de su lenguaje es, sin duda, uno de los mayores escritores de nuestra lengua en el siglo XX.

En esta introducción hemos procurado presentar algunas facetas de la vida y obra de Rafael Barrett poco conocidas o estudiadas por la bibliografía especializada.

Nos hemos basado, sobre todo, en la investigación directa de las fuentes hemerográficas y en documentos que habían permanecido desconocidos hasta ahora. Dadas limitaciones de espacio, no hemos abarcado la totalidad de las cuestiones que presentan el estudio y la valoración biográficos y críticos, sino aquellos aspectos que habían quedado más o menos olvidados a lo largo de los años transcurridos desde la publicación de sus obras y desde su muerte en 1910, hace ochenta y dos años.

El presente texto, sin embargo, amplía trabajos publicados en años anteriores32 y expone en apretada síntesis el resultado de investigaciones en Paraguay, Argentina y Uruguay durante muchos años. No obstante, las conclusiones no pueden ser todavía definitivas, en tanto no haya lugar para un estudio filológico y crítico amplio sobre el tema.

En lo que respecta a las cuestiones biográficas abordadas en este trabajo, cabe reiterar que nos hemos basado casi siempre en fuentes documentales, descartando las versiones más o menos «legendarias» acerca de la vida de Barrett. Seguramente el resultado más importante de estas indagaciones es la comprobación de la notable coherencia entre   —30→   la «vida» y la «obra» de este autor. En efecto, la confrontación de los hechos biográficos y las expresiones de su correspondencia «íntima» con la obra literaria, toda ella realizada periodísticamente, nos da una imagen del hombre-escritor que se impone por su autenticidad. En este sentido, Barrett se inserta en la mejor tradición «libertaria», pero por otra parte anticipa, con el testimonio de su vida y su literatura, los planteamientos del existencialismo contemporáneo, tal como se ofrecen, por ejemplo, en la obra de Albert Camus o Jean Paul Sartre.

La obra de Barrett ha sido abordada aquí a través de sus escritos fundamentales, y hemos señalado los rasgos más notables de su pensamiento y su escritura, situándonos en sus contextos intelectuales y estéticos. A partir de sus orígenes «noventayochistas» y «modernistas», en España, Barrett viene a insertarse en el «Novecientos» rioplatense, al cual contribuye con una labor de particular acento ideológico y valiosos rasgos artísticos.

El pensamiento y la prédica de Barrett constituyen aportes fundamentales en la historia de los movimientos sociales liberadores de nuestros países en el siglo XX, pero su lugar en la literatura hispanoamericana, a nuestro juicio, no ha sido suficientemente destacado. Como ya hemos indicado antes, su labor intelectual y artística todavía debe ser estudiada con el debido rigor crítico e ideológico.

Ahora quedan apuntadas, apenas, algunas direcciones y áreas de investigación para un trabajo de mayor aliento, que habrá que emprender en mejores condiciones.




Esta edición

En la presente antología intentamos abarcar los diversos aspectos de la escritura barrettiana. De este modo, se hallan representadas las grandes líneas de contenido de su producción: la crítica social, el pensamiento estético, la moral altruista, etc. Asimismo, se incluye una amplia muestra de los diversos géneros que frecuentó: el artículo periodístico, el ensayo, el diálogo, el cuento y otras formas literarias como el poema en prosa.

En cuanto a los textos incluidos en esta antología, se atienen a las formas establecidas en la edición paraguaya de las Obras completas (1988-1990).

Miguel Ángel Fernández
Universidad Nacional de Asunción







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ArribaAbajo I. Artículos

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ArribaAbajoEl esfuerzo

La vida es un arma. ¿Dónde herir, sobre qué obstáculo crispar nuestros músculos, de qué cumbre colgar nuestros deseos? ¿Será mejor gastarnos de un golpe y morir la muerte ardiente de la bala aplastada contra el muro o envejecer en el camino sin término y sobrevivir a la esperanza? Las fuerzas que el destino olvidó un instante en nuestras manos son fuerzas de tempestad. Para el que tiene los ojos abiertos y el oído en guardia, para el que se ha incorporado una vez sobre la carne, la realidad es angustia. Gemidos de agonía y clamores de triunfo nos llaman en la noche. Nuestras pasiones, como una jauría impaciente, olfatean el peligro y la gloria. Nos adivinamos dueños de lo imposible y nuestro espíritu ávido se desgarra.

Poner pie en la playa virgen, agitar lo maravilloso que duerme, sentir el soplo de lo desconocido, el estremecimiento de una forma nueva: he aquí lo necesario. Más vale lo horrible que lo viejo. Más vale deformar que repetir. Antes destruir que copiar. Vengan los monstruos si son jóvenes. El mal es lo que vamos dejando a nuestras espaldas. La belleza es el misterio que nace. Y ese hecho sublime, el advenimiento de lo que jamás existió, debe verificarse en las profundidades de nuestro ser. Dioses de un minuto, qué nos importan los martirios de la jornada, qué importa el desenlace negro si podemos contestar a la naturaleza: -¡No me creaste en vano!

Es preciso que el hombre se mire y se diga: -Soy una herramienta. Traigamos a nuestra alma el sentimiento familiar del trabajo silencioso, y admiremos en ella la hermosura del mundo. Somos un medio, sí, pero el fin es grande. Somos chispas fugitivas de una prodigiosa hoguera. La majestad del Universo brilla sobre nosotros, y vuelve sagrado nuestro esfuerzo humilde. Por poco que seamos, lo seremos todo si nos entregamos por entero. Hemos salido de las sombras para abrasarnos en la llama; hemos aparecido para distribuir nuestra sustancia y ennoblecer las cosas. Nuestra misión es sembrar los pedazos de nuestro cuerpo y de nuestra inteligencia; abrir nuestras entrañas para que nuestro genio y nuestra sangre circulen por la tierra. Existimos en cuanto nos damos; negarnos es desvanecernos ignominiosamente. Somos una promesa; el vehículo de intenciones insondables. Vivimos por nuestros frutos; el único crimen es la esterilidad.

