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ArribaAbajo- XIV -

El otro está cerca


Gloria penetró en la iglesia, gozosa de encontrarse sola y en sitio a propósito para soltar el freno a su imaginación. En el sagrado recinto no había ya sino cinco o seis personas, entre ellas Teresita la Monja, que era la última que salía, y dos marinos ancianos que iban todas las tardes.

Gloria se dirigió a la capilla de su familia y sentose en un rincón de ella, mirando al altar. Aquella tranquila atmósfera del templo, aquella media luz, aquel silencio, eran como un espejo donde el alma posaba blandamente sus ojos y se veía. Buena ocasión también para rezar, que es como si dijéramos, para mirar a Dios cara a cara y subir hasta él con el pensamiento, dejando acá todo lo que puede dejarse. Así lo pensó Gloria.

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En la iglesia de Ficóbriga, hay sillas muy bajas y de alto respaldo que sirven de reclinatorio. Gloria tomó una de las de su casa, y arrodillándose en ella, apoyó su frente en el respaldo, sosteniéndola con ambas manos. Un momento después pensaba así:

-¿Que no pueda yo arrojar esto de mí? ¿En qué consiste, Señor, que lo que no es nada, lo que no existe, lo que no puede existir, ocupa mi pensamiento noche y día para mortificarme, para condenarme tal vez? Rezaré, rezaré con toda mi alma.

Empezó a rezar con la boca. Pero su pensamiento no iba donde la tiránica voluntad le mandaba, y así como la brújula mira siempre al Norte, él miraba constantemente a su idea. No había fuerza humana que le apartase de aquella dirección.

-Esto es locura, locura... -dijo Gloria alzando la cabeza.

Volvió a cerrar los ojos y a hundir la frente, y una voz decía dentro de su cerebro:

-¡Ya voy, ya estoy cerca, ya te toco!

La señorita de Lantigua experimentó una sensación de anhelo o expectativa que la llenaba de indecibles congojas. Sentía su corazón ensancharse y contraerse. Allá dentro, en lo íntimo de su ser, había una especie de anuncio   —93→   recóndito que no tenía explicación fácil. El alma sentía pasos, que es como decir que su misteriosa facultad de adivinación anunciaba la proximidad de algo profundamente interesante para ella. Era un resplandor que en la dulce oscuridad del ser iba poco a poco despuntando como una aurora y que anunciaba otra luz mayor.

Dentro de Gloria misteriosos sones murmuraban: -«¡Oh alma; pronto en ti será de día!».

De repente alzó los ojos y tuvo miedo. Miró a las bóvedas del templo y violas oscuras, a pesar de ser las cinco de la tarde. La arquitectura de la vetusta iglesia, obra románica del duodécimo siglo, estaba toda cubierta profanamente por una capa de yeso, bajo la cual las emblemáticas figurillas de los capiteles y de las archivoltas apenas tenían forma. Parecían tiritar de frío arrebujadas en gruesos mantos blancos. Muchos arcos ojivos o peraltados habían perdido, con el paso de tantos y tan pesados años, su original curva y estaban desfigurados; muchas ventanas desquiciadas hacían muecas; muchas columnas habían dejado de ser verticales; paredes había que se inclinaban con ceremoniosa reverencia. El conjunto estético de tal fábrica era triste.

Gloria, sobrecogida por secreto espanto,   —94→   se levantó. En el mismo instante un fragor horrísono retumbó allá arriba sobre el tejado, y la Abadía gimió en los atléticos brazos del suelo. Por las abiertas ojivas entraron ráfagas violentas que recorrieron las bóvedas cantando con atronadores bramidos, y dieron vuelta a toda la iglesia, rozando los bancos, difundiendo el polvo de los altares, agitando los pomposos vestidos de las imágenes. Derribaron una lámpara, que rompió al caer la urna o sepulcro de cristal en que estaba el Señor difunto. Azotaron con un ramo de flores de trapo el rostro de San José, y le arrancaron la espada de la mano a San Miguel, arrojándola dentro de un confesonario. Dieron vueltas alrededor del órgano, haciendo murmurar a los tubos, y volvieron las hojas del libro de coro, como si febril mano de un lector invisible las repasara. Besaron la frente de Gloria y escaparon después por las puertas, cerrándolas con golpe tan violento, que estas perdieron la mitad de sus podridas tablas.

La señorita de Lantigua tuvo miedo, vio la iglesia casi completamente a oscuras y sin alma viviente. Al salir de su capilla, creyó sentir pasos, corrió y alguien corría tras ella. Indudablemente oía pisadas y una voz diciendo: -«Espera;   —95→   soy yo, soy yo que he llegado».

Su terror aumentó, y con su terror el afán de huir. Pasaba de una capilla a otra... Casi estuvo a punto de pedir auxilio. Creyó ver los altares corriendo también y oír a los santos gritar: ¡socorro!... Detúvose al fin; trató de serenarse, mirando hacia atrás y a todos lados con observación atrevida que disipase las absurdas aprensiones. Pero no pudo tranquilizarse por completo, y su corazón se contraía recogiéndose como la sensitiva cuando la tocan. Gloria se sentía tocada por una mano invisible.

-¡Qué nerviosa estoy! -dijo tratando de sacudir el miedo.

Entonces sintió una alegre voz de muchacho, y vio que por la sacristía apareció corriendo uno de los hijos del sacristán.

-Sildo, Sildo -gritó Gloria-, ven acá.

-¡Ah!... La señorita Gloria -dijo el muchacho acudiendo a ella.

-Ven acá: dame la mano.

-Voy a cerrar las puertas, porque se ha metido un aire, que... ya, ya. ¿Quiere usted salir?

-No, parece que llueve mucho. Esperaré en la sacristía.

Poco después Sildo la guiaba a la sacristía.



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ArribaAbajo- XV -

Va a llegar


-¿Está tu padre?

-Sí, señorita. Está poniendo una tabla al ataúd de los pobres.

Pasó Gloria a la sacristía, que era lóbrega y húmeda, y de allí a un patiecillo estrecho cubierto de yerba. Del patio pasó a una habitación destartalada, que tenía el techo en tres planos distintos, y en las paredes un resto de arco bizantino destrozado y cubierto de yeso; vivienda construida sobre las ruinas del palacio abacial y que servía de asilo al sacristán de la parroquia. Dicha pieza estaba llena de objetos distintos en revuelto montón. Era aquello almacén, carpintería, taller y dormitorio de Caifás y sus hijos. Blandones de madera plateada y horriblemente manchados con gotas de amarilla cera aparecían patas arriba, junto al   —97→   túmulo negro que servía para los funerales. Un San Pedro sin manos, y por consiguiente sin llaves, mostraba su calva cabeza, coronada con el nimbo de oro, por encima de un rimero de astillas y tablas rotas. Lienzos pintados, como telones de teatro, o más bien como pedazos de monumento de Semana Santa, estaban clavados verticalmente para servir de biombo o abrigo a la cama en que dormían los tres hijos de Caifás, y la armazón de una vieja manga-cruz sin forro tenía dentro ollas rotas, vasos desportillados, una calavera de palo y un libro de palo también, atributos estos dos objetos de alguna imagen de anacoreta. Ninguna silla ni otro mueble destinado a sentarse había allí, como no sirviese para esto un banco de carpintero. Cuando Gloria entró, Caifás martillaba en las negras tablas del ataúd de pobres, echándole una pieza en el fondo. A cada golpe, el horrible cajón puesto boca abajo, despedía un quejido.

-¡Qué espantoso temporal! -dijo Gloria entrando en el taller de Caifás.

-Señorita Gloria -dijo el sacristán riendo cariñosamente-, ¡cómo la ha cogido el agua en la iglesia! Mandaré a casa del cura por un paraguas.

-No, esperaré a que pase el agua. De casa   —98→   vendrán por mí -dijo Gloria, buscando con los ojos un sitio donde sentarse.

-¡Ay, niña de mi corazón! Esto es una Babel. No hay sillas para sentarse las personas decentes. Pero acomódese usted en esta tarima de la Virgen. A bien que no está mal en ella quien podría ser puesta en los altares sin que Dios se enfadase por ello.

Gloria se sentó. Caifás, dando el último martillazo, dio por terminada su obra y dijo:

-Vamos, ya está concluido. Ahora no les entrará aire a los pobrecitos que van a la tierra. La caja estaba desfondada, y anteayer cuando llevaron al cementerio el cuerpo del tío Fulastre, se le salió fuera un brazo por la tabla rota. Como el brazo saliera al pasar por frente a la casa de D. Juan Amarillo, y se movía a modo de insulto, la gente dijo que el tío Fulastre aplazaba a D. Juan Amarillo para el día del juicio.

Gloria no estaba serena. El desorden de aquella estancia y la vista de la triste caja no eran espectáculo propio para volver el sosiego a un espíritu tan acongojado como el suyo.

-¡Qué terrible tempestad! -dijo mirando el torvo cielo que por la ventana se veía-. ¡Cuántos barquitos habrán perecido hoy!

-El Señor no manda más que calamidades   —99→   -dijo Caifás dando un suspiro-. No sé cómo hay quien quiera vivir. ¡Bonito oficio es este de la vida!... Verdad es que como no nos lo dieron a escoger...

-Ten paciencia -le dijo Gloria-, que otros hay más desgraciados que tú.

Caifás, que estaba en el suelo, elevó sus ojos hacia la hermosa doncella, sentada en la tarima. No era posible mayor semejanza con los cuadros en que el arte ha puesto una figura mundana orando de rodillas al pie de la Virgen María. Sólo los trajes podían quitar la ilusión. Entre los ojos de topo, la faz angulosa, el estevado cuerpo, la color amarilla de José Mundideo (a quien todos en Ficóbriga conocían por el mote de Caifás) y la seductora hermosura de Gloria, había tanta distancia como de la miseria del mundo a la majestad de los cielos. El sacristán infló el pecho para echar fuera un suspiro tan grande como la Abadía, y acurrucándose en el suelo, dijo:

-¡Paciencia yo!... Pues qué, ¿queda todavía algo de paciencia en el mundo? Creí que yo la había cogido para mí toda... En verdad que si no fuera por las almas caritativas como la señorita Gloria, ¿qué sería de mí y de mis pobres hijos?

Los tres hijos de Mundideo parecían confirmar   —100→   esta aseveración del padre, contemplando a la señorita Lantigua con miradas fervorosas. Eran dos varones y una hembra pequeñuela. Esta, poseída de profunda admiración hacia la señorita, se acercaba tímidamente, y con sus deditos sucios, como hojas de rosa que han caído en el fango, tocaba los guantes de Gloria y los bordes de su sobrefalda, y hubiera tocado algo más, si el respeto no la contuviera. El mayor, Sildo, limpiaba el polvo de la tarima y de todo cuanto a Gloria rodeaba, mientras el segundo, Paco, cuidaba de poner en el mayor orden los hilos de la borla del quitasol que estaban cada uno por su lado.

Gloria sacó su porta-monedas y dijo a Caifás:

-Esta semana no te he dado nada. Toma.

-¡Bendita sea la mano de Dios!... -exclamó José tomando seis moneditas de plata-. Ya veis, hijos, cómo Dios no nos abandona... ¡Ah! señor cura, señor cura, no todos tienen corazón de hierro como usted.

