Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —240→  

ArribaAbajo- XXX -

Pecadora y hereje


Lo confesó todo, absolutamente todo; rebañó en su conciencia, sacando de ella hasta las últimas heces, y a medida que iba sacando, respiraba con más desahogo, porque verdaderamente su carga era grande. Durante la confesión, que fue larga, un indiscreto que se acercase, habría oído suspiros y sollozos y alguna palabra suelta del buen pastor de Cristo.

Cuando concluyó, D. Ángel no estaba sereno. Su bondadoso rostro que, según la expresión de un entusiasta amigo suyo, era un pedazo del Paraíso, tenía una especie de inmovilidad que no puede definirse, un desconsuelo semejante al de los que presencian la desaparición instantánea de una cosa muy bella, sin poderlo evitar ni tampoco enojarse contra ella. Se quedó D. Ángel como Tobías cuando vio   —241→   desaparecer para siempre el ángel que le había acompañado tanto tiempo.

Después de rezar brevemente, ordenando a Gloria que hiciese lo mismo, le dijo con voz muy triste:

-Hija mía, no te puedo absolver.

Gloria inclinó la cabeza con sumisión.

-Por ahora, hija mía -añadió el prelado-, procura serenarte... descansa. Salgamos un momento al jardín o a paseo y hablaremos despacio.

La pecadora corrió a tomar el sombrero y el bastón de su tío.

-Por cierto -dijo este-, que no me gusta que tu padre ignore estas cosas. Yo no le puedo decir una palabra, si no me autorizas para ello, del mismo modo que si no te hubiera oído en confesión.

-Quiero que lo sepa -dijo Gloria-; yo me confieso a los dos.

-Muy bien, me parece muy bien... No te sofoques. Vamos a dar una vuelta.

Saliendo ambos de paseo hacia la Pesqueruela, el prelado se expresó así:

-Te dije que no podía absolverte. Ahora sabrás por qué. No es la causa de mi rigor que hayas amado. Eres muchacha y la ley natural en esta tu edad florida despierta inclinación   —242→   hacia otro ser, la cual, si es honesta y va bien dirigida por el discernimiento, puede producir bienes, conduciendo al servicio de Dios. Bien es verdad que hallo en ese fuego tuyo demasiado ardor, y es de tal suerte, que más parece desasosiego de un alma llagada y enferma miserablemente ansiosa, como dice San Agustín, que la dulce amistad humana.

»También es muy vituperable que hayas tenido en secreto tu afición. Esas escondidas entrevistas son muy impropias de una doncella pudorosa y bien educada. Lo que se oculta no puede ser bueno. Sin embargo, este pecado, con ser tan grande y tal que jamás lo creyera en ti...

A Su Ilustrísima se le turbó un poco la voz por la emoción; mas dominándose, prosiguió:

-Con ser tan grande tu pecado, no es imperdonable, mayormente si estás dispuesta, como has dicho, a arrojar de ti esa insensata llama, sofocándola con una aspiración firme hacia el único soberano amor, que es el de Dios.

»Para que veas cuán grande es mi tolerancia, te perdono también el que hicieras objeto de tu pasión a un hombre que vive fuera de nuestra santa fe, porque en verdad debiste cerrar prontamente tu herida, negándole al alma toda comunicación y roce con el alma de un hereje. Y   —243→   reconociendo yo la seducción aparente de las prendas morales de Daniel Morton, a quien estimé mucho, extraño que tú pudieras hallar verdadero encanto amoroso en quien carece de la principal y más valiosa hermosura, que es la de la fe católica... Pero me has manifestado tu firme propósito de renunciar a la inquietud tenebrosa de ese amor, lo que es verdaderamente un mérito en tu flaca edad, y esto basta para obtener mi indulgencia. Hasta aquí vamos bien, hija mía; pero la disconformidad empieza ahora, y voy a manifestártela claramente.

Gloria atendía con toda su alma.

-Pues bien, hija mía -continuó el venerable señor-; la causa de mi enojo contigo es que, según me has confesado, han nacido en tu espíritu y lo han anublado de la misma manera que los vapores cenagosos oscurecen la claridad y limpieza del sol, ciertas ideas erróneas contrarias de todo en todo a la doctrina cristiana y a las decisiones de la Iglesia. El mal no está precisamente en que te hayas contaminado de esos errores, pues el enemigo, que vigilante acecha el estado de flaqueza para verter en la oreja del hombre la ponzoña del falso discurso, pudo sorprender tu alma e inficionarte de la pestilencia. A estos percances están   —244→   sujetos todos los hombres, aun los más fuertes; pero viene de improviso la saludable reacción del alma, se aclara el sentido, entra poderosamente la gracia, y el error huye como los demonios arrojados del cuerpo, entre alaridos. Tú no has gozado de este beneficio de la limpieza de tu entendimiento, sino que conservas tus errores, estás encariñada con ellos, según me has dicho, los tienes enclavados en tu espíritu como el rótulo de ignominia que los judíos pusieron en la cruz, y en vez de arrancártelos y arrojarlos al fuego, los acaricias. ¿No es esto lo que me has querido decir?

-Sí señor -repuso la penitente con respeto, pero también con seguridad.

-Pues bien, estás infestada de una pestilencia muy común en nuestros días, y que es la más peligrosa, porque tomando cierto tinte de generosidad, a muchos cautiva. Es lo que llamamos latitudinarismo. Tú dices: «Los hombres pueden encontrar el camino de la eterna salvación y conseguir la gloria eterna en el culto de cualquier religión...». Pues bien, esa proposición está condenada por el Soberano Pontífice en las Encíclicas Qui pluribus y Singulari quadam, y en la Alocución Ubi primum. Tú dices: «Todo hombre tiene libertad para abrazar y profesar aquella religión   —245→   que, guiado por la luz de la razón, creyere verdadera...». Pues bien, esta proposición está condenada en las Letras Apostólicas Multiplices inter, y en la Alocución Maxima quidem... ¿Qué te parece?

Su Ilustrísima se detuvo, mirando cara a cara a la señorita de Lantigua.

-Ya te explicaré con toda calma esos delicados puntos -prosiguió el prelado-. Hablaremos largo, porque no dormiré tranquilo, mientras no te saque hasta las últimas heces de ese veneno. Pero dime ahora, loquilla de mi corazón, ¿cómo pudiste dar calor en tu entendimiento a esas malditas víboras? Sin duda el hombre a quien has tenido la desdicha de amar te inculcó esos principios del latitudinarismo, desgraciadamente esparcidos por el mundo, en razón de la aparente benevolencia y generosidad que encierran.

-No ha sido él -dijo con viveza y emoción la pecadora-, quien me ha inculcado esas ideas. Daniel, sin dejar entrever a punto fijo cuáles son sus creencias, se ha mostrado siempre poco inficionado de eso que llama usted...

-Latitudinarismo, hija.

-Latitudinarismo. Él parece tener creencias muy firmes y hasta intolerantes, señor. Además, siempre ha tenido la delicadeza de no   —246→   decirme nada que quebrantara en mi alma la religión de mis padres. Hemos hablado de la religión como lazo social y nada más.

-Entonces, tú... Mira, estoy algo cansado, y bueno será que nos sentemos en esta piedra.

-Yo, yo sola -dijo Gloria sentándose también-, soy la culpable. Hace tiempo, desde que le conocí, dime a cavilar en estas cosas noche y día. No podía apartarlas de mi pensamiento y, según mi entender, discurría acertadamente sobre ellas. Me parecía que mis argumentos no tenían réplica, y me vanagloriaba de ellos pronunciándolos en mis diálogos oscuros conmigo misma.

-Has dicho, «desde que lo conocí»; luego él en cierto modo es responsable...

-No, no, querido tío, soy yo sola. Si he de hablar a usted con entera lealtad, mostrándole mi alma hasta el último fondo de ella, aun antes de conocerle pensaba yo en estas tristes cosas, si bien no daba forma clara a mis pensamientos. El trato de Morton parece que encendió en mi espíritu mil luces, y a su claridad empecé a ver diferentes temas de religión y de las disputas de los hombres sobre ella, así como de la grandeza y lejanos linderos del reino de Jesucristo, a quien yo veía Señor de   —247→   todas las gentes, de todos los buenos, de todos los limpios de corazón.

D. Ángel frunció el ceño.

-Veo -dijo con cierta severidad-, que tu llaga crece, crece que es un primor. ¡Oh! ¡cuando tu padre sepa esto!... ¡él que sobresale por sus estudios ortodoxos y la claridad con que ha sabido deslindar la verdad del error en las abominables luchas de la época presente...!

-Mi padre y usted me convencerán de seguro -dijo Gloria inclinando con humildad la frente.

-¡Te convenceremos!... y lo dices como si fuera tarea larga... ¿De modo que te encastillas en tu error, y te cercas de la muralla de una terquedad y reincidencia más abominables que el error mismo?... Gloria, Gloria, hija mía, por Dios, vuelve en ti. Mira que no puedo absolverte si no desechas esos pensamientos, si no los arrojas con espanto de ti, como arrojarías un animal inmundo que te mordiese.

-No hay mayor tormento para mí -declaro la señorita de Lantigua-, que estar separada de usted y de mi padre por cosa tan pequeña, tan vana como es un pensamiento que a cualquier hora puede mudarse... Pero si ahora le dijese a usted: «tío, ya he desechado el animal asqueroso, ya estoy limpia de errores», hablaría   —248→   con la boca y no con el corazón, porque esas ideas que he dicho no se van de mi cabeza con sólo decirles vete. Están tan arraigadas, que no puedo echarlas fuera. Invoco mi fe en Jesucristo a quien adoro, y mi fe en Jesucristo no me dice nada contra ellas.

-¡Gloria, por Dios, por la Virgen María!...

-¿No sería peor que el error mismo, negarlo con los labios, careciendo de fuerza interior contra él?

-Eso sí. ¿Pero estás loca? ¿Has perdido acaso la gracia divina y los preciosos dones del Espíritu-Santo?

-No sé, tío de mi corazón, lo que he perdido. Sólo sé que me será muy difícil convencerme de que no son verdaderas las ideas que usted desaprueba. No quiero mentir, no quiero ser hipócrita. Aquí está mi alma abierta hasta lo más recóndito, para que usted mire dentro de ella. No puedo hacer más; no puedo violentar mi conciencia...

-De modo que para ti nada vale la autoridad... ¡Veo que marchas de herejía en herejía! -exclamó D. Ángel con verdadero espanto.

-Pues si estoy en error, si estoy tocada de herejía -dijo Gloria-, declaro que deseo no estarlo; que haré todo lo posible para limpiarme   —249→   de ella; pero entretanto, ¡oh amado pastor mío!, huyo de la mentira, huyo de afectar una sumisión que no tengo, huyo de confesarme creyente en ciertos puntos que no creo, porque no es vano capricho lo que me obliga a pensar lo que pienso, sino una fuerza poderosa, una llama tan viva como perdurable que hay en mi entendimiento.

-De modo que te rebelas... Gloria, por amor de Dios, considera bien lo que dices -exclamó Su Ilustrísima lleno de tribulación.

-Tío, tío mío, si pierdo el amor de usted -dijo Gloria derramando lágrimas-, me parecerá que estoy ya condenada.

-Y lo perderás, lo perderás, lo perderás todo -dijo D. Ángel cada vez más severo-. Esto no puede quedar así. ¿Me autorizas para hablar a tu padre?

-Ya he dicho que sí.

-Pues vamos a casa -dijo el prelado levantándose.

No hablaron más. Por el camino, D. Ángel pensó que los ejercicios de piedad combinados con un saludable sistema de paciencia y de exhortaciones delicadas, cual convenían a la delicadísima alma de Gloria; cierta reclusión y un comercio muy frecuente con las cosas santas,   —250→   curarían aquella lepra que había tocado el privilegiado espíritu de su sobrina.

Esta, marchando hacia la casa, absorta, pensativa, triste, oía zumbar en su oído la funesta voz que ha tiempo, en sus desvelos y en sus meditaciones, le decía:

-Rebélate, rebélate. Tu inteligencia es superior. Levántate; alza la frente; limpia tus ojos de ese polvo que los cubre, y mira cara a cara el sol de la verdad.



  —251→  

ArribaAbajo- XXXI -

Pausa. El conflicto parece resolverse y tan sólo se aplaza


Por desgracia, o por ventura suya (que esto no lo hemos de dilucidarlo ahora), Gloria movía con más vigor a cada hora las funestas alas de su latitudinarismo, que debían conducirla Dios sabe a qué regiones de espanto.

Después de meditarlo mucho, D. Ángel resolvió no revelar a su hermano la funesta pasión de Gloria. Aquello era ya cosa pasada y resuelta, y mientras más pronto se olvidase mejor. Pero al mismo tiempo juzgó prudente advertirle de los errores, porque si se les dejaba, tomarían gran crecimiento, como la mala yerba.

