Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoSegunda parte

  —[5]→  

ArribaAbajo- I -

Serafinita y D. Buenaventura de Lantigua


Lo que ahora se refiere ocurrió en Abril y en Semana Santa, que vino aquel año algo atrasada. En cambio la primavera se adelantó tanto, que San José trajo muchas flores, la Encarnación más y San Venancio entró lleno de rosas y claveles. Pocas veces se había visto Ficóbriga tan bien engalanada para las festividades religiosas más interesantes al alma y a los ojos del cristiano; y además de la placentera estación y del delicioso temple con que le favorecía Naturaleza, tenía aquel devotísimo pueblo otros motivos de gozo. Sí, sabedlo: aquel año habría procesiones, regocijo de que   —6→   estuvieron privados los anteriores a causa de la pobreza del clero y lastimosa decadencia del culto.

Y aquel año habría procesiones, porque ofrecieron costearlas de su bolsillo particular dos beneméritos ficobrigenses, el Excelentísimo Sr. D. Buenaventura y la Sra. D.ª Serafina de Lantigua, hermanos de D. Ángel y del difunto D. Juan Crisóstomo, que falleció repentinamente el día de Santiago del año anterior. En el capítulo IV de la Primera Parte hicimos rápida mención de estas dos estimables personas; mas no era entonces ocasión de hablar mucho de ellas: ahora sí.

-Venturita y la Serafina -decía a sus amigas en el pórtico de la Abadía la esposa de don Juan Amarillo-, han venido a Ficóbriga con el objeto que todos sabemos, y cuanto digan de arreglar la testamentaría del Sr. D. Juan es farsa y enredo... Aquel desgraciado señor, aunque murió como si le partiera un rayo, dejó sus intereses y sus papeles en orden completo... Pero es preciso decir algo para que el público no se fije en la verdad... ¡Ah, la verdad! ¡Bienaventurados los que, como yo, la ponen por encima de todas las cosas!... Y la verdad es que...

Y al decir esto, Teresita la Monja susurraba   —7→   al oído de sus amigas sílabas misteriosas. Sonreían persignándose las señoras, y acto continuo entraban todas en la iglesia, porque las misas iban a empezar.

En efecto, D. Buenaventura y su hermana habían ido a Ficóbriga (esta en Septiembre del año anterior y aquel en Marzo del que corría) para asuntos no relacionados con la testamentaría del Sr. D. Juan. ¡Y qué excelentes personas eran uno y otro! Verdad es que tratándose de aquella privilegiada y sin igual familia, no pueden sorprender a nadie las perfecciones morales y altas prendas del alma que parecían vinculadas en ella como en otras el superior ingenio o la belleza.

Serafinita seguía en edad al difunto don Juan. El obispo era el primogénito y D. Buenaventura el más joven. Este era feliz esposo y felicísimo autor de numerosa prole; en cambio su hermana era viuda y no tenía ni había tenido nunca hijos. Distinguíase la noble señora por una semejanza tan peregrina con don Ángel, que verla a ella era ver a Su Ilustrísima vestido de mujer, con un peinado entre antiguo y moderno, traje negro sin pretensiones de elegancia, pero también sin abandono, alguna vez guantes negros de hilo, mantón negro y anillo negro en uno de los colorados y   —8→   regordetes dedos de su mano derecha. En días de Nordeste, que es un viento muy amigo de las neuralgias, solía ceñir fuertemente su cabeza con un pañuelo negro y pegarse en las sienes negros parchecillos. Cuando las humedades la hacían claudicar de la pierna izquierda a causa de la detestable propensión al reuma adquirida años atrás, se apoyaba en un bastón negro. En los días serenos y templados que convidaban a gozar de la Naturaleza y confiarse sin miedo a ella, iba a dar una vuelta por la orilla del mar en compañía de Francisca. Sentándose en cualquier peña, sacaba del hondo bolsillo la labor que jamás olvidaba, y picoteando con las agujas se ponía a trabajar en una media negra.

Tenía el semblante agraciado y tranquilo, teñidas las mejillas de leve rosicler mustio como de flor tiempo ha tronchada. Lo mismo que en el señor Prelado, en ella la sonrisa era el signo más elocuente y sostenido del lenguaje de su cara, y sus hermosos ojos claros que habían visto tanto mundo y llorado tantas penas, relucían con cierta expresión festiva entre las negruras de que estaban rodeados. Del mismo modo el alma de Serafinita se sostenía confiada y valerosa, con el admirable temple que dan la conciencia pura y una creencia inmutable, en medio de las borrascas de su amarga   —9→   vida, y estas habían sido tantas que ninguna otra mujer padeció más que ella.

De su matrimonio puede decirse como del infierno cristiano, que había sido el conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno. El hombre con quien se casó por compromisos de familia reunía en su alma proterva todas las maldades, vicios y groserías imaginables, y era libertino, disipador, cruel, falso, tramposo. La pobre Serafinita sufrió con resignación malos tratamientos, infidelidades, escaseces y molestias a que no estaba acostumbrada; presenció escándalos, vilezas, vergonzosas intervenciones de la justicia, riñas, estafas; y por último padeció la mayor humillación y la pena más aguda al ser maltratada salvajemente por aquel monstruo. Horror causa referirlo. Un día el bárbaro esposo la abofeteó públicamente. Otro día en la intimidad de la casa la arrastró por los cabellos. La admirable entereza y resignación de virtud tan modesta le enfurecía más, como si en el heroico silencio de ella oyera terribles anatemas de su vil conducta. En aquella lucha horrible, a la humillada víctima pertenecía el grandioso valor, la cobardía al verdugo victorioso. Al fin Dios introdujo en la casa su mano justiciera. El marido cayó enfermo con lepra repugnante. La esposa abofeteada y arrastrada,   —10→   viendo llegar la ocasión propicia de su venganza, tomola con arreglo a la idea evangélica tan arraigada en su alma, es decir, que le abrumó a cariños, le abofeteó con cuidados, y le clavó en la cruz de la más dulce solicitud y ternura. Aseguran que el infame murió convertido, y Serafinita, hablando de aquella muerte, decía:

-El Demonio me lo entregó a mí y yo le entregué a Dios. Buen chasco te has llevado, Satán.

Al enviudar manifestó deseos de retirarse del mundo, consagrando sus días al amor de Dios, y en verdad aquel trabajador había hecho bastante en la viña y merecía jornal y descanso; pero la muerte de D. Juan con las horribles circunstancias que la acompañaron impidieron su santo proposito. Dios decía a Serafinita: «Todavía te necesito en el mundo algún tiempo más...». De la puerta del convento marchó a Ficóbriga.

D. Buenaventura tenía poca semejanza en lo físico con sus tres hermanos, mas por lo bueno y honrado y cabal se conocía muy bien en él la casta de Lantigua. Era el menos guapo, así como D. Juan había sido el más hermoso. En cambio parecía ser el más feliz. Dedicado a los negocios de banca, había sabido acrecentar   —11→   su fortuna y vivía holgadísimamente muy estimado de todo el mundo, en el seno de una familia ejemplar, que se divertía cuanto era posible sin ofender a Dios. Además, D. Buenaventura no había declarado la guerra a la generación presente, como su hermano; tenía un carácter más franco, humor más tolerable, conciencia menos rigorista, pensar más elástico aunque mucho menos brillante, facultad de adaptación que aquel no conocía; y a causa de estas prendas que cada cual juzgará como mejor le acomode, y del lisonjero estado de sus asuntos y de la bienaventuranza que por doquier le sonreía, inclinábase a creer que el mundo no iba tan mal como alguien decía, ni que la sociedad presente era la más ruin y execrable de las sociedades posibles.

La muerte de D. Juan, a quien amaba con delirio, hizo en su espíritu el más desastroso efecto, y la desgracia de su adorada sobrinita le tenía sin consuelo. En Marzo del año siguiente a la catástrofe llegó a Ficóbriga. Sus paisanos se alegraron de verle, y corrió la voz de que D. Buenaventura proyectaba algo muy interesante para su familia y para el buen nombre de su hermano difunto y deshonrado. ¿Era esto verdad? No queda duda de que su mente trabajaba. Veíasele pasear por la playa, o detenerse   —12→   largas horas en el cementerio examinando el sepulcro que se estaba construyendo para su hermano, o vagar solo por los alrededores de la casa, huyendo de toda amistosa compañía, con las manos a la espalda, la cabeza inclinada, fijos los ojos en el suelo, ligeramente fruncido el ceño, lento el paso. A ratos alzaba semblante y miraba hacia el cielo, como quien va a preguntar algo; mas volvía pronto a leer en la tierra, sin duda por no haber recibido contestación.

Vestía cómodo traje negro, calzando zapatos de cuero amarillo a prueba de arenas y lodos, por cuya combinación de colores los holgazanes de Ficóbriga que pasaban su vida murmurando en la botica, decían al ver a don Buenaventura: «ahí viene el mirlo». Era su cuerpo alto y no fornido, un poco echado hacia adelante sin duda por el hábito de vivir largas horas sobre los libros en el escritorio. Su rostro, sin dejar de ser harto común, era muy agradable, uno de esos rostros mundanos que parecen hechos para el saludo y el comercio social, y que siempre aparecía pulcramente afeitado, pues en los varones de aquella familia el aspecto eclesiástico era como una tradición. Apenas había algunas canas en su cabeza, y de su cuello pendían lentes azules que usaba en   —13→   días muy claros, porque sus ojos, ya que no lloraban por penas, lloraban por la luz meridional. Rara vez usaba bastón, y las manos por lo común se volvían hacia atrás, se juntaban, se acariciaban, dándose cordiales apretones como dos buenas amigas.

Así era D. Buenaventura de Lantigua. Cierto día (precisamente el viernes de Dolores) al volver de una diligencia, encontró a su hermana que sentada en un banco del jardín trabajaba en su media negra. Ambos hablaron.



  —14→  

ArribaAbajo- II -

Lo que dijeron


-¿Tampoco hoy ha querido salir? -preguntó D. Buenaventura.

-Tampoco -repuso Serafinita sin levantar la vista de su obra-. ¡Pobrecilla!... Hazte cargo, Ventura, de cómo estará su espíritu. Ni sé yo cómo vive, ni sé cómo no ha muerto de tristeza, de dolor, de vergüenza.

-Pues es preciso -dijo él con entereza-, que no muera de ninguna de esas tres cosas, sino que viva.

-¡Vivir! -exclamó D.ª Serafina suspirando-. Sí, ese es nuestro deber. ¡Ay! para algunos es una obligación bastante pesada... Yo comprendo la angustia de esa infeliz hija de mi hermano, ¡pobre flor tronchada por el bárbaro pie del asno que en un momento de descuido entró en el jardín!... No, no he conocido en   —15→   mi ya larga vida ejemplo semejante, ni hay otra caída que a esta se iguale, como no sea la de Satanás... Y no me digas que tiene remedio en el orden mundano, Ventura. Tú has perdido el juicio, y si insistes en que esto puede arreglarse...

-Para todo hay remedio en el mundo -replicó D. Buenaventura tomando una silla de hierro y sentándose frente a su hermana.

-Ventura -dijo Serafinita alzando los ojos de la obra negra-; recuerda bien lo que nos manifestó nuestro bendito hermano al partir para Roma en Enero.

-Lo recuerdo bien.

-Nos dijo estas mismas palabras: «Queridos hermanos, en el asunto de la pobre Gloria, obrad con arreglo a las ideas de nuestro idolatrado Juan Crisóstomo, que está en el cielo. Haced lo que él habría hecho si hubiera sobrevivido a la horrenda catástrofe de su honor. Inspirémonos en su recuerdo; seamos herederos fieles de su conducta ya que no podemos serlo de su inteligencia poderosa. En Roma no olvidaré este espantoso asunto, y cuando vuelva espero traer alguna luz».

-Eso dijo, sí -repuso D. Buenaventura-. Yo creo que el mejor modo de proceder con arreglo al pensamiento del pobre Juan es hacer   —16→   lo que nos inspire nuestra conciencia. Juan habría hecho lo mismo.

-¡La conciencia! -exclamó Serafinita moviendo la cabeza-. Esa palabra por decirlo todo a veces no dice nada. ¡La conciencia! ¡Ay! Ventura, yo veo a la tuya inclinada a ciertos acomodamientos más deshonrosos que la misma deshonra que pretenden evitar; la veo dispuesta a eso que el mundo llama transacción, justo medio o no sé qué. Piénsalo bien y di si en este caso horrible puede hacerse más que aceptar el golpe que el Señor se ha dignado descargar sobre nuestra familia, abrumándola de vilipendio; dime si es posible otra cosa más que sucumbir gimiendo y llorar nuestra deshonra, haciendo todo lo posible para que no se divulgue lo que no debe divulgarse.

-Todo será del dominio público.

-No... -dijo vivamente Serafinita con cierto orgullo-. Hay algo que no se sabrá nunca, al menos por ahora... Mi prudencia responde de ello; mi discreción me asegura que en eso no picarán las viperinas lenguas de Ficóbriga.

-También en eso.

-Pues sea como quieres... Si Dios dispone que la vergüenza aumente, aumentará. Estoy preparada a todo. Ya nada me espanta. El Señor   —17→   ha querido probarnos. ¡Bendita sea su mano!

-¡Bendita sea! -replicó D. Buenaventura.

-No, tú no puedes decir eso -objetó vivamente Serafinita-. Tú no puedes bendecir la mano que nos ha herido, porque quieres rebelarte contra ella; quieres hacer ahí unas composturas y unos amasijos y unas combinaciones sutiles de que no puede resultar nada bueno para la conciencia ni para la fe cristiana. ¿A qué aspiras tú? Vamos a ver; dímelo claramente.

-A lo que se aspira siempre cuando ocurren estas desgracias en una familia honrada -repuso D. Buenaventura con flemático acento.