-¿Qué dices del cura?

-Señorita Gloria- repuso Caifás enjugando una lágrima con la manga de la camisa-, señorita Gloria, desde el primero de mes ya no comeré amargo pan de la parroquia. El señor cura me despide.

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-¿Te despide?...

-Sí, dice que por mis escándalos... porque tengo deudas y no las puedo pagar, porque soy un tramposo, un miserable, un desdichado... Y tiene razón. Yo no debo estar más en estos lugares sacratísimos. Yo soy un tramposo, yo estoy comido de deudas, yo tengo empeñada hasta la camisa en casa de la Cárcaba y debo a D. Juan Amarillo más de lo que peso... Yo iré pronto a la cárcel y después a presidio y después a la horca, que es lo que merezco.

-Por Dios, José, me estás asustando -dijo Gloria acariciando a los chicos que se habían echado a llorar viendo llorar al padre-. Si es verdad lo que dices, eres un hombre de muy mala conducta.

-Yo no soy más que Caifás el estúpido, Caifás el feo, Caifás el idiota, como me llaman en Ficóbriga, y Caifás el desgraciado, como me llamo yo.

-Francisca me dijo que el domingo estabas borracho en el prado de la Pesqueruela.

-¡Oh! sí, señorita Gloria, es verdad. Me emborraché... ¿cómo lo diré? Estuve dudando si echarme al mar o emborracharme para dormir algunas horas, para olvidarme de que soy Caifas el horrible. El vino alegra o adormece...   —102→   ¡Sueño y alegría! ¡Qué cosas tan divinas para quien no las conoce nunca!

-No, no vengas con disculpas -dijo Gloria en tono de amable amonestación-. Tú no eres bueno; yo no creo que seas tan malo como dicen; pero ello es que tú no eres bueno. Verdad es que estás mal casado y que tu mujer es capaz de hacer pecar a un santo.

-¡Oh Dios mío, oh Virgen mía, oh señorita Gloria! -exclamó Caifás demostrando en lo lastimero de su tono que la herida de su corazón había sido tocada-. ¿Cómo ha de haber virtud al lado de esa mujer? ¡Si usted la viera cuando entra aquí de noche, con el carpancho tan sucio como su cara, y su cara tan dura como el carpancho, pintada toda con la almagre del mineral, que no parece sino que la han echado de sus cavernas los infiernos!... Como en el embarcadero beben que es un primor, siempre viene alegre, me pega, me quita el dinero, azota a los chicos, da gritos y echa unos cantorrios que escandalizan la casa del señor cura y a todos los vecinos. Ella, señorita Gloria, es la causa de que yo tenga mi casa por los suelos, de que todas mis ropas y alhajas y colchones hayan ido a parar a casa de la Cárcaba, de que jamás tenga un real, de que esté a punto de ser llevado a juicio por D. Juan Amarillo, y echado   —103→   de la sacristía por el señor cura... ¡Esta es mi situación, esta es la situación de Caifás, el dejado de la mano de Dios!... ¡De Caifás el que se irá al infierno por culpas ajenas!...

-Tú eres un idiota -dijo Gloria con enfado-, ¿por qué te dejas dominar por esa harpía?

-Yo no me dejo dominar por ella. Anoche reñimos y le pegué. Pero, aunque quiera, yo no puedo salir del infierno en que me he metido. Como no puedo pagar mis trampas, me echan de la sacristía, y como me quedo sin pan, pediré limosna, iré a la cárcel... No, señorita Gloria, yo creo que Caifás el feo no puede vivir mucho tiempo más... Me dan unas ganas de echarme al mar... ¡Qué bien se debe de estar allí en el fondo, en el fondo!...

-¡Infeliz! -exclamó Gloria conmovida-. Ya se te amparará. No desconfíes de Dios, José; no pienses en el suicidio que es el mayor de los pecados; ten confianza en Dios.

-Cuando usted me dice que tenga confianza, casi la tengo; cuando la veo a usted, parece que me sale de dentro una cosa... me siento más fuerte contra la desgracia... Dios debe de ser muy poderoso, cuando la ha hecho a usted, señorita Gloria... Mi vida es negra y oscura como este ataúd. Usted pasa, me mira y   —104→   parece que de esta caja salen flores. Sí, señorita mía, delante de usted yo soy otro... Adoro a la doncella celestial que me ha socorrido tantas, tantísimas veces, a la que me sacó de la enfermedad que tuve el año pasado; a la que no ha permitido que mis hijos estén desnudos, a la que se ha dignado consolarme, honrando mi humilde morada, a la única persona que me ha dicho: «Caifás, tú no eres tan malo como dicen. Confía en Dios y espera».

-Eres tonto -dijo Gloria-. ¿Eso qué significa?

-Significa que usted es un ángel... ¡Oh! si se me presentara ocasión de mostrarle mi agradecimiento... ¿Pero yo qué puedo si soy como un guijarro de las calles, a quien todo el mundo da con el pie?

-Vamos, no te acuerdes de mis beneficios, que no valen nada -dijo Gloria con impaciencia, mirando al cielo a ver si había acabado la lluvia.

-¿Que no me acuerde? ¿Que no me acuerde de quién me da el pan de cada día? No la aparto a usted del pensamiento a ninguna hora. Yo creo que antes que olvidar a mi ángel tutelar, me olvidaré de mí mismo y de la salvación de mi alma. Me parece que veo en todas   —105→   partes a mi Divina Pastora. Anoche, señorita Gloria, soñé con usted.

-¿Conmigo? -dijo Gloria sonriendo-. ¿Qué soñaste?

-Una cosa triste; pero muy triste.

-¿Que me moría?

-No; que me había olvidado usted a mí y a mis pobres hijos y ya no nos hacía caso.

-Es particular. ¿Y por qué os había olvidado?

-Porque estaba usted enamorada.

Gloria se sonrojó ligeramente, poniéndose seria.

-Sí; soñé que había venido un hombre.

-¡Un hombre!

-Es claro. ¿Pues a quién podía querer usted sino a un hombre?... Yo le veía, y me parece que le estoy viendo.

-¿Cómo era? -preguntó Gloria sonriendo.

-Era... ¿cómo decirlo?... un hombre horrible, espantoso...

-¡Jesús!

-No, entendámonos... no era horrible de cara, sino al contrario, tan hermoso, que no hay otro semblante que pueda comparársele sino el de Nuestro Señor Jesucristo.

-Entonces, ¿por qué te espantaba? -preguntó   —106→   Gloria, prestando a tal trivialidad más atención de la que merecía.

-Porque se la llevaba a usted lejos, muy lejos -dijo Caifás con el énfasis de un artista muy poseído de su asunto.

-Caifás, no me marees con esos novios horribles y guapos y que llevan muy lejos. Déjate de simplezas.

-Yo soñé que había venido volando por los aires, que había caído del cielo como un rayo.

-Vamos, vamos, calla -dijo Gloria-. Me voy a poner nerviosa otra vez. Esta tarde he estado muy nerviosa en la iglesia; José, he tenido mucho miedo.

Gloria se levantó.

-¿Sabes -dijo después de mirar al cielo-, que la tempestad no cesa? Extraño mucho que de mi casa no me hayan mandado a buscar.

-Es particular -indicó Caifás-, ¿quiere la señorita que avise?

-No; ya vendrán. Papá querrá mandarme el coche, y estarán enganchándolo... Pero ahora me acuerdo de que una de las mulas se ha puesto mala ayer... Al menos debía haber venido Roque con un paraguas.

-Yo tengo uno que está roto -dijo Mundideo-; pero algo tapa. ¿Quiere la señorita marcharse?

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-No; esperaré. Han de venir.

Como pasase algún tiempo, Gloria se impacientó mucho.

-Pues estoy con gran cuidado. Ya va a ser de noche y nadie viene a buscarme. ¿Habrá pasado algo en mi casa?

-¿Quiere la señorita marcharse? Vamos allá. Parece que ahora llueve menos.

-Sí, el temporal cede. Vámonos. Aprovechemos este claro. ¡Ay, cómo estarán esas calles!

-La distancia es corta.

Caifás sacó de detrás de San Pedro un paraguas rojo y lo abrió dentro de la casa para enterarse de su estado. No era pieza en verdad de consolador aspecto para un día de temporal. La tela huía de las puntas de las varillas, dejándolas descubiertas, y los descosidos paños se recogían hacia dentro, plegándose como las hojas de una flor marchita.



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ArribaAbajo- XVI -

Ya llegó


-Está bueno -dijo animosamente Gloria-. Vamos.

Después de dar a los chicos todos los cuartos que llevaba, la señorita y el sacristán salieron. Gloria se recogía el vestido, Caifás ponía cuidadosamente el paraguas de modo que su Divina Pastora se mojase lo menos posible, y le indicaba los charcos del camino y las piedras salientes donde debía poner el pie.

-Estoy con cuidado -repitió Gloria-. ¿Qué sucederá en mi casa?

Cerca de la Abadía, y a mayor altura que ella, contenido por grueso muro de mampostería sobre la calle de la Poterna, estaba el cementerio de Ficóbriga. Gloria nunca pasaba por allí sin sentir religiosa emoción.

-¡Qué mala noche para mis pobres hermanitos, Caifás!- dijo.

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-Ellos no tendrán frío como nosotros -repuso el sacristán.

-Es verdad; pero somos tan materiales, estamos tan apegados a la tierra, que no podemos pensar nada del alma si no lo referimos al cuerpo.

Sopló de súbito otra racha del Noroeste tan fuerte, que los dos viajeros tuvieron que detenerse. A Caifás se le volvió el paraguas del revés y tuvo que hacer grandes esfuerzos para defenderlo del viento que quería arrancárselo de las manos. Una rama arrastrada por el huracán pasó rozando el rostro de Gloria. Después la lluvia los azotó a entrambos con furia.

-¡Jesús, Dios nos favorezca!- exclamó la señorita.

Lívida claridad iluminó a Ficóbriga, y Gloria vio una cinta de fuego que bajo culebreando hasta los techos de la villa, a punto que el trueno retumbaba en los altos cielos llenos de agua.

-¡Un rayo! -gritó con angustia-; Caifás, Caifás... ¿no te parece que ha caído en mi casa?

Detúvose espantada y sin aliento mirando hacia el Oriente; mas en la negrura de la noche no se distinguían con precisión los edificios.

-Por allá parece que cayó, pero mucho   —110→   más lejos. No tenga la señorita cuidado; ha caído en la ría.

-Corramos, Caifás. Me he quedado muerta. ¡Dios mío, qué nerviosa estoy esta noche! Juraría que el rayo cayó sobre mi casa.

-Es el hombre que ha bajado del cielo -dijo Mundideo riendo-; el hombre con quien yo soñé.

-Tú estás borracho... por Dios, José, ¿querrás callar?... Mira que estoy muy nerviosa esta noche. Me haces daño.

-Pues callo.

-Aprieta el paso... vaya: al fin estamos cerca. Veo luz en la ventana del cuarto de papá. Parece que todo está tranquilo.

La noche era oscurísima; mas no tanto que no se viese perfectamente la claridad de la superficie de un gran charco que las aguas habían formado en la plazoleta frente al palacio de Lantigua.