No es preciso decir que D. Juan experimentó viva pesadumbre al conocer las descarriadas pendientes por donde iba dando tumbos el despeñado   —252→   pensamiento de su hija. Recordando entonces las atrevidas ideas de Gloria dos años antes, comprendió que el mal era antiguo y que sólo variaba de forma. Amargósele la vida en aquel día, y todo en él era discurrir paliativos, imaginar tratamientos morales que volviesen a su adorada hija al primitivo ser católico que antes tenía.

No pudo adivinar Lantigua lo que había pasado con Morton; pero allá en el fondo de su alma había una sospecha vaga. Sin creer que su hija amaba al extranjero, consideraba que el prestigio y el brillo exterior de este no había dejado de influir en los desvaríos heterodoxos de Gloria. Por esta razón deploraba entonces más que nunca el lastimoso naufragio del Plantagenet.

Los dos hermanos emprendieron sin pérdida de tiempo un verdadero asedio de consejos, amonestaciones y sermones. Con suavidad el obispo y el seglar con enojo y rigor trataban de volverla al camino de la salvación; pero estas embestidas no produjeron resultado alguno positivo, o mejor dicho, diéronlo contrario a las buenísimas intenciones de ambos Lantiguas y al esplendor de la Iglesia.

En aquel mismo día de la confesión, Gloria, de una proposición herética pasó a otra, y   —253→   en su cabeza iban entrando atropelladamente demonio tras demonio. Del latitudinarismo pasó al racionalismo y a otras perversas pestilencias.

Llegó, sin embargo, un punto en que las relaciones cariñosísimas entre ella y su padre y tío empezaron a quebrantarse, y aquí la sensibilidad de la infeliz muchacha se sobrepuso a todo. Perder el amor de ellos le pareció desgracia irreparable, y resolvió echar en olvido sus errores, ya que no podía extirparlos. Al día siguiente, cuando D. Ángel la amonestaba delante de su padre, dijo:

-¡Oh, padre mío! ¿Quién puede resistir a la autoridad y a la bondad de usted? Me declaro conquistada. Creo todo lo que la Santa Madre Iglesia nos manda creer.

Sometiose, sí; pero allá en el fondo de su espíritu las proposiciones latitudinarias, aquello que mil veces llamó pestífero la autoridad visible, continuaban vivas en su mente, como raíces que de un año para otro guardan el germen de nueva flor. Gloria hizo lo que hacen las nueve décimas partes de los católicos, es decir, guardarse sus heterodoxias para no lastimar a los viejos. De aquí resultó que era, como la muchedumbre, creyente para los demás y latitudinaria para sí.

D. Juan de Lantigua volvió entonces con   —254→   nuevo ardor a sus trabajos, y el prelado tornó lentamente a la paz de su espíritu, satisfecho en extremo de haber salvado de espantosos peligros la hermosísima alma de su sobrina. El amor que sentía por Gloria no disminuyó por los desvaríos de ella, antes se mezclaba de cierta compasión cariñosa. Aquel varón insigne, que todo quería resolverlo con su bondad angelical, dejábalo todo, no obstante, sin resolución; ejemplo que muy a menudo se repite en el mundo. Había querido convertir un hereje, y su santo empeño no dio fruto. Había querido también desviar el noble espíritu de Gloria de un vulgar error, y su victoria no fue más que aparente. La bondad, la buena voluntad del prelado derramaba su luz; pero la herejía y el error pasaban sin inmutarse derechos a realizar el fin que una ley inflexible les había marcado.

Cuando los hechos toman una dirección determinada es inútil querer desviarlos de ella. Así en esta ocasión nos hallamos con que a pesar de la aparente serenidad que han tomado las cosas, la tempestad está sólo contenida, mas no aplacada, y la corriente oculta bajo el hielo saldrá fuera y marchará por donde tenía trazado su camino.

Ved de qué singular manera se   —255→   anudan los sucesos, cómo los pequeños incidentes traen los grandes y de qué suerte se establece la natural consecuencia y la lógica de las cosas. El conflicto de Ficóbriga no estaba más que suspendido; había tomado un respiro para estallar con más fuerza, al modo que el colérico detiene la voz y el brazo antes de descargar el golpe. Aquella pausa enteramente ilusoria era, bien puede decirse así, como el intervalo aparente entre el relámpago y el trueno (a causa de la diversa aptitud de nuestros sentidos), siendo en realidad una cosa misma.

Hemos visto ya el relámpago. Pues irremisiblemente sonará el trueno. Dijimos que los acontecimientos traían marcado su curso fatal. ¿Llamaremos a esto fatalidad o lógica? Ello es difícil de decidir. Corría, pues, la lógica sin que la bondad de los buenos ni la perversidad de los perversos pudiera contenerla.



  —256→  

ArribaAbajo- XXXII -

Los cazadores de votos


Llegó la víspera de Santiago, y no eran las nueve de la mañana cuando oyose gran vocerío en la casa de Lantigua. Echose fuera de su despacho D. Juan, creyendo que había estallado un motín en su vivienda; mas se tranquilizó viendo que toda aquella algazara la hacía D. Silvestre Romero, gritando:

-¡Ganamos las elecciones! ¡Ganamos las elecciones!

Aquella vigorosa y sensual cara de emperador romano despedía fulgores de triunfo y alegría.

Venía juntamente con Romero su amigo Rafael del Horro, candidato triunfante, a quien también le rebosaba el gozo por los ojos. No les había abrazado aún D. Juan, cuando empezaron a contarle los graciosísimos lances de la   —257→   lucha, que salpimentados con mil donosas ocurrencias del cura, hacían morir de risa.

-Si no fuera porque es caro, inmoral y pernicioso -decía del Horro desprendiéndose de su abrigo de viaje-, esto que llaman juego parlamentario debiera conservarse.

A poco llegó el doctor Sedeño, que venía de decir misa, y aquí fueron las congratulaciones y los plácemes. En un punto Sedeño les enteró de cuanto había eructado7 la prensa periódica durante la larga ausencia de los dos amigos, y ellos hicieron un pasmoso recuento de votos y relación de varias protestas, palos, cohechos, bofetadas, etc...

D. Ángel no tardó en presentarse.

-Mucho tiempo ha estado usted ausente de sus ovejas, distraído pastor -dijo bondadosamente al cura.

-También se cuida el ganado, Ilustrísimo Señor, persiguiendo a los lobos o trabajando por confundir a esos pícaros ladrones de ovejas.

-También, también -dijo el obispo-. Si no riño... pero a nosotros no nos han hecho cazadores sino pastores. Pase por una vez... ya sé que es preciso, absolutamente preciso. En tales apreturas nos vemos los pastores que, mal de nuestro grado, hemos de coger la honda.

  —258→  

-Y el palo y el cuchillo y cuanto hay que coger ¡O ellos o nosotros! -vociferó D. Silvestre.

-Justo es -dijo D. Juan mirando a su hermano-, que tomemos las mismas armas que ellos usan contra nosotros. Si sólo se tratara de nuestras vidas, moriríamos; pero la Iglesia está en nuestras manos y no podemos abandonarla.

El abogado, el seglar, se expresaba así con el tono de la autoridad irrecusable, mientras el sacerdote, el apóstol callaba aceptando su papel de pasiva bondad. El uno tenía la idea, el otro el prestigio exterior; el uno la iniciativa, el otro las bendiciones.

Durante largo rato el despacho de D. Juan fue un hervidero de planes, de noticias, de amenazas, de religiosidades mezcladas con mundanos ímpetus. Al fin, D. Ángel y Rafael pasaron a la sala, donde Gloria recibió a este. El distinguido joven se empeñó con cierta fatuidad en llevar la conversación al punto para él interesantísimo de su reciente triunfo; pero Gloria que derramaba su resplandor allá arriba, estaba demasiado alta para deslumbrarse con la luz de un fósforo.

Oyéndolos, D. Ángel sentía en su alma profunda pena, sabedor, como era, de dos sucesos   —259→   igualmente deplorables: el desaire que había hecho la pícara a las gracias y perfecciones del soldado de Cristo y su detestable afecto a un extranjero impío; pero respetando los designios de Dios, bajaba sus párpados orando para sí, y enlazaba los dedos de ambas manos, rozando una con otra la yema de los pulgares.

-Dios lo ha dispuesto así -pensó.

Romero bajó también a saludar a la señorita de la casa.

-Una queja tengo de usted, señor cura -le dijo Gloria después que le oyó alabarse de sus recientes hazañas.

-¿Cuál, querida niña? ¿Una queja de mí?

-Que mandara usted arrojar de la sacristía al pobre Caifás. ¿No es un dolor?...

-¡Ah! ¡tunante, borracho!... Pero no debe quejarse, pues según me han dicho está hecho un potentado...

-¡Ah! sí... -murmuró Gloria turbándose.

-Al entrar en Ficóbriga, supe que Mundideo ha pagado todas sus deudas, y desempeñado toda su ropa... Vamos, que está rico.

-Mi sobrina y yo -dijo Su Ilustrísima sonriendo-, le dimos algún socorro; pero no era para tanto. Si no se ha repetido el milagro de la multiplicación de los panes...

-Para milagros estamos -añadió el cura-.   —260→   Aquí no hay tal vez sino latrocinio. ¡Oh! es mucho pájaro aquel Caifás.

-¡Señor cura, por Dios! -exclamó Gloria con indignación.

-Qué, ¿me equivoco? ¿Pues de dónde saca Caifás tanto dinero?

-Se lo habrá dado alguien.

-¡Oh! sí... eso dice él. ¿Pues no tiene la poca vergüenza de decir que Daniel Morton se lo dio?

-Y será verdad.

-Yo no lo creo. D. Juan Amarillo que entiende mucho de estas cosas me ha dicho que está alarmadísimo... Ha contado su dinero; está seguro de que no le falta nada... sin embargo, no puede desechar cierto recelo...

-Sí -dijo D. Juan que a la sazón entró-. En todo Ficóbriga no se habla más que de las riquezas de Caifás. Parece que me está componiendo la casa. Vamos, yo no salgo mal.

-Mi opinión -afirmó el cura-, es que no debe levantarse mano hasta averiguar lo que hay en esto. Ya el juzgado está decidido a intervenir.

-¿Por qué? ¡Es una iniquidad! -exclamó Gloria con ardor-. Esto no debe consentirse... y no lo consentiremos.

-Ya está mi hija en su elemento -dijo   —261→   Lantigua-, es decir, ocupándose excesivamente y con grande furor de una frívola cosa, que nada le interesa.

-Me ocupo de salvar de la calumnia a un inocente.

-¿Y cómo sabes tú que es inocente? Vamos a ver... Lo mejor es no hacerte caso, y dejarte con tu tema... Conque, señores, vámonos a comer. Hoy es día de alegría.

El cura les detuvo antes de pasar al comedor, y solemnemente habló así:

-Señores, señores...

-¿Tenemos discursos? -preguntó D. Juan viendo que después del vocativo, el buen párroco alzaba el brazo derecho en la actitud más ciceroniana.

-Señores, espero que mañana todos los presentes, empezando por Su Ilustrísima el reverendo obispo de *** y acabando por nuestro insigne y valeroso diputado Sr. del Horro, me honrarán aceptando mi mesa y una hidalga reunión en mi finca del Soto de Briján. De esta manera sencilla y por medio de una frugal comida pienso que celebremos nuestra victoria, sin ruido, sin mundano estrépito, sin pompa, sin jactancia, como se reunían los primitivos cristianos en aquellos piadosos banquetes...

D. Juan vio que el cura iba tomando un   —262→   tonillo de sermón harto enojoso en hora de grande apetito, y dijo así:

-Aceptado, aceptado. Mas por ahora vamos a lo que está más cerca. A la mesa, señores.

Bien pronto estuvieron todos reunidos en la mesa de D. Juan, que era suculenta a pesar de ser vigilia por marcar el Almanaque el 24 de Julio.

-¿Conque aceptan ustedes? -preguntó Romero.

-¡Comilonas! -dijo Su Ilustrísima-. Por mi parte doy las gracias al señor cura.

-Si Usía Ilustrísima no gusta de este festejo -dijo Romero con sumisión-, renunciamos a él.

-No, hijos míos, ¿por qué? Celébrese el banquete, que ya supongo ha de ser frugal y decoroso. Pero no asistiré: primero, porque no gusto de festines; segundo, porque celebran ustedes con él un acto político, y yo huyo de los actos políticos.

-Siento en el alma que Su Ilustrísima no nos acompañe -dijo el cura-. ¿Acaso vamos a celebrar una orgía? El salmista ha dicho: «Banqueteen los justos». Et justi epulentur.

-Et justi epulentur et exultent in conspectu Dei -añadió vivamente el prelado-. «Y regocíjense en la presencia de Dios». No violentemos   —263→   los sagrados textos, señor cura, ni sostengamos que el inspirado David nos recomienda la glotonería.