-Si el caso presente fuera como otros muchos que vemos un día y otro en nuestra sociedad, pase -dijo la señora sintiéndose fuerte con sus argumentos-; pero ya sabes que desde que el mundo es mundo, Ventura, no ha ocurrido un caso como este, al menos en España. Se podría creer que Dios ha enviado tan singularísimo y horrendo suceso como una especie de aviso, con el cual quiere advertir a los españoles los conflictos dolorosos que les esperan...

-Hermana -dijo D. Buenaventura interrumpiéndola-, sin quererlo tal vez, has dicho una cosa muy sabia.

  —18→  

-No te burles -repuso Serafinita rascándose tras de la oreja con una de las agujas-; lo que quiero decir es que si el caso que estamos llorando fuera como otros... Estoy cansada de ver niñas caídas en un momento de debilidad, por una ilusión funesta... pero, hijo, la ley, la religión y la misericordia paterna hallan medio de arreglar estas cosas entre nosotros.

-¿Y por qué no hemos de aspirar ahora a un resultado semejante?

Serafinita miró con estupor a su hermano, dejando caer la media negra sobre sus rodillas.

-¡Estás loco! -exclamó-. Ventura, Ventura, ten presente que para que caiga la bendición del cura sobre este nudo horrible y lo desate, y lo ate después como es debido, es preciso que Dios deshaga el mundo y vuelva a hacerlo de otro modo; que veamos desbaratada pieza por pieza la sociedad actual con sus creencias, sus castas, sus leyes y vuelta a armar después, conforme a tu gusto y capricho.

-Puede ser que quedara mejor -dijo don Buenaventura sonriendo y balanceándose en la silla.

-Pues anda, pon tu mano en la obra, enmienda la hechura de Dios y de tantos siglos...

-En suma, querida hermana -manifestó   —19→   Lantigua resueltamente-; yo no quiero enmendar la obra de Dios, ni volver el mundo del revés. Reconozco la fuerza del argumento terrible que acabas de hacerme. ¿Pero no es lo más prudente y lo más cristiano tentar todos los medios antes de declarar irreparable esta desgracia? Todo el daño producido en las esferas de lo humano es humanamente susceptible de ser remediado.

-Esos remedios están en tu imaginación. Pareces un niño, Ventura. No siendo posible que una religión falsa y otra verdadera se mezclen y confundan como el agua y el vino que se echan en un vaso; no siendo posible que nuestra santa fe católica transija en esto ni se humille ante las mentiras sacrílegas de una secta infame, ignoro cómo vas a componer tu acomodo.

-Precisamente deseo intentar algo que proporcione un gran triunfo a nuestra santa fe católica -dijo D. Buenaventura.

-¿Qué? ¿Convertirle?... Me pareces tonto. Lo que nuestro bendito hermano no pudo conseguir, ¿has de lograrlo tú?... ¡Ah! Como no intentes su conversión por la vía de los negocios... El corazón de esa gente se ha de ablandar más por las emociones del agio que por los sentimientos religiosos.

  —20→  

-Cuando mi hermano intentó convertirle, no existían para él las poderosas razones sociales, los graves compromisos de honor, de dignidad, de delicadeza, los deberes de humanidad...

-¡Honor, dignidad, delicadeza, humanidad!... Probablemente no entenderá ese lenguaje el que ha causado nuestra ignominia.

-Esta es lengua universal. En fin, querida hermana, pronto saldremos de dudas.

-¿Cómo?

-Oyéndole.

-Pues qué... -exclamó Serafinita con terror-. ¿Ese hombre...?

-Va a llegar. Le he llamado yo.

-¡Ventura, Ventura!...

Serafinita no pudo decir más. Era incapaz de cólera; pero su corazón se llenó de pena. Emprendiendo con frenética actividad su obra, fijaba sus animadas pupilas en las puntas de las dos agujas, que, rozándose con fuerza, parecían las espadas de irritados duelistas que se batían furiosamente. Después de un rato de silencio, Serafinita dijo:

-¡Ventura, Ventura!... ¿Has escrito al hebreo?

-Sí, y vendrá.

-Tal vez no. Ya sabes que en Diciembre   —21→   estuvo aquí y nuestra sobrina no quiso recibirle.

-Ya lo sé.

-Y que le ha escrito muchas cartas...

-Sin que ella se haya dignado leerlas. También lo sé.

-Pues ahora tampoco le recibirá.

-Allá lo veremos. No creo que mi vida a Ficóbriga sea en balde, ni que mi autoridad sea una irrisión -dijo Lantigua demostrando gran confianza en la eficacia de su voluntad.

-Querido hermano, tú has olvidado la recomendación de Ángel.

-No: ya sé que nos dijo: «Haced lo que haría Juan Crisóstomo si viviera».

-¿Y tú crees -preguntó Serafinita con expresión de triunfo, pensando que su argumento no tenía réplica-, tú crees que nuestro hermano habría escrito a ese hombre rogándole que viniera?

-No lo sé... Juan no pudo pronunciar una sola palabra sobre su deshonra. Murió Callado.

-Juan no murió de apoplejía -manifestó con emoción muy honda D.ª Serafina-, murió de ira; que también la indignación mata. Su pensamiento se abrasó, su alma huyó escandalizada del cuerpo en un instante horrible. El cielo desplomósele encima. Me parece que oigo la íntima exclamación de su espíritu al volar   —22→   temblando de este mundo... Ventura, Ventura, inspírate en nuestro hermano, muerto por su deshonra; identifícate con él y represéntate aquel instante tremendo, su sorpresa, su terror, su congoja de padre amantísimo y de católico ferviente; haz un esfuerzo y procura creer que tú eres él mismo y no tú; que él ha resucitado en ti...

-Inspirándome en mi conciencia -dijo serenamente el banquero-, creo inspirarme en él.

Y levantándose, echó ambas manos a la espalda y encorvó ligeramente el cuerpo y se puso a pasear por el jardín de un ángulo a otro, sin apartar la vista de la arena que crujía bajo sus amarillos zapatos. Serafinita, desbaratando un gran trozo de media negra que estaba detestablemente hecho, empezolo de nuevo.



  —23→  

ArribaAbajo- III -

Cosas que se ignoran y otras que se saben y deben decirse


La casa no estaba lo mismo que el año anterior. El jardín hallábase bastante descuidado, creciendo en él o con excesiva libertad o sin la cariñosa esclavitud del jardinero las flores de primavera que ornaban sus verdes cuadros. Los arbustos y árboles de sombra, los recortados setos, las enredaderas de mil brazos, el césped y los tiestos vivían angustiadamente bajo el imperio del olvido. En cambio los caracoles sacaban el vientre de mal año en aquellos meses, y se extendían, cual inmenso rebaño jamás saciado, por todo lo verde, subiendo por los tallos arriba hasta llenar de inmundas babas la más alta hoja; que tal es el oficio de estos ministros de la envidia. Algunos tenían tal descaro que se subían por las faldas   —24→   de D.ª Serafina y la observaban con sus ojuelos y movían ante ella sus expresivos tentáculos, como diciendo: «¿qué habrá venido a hacer aquí esta buena señora?...».

En lo exterior de la casa los desperfectos causados por el último invierno no habían sido reparados. Faltaban pedazos de yeso y molduras. Por no hallarse en buen estado los canalones, existía en la pared de Levante una gran mancha de humedad, al modo de sombra irregular y compleja, que casualmente parecía representar una figura o monstruo de muchas patas y amenazante boca. La veleta se había doblado con los poderosos bofetones del huracán, y la flecha desquiciada y sin movimiento señalaba siempre al Norte. Estaba muerta.

Dentro podían notarse asimismo los tristes efectos del abandono. Algunas piezas no habían sido abiertas en mucho tiempo. El reloj de gran esfera y resonante timbre que estaba en el vestíbulo para advertir a todos los de la casa la hora de las obligaciones, de los placeres, del descanso y del trabajo, había enmudecido, y su rostro mofletudo que tan bien sabía responder antes a los que le preguntaban cosas del tiempo, no expresaba ya nada, como no fuera la inmovilidad y el tétrico silencio de la muerte.   —25→   En vano D. Buenaventura trató de ponerle en movimiento con el dedo, ora impulsando las agujas, ora el péndulo. El reloj daba dos o tres latidos, dos o tres pulsaciones quejumbrosas y volvía a caer en su hondo letargo. Había en la quietud de sus agujas sobre la blanca esfera numerada algo semejante a entornados párpados y a respiración sosegada y profunda. Viéndole, veíase a uno que duerme.

En las habitaciones altas había otro de chimenea que habiéndose hecho bufón, reía de los grandes chascos que daba a sus amos y del trastorno que producía. Su conducta era más propia de un pillete que de un reloj. Así cuando eran las seis, él marcaba y tañía las once o vice-versa, y a veces se tragaba medio día lindamente, o se empeñaba en hacer creer que el sol salía después de misa mayor. Siempre que esta buena pieza le daba un bromazo, decía Francisca tristemente:

-Anda, hijo, anda: no eres tú solo el que disparata. Como tú van todas las cosas de esta casa.

Las habitaciones de D. Juan, su alcoba y su despacho habían estado cerradas hasta que llegó D. Buenaventura, que, tomándolas para sí, pasaba allí largas horas, ordenando los manuscritos y cartas de su hermano y completando   —26→   el catálogo de la biblioteca. Serafinita vivía en la planta baja, por ser enemiga de escaleras, y Gloria continuaba morando en su habitación primitiva. Pero hacía muchos meses que los habitantes de Ficóbriga no habían visto a la señorita de Lantigua en la calle, ni en el jardín, ni en los balcones. Los mismos criados de la casa, a excepción de las dos mujeres, tampoco la habían visto. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacia? No faltó en Ficóbriga quien asegurase que la señorita de Lantigua se había vuelto fea, ni quien dijese que se había vuelto loca. Sus tíos decían que estaba enferma de cuerpo y de espíritu. Teresita la Monja enunciaba con su sibilítico labio mil abominables cosas, y ningún ficobrigeño pasaba por el camino real ni por la plazoleta sin mirar a las tristes ventanas, cerradas también, cual ojos de durmiente, y decir para sí: «¿qué hará?».

Durante algunos meses Gloria había sido objeto de comentarios diversos. Bastante trabajó la curiosidad en aquellos días, muchísimo la envidia. Se quería demostrar que las grandes reputaciones son casi siempre usurpadas, que no hay nada superior ni sublime; que todo es pequeño y miserable, que las flores no son flores sino fango; que el diamante no es luz solidificada sino carbón; en fin, que todos somos   —27→   iguales y que si alguno sube mucho por hipocresía o arte mundano, debe bajar y ponerse al nivel de los demás, restableciendo la armonía del vulgo, tan necesaria a la de los mundos.

¿Tenía razón la plebe? ¿Quién puede decirlo sin conocimiento de cosas y personas? La señorita se oculta de todo el mundo, se esconde de todas las miradas, haciendo de su vida un misterio impenetrable; y como el laborioso insecto, ha tejido un capullo y se ha quedado dentro, con intención sin duda de no salir sino con alas o sea en espíritu. Si penetramos en la casa, no nos es posible llegar hasta ella, porque los criados detienen a todo intruso. Hasta el taciturno reloj del vestíbulo parece decir con su torvo silencio: «¿a dónde vas, insensato? Aquí ya no hay nada»... Creemos sentir leves pasos sobre el entarimado superior. Son sin duda los pasos de la señorita... pero no: son los de un gatito que juega. Aunque ponemos gran atención, no conseguimos oír su voz que ha querido extinguirse para siempre como la del reloj, creyéndose indigna de sonar entre los vivos.

Atrevidos subimos; mas no nos es posible verla tampoco. La puerta de su habitación está cerrada. Por la noche, si la sorprendemos por breve instante abierta, descubrimos   —28→   vaga sombra de una cabeza sobre la pared. La cabeza se mueve: es ella sin duda; pero convertida en leve mancha oscura sin alma y sin vida. Si hay conversación dentro de la alcoba, percibimos, aguzando mucho el oído, el vago silbido de las eses que se destacan sobre la pronunciación castellana, como la espuma sobre las olas. Nada más puede oírse en aquel murmullo lejano.

Si continuamos observando, vemos al través de la puerta, que no ha sido bien cerrada, súbita claridad rojiza que se extingue pronto. No hay duda de que la señorita ha quemado un papel. Por Roque, que dice todo lo que sabe, sabemos que Gloria ha recibido poco antes una carta con sellos encarnados, que no son los de España. Después sale Francisca, entra D. Buenaventura y se entabla nueva y más viva conversación, que dura hasta hora muy avanzada. Pero no podemos atrapar sino las fluctuantes eses que marcan y nada dicen solas. D. Buenaventura se retira al fin meditabundo como siempre; óyese el rumor de los perezosos rezos que preceden al sueño, y sale después Serafinita tranquila y mística, como un santo que baja de su nicho para pasearse. Luego se siente el chasquido de la llave. ¡Adiós! La señorita se ha encerrado; duerme, y envuelta en delicada   —29→   nube de silencio, de oscuridad, de reposo, ha lanzado su espíritu a las zonas infinitas. Avancemos, apliquemos nuestro oído indiscreto al hueco de la llave. ¿Oís algo? Nada... Quizás un rumor más tenue que el de las alas del más pequeño insecto batiendo en el aire, una leve cadencia que no sabemos si es la respiración de Gloria o el aliento de su Ángel de la Guarda, que vela con la mano puesta sobre la frente de ella.