Nuestro esfuerzo se enlaza a los innumerables esfuerzos del espacio y del tiempo, y se identifica con el esfuerzo universal. Nuestro grito   —34→   resuena por los ámbitos sin límite. Al movemos hacemos temblar a los astros. Ni un átomo, ni una idea se pierde en la eternidad. Somos hermanos de las piedras de nuestra choza, de los árboles sensibles y de los insectos veloces. Somos hermanos hasta de los imbéciles y de los criminales, ensayos sin éxito, hijos fracasados de la madre común. Somos hermanos hasta de la fatalidad que nos aplasta. Al luchar y al vencer colaboramos en la obra enorme, y también colaboramos al ser vencidos. El dolor y el aniquilamiento son también útiles. Bajo la guerra interminable y feroz canta una inmensa armonía. Lentamente se prolongan nuestros nervios, uniéndonos a lo ignoto. Lentamente nuestra razón extiende sus leyes a regiones remotas. Lentamente la ciencia integra los fenómenos en una unidad superior, cuya intuición es esencialmente religiosa, porque no es la religión la que la ciencia destruye, sino las religiones. Extraños pensamientos cruzan las mentes. Sobre la humanidad se cierne un sueño confuso y grandioso. El horizonte está cargado de tinieblas, y en nuestro corazón sonríe la aurora.

No comprendemos todavía. Solamente nos es concedido amar. Empujados por voluntades supremas que en nosotros se levantan, caemos hacia el enigma sin fondo. Escuchamos la voz sin palabras que sube en nuestra conciencia, y a tientas trabajamos y combatimos. Nuestro heroísmo está hecho de nuestra ignorancia. Estamos en marcha, no sabemos adónde, y no queremos detenemos. El trágico aliento de lo irreparable acaricia nuestras sienes sudorosas.




ArribaAbajoBuenos Aires

El amanecer, la tristeza infinita de los primeros espectros verdosos, enormes, sin forma, que se pegan a las altas y sombrías fachadas de la avenida de Mayo; la vuelta al dolor, la claridad lenta en la llovizna fría y pegajosa que desciende de la inmensidad gris; el cansancio incurable, saliendo crispado y lívido del sueño, del pedazo de muerte con que nos aliviamos un minuto; el húmedo asfalto, interminable, reluciente, el espejo donde todo resbala y huye, los muros mojados y lustrosos, la gran calle pétrea, sudando su indiferencia helada; la soledad donde todavía duermen pozos de tiniebla, donde ya empieza a gusanear el hombre...

Chiquillos extenuados, descalzos, medio desnudos, con el hambre y   —35→   la ciencia de la vida retratados en sus rostros graves, corren sin alientos, cargados de Prensas, corren, débiles bestias espoleadas, a distribuir por la ciudad del egoísmo la palabra hipócrita de la democracia y del progreso, alimentada con anuncios de rematadores. Pasan obreros envejecidos y callosos, la herramienta a la espalda. Son machos fuertes y siniestros, duros a la intemperie y al látigo. Hay en sus ojos un odio tenaz y sarcástico que no se marcha jamás. La mañana se empina poco a poco, y descubre cosas sórdidas y sucias amodorradas en los umbrales, contra el quicio de las puertas. Los mendigos espantan a las ratas y hozan en los montones de inmundicias. Una población harapienta surge del abismo, y vaga y roe al pie de los palacios unidos los unos a los otros en la larga perspectiva, gigantescos, mudos, cerrados de arriba abajo, inatacables, inaccesibles.

Allí están guardados los restos del festín de anoche: la pechuga trufada que deshace su pulpa exquisita en el plato de China, el champaña que abandona su baño polar para hervir relámpagos de oro en el tallado cristal de Bohemia. Allí descansan en nidos de tibios terciopelos las esmeraldas y los diamantes; allí reposa la ociosidad y sueña la lujuria, acariciadas por el hilo de Holanda y las sedas de Oriente y los encajes de Inglaterra; allí se ocultan las delicias y los tesoros todos del mundo. Allí, a un palmo de distancia, palpita la felicidad. Fuera de allí, el horror y la rabia, el desierto y la sed, el miedo y la angustia y el suicidio anónimo.

Un viejo se acercó despacio a mi portal. Venía oblicuamente, escudriñando el suelo. Un gorro pesado, informe, le cubría, como una costra, el cráneo tiñoso. La piel de la cara era fina y repugnante. La nariz abultada, roja, chorreante, asomaba sobre una bufanda grasienta y endurecida. Ropa sin nombre, trozos recosidos atados con cuerdas al cuerpo miserable, peleaban con el invierno. Los pies parecían envueltos en un barro indestructible. Se deslizó hasta mí; no pidió limosna. Vio una lata donde se había arrojado la basura del día, y sacando un gancho comenzó a revolver los desperdicios que despedían un hedor mortal. Contemplé aquellas manos bien dibujadas, en que sonreía aún el reflejo de la juventud y de la inteligencia; contemplé aquellos párpados de bordes sanguinolentos, entre los cuales vacilaba el pálido azul de las pupilas, un azul de témpano, un azul enfermo, extrahumano, fatídico. El viejo -si lo era- encontró algo... una carnaza a medio quemar, a medio mascar, manchada con la saliva de algún perro. Las manos la tomaron cuidadosamente. El desdichado se alejó... Creí observar, adivinar... que su apetito no esperaba...