-¡Oh! Ilustrísimo Señor -exclamó el párroco-, lo que Usía diga esa será mi ley!

-Pues digo que celebren ustedes su banquete profano; pero que no me inviten a él porque no voy. Por la tarde, luego que hayan ustedes comido, alargaré mi paseo hasta allá. No es muy lejos.

-No hay más que bajar a la ría, pasar el puente de Judas, subir los prados de D. Juan Amarillo, y en seguida se llega al Soto.

-Ya, ya sé el camino.

Entró un criado con una carta para don Juan. Este la abrió y después de recorrerla con la vista, dijo:

-Es de Daniel Morton. Me escribe anunciando que se embarca mañana por la mañana y se despide de todos.

D. Ángel miró con disimulo a su sobrina. Fuerte, animosa, heroica, Gloria recibió el golpe sin dar a conocer las grandes sacudidas de su alma angustiada. Sólo D. Ángel, sabedor de todo, creyó distinguir una extraña neblina en el rostro de la joven. D. Juan la miró también. Quizás se hubiera entablado conversación sobre Daniel Morton; pero entró el señor de   —264→   Amarillo, y quieras que no, tuvo que sentarse a la mesa y tomar un bocado, aunque con prisa, porque el juez le estaba esperando para ver qué resolución se tomaba en el negocio de Caifás. D. Juan de Lantigua, a quien consultó, dijo de este modo su opinión:

-No veo razón alguna para molestar a Mundideo, mientras no se le pruebe que ese dinero ha sido mal adquirido.

-Es que se le probará.

-¿Le falta a usted algo en la caja?

-No señor; pero el dinero no sale de la tierra como la yerba. Caifás ha robado a alguien. Propongo que todos los vecinos de Ficóbriga recuenten sus fondos, y mientras tanto que José Mundideo sea puesto a la sombra.

-Pero la ley...

-Qué ley, ni ley...

-Sr. D. Juan -dijo el cura-, ¿quiere usted venir a comer mañana a mi casa del Soto?

-Ya sé que han ganado ustedes las elecciones. ¡Bien por el ejército de Cristo! -exclamó Amarillo con entusiasmo.

Y levantándose al instante con una copa de vino en la mano, añadió:

-Propongo un brindis, señores. Brindo por Su Ilustrísima D. Ángel de Lantigua, el glorioso hijo de Ficóbriga, el apóstol más ferviente   —265→   de los apóstoles españoles, el modelo de virtudes, de quien todos debemos tomar ejemplo, el varón piadoso, el justo...

-Por Dios, por Dios -dijo Su Ilustrísima tapándose los oídos y todo confundido y turbado-. Basta de incienso, D. Juan, basta, basta. El mejor brindis que usted puede dirigirme y el único que le agradeceré, es no molestar al pobre Caifás.

Todos los presentes besaron el anillo al prelado, y cuando este se retiró, tomaron café.



  —266→  

ArribaAbajo- XXXIII -

Ágape


El día de Santiago había una especie de feria en Ficóbriga, es decir, venta de ganado en la pradera, un novillo corrido en la plaza, diversos puestos de frutas y pastas, vinos y licores, algo de teatros, bailes del país, y por la noche gran función de fuegos artificiales. Pero el principal festejo del día debía ser el banquete con que D. Silvestre Romero, espléndido en todas sus cosas, obsequiaba a sus amigos en el Soto de Briján.

Desde muy temprano innumerables servidores no daban paz a las manos ni a los pies, apercibiéndolo todo con arreglo a las instrucciones del buen párroco, tan perito en estas materias. Llegaban las provisiones en repletos carros del país, cuyas ruedas sin engrasar gemían al subir la cuesta en cuyo alto término estaba la finca.

  —267→  

Era admirable la diligencia que ponía en tan grande faena la señora Saturnina, a quien podremos llamar archiama, por ser como gobernante de las dos o tres amas y demás servidumbre del opulento cura. Puede decirse que la excelente mujer no durmió en la noche del 24, porque toda ella se la pasó de claro en claro, ora batiendo huevos, que por centenares fueron vaciados en un desaforado artesón; ora desplumando aves, que al anochecer perecieron en horrorosa hecatombe.

Pero la gran batahola fue por la mañana cuando, encendida la cocina, dio principio el fuego a su gran obra, y las cacerolas empezaron a murmurar, y el humo y los espesos vapores olorosos, llenando parte de la casa, salían al campo como nuncios benditos de la gran hartazga que se disponía. D.ª Saturnina y cuantas la ayudaban no tenían manos para tomar quién los papelillos de las especias, quién la nuez moscada o el limón o la canela; y espumando guisados, o albardando fritos, o batiendo ensaladas, o templando sopas, parecían traer entre manos el sustento de un ejército.

A hora conveniente, dos jayanes pusieron sobre la mesa del comedor un mediano monte de pan, mientras no lejos de allí se preparaban la vajilla y la mantelería. Cestas ventrudas   —268→   parían dulces a montones, obra de hábiles monjas; y de un barrigudísimo tonel iban sacando el rico vino añejo de Rioja, el cual, después de hacer buches y remolinos en un embudo de latón amoratado por el uso, se colaba dentro de las botellas, sonándolas como bocinas. D.ª Saturnina no olvidaba ninguna de las operaciones, poniendo sus ojos en todo para que nada se retrasase, y hasta dispuso ella misma los ramos de flores que se debían colocar en la mesa, los palillos, el aguamanil y otras menudencias y accesorios de una buena comida.

Medio día era por filo cuando los convidados salieron de Ficóbriga, con un sol que aun en aquellas frescas tierras abrasaba. Delante venían en el coche de Lantigua, D. Juan, el cura y Rafael. Seguían luego en otro coche D. Juan Amarillo con el teniente cura y dos beneficiados de las cercanías, y después, en un breck, los demás convidados, que eran amigos venidos para tal solemnidad de la capital de la provincia. Total: once bocas.

Sentados los comensales, bendijo D. Silvestre la comida, y comenzó el stridor dentum.

Había tenido D.ª Saturnina la feliz idea de poner la mesa fuera de la casa, en medio de la frondosa huerta, y a la sombra de dos o tres   —269→   álamos, que con sus ramas la cubrían toda, dejando tan sólo penetrar algunos rayos de sol que caían aquí y acullá, como si hubieran sido salpimentados con luz los manteles. Aquí brillaba un melocotón, allí el cuello de una botella, más allá un salero, más lejos la calva de D. Juan Amarillo.

En cuanto a la parte principal del banquete, que era la comida, todos los elogios que de ella se hagan serán pálidos ante la realidad de su abundancia y el exquisito sabor de toda ella, si bien era más rica que fina, algo a la pata la llana, demasiado suculenta, comida española de esa que parece hecha para estómagos de gigantes y más para atarugar rústicos cuerpos que para deleitar delicados paladares.

Vierais allí la sopa de arroz calduda, que bastaba por sí sola a dejar ahíto al más hambriento, y después los pollos con tomate, precediendo a las magras también entomatadas, para hacer lugar a los finísimos pescados cantábricos en picantes escabeches, o nadando en salsas ricas. Entre ellos venían las bermejas langostas mostrando la carne como nieve dentro de la destrozada armadura roja, y los sabrosos percebes, como patas de cabra, y luego volvía el imperio de la carne representado en   —270→   piezas adobadas del animal que mira al suelo; siguiendo a esto chuletas con forro de fritura, y otras viandas riquísimas y olorosas, acompañadas por delante y por detrás de aceitunas, pepinillos, rajas de queso flamenco o del país, anchoas y demás aperitivos, sin que faltaran calabacines rellenos, en los cuales no se sabía qué admirar más, si el especioso sabor del alma o la dulzura del cuerpo, y también gran copia de colorados pimientos, que como llamas de fuego iban de boca en boca.

¿Y qué diremos de los vinos, algunos de ellos de las mejores estirpes andaluzas? ¿qué de los dulces y platos de leche, que bastarían para hartar a todos los golosos de la cristiandad? Por último, el generoso olor del tabaco habano se dejó sentir, y una azulada nube flotó sobre la mesa, envolviendo el grupo de convidados en sensual atmósfera.

El anfitrión D. Silvestre Romero (la moda nos obliga a darle aquel nombre) había comido bien; D. Juan de Lantigua, no había hecho más que probar los platos. Rafael del Horro estuvo muy parco y D. Juan Amarillo devoraba. Los demás no desairaron a D. Silvestre. Este se desvivía porque todos comieran mucho, y no tenía consuelo al ver que no se atracaban como él, y a cada instante les excitaba   —271→   echándoles en cara su desgana y presentándoles los platos para que repitiesen.

Fue digno de notarse un incidente de la comida, por la semejanza que ofrecía con casi todos los banquetes políticos que se celebraban en Madrid. Rafael del Horro propuso que el ramillete puesto en el centro de la mesa se enviase a la señorita de Lantigua.

Cuando fumaban, D. Silvestre creyó que debía tomar la palabra, y lo peor fue que la tomó.

-Queridos hermanos y amigos míos -dijo-, nos ha reunido aquí la celebración de un triunfo. Porque ha sido un triunfo grande, inmenso, que nos ha de conducir a una victoria aún mayor, a la victoria de la verdad sobre el error, de la virtud sobre el vicio, de Dios sobre Satanás.

-Muy bien -repuso D. Juan Amarillo abriendo los diminutos ojos que había cerrado poco después de la última copa.

-Hemos combatido como buenos -añadió el cura, que gustaba de emplear, hasta en los sermones, símiles guerreros-, y seguiremos combatiendo. En los libros santos se ha dicho: «Y tú, Jehová, Dios de los ejércitos, no hayas misericordia de los que se rebelan con iniquidad... Acábalos con furor, acábalos y no   —272→   sean; y sepan que Dios domina en Jacob hasta los confines de la tierra». Y en otro pasaje: «Fuego irá delante de él y abrasará en redor sus enemigos». Nuestra obligación es, pues, combatir, ya que las cosas han llegado al extremo de tener que emplear sus infames armas. ¡Oh! señores, si yo tuviera la elocuencia y la erudición de mi ilustre amigo el gran católico D. Juan de Lantigua, os diría a qué extremos llegan la impiedad y la osadía de los revolucionarios, y el aprieto en que quieren poner a los hombres religiosos y píos; si yo tuviera, repito...

D. Silvestre se atragantó ligeramente. Todos le oían con serenidad; en los labios de D. Juan vagaba una sonrisilla que parecía decir:

-Más vale que te calles, pedazo de alcornoque.

-Pero, en fin, no lo tengo -añadió el cura atleta-, no tengo ni esa erudición pasmosa, ni esa elocuencia arrebatadora; y así es bien que le ceda la palabra...

-¡Oh! si el Sr. D. Juan nos concediera oír su palabra... -dijo Amarillo cabeceando.

Lantigua se puso la mano en el pecho y tosió.

-Señores, no puedo -dijo con humildad-.   —273→   Rafael, hable usted, que lo hará mejor que yo.

Del Horro se excusó con frases de modestia; pero al fin, no pudiendo resistir a la sugestión de todos los convidados que a un tiempo le apretaban para que hablase, se levantó, limpió las gafas, se las puso, y arqueando las cejas, habló de este modo:

-Señores, ninguna voz más desautorizada que la mía para dirigiros la palabra. Joven, sin experiencia, sin conocimientos, me falta autoridad. Válgame por las prendas de que carezco, mi acendrada fe, mi sincero amor al catolicismo, los esfuerzos que he hecho en mi limitada esfera para conseguir el triunfo práctico de la Iglesia, de esa amorosísima madre nuestra, por quien vivimos, por quien alentamos, por quien respiramos. Dios ha querido que el más indigno de sus soldados, el más pequeño de sus servidores alcance hoy un triunfo material en las contiendas que han establecido los inicuos. Él me dé fortaleza para defenderle; Él dé a mi labio, energía a mi corazón, vigor a mi espíritu. Estote ergo forte in bello. «Sed fuertes en la guerra».

»Inmensa, asquerosa, pestilente lepra cubre el cuerpo social. El llamado espíritu moderno, dragón de cien deformes cabezas, lucha por derribar el estandarte de la Cruz. ¿Lo permitiremos?   —274→   de ninguna manera. ¿Qué valen algunos centenares de inicuos depravados contra la mayoría de una Nación católica? Porque no sólo somos los mejores, sino que somos los más. Alcemos en esta Cruzada el glorioso estandarte, y digamos: «Atrás, impíos, malvados sectarios de Satanás, que contra el reino de Nuestro Señor Jesucristo no prevalecerán las puertas del infierno». Y luego, volviendo mi humilde rostro hacia el Oriente, distingo una venerable y hermosa figura. Al verla llénase mi corazón de intensísima congoja y las lágrimas acuden a mis ojos, considerando el aflictivo estado en que los perversos tienen al que es antorcha esplendorosísima que ilumina el mundo. Lleno de admiración y respeto exclamó: «Grande eres, ¡oh! Pedro, no sólo por tus bondades, sino por tus martirios. También de ti se puede decir que rasgaron tus vestiduras y sobre ellas echaron suertes. ¡Ay de los impíos que después de despojarte te han encarcelado! Ya les arreglarán los demonios en el infierno. En tanto, ¡oh Pastor Santo! yo te saludo con lágrimas en los ojos, yo canto un hosanna amorosísimo en tu presencia y te pido la bendición para que se redoblen mis fuerzas, se enardezca mi espíritu y no desmaye en la gran contienda que se prepara».