Un día, que era sábado de Pasión, el narrador espió también. A la escalera llegaba gratísimo olor de claveles y rosas, accidente relativo a ella que parecía ella misma. La señorita estaba haciendo un ramo. Si nos hubiéramos hallado en el jardín, habríamos sentido ligero ruido en la persiana alta, y alzando la cabeza con la prontitud del curioso, habríamos visto una mano que en breve instante apareció y huyó después de arrojar palos de flores y ramitas inútiles. Aquella mano era la misma que muchísimos días antes había empujado la puerta de la casa para no dejar entrar a un hombre. En cuanto a la cara, sólo la vieron los pájaros alineados como tropa en el alambre o los que volando o piando pasaban.

Francisca bajó por más flores y D.ª Serafina subió llevando unos alhelíes que ella misma cogiera. Oyéronse los tijeretazos cortando los   —30→   palos demasiado largos en el tronco del ramo. Ni el mismo Roque, que todo lo sabe, sabía para quién eran aquel ramo.

Pronto lo sabremos nosotros. Era media tarde cuando entraron y se reunieron en el comedor D. Buenaventura y los dos personajes de más peso en la república ficobrigense. Bien se comprende que no podían ser otros que don Silvestre Romero y D. Juan Amarillo, este último elevado poco antes a la categoría de alcalde, con lo cual su respetabilidad, que ya era grande, se había remontado a lo sublime.

D. Silvestre a poco de estar en el comedor subió con objeto de ver a su amada penitente, como él decía. Era de los pocos que gozaban el privilegio de visitarla. Quedándose solos don Buenaventura y el digno alcalde, este habló a su amigo de los últimos acuerdos del Ayuntamiento referentes a las procesiones de Semana Santa costeadas por el generoso banquero y que debían ser dos a la usanza antigua, la del Salvador el Domingo de Ramos y la del Crucificado, con dos pasos más y la Dolorosa, el Jueves. A todo dijo amén D. Buenaventura; mas no se mostró muy gozoso cuando el representante de la autoridad municipal le hizo saber que a él, al propio señor de Lantigua, correspondía lugar muy honroso en ambas procesiones,   —31→   debiendo en la del Salvador acompañar a la sagrada imagen, propiedad de la esclarecida familia.

Pero debemos decir que esto y otras cosas municipales de que habló el insigne Amarillo, como el acuerdo recién tomado por el Ayuntamiento de llamar en lo sucesivo plaza de Lantigua a la plazoleta de la Charca, y colocar una corona en el sepulcro que se estaba labrando al Sr. D. Juan, no fueron sino pretextos que el alcalde tomaba para hablar de un asunto de vivísimo interés para él. Desde la catástrofe del día de Santiago, corrió por Ficóbriga la voz de que la desgraciada joven, antaño llamada joya de aquella villa, entraría en un convento, y que la familia pensaba vender la casa, por ser muy antipáticos para ella los lugares de su desgracia y deshonor. Enunciada esta idea, D. Juan Amarillo que era, como sabemos, dueño de copiosos caudales ganados Dios sabe cómo, concibió la felicísima idea de adquirir tan hermosa finca y establecerse en ella, haciéndola trono de su omnipotencia y de la gran superioridad que sobre toda la redondez de Ficóbriga había adquirido.

La idea culminante, la idea madre de todas las ideas de D. Juan Amarillo era esta: «ser el primer personaje de Ficóbriga».

  —32→  

La idea cardinal que gobernaba toda la máquina intelectual de Teresita la Monja era esta: «ser la primera señora de Ficóbriga».

La presencia de los Lantiguas en aquel pueblo que por tradición les veneraba era grandísimo estorbo, porque la villa obedecía aquella ley que dijo: «no servirás a dos señores». Pero si los Lantiguas se marchaban, después de que la joya fuese guardada en el estuche de un convento, ¡oh! indudablemente la dinastía de Amarillo reinaría ya sin rival entre el mar y la Pesqueruela, entre el cerro de D.ª Fronilde y Monteluz. El coronamiento admirable de esta idea, su representación simbólica era la adquisición del palacio en que los Lantigua habían morado.

Ambos esposos vivían desasosegadamente esperando saber lo que se determinaría, por cuya inquietud no cesaba D. Juan de hacer indiscretas preguntas al banquero. Aquel día repitió sus proposiciones para quedarse con la casa; pero D. Buenaventura no pudo contestarle nada categórico.

-Pronto creo que daré a usted una contestación terminante -dijo el banquero-. Esto ha de decidirse pronto; pero muy pronto.

En esto oyéronse acompasados taconazos en la escalera, que retemblaba cual si un gigante   —33→   bajara por ella. Era D. Silvestre que volvía de su visita, trayendo un gran ramo de flores entre cuyas frescas hojas hundía cada rato su carnosa y sensual nariz para aspirar la fragancia de ellas.

-La encuentro -dijo el cura-, mucho más animada... Mejor color, menos tristeza, algunas ganitas de hablar, interés por las cosas... en fin, resucita, la pobre resucita poco a poco.

-Así me parece a mí -indicó D. Buenaventura demostrando la importancia que daba al bienestar de su sobrina-. Si Dios quisiera apiadarse de ella y de todos nosotros...

-Vean ustedes qué hermoso ramo me ha dado -dijo el cura acercándolo a la picuda nariz de D. Juan Amarillo, que olió por espíritu de adulación-. Es para el Salvador, para la histórica imagen de los Lantiguas. Se lo pondremos en las alforjas al borriquito.

-Ya el Sr. D. Buenaventura -manifestó Amarillo levantándose-, está conforme en dar realce con su presencia a ambas procesiones.

-Pasaremos por aquí. Ya me ha prometido la señorita que saldrá al balcón -afirmó D. Silvestre con regocijo-. ¡Ah! le he dicho que dejaré de ser su amigo si no va mañana a la misa mayor y a la hermosísima festividad de las palmas.   —34→   La pobrecita no quiere, pero en fin...

-Irá; yo le prometo a usted que ira -dijo D. Buenaventura al despedir a sus amigos-. Esta situación debe acabar pronto.

En el jardín D. Juan Amarillo alzaba la cabeza circundada de rayos de autoridad, y poniéndose la mano a guisa de pantalla en la frente, para que el brillante sol no ofendiera sus ojos, contemplaba la fachada de la casa, diciendo para su hondísimo y jamás explorado capote:

-En reparaciones tendré que gastar otro tanto de lo que vales; pero no importa si al fin eres mía. ¡Oh! ¡mía!...



  —35→  

ArribaAbajo- IV -

Las amigas del Salvador


La capilla del Salvador, propiedad de la familia de Lantigua, estaba en la derecha nave de la Abadía, con ventana ojival abierta al atrio, altar churrigueresco, pesados bancos de nogal, dos o tres inscripciones sepulcrales y un cuadro de ánimas en el cual los desnudos cuerpos bailaban entre rojas llamaradas. Pequeña puerta de arco escarzano daba entrada a la sacristía o camarín, pieza no muy clara, abovedada y húmeda, donde generalmente no ocurría nada digno de ser contado, como no fueran los devastadores progresos de la carcoma, monstruo imperceptible que parece la representación viva de otro monstruo, el tiempo.

Pero el sábado de Pasión, alegre cháchara de mujeres bachilleras resonaba en la olvidada estancia, como discorde piar de urracas más   —36→   que de jilgueros; parlerío semejante al de un taller de modista; rumor entreverado de risas y exclamaciones, y salpicado de broncas toses y truenos de nariz, lo cual indicaba que no había allí una congregación de juventud.

En el centro del camarín, puesto ya sobre las plateadas andas que le habían de sostener, estaba el Salvador, imagen de madera cuya hermosa cabeza llena de expresión debió ser modelada por algún escultor del gran siglo. Sus ojos negros miraban con seriedad dulce y profunda. De sus labios iba a salir la palabra... Hablaba, faltaba poco para oír una voz, a ninguna humana voz parecida. Su majestuosa frente descubierta en forma de triángulo por la caída de las dos bandas de cabellos, superaba a cuanto ha podido idear la escultura griega. Pero sobre todas las perfecciones de tan ideal rostro descollaba aquel mirar que era la irradiación de la inteligencia suprema, y que infundía pasmo y veneración. La pupila inmensa que todo lo ve y que penetra hasta lo más íntimo de los corazones no podía tener representación más maravillosa.

El resto de la imagen no correspondía a la cabeza. Había tomado el escultor por su cuenta busto y extremidades, dejando lo demás al carpintero. El divino cuerpo consistía en un   —37→   tosco madero que la humedad y el tiempo había roído a competencia; mas como debía cubrirse con la rica vestidura de tisú, el efecto artístico no se perdía. Montaba el Señor aquella asna que los discípulos cogieron en la aldea cercana a Betfagé, y fuerza es confesar que el escultor tampoco puso la mano en ella ni en el pollino que la seguía. Ambas figuras eran de tosca labor; pero aun así desempeñaban bien su papel, y principalmente el borriquito hacía las delicias de toda la grey devota y de los chicuelos, que no podían menos de ver en él un santo juguete.

El Salvador estaba aún sin vestido, y el borriquito sin alforjas. Tres mujeres trabajaban allí con celo incansable. La una varonilmente subida en las andas, lavaba con esponja el rostro de la sagrada imagen. La segunda cosía una rica tela, añadiéndole tal cual pieza y fijando los galones. La tercera manejaba flores de trapo, combinándolas en graciosos ramos y lindos festones. Si ocupadas estaban las seis manos, no lo estaban menos las tres lenguas.

Teresita la Monja, esposa de D. Juan Amarillo era la que lavaba. Mujer rica y desocupada por tener más dinero que hijos y más devoción que menesteres domésticos, había mostrado siempre exaltada afición a las cosas de iglesia   —38→   y a meterse en sacristías y enredar en camarines, ora vistiendo santos, ora manipulando cofradías, gustando además de saber y comentar todo lo que pasaba y todo lo que iba a pasar entre el coro y el altar mayor, y dar su voto sobre cuanto atañese a las ceremonias religiosas, cuyo sentido litúrgico no comprendía ni podía comprender.

La segunda era cuñada de la primera, por ser mujer infelicísima del hombre más desautorizado y más perdido de Ficóbriga, del filósofo y ateo y mentecato, D. Bartolomé Barrabás, hermano de Teresita la Monja; pero Isidorita la del Rebenque (que tal nombre tenía por haber sido su padre dueño del prado del Rebenque) llevaba con gran paciencia la cruz de su matrimonio con aquel ogro; y todo lo que Barrabás perdía en opinión y en intereses por su mala cabeza, ganábalo ella con su trabajo y ejemplar conducta. Hacía con igual aire ropa de mujer, de hombre y de clérigo, pudiendo competir sus levitas con las de Caracuel, como lo probaba la gallardía y elegante soltura del cuerpo de D. Juan Amarillo. En la temporada de verano albergaba huéspedes, tratándolos bien. Había sido hermosa; mas últimamente la obesidad y las penas la tenían en lastimoso estado. Unida con vínculos de parentesco y de   —39→   cordial amistad a la Monja, de quien recibía frecuentes favores, acompañábala en la iglesia y en casa, siendo un eco de ella en las opiniones y un admirable estímulo preguntón para que Teresita, o sea el Confesonario de Ficóbriga, satisficiese su ardiente necesidad de contar todos los secretos de la villa.

La tercera, o sea la que se ocupaba en arreglar las flores, era la más joven de las tres, y si se quiere la más hermosa, pues había en su rostro vestigios de una belleza varonil y provocativa. Llámanla comúnmente la Gobernadora de las armas, por haber sido esposa de uno que componía armas, o que las gobernaba, como es uso decir. D.ª Romualda era florista y braguerista, y así consta en los estados de la contribución de subsidio industrial, donde puede verlo quien dude de las múltiples habilidades de esta señora. La muerte repentina del gobernador de las armas la había dejado viuda; pero ella se sostenía regularmente, aunque no está averiguado que lo hiciera con la virtud de aquellas dos preciosas industrias.

De Teresita la Monja se nos olvidó decir que era flaca y lustrosa, siendo su piel tan a modo de placa cobriza que las malas lenguas de Ficóbriga decían de ella que se frotaba todas las mañanas largo rato con polvos y bayeta   —40→   para sacarse brillo. Era su perfil a lo griego, de líneas rectas formado, pero con cierta indecisión o vaguedad a la manera de moneda gastada por el uso. Sus ojuelos grises y a veces dorados como los de los gatos no paraban un momento, y lo que más envidiaba a la Divinidad era el don supremo de ver lo invisible y de leer en los corazones. Llamábanla Monja, porque la exclaustración la sorprendió novicia en las Clarisas, con lo cual torciose la vereda de su destino, y enfriándose de su religioso anhelo al contemplar las gracias personales de D. Juan Amarillo (cuando era pollo), cayó en sus dulces brazos y se descarrió en un momento de tentación funesta o de falso idealismo. El matrimonio puso luego las cosas al derecho, pero Teresita no perpetuó el linaje de los Amarillos. En efecto, aunque esto no pueda definirse bien, había en ella una como representación figurativa de la esterilidad.



  —41→  

ArribaAbajo- V -

Realismo


Pasó suavemente la esponja por el augusto semblante de la imagen que representaba la encarnación de lo divino, y después la exprimió sobre el cubo para que saliese el agua sucia. Al mismo tiempo decía:

-¡Ay! ¡Jesús mío, cómo estás!... Ya se ve... ¡Catorce años pudriéndote en ese nicho! Vaya, que los Lantiguas pueden hablar... ¡Tanta devoción, y esta sacratísima imagen olvidada!... ¡Qué horror! Si la mitad de la pintura se queda en el paño...

-Estás haciendo de Verónica, Teresa -dijo sonriendo Isidorita la del Rebenque-. Con poco más sacarás el divino rostro en el lienzo.

-Pues has dicho la verdad. Vamos, no fregoteo más -dijo Teresita mostrando la húmeda tela con leves manchas-: bien está así.   —42→   Ahora le pasaré un paño seco. Así viejecita y despintada no hay otra cara como esta en todo el mundo. Miren qué expresión... parece que nos oye y que nos mira y que nos va a hablar.