-Bonito está esto, Caifás. Si es un lago la plaza...

-Yo pasaré a la señorita en brazos -dijo Caifás disponiéndose a hacer lo que decía.

-No, no es preciso. Por aquí, por el callejón se puede pasar a la casa vieja. Me parece que está abierta la portalada.

Ya hemos dicho que el palacio de Lantigua   —111→   lo componían dos casas, la vieja morada solariega de los primeros Lantiguas y la moderna que fabricó el indiano y que fue heredada por D. Juan. Ambos edificios estaban unidos exterior e interiormente; pero la vieja no tenía sino un par de piezas habitables. Lo demás se había destinado a graneros y almacén. En la planta baja había un hermoso establo y las cocheras. Por la portalada de la casa antigua entró Gloria, después de dar las gracias a Mundideo por su compañía.

Subió rápidamente la escalera vieja, atravesó el largo corredor desierto y entró en una vasta pieza que servía para conservar frutas en cuelga y contenía sacos vacíos, arcas y otros objetos. De allí se pasaba a otra pieza que estaba amueblada y servía de comunicación con la casa nueva. Gloria empujó la puerta y al pronto sorprendiose mucho de ver luz allí donde no habitaba nadie.

Entró y miró a todos lados, quedándose atónita y sin habla por breves momentos. Allí había un hombre.

Estaba tendido en la cama y cubierto con gruesas mantas, a excepción de la cabeza. Sobre la cercana mesa había una luz. Gloria dio algunos pasos hacia el lecho y observando aquella cabeza, vio un rostro lívido y dolorido, con   —112→   algunas manchas amoratadas como de golpes, entreabierta la boca, cerrados los ojos, ligeramente fruncido el ceño, húmedo el pelo. El perfil de aquella cara era perfecto, la frente hermosísima, entre oscuros cabellos desordenados. De las cejas rectas ligeramente arqueadas hacia la sien, partía la nariz aguileña, fina, intachable, como cortada por diestro cincel. Bigote castaño y barba del mismo color, un poco puntiaguda y ligeramente bifurcada en su extremidad, remataban dignamente un rostro que era de los más acabados que pueden imaginarse. Gloria, en aquel breve instante de observación, hizo un paralelo rápido entre la cabeza que tenía delante y la del Señor que estaba en la Abadía, dentro de la urna de cristal y cubierto con blanquísimas sabanas de fina holanda.

Pero no había tenido tiempo de hacer deducción alguna cuando se abrió la puerta que comunicaba con la casa nueva y aparecieron D. Ángel y D. Juan. Andaban con cuidado para no hacer ruido.

-¡Oh! ¿Ya estás aquí? -dijo D. Juan-. ¿Por dónde has entrado?

-Por la portalada.

-Hija, no te había mandado buscar, porque no hemos tenido un punto de reposo. Ya ves.

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D. Juan señalaba al hombre.

-Nos hemos llevado un rato, hija... -dijo el obispo con orgullo-. Pero por bien empleado. Hemos realizado un acto heroico.

Gloria preguntaba con la mirada.

-Ahí le tienes, ahí tienes a un desgraciado joven a quien acabamos de salvar del furor de las olas. ¡Qué satisfacción tan pura, Dios mío!

-Pero no hagamos ruido -dijo D. Juan-. El médico ha dicho que no hay ya cuidado; pero que se le deje descansar.

-¿Y quién es? -preguntó Gloria.

-Es... el prójimo. ¿Qué nos importa? ¡Bendito sea Dios que nos ha permitido hacer esta obra de caridad!

-Sino es por D. Silvestre...

-¿D. Silvestre le sacó?

-De en medio de las olas, hijita. Todavía estoy conmovido. ¡Qué tarde hemos pasado! Pero triunfamos, triunfamos de los elementos, y todos se salvaron. Los pobres náufragos están repartidos por las casas de Ficóbriga, y a nosotros nos ha tocado este... Pero estás hecha una sopa, hija. Ve a mudarte de vestido.

El hombre se movió entonces y dijo algunas palabras en lengua que ninguno de los presentes entendió.



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ArribaAbajo- XVII -

El vapor Plantagenet


Retrocedamos unas cuantas horas.

Después que Su Ilustrísima, bajando de paseo a la playa, dijo aquellas palabras: «¡pobres marineros, pobres navegantes!» siguieron andando a toda prisa para guarecerse en la casilla del resguardo. Todos deploraban el chasco, y aunque D. Ángel reía para animar a los demás, antes se oían quejas que felicitaciones en el grupo. El grave doctor López Sedeño tuvo la mala suerte de meter su pie derecho en barro hasta la pantorrilla, con lo que todos recibieron un gran disgusto. Por fin llegaron a la casilla del resguardo, que fue como tocar la tierra después de un largo viaje por entre escollos y tempestades.

-Es cosa de cantar un Te-Deum -dijo Romero sacudiéndose la ropa.

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D. Ángel, tomando asiento en un barril vacío que le presentaron con tal objeto, repitió:

-¡Pobres marineros!

En el mismo instante oyose un cañonazo. Era un buque que pedía auxilio. Miraron todos y entre la bruma del mar vieron un fantasma que elevaba sus brazos al cielo con desesperación, vomitando humo.

-¡Un vapor, un vapor! -gritaron todos.

En el pequeño muelle reuniéronse al punto muchos marineros y pescadores.

-¡Se estrella contra Los Camellos!

A la izquierda de la boca de la ría había una serie de rocas que se mostraban completamente en marea baja, y en la pleamar eran indicadas por móviles espumarajos del agua. Uno de los peñascos tenía forma parecida a un camello, y de aquí vino el nombre de Los Camellos dado a todo el arrecife.

-¡Jesucristo les ampare! ¡Pobres marinos! -exclamó el obispo, asomándose también a la puerta-. ¿Conocen ustedes ese barco?

-Es inglés -indicó un marinero.

-Ya, es el Plantagenet -dijo un forastero que a la sazón se encontraba allí-. He visto este vapor la semana pasada atracado a los muelles de Manzanedo descargando géneros ingleses.

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-¿Y se perderá, se perderá? -preguntaron ansiosos D. Juan, D. Ángel y los demás de la partida.

-Debe de haber perdido el timón, y no puede gobernar -dijo un robusto y hermoso marinero, que vestía grueso camisón de lona, pantalones recogidos dejando ver toda la pierna desnuda, y cubría su varonil cabeza de Neptuno con un sueste de hule que por todos sus bordes despedía el agua.

-¡Pero se ahogará esa pobre gente! -exclamó con terror el Sr. de Lantigua-. Germán, Germán, es preciso hacer un esfuerzo.

-Es ir a buscar la muerte, señor -repuso Germán llevando la mano a la delantera del sueste.

El Plantagenet, mientras de este modo se discutía sobre su suerte, se acercaba más a Los Camellos. Arrojaba el vapor silbando con verdadera rabia, como lanza su grito el animal herido que presiente la muerte. Era un buque pesado y sin elegancia. Como nave de carga, su casco parecía un almacén negro, y su arboladura sin garbo ni esbeltez consistía en tres palos con escaso cordaje. Tenía dos vergas en el palo de trinquete, y en el de mesana que era pequeñísimo flotaba un jirón rojo, ennegrecido por el humo, en cuyas aspas podía reconocerse   —117→   las insignias de la Gran Bretaña. La proa de puntal se alzaba desmesuradamente, mostrando hasta el último número de las medidas de flotación y las planchas rojas de hierro mal pintado. Daba grandes tumbos a babor y estribor, mostrando ora la horrible panza, ora la cubierta en desorden, negra y húmeda, las escotillas, el cajón de la máquina, el puente y la chimenea negra con dos anillos blancos y una T, emblema de la casa Taylord and Co, de Swansea, poseedora de treinta y dos buques de carga y pasaje.

El pobre barco inspiraba esa compasión hondamente patética que acompaña al espectáculo de los grandes peligros. Se le veía forcejear con las olas, tratando de gobernarse con la hélice para huir de los escollos, y su figura tomaba la especial fisonomía que adquiere todo lo que interesa, personificándose a los ojos de los que están a salvo. No era un buque, sino un hombre, un pobre náufrago, que luchaba con la resaca; se le veía romper las olas con la dura cabeza, y sacarla fuera para respirar por las dos grandes portas de las anclas, abiertas a manera de narices. La hélice trabajaba con frenesí tornillando el agua y sacando hirvientes virutas de espuma. Tragaba el casco inmensos sorbos de agua y al tumbarse las arrojaba en   —118→   catarata por los portalones, sin cesar de dirigir al cielo su espantosa imprecación en forma de humo densísimo y de rugiente vapor blanco y rabioso como el chorro de la ballena herida.

-A los condenados ingleses -dijo Germán-, les pasa esto por borrachos.

-Sabe Dios los cuartillos de aguardiente que tendrá a estas horas en el buche el capitán.

-No digáis desatinos, hijos míos -manifestó con angustia el señor obispo-, y ved si podéis salvar a esos desgraciados.

Germán puso un gesto que daba miedo.

-Ese buque venía a nuestro puerto -dijo el prelado, buscando todos los medios para interesar a los rudos marineros ficobrigenses-, con el fin de traernos riquezas, mercancías, dinero, trabajo.

-Perdone Su Ilustrísima -gruñó uno de los presentes-. El Plantagenet no puede entrar en esta ría. No es sino que pasaba para Inglaterra, se sintió con averías y quiso guarecerse en el abra de Ficóbriga, aguantándose a máquina. Pero se le rompió el timón, y ya ve Su Ilustrísima... Dentro de dos horas no quedará nada.

-Sí, ya veo que el buque no puede salvarse; pero la tripulación, la tripulación...

En aquel momento el pobre Plantagenet   —119→   volvió la proa a Noroeste, y hundió toda la popa en el agua. Había caído en la trampa. Los agudos escollos, como tenazas de hierro, trincaron la quilla de popa y la hélice: la presa no debía ser soltada ya. Alzaba el buque moribundo la proa, dejando en descubierto todo el codaste y a ratos parte de la quilla. Ya no se movió más sino con movimientos pequeños; y en su convulsión postrera, temblaban las rotas jarcias; y el mastelero de trinquete con la doble cruz formada por las vergas se doblaba como un báculo roto. Entonces las olas avanzaron triunfantes sobre el cadáver de la nave que ya era un cuerpo inmóvil, y se posesionaron de él ebrias de feroz gozo. Una entraba frenética y se metía hasta las bodegas; otra pasaba por encima de la cubierta robando cuanto hallaba al paso; una subía, salpicando, por las escalas de las jarcias hasta tocar las cofas; otra se estrellaba sobre la convexa armadura negra; y otra, la más fatua de todas, daba un salto hasta la chimenea y entraba por la boca de ella para inundar las máquinas.

-¡Hijos míos! -exclamó el obispo en tono grandioso, alzando la mano bendecidora de los pueblos-. No sois cristianos, no sois españoles, si dejáis perecer a esa pobre gente.

Los marineros gruñeron. Se miraron unos   —120→   a otros buscando entre ellos al más valiente. Pero el más valiente no parecía.

-No se puede, Ilustrísimo Señor, no se puede -dijo al fin Germán encogiéndose de hombros.