  —275→  

Terminado el discurso del valeroso joven, recibió apretados abrazos de todos los concurrentes, y entonces D. Juan de Lantigua, sin dejar su asiento, y con gran atención y religioso silencio de todos dijo lo siguiente:

-¿Me atreveré, queridos amigos y hermanos míos, a haceros presente que para esta lucha a que la impiedad y malvada desvergüenza de los revolucionarios nos llama, no bastan, no, la finura y el temple de las armas, ni el denuedo de los varoniles brazos? La mejor arma es la oración y el más terrible baluarte las virtudes y el buen ejemplo. Seamos buenos, píos, caritativos, fervientes católicos, y tendremos asegurado la mitad del triunfo. Tengo el sentimiento de declarar, porque así lo reconozco, que el espíritu religioso está muy enflaquecido entre nosotros. Se habla mucho de batallar y poco del amor de Dios. Inter vos dormiunt multi, «entre vosotros duermen muchos». Es preciso que todos despierten, porque la tempestad está encima; es preciso que despierte no sólo la carne sino el espíritu. ¿No habéis conocido que entre nosotros cunde desparramada la herejía? ¿No veis que hasta los más fuertes han caído? ¿No veis que el racionalismo y el ateísmo han robado muchas almas al seno de Dios? ¿No veis que disminuye cada día el número de los fervorosos   —276→   católicos y aumenta el de los indiferentes? He aquí un mal demasiado grave para conjurarla fácilmente. Yo os digo: no sólo es preciso batallar, sino predicar: no sólo ha llegado la hora de la pelea, sino del ejemplo santo. Abnegación, paciencia, martirio. He aquí tres palabras mágicas que superan en eficacia a los más finos y cortantes aceros.

-Muy bien, muy bien. ¡Viva el Sr. Lantigua! -exclamó D. Juan Amarillo sin poderse contener.

-... Aborrezco las exclamaciones y detesto las apoteosis de hombres. No se debe enaltecer más que a Dios; no se debe glorificar sino a Aquel que era, como dice David, antes que nacieran los montes y desde el siglo y hasta el siglo. Continuando, pues, mis observaciones, diré que los males que he indicado y esta general corrupción y ponzoña provienen de los maleficios extranjeros que han dañado nuestro cuerpo. Gozaba España desde edades remotas el inestimable beneficio de poseer la única fe verdadera, sin mezcla de otra creencia alguna ni de sectas bastardas. Pero los tiempos y la maldad de los hombres han traído un poder civil que, por obedecer a los malvados de fuera, ha dejado sin amparo a la Iglesia, cuando el deber de la potestad civil, como dijo San Félix, es   —277→   dejar a la Iglesia católica que haga uso de sus leyes, no permitiendo que nadie se oponga a su libertad.

»¿Qué sucede, pues? Que el error ha fundado mil cátedras en nuestro suelo. Espantaos, católicos: según los enemigos de Dios, la preciosísima unidad de nuestra fe es un mal, y para remediarlo, piden que se abra la puerta a los cultos idólatras, a los errores de la Reforma, a los desvaríos del racionalismo, semejantes a despropósitos de hombres borrachos. Ved aquí por qué corren las más asquerosas doctrinas como arroyos de inmundicia, cuando desatadas las cataratas del cielo, rompen las aguas el dique de los muladares, y el fango de los campos es arrastrado entre materias putrefactas y miserables cuerpos muertos.

»No y mil veces no. O España dejará de ser España, o su suelo se ha de limpiar de esta podredumbre y en su claro cielo volverá a brillar único y esplendoroso el sol de la fe católica. Yo de mí sé decir que esta idea puede en mi espíritu más que todas las ideas, más que todas las afecciones, más que la vida y que cuanto existe. Por ver realizada esta idea y extirpado el cáncer que empieza a devorarnos, diera mil veces cuanto poseo, la paz de mi familia, mi familia misma, mi persona miserable.   —278→   Tengo el ardor de los verdaderos creyentes, señores, y mi fe no está en los labios, sino en lo profundo del alma.

»Si no lucháis por tan grandioso fin, más vale que no luchéis; si no trabajáis con todas las fuerzas del espíritu, con la oración, con el ejemplo, con la caridad, más vale que os arrinconéis, cual mujeres, dejando a otra generación más varonil la santa empresa».

No dijo más, porque estaba fatigado, y en verdad había dicho bastante. Todas sus palabras fueron de oro, según la expresión de don Juan Amarillo. Las felicitaciones no podían ser más delirantes. Reinaba gran entusiasmo en la reunión, y quizás, quizás se hubiera atrevido a tomar la palabra el cura, si Rafael, mirando el camino, no viese a Su Ilustrísima D. Ángel de Lantigua, que lentamente se acercaba. Entonces dijo con lengua y expresión místicas:

-He aquí que se acerca el que viene en nombre del Señor.

Y todos salieron a recibirle.



  —279→  

ArribaAbajo- XXXIV -

En el puente de Judas


Mientras una docena de laicos arreglaban así, después de comer bien, los asuntos de la Iglesia católica, D. Ángel de Lantigua, separándose de su sobrina, a quien dejó rezando en la iglesia, marchaba por el camino real en dirección al puente de Judas, con objeto de visitar a sus amigos reunidos en el Soto. Acompañábanle a un lado y otro su secretario y el paje, y seguíanle varios cojos, tullidos y toda la pobretería del camino, anhelantes de que les echase bendiciones, pues algunos las estimaban en más que las limosnas que recibían.

El santo varón con el alma gozosa como de costumbre iba departiendo afablemente con sus dos adláteres, cuando al entrar en el puente de Judas (cuya fábrica de palo era en extremo   —280→   frágil) notó que este se estremecía bajo sus pies. Mas no tardó en hallar la razón de la sacudida, porque por la otra cabeza del puente acababa de entrar un hombre a caballo. Galopaba.

-¡Eh! caballero -le gritaba el guarda-. Está mandado que por aquí se vaya al paso.

El jinete era Daniel Morton. Luego que vio a Su Ilustrísima, observando al mismo tiempo la estrechura del puente, semejante en esto al que tienen los mahometanos para entrar en el paraíso, detúvose y echo pie a tierra.

-¡Ah! Sr. Morton -exclamó D. Ángel con estupor, sintiendo que de improviso se desvanecía el gozo de su alma.

Daniel le besó el anillo con gran respeto, y descubriéndose dijo:

-¿No esperaba Su Ilustrísima verme otra vez en Ficóbriga?

-No, seguramente. Ayer recibió mi hermano una carta en que usted le anunciaba su viaje.

-Pues Dios no ha querido que me vaya hoy.

-Cuidado: no hay que echar la culpa de todo a Dios -dijo el prelado gravemente-. Dios lo habrá permitido; pero no lo habrá querido.

  —281→  

-Con perdón de Usía Ilustrísima -afirmó Morton-, pienso que lo ha querido. Yo estaba en el muelle de X... junto a mi equipaje, esperando el bote que me había de conducir a bordo del vapor, cuando sentí que una mano muy pesada me tocaba al hombro; volvíme y vi a Caifás, Sr. D. Ángel, con el semblante más angustiado que puede imaginarse.

-Ya, ya voy comprendiendo.

-Caifás se puso de rodillas delante de mí y me dijo: «Señor, en Ficóbriga aseguran que he robado, en Ficóbriga dicen que el dinero que tengo no es mío. El juez me amenaza y todos piden que Caifás el feo, Caifás el malo, Caifás el idiota vaya a la cárcel. Yo, quebrantando mi palabra, he dicho que usted me sacó de la miseria; pero nadie cree al humilde, y D. Juan Amarillo, soberbio entre los soberbios clama contra mí...». En resumen, señor obispo, he tenido que detener el viaje para sacar a ese hombre de tan mal paso, pues si así no lo hiciera, la limosna que le di, y que nada vale en verdad, se trocará en vilipendio suyo sumergiéndole más en la miseria.

-¡Buen pensamiento y excelente acción! -dijo el prelado seriamente-. Ella es tal que se le puede permitir a usted el paso de este puente, que de otro modo le estaría vedado. Adelante,   —282→   pues, y no se me detenga usted en Ficóbriga.

Despidiole bondadosamente aunque con sequedad, y Morton siguió su camino hacia Ficóbriga, mientras D. Ángel no paraba en el del Soto; pero a cada diez pasos volvía la cabeza para ver qué dirección tomaba el hamburgués. Viole marchar hacia la Cortiguera, donde vivía Caifás, y con esto Lantigua sintió calmarse la zozobra que empezó a alborotar su espíritu.

Cuando el obispo estuvo cerca del Soto, toda la servidumbre y deudos del cura, con las amas a la cabeza y D.ª Saturnina al frente de estas, a la manera de tambor mayor, salieron a recibirle y besarle el anillo, de lo que resultó no poca confusión. Y al mismo tiempo le aclamaban con gritos y decían: «Viva la gloria de Ficóbriga».

Hasta que el venerable atravesó la portalada de la huerta, no cesaron las importunidades de la plebe.

-Aún están aquí los restos del festín -dijo el prelado viendo la desordenada mesa-. Ha sido buena idea ponerla al aire, porque hace un calor sofocante.

-Pues me parece que no pasará la tarde sin llover, señores -dijo el cura husmeando el horizonte-.   —283→   ¿No quiere Su Ilustrísima tomar chocolate?

Al punto trajeron los cangilones, y D. Ángel se sentó en un banquillo rústico. Rodeáronle todos, menos Sedeño y Rafael del Horro, que se apartaron para leer un suelto del periódico.

-Sr. D. Silvestre -dijo el prelado cuando empezó a tomar chocolate-. ¿Lloverá esta tarde?

-Me temo que sí. Está la atmósfera muy cargada. Tendremos vendaval, y fuerte. Así se puso el tiempo el día que naufragó el Plantagenet. ¡Qué día, señores, qué día!

-¡Fue tremendo! -dijo Su Ilustrísima-. ¿A quién creen ustedes que acabo de encontrar ahora al pasar el puente de Judas?... ¿No lo adivinan ustedes? Pues al mismo D. Daniel Morton en persona.

-¿Iba a Ficóbriga? -preguntó con mucho interés D. Juan Amarillo.

-Allá iba... Parece que él fue quien le dio a Caifás...

-Quien no te conoce que te compre -dijo el usurero ficobrigense, guiñando el ojo-. No creo en tales limosnas, aunque ese extranjero debe de ser hombre muy adinerado...

-Entonces bien podía hacer una limosna...

-Precisamente lo que no creo es la limosna,   —284→   lo que no creo es una generosidad de tal calibre. Aquí no somos bobos, Sr. Morton; aquí en España no nos mamamos el dedo y sabemos conocer a los pillos...

-Amigo D. Juan -manifestó Su Ilustrísima devolviendo el pocillo de chocolate-, Jesucristo dijo: «No juzguéis para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados...».

Y variando al punto de tono y de asunto, añadió:

-Es una gloria esta huerta de D. Silvestre. Aquí todo prospera, y el trabajo y esmero del cultivo son frutos de bendición. Ojalá sucediera lo mismo en toda nuestra España, y tras de cada siembra de sanos consejos y exhortaciones viniese una cosecha de buena conducta. ¡Qué manzanos, qué perales, qué melocotoneros!

D. Silvestre vio llegado el momento de saborear uno de los más dulces placeres de su regalona vida, enseñar su huerta. Levantose el prelado, y Romero fue delante mostrando las hermosas castas de perales alineados en espaldera los unos, sustentados otros por alambres gordos y todos ellos frondosísimos y cuajados de peras. Las había bergamotas, duquesas, amantecadas, pardas, de invierno y de   —285→   otros muchos linajes exóticos. El cura hacía fijar la atención en los ramilletes de frutas verdes aún, y las tomaba en la mano para mostrarlas, diciendo: -¿Pero ven ustedes qué peras? En toda la provincia no hay nada que se les compare.

Mientras esto sucedía, D. Juan Amarillo había llevado aparte a D. Juan de Lantigua para hablarle de un negocio importante.

-No nos alejemos mucho -le dijo el literato y jurisconsulto-, porque me parece que va a llover esta tarde.