-Parece que nos agradece los cuidados que tenemos con él -dijo la Gobernadora de las armas apartando sus ojos de las flores y fijándolos en el Salvador-... Pero ¡ay! amigas lo que me ocurre en este momento... Sabéis que en efecto...

-¿Qué?

-Se parece, sí, no hay duda de que se parece...

-¡Ah! no sigas, por Dios -exclamó Teresita bajando la escalera y sujetándose las faldas para que el borriquito que estaba todavía en el suelo no le viera las piernas-. No digas más... por Dios. Es verdad que se parece... pero esto no se puede decir, ni aun pensar. Es un sacrilegio.

-Todas las cosas, incluso las malas, son hechura de Dios -dijo la esposa de Barrabás-. Pero hay quien dice que las caras guapas son obra de Satanás. Más vale que no hablemos de esto...

-Venga la camisa -dijo Teresita tomando una especie de funda de riquísimo hilo que le alargó la del Rebenque.

  —43→  

-Me parece que en ningún tiempo, ni aun en los del mayor esplendor de los Lantiguas, se ha puesto el Salvador una prenda como esta. Es lo que sobró de aquella pieza que compré el año pasado para hacerle camisas a mi Juan... En fin, Isidora, a ver cómo se la ponemos... Coge tú por allí... A ver cómo entramos las mangas sin romperlas... Cuidado con los encajes. Son los de aquella mantilla antigua que deshice.

-¿Voy yo también a ayudar? -preguntó la Gobernadora.

-No, mujer... acaba esas flores; que esto pronto lo despachamos.

Así fue en efecto, y luego ocupáronse ambas de la túnica de terciopelo morado, no por cierto inconsútil, que acababa de componer Isidora.

-De veras digo -manifestó Teresita-, que si sé que tenemos procesión este año, le regalo una túnica nueva al Salvador. Entre mis sobrinas y yo la hubiéramos hecho en un momento. Esta no se puede mirar. Serafinita me dispense; pero esto es un pingajo... ¡Qué galones! ¡Qué forros! Y gracias a que tú has hecho prodigios con la aguja, Isidora. ¡Ah! los Lantiguas, los Lantiguas... mucha devoción de pico, mucho hablar de cosas santas... mucho discurso   —44→   y mucho librote... Pero los hechos, las obras; ¡ah! yo me fijo en las obras y sólo por ellas juzgo... Arriba con la túnica. Yo subiré la escalera; alarga los brazos todo lo que puedas.

Apenas quedara cubierto el cuerpo del Señor abriose la puerta de la capilla, dejando ver una boca remilgada y sonriente, dos alegres ojos pequeños, apenas visibles entre los pliegues de la cara contraída por la sonrisa, una nariz redonda como avellana, un cuerpo forrado en verdinegra funda desde el cuello a los pies, dos brazos negros, en fin, toda la persona de Agustín Cachorro, sacristán de la Abadía. Ya sabemos que el año anterior se había quitado la plaza a José Mundideo, a quien más tarde se dio la de sepulturero. Su sucesor en la sacristía era un hombre que había sabido conquistar simpatías en puestos análogos, y, la verdad sea dicha, ninguno existía más atento a sus deberes. Honrado, activo, complaciente, respetuoso y siempre festivo, el buen Cachorro agradaba a un tiempo al cura y a los fieles, al pastor y al rebaño.

-¿Qué tal, señoras mías, se trabaja muchito? -dijo desde la puerta.

-Entre usted... entre usted... hermano Cachorro -respondieron a una y chillonamente las tres.

  —45→  

-Esperen un ratito, que voy a meter las palmas en la sacristía. Vaya, que está muy guapo el Salvador... ajajá... ¿quién conoce a este caballero?... Ya se ve, con tales ayudas de cámara...

-Entra, Cachorrillo -dijo Teresita, que tenía gran familiaridad con él-. No podías haber venido más a tiempo. Las tres te necesitamos.

-¿De veras?... ¿Y si me riñe el señor cura porque abandono mis obligaciones?

Agustín entró riendo, pues la risa era en él su fisonomía.

-Vas a ayudarnos a poner el borriquito en su sitio.

Cachorro tomó el tiento a la escultura, que no era de plumas.

-¡Ay mi niño, cómo pesas!... pareces un pecado -exclamó echándoselo a cuestas.

El animal tenía en sus patas cuatro espigones de madera que encajaban en otros tantos agujeros abiertos en las andas al lado izquierdo del asna madre que montaba el Señor.

-¡Ya está! -dijo Cachorro afirmando al animal en su sitio-. Señoras, adiós.

-¿Pero te vas?

-No se vaya usted.

-Señoras, hay que tener paciencia -dijo el   —46→   sacristán-. Yo me estaría aquí todo el día con mucho gusto, ayudando a mis niñas y cargando el borriquito; pero el señor cura me riñe y dice: «¡Anda, hipocritón, que no sirves más que para retozar con las santurronas!...».

-Es el tal D. Silvestre el hombre más deslenguado...

-¡Qué cabeza la mía! -murmuró Agustín-. ¿En dónde he dejado el ramo?

-¿Qué ramo?

-¡Ah! lo he dejado en la capilla. Voy por él.

Salió ligero como un ratoncillo.

-Ahora -dijo Teresita-, pongamos las alforjas.

Isidorita mostró su más bella obra, que era un par de alforjas de raso encarnado con galones y lentejuelas, como las chaquetas de los toreros.

-¡Lindísimo! -exclamó la Monja metiendo la mano en ellas para medir su cavidad.

Reapareció entonces Cachorro trayendo un hermoso ramo.

-Aquí está -dijo presentándolo con orgullo-. Me lo ha dado el señor cura para que las señoras lo pongan en la alforja de este tunante. ¡Ay qué guapo vas a estar!...

-¡Preciosas flores!

  —47→  

-¡Magnífico ramo!

-Es regalo de la señorita de Lantigua -añadió el sacristán.

-¡De la señorita de Lantigua! -exclamó absorta Teresita, deteniendo sus flacas y amarillas manos en el momento en que iba a coger el ramillete.

Isidorita iba a olerlo; pero también se detuvo. La Gobernadora de las armas no se movía de su sitio, y Cachorro viendo que nadie quería tomar el ramo, lo dejó sobre la mesa. Pero el chusco sacristán debía sentir en su alma necesidad imperiosa de expansión, porque estirando los brazos y haciendo castañetear los dedos y dando ligero brinco, dijo alegremente:

-Señoras, el cura se ha ido... ¡Ah! me ha encargado que las obsequie a ustedes... En la sacristía ha dejado bizcochos, una botella de anisete y tres de vino muy rico; pero muy rico. Al marcharse el Sr. D. Silvestre me dijo: «Ve y pregunta a esas señoras si quieren tomar alguna cosa... Las pobrecitas han estado trabajando todo el día».

-Yo no quiero nada -dijo Teresita meditabunda.

-Yo tengo mala la cabeza.

-Mejor que mejor -afirmó Cachorro dando una palmada.

  —48→  

-Y yo no estoy bien del estómago -indicó la Gobernadora.

-Eso quiere decir que vaya por el calicem salutis... ¿Pero qué tienen las señoras? -añadió observándolas preocupadas-. ¿No quieren poner el ramo en las alforjas?

Aspirando el delicado olor de las tempranas rosas, hizo un mohín grotesco.

-Señoras- dijo-, ¿saben ustedes que esto me huele a judiito pasado?... En fin, voy por aquello.

De un brinco se puso en la puerta y desapareció. Las tres damas habían revestido su semblante de una seriedad oficiosa, y la más respetable de ellas expresó el pensamiento de la cofradía en esta forma:

-Esas flores no se pueden poner en las alforjas.

-No deben ponerse.

-Es claro, porque ella está en pecado mortal.

-Sería un ultraje, un sacrilegio.

Cachorro entró de nuevo con una gran bandeja de pasteles, bizcochos y algunas botellas.

-Corpus et sanguinem -exclamó desde la puerta, y avanzó alzando la bandeja a la altura de la cabeza con la actitud propia de los mozos de café-. Aquí está lo que resucitó a Lázaro...   —49→   Parece que sigue la perplejidad. ¿Se ponen o no las flores judaicas?

-Mi opinión es que no se pongan -afirmó la de Amarillo, consultando con la mirada a sus amigas.

-En fin, ¿tenemos concilio ecuménico para decidir?...

-Mi opinión -manifestó la Gobernadora-, es que se pongan, puesto que el cura lo ha mandado así. Nuestro primer deber es la obediencia.

-Es verdad.

-Tiene razón.

-Póngase el ramo -ordenó la Monja apartando con soberano desdén sus ojos del animalito, a punto que Cachorro le ponía la preciosa carga de flores, contrapesándolas con el racimo de panojas que estaba preparado para el caso.

Las tres damas habían concluido su tarea; pues si bien las flores artificiales no estaban puestas en los agujeros de las andas, ya habían sido ordenadas en graciosos ramilletes por quien era tan maestra en floreos. Fatigadas de tanto trabajo se habían sentado en tres sillas preparadas para el objeto por el sacristán, y contemplaban en silencio su obra, pudiéndose observar en el semblante de dos de ellas la satisfacción y el arrobo del artista vencedor, mientras   —50→   la de Amarillo frunciendo la dorada piel de la frente, demostraba hallarse embebecida en otros pensamientos.

-Todavía no sale de la casa -dijo cual si contestara a una pregunta que nadie le había hecho.

-¿Quién?

-La señorita Gloria.

-Hace bien -afirmó la del Rebenque-. Su vergüenza es mucha.

-¡Qué mimitos!... ¿También tiene vergüenza de venir a la iglesia? ¿No está ya convencida de que no puede casarse?... ¿A qué aspira? ¿Piensa que en Ficóbriga se le seguirá teniendo el amor que siempre merecieron los Lantiguas?... ¿Creerá conservar la respetabilidad del difunto D. Juan, a quien mató con sus liviandades?... Por supuesto que la niña conservará su orgullito, y cuidado cómo se pone en duda que es la primera persona del pueblo...

-¿Y no ha salido aún?

-Ni siquiera al jardín. Se levanta a las seis... toma chocolate... se peina... Yo lo observo todo desde mi ventana alta. Lee en dos o tres libros... trabaja en costura... va a la biblioteca de su padre... vuelve... se acuesta temprano... le suben la comida... no habla   —51→   casi nada... ¡Y qué destrozada tiene la casa! Da lástima verla. Pero Juan me asegura que será nuestra, y en verdad que la pobre lo merece.

A la sazón había empezado a escanciar el sacristán.

-Vaya, Sra. D.ª Isidora, usted dirá -indicó inclinando la botella sobre el cortadillo.

-Una gota, nada más que una gotita... Basta, hombre, basta; que tomo eso para ver si mi estómago entra en caja.

Isidorita gustó del precioso licor. La Gobernadora de las armas hizo ascos al anisete, pero no a un delicado néctar de la Nava que en otra botella tenía el señor Cachorro, y lo acompañó con bizcochos para que la confortase más.

-Esto da la vida -gruñó Agustín probando de una y otra cosa.

Teresita no probó nada.

-Vamos, vamos a colocar las flores -dijo a sus amigas poniendo fin al descanso-. Aún queda algo que hacer... Por cierto que si yo no hubiera mandado traer las flores de S... ¡Dios mío! ¡Qué abandonado tenían esto los Lantiguas!

-Señora, ¿qué es esto? ¿qué tengo yo? -murmuró la Gobernadora pasándose la mano   —52→   por los ojos-. Si parece que se me va la cabeza.

-Pues a mí también -añadió Isidorita dándose aire-. Este señor Cachorro nos ha dado algún brebaje...

-Ánimo, señoras; eso se llama hallarse en estado anacreóntico, como dice D. Bartolomé Barrabás. Cuando no es vicio, no es pecado.

-Váyase usted allá, borrachón. ¿Cree que somos como él?

En el mismo instante sintiose un chasquido como de madera que se agrieta; la alforja había caído de los lomos del pollinito, y por el suelo rodaban las panojas y el ramo.

Teresita y D.ª Isidora se miraron aterradas.

-Es que se ha caído el clavo que sujetaba la alforja -dijo Agustín examinando el animal-. Ya se ve. Está la madera apolillada y se cae a pedazos. Digo lo que Teresita. Esos Lantiguas tenían muy abandonados a los asnos del Señor.

-No se comprende cómo han podido desprenderse las alforjas -añadió la Monja acercándose con cautela.

El sacristán tomó el ramo.

-No, lo que es mientras yo dirija esto -manifestó la señora de Amarillo gravemente-, no   —53→   se vuelven a poner tales flores sobre el pobre animalito. Hay algo, señoras, aquí hay algo que no comprendemos.

-Yo he visto al asnito dar coces y tirar las alforjas -dijo la Gobernadora de las armas-. Sí señoras, lo he visto.

-¡Jesús! ¿que dice esa mujer? -exclamó con terror Teresita-. Yo no he visto nada de coces; pero aquí hay algo, indudablemente aquí hay algo.

-Eso no tiene duda -repuso Cachorro con cómica gravedad tirando de la oreja al asno-. Aquí hay algo. Cuando yo digo que este bergante tiene malas mañas.

-Hermano Cachorro -dijo Teresita-, hágame usted el favor de tomar este ramillete y ponerlo sobre una silla. Yo no lo toco con mis manos.

-Ni yo.

-Pues ni yo.

El sacristán que había salido llevándose las botellas, volvió sin ellas y dijo en voz baja:

-Ahí está la Sra. D.ª Serafina. Viene a ver cómo ha quedado esto.

-¡Qué a tiempo llega! ¿En dónde está?

-En la capilla rezando.