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¡También América! Sentí la infamia de la especie en mis entrañas. Sentí la ira implacable subir a mis sienes, morder mis brazos. Sentí que la única manera de ser bueno es ser feroz, que el incendio y la matanza son la verdad, que hay que mudar la sangre de los odres podridos. Comprendí, en aquel instante, la grandeza del gesto anarquista, y admiré el júbilo magnífico con que la dinámica atruena y raja el vil hormiguero humano.

[LOS SUCESOS, 27 de noviembre de 1906]




ArribaAbajoLa China y el opio

La Emperatriz manda cerrar los fumaderos públicos, atentando así al genio nacional, que es el genio de lo inmutable. En China obrar es copiar, vivir es repetir, un camino nuevo, una nueva idea son algo sacrílego. Esa civilización colosal y complicadísima ha recorrido su cielo, y después de miles y miles de años de oscilaciones y de estremecimientos, ha descendido al punto del equilibrio absoluto. El péndulo ha quedado por fin inmóvil. Hace siglos que en China se ha escrito el último poema, se ha construido el último palacio y se ha dictado la última ley. Todo es definitivo, todo está previsto. El Imperio Celeste es prisionero de un espejo alto y frío, que oculta todos los horizontes bajo la vana imagen del pasado. Y allí esperar no es más que recordar.

El flanco del inmenso continente de sangre se contamina. La tercera parte de la humanidad, amontañada en un bloque único, siente sus bordes corroídos por la lepra europea. Construir acorazados, seguir los cursos franceses y alemanes, obligarse a tomar al Occidente sus armas y su ciencia para intentar resistirle, será un adelanto en el Japón; en China ha de ser una enfermedad. Lo que en otros sitios renueva y vivifica, en China pudre. Es que la China es un cuerpo en catalepsia, suspendido al filo del sepulcro. Cambiar, para ella, equivale a descomponerse; es un mecanismo inexorable a quien sólo le está permitido pararse, devorado por el orín. La orilla oriental supura; el odio al extranjero fermenta en las conspiraciones bóxer, y los escalofríos del tétanos hacen temblar las embajadas.

Puntos de gangrena, apenas perceptibles en la masa enorme. Cada chino es una máquina y continúa siéndolo. Se cuenta que habiendo un   —37→   sastre de Hong Kong recibido unos pantalones viejos con el encargo de hacer otros iguales, reprodujo concienzudamente las manchas y agujeros de la prenda entregada. El reloj de bolsillo constituye para el celeste un juguete encantador. La hora le es indiferente. El disco minutero, que para el blanco es una rueda veloz sobre el camino sin fin de lo posible y de lo deseable, es para el amarillo un eterno girar, un círculo idéntico donde todo vuelve, donde nada importa la efímera posición de la aguja. Lo que al amarillo maravilla es el monótono y misterioso tictac, y se pasa larguísimos ratos escuchándolo religiosamente. En una de las más crueles batallas de la guerra chino-japonesa, empezó a llover; los chinos, bajo un fuego terrible, abrieron sus paraguas. Y en el conjunto de máquinas, el Estado es la gran máquina impasible, la que lamina las inteligencias bajo la presión uniforme del mandarinato, la que archiva y clasifica hasta los órganos sexuales arrancados a los eunucos.

Los egipcios consagraban su existencia a embalsamar y empaquetar los cadáveres; los chicos han embalsamado las almas, han enterrado en ellos mismos sus antepasados difuntos; se han convertido en momias vivas. Y como también se sueña más allá de la tumba, los chinos sueñan y sueñan con el sueño y con la muerte. No quieren el alcohol que irrita la delicada sensibilidad de los occidentales, sino el opio que embrutece enseguida. Poco a poco sienten sus nervios agotarse; son precisos los suplicios espantosos del jardín de Octavio Mirbeau para producir algún dolor en su carne lívida y blanda. Necesitan la poesía funeraria de las tablas, parecidas a tablas de ataúd, donde envueltos en humo mortífero yacen los fumadores de opio; necesitan el opio, necesitan dormir, porque la poesía de los pueblos es la visión del destino, y para la China no hay ya destinos; necesitan detener el tictac formidable de la máquina inútil. La emperatriz no debió estorbar a su raza la ilusión consoladora del reposo.

[LOS SUCESOS, 16 de enero de 1907]




ArribaAbajoEl cinematógrafo

De repente la oscuridad, y con ella el silencio precursor de milagros. Un haz de pálida luz brota de la negra hendidura proyectante, y se abre hacia el blanco lienzo que espera. No es el inocente rayo de sol entre el follaje espeso, sino un mágico surtidor, preñado de gestos y de ideas, es   —38→   un mundo agitado, una oleada de vida que surge otra vez del abismo. La delgada claridad que cruza el espacio lleva consigo una chispa de nuestro espíritu inquieto; es nuestra mirada misma atravesando las tinieblas.

El hombre había obligado a la placa fotográfica a estremecerse y a conservar la huella de un instante; había obligado a la materia bruta a tener memoria. Pero esa memoria no era más que un espasmo, un resplandor en la noche. La materia se acordaba, pero de un momento solo; palpitaba un segundo, y se petrificaba en el único ademán inteligente de su existencia. Una fotografía es una sombra inmóvil, un cadáver. Un retrato hace pensar en las cosas pasadas de igual modo que un pétalo seco, hallado dentro de un libro, hace pensar en la primavera ausente.