  —286→  

ArribaAbajo- XXXV -

Los juicios de Dios abismo grande


Morton detuvo su caballo en la Cortiguera y Sildo le dijo:

-Padre vendrá en seguida. Ha ido a rezar a la iglesia.

No tardó en aparecer Caifás.

-Aquí me tienes -le dijo Morton-. Llévame a donde quieras; pero despacha pronto, porque he de volverme a X... antes de anochecer. ¿Dónde está ese juez que no cree que los hombres tengan dinero si no es robándolo?

-Si vuecencia me quisiera acompañar a casa del escribano D. Gil Barrabás, hermano de don Bartolomé Barrabás, y firmarme un papel diciendo que me hace donación de los diez ocho mil reales...

-Anda delante y guía a casa de Barrabás.

-¡Oh, señor, cómo podré pagarle a vuecencia tantas bondades!...

  —287→  

-Que Sildo me tenga el caballo y lo cuide aquí mientras volvemos. Esto no durará mucho.

Media hora después Morton volvió con Caifás a la Cortiguera; pero uno y otro miraron a todos lados. ¡Oh sorpresa de las sorpresas! Ni Sildo ni el caballo estaban allí.

Y sucedió que Sildo, al tener las riendas del generoso animal, sintió en su alma un vivísimo impulso de caballero, es decir, que deseó montarle. En los doce años de su edad, el pobre chico no había oprimido los lomos de ningún caballo.

-¡Si yo me montara en él -dijo-, y diera dos pasos de aquí a los Cinco Mandamientos, cómo se reirían mis hermanos!

La vanidad se amparó de su alma. La serpiente dijo en su oído palabras dulcísimas, y Sildo oyó claramente: «Sube en el caballo del bien y del mal y montarás como el Sr. Morton, y como él serás gallardo y hermoso».

Es difícil detenerse en la pendiente de los goces. Sildo fue de los Cinco Mandamientos a la ladera del Rebenque, y del Rebenque atravesó todo el prado de la Pesqueruela, y después de un poco más allá y siempre más allá. Cuando quiso detener el caballo no pudo, y este emprendió   —288→   a correr, no pareciendo dispuesto a parar en media provincia. Celinina y Paco indicaron que Sildo había corrido hacia la Pesqueruela. Marcharon allí a toda prisa Morton y Caifás; pero no vieron nada. Bajaron a la playa por el pinar; mas el jinete no parecía por ninguna parte, y las noticias que adquirían de los transeúntes eran contradictorias. Desesperado estaba Daniel por aquel accidente, y más desde que le pareció ver en el cielo síntomas de mal tiempo. Caifás se encomendaba a todos los Santos y rezaba Padre Nuestros a San Antonio. Por último discurrieron buscar cada uno por un lado y reunirse en la Cortiguera. Separáronse, pues, en el pinar.

Pero Morton, cansado, al fin, de buscar en vano su caballo, decidió volverse a pie. Por no atravesar el centro de Ficóbriga, dio un gran rodeo y pasó por detrás de la Abadía. Llegando al callejón que da entrada por Oriente al atrio de ella, sintió gemir los viejos goznes de la puerta. Miró y vio salir a la señorita de Lantigua. En presencia de una visión sobrenatural, Daniel no hubiera experimentado tan vivo sacudimiento en todo su ser. El primer impulso fue correr tras ella, pero se contuvo y en uno de los huecos del carcomido muro se incrustó como estatua. Gloria tomaba el camino   —289→   de su casa. Pasó como los pensamientos placenteros que al modo de relámpagos cruzan la mente en horas de tristeza.

Morton la vio desaparecer en la revuelta de una calle, e instintivamente salió de su escondite para correr tras ella.

-¡Qué esté condenado a no verla más!... -pensó-. ¡Ni una vez siquiera!...

Le siguió a mucha distancia, deteniéndose cuando estaba demasiado cerca, adelantándose cuando se quedaba muy lejos. Por fin, cuando Gloria entraba en el jardín de su casa, Morton dijo para sí:

-Todo acabó. Ahora me marcharé.

Poco antes de decidirse a partir estuvo media hora sentado sobre una piedra en cierta calleja que por un lado salía a la plazoleta y por el otro a las pendientes que bajaban al mar.

Una pesada y tibia gota de agua, cayendo sobre su mano, le sacó de su abstracción. Mirando al cielo, vio una nube amarilla con intensos cambiantes grises, y pudo observar el aire sofocante. Sopló un brusco viento que hizo remolinos de polvo, y empezaron a caer gruesas gotas que manchaban el suelo con redondeles negros, como si llovieran piezas de dos cuartos. Buscando donde guarecerse, salió Daniel de la calleja, penetró en otra, y al fin pudo hallar   —290→   una gran teja vana, bajo la cual se abrigó perfectamente.

Entonces descargó una lluvia tremenda, espantosa, un diluvio que parecía inundar la tierra y desleír a Ficóbriga.

-Así llovía sobre el pobre Plantagenet el día del naufragio -pensó Morton-. ¡Pobre de mí! Las tempestades me trajeron y las tempestades me llevan. ¿Quién puede penetrar los designios del Señor?

Después, mirando al cielo que se descuajaba en rayos y se vaciaba en chorros de agua, dijo así:

-«Viéronte las aguas, oh Dios, viéronte las aguas, y temieron y temblaron los abismos... Las nubes echaron inundaciones de agua, tronaron los cielos, y discurrieron tus rayos... Anduvo en derredor el sonido de tus truenos; los relámpagos alumbraron el mundo; estremeciose y tembló la tierra... En la mar fue tu camino, y tus sendas en las muchas aguas; y tus pisadas no fueron conocidas»8.

La tempestad acabó de oscurecer la tarde que ya se acababa. Morton miró a la casa de Lantigua, que frente a él estaba por el costado del Oeste, y vio luz en las habitaciones altas.

  —291→  

-Ya están ahí todos los de la casa -pensó-. Gloria, con sus encantos que la igualan a los ángeles, alegra las horas de los dos ancianos... ¡Oh! Dios mío, ¡qué felices son!

Pasó algún tiempo más. Las calles eran ríos. Los tejados vaciaban agua, cual si sobre ellos se rompiesen las compuertas de un estanque; la lluvia azotaba con sus mil látigos las paredes; corría la gente despavorida. Por fin, después de media hora de diluvio pareció que se había concluido el agua de los cielos. Adelgazáronse los chorros. La nube de verano pasaba y la Naturaleza tendía a serenarse con la rapidez del que se encoleriza por broma.

-Me parece que podré seguir -pensó Morton-. Pero, ¡cómo habrán quedado esos caminos!... Está escrito que no naufragué yo una vez sola en Ficóbriga, sino dos.

Esto pensaba cuando sintió gritos y voces en la plazoleta y también dentro del jardín de Lantigua. Mucha gente se reunía allí. Daniel acudió tranquilamente primero, y a toda prisa cuando sintió entre las distintas voces de alarma la voz de Gloria.

-¿Qué ocurre? -preguntó al primero que encontró en la plazoleta.

-Que con la mucha agua se ha roto el puente   —292→   de Judas, y la señorita Gloria está asustada porque el Sr. D. Juan y el señor obispo no han vuelto todavía del Soto.

Morton halló abierta la puerta de la verja y entró. Lo primero que vieron sus ojos fue a Gloria, que atravesaba el jardín. Estaba envuelta en un mantón encarnado, y en su cara y en sus pestañas brillaban algunas gotas de la escasa lluvia que aún caía. El frío y el espanto la hacían temblar, cubriendo de palidez su hermoso rostro.

-¡Daniel! -exclamó sobrecogida-, ¿qué buscas aquí?...

Y corrió hacia la casa. Morton la siguió.

-¡Jesús crucificado! -añadió Gloria-; ¿no sabes... no sabe usted lo que pasa? La lluvia ha destruido el puente de Judas. Mi padre y mi tío deben de haber salido ya del Soto... Yo no puedo vivir en esta incertidumbre...Yo corro allá.

Volvió a salir.

-Si no se puede pasar -dijo uno.

-Se puede pasar -afirmó otro-. Francisquín el del cura acaba de venir del Soto. Hay un tramo medio roto; pero agarrándose bien se puede pasar.

-¿Decís que ha venido Francisquín? -preguntó Gloria con viva ansiedad.

  —293→  

-Sí, señorita; ahí está con un recado del señor.

-¡Francisquín, Francisquín! -gritó Gloria desde la verja.

Un muchacho pequeño y colorado, húmedo todo desde la cabeza hasta los pies, como una deidad de los ríos, penetró en el jardín.

-¿Y mi padre, y mi tío? -preguntó la señorita.

-No tienen novedad; pero no pueden pasar para acá en coche, y a pie con mucho trabajo. La crecida es grande.

-¿Te dieron algún recado para mí?

-Sí, señorita; que esté usted sin cuidado; que todos los señores se quedarán en el Soto esta noche, y vendrán mañana, subiendo hasta Villamojada para coger el puente de San Mateo, aunque yo creo que se podrá pasar mejor en lanchas.

-¡Gracias a Dios! -dijo Gloria-. Ya estoy tranquila.

Entonces fijó sus ojos en Daniel Morton. Desvanecido todos sus temores, su espíritu se ocupó por entero de aquella aparición singular.

-Adiós -dijo el extranjero-. Puesto que de nada sirvo aquí...

  —294→  

Gloria se detuvo un instante turbada y confusa.

-Adiós -repitió-. ¿No estabas ya en camino de Inglaterra? ¿Ha naufragado otra vez el vapor? ¡Jesús! ¡Vienes siempre con las tempestades!... ¿Por qué estás aquí?... ¿Cómo estás otra vez aquí?... Daniel, por Dios, ¿qué es esto?

Una curiosidad muy viva apareció en su semblante, juntamente con claras señales del amor que la dominaba y que no se había extinguido.

-Hazme el favor de darme la mano -dijo el extranjero.

Los criados que estaban presentes se alejaron uno tras otro.

-Pero yo quiero saber por qué estás aquí y no en camino de Inglaterra. No pensé verte más... ¿Por qué has vuelto?... Pero no quiero saberlo... no quiero saber nada.

-Dios ha querido que te vea esta noche. Dame la mano.

-Tómala, y adiós.

Morton le besó ardientemente la mano.

-Pero adiós de veras.

-De veras -repitió Daniel.

-¿Dónde está tu caballo? -dijo Gloria.

-Lo he perdido.

-¡Perdido! Entonces...

  —295→  

-Me voy a pie.

-¿Por dónde, si no hay puente?

Morton pensó con profunda seriedad en aquella singular ruptura del puente.

-Hay mucha distancia... -añadió la señorita sondando con sus ojos el alma de su amigo.

-Me quedaré en la posada de Ficóbriga.

-Es verdad. Adiós.

Morton estaba clavado en el suelo.

-Adiós. ¿Pero te retiras ya? -exclamó-. ¡Oh! ¡Esto es espantoso! ¡Esto es inicuo!

Gloria estaba también clavada en el suelo.

-Sí, es preciso... -dijo con voz dolorida-. Este encuentro inesperado parece una cosa infernal. Amigo, vete.

-Me expulsas... Eso sí que es infernal y horrible. Maldígame Dios si te obedezco -dijo Morton dando un paso hacia la casa.

-¡Oh! Yo te echo de mi casa, porque es preciso, porque Dios lo quiere así -dijo Gloria tratando en vano de echar tierra sobre su pasión.

-¡Mentira! ¡mentira! -exclamó este con febril ardor-. Tú no me amas, tú has hecho burla de mí, del pobre extranjero arrojado aquí por los mares y que quiere huir y no puede.

  —296→  

-Tú no eres ya juicioso y bueno, como la última vez que nos vimos. Amigo, si me estimas, si me amas, vete. Te lo suplico.

La pobre joven casi se ahogaba hablando.

-¡No verte más!... Si cuando huyo, Dios me trae otra vez aquí. ¡No verte más!... Me arrancaré los ojos antes que obedecerte.

-Se ve mejor con el pensamiento que con los ojos. Tú me aconsejaste que hiciéramos ambos un sacrificio, ¿por qué te opones ahora?

-Porque mi Dios me impulsa hacia ti, y me dice: «Anda y tómala, que es tuya y lo será por los siglos de los siglos».

-¿Quién es tu Dios?

-El tuyo. No hay más que uno.

Gloria sintió que a borbotones manaba de su alma la sensibilidad. No pudo contenerla.

-Morton, amigo de mi alma -dijo con pasión-, te suplico que te vayas. Vete, si quieres quedarte en mi corazón.

-¡No quiero, no quiero!

Lo dijo con tanta fuerza, que causaba miedo.

Gloria sintió circular en derredor de sus sienes un remolino ardiente que cegaba las claras facultades de su espíritu, como el vértice de caliginosos vapores que oscurece la luz del sol.

-Amigo, si quieres que te ame más que mi   —297→   vida -exclamó con delirio-, vete, y déjame en paz... ¿No creerás lo que te digo? Ausente, ausente es como te quiero más.