-Voy a hablarle. Sigan ustedes colocando los ramos de trapo -dijo la Monja.

  —54→  

Pero las dos amigas no podían tenerse fácilmente en pie.

En la capilla, de hinojos, devotamente humillada ante el altar de su familia y junto a los sepulcros donde reposaban sus ilustres antepasados, estaba D.ª Serafina de Lantigua. No vio acercarse a la Sra. de Amarillo que pasó lentamente por la puertecilla del arco escarzano y se fue acercando poco a poco, más como quien resbala que como quien anda. Cuando silbó la primera palabra de saludo al oído de la ilustre señora, esta se estremeció, exhalando ligero grito.

-¡Ah! señora... -exclamó-, me ha asustado usted.

-Mi queridísima amiga -dijo Teresita dándole la mano.



  —55→  

ArribaAbajo- VI -

Domingo de Ramos


En la mañana del Domingo, D. Buenaventura dijo a su hermana:

-Ya la he convencido de que debe ir hoy conmigo a la preciosa función de las palmas.

-¡La pobre hace un gran sacrificio! -dijo Serafinita-. Pues si la llevas que se arregle pronto. Yo me voy delante, que tengo que rezar.

Y tomando su bastón negro salió. D. Buenaventura tuvo que esperar algún tiempo, y discutiendo con Gloria sobre el mismo tema oyó de sus labios estas palabras:

-Bien, tío: iré porque no diga usted que no le complazco. No tengo gusto en salir; pero por lo mismo... por lo mismo saldré.

Poco más tarde la señorita de Lantigua salía de la casa paterna en compañía de su tío, después   —56→   de muchísimos días de reclusión voluntaria. Vestía de riguroso luto, con el cual su palidez era realzada. Grande y triste huella habían dejado en su rostro, antes lleno de gracia y lozanía, los huracanes que pasaron meses atrás y todas las penas que dejaron tras sí, las cuales bastarían a consumir y acabar la belleza más perfecta. Pero la de Gloria más que perdida parecía modificada, adquiriendo una como dulce madurez y patético aire de consternación que inspiraba lástima a cuantos sin odio la veían. Había adelgazado bastante, aumentándose así la fascinadora elocuencia de sus ojos. Cuando miraban parecían comunicar extraordinaria angustia hasta a los objetos inanimados. Si antaño todo lo que perpetua o pasajeramente aparecía unido a su persona decía: «gracia, amor, esperanza», ahora todo decía: «compasión». Verla y no sentir el más vivo interés hacia ella era imposible.

Antes de que sobrina y tío llegaran a la Abadía, ya se habían repetido mucho en Ficóbriga estas palabras: «la señorita Gloria ha salido». En el último cabo de la villa repetía un eco de femeninas voces: «ha salido». Los muchachos que estaban en la puerta del templo, por ser día de ceremonia, la miraron, unos con asombro, casi todos con lástima, algunos con   —57→   curiosidad descortés y sin delicadeza. Ella pasó con los ojos bajos, tomando el brazo de su tío. Dentro de la iglesia sintió gran fatiga a causa del esfuerzo que había hecho; pero su espíritu experimentó una dilatación placentera, súbito arrebato de sentimiento religioso que por breve espacio la tuvo sobrecogida y anonadada.

-Vete a nuestra capilla y siéntate, que estarás cansada -le dijo D. Buenaventura al darle el agua bendita.

En aquel instante empezaba la sublime ceremonia de la bendición de las palmas, y el coro cantaba: Hosanna filio David. Benedictus qui venit nomine Domini. ¡Oh Rex Israel! Hosanna in excelsis.

Estas palabras resonaron en el alma de la joven con atronador llamamiento, y se sintió confundida ante una superior grandeza. Detúvose junto a la pila de agua bendita sin poder dar un paso. D. Buenaventura, tomándole la mano, le dijo:

-Si quieres, ven conmigo al altar mayor para que veas al Salvador que está puesto en sus andas para salir esta tarde.

-No, no quiero verle -repuso Gloria con súbito terror dejando caer la cabeza sobre el pecho.

  —58→  

D. Buenaventura, al tomarle la mano, notola fría y temblorosa.

-¿Qué tienes?... -le dijo-. ¿Estás mala?... Siéntate... Has hecho un esfuerzo demasiado grande al venir de casa a aquí. Yo voy a sentarme en los bancos del centro. Vete a nuestra capilla.

El subdiácono había empezado a cantar la dramática relación del Éxodo: «Y llegaron a Elim, donde había doce fuentes de agua y setenta palmas; y asentaron allí junto a las aguas». Este sublime capítulo mosaico, contiene las murmuraciones de los israelitas contra Moisés por haberles llevado al desierto después de pasar el mar Rojo, la escasez que sufrieron, y óyese la tremenda voz de Jehová que les dice: Ecce ego pluam vobis panem de caelo. «He aquí que os haré llover pan del cielo».

Gloria conocía perfectamente estos cantos y toda la serie de interesantes ceremonias de aquel clásico día. Sabía que la salida de Egipto era la redención, el maná la gracia, y contemplando en su espíritu tan maravillosas ideas, trataba de regocijarse en ellas.

-Iré a la capilla -dijo a su tío.

Aún tardaron algún rato en separarse. D. Buenaventura se dirigió a los bancos del   —59→   centro donde estaban las autoridades, mientras Gloria entraba en su capilla, cuando el diácono cantaba la Sequentia. En la capilla de Lantigua había muchas mujeres. Gloria creyó encontrar allí a su tía; pero esta había ido a la capilla de los Dolores. Entró la señorita sin mirar a las que de rodillas o sentadas en los bancos asistían devotamente al parecer a la piadosa ceremonia. Si Gloria hubiera atendido más a lo que ocurría a su alrededor que a lo que pasaba en su espíritu, habría visto que desde que entró en la capilla fue observada con impertinentísima atención por las fieles; que entre todas distinguíase una por su indiscreto reconocimiento de las facciones y del vestido de la desgraciada huérfana. Después oyose en la capilla sordo cuchicheo de murmuraciones y susurrantes comentarios, el cual, empezando por un rincón, se fue extendiendo hasta agitar todo el conjunto de negros mantos. Uníanse unas a otras las cabezas; buscaban los movibles labios el oído; inquietábase el rebaño, y por último sonaron también las almidonadas faldas al levantarse tal cual oveja, que padecía gran desasosiego. Gloria no alzaba los ojos de su libro de rezos. Si los alzara habría visto a Teresita la Monja, acompañada de sus tres sobrinas, las hijas del escribano D. Gil Barrabás.   —60→   Pero si no se cuidó de su presencia, advirtió sí, que la señora de Amarillo se levantaba, y dando terminante orden a las niñas, salía con ellas de la capilla.

Gloria, distraída un momento por esta brusca desaparición, volvió a atender a su piadosa lectura. Pero no habían pasado dos minutos cuando otra señora, seguida de dos niñas abandonó también la capilla. Era la Gobernadora de las armas.

-Huyen de mí -pensó Gloria.

Al poco rato otras dos señoras y un hombre huyeron también de la capilla como se huye de un sitio infestado. Sólo quedaron dos viejas y un anciano marinero, que atentos con profunda edificación al acto religioso, no ponían mientes en lo demás. Gloria sintió opresión insoportable en su pecho y una necesidad de llorar que no podía satisfacer; pero al fin, de sus ojos corrieron a raudales las lágrimas cuando oyó cantar: «Oh Dios que enviaste a tu hijo a este mundo para salvarnos, para que se humillara entre nosotros».

El sacerdote había bendecido las palmas, que fueron rociadas con agua bendita y ahumadas con incienso. Distribuidas aquellas, empezó la procesión. El coro entonaba el capítulo   —61→   de San Mateo: Cum apropincuaret Dominus. Gloria cerró los ojos, orando recogidamente y con profunda ternura, mientras pasaban clérigos y seglares. No quería ver nada, ni mirar al presbiterio donde estaban el Salvador y el borriquito, interesante objeto de la atención general y del fervor más pío por parte de los chicos. Sentía los lentos pasos, el grave canto, la humareda de incienso, el murmullo del conmovido pueblo, y sometiendo su imaginación y su pensamiento a la idea religiosa de tan bello símbolo, contemplábalo en toda su grandeza y sublime significado.

Las ceremonias con que la Iglesia conmemora en Semana Santa el extraordinario enigma de la Redención son de admirable belleza. Si bajo otros aspectos no fueran dignas de excitar el entusiasmo cristiano, seríanlo por la importancia que tienen en el orden estético. Su sencilla grandeza ha de cautivar la fantasía del más incrédulo, y comprendiéndolas bien, penetrándose de su patético sentido, es por lo menos frivolidad mofarse de ellas. Quédese esto para los que van a la iglesia como al teatro, que son en realidad de verdad porción no pequeña de los católicos más católicos a su modo, con falaz creencia de los labios, de rutinario entendimiento y corazón vacío.

  —62→  

Es evidente que las ceremonias de Semana Santa despiertan ya poco entusiasmo, y muchos que se enfadan cuando se pone en duda su catolicismo, las tienen por entretenimiento de viejas, chiquillos y sacristanes. Sólo en Jueves Santo, cuando la afluencia de mujeres guapas convierte a las iglesias en placenteros jardines de humanas flores, son frecuentadas aquellas por la varonil muchedumbre de nuestro lisonjero estado social, el más perfecto de todos, según declaración de él mismo. Nuestra sociedad se cree irresponsable de esta decadencia y la atribuye al excesivo celo y mojigatería de la generación precursora, la cual, adulando al clero y adulada por él, quitó a las ceremonias religiosas su conmovedora sublimidad y grandeza. ¿Cómo? multiplicándolas sin criterio y haciéndolas complejas y teatrales por el abuso de imágenes vestidas, de procesiones y pasos y traspiés irreverentes, impropios, profanos, sacrílegos, irrisorios; por la introducción de prácticas que nada añaden a la hermosa representación simbólica de los misterios; por la falta de seriedad y edificación que trae consigo la inmistión de seglares beatos en las cosas del culto. No es fácil designar quiénes son responsables de esto; pero a nadie se oculta el hecho peregrino de que en el país católico por excelencia   —63→   las cuatro quintas partes de los fieles se resistan a tomar parte en ese carnaval de las mojigatas, como dicen muchos que oyen misa por costumbre y aun confiesan y comulgan, aunque no sea sino por no parecer demagogos.



  —64→  

ArribaAbajo- VII -

Tía y sobrina


Después de la procesión de las palmas y de la bellísima ceremonia y cánticos en la puerta al regreso de aquella, se celebró la misa de Pasión. Muy tarde salieron de ella, y don Buenaventura fue en busca de su sobrina para dirigirse a la casa, donde les aguardaba la comida. No les acompañó a esta función doña Serafina porque ayunaba, y sin más sustento que el chocolate se estaba todo el día en la iglesia hasta el anochecer, hora en que iba a su casa y tomaba la colación.

D. Buenaventura llevó nuevamente a Gloria por la tarde a la Abadía para que viese salir la procesión del Salvador. Dejola en la capilla; repitiose el mismo desaire de la mañana; pero ni un instante decayó el valeroso ánimo de la joven. Cuando se puso en marcha la procesión   —65→   y salió el Salvador, Gloria cerró los ojos para no verlo. Pasaron, salieron todos, santos, clérigos, señores, pueblo. En la Abadía no quedan sino algunos ancianos inválidos, dos cojos y las nubes de incienso suspendidas con imperceptible movimiento en el aire. Gloria, al hallarse casi sola, encontró más fácil la subida de su mente hacia Dios, y la angustia que oprimía su pecho comenzó a aliviarse. Ya su cuerpo se fatigaba extremadamente de estar de hinojos, y se levantó para sentarse en un banco, cuando oyendo pasos acompañados de un golpecillo de bastón, reconoció la persona de su tía, que se acercaba. Serafinita entró en la capilla.

-Al fin has venido -le dijo-. ¡Pobrecita! mi hermano es muy terco y pesado. Perdónale, porque su intención ha sido buena.

-¿Perdonarle?... Antes le agradezco que me haya hecho salir. Me siento bien.

-¿Te sientes bien? -dijo Serafinita con expresión de lástima-. ¿Estás contenta?

-Contenta no; pero tranquila sí.

-Y yo que venía a consolarte...

-¿A consolarme? ¿De qué?

-Entremos en el camarín. Tengo que hablarte. Allí descansarás mejor.

Ambas entraron. Gloria vio sobre una silla,   —66→   abandonado, pisoteado, mustio y lleno de polvo el ramo que entregara a D. Silvestre con el fin que sabemos.

-¡Está aquí! -exclamó con asombro, fijando los ojos en su tía.

-Ahí está, sí -repuso Serafinita sentandose-. Ya debías comprender que no podía estar en otra parte. Ayer no quise decirte nada; pero ya pensé que podías excusar ese regalo de flores al Salvador, imagen protectora de nuestra familia.

Absorta y anonadada, Gloria no halló en su pensamiento palabras para contestar. Miraba a su tía y después a las flores, cual si de estas más que de aquella debiera esperar explicación razonable.

-Es verdad -dijo al fin sollozando-. No debí mandarlo.

-Esas buenas señoras -continuó Serafinita-, tuvieron escrúpulos que yo disculpo... Te consideran en pecado mortal... Ya ves... Es preciso respetar las creencias generales. Yo comprendo bien que en esta deplorable fama de tu vergüenza hay algo de injusticia y desde ayer algunas ideas supersticiosas.

-¿Qué ideas? -preguntó Gloria.

-Dicen que ayer cuando el borriquito sintió encima el peso de tu ramo, empezó a dar   —67→   coces y a sacudirse hasta que lo arrojó de sí... Sería alucinación o quizás algún hecho casual alterado por los sentidos. Pero sea lo que quiera y aunque suprimamos el sobrenatural prodigio, siempre quedará la aterradora idea.

