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ArribaAbajo- XVIII -

Pasión, sacrificio, muerte


-Acuéstate -dijo D.ª Serafina, cuando se quedaron solas en la alcoba de esta, después de bajar D. Buenaventura y de salir Francisca, a quien la señora mandó retirarse-. Estás cansada.

-Sí, mucho -dijo Gloria con desfallecimiento, apoyando su cabeza en la palma de la mano y el codo en el lecho.

-Acuéstate -repitió D.ª Serafina quitando el mantón a su sobrina-. Ven, te desnudaré.

-No tengo fuerzas para nada -dijo Gloria dejando caer los brazos después de que se incorporó un instante-. Haga usted el favor de llamar a Francisca, no tengo fuerzas para nada.

-Yo estoy aquí -indicó la señora desabrochando el vestido de Gloria.

-No, tía, por Dios, yo lo haré -dijo la joven levantándose.

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Después D.ª Serafina se arrodilló delante de ella, con objeto de descalzarla.

-No... tía, ¡por amor de Dios! -exclamó la joven rechazando con rubor aquel servicio-. ¡Usted de rodillas delante de mí, usted como una criada!

-Así verás como es la humildad -dijo Serafina-. ¿Qué importa que yo sea tu criada? Debemos creernos siempre inferiores a los demás. La mejor manera de conservar la humildad es creer que todos valen más que nosotros.

-No, no lo puedo consentir.

-Me causarás pena si te opones a que te sirva, querida hija. Déjame. Es mi gusto. Tú necesitas de mi auxilio porque estás fatigada, pobre y desgraciada niñita.

-En fin, entre las dos saldremos del paso.

Gloria procuró vencer su fatiga, y al fin descansó en su lecho, del cual había salido tres horas antes. Los gallos cantaban más fuerte, anunciando la proximidad del día.

-¿Quieres tomar algo?

-No, querida tía, gracias.

-¿Tienes sueño?

-Tampoco.

-¿Te molesta mi compañía? ¿Quieres que me vaya o que me quede?

-Que no se separe usted de mí es lo que deseo;   —192→   pero no quiero que usted esté en vela por mí.

-¿Te agrada mi compañía?

-Mucho... Me consuela mucho oír su voz... Yo quisiera hablar algo también. Tengo muchas cosas que decir.

-Pues dímelas.

-O mejor será que me calle. Si no está usted muy cansada, querida tía, no me deje sola porque no dormiré y estaré pensando horribles disparates... Pensaré mucho en el afán que me ha sacado de mi casa a hurtadillas tres noches, y en otras cosas que me turban.

-Te acompañaré si quieres.

-Siéntese usted ahí, junto a mi cama, y repréndame por mi mala conducta. No debí hacer lo que he hecho, ¿no es verdad?

-Quizás esta falta no sea tan grande como tú crees.

-¿Merece perdón?

-Sí, merece perdón, y yo te lo doy con toda mi alma -repuso amorosamente Serafinita, poniendo su suave y blanca mano sobre el angustiado seno de Gloria-. ¿Has podido creer otra cosa de mí? ¿Has visto en mí alguna vez crueldad, violencia o coacción brutal? ¿He empleado otros medios que la exhortación, el ruego y el natural prestigio que los mayores ejercen sobre   —193→   los pequeñitos, sobre los niños?... Porque tú eres una niña, un tierno arbolito al cual es preciso guiar y poner derecho para que jamás y por ninguna causa se tuerza de nuevo. La prohibición de ver a tu hijo y la dura ley de tenerlo alejado de ti en estas circunstancias no es mía, es de nuestro común padre espiritual, de mi bendito hermano Ángel. Y ya sabes que debemos obediencia ciega al prelado y respeto al hermano.

-Mi tío es muy santo, muy bueno; yo le respeto y le quiero mucho -dijo Gloria-; pero en este caso... no sé... yo creo que su conducta conmigo y con mi pobre hijo desvalido no es la más generosa ni la más humana.

-Por todos los santos, niña mía -dijo doña Serafina con aflicción-, por tu alma, querida, que está en grandísimo peligro, no digas tales cosas. Ese es tu flaco, la soberbia, la independencia de juicio, la crítica, la perversa crítica de actos y de ideas emanadas de la autoridad. Hija de mi corazón, mientras no te sometas por entero, no tendrás paz; mientras no renuncies a ese perverso juicio de las determinaciones superiores, no alcanzará tu espíritu sencillez ni pureza, ni la humildad que ha de acercarte a Dios.

-No lo puedo remediar, querida madre, por   —194→   más que trato de sojuzgar mi entendimiento, por más que le pongo ligaduras y le azoto y le pisoteo... sí, todo eso hago... pero aun haciéndolo así no puedo conseguir nada. Todas las fuerzas de mi espíritu no pueden obligar al pensamiento a que se convenza de que un hijo desvalido debe estar separado absolutamente de la madre que le dio el ser, de que eso no es una violación de las leyes más santas, y de que Dios apruebe crueldad tan grande.

-¡Oh, hija mía, expresada de ese modo tu querella parece razonable! ¡Qué horrible cosa! ¡separar a un hijo de su madre, privarle a él de las caricias y de los cuidados de la que le llevó en sus entrañas!... ¡Quitarle a ella el goce más puro y el afán más legítimo que en humano corazón puede existir, después del amor y del goce de Dios!... ¡Qué barbarie! En efecto, dicho así, parece el caso presente un ejemplo del más fiero y despiadado rigor.

-Es verdad que lo parece -dijo Gloria gimiendo.

-Te tengo lástima, la compasión más viva que se puede tener por una criatura -dijo Serafina apartando su mano del pecho de la joven, como una divinidad que retira su protección-. Hablas y piensas vulgar y torpemente con las vanas ideas de los necios y los soberbios.   —195→   No penetras el sentido de las cosas, porque no eres sencilla y humilde en tu criterio, porque no tienes el desprecio de tu propio juicio, que es lo que conduce a entender las más elevadas cosas sin trabajo, por la misteriosa luz que se recibe del cielo... Ven acá y dime; ¿acaso mi hermano te ha negado en absoluto las delicias de la maternidad? ¿Acaso ha mostrado saña o prevención contra ese pobre niño? ¿No te envió su bendición para ti y para él, no te escribió diciéndote que te ama hoy como antes, que te perdona todos tus yerros, que se enternece sólo de pensar en esa inocente criatura que has dado a luz, y que la ama con fraternal cariño?...

-Sí, es verdad, es verdad... -repuso Gloria anegada en llanto-. Yo sé que mi tío es el mejor de los hombres... yo también le adoro a él... pero...

-¿Pero qué?... ¡Ay! pobre hija de mi corazón, siento que mis palabras claven otra vez el cuchillo en tu reciente herida no curada; pero es preciso. No, no basta concebir un hijo y darlo a luz para tener derecho a los inefables goces de la maternidad. No ha nacido, no, ese desdichado niño, a quien pusimos por nombre Jesús para que hasta el nombre indique nuestro deseo de criarlo en Jesucristo; no nació,   —196→   digo, ese infeliz niño de padres unidos por el Sacramento; no nació entre las aclamaciones alegres de una familia, ni entre el regocijo de la Iglesia nuestra madre; no nació rodeado de esa aureola de honra y felicidad que circunda al heredero de una familia ilustre; no nació deseado, sino temido; no nació como una esperanza sino como un horror, y tú misma, al sentir en tu seno las palpitaciones que eran aviso de esa vida nueva que arrancaba de ti, no temblabas de alborozo sino de vergüenza, porque lo que en el orden natural hubiera sido el más dulce consuelo de tu alma y la gala más rica de tu familia y de tu nombre, era en este caso la encarnación de tu infamia. Nació inocente, sí, y sin más culpa que la que todos al nacer traemos; nació digno de ser amado y educado, pero no nació en la sacrosanta ley de la familia cristiana. Lleva en sí el baldón de tu ignominiosa caída, de tu caída, que no vacilo en recordarte, porque tu mayor gloria es padecer, y sólo padeciendo has de regenerarte... ¿Has olvidado que tu caída es la más deshonrosa que se puede imaginar? Jamás el demonio tendió lazo más horrible. Escogió la mejor criatura para víctima, y para cebo... un hombre de raza maldita por Dios y que expía el crimen de deicidio con su dispersión y envilecimiento.

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Gloria que había oído la anterior arenga con indecible congoja, sintió, al llegar el último punto, que sus cabellos se erizaban, que sus músculos se contraían, que su sangre se paralizaba... Extendió su mano como para imponer silencio a la señora, y con la otra se oprimió la frente.

-Te mortifico -dijo Serafinita-. Callaré, pues, porque no puedo faltar a la caridad. Pero por tu parte debes desear la mortificación, debes buscar el padecimiento y renovar tus dolores y clavarte cien veces estas espinas y estos clavos, pues sólo cuando no te canses de padecer, cuando hayas bebido el cáliz de la pasión, serás salva y regenerada, hija mía querida.

-Pues siga usted, quiero oír.

-No; sólo me resta decirte que mi hermano ha considerado con gran sabiduría que ese niño debía ser reclamado por Jesucristo, puesto en salvo, en seguridad, con garantías de que nunca dejará de pertenecer a nuestra santa fe católica.

-Pues qué -dijo Gloria vivamente-, ¿temen que yo sea capaz de apartar a mi hijo de la fe de Jesucristo?

-Tú no... si bien tus ideas no son las más a propósito para darle una educación verdaderamente   —198→   cristiana... Y mientras no veamos completa y absolutamente limpio tu corazón de liviandad, de vanidades sentimentales...

-Pues qué, ¿no lo está ya? -dijo Gloria vivamente.

-¡No, querida hija mía, no lo está! Bien conozco que existe aún la levadura del desordenado afecto y de las mundanas imaginaciones que trastornaron tu alma y sumieron en terribles calamidades a tu familia. Mientras esa levadura exista no podemos esperar nada de provecho para tu perfección moral.

-Si algo me queda -repuso Gloria con resignación-, yo lo iré arrancando poco a poco, que no he de hacer yo en un día lo que personas muy santas no consiguieron sino a fuerza de paciencia, abstinencias y mortificaciones.

-Tienes mucha razón -dijo Serafinita con complacencia-; pero es la verdad que el estado de tu espíritu no es el más a propósito para que te entreguemos a tu hijo. «Mientras exista sobre la tierra el que la engañó, ha dicho mi hermano, Gloria estará en peligro de caer de nuevo». Pues bien, desgraciada, ese hombre no sólo existe, sino que te persigue, te ha buscado... está aquí, en Ficóbriga, y anoche... Con respecto a tu hijo, la voluntad de mi hermano es bien clara. «Puedes concederle, me escribió   —199→   desde Roma el mes pasado, algún consuelo, permitiéndole ver a esa tierna criatura, aunque no conviene que se exalten demasiado sus sentimientos maternales. Puedes permitirle este desahogo tan natural y de tan buen origen; pero si por acaso el Malo se presentase en Ficóbriga, establece la incomunicación más absoluta; esconde a nuestro buen Jesús, que criamos para el cielo, ponlo donde sus extraviados padres no puedan alcanzarlo, porque temo mucho que perdamos esta tierna alma, ofrenda piadosa de nuestra familia al que hiriéndonos nos ha mostrado su poder, y mortificándonos su misericordia».

Gloria al oír esto cayó en profundo y lúgubre silencio.



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ArribaAbajo- XIX -

Espinas, clavos, azotes, cruz


-Tú me dijiste que aceptabas esta cruz como expiación.