-Parece que se aplacan las olas -manifestó D. Juan que trataba de convencer a dos marineros amigos suyos.

-¡Ánimo, muchachos!

-En nombre de Nuestro Señor Jesucristo -dijo Su Ilustrísima con exaltación evangélica-, os suplico que salvéis a esos pobres náufragos. ¡En nombre de Nuestro Señor Jesucristo!...

Profundo silencio. Alguno se rascaba la oreja. Alguno se escabulló bonitamente, subiendo a Ficóbriga.

-Señor, que nos vamos a ahogar todos -exclamó Germán-. ¿No ve usía esos mares como montañas?

-Fuera de aquí cobardes -gritó una voz enérgica, terrible, única voz digna de alzarse entre la espantosa música de los mares.

Era la voz del cura.

-¿Qué, se atreverá el señor cura?...

-¿Pues no me he de atrever? -vociferó don Silvestre arrojando manteo, canaleja, paraguas, inútil carga de fastidiosos dengues. Su impetuosa   —121→   naturaleza, su indómito valor, hecho a los combates con la Naturaleza, mostrose en sublime cuadro.

-¡Bien, bien por el soldado de Cristo! ¡Bien por el sacerdote!... ¡Aprended, hombres sin fe! -exclamó el obispo derramando lágrimas de piedad y admiración.

D. Silvestre se arremangó los brazos, mostrando las musculosas manos de oso, aquellas manos que lo mismo tomaban la hostia que el reino. Quitada también la sotana, se encajó una camisuela de lana.

-¡Venga la trainera3, un cable, dos!... A ver quiénes son los bravos que me van a acompañar.

-Yo, yo, yo...

Y todos querían ir.

-Tu, tú, tú, tú... -dijo rápidamente el cura, escogiendo su escuadrón.



  —122→  

ArribaAbajo- XVIII -

El cura de Ficóbriga


Ha llegado la ocasión. A su hazaña debe preceder su retrato.

Era D. Silvestre joven, sanguíneo, fuerte, grandísimo de cuerpo, animoso hasta la temeridad, ambicioso de aplausos, y amigo de estar siempre en primera línea; grande amigo de sus amigos, y al mismo tiempo muy alegre, muy rumboso, vivísimo de genio, generoso y de trato galán y campechano con grandes y pequeños. En la iglesia, las hembras le querían mucho porque predicaba con alta entonación y dramático y pintoresco estilo; los varones también, porque despachaba la misa en un momento. Así es que cuando decía la misa el padre Poquito, que era de mucha pesadez, todos aquellos buenos fieles abrumados de quehaceres, se quedaban charlando en la plaza.

  —123→  

-Para una misa corta no hay otro como D. Silvestre -decían-. Bien comprende que no somos holgazanes que van a desperezarse y a dormir en la iglesia. Hace todas las ceremonias y dice todos los latines con una presteza que enamora.

D. Silvestre era hombre rico. Además de que poseía regular hacienda heredada, se había dado mañas para adquirir algunas mieses, prados y por último una hermosa finca de bienes nacionales. Vivía con comodidad, y no era tacaño ni apuraba a los pobres caseros para que le pagasen, sin descuidar por esto la administración de sus bienes. Socorría a los menesterosos, se preciaba de hacer muchas limosnas, y por esto, así como por su carácter franco y bondadoso, estaba muy en paz con sus feligreses.

-D. Silvestre no es un santo -decían allí-; pero sí un caballero.

D. Silvestre tenía además una salud de hierro, fortalecida con el frecuente ejercicio de la caza y la pesca, diversiones que ocupaban gran parte de su existencia. Su casa era, pues, un arsenal venatorio y piscatorio, cual no se veía en aquellos contornos. Escopetas, carabinas, cuchillos, trampas, mil artificios ingeniosos, ora aprendidos, ora inventados por su propio genial cacumen, y que tenían por objeto   —124→   apoderarse de la mitad del reino volátil, ocupaban una regular pieza. En la otra no faltaba ninguna abominable máquina de las que arrancan del seno de las aguas todo lo nadante. Cañas, liñas, aparejos, diversos linajes de anzuelos, garabatos, pinchos y agujas, los unos para la merluza, los otros para el calamar; moscas artificiales para las pobres truchas de los regatos, garfios para los salmones de los ríos, guadañetas para los maganos, y además redes, chinchorros tromayos, medio-mundos, palangres, todo lo guardaba aquel Nemrod de la tierra y los mares.

Había nacido Romero en aquella región agreste que llaman de Europa, donde parece que el hombre retrocede a las primeras edades venatorias, y ha de vivir disputando a las bestias el suelo, que aún no se sabe si pertenecerá a la fuerza o a la destreza. Ágil, valiente, emprendedor, atrevido, había desafiado los temibles osos, en compañía de otros jóvenes del país. Se familiarizó con el terreno abrupto, quebrado, con los precipicios, las cascadas, las deformidades de un terreno que parece no ha concluido aún de tomar, después del cataclismo, su forma definitiva, y vivía contento en su salvaje y libre estado. Mas como la voz paterna sonara un día en sus orejas, haciéndole ver la conveniencia   —125→   de no dejar perder ciertas capellanías, Silvestre se atiborró de latín y se hizo cura. No le fue mal. Olvidó muchas cosas; pero no la ingénita afición a la caza.

-Es un vicio -decía-, pero un vicio de reyes.

D. Silvestre era hombre vehemente y algo testarudo. En el desempeño de cuanto tomaba a su cargo, ponía siempre mucho ardor. En cierta ocasión le dio por revocar y componer la iglesia y se hizo pintor, albañil y arquitecto. Cuando le escribieron para que trabajase en las elecciones, realizó estupendas maravillas. Su regular hacienda, el prestigio de que gozaba en el pueblo, su carácter jovial y caballeroso le hacían único para acaudillar hueste de electores y mangonear eficazmente en la comarca. Ponía con tanto ahínco su voluntad y su influencia al servicio de la causa política, que durante los azarosos períodos en que los ficobrigenses ejercitaban el más importante de sus derechos, el buen D. Silvestre no paraba en el bosque, ni en la playa, ni en la sacristía, ni en su casa, sino que cual poseído del demonio o enamorado corría de una parte a otra incesantemente. Viéraisle allí emplear doctamente ora la astucia, ora la amenaza; con este la ruda coacción, con aquel el malicioso soborno, y de   —126→   este modo someterlos a todos a su arbitrio.

Con tales experiencias llegó Romero a adquirir acabada maestría en el arte de elegir, que nunca ha sido fácil, que a muchos empequeñece pero que al cura de Ficóbriga, por su mucho ingenio y sutileza, le ponía en los cuernos de la luna. Montar a caballo, andar seis o siete leguas con frío y nieve en busca de Fulano para comprometerlo; tomar la delantera a los contrarios acumulando recursos, sin aumentar por eso de un modo escandaloso la tarifa de gastos electorales; realizar el portento de la multiplicación de los panes y los peces aplicado a las cédulas de votar, eran otras tantas industrias que aumentaban la valía de D. Silvestre. Como prueba de su enérgica voluntad avasalladora, óigase lo que la misma Ficóbriga refería poco ha.

Estaba muy reñida y a punto de perderse la elección. Entre los votantes de última hora había un pastor de aquellos andurriales, hombre zafio y torpe que apenas sabía hablar. Cansado del plantón en las puertas del edificio donde funcionaban los comicios, y maldiciendo las obligaciones políticas que le habían llevado tan fuera de su rústico elemento, volvió la espalda y se marchó. Había junto a la urna electoral un río, por más arriba vadeable, por allí   —127→   muy hondo. Mi hombre tomó por el vado las de Villadiego.

Aquel voto de menos podía comprometer seriamente la elección. Advirtiolo D. Silvestre, y bramando de furor llamó al campesino, que en salvo ya en la otra orilla y frente por frente de los comicios, con el río de por medio, hacía con ambos brazos gestos de burla y provocación. Exasperado D. Silvestre contra aquel salvaje que no sólo se escabullía en el momento de votar, sino que con los gestos de los dos movibles brazos le insultaba delante de la Nación en el momento de ejercer su soberanía, no reparó en nada, y con presteza suma se arrojó al agua. Como era gran nadador y se había despojado del levitón que le ceñía, bien pronto puso el pie en la otra margen del río. Corrió hacia el fugitivo, le agarró por el cuello y arrastrándole con hercúlea fuerza, se metió con él nuevamente en el agua, y asido por los cabellos le trajo a la orilla de acá y le entró en la casucha y le puso, chorreando agua, delante de la urna. Este acto de energía, atemorizando a los que se mostraban indecisos, aseguró la elección.

Otras muchas anécdotas podría contar para mayor realce de la valentía de este varón insigne; pero no quiero alargar las dimensiones de su retrato. A fin de que sea, aunque   —128→   breve, completo, diré que D. Silvestre despuntaba en los juegos de tresillo y ajedrez. Él y D. Juan de Lantigua se batían sobre el tablero casi todas las tardes. Como poseía dos o tres lanchas de pesca, salía a la mar muchos días y era más conocedor del terrible elemento que los mejores prácticos de Ficóbriga. También nadaba como un pez, siendo el asombro de todos cuando se ponía a luchar con las olas, y si se ofrecía empuñar el timón o el remo y dirigir la ciaboga mientras la lancha pasaba la barra, los marineros más forzudos no le igualaran. Muchos aseguraban que el mar le tenía miedo, y bien se podía decir con el Libro Santo: Draco iste quem formasti ad illudendum ei, «este dragón a quien hiciste para burlarle».

Cuando le hemos conocido, la ocupación favorita y el sueño dorado de D. Silvestre eran cuidar una huerta primorosa que había formado en un sitio llamado el Soto de Briján, frente a Ficóbriga, a la otra orilla de la ría pasando el puente de Judas. Allí se pasaba la mayor parte del día, sin descuidar sus deberes parroquiales (dicho sea en honor suyo). Aunque vivía de ordinario en Ficóbriga, tenía en el Soto hermosa casa, los mejores frutales del país y un amplio corral y establo llenos de animalia pusilla cum magnis, de cuanto Dios   —129→   crió. Pavos, gansos, gallinas de diversos linajes, vacas de leche, conejos, cerdos gordísimos, a quienes D. Silvestre solía rascar con la punta del bastón, pájaros, cabras exóticas, en suma, cuanto puede hacer placentera la vida del campo estaba allí.

En los días de nuestra historia no atendía mucho D. Silvestre a su granja-modelo del Soto, porque le distraían los negocios electorales de su buen amigo Rafael del Horro. Habíase estrechado esta amistad por relaciones periodísticas y por la virtud de ciertas cartas que D. Silvestre escribió desde Ficóbriga a un periódico de Madrid, firmadas con el pseudónimo de El pastor de la montaña. Rafael del Horro vivía en su casa, y todas las horas las pasaban en grata conferencia sobre los elementos de que podían disponer y las probabilidades de triunfo. Habían concertado plantarse ambos en el terreno de la lucha y no abandonarlo hasta alcanzar completa victoria sobre los impíos.

Tal era el hombre extraordinario y valeroso que dijo: «Yo salvaré a los náufragos».

Momentos después saltaba a la trainera. Impávido se lanzó a las olas. D. Silvestre tenía fe en su poderoso brazo, en su pericia de marino y de pescador.