-¡De que estoy en pecado mortal!... ¡de que estoy condenada! -exclamó la señorita de Lantigua-. ¡Oh! querida tía, ¿está usted segura de no equivocarse?

-Yo no creo que el estado de tu conciencia sea tan malo como piensa la gente; pero la opinión del pueblo en que vivimos y que siempre nos ha demostrado tanto cariño, es muy desfavorable a ti.

-Ya lo he comprendido.

-Si no hubieras salido hoy de casa, como yo quería -dijo la señora sollozando a causa de la aflicción real que la atormentaba-, ni tú ni yo pasaríamos las amarguras que hemos pasado hoy a causa del atroz desaire de que has sido objeto.

-Es cierto, sí. Varias personas se retiraron de la capilla cuando yo entré -dijo Gloria a medias palabras.

-¡Oh! -exclamó D.ª Serafina llevando ambas manos a su sereno rostro y llorando sin consuelo-. Grandes penas he sufrido; pero nunca se ha sonrojado mi cara como hoy... al ver...

  —68→  

El llanto la ahogaba.

-Al ver -prosiguió-, que en esta villa, en esta santa iglesia, en nuestra capilla, había de ocurrir una escena semejante. ¡Cómo podía ocurrírseme que al entrar en ella la hija de mi hermano, la hija de aquel que fue tan justamente querido en todas partes... de aquel que tanto enalteció con sus virtudes y con su talento el nombre de Lantigua!... ¡cómo podría yo pensar que al entrar tú, una mujer de mi sangre y de mi nombre en esta capilla, habían de huir escandalizados los fieles con espanto de tu compañía!

Gloria no contestó. Con las manos cruzadas sobre las rodillas, tocando la barba en el pecho, oía el lastimoso clamor de su tía, hallándose decidida a apurar sin protesta aquel cáliz.

-Yo lo sufro con paciencia -continuó doña Serafina tomando las manos de Gloria y estrechándolas con cariño-. Yo lo sufro con paciencia, y además, hija de mi alma, reconozco que tienen razón.

Al oír esto Gloria hizo un movimiento... Sus labios se desplegaron incitados por la palabra que quería salir... pero no dijo nada, y volvió a inclinar la cabeza.

-Sí -añadió Serafinita-, sí, tienen razón. El cariño que te tengo no me ciega,   —69→   hija, y veo con claridad tu tristísimo estado y disculpo a las personas que apartan de tu presencia a las tiernas niñas... Si hicieras lo que yo te ruego a todas horas... Si siguieras mis indicaciones que son las de una madre desinteresada, y se ajustan al criterio de tu padre y a la voluntad de tu santo tío, entonces, querida Gloria, ¡cuán distinta sería tu situación ante Dios y ante los hombres! Las circunstancias terribles de tu caída exigen que renuncies a todo, que mueras para el mundo, para la sociedad, para todo, absolutamente para todo, que sólo vivas para Dios. Gloria, amada hija mía -añadió alzando la voz con acento que tenía mucho de terrible-, muere, muere para el mundo si quieres salvar el alma.

-¡Muerta estoy! -murmuró Gloria con un gemido.

-No, porque esperas aún en cosas de la tierra.

-No espero nada -repuso la huérfana-. Acepto la expiación horrible que me ha sido impuesta y la acepto sin ira, con humildad. Perdono las injurias; no siento ni aborrecimiento ni antipatía por los que han hecho de mi nombre la palabra del escándalo; no diré una sola voz por defenderme, porque sé que todo lo merezco, que mis culpas son grandes;   —70→   bebo hasta lo más hondo, hasta lo más repugnante de este cáliz amargo, y ofrezco a Dios mi corazón llagado que chorrea sangre y que jamás en lo que le resta de vida dará un latido que no sea un dolor.

-Padeces, sí, padeces -dijo la tía con amor-; pero no lo bastante. Hay en tu mismo martirio y en esa expiación de que hablas una independencia, una rebeldía, que ya es un nuevo pecado.

-¿Qué debo hacer para no ser rebelde? Estoy dispuesta a todo -dijo Gloria arrojando fuera hasta el último átomo, si así puede decirse, de libre albedrío.

-Reconciliarte completamente con Dios.

-¿No lo estoy ya?

-Creer todo lo que manda la Santa Madre Iglesia.

-Bien. Lo creo.

-Y después... después entrar en un convento.

Al oír esto, Gloria alzó la cabeza. Creeríase que en su alma estallaba repentina sublevación de sentimientos poderosos que no podía dominar. Sin duda iba a decir algo enérgico y categórico, porque sus negros ojos brillaron y sus labios palidecieron; pero la voluntad, más firme cuanto más combatida, cayó como la losa   —71→   de un sepulcro sobre aquello que con audacia se levantaba, y bien pronto todo su espíritu fue paciencia.

-Si un convento -dijo sordamente-, es un sepulcro donde se entra viviendo, yo quiero vivir para todo lo que no sea Dios y mi remordimiento, quiero vivir en la soledad más negra y más completa que pueda imaginarse, quiero que mi nombre no exista más en la memoria de nadie, sino es en la de aquellos que lo pronuncien para ultrajarme, y que mi persona en el mundo sea como una figura trazada en el agua.

-¡Ah! -exclamó con un poco de alteración D.ª Serafina-, ese es el pérfido sofisma del mundo. No, no... De esos conventos que labra el alma de sí misma se puede salir. ¡No, no mil veces! No tenemos garantía de la perpetuidad de tu reclusión, y esa garantía la necesitamos a un tiempo la Iglesia y tus parientes, la exigen la fe que profesamos y el decoro social. ¡Ah! pobre hija mía, piénsalo bien; esta solución que te propuse desde el primer día es la única posible.

-La solución es padecer -dijo Gloria con voz firme.

-¡Oh! no me lo niegues, no me lo niegues, tú esperas.

  —72→  

-Espero en Dios.

-No; tú esperas en cosas livianas, tú esperas en el mundo. Sin sospecharlo tú misma, estás solicitada por el pecado que ya te hundió en los abismos... ¡Ay! no puedes apartar de ti esa víbora. Confiésalo, reconócelo.

-No espero nada del mundo -dijo Gloria con tranquilidad.

-Sí, tú esperas. Aún te tiene en sus garras la bestia horrible. Gloria, hija mía, ¿no cabe en tu mente la cristiana idea de la muerte social, que es la salvación del alma, la muerte de las impuras pasiones en cuyo punto empieza la eterna y gloriosa vida?

-No puedo morir más de lo que muero para el mundo.

-Desgraciada, sueñas con una reparación imposible.

-No hay reparación para mí.

-Mientras sobre la tierra aliente un hombre, tú no tendrás valor para arrancarte de la tierra. La tienes asida con tus manos y aunque te quemas, todavía no quieres soltarla.

-Arrancada estoy. He renunciado a la reparación, al matrimonio, al amor mismo. Yo arrancaré cuanto existe en mí de aquel tiempo, hasta los recuerdos, para estar todo lo sola que deseo.

  —73→  

-¿Pero sabes tú lo que podrá ocurrir? Ese hombre te ha solicitado de nuevo, te ha buscado...

-No he querido verle ni escribirle...

-Eso no basta. Tu situación siempre es equívoca y deshonrosa. ¡Baldón para ti y para tu familia!... Gloria, hija de mi corazón, entra, entra en un convento, que es la solución natural de tu desgracia irreparable, la solución religiosa, la solución social.

Abrazándola con ternura, Serafinita besó a su sobrina en la frente. La infeliz penitente, entre ahogados sollozos, exclamó con categórica determinación:

-Jamás, jamás, querida tía, entraré en un convento.

-Dime la razón, dímela -suplicó Serafinita.

-¡La he dicho tantas veces!... Es lo único que queda en mí de la voluntad extirpada, lo único que resta después del sacrificio de toda mi persona, el único deseo de quien a nada aspira en el mundo, el único móvil por el cual mi estancia en la tierra merece el nombre de vida.

-Siempre la misma falsa idea. Tú esperas, esperas -repitió Serafinita moviendo la cabeza-. Eso es esperanza, y esperanza del mundo.

  —74→  

-Yo creí que era sacrificio y virtud.

-Siempre la misma idea -volvió a decir la dama moviendo la cabeza con desaliento, como el que ve perdido aquello que quiere salvar-. Siempre el lazo que te ata a la vida y que te seduce porque es en su origen es noble y generoso... No te dejes engañar por sentimientos que no te corresponden ya, por sentimientos, hija mía, a los cuales no tienes derecho a causa de tu culpa.

-Si es así -exclamó Gloria con sumisión, demostrando el agudísimo dolor que la dominaba-, mi castigo será infinitamente superior a mi pecado, y este es muy grande.

-No tienes idea de la grandeza de las penas. Te pareces al que por un rasguño se lamenta como si tuviera terribles heridas. ¡Padecer! ¿Sabes bien hasta dónde alcanza esta idea? ¿Sabes bien todo lo que cabe en las fuerzas del humano espíritu, tratándose de padecer? Es lo único en que el ser humano no conoce límites ni debe desearlos. Fíjate bien en la Pasión que conmemoramos los católicos en esta semana, y tus pueriles alardes de sufrimiento te causarán risa. Quítale al presente dolor la amenaza de otro dolor más grande, y te parecerá un consuelo. ¡La resignación! ¿Sabes lo que entraña esta palabra? Contiene el propósito firme de   —75→   aceptar todas las amarguras que pueden venir detrás de las que por el momento apuramos. Tú no lo comprendes así; no vas hasta el último extremo, no aceptas la totalidad de tu expiación, y haciéndote juez de tu propia causa te sentencias a un aislamiento placentero y tranquilo donde sabrás rodearte de delicias. Renunciando sólo a los gustos que no valen nada, te quedas con aquello que por ser muy bueno sirve para premio de las más altas virtudes...

Gloria gimió con dolor al oír esto.

-¡Donosa resignación la tuya! -añadió Serafinita-. ¡Lindo modo de purificarte por el martirio! Si Jesús, después de azotado, hubiera huido cuando le iban a crucificar, ¿crees que habría redimido al género humano? Pues tú haces eso: crees tener bastante con los azotes, y huyes de la cruz... Tu resignación será ineficaz para tu alma, si no es completa, absoluta, si no comprende la renuncia de todo, absolutamente de todo.

D.ª Serafina al decir esto, abrazó y besó tiernamente a su sobrina, la cual agobiada en extremo, repetía bañada en lágrimas:

-Todo, absolutamente todo...

Era necesaria la gran mansedumbre que se había impuesto y que ella tenía para no caer   —76→   en la más negra desesperación. Sin rechazar las terribles afirmaciones de su tía, que todavía no podemos comprender bien por ignorar el hecho que las ocasiona, Gloria no podía menos de dar salida a una dolorosísima queja que brotando de lo más íntimo de su angustiado pecho, se manifestaba en estas breves palabras:

-¡Oh! ¡qué crueldad, qué crueldad!

-No te sofoques más ahora -dijo la buena tía besándola tiernamente-. Ya tendremos tiempo de hablar de este asunto. Volvamos a la iglesia. No sé cómo no ha vuelto ya la procesión. No siento nada. Es extraño...

¡Inaudito caso! La procesión que no debía emplear más de cuarenta minutos en recorrer su carrera, no había vuelto aún, después de transcurrida una hora.

-No salgas así -añadió Serafinita-. Sosiégate, y aguarda en el camarín un ratito. Voy a ver por qué se ha encantado esa procesión.

D.ª Serafina, al salir a la capilla, vio con asombro que entraban alborotadas algunas mujeres, oyó rumor de voces y gritos en la plaza.

-Ya... -dijo al fin buscando una razón-. Llueve sin duda y se ha desorganizado la fiesta.

Pero no: lucía espléndido sol y la tarde estaba serena.



  —77→  

ArribaAbajo- VIII -

El Salvador en la calle


Lucía sol espléndido cuando la procesión salió a la calle. Alzadas las andas sobre los robustos hombros, descollaba entre la multitud de cabezas descubiertas y entre el movible bosque de gallardos palmitos el asna que sostenía al Salvador del mundo. La hermosa cabeza de este, animada de celeste expresión vital por la inspiración del artista, era centro de las miradas y de la atención del devoto pueblo. Aquel Señor tan bueno, tan hermoso, tan amigo de Ficóbriga, parecía sonreír a sus amados hijos y decirles: «Al fin estoy otra vez entre vosotros, queridos míos». El que entró en Jerusalén saludado por el hosanna y las aclamaciones de triunfo, no podía ser de otra manera que aquel tan bello y afable, con su rizada barba, sus ojos que miraban como sólo puede   —78→   mirar el que después de haber fabricado los mundos, vio que eran buenos; su delicado perfil y las graciosas bandas de cabellos que partidos sobre la frente caían sobre sus hombros.

A su lado iba el borriquito. Llevaba sus alforjas provistas para lo que pudiera suceder, circunstancia que aumentaba la gracia de su presencia en aquel sitio, produciendo en el pueblo, sin menoscabo de la devoción, una hilaridad de buen gusto. En uno de los huecos de las alforjas cargaba ración cumplida de doradas panojas, y en la otra un ramo, que fue puesto allí por la señora de Amarillo en sustitución de otro que no servía.

Algo impropia de la severidad humilde de quien quiso entrar en la celestial Jerusalén caballero de una jumenta, era la vestidura de terciopelo bordada de oro; pero pase este exceso de piedad, la cual cuando es grande quiere expresar el ardor y grandeza de los sentimientos con objetos materiales de extraordinario valor.

El sol, hiriendo los bordados, daba al Rey de los reyes aspecto semejante al de un temporal soberano de Oriente; pero de todo esto puede hacer caso omiso el artista cristiano, porque aquella cara sin igual, aquella mano que se alza amonestando, aquellos desnudos pies que pronto   —79→   serán clavados a un leño, no son de nadie más que de Él.