-Sí la acepté -dijo la infeliz después de una pausa en que Serafinita aguardó con impaciencia la contestación-. La acepté, pero luego... luego, querida tía, sentí que no podía, que no podía resignarme a ella; no tuve valor, mentí, disimulé, engañé a todos los de casa, salí ocultamente, después de sobornar a Mundideo para que me acompañara... Me porté mal, lo reconozco; pero el grito que sale de mis entrañas puede más que todo, y cuando él suena en mí no puedo dominarme, ni ser santa como usted dice, ni resignarme a padecer, ni llevar la cruz, ni clavarme clavos, ni beber cálices, ni ponerme corona de espinas.

-Hija mía, cada vez me causa más alarma   —201→   y miedo ver en ti ese desasosiego que te aleja de la perfección. Tú no estás curada ni puedes estarlo, mientras no hagas un esfuerzo supremo, el último esfuerzo de tu alma pecadora para coger a Dios que se te escapa. Estás llena de ansiedades incomprensibles, de dudas horrendas. No conoces ese admirable fruto del Espíritu Santo que llamamos paz.

-¡Paz! -dijo Gloria con desaliento-. Temo que nunca jamás vuelva a haberla en mi alma.

-Hablas como el réprobo, hija mía. Te hace falta gracia; pero te advierto que lo primero que ha de hacerse para tener gracia es desearla.

-La deseo.

-Pedirla fervorosamente a Dios.

-La pido.

-Es indispensable ponerte en estado de merecerla, sacrificando a Dios todos tus afectos, todos tus deseos terrenales, todo lo que te liga a este mundo; desprendiéndote de todo, absolutamente de todo, para no poseer más que a Dios; renunciando a tener voluntad propia, convenciéndote de que vivimos desterrados en este mundo, de que nada existe bajo el sol que no sea digno de ser despreciado y trocado por la única ganancia real que es Dios. Es preciso que te rodees de tinieblas para que el Señor se digne rodearte de luz; que te anonades y   —202→   te humilles y te niegues a ti misma; que te sujetes de todo corazón a Dios para poder obtener la verdadera libertad de espíritu; que vivas constantemente mortificada para que no puedas ser tentada; que te creas vil y despreciable para que tu miseria te redima; que renuncies al deseo de saber cosas ocultas y hondas y abraces la mejor sabiduría y la filosofía mejor que consisten en no tenerse en nada a sí mismo; que no abrigues vanidad de cosa alguna, porque la mayor vanagloria es el desdén de sí mismo; que apartes tu corazón del amor de las cosas visibles para llenarlo de las invisibles.

Dijo estas palabras D.ª Serafina con emoción tan profunda y tal acento de convicción, que era imposible oírla sin asombro.

Gloria cruzó las manos sobre el pecho, y con acento de fe respondió:

-A todo renuncio; pero no acierto a renunciar a mi hijo. Me desprecio como mujer; pero como madre no puedo hacerlo. Arranco de mi corazón todos los sentimientos menos este que me da vida. Ofrezco a Dios todo lo que hay en mí; pero no puedo ofrecerle como un homenaje piadoso la negación de mis derechos y mis goces de madre. ¿No es esto noble, no es esto santo, no es esto divino también, tan divino   —203→   por lo menos como esa perfección que consiste en negarse a sí mismo?

-Sí, noble, santo, divino también es ese sentimiento -dijo Serafinita-. ¿Quién lo duda? En la forma de la maternidad fue enaltecida sobre todos los seres humanos la mujer que subió al cielo en cuerpo y alma. Los sentimientos maternales son puros y santos sobre todo encomio, hija mía, aunque jamás, no siendo por gracia especial del cielo, enaltecerán tanto como el estado de perfección infundido por los que llamamos Consejos del Evangelio: «pobreza voluntaria, estado de castidad absoluta y vida de obediencia...». Esta es la luz que he puesto ante tus ojos, adorada hija mía, induciéndote a seguirla...

-Pero yo me hallo en circunstancias excepcionales -dijo Gloria defendiéndose angustiadamente-. Yo soy madre.

Había en su exclamación el ahogado gemido del que en sueños lucha con un monstruo sin poderlo vencer.

-¡Eres madre! -repuso Serafinita moviendo la cabeza en señal de que esperaba tal argumento-. Sí; pero ¿de qué modo? ¿Qué leyes divinas o humanas han presidido a tu estado? Gloria, Gloria, por amor de Jesucristo, empapa tu alma en mis ideas. No hables de maternidad.   —204→   Pues qué ¿a una mujer casada, a una mujer coronada con esa guirnalda divina de los hijos legítimamente habidos y recibidos con júbilo por la Iglesia y la sociedad; a una mujer de estas me atrevería yo a decirle: «deja a tus hijos, renuncia a los afectos terrenos, niégate a ti misma, no te ocupes más que en la meditación, en la abstinencia, en el amor único y exclusivo de las cosas santas»? ¿Me crees loca? Esto sería un absurdo, una falta de caridad, una aberración del sentimiento religioso. Pero a ti, que has caído en la ignominia, a ti que no te hallas atada a ningún varón por los lazos del Sacramento, a ti que has sido madre por el crimen y tu escandaloso y sacrílego amor, te digo, sí, te digo mil veces: «Renuncia a tu hijo, no por dureza de sentimientos sino por expiación; no como desnaturalización, sino como castigo». Has cometido gravísima falta, has ofendido a tu Dios. Pues ofrécele el único deleite que existe en tu corazón, el cariño maternal... ¿Ese cariño te sirve de consuelo? Pues no tienes derecho a consuelo ninguno... ¿Quieres ser redimida? Pues no hay redención sin pasión, sin cruz... ¿Adoras a ese niño infeliz que no debió haber nacido? Pues sacrifica a Dios este sentimiento... Necesitas irremisiblemente una cruz, pero una cruz pesada, porque   —205→   tu culpa a sido enorme. Pues bien, toma esa que tu mismo Dios te propone, tómala y anda con ella... La maternidad podría hacerte feliz, y tú, si quieres salvarte, no debes ser feliz de ningún modo. Si para ti no debe haber ya más que dolores, ¿para qué te apegas a los goces? Mientras más noble es el sentimiento que te deleita, más grande será el mérito de tu sacrificio, porque se ha dicho: «Y cualquiera que dejare casas o hermanos o padres o hijos por mi nombre recibirá cien veces tanto y heredará la vida eterna».

-¡Oh, qué cruz tan pesada, tan espantosa! -exclamó Gloria elevando sus brazos.

-Hija mía, no interpretes mal esto que no es imposición mía, sino simplemente exhortación y consejo -dijo Serafinita tomándole las manos y estrechándoselas con amor-; no creas que yo predico la desnaturalización, no. Pero a la altura de tu falta ha de estar tu purgatorio. Si necesitas llevar una cruz muy pesada para ser recibida arriba, no has de llevar una caña. Sacrificando niñerías, caprichos vanos y cosas de poco valor, no se gana la vida eterna. Es forzoso arrancar del corazón la fibra más sensible, arrojar la joya de más precio, matar lo grande, lo querido y lo entrañable, meter la espada en lo más hondo, llorar mares de lágrimas,   —206→   padecer, padecer mucho y siempre padecer. Esta es la clave del cristianismo, amor mío. Ya sabes que en el día de hoy celebramos el augusto sacrificio de la víctima del Calvario, del divino cordero. Fija tu pensamiento en este ejemplo sublime y considera que es necesario que nos crucifiquemos para parecernos a Él y entrar en su reino.

-¡Crucificarme! ¿No lo estoy ya? -dijo Gloria extendiendo los brazos en cruz.

-Pero no basta crucificarte como mujer, sino como madre. Viviendo como vives, estás expuesta a mil peligros, y esa maternidad que tanto adoras es un lazo que te une sin quererlo al autor de todas tus desdichas. Vivirás sujeta a horribles tentaciones. Ya sabes que Job lo ha dicho: «La vida del hombre sobre la tierra es una tentación». Además el que todo lo sabe ha dicho: «Si tu mano o tu pie te fuere ocasión de pecar, córtalos y échalos de ti».

-Es verdad, es verdad.

-Hija mía -añadió la señora besando con cariño a la atribulada joven-, mete la mano en tu corazón y tócalo y observa si el amor de ese niño y la llama infame a cuyo primer fuego debió la vida, no se confunden el uno con la otra.

Gloria callaba. Parecía que en efecto metía   —207→   la mano en el corazón y tanteaba llamas.

-¿Callas?

-No sé qué responder -dijo la infeliz dejando caer sus brazos con desaliento-. Mi alma está acongojada, y en mi pensamiento todo es confusión, desvarío. No sé lo que pienso ni lo que siento, porque estoy llena de terrores, de angustias, de presagios, de deseos, y no puedo tomar resolución alguna, porque cada esfuerzo de mi voluntad es seguido de un desfallecimiento que me mata.

-¡Y yo te ofrezco los medios para salir de este estado y los rechazas! ¡Te señalo el amor exclusivo de Dios como término dulcísimo de tus ansias, y dudas todavía!... Desarraiga todo amor criado, y entrará en ti la gracia como un torrente. Retira tus ojos de toda criatura y verás el rostro del Criador. Sepárate de cuanto ves y estarás unida a Él eternamente. Cierra tus oídos a la música fascinadora de los efectos pasajeros, y oirás en tu interior el habla del Señor Dios. ¡Bienaventurados los oídos que no escuchan la voz que viene de fuera, sino la verdad que habla y enseña interiormente!... Nadie mejor que yo puede darte estos consejos, porque en mí no sospecharás egoísmos. He hecho voto de pobreza, he repartido mi fortuna entre los pobres y las hijas de mi hermano.   —208→   Desengañada de las vanidades del mundo, me disponía a entrar en un santo retiro, cuando supe tu desgracia. Esto me detuvo y sentí en mi conciencia el habla dulcísima de mi Dios que me dijo: «Ve y sálvamela»...

»¡Hija de mi corazón! Corrí a tu lado, te asistí en tu enfermedad como pudiera hacerlo la madre más cariñosa; pero mi orgullo no se cifraba en librarte de la muerte física, sino de la muerte moral que es la condenación eterna. Te exhorté, te puse mil ejemplos ante la vista, lloramos juntas, te he tratado con dulzura, con ardiente cariño y sin dureza ni altanería; que en las conquistas cristianas la humillación trae la victoria. Yo no puedo consentir que tu alma nobilísima arda en los infiernos por un extravío pasajero, y seguiré exhortándote hasta que me arrojes a golpes. Mientras tenga lengua te diré: «Ven, ven, hija mía, ven conmigo a esa morada pacífica y solitaria donde tu alma se purificará por la oración, por la humildad, por la penitencia, recibiendo al modo de una ablución divina, la gracia que ha de regenerarla». Allí tu corazón se limpiará de esa escoria tenebrosa por la llama del divino amor, que irá creciendo, creciendo, hasta producirte los más dulces arrobos, y la gratísima previsión del reino de los cielos, sólo concedidos a los que todo lo   —209→   dejan por el Amado, y al Amado consagran cuanto en la persona humana existe de espiritual y divino...

-¡El convento! -dijo Gloria dando en su lecho una angustiosa vuelta-. No me asusta el encierro... pero allí no veré a mi hijo.

-El que hizo el mundo, el que se hizo hombre por redimirnos, el que fue sacrificado por nuestro amor es el primero de todos los amores, hija mía -dijo Serafinita, derramando sin cesar lágrimas de emoción y piedad-. ¿Es posible, es posible que no te convenzas todavía?

Gloria cerró los ojos, y como el que se hunde en los abismos de un letargo, contestó desde dentro con profunda voz, que apenas hacía mover sus labios:

-Todavía no.