-¡Falsedad, falsedad, falsedad!

-¡Oh, qué pequeño eres! -exclamó la joven apelando desesperada a la razón-. Esto es indigno de ti. No eres como yo creía, Daniel.

-Soy... como soy -murmuró Morton-, y no de otra manera.

-Te aborreceré.

-Aborréceme. ¡Oh! lo prefiero... es mil veces preferible.

-Todos los lazos están rotos -dijo con viva agitación la señorita de Lantigua-. ¿Por qué no huyes de mí?

-Huí ya... pero el destino, Dios, o no sé quién, me ha traído otra vez a tu lado.

-¡Dios, Dios! -exclamó ella con desesperación.

-No creo en la casualidad.

-Yo creo en Satanás...

Furioso viento se levantó entonces, como para secar la tierra inundada. Apenas se oían las palabras.

-¡Oh, por el Dios que hizo el cielo y la tierra!-gritó Morton con frenesí-. Gloria, Gloria de mi vida, ven, huye conmigo, sígueme.

  —298→  

-¡Jesús! -gritó la señorita de Lantigua horrorizada.

-Tú no entiendes las misteriosas voces del destino, de Dios. El cielo y la tierra, todo me está diciendo: «es tuya...».

-Adiós, adiós -exclamó Gloria llevándose las manos a la cabeza y huyendo hacia la casa.

-Aguarda -dijo Daniel corriendo tras ella.

Gloria entró y quiso cerrar la puerta; pero Morton impidiendo con enérgica mano su movimiento, entró también.



  —299→  

ArribaAbajo- XXXVI -

¡Que horrible tiempo!


-¡Qué horrible tiempo! -refunfuñó Francisca-. ¡Si parece que se acaba el mundo!... ¡Jesús! el viento ha apagado la luz de la escalera!... ¡Cómo golpean las puertas! Roque, Roque.

A la voz de la digna criada, que avanzaba por el fondo del pasillo bajo, Roque apareció soñoliento.

-Hombre, muévete -dijo Francisca andando casi a tientas hacia la escalera-. ¡Jesús, María y José... qué miedo! Si me parece que he visto una sombra, un bulto escurriéndose por la escalera arriba.

-Usted ve visiones, señora Francisca.

-Con verte a ti tengo bastante, monstruo.

-Cierra la puerta del jardín. Puesto que los señores no vienen... ¡Qué horrible ventisca!   —300→   Vaya que Santiago se porta. Después de la tormenta, fuelle. Si parece que los demonios levantan en peso la casa y se la llevan por los aires... Dime, zopenco, ¿has visto subir a la señorita?

-Sí señora; hace mucho rato.

-¡Qué has de ver tú, si dormías! ¿Estará en el comedor? No, todo a oscuras... Anda, cierra la puerta, enciende el farolillo y vamos a registrar la casa.

-¿A registrar?

-Sí; no estoy tranquila. Me pareció que vi... ¡San Antonio bendito!

-Algún alma del otro mundo.

-Ea, cierra, sube y calla.

Callados subieron ambos después de cerrar.

-¡Ah! -dijo Francisca al llegar al pasillo alto-, la señorita está ya encerrada en su cuarto. Veo claridad por la ventanilla alta.

Y acercándose a la puerta del cuarto de Gloria, gritó:

-Buenas noches, señorita.

En seguida dieron un paseo por la casa; pero no hallaron a nadie.

El viento seguía; daba vueltas alrededor de la casa, estrechándola en vorágine horrible y como si la arrancase de sus poderosos cimientos para llevársela en un vuelo. Creeríase que   —301→   toda Ficóbriga, con su Abadía en medio y su torre como un mástil, corría llevada por el huracán, del mismo modo que corre un mísero barco sin timón. Los árboles del jardín flotaban cual desmelenadas cabelleras, sacudiéndose, y las rachas de lluvia rasguñaban los cristales como uñas. Cuando el viento calmaba su loca furia, seguía llorando en el techo con lastimero y penetrante gemido que se apagaba y avivaba, recorriendo toda la escala, cual un monólogo de aflicción, con imprecaciones y suspiros.

Después volvía a soplar con rabia; las ramas, en su rozar vertiginoso, se azotaban unas a otras, y parecía que entre aquel torbellino de rumores, difundido por la inmensidad de los cielos, se estaba oyendo el ruido de las destrozadas alas de un ángel que caía lanzado del paraíso.



  —302→  

ArribaAbajo- XXXVII -

Al fin se supo


Gloria sintió frío en el cuerpo y en el alma. Volvía lentamente al estado normal de su espíritu. Cuando dirigió la primer mirada a su conciencia, se horrorizó. Todo era negro y espantoso. Cuando trajo a la memoria su familia, su nombre, creyose abandonada de Dios y de los hombres.

-¡Daniel, Daniel! ¿Dónde estás? -exclamó cerrando los ojos y alargando la mano como si pidiera socorro.

Morton la estrechó entre sus brazos.

-Aquí -dijo-, a tu lado, del cual no me separaré jamás.

-¡Qué locuras dices! Debes huir; pero por Dios, no me dejes ahora. Yo muero.

-Ahora -afirmó Daniel con energía-, nadie, nadie me arrancará de tu lado.

-Mi padre... -murmuró ella.

  —303→  

-No me importa.

-Mi religión...

El extranjero calló, hundiendo la cabeza sobre el pecho.

-¡Daniel, Daniel! -clamó la joven llena de congoja-. ¿Qué tienes?

Morton no contestaba. Gloria puso su mano en la barba de él tratando de obligarle a alzar la cabeza.

-Has pronunciado la palabra terrible; ya no me acordaba de ella -murmuró el extranjero-. Has helado la sangre en mis venas, has hecho saltar mi corazón como si hubieras dado sobre él un latigazo.

-¿Por qué te espantas así? -dijo la de Lantigua espantándose también-. Daniel, amigo de mi alma, no aumentes el abismo que nos separa; al contrario, tratemos de llenarle.

-¿Cómo?

-Hagamos un esfuerzo: reunamos nuestras creencias en una sola; reconciliemos nuestras conciencias. ¿No han concordado ya en el crimen? Pues hagámoslas una en el bien, en la verdad. Daniel, examinemos bien lo que nos separa, y se verá que la distancia entre los dos no puede ser grande.

-Ante el que hizo los cielos y la tierra no; pero ante los hombres es inmensa...

  —304→  

-¡Dios mío! -exclamó Gloria bañado el rostro en lágrimas-. ¿No habrá para nosotros misericordia?

-Querido amor mío, esposa -dijo Morton abrazándola con efusión-; ha llegado el momento de que todo sea verdad entre nosotros.

-Y de que miremos cara a cara este problema cruel.

-Sí, es indispensable.

-Nuestro remordimiento sale terrible y amenazador del fondo de nuestra alma -dijo Gloria-, y nos grita: «Ya estáis unidos para siempre».

-Para siempre -murmuró él.

-La separación es imposible.

-¡Imposible!... Pero la hora de la verdad ha llegado.

-¡Oh! Daniel, Daniel -exclamó la de Lantigua, sintiendo en su alma vivísima irrupción de sentimiento religioso-; mi amigo de mi vida, compañero de mi alma, esposo mío, arrodillémonos delante de esa imagen de Nuestro Señor Jesucristo y hagamos voto solemne de disponer esta noche misma nuestra reconciliación religiosa, haciendo todos los sacrificios posibles tanto tú como yo. Hijos somos ambos de Jesucristo: volvamos a Él los ojos... Daniel, Daniel, ¿por qué huyes de mí?

  —305→  

Gloria arrodillándose delante de la imagen, tiró del brazo de Morton para que hiciera lo mismo. Daniel hundió la cabeza sobre el pecho. Nunca su rostro había estado más hermoso ni más patético. Pálido y grave, sus ojos azules se abatían con sombría tristeza, y vistas de perfil la elegante línea de su nariz y de su frente y la graciosa barba puntiaguda, su semejanza con el semblante carnal del Salvador del mundo era perfecta.

-¿Por qué no me miras? -preguntó Gloria llena de desconsuelo.

-No puedo más -gritó Morton con súbito arranque-. Gloria, yo no soy cristiano.

-¿Qué dices? ¡Daniel, por Dios y la Virgen!

-Es preciso decírtelo al fin -añadió el extranjero hondamente conmovido-, y te lo diré. Gloria: yo no soy cristiano, yo soy judío.

-¡Jesús! ¡Padre y Redentor mío!

Estas palabras las pronunció Gloria con el espanto del que muere cosido a puñaladas; del que ve abrirse bajo sus pies la tierra y salir las llamas del infierno. Diciéndolas cayó sin sentido. Morton acudió hacia ella; arrodillándose tomola en brazos, procuró reanimarla con amorosas palabras; pero cuando ella abrió sus ojos y pudo ver junto a sí el característico rostro semítico que tanto había contribuido al cautiverio   —306→   de su corazón, le rechazó severamente, diciendo:

-¡Impostor!... ¡Judas!... me has engañado.

-Te he ocultado mi religión -dijo Morton sombríamente-. Esa es mi culpa.

-¿Por qué has ocultado tu religión? -dijo Gloria incorporándose vivamente.

Sus negros ojos echaban llamas.

-Por egoísmo, por temor a que no me amases -repuso Daniel con timidez y sumisión-. Yo no mentí; no hice más que callar: pero reconozco que callar fue gran falta.

-¡Infamia, infamia! No; es mentira... -dijo Gloria con desesperación-. Tú no puedes tener fe en esa doctrina.

-¡Quizás más que tú en la tuya!- repuso Morton.

-Mentira, mentira -exclamó la joven de rodillas en el suelo y retorciéndose los brazos-. Si fueses tú judío, es imposible que yo te hubiese amado. ¡Ah! parece que la lengua se me quema al decir esa palabra... Si el nombre solo de tu religión es una blasfemia... ¿Es posible, di, que no creas en Jesucristo, que no le ames?... Si esto es verdad, ¡qué horrible engaño, qué vida tan espantosa, qué muerte de las muertes! ¡Creer yo en ti de este modo, amarte,   —307→   adorarte, y cuando pensaba vivir unida a ti para siempre, descubrirme, Dios mío, descubrirme este horrendo secreto!... ¿Por qué no escribiste en la frente tu infame creencia? ¿Por qué cuando me viste correr hacia ti, no me dijiste: «apártate que estoy maldito de Dios y de los hombres»?

-¡A qué delirios te lleva tu fanatismo! -dijo Daniel contemplándola con expresión compasiva-. Acúsame por haberte ocultado la verdad; pero no injuries a mi desgraciada raza, ni participes de un odio vulgar indigno de ti.

-Si es verdad lo que me has dicho, ¿por qué no tuviste mala la apariencia, como tienes mala religión? ¿Por qué no fueron horribles tus palabras, tus acciones y tu persona como lo es tu creencia? ¡Impostor, cien veces impostor!

-Gloria, Gloria, amiga de mi vida, refrena tu lengua. Tus injurias me matan.

-¿Por qué me has engañado, por qué consentiste que te quisiera, sabiendo que debíamos estar eternamente separados? -exclamó ella con el desvarío de quien va a perder la razón-. Dime, ¿por qué consentiste que te amara?

-Porque te amaba yo. Es verdad que procedí mal; pero también conocí mi falta, y viendo venir imponente y amenazador el conflicto   —308→   religioso, de mí partió la idea de separarnos y te lo propuse. Mi pensamiento no podía ser más honrado.

-Sí; pero después volviste.

-Volví -repuso Morton confuso como el criminal-. Es verdad; no sé quién me trajo. Todo se ordenó de modo que yo volviese. Me trajo una especie de ola infernal, o quizás hálito divino. El hombre es juguete de las fuerzas de Dios que gobierna en el mundo.

-¡Dios! No tomes en tu boca ese nombre... Daniel, ¡cómo te has transformado a mis ojos! Tú no eres tú; no puedo decir fijamente si te amo o te aborrezco, y si cupiera esto en la mente humana, diría que al mismo tiempo te aborrezco y te amo.

Ocultando el rostro entre las manos, rompió a llorar sin consuelo.

-¡Y todo por un nombre, por una palabra! ¡Oh, qué iniquidad! -exclamó Morton con angustia-. Las palabras gobiernan al mundo, no las ideas. Dime, cuando me amaste, ¿por qué me amaste?

-Te amé porque me parecía que Dios te había puesto delante de mí; te amé por tu lenguaje, por tus acciones, por tu persona, por una dulce concordancia de tu alma con la mía... ¿Qué sé yo por qué?... Pero no... tú me   —309→   estás engañando ahora... tú no puedes ser lo que dijiste, Daniel, porque tú has practicado la caridad.

-Nuestra ley nos dice: «Bienaventurado el que piensa en el pobre. En el día malo lo librará Jehová».