La trainera embistió las olas. Subía por   —130→   la empinada pendiente de agua, desapareciendo después entre revueltos torbellinos de espuma. A veces parecía que los montes de agua se la tragaban de un sorbo, a veces que la escupían entre salivazos de rabia. Pero avanzaba, débil y valerosa, como la fe en Dios, por entre las olas del mundo.

D. Ángel se había quitado el sombrero verde, que era ya una esponja, y arrodillándose en el fango, rezaba en voz alta. D. Juan, Rafael, Sedeño, sentían las vivísimas emociones del sentimiento cristiano en su mayor pureza.

-Llegarán, llegarán y les salvarán -dijo D. Ángel con la inefable convicción del creyente-. Dios oirá nuestros ruegos.

Y los atrevidos salvadores lograron acercarse a los costados del buque, recogieron el grueso cable que de este les fue arrojado, y en menos de una hora toda la tripulación estuvo en tierra. ¡Admirable efecto de la misericordia de Dios! Cuando la trainera volvió a tierra, las olas se aplacaron, como si el mismo Océano que jamás perdona, se sintiera enternecido.

Cuando los infelices tripulantes (eran ocho) pusieron el pie en tierra, D. Ángel los abrazó a todos, mezclando sus lágrimas con el agua salada que les empapaba. Habían bajado a la playa el alcalde, el secretario, el alguacil y   —131→   muchas personas, entre las cuales se contaba D. Juan Amarillo, que era vice-cónsul francés. En un instante se decidió dar a los desgraciados náufragos el auxilio que necesitaban, conviniéndose en repartirlos en las casas más acomodadas. Al Sr. de Lantigua le tocó uno con graves contusiones y que había perdido el conocimiento.



  —132→  

ArribaAbajo- XIX -

El náufrago


Le asistieron con grande solicitud; le acostaron; vino D. Nicomedes, médico titular de Ficóbriga.

-Golpes en la cabeza que no parecen tener gravedad -dijo-, y además un poco de asfixia.

Ordenó algunos remedios caseros y que le dejasen reposar después. Hízose todo con tanta presteza como celo, y el enfermo después de pronunciar algunas palabras a media voz, reposó al parecer tranquilo. Salieron de la pieza un instante y cuando volvieron a entrar, el caballero (pues indudablemente era un caballero) sacado de las aguas, abrió los ojos, mirando a todos lados con viva curiosidad.

-Tranquilícese usted -dijo D. Juan-.   —133→   Está usted entre amigos, bien asistido, y no carecerá de nada. El lance ha sido terrible; pero gracias a Dios, usted y sus dignos compañeros están en salvo.

El náufrago dijo algunas palabras en inglés. Miraba a un lado y otro, abriendo con gozo a la luz sus ojos azules y examinando uno por uno los semblantes de Gloria, D. Juan y D. Ángel. Los que resucitan no miran de otro modo.

-Estoy en... -murmuró en español.

-En España, en Ficóbriga, humildísimo puerto de mar, que si tuvo la desgracia de presenciar la pérdida del Plantagenet, también ha tenido la dicha de arrancar ocho hombres a la muerte.

Con acento patético y solemne el joven dijo:

-¡Señor, Señor nuestro! ¡cuán maravilloso es tu nombre en toda la tierra!

Y el obispo repitió el salmo en latín:

-Domine, Domine noster, ¡quam admirabile est nomen tuum in universa terra!

Hubo un instante de grave silencio, en que todos los presentes sintieron su corazón palpitar con fuerza.

-¿Y qué tal se encuentra usted?

-Bien, bien -dijo el enfermo con seguro   —134→   tono, poniendo la mano sobre su corazón-. Gracias.

-Aunque habla usted nuestra lengua, se me figura que es usted extranjero.

-Sí señor, extranjero soy.

-¿Inglés?

-No señor; yo soy de Altona.

-¿Altona? -dijo Su Ilustrísima poco fuerte en geografía moderna-. ¿Dónde es eso?

Y al instante se acercó a un viejo mapa que de la pared colgaba.

-Es sobre el Elba, cerca de Hamburgo -manifestó D. Juan.

-Soy hamburgués de nacimiento -dijo con entera voz el enfermo-, pero mi familia es de Inglaterra. He vivido seis meses en Sevilla y Córdoba hace tres años, y ahora...

-¿Iba usted para Inglaterra?

-No le conviene mucha conversación por ahora -dijo solícitamente Su Ilustrísima-. Dejémosle descansar.

-Gracias, señores. Puedo hablar. Sí, yo iba a Inglaterra. Dios no ha querido...

Su semblante expresó viva pesadumbre.

-Tranquilidad, amigo -añadió D. Juan-. No hay que apurarse. Irá usted a su casa. ¿Tiene usted familia?

-Padres, hermanos...

  —135→  

-Cuide usted de reponerse. En mi casa no le faltará nada. Mi nombre es Juan de Lantigua; este es mi hermano Ángel, obispo de ***, y esta señorita es mi hija Gloria. Le cuidaremos a usted lindamente. Dios nos manda consolar al triste, amparar al desvalido. Todos los días no se presenta ocasión de practicar las obras de misericordia.

El náufrago miró sucesivamente a D. Ángel y a Gloria, conforme el Sr. de Lantigua se los presentaba, y después tomando la mano de este la oprimió contra su pecho.

-El que sigue la misericordia -dijo-, hallará vida, justicia y gloria.

D. Ángel repitió también en latín esta sentencia de Salomón.

-Ahora -dijo el Sr. de Lantigua-, descanse usted, señor... ¿Cómo es el nombre de usted?

-Daniel.

-¿Y su apellido?

-Morton.

Al decir su nombre el extranjero añadió las más ardientes y cariñosas expresiones de gratitud. Les devoraba a todos gozosamente con los ojos, como si fueran apariciones celestiales que sucedían al horror y a las tinieblas de la muerte.

  —136→  

-Esto que hemos hecho -dijo D. Juan-, no merece ni alabanza ni agradecimiento. Es lo más sencillo y fácil que nos ha mandado Jesucristo... Pero usted tomará algo. Gloria, haz preparar una buena colación para este caballero. Ya comprenderás que no debe tomar cosas pesadas.



  —137→  

ArribaAbajo- XX -

El santo proyecto de Su Ilustrísima


El sol apareció seis veces por encima del gallardo pico de Monteluz, junto al mar; y seis veces se hundió tras la cotera de D.ª Fronilde, vistiendo de púrpura las montañas, y en la casa de Lantigua no ocurría nada aparentemente digno de ser contado. Únicamente ocuparon los ociosos ratos fervientes elogios de la acción heroica de D. Silvestre, comentándola quier por el lado humano, quier por el divino, y poniéndola todos en las mismas nubes como en realidad merecía; resultado portentoso, al decir de D. Ángel, de la fe cristiana y de la hercúlea constitución física que el gran Romero debía a la bondad de Dios.

La noticia corrió por toda la provincia, que tiene el honor sumo de sustentar en su risueño suelo a la excelsa Ficóbriga, y llegó hasta Madrid,   —138→   llevando camino de pasar después a Londres como en efecto pasó.

Orgullosísimo estaba D. Silvestre, y aquellos días tenía una cara como el sol resplandeciente, y sin cesar repetían sus labios el trance sublime, pintando la furia del borrascoso mar en términos tan vivos, que los oyentes creían verlo. Daniel Morton gustaba más que ninguno de oír contar al Sr. Romero la historia toda del naufragio y salvamento milagroso, y no sabía de qué manera mostrarle su agradecimiento, pues no bastaban las manifestaciones de una amistad profunda que debía durar tanto como la vida.

El extranjero sacado de en medio de las aguas no había podido aún dejar el cuarto que se le destinó; pero recibía frecuentes visitas de todos los habitantes de la casa, que le trataban con muchísimo agasajo y cariño. Él por su parte merecía bien tantas atenciones, porque era de lo que no hay en punto a caballerosidad y cortesía. Bien pronto conoció D. Juan que había dado albergue a una persona muy distinguida y bien nacida, de trato muy afable y en extremo grato a todos, de carácter noble y recto, delicadísima y adornada con instrucción tan vasta, que en casa de Lantigua todos estaban atónitos.

  —139→  

-¡Cómo se conoce que es un cumplido caballero! -dijo D. Juan a su hermano cuando los dos, juntamente con el doctor Sedeño, tomaban chocolate, después de volver de la Abadía, donde el prelado decía misa diariamente.

-Es verdad. Me agrada en extremo -dijo el obispo-. ¡Lástima que sea protestante!

-¿Y lo será?

-Debe de serlo -afirmó Sedeño-. Siempre que hablamos de asuntos religiosos parece deseoso de esquivar la conversación.

-¿Pero ha dicho algo ofensivo a nuestra Santa Iglesia?

-Ni una palabra. Se muestra muy deferente con el catolicismo, y no le he oído jamás vocablo ni reticencia que puedan tomarse a vituperio...

-¡Qué ocasión, hermano mío -indicó don Ángel con devoto celo-, para hacer una gran conquista, para traer una oveja al rebaño de Jesucristo!

-Es difícil -murmuró Lantigua-. Será hombre de convicciones.

-Pero de convicciones perniciosas. Mira tú, hermano; pues yo lo he de intentar...

-Cuidado, que estos herejes, cuando les tocan a su herejía, son como el puerco-espín.

  —140→  

-Nada se pierde con intentarlo, hombre. Él estará todavía algún tiempo en tu casa, porque no es justo que le dejemos marchar antes de que esté totalmente repuesto.

-Seguramente.

-Bien, ¿pues qué se pierde? Yo le diré algo que le llegue al alma. Sembraré, hijo. Si la simiente cae en pedregales, no es culpa mía. Habré cumplido con mi deber.

-Caerá en pedregales -afirmó D. Juan con la sequedad del hombre acostumbrado a ver las malicias del mundo, y cansado de arrojar simiente sobre él, sin que naciera jamás.

-Pero figúrate que Dios le toca el corazón, figúrate que un rayo de luz... Nada, no me quedaré sin intentarlo.

-Perderás el tiempo, querido hermano.

-O no... Ese caballero me ha demostrado no ser un alma vulgar. Al contrario, posee un entendimiento privilegiado.

-¡Oh, eso sí! ¡qué lástima!...

-Y un gran corazón.

-También.

-Tenemos lo principal, el terreno.

-¿Y las preocupaciones, y la costumbre, y las ideas adquiridas ya, es decir, la mala yerba que ha echado raíces y todo lo invade?

-Hombre, por Dios. ¡La yerba!... me río   —141→   yo de la yerba. Nuestro Señor Jesucristo nos enseñó el modo de arrancarla y echarla al fuego. Yo no desconfío hasta que no probarlo... ¿Me permites que le proponga quedarse unos días más?

-Como quieras. Veremos qué tal lo toma... Pero no vayamos a perder su buena amistad, y hasta el agradecimiento que nos tiene...

-Pues mira tú, por eso del agradecimiento le voy a meter el diente; esa es la hendidura de su coraza, y por ahí, por ahí...

D. Juan se echó a reír. Después llamó a su hija.

Gloria se había desayunado a la hora en que los pájaros saludan el día, porque en aquel tenía muchas ocupaciones la señorita de Lantigua y era preciso empezar pronto.