-¡Miserable de mí, mil veces miserable -exclamó D.ª Serafinita con patético dolor-, que no tengo fuerzas, ni elocuencia para salvar un alma querida!

-Usted es una santa -dijo Gloria abriendo los ojos y ofreciendo sus brazos a su tía para estrecharla en ellos.

-Soy una infeliz que he aspirado a ejercer el ministerio de los apóstoles, y Dios me castiga por mi soberbia.

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-Usted es una santa -repitió Gloria-, pero... nunca ha sido madre.

La noble señora no contestó. Observaba la creciente desfiguración de las facciones de su sobrina.

-¿Qué tienes?

-Una cosa que sería deseo de morir -repuso Gloria con abatimiento-, si no siguiera viviendo mi hijo.

-¿Tienes sueño?

-La pereza de la muerte; pero con esto se duerme.

-Debes descansar.

-No puedo... No se separe usted de mí. Si me quedo sola pensaré cosas malas... ¿Qué hora es?

-Ya amanece. Jueves Santo, hija mía. ¡El día más hermoso para salvarse!

Gloria trató de decir algo; pero entrole una congoja penosísima; su corazón oprimido latía con fuerza y era tal la sofocación de su pecho, que Serafinita le retiró las sábanas para que el peso de ellas no la molestase. Moviose la infeliz con febril inquietud en el lecho, y su hermosa cabeza con los negros cabellos en desorden se volvía con angustia hacia arriba. Por último se llevó ambas manos al pecho y oprimiéndoselo, cual si quisiera detener allí alguna   —211→   cosa que se le escapaba, gritó con voz ronca:

-Señor, Señor, no puedo.

Serafinita procuró tranquilizarla. Al fin iba cayendo la joven en un estado semejante al sopor. Serafinita notó que sus sienes latían violentamente y que su respiración era fatigosa. Pero seguía aletargada, y como esto tranquilizara a la buena señora, arrodillose junto a la cama y empezó a rezar con el mayor recogimiento.



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ArribaAbajo- XX -

¿Qué haré?


Daniel Morton y D. Buenaventura hablaron larguísimo rato.

El hebreo salió de la casa cuando todavía era noche oscura, pues la luna no queriendo esperar al sol, desapareció volviendo atrás el rostro como novia enojada que huye de su amante observando si este la sigue. Sansón uniose a su amo, pero este le dijo secamente que se retirase a la casa dejándole solo.

Sansón aparentando obedecer, le siguió desde lejos. Morton rodeó la casa de Lantigua, y tomando el camino que conduce a la playa bajó lentamente, con las manos cruzadas a la espalda, la vista fija en el suelo, cuando no la extendía por la negra inmensidad de los cielos apagados o por la del mar, cuya exclamación grave y mugidora le iba ensordeciendo a medida que a él se acercaba.

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Cuando sus pies se hundían en la arena y avanzó hacia el fino y húmedo suelo que había pulido la última pleamar arrastrando sus láminas de agua, sintió una especie de simpatía inexplicable y como un deseo de expansión y confianza semejante al que se experimenta en presencia de un buen amigo. Morton miró las olas que iban y venían con el más admirable ritmo sensible que existe en lo creado, y mirándolas sacó del caos de su espíritu esta pregunta: «¿qué haré?».

En la playa había una piedra enorme que parecía arrancada por las olas a un acantilado cercano. Sobre aquella piedra se sentó Daniel, contemplando el mar grave y cadencioso, especie de péndulo inmenso que determina un equilibrio misteriosos. En aquel mar, en su voz semejante al zumbido de un cerebro donde hierven las ideas, en el resoplido de sus olas y en aquel latido de su enorme vida corriendo sin cesar del fondo a la playa y de la playa al fondo, vio Morton la perfecta imagen de la perplejidad en que se hallaba su espíritu.

A poca distancia y entre las peñas de la derecha estaban aún los restos del Plantagenet, un herrumbroso esqueleto, que se desgastaba lentamente sin que hicieran caso de él ni los hombres ni los peces.

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Sentado en la piedra, con el codo en la rodilla y la barba sostenida en los dedos; fijo y quieto como una esfinge; centinela en la puerta de lo infinito; mirando siempre hacia adelante, y mirado por el mar cuyas olas son una fisonomía, porque hablan, saludan, escarnecen, injurian, escupen, sonríen, desprecian, duermen y braman de coraje; atento al espectáculo de una gran perplejidad, que según él, llenaba el universo todo, Daniel Morton decía:

-Lo que yo sospechaba es cierto. Morirá por mi causa y morirá de pena. No se ha resignado aún a aceptar la solución que su familia le propone, porque espera... pero al perder la esperanza, caerá, caerá en ese horrible lazo, y exaltada por el espíritu de una religión que prescribe el padecer, doblará al fin la cabeza ante el ascetismo y arrastrará miserable vida en un convento cristiano... ¡Con buena intención, porque su celo religioso y el entusiasmo por su falsa doctrina son sinceros, esa noble señora y D. Ángel, el discípulo del Nazareno, han negado a su corazón el más dulce consuelo, le han prohibido a su hijo!... Esto da horror, y al pensarlo no hay en mi corazón una sola fibra que clamando no proteste...

»¡Y pensar que con una sola palabra podré sacarla de ese infierno, y devolverle su salud,   —215→   su paz, su felicidad, la estimación del mundo, y que con esta palabra volverá a sus brazos el pobre ángel espúreo, que vive rechazado de todo el mundo y escondido como la vergüenza o como un tesoro robado!... ¡Pensar que con una palabra puedo causar tan grandes bienes y que esta palabra no se puede decir!... Pues se dirá. Tengo por corazón una piedra; no soy hombre si no pronuncio esa palabra. Soy un miserable, merezco ser perseguido eternamente por mi conciencia y no tener un solo día de paz si consiento tan gran desdicha: la pobre madre atormentada, el niño encubierto y confiado a manos mercenarias...

Detúvose un instante. Su pensamiento, dando una vuelta, le mostró otro hemisferio, y dijo entonces:

-¿Pero qué es lo que debo hacer? ¿qué debo decir? Una palabra que es la apostasía infame de mi religión, el desprecio de Dios en cuya santa idea crecí y crecieron antes mis honrados padres, y antes mis abuelos y del mismo modo las generaciones remotas hasta llegar a los que fueron elegidos para recibir la Ley directamente del mismo Dios y enseñarla a todo el mundo. ¿Puede caber en mi cabeza la idea de negar a mi Dios y negarle para abrazar otra fe? ¡y qué fe!... ¡la de un falso profeta, la   —216→   del Nazareno, en cuyo nombre hemos sido dispersados, perseguidos, quemados e injuriados por espacio de diez y ocho siglos!... Y yo he de llegar al Nazareno y decirle: «aquí me tienes a tus pies, aquí está el que se vanagloriaba de no pertenecerte jamás, el que ha tratado de enaltecer a los suyos para apartarles de caer en ti, aquí está el más soberbio de tus enemigos»... Y yo he de decir a mi Jehová: «Ya no te pertenezco». «Soy como el siervo a quien su amo ha distinguido poniendo en él toda su confianza, y he aquí que aquel ingrato siervo huye de la casa de su señor, robándole, y después va a casa del enemigo y pide salario y escarnece a su antiguo señor»... y todo ¿por qué? por una mujer... por un amor poderoso, irresistible, pero que es cosa terrenal, y por un hijo que adoro, pero que es un pobre gusano, indigno de atención desde el momento en que aparece a su lado la presencia aterradora y sublime del que hizo los cielos y la tierra...

Al llegar aquí su pensamiento, sin pausa ni intermedio alguno le puso delante el primer hemisferio.

-Pero es que al considerar la desgracia de la amada de mi corazón, he de recordar que yo soy autor de ella. Yo, yo solo he causado desdicha tan lastimosa. Ella era pura y feliz, yo   —217→   turbé la paz de su corazón, arrastrándola a la ignominia; yo la arranqué de aquel cielo hermosísimo en que vivía su alma y la precipité en las tinieblas; yo ahuyenté de su lado a los ángeles que velaban con misteriosa atención su persona, y llené su corazón de culebras. Era como una flor y la pisoteé. Había nacido para que su sola mirada derramase felicidad, para que hasta su sombra hiciera nacer bienes por todas partes, y yo de aquel claro astro he hecho una noche lóbrega, una oscuridad llena de dolores que hace llorar cuantos se le acercan... Yo tengo la culpa de todo, yo causé su mal y lo causé con villanía, porque oculté mi religión, que era un estorbo, y siendo enemigo me presenté como amigo. Yo soy el autor de su desgracia. Y no, no hay remedio, no hay sofisma que valga, esa desgracia debe ser reparada por mí. Si así no es, no tengo idea de la justicia, no tengo noción del deber ni del honor, y siendo extraño a la idea de justicia, no puedo ni aun saber lo que es Dios... Mi deber es reparar esa desgracia y sacar a la pobre mártir del potro en que está. No son sus tíos los que la tuestan viva; soy yo, yo solo. Por consiguiente, mi deber es salvarla. Me lo ordena la justicia, que es Dios; el deber, que es Dios; la verdad, que es Dios; la compasión, que es Dios. Me lo ordena también   —218→   la sociedad y esta ley de recíproco respeto de la cual no podemos prescindir... Sí... es preciso, es indispensable, fatal, inevitable; y si así no lo hago, no hay nombre bastante vil en ninguna lengua para vituperarme. Merezco morir y ser devorado por los perros, sin que jamás mi cuerpo disfrute el descanso del sepulcro... Nadie arrancará de mí esta convicción profunda que mete su raíz hasta lo más hondo de mi pecho. Esto es la evidencia, la verdad pura...

Al llegar aquí subía la marea y una ola extendió su lengua bordada de espuma sobre la arena, mojando los pies del pensativo. Retirose entonces, subió al acantilado, y arrojado sobre las peñas, dijo así:

-No, no es posible que Dios y la Justicia estén en desacuerdo. No es posible que para ser fiel a un compromiso del corazón necesite yo ser apóstata. Aquí hay algo que mi inteligencia limitada no puede penetrar; ha de haber un resorte misterioso y es preciso que yo lo busque y lo toque, porque esto ha de tener solución, porque lo absurdo no puede prevalecer. ¡Oh! Dios mío, dame luz, dime dónde está la salida de este horrible laberinto; muéstrame un resquicio, pues salida o hendidura ha de haber. Si no la hubiere, ¡oh, soberano Dios! todo, empezando   —219→   por ti, debería ser negado, y esto no puede ser...

»¿Pero cuál es en realidad mi pensamiento en religión? ¿Qué pienso, qué creo yo? Conciencia, muéstrame lo que tiene más oculto, tu voz más recóndita, lo que es aún menos que voz, un susurro que apenas oigo yo mismo... ¿Qué creo yo? ¿Creo acaso que mi religión es la única en que los hombres pueden salvarse, la única que contiene las verdades eternas? No, felizmente sé remontar mi espíritu por encima de todos los cultos, y puedo ver a mi Dios, el Dios único, el grande, el terrible, el amoroso, el legislador extendiéndose sobre todas las almas y presidiéndolas con la sonrisa de su bondad infinita desde el centro de toda sustancia. Entonces, miserable, ¿qué te detiene? ¿No hallas en el cristianismo las verdades eternas? Existen, sí; pero desfiguradas y adulteradas... No, no puedo inclinarme a contemporizar con una yuxta-posición10 inútil, con la destrucción de la sencillez, con una fe que nada nuevo ha enseñado al mundo y que, por tanto, es falsa. Aborrezco esa idea con todas las fuerzas de mi alma; y todo el odio venenoso que esa secta alienta contra mí, se lo devuelvo centuplicado. No lo puedo remediar; lo he mamado con la leche; lo traigo encendido en mis entrañas desde   —220→   el vientre de mi madre, y mi espíritu lo trajo también desde la nada. Si cuando mi espíritu se eleva a la contemplación de la esencia primera soy tolerante, expansivo, amplio y generoso, al considerar la idea cristiana, nuestro verdugo y nuestro cadalso, soy fanático, sí, no lo puedo remediar, me siento fanático y brutal como los inquisidores católicos... y para mi tormento, el ser que idolatro sale del tumulto aborrecido de esa secta y se me presenta lleno de gracia y luz, único ser a quien puedo absolver de la responsabilidad cristiana, único ser a quien perdono los agravios hechos a mi raza... ¡Oh! Dios, Dios... ¿qué misterio es este, qué enigma terrible y espantoso es este? Mi cabeza estalla como un volcán... no sé qué pensar. Aquí hay algo, algo que mi limitada razón no comprende. Dios mío, Dios de las inteligencias, ¿por qué has hecho estas contradicciones horrorosas y estos absurdos que hacen dudar de la bondad de la creación y de la lógica del mundo?