-Tú no puedes pertenecer a esa secta abominable -añadió Gloria asiéndose a su incredulidad como a un clavo ardiendo-. Aunque mil veces me lo jures, mil veces me negaré a creerlo... Si lo eres, ¡qué horrible disimulo el tuyo!

-He disimulado, sí. Esta es nuestra costumbre cuando viajamos por un país intolerante como el tuyo. Pero a ti debí decirte la verdad, lo conozco, lo confieso, declaro ante ti mi culpa, esperando perdón.

-Esto no puede perdonarse, no, de ningún modo -dijo Gloria con airada resolución.

-Tu Maestro -afirmó Morton-, te dice: «Perdona a tus enemigos, ama a tu prójimo como a ti mismo». ¿Es posible que tú participes del tradicional encono contra nosotros y de esa vulgar antipatía con que apacienta su ignorancia y sus malas pasiones la plebe cristiana? Gloria, ¡por el que hizo el cielo y la tierra! no puedo creer que degrades así tu preciosa inteligencia...

  —310→  

-Dentro de Jesús lo admito todo; fuera de Él nada. No llames preocupación al horror que me inspiras.

-Horror que desaparece callando un nombre. ¿Por ventura esto no te dice nada? ¡Me amaste sin conocerme! Di: ¿no parece esto una burla de tu misma fe? O Yo estoy loco, o esto es la voz de la humanidad que a gritos reclama sus derechos.

-¡Oh! ¡Yo no sé lo que es esto!... -exclamó Gloria con arrebato-. ¿Por qué siendo lo que eres, todo en ti es amable? Sin duda tu alma es buena, y se conserva pura en ese cieno donde has nacido. Un esfuerzo, amigo de mi alma, un esfuerzo y sacudirás de ti esa podredumbre. Tu espíritu está preparado para la redención: basta un movimiento ligero, una mirada dentro de ti mismo. Daniel, Daniel -añadió abrazándole con pasión-, por el amor que me tienes, por el que yo te tengo y que ahora o se extinguirá para siempre o se aumentará, te pido que seas cristiano... Daniel, Daniel, abandona tu falsa creencia y entra conmigo en el seno amoroso de Nuestro Señor Jesucristo.

Morton la estrechó contra su pecho. Después rechazándola suavemente, dijo con voz tétrica:

  —311→  

-¡Abandonar yo la religión de mis padres!... ¡Jamás, jamás!

Gloria saltando lejos de él, le miró con espanto, como se mira una visión del infierno, más terrible cuanto más hermosa, más espantable cuanto más se viste de seductora forma.

-¿Qué has dicho?

-Que yo también tengo familia, padres, nombre, fama, y aunque sin patria común, nos la formamos en nuestros honrados hogares y en la santa ley en que nacemos y morimos. Desde mis remotos abuelos, que eran de Córdoba y fueron expulsados de España por una ley inicua, hasta el presente y en todas estas sucesivas generaciones de honrados israelitas que constituyen mi familia, ni uno solo ha abjurado la ley.

-¡Ni uno solo! -exclamó Gloria con amargo desconsuelo-. ¿Y crees que gozan de Dios?...

-Los que fueron buenos como lo es mi padre, gozarán de Él por los siglos de los siglos -afirmó Morton con el acento de una convicción profunda-. No, no llenaréis con nosotros vuestro horrible infierno cristiano.

-Siempre me he resistido a creer en el infierno -dijo Gloria con el espanto pintado en sus ojos-; mas ahora se me figura que va a existir sólo para mí esa caverna llena de llamas.   —312→   ¡Oh, qué horrible confusión en mis ideas! Si no hay infierno, para nosotros dos, para nosotros dos solos creará Dios uno, Daniel... Pero no, yo me salvaré y te salvaré. Merezco arder en el eterno fuego si no te salvo... ¡Daniel, Daniel, abre tus ojos, ven a mí!

-Del modo que tú quieres que vaya es imposible -afirmó el extranjero con sombría resolución.

-Entonces... di, ¿qué palabra hay para vituperarte?... ¿Cuál es mi suerte ahora?... Veo que en tu religión no hay conciencia.

-Puedes leer en la mía como en un libro.

-No hay la admirable virtud del arrepentimiento.

-Si este es el dolor y la vergüenza que causa el pecado, yo puedo decir: «Señor, estoy encorvado, estoy humillado en gran manera... mi dolor está delante de mí continuamente».

-No hay abnegación, no hay la confesión de los pecados.

-Sí; porque yo digo: «Mis iniquidades han pasado mi cabeza: como carga pesada se han agraviado sobre mí. Por tanto, denunciaré mi maldad, congojaréme con mi pecado».

-¿Dices que lea en tu conciencia? -repitió Gloria-. No, no puedo leer nada en ella. Todo lo veo oscuro como la noche, como mi infancia,   —313→   como estas tinieblas en que he caído para siempre. Arrodíllate delante de ese Cristo y creeré cuanto me digas.

-No delante de ese profeta crucificado en quien no creo, sino delante de ti a quien adoro, me humillaré -dijo Morton arrodillándose y besando las manos de Gloria-. ¡Que mi padre me maldiga y me arroje de su casa si no te muestro ahora mi conciencia toda, tal como es, y si te oculto mínima parte de la verdad! Yo te vi, y desde que te vi te amé. Creí desde luego que mi naufragio era providencial y que Dios te destinaba a ser mía. ¿Quién sabe sus designios? ¿Quién lee en su libro? Mi creencia en Él es grande y fuerte; en todo le veo, y cuando falto a su ley, más terrible pero más claro se me aparece... Hice para ti un misterio de mi religión y procedí con egoísmo, porque conociendo el horror que inspiramos a los católicos, no quería destruir con una palabra la felicidad de que inundabas mi alma. Sabía que no me podías amar conociendo mi religión y callé... Cuando quise hablar, ya no era tiempo, te amaba demasiado, estaba cogido en las redes de un insensato amor; parece que mi vida toda dependía de ti en el alma y en el cuerpo, y descubrirme equivalía al suicidio... Entonces pensé en los medios para conseguir   —314→   una unión perpetua contigo; pero el problema religioso me espantaba, me volvía loco, me aturdía más que los mil truenos del Sinaí y que todas las venganzas de Jehová... Al fin comprendí que no había solución. Nuestro amor era una contradicción horrible entre Dios y la Humanidad, un absurdo espantoso, la idea absoluta de la irreconciliación; y al entenderlo así, retrocedí y saqué fuerzas de mi espíritu para la separación que te aconsejé. Huimos el uno del otro, porque no teníamos más remedio que huir el uno del otro, como la noche el día... Hasta aquí no es tan grande mi maldad.

-Pero después...

-Después... Yo no había pensado quebrantar mi resolución. Con el alma destrozada me disponía a abandonar para siempre este suelo, cuando los incidentes producidos por una obra de caridad, que carece de importancia y mérito, me obligaron a volver. Yo no sé cómo vine a tu casa; pero no creo en la fatalidad, y según mis ideas, nada pasa sin la voluntad expresa del que con sus dedos hizo el mundo y formó los astros y las almas. He sido juguete de misteriosas fuerzas. Dios me envió, sin duda, para probarme y conocer el temple de mi espíritu. Caí; no tuve rectitud; caí, como cayó David;   —315→   he sido un malvado, ¿qué quieres? pero te amo, te amo, y esto me disculpa ante Dios y debe disculparme ante ti. Mi pasión ha sido más fuerte que yo... Confieso mi crimen... Yo no protesto. Pero quita de en medio la funesta disparidad de nuestras creencias, y verás cuán gran parte quitas a mi iniquidad.

-¡Oh, no mezcles el nombre de Dios a esto... no lo mezcles!

-Yo digo: «¡Tu justicia, como los montes; tus juicios, abismo grande, oh, Jehová!»... Obra de Dios es este conflicto supremo. El amor vivísimo que a entrambos nos inflama obra suya es. Maldigamos... pero ¿a quién hemos de maldecir? A Dios no es posible; a nuestro amor tampoco... Maldigamos a las edades de quienes esto es obra perversa.

-Maldice a tu raza que, sacrificando a Jesús, se imposibilitó para la redención... -dijo Gloria con brío-. No creo en tu confesión, porque tu alma está a oscuras. Huye de mí; no me toques. El mismo amor que te tengo y que no puedo echar de mí, aumenta mi horror.

-¡Oh, Gloria, Gloria! -exclamó lleno de dolor el hebreo-, no consientas en ser inferior a mí, porque yo aborrezco el catolicismo y a ti te venero; porque sé distinguir entre tu falsa   —316→   creencia, que desprecio, y tú misma, a quien pongo sobre todas las cosas de la tierra. De entre los ángeles de la luz has sido escogida. Me glorío en ti, y si fueras mi esposa, ninguna mujer existiría en la tierra ni más venerada ni más amada.

-¡Yo tu esposa, tu esposa yo!... ¿qué dices? -gimió Gloria-. ¡Yo también soñaba eso, Dios poderoso, y lo soñaba creyéndolo posible! ¡Cómo había de sospechar este horrible conflicto! Dios me ha desamparado, Dios me abandona para siempre.

-Si el tuyo te deja -dijo Morton corriendo hacia ella-, el mío te recoge. «¡Tus juicios, oh Jehová, abismo grande!».

-Déjame -gritó Gloria huyendo de él-. No me toques.

Pero no pudo impedir que Morton la estrechara entre sus brazos. Trémula y sobrecogida, Gloria se arrodilló, y abrazándole los pies, gritó con voz dolorida:

-Daniel, Daniel, mírame de rodillas ante ti; mírame deshonrada, perdida para Dios y para el mundo. Por el amor que te tengo, por el honor que perdí, por el respeto a Dios y el instinto del bien que hay en tu alma, te suplico que me saques de este infierno. Hazte cristiano; lava tu alma, y con tu alma mi deshonra.   —317→   Has hecho una ruina espantosa, repárala. Quizás esto sea un aviso del cielo. Un gran pecado ha abierto a muchos los ojos... ¡Conviértete, si me amas; sé cristiano; adora esa cruz, y verás cómo sientes sublimado tu espíritu, verás cuán pronto se llena del verdadero Dios!

-Hagamos un pacto -dijo Morton, levantándola del suelo.

-¿Cuál?

-Sígueme.

-¿Yo... a dónde?

-A mi casa...

-¡Oh, tú has perdido el juicio!

-Sígueme.

-Pues bien -dijo Gloria con entusiasmo-. Recibe el agua del bautismo; cree en Jesucristo y te sigo, te seguiré abandonándolo todo, cualquiera que sea la voluntad de mi familia; te seguiré aceptando mi deshonra. ¿Puede darse mayor sacrificio? Pero ganar un alma al reino de Jesucristo bien lo merece.

-Mi pacto es de otro modo -prosiguió Morton con febril impaciencia-. Cada cual trate de convertir al otro a su religión. Si tú vences seré católico, si yo venzo serás judía.

Gloria volvió el rostro con horror.

-Eso no puede ser -dijo-, la idea de no ser   —318→   cristiana me espanta más que la de la condenación eterna.

-Y yo no puedo ser cristiano, no puedo.

-Daniel -murmuró Gloria, desfalleciendo de dolor-, ¿por qué no me matas? Busca un arma.

-Gloria, vida mía, ¿por qué no me matas tú a mí? Yo soy el que debe morir, tú no. El criminal he sido yo, no tú.

-Ha llegado la ocasión de morir.

-Dios nos abandona.

-No hay solución.

-No hay solución en la tierra -dijo Daniel sombríamente.

-Ni en el cielo -añadió Gloria con desesperación, dejando caer sus brazos sin aliento y cerrando los ojos, porque las fuerzas todas de su espíritu se habían agotado.

Cayó de rodillas, y apoyando la frente en el lecho, oró en silencio. Morton sentado en un sillón, se oprimía la abrasada frente entre las manos. De improviso los dos se estremecieron y se miraron, porque habían sentido pasos.



  —319→  

ArribaAbajo- XXXVIII -

Job


Dejamos al bueno de D. Silvestre mostrando lleno de orgullo las peras de su huerta, mientras D. Juan Amarillo se apoderaba, cual ave de rapiña, del señor de Lantigua, llevándole aparte para hablarle de un grave asunto.

Digamos algo de este hombre, cuyo apellido es de los que más admirablemente se conforman con la persona. Pasaba Amarillo de los sesenta años y era un hombre despacioso, metódico hasta lo sumo, muy casero, gran rezador del rosario, blando en su conversación, atravesado en su mirar, de cabeza generalmente inclinada hacia un lado como breva madura, nariz de pico, cabeza calva, ojos negros sombreados de largas pestañas ásperas, barba fuerte, pero afeitada, y todo el rostro amarillísimo y reluciente como pergamino. Su ocupación   —320→   era prestar con usura. Era el banquero de Ficóbriga y a todos sacaba de apuros, previo un interés que jamás pasó de cuarenta por cien. Como se ve, no debía de ser de los peores en el arte.