Cuando por el comedor pasó apresurada como persona que trae muchos negocios entre manos, su padre le dijo:

-¿Te has olvidado del café para ese caballero?

-No señor. Se lo han subido ahora mismo.

-¡Qué mal gusto tienen estos extranjeros en no gustar del chocolate! -dijo el reverendo D. Ángel, arramblando lo que en el fondo del cangilón quedaba-. Gloria, sobrina mía, acompáñame a dar una vuelta por el jardín.

Sedeño tomó un periódico que había llegado   —142→   la noche anterior, y dirigió a él los vidrios de sus anteojos, poniendo cara de gran importancia.

-Vea usted a dónde conduce la irreligiosidad, Sr. D. Juan -dijo dando un golpe con la siniestra mano en la hoja impresa-. Oiga usted este caso.

Y leyó. D. Juan, apartando el jicarón, ahuecó la palma de la mano y la puso en el oído al modo de trompeta. Era un poco teniente, es decir, sordo de la oreja derecha, sobre todo cuando había variaciones atmosféricas.

En tanto D. Ángel salió murmurando una cancioncilla y acompañado de su sobrina.

-Picarona- le dijo-, gracias a Dios que te he echado la zarpa. Tu padre quiere hablarte.

Gloria sintió cierta pena, porque recordó que cuando días atrás le dijo su tío: «tu padre quiere hablarte», fue para el enojoso asunto de Rafael.

Al pasar al jardín cogió en la puerta una flor de madreselva y se la puso en la boca para mascullarle el palo.

-Juan se queja -indicó el obispo-, de que no le has contestado aún a una pregunta que te hizo.

-¡Ah! ya sé... -dijo Gloria sintiendo que   —143→   las palabras de su tío se le clavaban en el corazón como espinas.

-Pero yo no me mezclo en tales asuntos -añadió Su Ilustrísima-. Allá te entiendas tú con tu padre. No es sino que como hoy se marcha ese joven... Pero hazme el favor de no andar tan aprisa, que mis piernas, hijita, no están para fiestas. Desde el día de la gran mojada...

-Cuando salvaron al Sr. Morton...

-Por bien empleado doy el chapuzón, eso sí. Gran conquista hicimos. Dime una cosa respecto a ese caballero...

Gloria, arrojando la madreselva, oyó con toda su alma.

-Has observado -preguntó Su Ilustrísima deteniendo el paso-, si ese caballero...

-¿El Sr. Morton?

-Justamente; si el Sr. Morton ha pronunciado alguna palabra referente a nuestra santa religión.

-Le he oído hablar de Dios, de... aguarde usted.

-No es eso, tonta. De Dios hablan todos. ¡Cuán pocos le conocen! ¿Le has oído pronunciar alguna frase depresiva para nuestra santa religión?

-No, tío...

-Porque, verás; mi4 hermano y yo, lo mismo   —144→   que Sedeño, hemos comprendido que ese hombre es protestante.

-¡Protestante!

Gloria se quedó atónita.

-Es decir, que se condenará -dijo Gloria vivísimamente-. Es lástima que teniendo tan buen corazón...

-Sí que es una lástima... Te confieso que estoy verdaderamente afligido, afligidísimo.

-Si da ganas de correr hacia él y gritarle: «Caballero, por Dios, sálvese usted, a dónde va usted... Véngase usted con nosotros».

-Justo, como cuando miramos a un ciego que por no ver el camino se va a caer en un pozo. Has interpretado a maravilla mi pensamiento. Yo estoy desasosegado desde que ese joven está en nuestra casa, y el día en que le vea marchar tendré un disgusto... quiero decir, si se marcha como ha entrado, ciego.

-Protestante.

-Cabal. Y me parece que soy indigno apóstol de Cristo si no consigo...

-¿Convertirle? -preguntó la señorita con incredulidad.

-¿Te parece difícil? Otras cosas más difíciles se han visto realizadas. Es imposible que Dios haya creado un ejemplar tan hermoso de la persona humana para dejarle perder. Quién   —145→   sabe si su sabiduría infinita encaminó a este hombre a nuestras playas abriéndole con el naufragio del buque el camino de su salvación.

-¡Oh! ¡quién sabe! -exclamó Gloria elevando sus ojos al cielo como para preguntarle si era verdad la suposición de su tío-. ¡Dios dispone tan admirablemente las cosas!

-Él es la verdad, la vida, el camino. Nada, yo estoy decidido a dirigirme a ese joven, a encararme atrevidamente con él, como ministro que soy de Jesucristo, y decirle: «Morton, tú debes ser católico».

-Muy bien, tío -exclamó Gloria aplaudiendo con entusiasmo.

Sus ojos se humedecieron ligeramente.

-Yo estoy decidido -continuó Su Ilustrísima sintiendo en sí la inspiración evangélica que le hacia tan admirable en el púlpito-, a decirle como Jesús a Lázaro: «¡Morton, despierta; Morton, levántate! Tú no has nacido para vivir en la región de las tinieblas. Arroja esa sacrílega venda y mira esta luz que tengo en la mano, esta luz divina que el Señor se ha dignado confiarme para que te guíe, para que te ilumine. Ven y reposa sobre mi corazón, hijo mío, ven a aumentar el reinado de Jesucristo con tu preciosa inteligencia, con tu sensibilidad exquisita, con tu noble aunque extraviado   —146→   espíritu». ¡Oh! y si viene, ese día será el más glorioso de mi vida, porque habré arrancado de las manos de Satanás una víctima, habré rescatado un miserable cautivo de las regiones infernales, habré conquistado una oveja al rebaño de Cristo, y aumentado los celestes dominios de la Iglesia; y cuando Dios me llame a juicio, Podré decirle: «¡Señor, he ganado una batalla al enemigo!».

-¡Oh! tío, tío de mi alma -exclamó Gloria, besando con frenesí las manos del prelado, trémulas aún por la oración oratoria-, usted es un santo.

-Santo no; pero al considerar este caso de que ahora hablamos, no se aparta de mi mente el recuerdo de aquel gentil llamado Saulo, que después fue gloriosísimo apóstol. Yo sería feliz desempeñando el papel de Ananías, que por mandato de Dios corrió en busca del perseguidor de la Iglesia, y le dijo: «Saulo hermano, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo». Y al instante cayeron de sus ojos unas como escamas y recobró la vista, y levantándose fue bautizado.

-San Pablo.

-Una de las más gloriosas conquistas de la   —147→   fe cristiana, sí. Aquel hombre era tan despejado que Nuestro Señor quiso traerle a su servicio y le trajo. Hace dos o tres días que no pienso más que en esto, y cuanto más trato a este joven y oigo sus palabras y mido la altura de su discernimiento, más vivos son mis deseos de decirle: Saulo hermano, Jesucristo me ha enviado a devolverte la vista. En las empresas heroicas más energía y bravura desplega el alma, cuanto más señalado es el mérito de la plaza que se quiere conquistar y más grande la fama y destreza del enemigo.

-Y como Daniel parece...

-No parece, sino que es una de las más acabadas hechuras de Dios. Cuando veo aquel admirable y soberbio vuelo de su entendimiento, digo: «¡qué lástima, Señor, qué lástima!». ¿Recuerdas qué bellísima explicación hizo de las fuerzas de la Naturaleza, relacionándola con la previsión divina?

-Si, sí, lo recuerdo.

-¿Y aquella sencilla y patética figura que trazó de las costumbres de su anciana madre?

-¡Oh! Sí, sí, lo recuerdo.

-¿Y las consideraciones que hizo sobre la muerte de sus dos hermanas doncellas, contagiadas de la peste por asistir a los enfermos?

-Sí, tío, sí... lo recuerdo bien.

  —148→  

-¡Y qué bien manifestó sus aficiones sencillas, patriarcales, exentas de vicios, su admiración a las obras de Dios!

-También, también lo tengo presente.

-¿Y el cariño que tiene a nuestro pobre país tan desgraciado?...

-Sí, sí, tío, todo lo recuerdo.

-Y yo al oírle y al verle, digo: «¡qué lástima, Señor, qué lástima!».

-¡Qué lástima! -exclamó Gloria cruzando las manos y elevándolas hasta apoyar en ellas la barba.

-Hoy mismo, hoy mismo pienso dar principio a mi gran empresa -dijo el obispo con noble decisión-. Al fin haremos algo grande en nuestra pobre vida.

-¿Hoy mismo?... pero si se marcha pronto -dijo Gloria afectando naturalidad.

-No, porque tu padre y yo hemos convenido en decirle que se quede en Ficóbriga y en nuestra casa quince días más o un mes.

-Entonces, entonces, tío -dijo la sobrinita no disimulando muy bien su alegría-, triunfará usted, triunfará la Iglesia de Jesucristo... ¡Oh! ¡qué excelente idea han tenido papá y usted!

-Ahora mismo pienso subir a decírselo. Él aceptará porque no está bien de salud y el sosiego   —149→   de este país le repondrá. Hoy le hablo de religión y... no me faltarán argumentos. Donde hay un buen corazón, está la mitad del camino andado... ¿Sabes si se ha levantado?

-Roque nos lo dirá.

El criado pasaba por el jardín.

-¿Se ha levantado el Sr. Morton?

-Sí señor. Voy con un encargo suyo -dijo mostrando un paquete.

-¿Qué es eso?

-Toda la ropa que el Sr. D. Daniel tenía en los baúles mojados. La llevo al señor cura para que la reparta a los pobres.

-Apuesto -manifestó Gloria con disgusto-, a que D. Silvestre no da ninguna pieza a Caifás.

-Voy al instante arriba -dijo el obispo con determinación.

Gloria le acompañó hasta la escalera. Después corrió a la cocina. Su alma revoloteaba en el seno del éter más puro, en plena luz celestial, como los ángeles que agitan sus alas junto al Trono del Señor en todas sus cosas.



  —150→  

ArribaAbajo- XXI -

Sepulcro blanqueado


Y era en verdad contraste singular que mientras su alma, como dice el salmista, escapaba al monte cual ave, estuviese su cuerpo en lugar tan rastrero como una cocina, y arremangándose los lindos brazos y poniéndose un delantal blanco, empezara a batir con ligera mano muchedumbre de claras y yemas de huevo que en honda cacerola espumarajeaban formando bolas de fragilísimo cristal. La cuchara, que por la rauda agitación apenas se veía, levantaba amarilla nube; hervían las albuminosas claras, simulando graciosas excrecencias de ámbar y mil y mil engarzos de topacios en cuyas facetas temblaba la luz. Después pasó aquel menjurje de una cacerola a otra, quitó a un limón toda la cáscara, pico perejil en menudos trocitos, revolvió con harina los huevos, sacó de un cajón unas viejecillas   —151→   arrugadas y dulcísimas que en su juventud se llamaron uvas, acaparó bizcochos, apoderose por último de un molde de hoja de lata, todo con gran presteza y pulcritud, hasta que Francisca, no pudiendo tolerar tal invasión en sus dominios, le dijo de muy mal talante:

-¿Qué haces ahí, tonta? ¿Qué comistrajo es ese?

-Tú sí que eres tonta -repuso Gloria riendo-. ¡Qué entiendes tú de cocina fina, ni de pudines!