El cielo comenzó a aclararse, la superficie del mar brillaba junto al horizonte, tiñendo de amarillo sus lejanas ondas. Toda la tierra empezó a inundarse de luz. Amanecía; pero Morton no advirtió nada, porque en su mente continuaban la noche y un caos perpetuo.

  —221→  

-Más vale -dijo-, que continúe todo como ahora está, que siga su deshonra, su vergüenza, la bárbara separación de la madre y el hijo, mi soledad, el remordimiento implacable que me tritura las entrañas. Quizás el tiempo nos consuele a todos... Ella entrará en ese aborrecido convento, más triste que la sepultura porque en él se vive... No la veré más, no veré tampoco a mi hijo, porque será escondido para mí, como se esconde del ladrón la joya. Crecerá y le veré algún día sin conocerle... Le enseñarán a maldecir mi nombre y mi sangre... ¿Y cómo se evita esto, cómo? ¡Si pudiera evitarse dando la vida!... No; no se evitará con cien vidas, sino con una palabra breve, como las que a todas horas pronuncian nuestros labios; pero que encierra una idea, todas las ideas y el universo y la vida futura.

Después de una pausa, añadió:

-Soy un miserable si no digo esa palabra, si no la digo clara, leal, sin impostura. Lo pide a gritos cuanto hay en mí de sentimiento y piedad. ¡Soy un miserable si no digo esa palabra, si no cierro los ojos a todo, a mi historia, a mi raza, a mi culto, a mi familia, y me arrojo en brazos de la infame secta que aborrezco, de esa secta, que sin duda no es tan mala como yo creo, porque   —222→   a ella pertenece la que reina en mi corazón!.

Oprimiose la frente con ambas manos como si quisiera sujetar una idea que se le escapaba, y detener aquel remolino horrible de su pensar; pero no pudo sustraerse a un razonamiento que le anonadó:

-¡Mi padre!... No, desde que adopté esta resolución ya no tengo padre, ni madre, ni amigos... No quiero pensar en su enojo, en su soledad. En mi familia se llora al hijo muerto; pero al renegado... al renegado se le mirará como si no hubiera nacido. La imagen de mi madre que es personificación sublime de la consecuencia israelita, me abruma más que mil razonamientos incontestables... ¡Mi madre, de cuyos brazos escapé en silencio para venir aquí; mi madre que ha de venir en mi seguimiento para detenerme; esa mujer que adora en mí el orgullo de su raza y que morirá de seguro cuando sepa...! No, no mil veces, esto no puede ser, no será. Si es imposible, si es como beberse toda esa agua que tengo delante, si es como decirle a la marea: «no subas más»... ¡Oh, Dios mío! ¿por qué me criaste si sabías que había de llegar esta hora?

Levantose frenético y agitando los brazos y volviendo la cara hacia el cielo, gritó desaforadamente:

  —223→  

-¡Oh, Señor, Señor, yo digo que tu obra no está bien así!

El día había avanzado considerablemente sin que él lo notase, y las risueñas horas de la mañana viniendo unas en pos de otras, derramaban claridad y alegría sobre los campos, reverdeciendo las húmedas praderas. El día era tan bello y apacible cual si la Naturaleza, sensible al enigma de la Redención, quisiera también celebrarlo. El aire que mecía los árboles, las nubes que pomposamente discurrían por el cielo con grave paso, dándose unas a otras la mano, el mar sonoro y las flores, que por todas partes presentaban sus lindos rostros a la caricia del sol, todo, todo estaba de fiesta en aquel día.

Bajando a la playa, recorriola toda lentamente. Parecía que contaba las arenas. Después se arrojó al suelo y contempló el mar que bajaba, recogiendo sus láminas de espuma de minuto en minuto. La perplejidad continuaba y el péndulo seguía su atormentador movimiento; pero al fin, ya cerca de medio día el extranjero se levantó. Diose un golpe en la frente, y mirando al cielo dijo con la firmeza propia del que ha tomado una resolución:

-Al fin, al fin, ya sé lo que debo hacer.



  —224→  

ArribaAbajo- XXI -

Jueves Santo


Gloria abrió los ojos después de un prolongado letargo durante el cual su fatigado espíritu logró algún reposo. Había soñado con la pasión de Cristo, con los horribles judíos que le azotaban, había visto elevar el madero con la Divina Persona clavada por pies y manos; y este cuadro lamentable que se le representaba al vivo por el poderoso fingir del sueño, llenó su alma de patética y dolorosa compunción. Al despertar vio a su tía encendiendo algunas velas delante de la efigie del Salvador, hermosa figura de marfil que le representaba en el momento de expirar y cuando, alzados los moribundos ojos al cielo, decía: «Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen».

Serafinita había dispuesto la mesa como altar, poniéndole preciosas velas de esas que tan   —225→   bien labran y adornan las monjas. No puso flores en los floreros, por temor de que el olor de ellas molestase a Gloria; pero sí las llenó de ramas de pino y otras matas verdes y sin aroma.

-¡Qué bien está, qué bien está eso! -dijo Gloria contemplando con gozo el altar

-Hija mía, ¿qué tal te encuentras?

-No muy bien, pero podré levantarme.

-Más vale que te quedes en la cama. Yo no pienso salir hoy ni ir a la iglesia, a pesar del gran día en que estamos. Debo acompañarte, querida mía, y juntas rezaremos el oficio del día, que es hermoso sobre toda ponderación.

-Muy bien pensado. Lo leeremos.

-Y nos deleitaremos en su sublimidad contemplando el amor de aquel que con ser Dios, quiso derramar su sangre por nosotros.

Después que Gloria hizo sus oraciones de la mañana, se levantó y se volvió a acostar vestida sobre el lecho. Francisca arreglaba su cuarto, mientras D.ª Serafina bajó a preparar algo sustancioso para que la enferma se desayunase. Nada más admirable que el celo que ponía aquella noble dama en todas las cosas, lo mismo en las grandes que en las pequeñas. Todo lo hacía conforme a su conciencia, y no se perdonaba cosa alguna, ni jamás dejó de hacer nada que le pareciese justo y conveniente. Era el   —226→   alma de más rectitud que podía existir, y si hubiese destruido el género humano, Dios se lo perdonaría, porque sin duda lo habría aniquilado por convicción y creyendo que realizaba un bien. En ella no se conoció jamás ni sombra ni hipocresía. Todo su espíritu y sus creencias y su voluntad estaban claramente retratadas en sus acciones; ni existió conciencia más pura, porque en ella eran imposibles las reservas y distingos insidiosos. Y sin embargo, el alma tan limpia de perversidad podía ser dañosa... Mas para juzgar a Serafinita y condenarla por esto, sería preciso que Dios recogiese su Decálogo y lo volviese a promulgar con un artículo undécimo que dijese: «No entenderás torcidamente el amor de Mí».

Y para juzgarla los hombres y condenarla debían a su vez arrojar de los altares a muchos varones y hembras que subieron a ellos por ser como Serafinita.

Estaba preparando el almuerzo de su sobrina y se caía de debilidad por el estado en que la habían puesto los ayunos; pero el piadoso esfuerzo de su voluntad vencía al cuerpo, infundiéndole una resistencia poderosa, y por el absoluto desprecio de la carne, aparecía triunfante siempre el espíritu y dispuesto a todas las empresas cristianas que exigieran abnegación.   —227→   ¡Lástima grande que aquella santidad no fuese más humana!

Cuando Gloria almorzó, vino el médico y le ordenó el mayor reposo y que huyera de toda emoción viva. Serafinita rogó a la joven que diese un paseo por la habitación, lo que ella hizo de muy buen grado, admirando desde el balcón la hermosura de la mañana.

-¡Qué bello día! -exclamó-. Parece que en días así no puede menos de pasar algo grande.

-El día, querida sobrina -dijo Serafinita-, está lleno de la sagrada memoria que hoy celebra la Iglesia ¿No ves en la Naturaleza una especie de atención solemne, un recogimiento grave y placentero? Hoy celebramos la muerte y la vida, la muerte corporal del que expiró por darnos la vida... Yo leeré.

Serafinita se colocó junto al altar, y poniéndose las antiparras que su fatigada vista exigía, empezó la hermosa lectura, mientras Gloria tomaba asiento en un sofá junto al balcón. Empezando por los Maitines y Nocturnos, que son los oficios llamados Lamentaciones, y que la Iglesia canta en la tarde del día anterior, leyó el Salmo: «Salvame, ¡oh Dios! porque las aguas han entrado hasta el alma. Estoy hundido en cieno profundo y la corriente me ha anegado. Cansado estoy de llamar; mi   —228→   garganta ha enronquecido. Han desfallecido mis ojos esperando a mi Dios... Dios, tú sabes mi locura y mis delitos no te son ocultos».

Ambas mujeres tenían su alma absorta en tan sublimes conceptos. D.ª Serafina recitó con entera voz la Lamentación: «¿Cómo está sentada sola la ciudad antes populosa? La grande entre las naciones se ha vuelto como viuda... Amargamente llora en la noche. No tiene quien la consuele de todos sus amadores»...

Y así siguió la lectura con edificación de entrambas. Como Serafinita se fatigase, Gloria le rogó que le diese el libro, y con la emoción más viva leyó el Miserere: «Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia grande, y conforme a la multitud de tus piedades, borra mis iniquidades... Porque conozco mi iniquidad y mi pecado está siempre delante de mí».

La misa, la epístola de San Pablo a los Corintios, la Sequentia del Evangelio tocaron a Serafinita, que a su vez reclamó el libro. Después de leer todo lo concerniente a la cena, dijo a su sobrina:

-Hemos llegado al punto más interesante, más patético, más solemne de nuestra doctrina, la institución de la Eucaristía. Si tú, hija mía de mi alma, meditando mucho en esto, lograras   —229→   penetrarte bien de la idea del sacrificio tan sublime, si consiguieran asimilártela y hacerla tuya, ¡cuán grande facilidad hallarías para dar al problema de tu vida la solución que te propongo! ¿Pero no te dice nada tu corazón, no se enternece contemplando el inmenso amor de la sacratísima víctima del Calvario? Lo que a gritos dice tu situación social y los acontecimientos, ¿no lo ha de decir tu corazón? Yo veo tan claro esto, niña mía, que no comprendo cómo puedes dudar.

Gloria, con los ojos bajos, inclinada la cabeza sobre el pecho, callaba, trenzando los hilos de lana del pañuelo que cubría sus hombros.