Y eso no nos bastaba. Hemos querido galvanizar los espectros y hacer retroceder a la muerte. No contentos con engendrar innumerables formas nuevas, hemos querido robar las que estaban condenadas a desaparecer. Ángeles anunciadores de lo que vendrá, somos también buzos de lo desvanecido, y remontamos a la superficie cargados de tesoros que dormían en el fondo del mar. Nuestro genio tuerce las corrientes del destino, y una resaca maravillosa, después del naufragio, esparce sobre la tela tirante del cinematógrafo las mil figuras alegres de la tripulación resucitada.

Vemos lo olvidado; vemos lo que nunca hemos visto. Viajamos por tierras desconocidas. Bajo árboles acariciados de brisas disueltas para siempre, nos reclinamos a descansar de un camino que no hemos hecho... Pisamos la trepidante cubierta de un buque ignorado, y aguardamos el redondo empuje de las olas que más tarde, no sabemos cuándo, habrán desfallecido en playas remotas... Ahora es una ciudad inmensa, donde jamás habitaremos. ¿Qué pensamientos arrastra el transeúnte que pasa rozándonos, durante ese minuto perdido en el caos...? Y así desfilan ante nuestra retina absorta, escenas, paisajes, fantasmas vivos que acuden a nosotros desde las profundidades del tiempo, y que se mezclarán a nuestros sueños y a nuestras nostalgias. La realidad delira como un moribundo, y nos arroja al rostro ráfagas de su enorme historia.

Titubea de pronto el cuadro. A intervalos una mancha o una quebradura nos trae a la mente nuestra debilidad. Estamos aún lejos de la perfección absoluta. Nos sacuden los choques de nuestra penosa marcha hacia el futuro. El aparato sublime vacila. Pero esa misma flaqueza vuelve la lucha más trágica. Estamos combatiendo cuerpo a cuerpo, y el temblor del cinematógrafo es el temblor de la divina presa entre nuestras manos crispadas.

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En la penumbra la multitud entrega sus cándidos ojos de niño. Nos baña un ambiente religioso. Las almas ceden al encanto confuso y penetrante de lo incomprensible. La fe, como en otros siglos, baja al valle de lágrimas. Pero baja libre de terrores. Ya no teme, la muchedumbre, la cólera ni la venganza de los dioses ciegos. Por eso, familiarizada con el prodigio, confía serenamente en sí misma. Por eso delante del cinematógrafo, como delante de otras recientes conquistas de la razón sobre el Universo, se mueve en nuestra conciencia la inmortal esperanza.

[EL CÍVICO, 21 de agosto de 1905]




ArribaAbajoDe deporte

Todos los juegos son simulacros de combates, representaciones atenuadas de la esencia misma de la vida: la guerra. Entre ellos, los deportes expresan más agudamente la lucha. Los ingleses, tenaces hombres de acción, llaman también deporte al boxeo sin guantes. El desarrollo de los deportes es por lo común beneficioso, porque despierta y disciplina los instintos fundamentales del animal humano: la audacia, la astucia, la resistencia, la crueldad. Mediante el ejercicio de sus músculos, el individuo se convierte en una unidad útil, puesto que se hace temible.

Las campañas modernas, moviendo enormes masas de soldados y de material y exigiendo preparativos incalculables, se resuelven en meses, en semanas. Las campañas antiguas, en años, en siglos. Constituían un estado nacional cuasi normal; eran la sola carrera de los nobles y su ocupación corriente. Así el deporte se cultiva por los nobles de hoy, es decir, por las clases ricas. Reemplaza al viejo oficio de las armas. La lanza y la armadura se sustituyen por la inofensiva pelota de fútbol y el jersey de grueso estambre. Antes se llevaba al cinto la afilada hoja de Toledo. Ahora se la despunta y se la cuelga en la sala de esgrima. El drama ha pasado de la realidad al escenario. Mas no deja de ser idéntica su psicología y semejantes sus ventajas.

¿Por qué? Por la facilidad con que se vuelve del escenario a la realidad. La gente de teatro gesticula fuera de él con entusiasmo parecido, y sus pasiones suelen ser tumultuosas. Goncourt, en su extraño libro La Faustin, cuya base documentaria se advierte a la legua, nos pinta a la gran actriz copiando maquinalmente los gestos de su   —40→   amante moribundo. El artificio cubre la verdad, y acaba creándola. Un duelista, quizá muerto de miedo, repite automáticamente las estocadas aprendidas en los asaltos, y hiere a su adversario. La ficción lo salva de un peligro positivo.

Pero tal vez el ejemplo está mal puesto. Un duelo se combina de antemano. Las horas de idea fija disuelven al cobarde y fortifican al valiente, que en una noche tiene tiempo para dar las últimas órdenes a su organismo y poderlo lanzar a la pelea bajo la libertad de juicio y la serenidad. No es raro que un principiante venza en duelo a un maestro. Aquí el deporte no sirve de mucho. Su papel es capital en las sorpresas. La necesidad urgente de hacer algo pierde al no sportman, al contemplativo que requiere juzgar para decidirse. La inminencia lo inmoviliza. Su sistema nervioso no está canalizado, y su energía se estanca contra el obstáculo de la torpeza física. El sportman obra inmediatamente, por la fuerza del hábito. La estupefacción misma de la sorpresa le es favorable, libertando al mecanismo muscular que funciona por sí solo. La cobardía, si la tiene, le es fatal únicamente a la larga.

Se cree que el deporte cura a las personas y reforma las razas. Según: la moda del deporte ha sacrificado a muchos infelices, para los cuales atletismo significa tuberculosis. Hay casos en que la higiene mata. La opinión de que los griegos fueron grandes por hacer gimnasia, resulta pueril. Al contrario: hacían gimnasia porque les sobraba vitalidad. La barra y el disco son para los robustos; la salud individual o colectiva, como la inocencia, no se recobra nunca del todo, y el deporte es una cataplasma poco eficaz para torcer el destino de los pueblos.