Cantaba el coro Turba multa clamabat Domio: Benedictus qui venit in nomine Domini: Hosanna in excelsis, destacándose con singular tono de fervor la voz de José Mundideo, a quien se había concedido poco antes la plaza de sepulturero, con la condición de ir a cantar a la Abadía en los días solemnes, porque su mucha práctica del coro le hacía necesario. No lejos de él iba Sildo con el incensario, echando unas humaredas que parecían nubes.

D. Silvestre llevaba su capa pluvial con mundana elegancia y presidía la ceremonia religiosa con regocimiento y circunspección, cual hombre que sabe su oficio. Al padre Poquito, que hacía de diácono, le arrastraba la dalmática, por ser él de menguadísima estatura, y marchaba con los ojos bajos y toda su cara contrita y afligida como la de quien, siendo ángel, se cree pecador.

Más atrás iba D. Juan Amarillo, henchido de vanidad, por hallarse en la plenitud de sus funciones municipales, sintiendo algo grande y divino en su mente augusta. Representaba allí la autoridad humana protegiendo y amparando con su tutelar brazo a la divina, y en tal ley era preciso que su persona estuviese a la altura   —80→   de tan insigne papel. Andaba con lento y muy marcado compás, y a cada paso hundía con fuerza en el suelo la contera de su bastón de áureo puño, pareciendo decir: «¡Cuán feliz eres, oh Ficóbriga, en estar bajo mi mano!». Al mismo tiempo, ni esta especie de endiosamiento ni ningún otro estado peculiar de su elevado espíritu podían hacer que D. Juan Amarillo olvidase en tan delicada ocasión los deberes que su cargo le imponía, y así era que ni por un instante daba reposo a los ojos para observar todo lo que en el decurso majestuoso de la procesión podía ocurrir. Su cara no cesaba de moverse, ora para mirar a la gente, ora para ver si entorpecían los chicos el paso del religioso cortejo. Emanaba de su persona lo que podríamos llamar la esencia absoluta del celo gubernativo, y de sus ojos podría decirse no que se apresuraban a observar los incidentes procesionales, sino que los preveían y los anunciaban. En la expresión a un tiempo mismo amenazante y protectora de su mirada, se conocía que los ficobrigenses no debían contemplar la procesión sin permiso del Municipio, ni devotamente entusiasmarse, ni rezar; ni las damas gemir en los balcones o en la calle con pía ternura religiosa. Si estuviera en su mano, habría reglamentado la luz del sol, como reglamentó   —81→   el puesto que debían ocupar los fieles, el orden de la marcha, el número de coscorrones que debían administrar los alguaciles a los chicos que enredasen en el tránsito.

Cuando pasaron junto al Casino, la banda del pueblo (compuesta de seis instrumentos de cobre soplados por otros tantos humanos fuelles) se entusiasmó, digámoslo así, y suspendiendo bruscamente el airecillo de Barba Azul que ejecutaba, dio principio al degüello de la marcha real, cuyas notas salieron, chorreando sangre, para ir a rasguñar las orejas de los fieles. Al oír tan soberbia música, D. Juan se hizo la ilusión de que no por el Salvador, sino por él mismo se tocaba, y su mente se ofuscó un momento, cual la de aquellos que asisten a su propia apoteosis; viose circundado de rayos de gloria y oyó como un Ave Caesar imperator, que por las bocas abolladas de los roncos trombones juntamente con el cardenillo salía.

A su lado marchaba, por creer que aquel puesto era el más conveniente, D. Buenaventura, cuyo semblante no expresaba a primera vista el deseo de que la procesión durase hasta la noche. Sólo contestaba con monosílabos, cuando Amarillo le decía:

-No puede uno distraerse ni un momento,   —82→   Sr. D. Buenaventura, si se ha de conseguir que cada cual ocupe su puesto, y marche todo este gran gentío con orden. Es preciso tener cien ojos y aún no basta.

Lantigua, que tenía predilección especial por los pisos cómodos y no gustaba de que sus pies tropezaran primero en cortante guijarro para hundirse después en un hoyo de fango, hacía mentalmente paralelos muy juiciosos entre las eternas leyes de urbanización y el antediluviano empedrado de Ficóbriga, el más detestable de cuantos vieron pasar alcaldes y curas y procesiones. Lantigua decía para sí:

-Si otro año me ocurre tirar el dinero, será para adoquinarte ¡oh madre villa!

Pero a pesar de la ruindad del suelo, la procesión marchaba con orden perfecto, sin que fuera estorbo la mucha gente que había en ella: hombres y mujeres de la villa, del campo y de la mar, creyentes los unos, tocados de la mácula del siglo los otros, astutos aldeanos, honrados y sencillos marineros, toda la grey díscola y ladina de aquellas verdes montañas, todos los ejemplares de vanidad infanzona, de gárrula presunción, de socarrona travesura, de solapada codicia, de graciosa sencillez, de castellana hidalguía y de ruda generosidad trasladados por Pereda con arte maravilloso al museo   —83→   de sus célebres libros montañeses. No faltaba nada ni nadie; y como aquellas repúblicas cantábricas son de tan fácil gobierno, iba todo a pedir de boca, sin que ningún nacido se extralimitara, sin que ocurriera desorden, y marchando cada cual dentro de la órbita trazada por D. Juan Amarillo. Pero de improviso, presentose un obstáculo muy deplorable, y he aquí que se descompuso tan pasmoso concierto.

La procesión debía entrar por la calle de la Poterna hasta el cementerio, torciendo desde allí a la izquierda por las Monjas Claras y entrando en la plaza del Consistorio, para dirigirse después a la Abadía por el callejón del Cristo Viejo. El sitio llamado de las Monjas Claras es una encrucijada irregular y estrecha, donde afluyen tres o cuatro calles tortuosas y mezquinas, una de las cuales es la que por aquella parte une el camino real con la plaza. Entraba la procesión en la encrucijada, cuando por una de las boca-calles de enfrente entró también un hombre a caballo.

Los cantores callaron, los marineros que llevaban las andas se detuvieron, el sacristán apoyó la cruz en el suelo, y los cristales se bambolearon en manos de los acólitos, como árboles azotados por el viento. Sildo dejó caer el   —84→   incensario, el cura frunció el ceño, el padre Poquito alzó del suelo los ojos y, en los labios de D. Juan Amarillo fluctuaban las palabras: «¡a la cárcel, a la cárcel!».

Al ver tanta gente, el hombre que venía a caballo quiso volver grupas a toda prisa; pero el animal se encabritó y alzando las patas delanteras, puso al caballero en peligro de caer al suelo. Por fortuna suya era gran jinete. La multitud prorrumpió en exclamaciones y amenazas. Aumentado el espanto del caballo con tanto vocerío, empezó a dar vueltas caracoleando y relinchando, con la espumeante boca abierta. En el mismo momento apareció por la misma callejuela otro hombre a caballo. Era rubio, encarnado, alto, más bien gigantesco, de robusto cuerpo y puños como martillos.

D. Juan Amarillo al ver que había dos hombres bastante osados para entrar a caballo en Ficóbriga en el momento sublime de la procesión, sintió en sí la grandiosa cólera de los dioses antiguos y se lanzó en medio del gentío llevando el rayo en sus ojos. Su mano empuñaba el bastón como un dardo. Iba a hacer un escarmiento, iba a poner a inmensurable altura el principio de autoridad, aquel sacro principio que se le había confiado para que lo transmitiera   —85→   incólume y lleno de gloria a las generaciones futuras.

-¡Paso al señor alcalde! -gritaba el gentío.

El caballo del primer jinete hirió con sus patas delanteras en la cabeza a una mujer. Espoleado briosamente, dio un salto en retirada, pero retrocedió de pronto, volviendo a quedar entre la muchedumbre, que le rodeó decidida a destrozar caballo y caballero, principiando por los insultos y siguiendo a los insultos las obras. Pero el segundo, o sea el gigante, desmontándose ligeramente, empezó a puñadas con todos los que hubo a mano, de tal manera y con tanta presteza en dar y recibir, que se armó una contienda espantosa. ¡Y el alcalde, aquel varón destinado por la sociedad y aun por Dios remediarlo todo, a aplacar el tumulto, a castigar a todo culpable, a convertir el mundo en una balsa de aceite, no podía llegar, a causa del gentío, al lugar del siniestro!

El primer jinete pudo apearse y trató de contener al que parecía su criado; pero este, rojo como un pimiento, pronunciando palabrotas extranjeras que semejaban ladridos, movía los férreos brazos en cuyo término estaban las martilludas manos, que caían como piedras sobre los carrillos, pescuezos, hombros, omoplatos, esternones y occipucios de los procesionarios.   —86→   Era un boxeador de lo más florido de Inglaterra; pero en aquella trágica ocasión no quiso Dios que probara su destreza en tierra de alfeñiques, y por suerte había allí media docena de focas del Cantábrico que en cuanto vieron las furibundas manotadas del rubio gigante extranjero, empezaron a probar que la mar no cría puños de algodón. ¡Oh descomunal contienda!... ¡Y el alcalde, aquella personalidad augusta que se tenía por semidivina, que con una palabra, un homérico gesto o un simple fruncimiento de cejas podía confundirlos a todos trayéndoles al orden, y convertirlos de leones en corderos, no acertaba a llegar al sitio de la catástrofe, porque el gentío, apretándose, le había cogido en medio! Y he aquí que D. Juan flotaba de un lado a otro con la oscilación de la ola, cual náufrago, estirando su cabeza, alzando su mano derecha con el bastón y la izquierda con el palmito, pues no quiso soltar ni lo humano ni lo divino, y gritaba: «¡Orden!... ¡A la cárcel!».

El primer jinete, o sea el amo, había logrado apaciguar a algunos, administrando un par de pescozones muy convincentes a su propio defensor y criado; pero entonces viose que en el aire se blandía un cirial y que caía sobre un cuerpo duro; viose la cabeza del formidable   —87→   vestiglo boxeador chorreando sangre; y después el mismo boxeador, frenético, espumarajeante de rabia, ebrio de indignación arremetió al que cargaba la bendita manga. Prodújose entonces gran marejada, retrocedió la multitud, hubo esas corrientes que aplastan arrastrando, esos temblores de gentío que atruenan, esas dispersiones que atascan las calles como barrancos estrechos en días de temporal, esos choques de una ola de gente con otra que desnarigan y despechugan y descalabran. Sintiose entonces un chasquido de madera vieja y apolillada que se hiende, y el Salvador, el asna, el borriquito desaparecieron, cayendo en aquel hirviente mar de pies y manos.

El cuadro de Goya La procesión dispersada por la lluvia puede dar idea de tal escena. Veíase por una calle la cruz, poniéndose en salvo sin ayuda de los ciriales. Estos iban a escapar por otra llevados al hombro, como los fusiles después de un rompan filas. El cura, agitando la capa pluvial cual si fuera a terciársela en la cintura para arremeter, llamaba a gritos al diácono. Furioso y descompuesto don Silvestre parecía decir: «¡Ah! si yo no tuviera este demonche de paño morado encima...» y con su airado pie golpeaba el suelo, como un genio de las Mil y una noches.

  —88→  

El padre Poquito había desaparecido, sicut avis velut umbra; el suelo estaba lleno de palmitas pisoteadas; algunas personas no habían querido separarse del Salvador y trataban de remediar el percance, recogiendo los pedazos del casi pulverizado borriquito y el ramo que había ido a parar a cuatro varas de distancia, saltando como un ser cautivo que recobra la libertad. Un sochantre andaba solo por tal calle mirando a todos lados y Sildo incensaba por broma a los que se habían refugiado en los portales y en las tiendas... ¡Y en tanto el alcalde, aquella providencia, aquella alta personificación del orden, aquella mente suprema en cuya previsión descansan los pueblos, si al fin pudo esgrimir su bastón en el sitio mismo de la reyerta, no había logrado tener al alcance de su voz y de su mano a los delincuentes, no había podido dar público testimonio de su justicia, no había podido hacer de una manera dramática y elocuente, a los ojos de todos, el ejemplar que tan inaudito caso exigía!

-¿Dónde están? ¿Dónde están? -decía revolviendo a los cuatro puntos del horizonte sus ojos que echaban sentencias, multas, días de cárcel, penas de cadena perpetua, de garrote vil.

Dio órdenes tan terribles a los alguaciles,   —89→   que estos temblaban. El principal de ellos habría deseado acudir a un mismo tiempo a todas partes en busca de los delincuentes; pero no pudo ir más que a una, aunque D. Juan le gritaba:

-Al momento, al momento... inmediatamente, préndales usted.

Pero así como después de una derrota los diseminados cuerpos de ejército van poco a poco juntándose de nuevo y dándose la mano, así los fragmentos de la desbandada procesión fueron acercándose, uniéndose, por marchar todos camino de la iglesia, y Serafinita vio entrar primero al padre Poquito, después a un cirial, más tarde a Sildo, luego a los cantores, y así sucesivamente hasta que llegaron las destrozadas andas. Solo la persona del Salvador no había sufrido deterioro ni en su divina cara, ni en su cuerpo y traje: los dos animales sí se hallaban miserablemente mutilados. Pero lo que aterró verdaderamente a Serafinita fue que los grupos de gente que con aquellas diversas partes de la deshecha procesión iban entrando, decían con azoramiento y enojo: -«¡El judío, el judío!».

Cuatro momentos de terrible asombro y dolor inmenso, había tenido aquella virtuosa dama en su trágica vida. Primero: cuando vio   —90→   morir a su madre. Segundo: cuando su infame esposo cometió la cobarde y villana acción de herir su cara en público. Tercero: cuando supo sin preparación alguna la muerte de su hermano Juan y la ignominia de Gloria. Cuarto: cuando oyó decir en la iglesia de Ficóbriga: -«¡El judío, el judío!».