-Dada tu situación no veo otro camino -añadió Serafinita-. Mucho habían de cambiar los sucesos, para que la lógica de tu porvenir cambiase. Sería preciso que ese infiel empedernido abriese sus ojos a la luz cristiana, sería preciso que se verificase una de esas conversiones ruidosas que hacen época en el mundo... y esto es difícil aunque no imposible. ¿Dime, lo crees tú imposible? ¿Das crédito a los rumores que han corrido?

-No -repuso lacónicamente Gloria.

-¿Crees tú que abrace nuestra santa fe?... ¡Oh! si así sucediera, yo, viendo en esto los designios de Dios, sería la primera que te diría:   —230→   «Cásate; tu deber es casarte. El Señor lo manda». Tu amor quedaría legitimado por el glorioso hecho de traer al rebaño una oveja, que no por venir tan tarde sería mal recibida... Entonces es verdad que no podrías aspirar a la perfección cristiana, que consiste en desprenderse de los afectos humanos, pero podrías acercarte mucho a ella por otros caminos... No hay que pensar en este medio, hija mía. Tú misma has dicho que no tienes esperanza.

-Es verdad -murmuró Gloria-. Ninguna tengo.

-Pues debes tenerla -dijo Serafinita.

Gloria alzó vivamente los ojos fijándolos en su tía con gran curiosidad.

-Debes tenerla -repitió la señora con aplomo.

-¿De qué?

-No de casarte, no -dijo Serafinita sintiendo en su alma la inspiración apostólica más viva que nunca-, no de casarte, sino de traer a ese infiel a nuestra santa fe.

-¿Cómo?

-Por medio de la oración, unida al sacrificio.

-No entiendo bien, tía -repuso Gloria poniendo sumo interés en aquel asunto.

  —231→  

-Por medio de la oración -repitió la dama con entusiasmo-, y mejor aún por medio del sacrificio. ¿Acaso esto necesita explicarse?

-Me parece que lo voy entendiendo.

-Si haces a Dios el inmenso, el doloroso sacrificio que te he propuesto como el mejor camino para salvar tu alma; si haces el sacrificio de consagrarle por entero toda, absolutamente toda tu vida, arrancándote del mundo y de los mundanos afectos; si haces esto, Gloria, amor mío, y pides a Dios que te conceda la redención de un alma, ciega hasta ahora a la verdadera luz, ¿cómo es posible que Dios te lo niegue?

-¡Oh Jesús mío!... si eso fuera verdad...-exclamó Gloria deshaciéndose en lágrimas-. Y parece que ha de ser verdad, que ha de poder suceder como usted dice...

En el semblante de Serafinita brillaba un destello de alegría infinita, el júbilo del triunfo evangélico.

-¡Oh! -exclamó oprimiendo su pecho-. Yo tengo una convicción profunda... Mi corazón se abre como un abismo lleno de voces y a gritos clama que ese hombre será salvo por tu mediación.

-¡Señora!... -exclamó Gloria exaltándose como su tía-. Yo he orado tanto, tanto, que tal vez...

  —232→  

-No, desgraciada, no basta la oración. Es necesario el sacrificio, es necesario que llegues, y ante esos pies taladrados por el clavo, pongas tu corazón dolorido, tu vida toda, tu voluntad, tus acciones, tu porvenir, tu universo, tu carne y tu espíritu, diciendo: «Señor, tómalo todo, toma todo lo que recibí de ti. No quiero ya nada que no seas tú, tú solo, ni más amor que el tuyo por entero. Abrásame en tu fuego y hazme temblar noche y día con las dulces ansias que resultan de estar incesantemente amándote, contemplándote, oyéndote en mi interior, magnificándome con tu gloria, padeciendo con tu pasión. Este resto de existencia que conservo mientras no me lleves a tu lado, sólo será para tener voz con que nombrarte a todas horas, labios con que besar tu santa imagen, y si das a mi cuerpo el santo tormento de que me duelan tus heridas, mayor gozo tendrá mi alma. Perezcan los ojos de mi cuerpo, que de nada me sirven, y así te verán mejor los del alma. Perezca mi belleza, que no por ella te he de agradar sino por la pureza y la violencia de mi amor. Soy toda tuya, Señor, y aun así no creo ofrecer bastante al que murió por redimirme del pecado».

D.ª Serafina se había levantado y con su   —233→   majestuoso ademán daba mas prestigio y realce a la admirable elocuencia con que se expresaba.

-Lo que usted dice -manifestó Gloria-, resuena en mi corazón como un eco del cielo.

-Dios aceptará tu sacrificio y lo premiará -añadió Serafinita-. La inagotable bondad del Amado se te revelará bien pronto. Oirás su voz en tu interior; le verás allá en lo profundo y en lo más negro de tu mirar, cuando cierres los ojos en la dulce oración. ¿Cómo no ha de concederte lo que le pides, si le pides un nuevo triunfo para su Iglesia? ¿Qué premio más digno puede ambicionar un alma consagrada a Dios? «Señor, le dirás, trae a tu seno a un ser que me fue querido y que tiene la desgracia de carecer de la verdadera luz».

-El Señor me oirá -dijo Gloria cruzando las manos-. Tía, querida tía, mi alma se llena repentinamente de fe; en mí ha entrado una luz prodigiosa; siento como una gran lluvia... Soy otra... Suena dentro de mí una voz como el trueno... Me parece que Dios me dice: Sí, sí, sí.

-Sí, sí, sí -repitió Serafinita con exaltación que rayaba en frenesí-. Y se salvará, abominará de su execrable secta, y entrará en el Paraíso.

  —234→  

La piadosa señora, que había estado tantos meses predicando a su sobrina las excelencias de la vida ascética; que había agotado todos los argumentos, todas las razones, todos los sofismas sin conseguir nada, lograba al fin su objeto: ¿cómo? tocando una fibra más sensible que todas las fibras del corazón de su sobrina, la fibra del amor humano. Al llegar allí el espíritu rebelde gimió doloridamente sucumbiendo; y lo que antes le pareció monstruoso e inútil, pareciole después bello, grande y sublimemente provechoso. Estremecida hasta lo más íntimo de su ser, sintió la bullidora expansión del amor, pidiendo su consecuencia natural, el sacrificio.

-Acepto, acepto... -exclamó levantándose, ágil, inquieta, exaltada, cual si recibiera por milagro prodigiosas fuerzas.

Pero extendiendo después un brazo, llevándose la izquierda mano a los ojos, murmuró con súbito desaliento:

-¡Mi pobre hijo!...

-Dios, el Criador de todas las cosas -gritó Serafinita acudiendo veloz a agarrar a su víctima que se le escapaba-, miró a la tierra pervertida por el pecado, y enviando a ella a su Hijo en carne mortal, le vio padecer y morir como un hombre... ¡Y aquel era el Verbo, la   —235→   razón universal, la justicia, la ley... el Hijo!... Lo que hizo Dios por redimir el género humano que formó de barro, ¿no lo podrá hacer una miserable criatura por salvar a otra de las eternas llamas del infierno?... ¿y no sería capaz esta criatura de hacer un sacrificio tanto más aceptable cuanto más noble es el afecto sacrificado? ¡Dios infinito, inmenso, más grande que todo lo grandísimo ve morir a su Hijo!... y tú... ¿Acaso le pierdes? ¿acaso le matan?

-Madre querida -exclamó Gloria contestando a las caricias de su tía con otras no menos ardientes-. Soy de usted. No vacilo más. Ya no tengo voluntad. Venga la cruz, pronto, pronto. Mi espíritu la acepta... ¡Oh! ¡qué idea! ¡qué sublime idea!

Cayó sin aliento en la silla.

Serafinita no se sentó, y en pie dijo:

-Partamos esta misma tarde. No debe perderse tiempo.

Sin duda temió volubilidades y arrepentimientos.

-Esta misma tarde -repitió Gloria, pálida, sin aliento, transfigurada, como si tuviera ya marcada la hora para salir de este mundo.

-Nos prepararemos en un instante; arreglaremos todo para ir a tomar el tren en Villamojada.

  —236→  

-Saldremos sin que lo sepa mi tío.

-Eso no: se lo diremos. ¿A qué ese engaño indigno de nosotras?... Es preciso preparar todo -dijo la señora con febril impaciencia-. Es verdad que no necesitamos gran cosa.

-Es verdad... Yo...

Gloria no pudo seguir la frase porque se sintieron pasos. Abriose la puerta y apareció D. Buenaventura.



  —237→  

ArribaAbajo- XXII -

Esperanza de salvación


-Vengo -dijo el buen caballero algo turbado-, a anunciarte una visita, y no podrás ahora negarte a recibirla, porque se trata de una cosa muy importante, muy grave, muy lisonjera; en resumidas cuentas: ahí está y va a subir a verte, porque lo mando yo... Es cuestión de vida o muerte.

Gloria no contestó una sola palabra; tan confundida y absorta estaba. D.ª Serafina iba a decir algo, pero no pudo porque su hermano se retiró con presteza. No tuvieron tiempo de hacer comentarios sobre aquella visita y el misterioso anuncio, porque al poco rato regresó don Buenaventura acompañado de Daniel Morton, vestido completamente de negro, hermoso y tétrico. Parecía recién salido de una enfermedad grave, o que en una noche había vivido diez años. Gloria al verle sintió el más radical desconcierto   —238→   en todo su ser y se quedó como muerta. Turbose de tal modo su espíritu, que creía soñar o ser presa de un delirio, cuando oyó a su tío pronunciar estas palabras:

-Querida Gloria, querida hermana, tengo el más vivo placer al anunciar a entrambas que nuestra santa religión ha hecho hoy una gran conquista. El Sr. Morton, que está presente, abraza el catolicismo.

El efecto de estas palabras fue tremendo, como la voz de Jehová en las alturas. Gloria y su tía eran dos estatuas.

-Lo que mi ilustre amigo dice -manifestó Daniel-, es verdad. Al tomar esta resolución he creído deber anunciarlo a quien puede vanagloriarse de ser el ángel de mi conversión.

Nada hay ni más glorioso ni más digno de regocijo para el cristianismo que la entrada de un infiel en el reino de Cristo; y sin embargo de esto, Serafinita que era, como hemos visto, una especie de candidato a la perfección cristiana, experimentó en el primer momento después de oír la plausible nueva una contrariedad vivísima. Esta contrariedad, justo es decirlo, pasó como un relámpago, porque la rectitud que moraba en el espíritu de la buena señora ocupando todo el lugar que le permitía la exaltación mística, estableció el dominio del Verbo,   —239→   de la razón universal, o sea, de la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo, según el Evangelista. Pero aun rindiendo culto a la razón externa, siempre quedó en el espíritu de la señora algo que no era el júbilo de la Iglesia triunfante. Podremos expresar, aunque pálidamente, el estado de su alma, diciendo que se resignó a alegrarse por la salvación del judío. Este sentimiento extraño tomaba la forma de lástima de su sobrina, por la desviación que iba a sufrir una preciosa vida llamada ya a las deliciosas esferas de la perfección.

-Querida hija -dijo D. Buenaventura, acariciando a Gloria-; al fin Dios ha oído tus oraciones y vas a recobrar tu dicha, tu paz, tu dignidad, por el procedimiento más plausible que puede imaginarse. Estás de enhorabuena y tu familia también.

-No quiero -dijo Morton dirigiéndose a Gloria-, que nadie se envanezca de esta resolución mía, sino tú sola.

-Yo más querría -repuso ella animándose-, que tan hermosa acción se debiera antes a la santidad de la doctrina de Jesucristo que a mí.