La belleza no ama al deporte. Hemos concentrado la poesía en el matiz y en la penumbra sugestiva. Preferimos la elocuencia de las frentes pálidas, de los ojos profundos y de las amargas sonrisas, a la gallardía vulgar de los clásicos bíceps helenos. Encontramos la inteligencia solitaria superior a los populares Juegos Olímpicos. Por eso el deporte reciente, a pesar suyo, empieza a penetrar en regiones vírgenes. Evoca la eterna obra de conquista sobre la naturaleza, y se vale de las admirables máquinas imaginadas por la ciencia actual. La bicicleta y el automóvil, dignificando al deporte por medio del riesgo, le proporcionan el dominio de la velocidad, elemento incomparablemente más espiritual que la potencia impulsiva. Colocado en la cúspide de los Juegos Olímpicos Modernos, Santos Dumont es un deportista sublime.

[LOS SUCESOS, 8 de agosto de 1906]



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ArribaAbajoLa lucha

El teatro estaba lleno. Abajo un mar, y arriba una muralla de cabezas. De pronto, en el escenario desierto apareció un niño.

Solo ante la inmensidad, avanzó. Parecía un insecto. Estaba metido en un sayal negro como una mortaja, y un enorme sombrero de teja abrumaba su carita amarilla y sin edad, cara de cómico. Impávido al terrible murmullo de la muchedumbre que ha pagado y quiere divertirse, llegó hasta el borde del abismo, y empezó a cantar.

Cantó un couplet de los creados por otro héroe, Frégoli, y el insecto indefenso conquistó al público. La gente rió y el niño resistía el oleaje inmenso de las risas para dominarlo y desencadenarlo otra vez con aquel talento que sin duda le había costado muchas lágrimas.

Alegre era el couplet, pero ¡qué triste era la voz, vocecita débil y sin timbre, gemido arrancado al hombre por la vida despiadada!

En vez de dormir sosegadamente, con el profundo sueño protegido de los niños felices que de día juegan al sol, aquel niño se abrasaba a medianoche en la atmósfera envenenada de un teatro, y luchaba para hacer reír a la multitud, para hacer reír a otros niños grandes en sus palcos. ¿Y cómo no había de hacer reír con aquella facha diminuta y ridícula, con aquellos gestos de miseria y de desesperación?

Espectáculo quizá doloroso, pero seguramente necesario y justo. Necesario es que ese chiquillo crispe su garganta, y que otros chiquillos más desgraciados aún descoyunten sus miembros o vuelen de un trapecio a otro como pelotas vivas, para divertir también a los dichosos que se aburren. Necesario es luchar; y lo necesario no puede ser malo.

Lo único malo es la resignación. Admiremos a los que no se entregan jamás, a los que tienden sus músculos contra la mole social que a ciegas los aplasta; admiremos la rabia de vivir que agita todavía el cuerpo de los decapitados; admiremos a los que, como el Frégoli en miniatura de anoche, se adelantan desnudos al encuentro de la vorágine, y se lanzan en ella para vencer o morir.

¿Quién dijo que venimos al mundo para pasar el rato? Venimos a hacer esclavas nuestras las realidades de que merezcamos ser dueños, venimos a concentrar en nuestra alma de una hora la mayor suma de energía posible. Venimos a ser fuertes, o a resignarnos a servir a los fuertes.

¿Serás tú fuerte, muñeco disfrazado de cura, que me hiciste pensar anoche? ¡Quién sabe! Mañana serás un gran actor, y deberás a los duros   —42→   años en que de niño halagabas las crueles aficiones del vulgo, el poder divino de hacer llorar y soñar a los hombres.

[EL DIARIO, 12 de mayo de 1910]




ArribaAbajoLa huelga

Huelgas por todas partes, de Rusia a la Argentina. ¡Y qué huelgas! Veinte, cincuenta mil hombres que de pronto, a una señal, se cruzan de brazos. Los esclavos rebeldes de hoy no devastan los campos, ni incendian las aldeas; no necesitan organizarse militarmente bajo jefes conquistadores como Espartaco para hacer temblar al imperio. No destruyen, se abstienen. Su arma terrible es la inmovilidad.

Es que el mundo descansa sobre los músculos crispados de los miserables. Y los miserables son muchos; cincuenta mil cariátides humanas que se retiran no es nada todavía. El año próximo serán cien mil, luego un millón. El edificio social no parece en peligro; está cerrado a todo ataque por sus puertas de acero, sus muros colosales, sus largos cañones; está rodeado de fosos, y fortificado hasta la mitad de la llanura. Pero mirad el suelo, enfermo de una blandura sospechosa; sentidlo ceder aquí y allí. Mañana, con suavidad formidable, se desmoronará en silencio la montaña de arena, y nuestra civilización habrá vivido.

Hay un ejército incomparablemente más mortífero que todos los ejércitos de la guerra: la huelga, el anárquico ejército de la paz. Las ruinas son útiles aún; el saqueo y la matanza distribuyen y transforman. La ruina absoluta es dejar el mármol en la cantera y el hierro en la mina. La verdadera matanza es dejar los vientres vírgenes. La huelga, al suspender la vida, aniquila el universo de las posibilidades, mucho más vasto, fecundo y trascendental que el universo visible. Lo visible pasó ya; lo posible es lo futuro. Asesinar es un accidente; no engendrar es un prolongado crimen.