  —91→  

ArribaAbajo- IX -

El Maldito


Toda la tarde estuvo Daniel Morton detenido en el Ayuntamiento; pero después de anochecido, D. Juan Amarillo fue en persona a darle libertad para que buscase alojamiento. Parece incomprensible a primera vista tal generosidad, y la explicación más razonable es que nuestro celoso alcalde no llevó más adelante sus rigores movido del singular respeto que infunde a los avaros la riqueza de los demás, cuando es considerable. Sabiendo, como sabemos, cuál era la religión de D. Juan Amarillo, fácil nos es comprender el prestigio que a sus ojos debía tener el que poseía, al decir de la gente, fabulosas e inagotables arcas de dinero. Para ciertos ricos, que ven en el pobre un gusano, el más rico es una especie de Dios. Además, el grande hombre de Ficóbriga en quien   —92→   se acordaban maravillosamente la afectación con la astucia y la vanidad con el positivismo, razonó del modo siguiente:

-Este hombre, que entre los suyos es de los primeros, ha de tener buenas relaciones en Madrid. Si le molesto, se quejará a la embajada alemana, armará un escándalo en los periódicos, y quizás se le ocurra al Sr. Ministro la funesta idea de mandar al Gobernador que me destituya... Para dar satisfacción a la vindicta pública, bastará tener en la cárcel un par de días al criado, que fue en realidad el verdadero delincuente.

Así lo hizo en efecto. Lo más que pudo conseguir Morton fue que D. Juan prometiera soltarle al día siguiente, cuando la indignación estuviese un tantico aplacada y el principio de autoridad restablecido del menoscabo que acababa de padecer.

Dirigiose Daniel a la posada de Ficóbriga. Esta se llamó en un tiempo La Equidad, y después con el raudo progresar de los tiempos y la introducción del gusto de los baños, fue creciendo en importancia, si no en limpieza, hasta que dio en manos de un francés, el cual la mejoró, aderezando el servicio un poco a la moderna y haciendo imprimir para repartirlas, tarjetas que decían: Hotel de France, tenu par Mirabeau.   —93→   El nombre del gran orador no podía estar en peor sitio.

Morton entró sin hacer caso de las groseras insinuaciones que oyó en la puerta, y subía resueltamente a ocupar un cuarto, cuando el mismo Mr. Mirabeau en persona le detuvo diciéndole en todas las lenguas posibles menos en la española:

-Caballero, perdón. Perdón, caballero; pero no puedo admitir a usted. Prefiero tener la casa vacía tres años.

El extranjero salió a la calle. Su semblante indicaba gran pena y fatiga; pero decidido a buscar alojamiento a todo trance, preguntó a los transeúntes si no había en Ficóbriga alguna fonda, posada, mesón o cuchitril además del establecimiento de Mr. Mirabeau. Dos mujeres le conocieron, y lanzando una exclamación que más parecía de terror que de sorpresa, se apartaron de él gritando:

-¡El judío!... ¡El judío!

-Llevo dinero -pensó-, y al fin encontraré un techo.

A pesar de que las calles de Ficóbriga estaban muy oscuras, casi todos los que andaban por ellas conocían a Daniel Morton. Algunos al verle venir pasaban a la acera opuesta, otros se detenían para mirarle como a un objeto   —94→   raro. Oyó soeces invectivas o necedades triviales; pero de nadie pudo conseguir satisfactoria respuesta. Por último, decidió preguntar a los niños, que, por su falta de malicia, no podrían, según él, ni rechazarle con aquel horror propio de las conciencias varoniles, ni engañarle. Pero dos o tres rapazuelos a quienes pidió auxilio saltaron dando alaridos a bastante distancia y tomando piedras del suelo se las arrojaron.

Seguía la noche, la oscuridad, el desamparo, y con esto el cansancio del pobre extranjero a quien mortificaban terriblemente el hambre y la sed. Después de haber recorrido todas las calles, encontró en sitio solitario a una niña que venía cantando. Dirigiéndose a ella, le preguntó por una posada que no fuese la de Mr. Mirabeau. La niña, más ignorante o más humana, le señaló la calle inmediata y una puerta donde la seca rama marcaba la existencia de una taberna. Morton dio una moneda a su salvadora, y acercándose vio las azules letras de un tarjetoncillo que decía: Posada.

En la taberna resonaban broncas voces de marinos. Acercose a un hombre con mandil que estaba en la puerta, y pidió alojamiento. El hombre, después de observarle fijamente, díjole que subiera, y ambos emprendieron ascensión   —95→   muy peligrosa por una escalerilla.

-Gracias -decía Morton para sí con gozo-, gracias a Dios que no me han conocido.

Pero al llegar a una sala alta, donde había tres mujeres en cháchara, una de ellas gritó:

-¡Ese, ese es!

Y el asombro más vivo pintose en los semblantes.

Una mujer menos prudente que las demás se asomó a la ventana y gritó con discorde chillido de la mujer furiosa:

-¡El judío, el judío!

Subieron atropelladamente varios de los marineros que había en la taberna.

-Le conozco -dijo uno-. Es el que salvamos cuando se perdió el vapor inglés.

Mujeres y hombres, todos le miraban con estupor vivísimo. Hubo al fin en cierto grupo un movimiento de hostilidad, pero el tabernero alzó la voz y extendió sus manos diciendo:

-En mi casa no se maltrata a nadie. Caballero, salga usted.

Morton marchó hacia la escalera; pero antes se detuvo, y volviéndose, dijo:

-Véndame usted un pan.

-Vale cinco duros -gritó con chillido de harpía una de las mujeres.

-Diez duros -añadió otra.

  —96→  

El tabernero cogió un pan del cesto que cerca estaba y lo ofreció a Morton. Este, al tomarlo con una mano, metió la otra en el bolsillo.

-No -dijo el hombre deteniéndole.

-¿Por qué? -preguntó Daniel.

-Es limosna -repuso con gravedad el tabernero.

-Caridad -añadió un marinero-. Nosotros somos así.

-Tú me salvaste la vida -dijo Morton a uno de ellos, poniéndole la mano en el pecho.

-Sí; ese es mi oficio.

-Pues bien -añadió el hebreo-. Dame ahora un vaso de agua. Dios te lo pagará.

El marinero trajo el vaso de agua. Morton, después de beber, salió llevándose el pan.

Ya con tan preciosa conquista sintiose medianamente satisfecho, como Robinsón cuando en su isla desierta alcanzaba de la Naturaleza los primeros triunfos para prolongar su vida. Poquísima gente había ya en las calles de Ficóbriga, por lo cual Morton experimentó gran consuelo, habiendo llegado el caso de que la aproximación de cualquier humano rostro le produjese miedo y vergüenza. Si en su solitaria excursión por las calles sentía pasos, volvíase y apresuradamente tomaba otro camino, como el ladrón   —97→   que huye con su robo mal cogido en las trémulas manos. Cualquiera habría visto en él a un desalmado que acababa de robar un pan.

Con ser tan frugal su cena le gustó, a causa del hambre que padecía, más que cuantos manjares ricos había probado en su vida. Satisfecha aquella primera necesidad de su cuerpo, este, que cuando le niegan se resigna, pero si empiezan a darle, más pide cuanto más le dan, pidiole descanso, un abrigo, un techo, un colchón, un montón de paja. Esto era más difícil, porque ninguna puerta de Ficóbriga se abriría para él. A falta de asilo cómodo, buscó un abandonado hueco de ruinas, un tronco de árbol, un paredón solitario y apartado de toda humana vivienda que al menos le resguardara del frío Nordeste. Anduvo largo trecho alejándose del centro de la villa y volviendo a él. Por último, vio una escalera de piedra que se abría en el hueco del viejo murallón para dar acceso a una planicie donde se veían algunas construcciones entre las ramas de espesos árboles. Sentose allí. El sitio era relativamente cómodo y resguardado del cierzo.

Al poco rato aparecieron dos perros, a quienes Morton dio lo que había sobrado de pan, obsequio que no rechazaron.

-Vamos -dijo el hebreo-, ya no se podrá   —98→   decir que hasta los perros huyen de mí. Al menos es un consuelo.

Poco después acercose un anciano mendigo con una niña en brazos, y alargó la mano tostada y angulosa para pedir una limosna.

-¿Eres de Ficóbriga? -le dijo Morton.

-Sí señor, soy un marinero del cabildo de Ficóbriga, pero como estoy tan viejo, hace dos años que no salgo a la mar y vivo en la mayor miseria, si esto es vivir.

La voz del anciano temblaba, anunciando debilidad, hambre y frío. Era su rostro curtido y surcado de arrugas como pergamino, su barba blanca, su estatura corpulenta; su cuerpo, a pesar de la desnudez que le enfriaba y de la inanición que le enflaquecía, conservábase aún derecho, y por las roturas de la camisa, más desgarrada que una gavia hendida por los temporales, veíase ver el negro pecho velludo, fortalecido por las olas que se habían estrellado en él. En sus brazos, y arropada entre andrajos, dormía la niña angelical sueño, agarrándose con sus manecitas al cuello del anciano, murmurando a ratos algunas palabras y moviéndose intranquila, no porque estuviera enferma, sino porque soñaba, aun estando en brazos de la miseria, cosas placenteras y risueñas, por ejemplo: que se estaba atracando de bizcochos o jugando   —99→   con tres piedras, un pucherito y dos panojas, que eran otras tantas muñecas.

-¿Eres muy pobre? -preguntó Daniel al mendigo.

-Señor, no tengo más que lo que me dan. Vivía con mi hija que era casada y tenía que comer porque su marido trabajaba en las minas. Pero hará dos meses se desplomó una piedra de las minas y mi yerno murió. Mi hija trabajaba para mantenernos; mas hará dos semanas que la enterramos. Dejome esta niña; no tenemos casa; no tenemos más que las limosnas de las buenas almas, y hasta ahora, ni mi nieta ni yo nos hemos muerto de hambre, porque el Señor ha sido bueno y nos ha mirado todos los días.

Daniel sacó una moneda de oro, diciendo para sí:

-Ahora sí que voy a ganarme un amigo.

Diole la limosna y el anciano partió después de dar las gracias y de prometer que rezaría a la Virgen del Carmen por el alma del favorecedor. Morton le observó cuando estuvo lejos, le vio detenerse en la esquina de la calle de la Poterna donde había un farolillo, y examinar la moneda a la débil claridad de la antorcha municipal; después le vio inclinarse al suelo para sonar la pieza de oro sobre una piedra,   —100→   y luego el anciano volvió corriendo al lado de Daniel Morton.

-¿Qué hay? -le dijo este-. ¿Es falsa?

-No señor; es que se ha equivocado usted -dijo el viejo devolviendo la moneda-. Me ha dado usted un centén en vez de una peseta.

-¿Y por qué piensas que había de darte una peseta?

-Porque es lo más que se da. Yo no puedo tomar sino lo que se me da por voluntad, no por equivocación.

-Yo sé lo que doy, hermano -dijo Daniel con emoción-. Guarda la moneda; que si en algo me equivoqué fue en darte una sola. Toma otra, toma dos más, y mañana es preciso que nos veamos.

Y se las ofreció. Pero el pobre viejo no había tomado en su mano aquel tesoro, cuando dando un paso atrás, lanzó una exclamación de sorpresa y terror.

-¿Qué? -dijo Morton con ira-. ¿Tú también me conoces?

-¡Ah! No... no... señor -balbució el viejo-; ¡pero este dinero, tanto dinero! ¡Darlo así!... Es la primera vez que le veo a usted; pero no hay más que un hombre que así tire el dinero... ¡y ese hombre es el judío!

-Ese soy yo -dijo gravemente Daniel.

  —101→  

El anciano quiso poner las monedas en la mano de Daniel; mas como este no las tomara, arrojolas al suelo, diciendo con tremenda voz:

-Tome usted sus doblones, que ningún cristiano toma el dinero por que fue vendido el Señor.

Daniel Morton quedose frío y estupefacto.

-Hombre sin entrañas -dijo al fin con rabia-, has hablado como un idiota.

-Yo no quiero limosna de usted. Adiós.

-Aguarda... -dijo Morton con angustia-. ¿No ves que esta noche soy más pobre que tú, más miserable que tú? Haces alarde de cristianismo y no tienes lástima de mí. ¡Me has escupido en nombre de una religión y no te apiadas de la soledad en que estoy, sin un amigo, sin una voz que me consuele, sin otro hombre que me diga hermano y se siente junto a mí, aunque no sea sino para recordarme que ambos hemos sido hechos por el mismo Dios!

El viejo marino movió la cabeza y después hundiendo la mano en un hueco de sus andrajos que se abría al modo de bolsillo, sacó medio pan.

-Toma -dijo secamente y con acento despreciativo, que también era indicado por el familiar tratamiento.

-¡Oh! -repuso Morton gimiendo-, no es   —102→   pan lo que quiero: otro menos cruel que tú me lo ha dado antes. Pan se da hasta a los perros. Dame tu compañía, tu fraternidad, tu conversación, tu tolerancia, el consuelo de la voz de otro hombre, algo que no sea discordias de religión, ni torpes acusaciones por un hecho de que no soy responsable, ni injurias que indican la rabia de una secta... ¿Por qué te niegas a tomar mi limosna? ¿Me tienes miedo?

-Horror.

-¿Por qué?

-Porque así debe ser. Adiós.

El anciano se retiró, y a cada pocos pasos volvía la cabeza para mirar al hombre de los treinta dineros.

Daniel Morton oprimió su cabeza entre las manos y estuvo largo rato en meditación dolorosa. Después exclamó con colérico acento.

-¡Ah! impío Nazareno... nunca seré tuyo! ¡nunca!