Serafinita se apresuró a tomar la palabra, diciendo:

  —240→  

-Nosotros no dudamos que esa frase sublime Soy cristiano, haya sido dicha con lealtad; no creemos que puedan los labios pronunciar el dulce nombre de Cristo mientras lo niega el corazón; pero este caballero no extrañará que exijamos alguna garantía. Para entrar en nuestra Iglesia es preciso recibir la instrucción cristiana y el agua del bautismo.

-Sé lo que me corresponde hacer -dijo Morton gravemente-, y a todo estoy dispuesto.

-Tan grande, tan inesperado, tan sorprendente es este suceso -dijo Gloria con emoción-, que necesito esforzarme mucho para creerlo... ¡Tú adorar a Jesucristo!... Vuelve los ojos a esa cruz y júrame por la imagen crucificada que es verdad lo que me dices, que lo haces con el firme propósito de ser cristiano y no por móviles que no son religiosos, que persistirás en tu designio, y que crees firmemente que la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo es no sólo la mejor sino la única verdadera.

Blanco como el marfil de aquella hermosa imagen que tanto en el rostro se le parecía, estaba Daniel, cuando extendió la mano hacia la cruz, y con los ojos bajos habló así:

-Lo que dije, dicho está. Por ese... te juro   —241→   que es verdadero el propósito que he formado.

Más parecía reo convicto a quien el delito se le sale de la conciencia a los labios, que entusiástico neófito proclamando un Dios nuevo.

En el mismo instante de pronunciar su juramento, oyose un sonido áspero, estridente, desagradable, que de los aires venía. No era tañido de campana, ni rumor de ruedas, ni rechinar de goznes, sino un horrible choque de tablas con piedras, retumbando en hueco. Parecía que andaba por el cielo una legión de seres extraños calzados con almadreñas y bailando sobre guijarros.

-Ya tocan la carraca -dijo D. Buenaventura-. Sale la procesión... En cuanto a los trámites que ha de seguir este acontecimiento, mi hermano Ángel los decidirá. ¿No crees tú lo mismo, Serafina? Ayer recibí una carta de Ángel en que me decía que si hubiera conversión, él arreglaría todo de modo que en tres días quedase el bautismo celebrado y mi sobrina casada en paz y gracia de Dios. La extrañeza del caso es motivo para abreviar ciertas prácticas, y cuando mi hermano lo cree así, es porque la Iglesia lo permite. Por ahora -añadió dirigiéndose a Gloria-, creo que debemos fiar en su palabra.

-Fiaremos, sí -repuso Gloria mirando al extranjero con amor-; pero es tanto lo que   —242→   esta idea me cautiva, es tanto el júbilo que siento, no por mi reparación sino por tu conversión, que quiero oírte decir: «Creo en Dios uno y trino, creo en Jesucristo». Es este un gozo que me hace llorar. Es la compensación de todo lo que he padecido, la prueba visible e innegable de que mi Dios no me abandona, y la promesa del Paraíso... Adora esa cruz, besa esa imagen, representación del que tus ascendientes injuriaron, escupieron, abofetearon y crucificaron, y con una palabra, una voz sola, breve si quieres, pero salida del corazón, pruébame que en tu alma generosa, a la cual no faltaba más que la luz, ha entrado ya esa luz; pruébame, no que abrazas el cristianismo, sino que te sientes cristiano.

Brillaba en los hermosos ojos de Gloria la inspiración divina. Sus palabras, como salidas de un corazón lleno de verdad, no podían oírse sin entusiasmo y devoción. El que ya no debemos llamar hebreo se levantó de su asiento. Estaba su rostro cadavérico, y sus manos temblaban como las del enfermo calenturiento.

-Creo en tu Dios, en el único Dios -exclamó con voz de delincuente-, en...

No pudo decir más. Su brazo cayó como si perdiera la vida, e inclinando la cabeza exhaló un suspiro semejante a aquel inmortal suspiro   —243→   del Cristo, tan bien expresado en el momento de la agonía por el artístico marfil que estaba sobre la mesa.

-Perdóname, amor y salvación mía -balbució Morton-, perdónenme todos; pero no estoy suficientemente instruido aún en los dogmas cristianos, y temo decir algo que sea resabio del culto que abandono.

Gloria rogó al catecúmeno que se sentase. Le causaba terror su palidez, su consternación y sobresalto; pero esto tenía explicación satisfactoria por la singularidad de aquel acto, y el trastorno que la presencia de la mujer amada debía de producir en el alma del extranjero.

Venía de la plaza de Lantigua un rumor de gente y de religiosos cánticos. Pasaba la procesión de Jueves Santo, y Serafinita corriendo al balcón se arrodilló. Todos la imitaron. Gloria y Daniel estaban juntos a la derecha de la señora, D. Buenaventura a la izquierda.

Tras cuatro guardias civiles que iban despejando, pasó el negro pendón enarbolado por un hombre, pasó la cruz negra, acompañada de los dos ciriales, siguió el primero de los pasos que era la Oración en el Huerto; y los que conducían cruz, pendón, cirios e imagen, se quedaron mirando al balcón de Lantigua, donde había una cosa extraordinaria, inaudita,   —244→   el judío de rodillas, mirando la procesión.

A la derecha se veía el alambre telegráfico lleno de pájaros en fila, con tanto comedimiento y gravedad atentos a la comitiva, que parecían tocados de la más pura devoción.

Oíanse allá lejos los acordes de fúnebre marcha, tañida por los implacables trombones y cornetines de la banda del pueblo, y la larga masa de gente avanzaba despacio por la calle principal. De las descubiertas cabezas sobresalían los ramos de olivo del primer paso, el flotante vestido de terciopelo bordado de oro, los feroces judíos azotadores, y más atrás una señora vestida de negro, y un palio negro también.

Pasó la primera imagen, pasaron dos filas de individuos que componían la cofradía más numerosa de Ficóbriga, todos con vela en la mano, y ni uno solo dejó de apartar su vista y su mente de los lastimosos cuadros de la Pasión para fijarlas en la casa de Lantigua.

Antes de que acabase la larga fila de los cofrades, vino el grupo de los azotes, y hasta los feroces judíos de sañudo aspecto parecía que se quedaban mirando al balcón de Lantigua, suspendiendo sus impíos golpes. Gran número de mujeres rodeaban aquel grupo, encapotadas con negros mantos las unas, otras con humildes   —245→   pañuelos, señoras y aldeanas, amas y criadas, niñas y viejas, todas con los ojos encendidos de llorar; pero al llegar a la plaza ni una sola dejó de encontrar más interesante que todos los pasos el balcón de Lantigua, y un rumor de comentarios y una oleada de cuchicheos corrieron por la superficie de aquel mar de gente.

Tras el segundo paso iban los penitentes, hombres que habían venido de los pueblos inmediatos a visitar el monumento y a expiar sus culpas mediante el transporte de una grande y pesada cruz. Iban con el santo leño a cuestas y vestían la tradicional hopa negra con capuchón calado sin ningún resquicio por donde se violase el incógnito, ni más respiradero que los agujeros por donde daba luz a sus ojos el atribulado pecador que iba dentro de aquel horrible forro. También ellos, a pesar de hallarse acongojados por la compunción y abstraídos por la memoria de las faltas que estaban expiando a costa de sus fuerzas físicas, miraron por sus espantables claraboyas el balcón de Lantigua.

Venía después el Crucificado y por fin la Dolorosa, y alrededor de ella estaba lo más notable del pueblo. Los señores alcurniados llevaban las varas del palio, que iba detrás como de respeto; venía después el clero y por último el Ayuntamiento seguido de la banda de   —246→   música y de la media compañía de carabineros. Marineros y señores, los del palio y los que cargaban la imagen, clérigos y monaguillos, Sildo con el incensario y Caifás con el piporro, cantores y alguaciles, el soplado alcalde don Juan y el jefe de los carabineros, los chicos que agitaban en la inquieta mano las carracas, todo lo viviente en fin miraba al balcón de Lantigua. El cura dijo algunas palabras por lo bajo al padre Poquito, y Amarillo frunció el ceño, como enojado de que un gran suceso excitara la curiosidad sin su permiso.



  —247→  

ArribaAbajo- XXIII -

Los viajeros


Y como aquel día debía ser notable en la villa de Ficóbriga por la acumulación de acontecimientos imprevistos y sorprendentes, bien pronto la atención del pueblo se fijó en otro hecho.

Y he aquí que al salir de la plaza de Lantigua al camino real, la guardia civil divisó un coche al cual mandó que se detuviera. Airados miraron el del pendón y los conductores del primer paso a aquel importuno vehículo que avanzaba entorpeciendo la vía, cuando por la portezuela izquierda de él apareció el semblante de una hermosa dama desconocida. Comenzaban los murmullos, cuando por la portezuela derecha viose un sombrero de colores y bajo él la risueña, la seráfica, la angelical cara de D. Ángel de Lantigua. El señor arzobispo de X*** gritó al cochero:

  —248→  

-Pare usted, para usted... no entorpezcamos la procesión.

E incontinenti bajó Su Eminencia, acompañado del doctor Sedeño, y quitándose el sombrero saludó a las santas imágenes. Un clamor inmenso resonó en la cabeza de la procesión, clamor que fue propagándose y retumbando como los ecos del trueno hasta llegar a la cola. El clamor decía:

-¡Viva el cardenal de Lantigua! ¡Viva!

Poco faltó para que los pasos fueran abandonados en medio de la vía, y cogido en brazos y llevado en procesión el glorioso hijo de Ficóbriga, a quien sus paisanos no habían visto después que fuera elevado al cardenalazgo. D. Ángel lloraba de agradecimiento.

Pero el entusiasmo ficobrigense no impidió que todos y cada uno de los acompañantes de la procesión se fijase en un hecho singularísimo. En el coche de Su Eminencia venían dos señoras, una de ellas muy principal y soberanamente hermosa, la otra con aspecto de subordinación, mas no tan humilde que pareciese criada. Ambas bajaron del carruaje cuando el señor cardenal lo abandonó, y contemplaban la procesión con más curiosidad que recogimiento.

  —249→  

¿Quiénes eran? Esto preguntaban todos los que al pasar las vieron, y en largo trecho no se habló de otra cosa que de las dos damas que exornaban con su belleza el carruaje cardenalicio. D. Juan Amarillo lanzó sobre ellas una especie de rayo de autoridad en forma de mirada altanera, indagadora, terrible; pero las dos señoras, que sin duda no estaban hechas a miradas de alcalde, soltaron la risa. D. Juan, llamando al alguacil, fulminó al punto una orden, diciéndole corriese a ver qué casta de pájaros eran aquellos y por qué estaban allí, y por qué miraban la procesión, y por qué llevaban sombrero, y por qué reían, y en fin, por qué respiraban sin permiso del Ayuntamiento.

A la casa de Lantigua llegó el rumor de los vivas y aclamaciones con que era recibido el cardenal; y pasado el bullicio procesionil y despejada la plazuela, D. Buenaventura salió al encuentro de su hermano, a quien dio estrechísimos abrazos.

-Por un milagro de Dios me tienes vivo -dijo D. Ángel sonriendo-. Si aún me asombro de tener piernas y brazos... ¡Ay! hijo, creí que no me había quedado hueso sano.

-¿Ha volcado tu coche?

  —250→  

-En la peligrosísima cuesta de San Lucas. Figúrate qué paso tan malo. No fuimos al río porque Dios nos reserva para dar que hacer un poco todavía. El coche quedó inútil... dos ruedas menos, una ballesta rota. Por fortuna nuestra, esta señora...

El arzobispo señaló a las dos señoras que no lejos de él estaban, mientras D. Buenaventura se apresuraba a saludarlas con la más hidalga cortesanía.