No importa tanto que la sangre corra. Los ríos corren; lo grave es el pantano. El movimiento, aunque arrolle, afirma el designio eficaz y la energía. El hacha que os amputa una mano no se lleva más que la mano; mas si los dedos no obedecen a vuestra voluntad, estremeceos, porque no se trata ya de la mano solamente, sino de vuestra médula. La huelga es la parálisis, y la parálisis progresiva, cuyos síntomas primeros padece la   —43→   humanidad moderna, delata profundas y quizá irremediables lesiones interiores.

Todo se reduce a un problema moral. Es nuestra conciencia lo que nos hace sufrir, lo que envenena y envejece nuestra carne. Hemos despreciado y mortificado a los menos culpables de entre nosotros, a los humildes artesanos de nuestra propiedad; no hemos sabido incorporarlos a nuestra especie, fundirlos en la unidad común y en la armonía indispensables a toda obra digna y durable; hemos querido que la suma total de los dolores necesarios cayera únicamente sobre ellos. Y ese exceso de dolor torpemente rechazado y acumulado en el fondo tenebroso de la sociedad vuelve sobre nosotros, y se levanta y crece a la luz del sol y al aire libre, de donde jamás debió haber desaparecido.

[LOS SUCESOS, 3 de enero de 1907]




ArribaAbajoRepresalias evangélicas

El partido de Dios -entendámonos, del Dios católico, segunda parte de Jehová- camina de descalabro en descalabro. Los productos de la manufactura romana van bajando en plaza. La mercadería laica, más barata, confeccionada a la vista, y con buen reclamo, desaloja a la otra. En Francia el desastre es tal, que el Papa no ha intentado una sola estratagema. España, que teníamos por ensotanada para siempre, inicia un vago movimiento contra la Santa Iglesia. Esto es suficiente a enloquecer al episcopado, ya furioso y prevenido por los últimos acontecimientos. Los ministros del suave Jesús se preparan a vengarse cruelmente.

Dios, para ser popular, tuvo que hacerse vengativo. El miedo es lo que ata a los hombres más fuertemente entre sí, y a los hombres con Dios, porque la ira y el encarnizamiento son más humanos que el amor, y Dios, para subsistir en los hombres, debe ser humano ante todo. La venganza es el acto fundamental del Todopoderoso, y sus sacerdotes, al practicarla, se ajustan a la legítima tradición apostólica. Los obispos de hoy son tan ortodoxos como los dignatarios del Santo Oficio. Su anhelo es venerable, porque para ellos vengarse es triunfar nuevamente, devolver su gloria, un instante oscurecida, al natural Señor de ella.

Pero ¿de qué manera se vengan los obispos? Aquí entra lo original. Han boicoteado a los liberales españoles, a los parientes de los liberales,   —44→   y a los que leen los diarios liberales. Se resisten a administrar los sacramentos a los boicoteados. Niegan los funerales y las indulgencias «a los muertos cuyas familias publiquen sus avisos» en los mencionados periódicos. Era lógico que la Iglesia cerrara su aduana a los que trafican con el enemigo. El libre cambio es fatal al Vaticano, y la guerra religiosa resulta en el fondo una guerra de tarifas. Sin embargo, un punto extraño queda en la resolución vengadora: la persecución a los muertos.

El Purgatorio existe; hemos de creerlo, aunque no fuera sino por los millones que ha producido. El Purgatorio es una mina de almas, la mejor propiedad del clero; allí los difuntos en cuarentena sufren torturas espantosas, durante miles de años, hasta que el Padre de misericordia infinita se da por satisfecho y descorre el cerrojo. El plazo depende también de los obispos; la pena, a semejanza de la de los presidiarios, puede ser conmutada y acortada por la caprichosa generosidad de los personajes en candelero. Sólo que no se trata aquí de generosidad, sino de precio. El tormento de nuestros padres fallecidos se compra. Sus dolores sin cuento dependen de nuestro bolsillo. Mas si hemos anunciado los funerales en un diario liberal, estamos frescos; no hay mostrador para salvar a nuestro padre.

El Dios del Sinaí reventaba a los vivos. El Dios de Pío X comprende que «su reino no es de este mundo», y revienta a los muertos. No son nuestros hijos hasta la cuarta generación los amenazados por la cólera divina, sino nuestros abuelos y bisabuelos hasta la cuarta generación. El efecto retroactivo de las nuevas disposiciones es extraordinario, sin precedente en la historia. Las ánimas, las pobres ánimas que se nos aparecen de cuando en cuando, implorando con sus tristes miradas de espectro un alivio a los suplicios que padecen, estarán consternadas. Sobre ellas, inocentes sombras desvanecidas en la gran sombra augusta de la muerte, cae el peso entero de la rabia eclesiástica.

A esto se reduce la venganza de los herederos de Dios; a atizar el fuego pueril de las calderas del purgatorio. A esto se ha rebajado la grandeza de una organización colosal, que llenó quince siglos con los milagros de sus mártires, la ciencia de los monjes y el fausto admirable de su trono. Y en Francia, ¿se ha encontrado algo menos ridículo? ¡Sí!, han encontrado un desquite magnífico; han quemado azufre en los templos, para hacer estornudar a los soldados.

[LOS SUCESOS, 17 de enero de 1907]



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ArribaAbajoEl robo

He oído hablar de un robo reciente. Sin invitación previa, los ladrones entraron en la casa, abrieron el baúl y se llevaron algunas joyas, dejando intacto un número de papeles manuscritos, notas, borradores de literatura y de matemáticas, el fruto de dos o tres años de vida intelectual. El hecho en sí no tiene nada de notable, ni sería justo echar en cara a los rateros su poca afición a los desarrollos de la idea pura. Cada cual en su oficio. Pero es precisamente lo vulgar de un fenómeno lo que debe inclinarnos a la meditación. No es el azar, sino el orden lo que debe maravillarnos. No es milagroso lo que ocurre raras veces, sino lo que siempre ocurre. Y figurándome filósofo al dueño de las joyas robadas y de los papeles perdonados, le filosofaría en estos o semejantes términos.