-¿Y eso para quién es? -prosiguió la respetable criada con ironía-. ¿Para el perro? Niña, por Dios, que te vas a echar a perder las manos. Vete arriba, que aquí no hacen falta espantajos.

La antigua cocinera trataba a Gloria con la familiaridad de los criados que han visto nacer a todos los niños de una casa. Gloria después de agitarse mucho, dio por terminada su tarea y abandonó la cocina, subiendo a su cuarto, donde se ocupó en arreglarse y ponerse guapa, porque la hora del almuerzo se acercaba.

Atentos a ella, entraron en la casa D. Rafael del Horro y el cura que aquel día andaban muy atareados por el negocio de su viaje electoral. Subieron a saludar a D. Juan en su despacho; pero como hallaron a este muy atareado   —152→   con una serie de cartas que escribía para varios personajes influyentes de la provincia y que nuestros dos expedicionarios habían de llevar; como además vieron al doctor Sedeño abstraído en la lectura de los periódicos políticos, tornaron al jardín.

Gloria, después de pasar revista al comedor y ver qué tal ponía la mesa Robustiana, salió al jardín. Había en este por la parte próxima al camino un bosquecillo formado de altas magnolias, algunos espesos pinos y dos o tres plátanos, los cuales sobrepujaban a toda la familia vegetal del repuesto jardín, extendiendo sus grandes ramas en tan gran espacio, que por un lado salían sobre la verja hasta fraternizar con los olmos del camino, y por otro acariciaban las ventanas de la casa. En el centro del bosquecillo había una glorieta, a la que rodeaban espesos matorrales hechos de evónymus, retamas olorosas, tamarindos, verónicas, adelfas y otros arbustos, combinados con primoroso arte. Por detrás corría un estrecho camino semi-circular, oscuro, húmedo, en el cual solían verse menudos hilos de telarañas tendidos entre las ramas y en los troncos de los árboles grandes. Gloria entró por este camino. Al poco rato oyó voces y se detuvo. Su primera intención fue no hacer caso y seguir   —153→   adelante. Pero oyó pronunciar su nombre, reconociendo la voz de Rafael. Este y el cura hablaban en la glorieta. No pudiendo refrenar la curiosidad, escuchó:

-Gloria es perfecta, como usted dice -hablaba el cura-, y además de perfecta es hija única de un hombre rico. Mi opinión es, amigo D. Rafael, que todo no debe ser sentimiento y te amo y te adoro, sino que debe mirarse mucho al bienestar de ambos cónyuges. La pintura que usted me ha hecho de lo cara que se ha puesto la vida en esa endiablada corte, me horripila. Dígame usted, ¿qué tal pinta la abogacía?

-Mal -repuso el joven con hastío-; después de que Lantigua entregó su bufete a los pasantes, estos han acaparado todos los negocios eclesiásticos... Sin embargo, algo se hace.

-¿Y el periodismo?

-Eso no se nombre como profesión lucrativa. Es un excelente medio para hacerse lugar en la política, única carrera de provecho para la juventud.

-Y usted la ha hecho buena -dijo hiperbólicamente el cura-. ¡A los treinta y cuatro años...! Este nene va a tragarse el mundo.

-¡Pero usted no sabe, amigo mío, qué compromisos, qué cargas tan atroces trae este maldito   —154→   oficio en su primera época!. La posición que se adquiere impone...

-¡Ajajá! Ya lo sé. Gastos atroces, ¿no es verdad? ¿Pues qué? ¿Quería usted pescar truchas a bragas enjutas?

-No... ya sé cómo se pescan.

-Por eso dicen que en Inglaterra sólo se dedican a la política los ricos -dijo el cura-. Este sistema me parece excelente.

-En España, por el contrario, es la carrera de los pobres. Y es un mal, lo conozco; pero ¡qué se va a hacer! Los pleitos no dan, amigo mío, sino a los que han empollado el bufete con el calor que les dejó en el cuerpo la silla ministerial. Los negocios exigen capital, el comercio menudo es indigno de quien ha estudiado una carrera científica; no quedan, pues, más que las armas y la política, y a mí no me gustan las armas.

-Las armas de la palabra, de la pluma, amigo mío -dijo el cura con entusiasmo-. ¿Sabe usted que si alguna cosa envidio en este mundo es la gloria de usted?

-Pues tiene poco de envidiable -dijo Rafael con cierto tonillo de despreocupación que contrastaba con su habitual prosopopeya-. Yo me río a veces de mí mismo, y cuando estoy a solas en mi despacho, me digo: «Parece   —155→   mentira que seas tú mismo ese que pronuncia tales discursos terroríficos y escribe los artículos furiosos que entusiasman al partido». Yo, que no soy capaz de matar una pulga ni gusto de que se moleste a nadie, predico la ruina de la sociedad actual; yo, que tengo como cada hijo de vecino mis dudillas acerca de muchas cosas que nos enseña el catecismo, aunque no de las principales, parece, según la vehemencia con que lo digo, que me quiero tragar a los que creen poco.

-¡Ah! ¡ah! -exclamó el cura riendo-, ese es mal común a toda la gente de hoy, blancos y negros. Nadie tiene fe. Hace poco hablé con un señor que pasa la vida escribiendo contra los incrédulos y llevando y trayendo recados al Papa. En confianza me decía: «Sr. D. Silvestre, no hay quien me haga creer en el infierno». Yo me reía mucho con sus rarezas, y jamás disputábamos, porque aborrezco las disputas. Íbamos a cazar juntos. Yo le enseñaba el cartapacio de mis sermones para que les echara un vistazo... Ya se ve... Es persona de muy buen gusto y estilo, una especie de fray Luis de Granada sin hábitos y sin fe, y por lo demás sujeto apreciabilísimo, persona excelente. Usted también es de los que hablan mucho y creen poco.

  —156→  

-Entendámonos, señor cura. Yo creo que sin religión no hay sociedad posible. ¿A dónde llegaría el frenesí de las masas estúpidas e ignorantes, si el lazo de la religión no enfrenara sus malas pasiones?

A lo cual el cura, riendo, contestó:

-Pero en esto de creer hay algo más que un freno para contener a los ignorantes. Los ilustrados y los sabios deben acrisolar su fe con el estudio.

-Así debiera ser -dijo Rafael-. Es preciso que todos contribuyamos a conservar sólida y firme esta base del edificio social. Si la religión desapareciera, los demagogos y petroleros nos declararían una guerra a muerte. Es cosa que espanta.

-Es tremendo, sí.

-Por eso yo soy de opinión de que sigan las misas, los sermones, las novenas, las procesiones, las colectas y todos los demás usos y ritos que se han creado para coadyuvar a la gran obra del Estado, y rodear de garantías y seguridades a las clases pudientes e ilustradas.

-Según usted -dijo el cura dando rienda suelta a su jovialidad-, las prácticas religiosas no son otra cosa que una especie de instrumento correccional contra los pillos. Pero señor D. Rafael de mi alma, desarrollando su sistema   —157→   de usted debiéramos decir: «suprímase la religión y auméntense los presidios».

-¡Oh! no bromee usted y tenga presente que aquí hablamos los dos en confianza y que esto no sale de los dos. Bueno andaría el mundo sin religión ¡Benditas sean mil veces las creencias que nos legaron nuestros padres y la fe en que fuimos criados! ¡Qué dulce es la religión! ¡Las mujeres tienen en ella tales consuelos!... Se muere una persona de la familia, una madre, un hermano, un niño, y ellas creen que la verán después y que el difunto se está paseando por encima de las nubes, y si es niño, correteando y enredando de estrella en estrella. La religión debe existir siempre, siempre, y existirá. Además hay en ella muchas cosas que consuelan a todos y algunas que son verdades irrecusables.

-Todas, que no algunas, como usted dice, lo son -dijo el cura afectando cierta gravedad-. Si yo tuviera a mano mis libros o recordara fácilmente lo mucho y bueno que en ellos he leído, le probaría a usted que todo, todo lo que la religión sostiene es verdad, y todo sirve de gran consuelo al ignorante y al sabio, al pobre y al rico. Pero tengo una memoria perversa y con mis ocupaciones de cada día no me acuerdo de nada.

  —158→  

-¡Oh! yo he leído bastante, y por mi parte no puedo acusarme de haber hecho daño alguno a la Iglesia ni a las personas eclesiásticas. Por el contrario, en mis discursos en las conversaciones privadas con mis amigos políticos, siempre he dicho: «Señores, la religión antes que todo. No quitemos al pueblo ese freno moral... Conviene, pues, que la Iglesia esté de nuestra parte. Es el gran auxiliar del Estado, y hay que tenerla contenta. ¿Pide seis? pues dadle ocho»... Aborrezco a esos que se llaman filósofos y libre-pensadores y que se ponen a gritar en las asambleas y en los clubs haciendo ver que la Iglesia es esto y lo otro. Yo les digo: «Señores, en el fondo casi estamos conformes. ¿Cómo puede negarse que muchas de las cosas que nos quieren hacer creer, no andan muy acordes con el sentido común? Pero, ¿hay necesidad de subirse encima de una silla y decirlo a todo el mundo? El pueblo ignorante no lo entiende, y al oír a ustedes, cree que le están permitidos el robo y el asesinato. Hay que mirarse bien antes de propagar ciertas doctrinas»... Por esto soy enemigo de esos charlatanes, y en mi humilde esfera defiendo con la palabra y con la pluma las creencias religiosas, la doctrina toda de la Iglesia católica, el culto y el clero, venerandas   —159→   instituciones sobre las cuales descansa el orden social; defiendo la fe de nuestros padres, las prácticas sencillas, las oraciones que nos enseñó nuestra madre en la cuna, todo eso, en fin, tan fácil de aprender y tan bonito... porque la religión es bonita. Yo he estado en Roma, he visto muchas ceremonias en San Pedro. ¡Ah, Sr. D. Silvestre! Es cosa que entusiasma... ¿Pues y las procesiones de Sevilla?... Todo esto debe conservarse.

-Todo esto debe conservarse; pero lo que importa principalmente es la fe, y si esta no se conserva...

-Sí, también, también. Todos debemos trabajar para que crean los demás, para difundir los dones del Espíritu Santo, para que se mantenga incólume la fe de nuestros padres... ¡Oh, la fe de nuestros padres!

-Usted, Rafael -dijo el cura-, pertenece a la escuela de los que defienden la religión por egoísmo, es decir, porque les cuida sus intereses. Ven en ella una especie de guardería rural. Dicen: «La religión es muy buena, debe creerse: verdad es que yo no creo; pero crean los demás para que tengan miedo a Dios y no me hagan daño». En tanto no se cuidan de los altos fines religiosos, ni de la vida eterna.

-¡La vida eterna! -dijo D. Rafael del Horro-.   —160→   Aquí está la gran cuestión. ¡Admirable idea para que la sociedad no se desborde!

-¿No cree usted en ella?