-Esta buena señora -continuó Su Eminencia-, esta buena alma que a la sazón pasaba, tuvo la bondad de ofrecerme su coche, y yo abusé de su finura aceptándolo. Dios se lo pague... ¿Y qué novedad hay por casa, querido hermano?

El alguacil no atreviéndose a meterse con las señoras desde que las vio tan mano a mano con los Lantiguas, se ocupó en apartar a los chicos que rodeaban al cardenal besuqueándole la mano y estorbándole el paso.

-Una gran novedad hay en casa -dijo don Buenaventura.

-¿Hay algún enfermo?

-No: todos buenos. Gloria un poco delicada, bastante delicada; pero es seguro que ahora se repondrá en breve tiempo. Así lo ha dicho el médico.

  —251→  

-Señora -dijo Su Eminencia a la viajera-. Ruego a usted que si se detiene en Ficóbriga, acepte un humilde hospedaje en mi casa.

-Gracias -repuso con afabilidad graciosa la dama-, muchas gracias, señor cardenal.

-Pues no quiero que ignores más tiempo este fausto suceso -dijo D. Buenaventura-. Sabrás que Daniel Morton se nos convierte al catolicismo.

D. Ángel abría su venerable boca para lanzar exclamaciones de sorpresa o de júbilo, cuando la señora desconocida dio un paso hacia ellos diciendo:

-Caballero, si no temiera molestar...

-Señora...

Ambos hermanos sonreían con afabilidad.

-Caballero -dijo después de una pausa la desconocida dama-, ruego a usted que se digne indicarme el alojamiento de mi hijo.

-¿Y quién es su hijo de usted, señora?

-Ese que acaba usted de nombrar.

-Daniel... Precisamente le dejé en nuestra casa. Si usted gusta...

-Gracias -repuso la dama secamente-. Dígnese usted señalarme la casa donde habita mi hijo.

El señor arzobispo, poniendo el semblante   —252→   más serio del mundo, hizo a la extranjera una cortés reverencia y acompañado de Sedeño y seguido del inocente enjambre de chiquillos, marchó cojeando hacia la casa de Lantigua, mientras D. Buenaventura, brindándose a acompañar a las señoras, las guiaba por las calles de Ficóbriga.



  —253→  

ArribaAbajo- XXIV -

Las leñadoras de Ficóbriga


Cuando Isidorita la del Rebenque vio entrar a aquella señora tan apersonada, tan guapa, tan seria, con tan peregrina elegancia vestida; cuando vio que era seguida de otra dama no menos hermosa, que no parecía ama pero tampoco criada; cuando vio que tras el coche ocupado por ellas vino un segundo vehículo con equipajes, y que todo esto, mujeres y baúles, se aposentaba en su casa, divisó un dorado horizonte de libras esterlinas; y no pudiendo resistir el gozo que de su espíritu se amparaba por aquella razón, mandó llamar a sus amigas para contarles lo que ocurría y rogarles le prestasen alguna loza y ajuar de camas.

El resto de la tarde del jueves lo pasó disponiendo el alojamiento de las dos señoras, a quienes trató con la más delicada complacencia, multiplicándose para servirlas, ponderándoles las excelentes vistas de la casa (de cuyos   —254→   balcones se dominaba media Abadía, parte del cementerio y el palo de la bandera del Consistorio), preguntándoles lo que deseaban, confinando a sus chicos a lo más remoto de la casa para que no hiciesen ruido, amenazando con un palo a su esposo para que no osase importunar a las forasteras con sus sandeces, disponiendo comida, transportando muebles...

Al anochecer entró Teresita la Monja, apresurada, jadeante, sin perder por esto el tono metálico de su semblante, y al poco rato viose llegar el abultado pecho, viéronse las morenas facciones de la Gobernadora de las armas, sudorosa y fatigada por haber seguido a la procesión en todo su trayecto.

-Esta noche no voy a las Lamentaciones -dijo Teresita quitándose el manto-. No me muevo de aquí hasta ver en qué para esto.

-Es la madre del judío -dijo la Gobernadora-. Esa voz se ha corrido por el pueblo. No se habla de otra cosa. Dicen que viene también a convertirse.

Estaban en el comedor de la casa, y habían mandado a los chicos y al padre a las Lamentaciones para que no alborotasen.

-¿Pero esos Lantiguas, esos Lantiguas, en qué están pensando? -dijo Teresita-. No quiero acordarme del escándalo de esta tarde.

  —255→  

-Yo me quedé muerta al verlos juntos en el balcón -manifestó la Gobernadora-. Aunque una ha oído decir que se convierte...

-¡Convertirse! -exclamó Teresita en tono de rencor-. ¡Qué tontas sois! ¿Creéis tal cosa? Yo no. Por Juan sé que eso de la conversión es una farsa de Venturita. Pues no faltaba más... Eso querría la mimosa, la tonta de encargo, para casarse y recobrar su honor... ¡Oh! no; cuando se han cometido ciertas faltas es fuerza pagarlas. Si los malos fueran recompensados, ¡qué detestable ejemplo para los buenos! Nadie querría ser bueno, ¿verdad?

-¡Y ha llegado el Cardenal!

-Ha llegado junto con la judía... ¡qué cosas se ven! Estos Lantiguas... Parece que se rompió por la mitad el coche de Su Eminencia... Yo digo que aquí va a pasar algo tremendo. Tú, Isidorilla, es la que vas ganando, porque entran libras esterlinas que es una bendición de Dios. ¡Ay, Jesús, qué blasfemia he dicho!... El dinero de esa gente...

-Es como el de todo el mundo -dijo Isidorita en defensa de su amor propio-. No hables mal de la judía, porque es una señora muy fina, muy guapa, muy decente. ¡Si vieras qué equipajes!...

-¡Cuántos baúles!

  —256→  

-¿Grandes?

-Como hoy y mañana. Imagínate lo más rico, lo más variado en trajes, sombreros, adornos... ¡Jesús, y qué bendición de Dios!

-¿Los has visto tú?

-No, porque no los han abierto... es decir, han abierto un poquito; pero allí deben de venir maravillas. Y la señorita de compañía es también muy guapa.

-Si pudiéramos verlas -dijo Teresita levantándose con afanosa curiosidad.

-No me comprometas, Teresa. Ahora están encerrados la madre y el hijo en el cuarto de este. Yo me acerqué y les oí.

-¿Qué decían, qué decían?

-Cosas... así... no sé cómo expresártelo, porque hablaban en alemán o inglés... no sé. Bartolo dijo que le parecía inglés... Yo no entendía una palabra.

-¿Pero reñían?

-Nada de eso. Hablaban al parecer cariñosamente.

-¿Y el hijo entró...?

-A poco de llegar la madre. ¡Venía el pobre con una cara!... Pasó toda la noche fuera de casa.

-Cuéntamelo a mí que le sentí entrar de madrugada en casa de Lantigua... -dijo Teresita   —257→   con animación-. Y traía en brazos a la joya de los Lantiguas... ¡a las dos de la mañana, señoras!... Vamos, digo que esa familia... ¡pero qué familia! Y oígales usted... ¡Oh! ¡Ah!... La nobilísima, la inmaculada, la celestial familia de Lantigua, la gloria de Ficóbriga... ¡En qué mundo vivimos!

-Pues de la conversión me río yo -dijo Teresita fija en su idea-. Esta mañana volvió a casa de Lantigua con D. Buenaventura.

-Como que al venir aquí -dijo Isidorita-, después de pasar la noche fuera, escribió una larga carta, fue a echarla al correo, volvió, mandó un recado a D. Buenaventura, vino este, hablaron los dos un gran rato y después se marcharon juntos a la casa.

-Yo lo que sé es que Gloria estaba mala esta mañana; me lo dijo la Francisca... La joya de Ficóbriga estaba muy encarnada cuando salió al balcón... Ya se ve... Como anoche se descubrió la tramoya indigna de las salidas nocturnas de la niña con el hebreo... Y vaya usted a decir a estos burros de Ficóbriga que los Lantiguas no son ángeles del cielo... ¡Ah! ¡Oh! ¡Los señores!... parece que no hay en el mundo más gente formal que ellos, ni más gente rica que ellos, ni ningún santo de los altares se iguala a don   —258→   Ángel, ni hay hombre más sabio que el difunto D. Juan...

-Lo mejor que puede hacer la niña es meterse en un convento -dijo la Gobernadora con la más enérgica convicción.

-Es claro... meterse en un convento, salir de aquí y que no volvamos a oír hablar de ella en lo que nos queda de vida... Es preciso que esa mujer que es el escándalo de Ficóbriga se marche de aquí... ¡Qué ejemplo para la juventud, para las muchachas tiernas y honestas de este honrado pueblo! Yo me horripilo cuando oigo a mis sobrinas hablar de la desgracia de la señorita Gloria, y de que es una lástima que la señorita Gloria se haya perdido, de lo guapa que es la señorita Gloria, de las modas que usaba la señorita Gloria y de las limosnas que hacía la señorita Gloria.

-No hay duda de que es un escándalo.

-Si se casa con el convertido, ¿apostamos a que sigue viviendo en Ficóbriga?

-No lo quiero pensar... Pues qué, ¿no hay más que rehabilitarse?... Esta villa se escandalizará y con razón. Pues no faltaba más. La joya ha tenido un niño. Eso bien lo sabemos todas...

-¿Y dónde está?

-En una aldea. Yo lo he de averiguar. Ya   —259→   lo tengo medio averiguado. Vaya, que los Lantiguas saben ocultar muy bien sus secretos, es decir, cuando son vergonzosos, porque si se trata de alguna limosna, ya la cacarean bien. Hasta los periódicos de Madrid han de traer un parrafito. Ya sabemos que D. Silvestre es el que manda a los papeles de la Corte esas recetas. No sé por qué no puso: «En la noche de tantos de tal mes la Srta. D.ª Gloria de Lantigua, alias la perla de Ficóbriga, sobrina del Eminentísimo señor Cardenal, dio a luz un niño robusto, aunque sietemesino, hijo de padre desconocido, aunque se supone que será de un judío a quien escupió el mar en Ficóbriga, y fue aposentado en casa de Lantigua para edificación de los cristianos».

Las dos amigas soltaron la risa.

Siguieron hablando. Sus lenguas eran tres hachas y ellas tres implacables leñadoras. Hallábanse en lo más sabroso de su sabrosísimo chismear, cuando entro Sansón a decir al ama de la casa que la señora de Morton quería hablarle. Partió con oficiosa diligencia Isidorita después de quitarse el delantal de cocina para presentarse decentemente, y halló a la madre, al hijo y a la señorita de compañía sentados alrededor de una mesa en que había periódicos ingleses. La actitud de Daniel era tranquila, si   —260→   bien conservaba en su fisonomía huellas de profundísimo dolor y tristeza. En cambio, la madre parecía completamente feliz por la presencia de su hijo, y le observaba con interés y amor. La señorita de compañía no decía nada, ni en la casa de la del Rebenque quedó memoria de su metal de voz. Era una figura decorativa que, por lo delicada y vaporosa, hacía contraste con la ruda corpulencia de Sansón.

Isidorita llegó sonriente y deshaciéndose en cumplidos ante la persona majestuosa de Esther, que así se llamaba la madre de nuestro héroe. Esta le rogó amablemente que se sentase (a lo cual no quiso acceder la patrona) y después le dio algunas órdenes relativas a lo que deseaban tomar aquella noche.

-Otro favor espero de usted -añadió con bondad-. Mi hijo está malo. No quiero dejarle solo esta noche. Si usted dispone que me pongan mi cama en este cuarto, se lo agradeceré.