-«Si le hubieran quitado tus cuartillas queridas, cansadas aún de tu mano febril y vacilante, llenas de surcos negros, de tachaduras -¿te acuerdas?, gestos de rabia o de triunfo-; si te hubieran quitado las compañeras de tu soledad agitada, las hijas y herederas de tu pensamiento, darías por rescatarlas tus joyas y tus vestiduras y el lecho en que descansas. Y ves que no te han hecho padecer tanto como pudieran, y que no es necesaria a la felicidad de los que nos parecen malos toda la desdicha de los buenos. Y sentirás que tus cuartillas, arraigadas en ti, son en verdad tuyas, mucho más tuyas que tus joyas y que tus muebles. Y advertirás que los ladrones buscan lo que es menos tuyo, y rechazan lo tuyo de veras, lo que por serlo pierde su precio y su virtud apenas sale de tu voluntad y dominio.

«Admitirás entonces que no son las joyas de tu propiedad legítima, sino de quien las hizo, igual que son de quien los escribió los papeles que guardas. El palacio pertenece al arquitecto, y la tierra a quien la fecunda y embellece. Sólo es nuestro lo que engendramos, lo que por nosotros vive, lo que como padres no repudiaremos nunca; sólo es nuestro lo que sólo con nosotros resplandece y obra. Y he aquí que el oro inerte, anónimo, el esclavo que a todos sirve, no es de nadie, o es de todo el mundo. El oro y el aire y el agua y el cielo no son de nadie, porque no son humanos; tu joya tiene dueño, no por ser de oro, sino por ser joya, porque un hombre al cincelarla retrató en ella la imagen fugitiva de su espíritu.

«Robar el oro es un acto indiferente. Nosotros lo castigamos, lo llamamos delito. Esto es una monstruosidad, una locura. Nos volvimos locos el día en que pagamos con oro al que hace una joya y al que escribe un libro. ¿No comprendes que no hay equivalencia posible entre un   —46→   pedazo de metal y un pedazo de alma? La base de la sociedad es una inmensa mentira, un tráfico ilusorio entre cosas intraficables. Nada profundamente nuestro es susceptible de abandonarnos. Vende tus cuartillas, y cuenta tus monedas, mas no juzgues que lo que creaste cesa de ser tuyo, ni que ese dinero pasó a serlo. Te está permitido únicamente darte, no cambiarte. Los ladrones no te hurtaron nada, y nada te entregan los que te abonan tu salario.

«Los ladrones, pues, no son culpables. Si sacaran un vaciado en yeso de las joyas, para el artífice que las ejecutó, y se quedaran con el oro, harían un gran bien. El robo suele restituir. Sin embargo, mételos en la cárcel. Conviene que sufran, y que sufran también otros infelices: los carceleros. Conviene que el dolor absurdo remueva el fondo de las conciencias, y que se hinche siempre la ola vengadora».

[LOS SUCESOS, 5 de enero de 1907]




ArribaAbajoLa conquista de Inglaterra

¿Se aman los hombres más que antes? ¿Se aman siquiera algo? Preguntas sin contestación posible. Hoy, lo mismo que ayer, goza el odio una autenticidad negada al amor. Todos sabemos que no son las malas pasiones las que se falsifican. La desconfianza, la crueldad y la concupiscencia siguen siendo los movimientos espontáneos del alma. Mas tal vez ponemos mayor energía y mayor ingeniosidad en disfrazarlos. Tal vez conseguimos imitar mejor la virtud. Tal vez modelamos en el lodo maloliente de nuestros instintos estatuas más perfectas de la piedad. Y este afán artificioso de representar lo que no existe y esta necesidad de introducir en las costumbres mil prácticas hipócritas demuestran precisamente la realidad de una vida superior. Nuestra bondad, de dientes afuera, quizá anticipa gritos sinceros; nuestras fórmulas generosas, figuradas y sin cuerpo como los planos arquitectónicos, quizá retratan la ciudad futura.

Dice Lamartine que el ideal es la verdad a distancia. El ideal es la mentira, pero la mentira que cesará de serlo, la mentira-verdad, la mentira-germen. Y por una curiosa ley, preceden a la encarnación del ideal preparativos materiales cuyo verdadero destino nadie sospecharía. Así el pájaro primerizo ignora por qué un anhelo irresistible le   —47→   empuja a buscar y reunir las briznas de su nido. Creerá que lo que le impele es codicia de urraca y no ternura de tórtola. Así gentes pasadas ignoraron que al hacer la guerra fundaban la paz, que al destruir cimentaban, y que con sangre fecundaban el mundo. Así ahora, ante el hecho universal de la disolución de las fronteras por obra de las grandes compañías de comunicaciones y transportes, podríamos concluir que no se trata sino de ganar dinero, cuando en el fondo se trata del advenimiento enorme de la solidaridad humana.

Los pueblos que eligieron para defender su territorio cordilleras heladas, ríos traidores y mares infranqueables, trabajan en romper la cárcel de la naturaleza. No hay ya precipicios bastante profundos ni rocas bastante inmensas para detener la civilización. Donde las hordas feroces retrocedían, continuamos nosotros el camino. No pasarán muchos años antes de que hayamos puesto el pie o la quilla en los últimos rincones del planeta, ni antes de que nuestra palabra se oiga a un tiempo, semejante a la de Dios, en todas partes. La ciencia nos acerca y aprieta unos con otros, por mucho que nos aborrezcamos. La inteligencia nos unifica y nos funde; era la ignorancia la que nos separaba. Y las ideas, las únicas católicas en el sentido etimológico del vocablo, las ideas nacidas del hecho experimental y no del terror religioso, han perforado los Alpes y van a construir el túnel bajo la Mancha.