-Sí; forzosamente ha de haber alguna otra cosa después de morir... porque no debe acabarse uno sin más ni más... Pero digo yo: Si después que expiremos resulta que no hay nada de lo dicho, y caemos en profundísimo sueño, ¡qué chasco, amigo Romero! Y la verdad es que por mucho que uno piense, no puede limpiarse de dudas. Francamente, eso de que lo que no es ni sombra, ni aliento, ni rayo, en suma, lo que no es nada, siga viviendo después del hoyo, y nos manden al cielo o al infierno... ¡Ah! lo que es esto... No hay quien me haga creer en el infierno. ¿Es posible que usted me sostenga que hay un pozo lleno de fuego donde caen los que han hecho picardías? Vamos, yo creo que la misma Iglesia ha de tener que transigir al fin diciendo que eso del infierno es... cualquier cosa, nada entre dos platos. ¿Pues y la vida eterna, y el paraíso? En fin, se aturde uno al pensar en ello, y más vale dejarlo a un lado.

-Vive Dios -exclamó con vehemencia don Silvestre Romero dándose fuerte porrazo en la rodilla con la palma de su mano de oso-, que si yo recordara todo lo que he leído en mis libros,   —161→   le contestaría a usted punto por punto a todas esas cuestiones, y le dejaría tan convencido de que hay alma, de que hay infierno, de que hay cielo, como de que ahora es día; pero tengo una memoria inicua; leo hoy una cosa y mañana se me olvida. Luego mis ocupaciones... figúrese usted que este ir y venir al Soto y a la playa ha tiempo que no me permite abrir un libro. ¡Vaya con el D. Rafael, qué ideas tiene! Cáspita, no se ha de decir esto a los electores, porque entonces... Al contrario, todo ha de ser religión y más religión. A este son les he tocado yo, y a este son bailan que es una maravilla.

-Bailarán también ahora -dijo Del Horro sonriendo-; por cierto, Sr. D. Silvestre, que si no nos vamos hoy, me parece que llegaremos tarde.

-Tenemos tiempo de sobra. Esta noche llegamos a Villamojada, vemos a los amigos; pasado mañana a Medio-Valle, vemos a los amigos... Todo se reduce a pasar de pueblo en pueblo y a ver amigos. Fíese usted de mí, hombre. En todo lo que sea de los Madriles y de la política gorda puede discurrir y quebrarse la cabeza; pero en esta tierra y en elecciones, déjeme usted a mí y cállese y estese quieto. Cada uno en su elemento.

-No me falta confianza, señor cura Caraculiambro   —162→   -dijo Rafael dando una gran palmada en el hombro del gigante clérigo-. ¡Oh! si todos los negocios que he traído a este Ficóbriga de mil demonios fueran tan bien como el de mi elección...

-¡Ah! ¿lo dice usted por la señorita de Lantigua? ¡Qué bocado de ángeles!... Usted tiene la culpa de que este pez no haya picado...

-Si Gloria no me quiere ni parece decidida a quererme nunca.

-Ya; después de casada ya la enderezaría yo -afirmó el cura-. Ello es que usted ha puesto su asunto en manos de D. Juan, y este con las finuras y tiquis-miquis que usa lo habrá echado a perder. Si yo fuera D. Juan, saldría del paso diciendo: «Niña; a casarse, y chitón».

-A mí nadie me quita de la cabeza que Gloria tiene algún novio en Ficóbriga -dijo Rafael pensativo.

-Lo que es eso... Es que esa niña, a pesar de su viveza y de sus ojos que echan lumbre, es un hielo.

-Qué sé yo, qué sé yo -indicó el joven campeón de Cristo mirando fijamente al suelo, y pronunciando con mucha lentitud palabra tras palabra-; le digo a usted que esa niña me tiene ya hasta la corona.

Gloria no quiso oír más y se retiró.



  —163→  

ArribaAbajo- XXII -

La respuesta de Gloria


Entró en el despacho de D. Juan, al mismo tiempo que el señor obispo, el cual traía gozoso semblante y se acariciaba una mano con la otra, señal de regocijo que se advierte en todos los que acaban de hacer una cosa buena.

-Querido hermano -dijo Su Ilustrísima-; me parece que no he tocado a la puerta de una casa vacía: alguien responde.

-¿De veras? -exclamó D. Juan metiendo en el sobre la última carta.

-Ha empezado por mostrarse muy agradecido a tus nuevas bondades. Acepta la hospitalidad que le concedes por quince días o un mes.

-¿Has hablado con él de religión? -preguntó Lantigua pasando por su lengua la parte engomada del sobre.

-Sí, mas él con habilidad suma ha eludido   —164→   entrar en las cosas hondas de doctrina. No habla más que de generalidades, de la Creación, de la bondad de Dios, del perdón de las injurias... nada concreto.

-Teme descubrirse. Esa reserva me agrada, porque no me gusta ver a los herejes hacer alarde de su herejía y provocarnos con argumentos comunes de los que usan los periódicos.

-No le he oído ni una sola vulgaridad. Mas nada puedo sacar en claro respecto a lo concreto de sus creencias -dijo Su Ilustrísima con lástima-. Lo que sí puedo asegurarte con toda verdad es que...

-¿Qué?

D. Ángel acercó su silla a la silla de su hermano.

-Que es un alma profundamente religiosa, un alma llena de fe...

-Falta saber qué especie de fe...

-Tienes razón -dijo el obispo rectificándose con presteza-. Llámalo predisposición a la fe, íntimo anuncio de la verdadera fe que ha de venir. Al estado de ese noble espíritu lo comparo yo a una lámpara perfectamente preparada, llena de aceite hasta los bordes y con su mecha en toda regla. No falta más que encenderla.

-¿Y es nada?

  —165→  

-Basta un fósforo, que es un soplo, una ráfaga, el momento convertido en luz. Lo que no conseguirás por todos los medios del mundo es dar lumbre a una lámpara vacía.

-Seguramente.

-Nuestro Sr. Morton -añadió D. Ángel-, podrá estar a oscuras de la verdadera luz; pero bien se conoce que no es por falta de ojos. Cuán distinto es de muchos jóvenes de por acá, que diciéndose cristianos católicos y habiendo aprendido la verdadera doctrina, nos muestran en su frivolidad y corrupción moral, almas vacías, almas oscuras, almas sin fe, los sepulcros blanqueados de que nos habló el Señor.

Gloria se acercó a su padre.

-¡Buena se ha armado en la Asamblea de Francia! -exclamó de súbito el doctor Sedeño que leía un diario-. Esto es la dispersión de gentes. ¡Oh! ¡Francia, Francia, bien merecido lo tienes! Oiga Usía Ilustrísima y formará idea de cómo se acaba un país por abandonar las vías del catolicismo.

D. Ángel miró a su secretario y al periódico que leía.

Gloria puso la mano sobre el hombro de su padre.

-¿Qué quieres, hija mía? -le dijo este cariñosamente   —166→   tomando aquella mano-. ¡Ah! picarona, ya que estás aquí no te marcharás sin llevar un buen sermón.

-¿Por qué?

-Porque no tienes formalidad. Hace días te hablé de un asunto; me prometiste contestar pronto y esta es la hora...

-Pues bien, papá -indicó Gloria inclinándose-. Voy a contestar.

D. Juan dejó la pluma.

-Y contesto que no -dijo la señorita sonriendo y reforzando su frase negativa con un vivo movimiento de cabeza.

-¿Rehúsas?

-Rehúso... pero de todo corazón.

-¿Lo has pensado bien?

-Lo he pensado bien, y no puedo, no puedo de ningún modo querer...

-¿Podrías darme alguna razón? -dijo don Juan mostrando un sentimiento extraño que sólo podría llamarse severidad benévola.

-Una no, mil -dijo Gloria con su natural propensión a la hipérbole.

-Con una me contento. ¿Has considerado bien las prendas de ese joven?

-Sí, y he visto que es un sepulcro blanqueado.

-Mira bien lo que dices.

  —167→  

-¡Ah! usted mismo no tardará en reconocerlo. No es oro todo lo que reluce. Verdad es que para mí nunca ha brillado el D. Rafaelito sino como hojalata.

-¡Qué manera de juzgar! -dijo D. Juan no disimulando que estaba contrariado-. Acaso tú, una chiquilla, puedes juzgar... Pero silencio que viene aquí.

D. Silvestre y Rafael entraron, dirigiéndose ambos a besar el anillo al obispo y preguntarle por su salud. Por un instante no se habló más que del proyectado viaje.

-¡Oh! aquí tenemos un documento importantísimo -dijo el doctor Sedeño señalando otro periódico-. Es una carta de Ficóbriga en que se da cuenta de la portentosa y nunca vista hazaña de D. Silvestre Romero, al sacar a salvo de en medio de las olas a los tripulantes del Plantagenet.

-¿A ver, a ver? -dijo el cura lleno de emoción y con los ojos chispeantes de vanidad.

-Le ponen a usted en las nubes... aquí; lea usted -dijo Sedeño dando el periódico al tonsurado atleta.

Romero leyó en voz alta el articulejo en que se narraba con prolijos detalles el suceso del 23 de Junio, y al concluir, dijo:

-No está mal, no está mal.

  —168→  

-El señor cura -indicó Su Ilustrísima con bondad-, se vanagloria demasiado de su acción benéfica y le da publicidad excesiva, presentándola de un modo dramático y teatral, con lo que aquella pierde un tantico de su gran mérito y espontaneidad evangélica.

D. Silvestre, algo turbado, se inclinó con respeto.

Si esto dijo el obispo al ver la complacencia con que Romero leía las alabanzas de su proeza, cómo le reprendería si hubiera sabido que estaban hechas por él mismo.

-Los amigos -dijo este reponiéndose-, se empeñan en que todo el mundo ha de saber mi hombrada. Yo no me he vuelto a acordar de lo que hice.

-Y así debe ser, amigo mío -manifestó Su Ilustrísima estrechándole la mano-. El recuerdo de la limosna incumbe al que la recibe. Oiga usted al señor Morton. ¡Qué bien caen en su boca los elogios de la valentía de usted!

-¿Y al fin el Sr. D. Daniel se nos marcha? -preguntó Romero.

-No -repuso el obispo-. Con permiso de mi hermano, acabo de invitarle para que esté aquí quince días más o un mes.

D. Juan, que meditaba al lado de su hija, alzó la cabeza y dijo:

  —169→  

-¿No te parece que bastará con ocho días?

-Como quieras; pero ya le he dicho que quince días...

-Como quieras tú -indicó D. Juan-. Lo que ahora nos importa más es comer. Gloria, esa comida, por amor de Dios. Mira que estos dos señores tienen que marcharse pronto.

-Ya pueden ustedes bajar -repuso ella con semblante animadísimo, derramando claridad y alegría por sus negros ojos-. Tío, señor doctor, señor cura, D. Rafael...

Al suave anuncio del comedor, Sedeño dejó en paz la prensa periódica.

-¿Baja hoy el Sr. Morton?

-Sí, hoy baja por primera vez -dijo Su Ilustrísima-. Aquí está.

Una sombra se interpuso en la puerta. Era Morton, todo vestido de negro, pálido, hermoso y demacrado, semejante a un mártir de los primeros siglos que, resucitando, se pusiera levita.

-Bien, amigo, bien por ese valor -dijo el cura saliendo al encuentro del extranjero.

El señor obispo salió apoyándose en su bastón. Ofreciole Daniel el brazo y bajaron ambos delante. Siguiéronles los demás.

Gloria se quedó la última.