Con el dote que le llevó su esposa Teresita la Monja, y con su buen manejo y economía (pues fue económico en todo hasta en tener hijos), en cuatro lustros se hizo muy rico. Tenía bastante amistad con D. Juan de Lantigua, una de las pocas personas de Ficóbriga a quienes jamás prestó nada, como no fuera atención. Gozaba fama de ser hombre muy religioso, lo mismo que su mujer, gran atisbadora de vidas ajenas, y tan fuerte en la vida y milagros de todo el mundo que solían llamarla el confesonario de Ficóbriga.

Amarillo tomó el brazo de D. Juan, y llevándole por bajo un emparrado en sitio muy solitario, le dijo:

-Hace tiempo, mi querido D. Juan, que deseaba hablar a usted de un asunto, y no quiero dejar pasar más tiempo.

-¿Qué es ello? -preguntó Lantigua algo alarmado por el tono misterioso que el otro don Juan tomaba.

-Un asunto grave. ¿Qué opinión ha formado usted de mí como hombre veraz?

  —321→  

-Opinión muy favorable.

-¿Me cree usted capaz de mentir?

-No señor, ni por pienso.

-¿De embrollar, de calumniar, de levantar catálogos?

-Nada de eso.

-Pues oiga usted la advertencia de un hombre honrado que le estima, que se interesa por la honra de su casa.

-¡Por la honra de mi casa! D. Juan -exclamó Lantigua con enojo-, ¿qué quiere usted decir?

-Sólo los ojos de marido no son ciegos. Sonlo también los de los padres bondadosos y confiados.

-No comprendo...

-Pues acabaré de una vez. Debe usted vigilar mucho, pero mucho, a su hija.

-¡A Gloria! -exclamó D. Juan lanzando un grito.

-A la señorita Gloria -afirmó el judío cristiano-. Ella es buena, no lo dudo; pero está en la edad de las pasiones... No encuentro yo vituperable que las muchachas tengan novio; pero al menos que lo escojan católico.

-D. Juan, ¿qué farsa es esa? -dijo Lantigua poniéndose tan amarillo como su interlocutor.

  —322→  

-¿Me cree usted capaz de decir una cosa por otra, de faltar a la verdad y de mortificar inútilmente a un amigo? Cuando me atrevo a hablar a usted, Sr. de Lantigua, es porque el hecho es cierto, ciertísimo. Gloria ha tenido entrevistas con Daniel Morton.

-¿Dónde... cuándo? -preguntó Lantigua, cambiando del amarillo enfermizo al rojo sanguíneo.

-En los pinos... hace pocos días... Con decir a usted que mi esposa lo advirtió primero, y que después lo vi yo con mis propios ojos... Como se dijo que Morton partía, yo me callé; pero al oír al señor obispo que le había visto entrar en Ficóbriga, me alarmé y dije: «Pues no pasa de esta tarde sin contarle todo al amigo D. Juan».

-¡Por vida de...! -exclamó Lantigua cerrando los puños y apretando los dientes-, que si no fuera verdad lo que usted me cuenta... ¿Quién lo ha visto, quién?

-Mi esposa y otras personas de la villa. Morton venía a caballo de la capital de la provincia, y dando un rodeo por los prados de la Pesqueruela para no entrar en Ficóbriga, iba a los pinos, donde le aguardaba...

Después del primer arrebato, vacilante entre la incredulidad y la alarma, Lantigua cayó   —323→   en estupor profundo. Sintió un dolor agudísimo en el corazón, y no pudo decir palabra. Parecía que le habían arrancado de repente la ilusión de toda su vida, y quedose como el santo árabe Job, cuando llegando un criado, le dijo: «Tus hijos y tus hijas estaban bebiendo vino en casa del primogénito. Y he aquí un gran viento que vino del lado desierto e hirió las cuatro esquinas de la casa y cayó sobre los mozos y murieron, y solamente escapé yo para traerte las nuevas».

Pero D. Juan no rasgó su levita, ni trasquiló su cabeza, ni cayó en tierra; antes bien, reponiéndose algo de la sorpresa, si bien no de la pena, decía luego para sí: -Es mentira, es mentira.

-Pero haremos bien en retirarnos dentro de la casa, porque llueve, amigo Lantigua -indicó Amarillo.

En efecto llovía. Todos se metieron dentro huyendo del agua, y los criados de D. Silvestre retiraban a toda prisa la mesa y la vajilla expuestas a la intemperie.

-Esto pasará pronto -dijo el padre de Gloria mirando al cielo.

-Yo creo -manifestó Romero-, que tendremos una segunda edición de aquel famoso día, cuando sacamos a los náufragos de a   —324→   bordo del Plantagenet. ¡Qué día, señores! Aquello sí que era llover, aquellas sí eran olas... Yo, lo confieso, tuve miedo...

-Vámonos -dijo de improviso el señor de Lantigua indicando en su rostro una gran impaciencia.

-¿Lloviendo?... Por Dios, D. Juan, ¿qué prisa hay?

-Yo me quiero marchar. Peor será esperar a que llueva más y a que se haga de noche.

-Como tú quieras -dijo D. Ángel.

D. Silvestre mandó enganchar el coche de Lantigua.

Cuando el coche estuvo preparado en el Soto de Briján arreció de tal modo la lluvia, que fue opinión general esperar a que pasase la turbonada. Los caminos estaban intransitables, y el cochero de Lantigua así como el del breck, aseguraron que sería milagro llegar a Ficóbriga sin que se rompiese alguna ballesta.

-No importa -manifestó D. Juan-. Vámonos.

Pero en el mismo instante dijeron:

-El puente de Judas se ha quebrantado y no puede pasar ningún coche.

-Hoy es día de desgracia -gruñó D. Juan hiriendo el suelo con el pie-. ¡El puente quebrantado! Vean ustedes lo que son nuestros   —325→   ingenieros... ¡Qué Gobierno! Con el dinero que se gastó en ese puente de palo, se podrían haber hecho dos de sólida piedra.

-No hay más remedio que tener paciencia -dijo Su Ilustrísima con tranquilidad.

-No hay más remedio que marcharnos a pie -añadió D. Juan-. Es calamidad... Ni siquiera tenemos paraguas...

-¿Pero tú estás loco? ¿A dónde vas? -manifestó D. Ángel deteniendo a su hermano.

-¡Por Dios! D. Juan... no parece sino que arde la casa.

El camino en realidad estaba intransitable, y espumosos arroyos de fango y agua descendían por las laderas.

D. Silvestre dispuso que un criado suyo llamado Francisquín bajase a reconocer todo el camino hasta Ficóbriga. Al poco rato volvió diciendo que estaba medianillo y que el puente se podía pasar, andando por él con mucho cuidado.

-¡Qué cobardes somos! -exclamó Lantigua dirigiéndose a la puerta.

Por segunda vez le detuvieron; y he aquí que el cura dijo:

-Más vale que pasen ustedes aquí la noche. Tengo buenas camas. La crecida de la ría es espantosa, y no vale la pena de que nos expongamos   —326→   a perecer. Si subimos hasta Villamojada para pasar el puente de San Mateo, tardaremos cinco horas lo menos, porque el acarreo de mineral ha puesto la carretera como ustedes saben.

Mucho costó persuadir a D. Juan a que se quedara; pero al fin lo consiguieron, y se mandó a su casa el recado de que ya se tenemos noticia.

Y he aquí que al volver Francisquín, dijo:

-La señorita Gloria esperaba muy alarmada; pero ya está tranquila.

-¿Quién estaba allí? -preguntó D. Juan con viva ansiedad.

-Roque, D. Amancio el de la botica, José el cartero, el maestro Rubino, Germán...

-¿Y nadie más?

-Y el Sr. Morton.

Por el abrasado pensamiento de D. Juan de Lantigua pasaron aquellas palabras del libro de Job: «Fuego de Dios cayó del cielo, que quemó las ovejas y los mozos y los consumió; solamente escapé yo solo para traerte las nuevas».

-¿Qué es eso, D. Juan, le ha hecho a usted daño la comida? -preguntó D. Silvestre a su amigo.

¿Estás malo? -le dijo el obispo observándole cariñosamente.

  —327→  

D. Juan se había puesto verde.

-A ver ese pulso -indicó D. Silvestre que también se las echaba de médico.

-Por fin -dijo uno de los compinches del cura, que había venido de la capital de la provincia-, cierto amigo que encontré en Villamojada y que acaba de llegar de Madrid, me ha informado de la religión de ese Sr. Morton, a quien D. Juan ha nombrado. Es nada menos que judío.

Una exclamación de sorpresa y espanto sonó en toda la sala.

-¿Es eso verdad? -preguntó Lantigua echando fuego por los ojos.

-¡Tan verdad!... Daniel Morton es hijo de un riquísimo israelita de Hamburgo, rabí de la secta, o como si dijéramos, el sumo sacerdote o el papa de los judíos.

-A pesar de eso, no me pesa haberle salvado la vida -dijo con petulancia D. Silvestre-; porque está escrito: Bendecid a los que os maldicen y haced bien a los que os aborrecen... ¡Qué día aquel!

-Muy bien -afirmó el prelado estrechando la mano del cura-. Así me gusta.

Después se quedó tan pensativo que parecía una estatua.

-Mi opinión -dijo D. Juan Amarillo gravemente-,   —328→   es que no se debe consentir en Ficóbriga la presencia de ese hombre.

-No se debe consentir -añadieron dos o tres de los presentes.

Entonces Su Ilustrísima habló así:

-Mientras el impío exista, existirá la esperanza de traerle al buen camino. Dios no revela a nadie los caminos de su justicia. San Agustín, amigos míos, nos enseña que el impío está sobre la tierra ut corrigatur, ut per illum bonum exerceatur, es decir, para que se corrija, para que el bien, por razón de él, sea hecho.

D. Juan de Lantigua se levantó, diciendo con firmeza:

-Yo me voy.

Su tono indicaba una resolución tan firme que nadie se atrevió a contradecirle. El obispo empezando a participar de la inquietud de su hermano, añadió.

-Pues yo también me voy.

-Iremos por Villamojada -indicó don Juan.

-¡Qué temeridad! -dijo D. Silvestre en voz baja al joven del Horro-. Cuando a este D. Juan se le mete una cosa en la cabeza... Y no está nada bueno. ¿No ve usted qué color se le ha puesto? Tiene calentura.



  —329→  

ArribaAbajo- XXXIX -

El rayo


Gloria y Daniel Morton habiendo sentido pasos, temblaron. Ni uno ni otro se atrevieron a moverse. Ninguno de los dos pudo articular una sílaba. Contenían el aliento. Ambos deseaban ser aire impalpable e invisible para desaparecer.

De repente la puerta abriose y apareció D. Juan de Lantigua. Gloria lanzó un grito terrible. No se sentirá mayor espanto cuando se oigan las trompetas del juicio y aparezca entre nubes de fuego el que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.

D. Juan avanzó hacia su hija con el brazo levantado; pero, como si le faltara la tierra a sus pies, cayó violentamente al suelo exhalando un gemido. Su venerable cabeza cana rebotó contra el suelo.

  —330→  

D. Ángel que venía detrás, Sedeño, Gloria y Morton se abalanzaron al cuerpo del infeliz padre. Lo examinaron: parecía muerto.

Diéronse voces de socorro y acudieron atropelladamente los criados. Cuando levantaban a D. Juan, el prelado separó con vigorosa mano a Daniel Morton, diciéndole:

-¡Deicida, sal de aquí!

Por primera vez en su vida se había visto la ira en el semblante del glorioso hijo de Ficóbriga.

El hebreo salió como un muerto que anda.

En tanto vino el médico y dijo que D. Juan de Lantigua había sido atacado de una apoplejía fulminante y que duraría pocas horas. Sin embargo, se aplicaron con actividad febril todos los remedios indicados para arrancar su presa a la muerte. Había perdido por completo el conocimiento y solamente el pulso anunciaba los últimos congojosos esfuerzos de la desesperada vida.

Gloria tenía en su remordimiento y en su dolor un peso tan grande que cuando la retiraron del lado del enfermo llevándola a su cuarto, no pudo salir de él, ni aun moverse. De rodillas, atónita, con los espantados ojos fijos en el suelo, parecía estatua de mármol esculpida   —331→   para conmemorar un gran desastre o representar la idea de la condenación eterna. En su paroxismo de dolor oyó los lúgubres pasos de los sacerdotes que subían con el Óleo Santo; los sintió después bajar a punto que entraba por las ventanas la luz de una aurora más triste que la lóbrega y fría noche.

Al fin Gloria vio aparecer a D. Ángel que le dijo: -Tu padre ha muerto.

El santo hombre llevó ambos puños a sus ojos y empezó a llorar como un niño.




 
 
FIN DE LA PRIMERA PARTE