Inglaterra había proclamado que no sólo ella, sino que cada inglés era una isla. Su política tradicional era la del soberbio aislamiento. No esperó a Ibsen para sentar que el más fuerte es el que está más solo. El ejército permanente de las olas atlánticas se encargaba de volver inaccesibles las costas y de asegurar la independencia nacional. Siempre rechazó Inglaterra el túnel, en tantas ocasiones proyectado, que la atara al continente. Y por fin se nos asegura que cederá, y que la nación orgullosa por excelencia tenderá la mano al resto de Europa. La isla se convertirá en península. Un istmo misterioso la unirá a otros suelos, y unirá la raza robusta y desdeñosa a otras razas. El juego fatal de los intereses económicos ha vencido los antiguos resabios, y mezclará elementos sociales aún enemigos, creando la continuidad de la tierra firme. El oro conquista a Inglaterra. El oro, hijo de la avaricia, padre de la envidia y de la desesperación, gran envenenador de conciencias, amalgama las carnes. El oro, con la tiranía que heredó de la espada, aparta los espíritus y junta los cuerpos.

Y cuando el oro haya desaparecido al igual de la espada, cuando se hayan desvanecido las mezquinas emociones que cual andamiaje fútil   —48→   acompañan a la acción incalculable del capital moderno, quedará el edificio levantado por el mal para que el bien lo habite. Se irán las empresas infames, los trusts abrumadores, los propietarios de todo género, engrandecidos con el robo y con el ejercicio de la esclavitud, pero dejarán al porvenir sus minas abiertas, sus ferrocarriles, sus telégrafos, sus puentes y sus túneles, sus máquinas poderosas, sus instrumentos delicados, el tesoro entero acumulado por la rapiña para que generaciones menos despreciables lo usen y multipliquen noblemente. El amor entonces hallará dispuesto su nido, y no le importará conocer con qué intenciones fue preparado. Las heridas de la espada y del oro serán surcos donde germinarán las plantas nuevas.

[LOS SUCESOS, 19 de enero de 1907]




ArribaAbajoDiplomacia

Los grandes de la tierra, a imitación de Dios, procuran ocultar las razones de su conducta. Los capitanes no explican sus órdenes: las dan. La famosa rapidez de Napoleón se reduce a la famosa obediencia, al absoluto acatamiento y maleabilidad de sus soldados. Poned en un soldado un átomo de espíritu crítico, es decir, un átomo de inteligencia, y habréis suprimido al soldado, convirtiéndolo en un hombre, en un ser poco apropiado para morir por voluntad ajena. Es que mientras se discute un mandato no se le ejecuta. El secreto: sin él no hay poder posible sobre la tierra. La Iglesia se mantiene por el prestigio de los dogmas absurdos y por el empleo del latín, lengua incomprensible que fascina a las mujeres. La misa, celebrada en castellano, perdería mucho de su majestad. El Padre Rivadeneyra, en nombre del cielo, aconseja a los príncipes que disimulen los móviles de sus actos. No le parece correcto que el común de las gentes se dé cuenta satisfactoria de lo que hacen con ellas. Maquiavelo opina igual. César Borgia, su modelo, vive de noche; nadie sospecha, ni los más próximos, lo que la madrugada traerá consigo. Todos los tiranos, desde Sila a López, esconden sus designios, como la tempestad esconde entre las nubes sus maquinaciones eléctricas. Todos saben, grandes y chicos, que el pensamiento los disminuye y arruina; en cuanto hemos visto en qué consistía el rayo, nos hemos reído de él y lo hemos hecho prisionero.

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La diplomacia practica un misterio solemne. Los gobiernos se entienden a espaldas de los interesados. En la sombra, ejecutan las cancillerías el arte de engañarse. Y no se inquiera hasta qué punto somos culpables o víctimas de la perfidia internacional. La razón de Estado prohíbe enterarse de ello. Los Parlamentos de los países llamados libres ignoran los compromisos de la patria, y cuanto más grave es el asunto, más se tapa. Cuanto más profundo es el despeñadero, menos se alumbra el camino. El fruto de las cosechas, la labor de miles de ciudadanos que desean trabajar en paz y que son los únicos que constituyen la energía de los pueblos, el destino colectivo, en fin, se encomienda a unos cuantos señores que se han pasado la vida estudiando la letra muerta de las Administraciones y que, en materia de sociedad, no conocen sino la de los que comen bien y se visten mejor. He aquí los árbitros que se encierran con llave en un gabinete, para decidir las alianzas y los rompimientos, y para preparar la concordia y la guerra. Profanación será buscarle en su escondrijo. Son los ídolos de máscara inmóvil, que no contestan cuando se les pregunta, sino cuando quieren.

¡Cuántas veces nos hemos sonreído al divisar entre nosotros la gravedad tenebrosa, la frente olímpica y hueca del inmortal Pacheco de Ega de Queiroz! ¡Cuántas veces, si hemos cruzado la palabra con el personaje, hemos despreciado sus escrúpulos de hembra, su horror a la claridad y a la salud! ¡Cuántas veces hemos contemplado su fuga ante la idea! Esa levita ministerial, abotonada sobre el inflado abdomen, es insignificante. Y sin embargo la levita diplomática mandó los españoles a sucumbir a Filipinas y a Cuba, los italianos a África y los rusos a la Manchuria. ¡Qué hermoso, qué fuerte y qué sencillo hubiera sido responder. «¡No vamos!» Pero fueron.

[LOS SUCESOS, 22 de enero de 1907]



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