-Con mil amores, señora. Pues no faltaba más. En cuanto venga Bartolomé traeremos la cama... porque es algo pesada. Como que es toda de hierro, inglesa, sí señora, inglesa. ¿Qué más?

-Nada más por ahora. No quiero entretener a usted, que tendrá quehaceres.

  —261→  

-¡Oh! no señora. No hacía nada. Estaba hablando con mis amigas.

Esther sintió gran curiosidad, y de buena gana habría preguntado: «¿Qué amigas son esas?». Felizmente Isidorita, que entonces como siempre tenía ganas de hablar más de la cuenta, haciendo alarde de sus buenas relaciones, dijo:

-Mis amigas... mi cuñada Teresa, esposa del alcalde de Ficóbriga y persona de elevadísima posición, y la señora del Gobernador de las armas.

-¡Ah! -dijo Esther con viveza-. ¡La señora del alcalde!... Mi hijo me ha dicho que al señor alcalde de Ficóbriga debe este alojamiento donde se halla tan bien tratado.

-Gracias, señora...

-Deseo conocer al señor Alcalde y a su esposa -añadió Esther.

-Teresa tendrá mucho gusto en ello, señora. Voy a avisarle.

Esther pasó a la sala que cerca estaba, mientras Isidorita corría desalada a avisar a sus amigas y especialmente a Teresita.

-No te importe que no sea cristiana -le dijo hablando con celeridad suma-. Es una señora muy simpática y muy afable... ¡Ya se ve! Llega a esta población, y le gusta tratar   —262→   con lo mejor. Desde que supo que eras alcaldesa, deseó conocerte... ¡Es natural!... Los extranjeros son muy respetuosos con la autoridad... Puede que haya oído hablar de ti, mujer...

-La veremos -dijo Teresita arreglándose el manto, pasándose la mano por la cara, poniendo orden en sus cabellos con febril presteza-. La religión no nos manda que seamos groseros... Vamos corriendo... Vamos... ¡Ya se ve! Es una señora principal, que gusta de hacerse buenas relaciones en todas partes.

La cara de Teresita brillaba más entonces. Aquel lustre metálico era el síntoma de las agitaciones de su alma, lo mismo que el aumento de palidez y un cierto temblor en sus párpados que se abrían y cerraban semejando las llaves de un figle.

Corrieron a la sala. La Gobernadora y la Monja hicieron a madama Esther (así se la llamó en Ficóbriga desde aquel día) los saludos muy reverenciosos. Estaban ambas bastante cortadas y no podían expresarse con desembarazo. La madre de Daniel les dio la mano, sonriendo con exquisita afabilidad, y las tres se sentaron.

-Pido a ustedes mil perdones por esta molestia -dijo Esther-. Soy forastera y siempre   —263→   que visito una población, procuro relacionarme con las personas más principales de ella, para ofrecerles mis respetos. En ninguna parte ha sido estorbo para esto la diferencia de la religión, y espero que aquí no lo será tampoco.

-¡Oh! no señora, de ningún modo. Las creencias son una cosa y la cortesía otra -repuso Teresita recobrando su serenidad y su labia.

La Gobernadora movió la cabeza en señal de asentimiento.

-Al oír a nuestra amiga, la buena Isidorita, que usted era la señora del alcalde, recordé lo que me había dicho poco antes mi hijo... Él está muy agradecido a su esposo de usted...

-¡Ah! señora. Mi Juan, al proporcionarle alojamiento -repuso Teresita, haciendo los mayores esfuerzos para aparecer muy fina y dulcificar sus palabras-, no hizo más que cumplir con los deberes de su elevado cargo.

-Yo le agradezco mucho su solicitud -añadió Esther-, y quiero darle las gracias personalmente.

-Él vendrá...

-No, espero de usted que me hará el favor de recibirme en su casa, a donde iré mañana mismo.

-Tenemos mucho honor...

-El honor será el mío al visitarla a usted y a su señor esposo en su propio domicilio. Además,   —264→   ya he dicho a usted que me gusta relacionarme con las personas principales de una población. Lo mismo he hecho en Roma, Colonia, Munich, San Petersburgo... Esto me ha proporcionado preciosas amistades en todos los países.

-En Ficóbriga, señora mía -dijo Teresita-, hallará usted una sociedad escogida, aunque modesta.

La Gobernadora demostró con sus movimientos de cabeza que estaba penetrada de aquella verdad; pero no dijo nada. Hablose luego de cosas indiferentes, del tiempo, de la primavera, de las cosechas y frutos del país. A los veinte minutos de visita, Teresita y su amiga se levantaron para retirarse, diciendo que no querían molestar, porque madama Esther necesitaría descanso. Esta las convidó a tomar té; pero ellas amablemente se excusaron, y despidiéndose, internáronse en la casa.

La algazara de las tres damas cuando se hallaron solas a puerta cerrada en el comedor no puede describirse. Teresita echó atrás su manto, porque la vanidad, tomando forma de incendio en su interior, la sofocaba.

-¡Qué afable y discreta señora!

-¿Quién diría que no es cristiana?

-Mañana va a casa. Necesito preparar a   —265→   Juan, no sea que cometa una grosería... No se debe llevar el puntillo de religión a tales extremos. ¡Qué tontería! Una persona puede tener sus creencias allá como Dios le da a entender, y ser buena y amable... No vamos a tirar piedras por la fe... Sería una falta de civilización... Bien dicen que este país está muy atrasado.

-Teresa -dijo la Gobernadora-. ¿Viste el brillante que lleva en el dedo de la mano derecha?

-Sí, hija, es como una castaña. ¡Y qué luces! Si parece un faro. Así los tendrá ella por docenas y las perlas por almudes.

-Como que dicen que posee esta gente tantos duros como horas han pasado desde que Dios hizo el mundo... De veras te digo que me ha gustado esta señora. Bien dice Bartolomé, que en todas las religiones se sirve al Señor... Sabe Dios lo que tendrán ellos en su conciencia... Puede que sean cristianos y no lo quieran decir por no dar su brazo a torcer.

-Yo me lo figuro así.

-También yo.

-Es natural que quiera conocer a las personas principales de todo pueblo que visita -dijo Teresita, cuya cara brillaba ya como un botón de guardia civil en día de gala-. En seguida   —266→   que oyó hablar de la señora del alcalde... Era natural... He aquí una dama prudente y discreta que en cuanto llega a un pueblo, atisba a las personas formales... Vamos, gracias a Dios que llega a Ficóbriga un forastero y no pregunta por la casa de Lantigua, y no exclama: «¡Oh! ¡los Lantiguas!...». ¡Gracias a Dios que no se nombra para nada a los virtuosos, a los sabios, a los ilustres Lantiguas!... Voy corriendo a casa... Pensaba alcanzar un pedacito de Lamentaciones; pero ¿quién piensa en eso esta noche? Es preciso preparar todo... Mi casa no es una choza, y esperando yo una visita de importancia... Ya no te puedo prestar la vajilla, Isidora.

-Pues qué ¿vas a darle un convite?

-No, pero bueno es que la loza esté allí, en alguna parte donde se vea... Juan hará que los dos alguaciles se pongan en la puerta... y la pareja de la guardia civil... Adiós, adiós.

-Yo me estaré en tu casa todo el día -dijo la Gobernadora.

-Mandaré a buscar a mis sobrinas... En fin, adiós... Me desespera tener una casa tan vieja. Compre usted buenos muebles... Todo se desluce en aquel caserón. Si yo tuviera el palacio de Lantigua, como es justo y razonable... En fin, adiós, adiós.



  —267→  

ArribaAbajo- XXV -

Todo marcha a pedir de boca


No las tenía todas consigo el prudente don Buenaventura con la llegada importunísima de la madre de Daniel.

En cuanto a la aparición del purpurado, si al principio creyó ver en ella un motivo de entorpecimiento, pronto cambió de parecer. Su Eminencia, variando de ideas y propósitos con la estupenda nueva de la conversión, mostrábase en extremo tolerante, contento de aquel desenlace felicísimo, dos veces lisonjero por el triunfo de la Iglesia, y por la regeneración social de su adorada sobrinita. El viernes al medio día, después de la ceremonia de la adoración de la Cruz, a que asistieron el prelado y el pueblo entero con grandísimo recogimiento, D. Ángel habló a su hermano de una manera categórica, diciéndole:

  —268→  

-Siendo sincero su propósito de abrazar nuestra religión, como tú aseguras, todo cambia, hermano, todo es ya fácil y llano. El Señor se apiada de nosotros y nos saca súbitamente de nuestras confusiones y zozobras por uno de esos admirables caminos que Él solo sabe abrir. Vine con el ánimo preocupado y tenebroso, presagiando nuevas desdichas; pero he aquí que en vez de oscuridad encuentro luz, en vez de torbellino de dudas, una solución clara y natural... Ahora te diré cuál es el plan que me propongo seguir para que todo quede arreglado en un par de días. Roma, que siempre es previsora y generosa, ha dispuesto que en casos de conciencia se aceleren las formalidades y prácticas establecidas para dar entrada en la Iglesia a un catecúmeno. Aquí tenemos bien claro el caso de conciencia. Si no hubiera existido la prevaricación, procederíamos con más solemnidad y pausa; pero la conciencia inquieta exige que no se dilate la bendición purificadora. La reparación social y religiosa es urgente, hermano mío, y la Iglesia da una prueba de benignidad apresurándola.

De buena gana habría manifestado D. Buenaventura que le parecía inconsecuente, injusto y hasta inmoral este criterio romano que abrevia y dispensa en casos de prevaricación, mientras   —269→   mortifica con dilaciones y obstáculos de todas clases a los individuos que sin rubor en la cara, piden juntamente bautismo y matrimonio; pero creyendo más prudente no hacer observaciones, calló.

-Yo había previsto este caso -añadió Su Eminencia-, como los había previsto todos, y no me coge desapercibido. Traigo de Roma instrucciones precisas y sé lo que debo hacer. El primer acto para llegar al fin es que Daniel Morton se presente ante toda la familia reunida y declare solemnemente su firme propósito de abrazar nuestra santa religión y de dar su mano de esposo11 a esa pobre joven, víctima de un arrebato de la fantasía. Declarado esto, el catecúmeno se someterá absolutamente a mí, prometiéndome obediencia ciega y poniéndose a mi disposición para recibir la enseñanza cristiana. Renunciando a toda influencia extraña y de familia, no reconocerá más autoridad que la mía y vivirá por espacio de dos o tres días en reclusión estrecha y en sitio que yo le designe. Exigiré de él una abdicación absoluta de su voluntad durante este plazo, un propósito firme y claro de recibir la instrucción cristiana, y le pediré pruebas de devoción. Sin esto no adelantaremos nada.

D. Buenaventura frunció ligeramente el   —270→   ceño; mas su seráfico hermano, sin advertirlo, continuó así:

-Cuando se halle en disposición de recibir el bautismo, a juicio mío, yo se lo administraré; y a continuación, sin aparato ni ceremonias pomposas ni asistencia del público, les daré la bendición matrimonial. Todo podrá quedar terminado el segundo o tercer día de Pascua... ¡Oh! qué grandísimo favor me hará Dios si permite que sea yo quien diga a ese infeliz réprobo de raza deicida y que tantos trastornos y desgracias ha traído a nuestra familia: «Ven: todas tus faltas te son perdonadas. Si bebes del agua que yo te daré, para siempre no tendrás sed, porque será en ti una fuente de agua que salte para vida eterna...». Admiremos los designios de Dios que nos trajo con ese hombre tantas desgracias, y limpiemos el corazón de todo recelo o encono. Tengo la íntima seguridad de que nuestro difunto hermano Juan haría en el caso presente lo mismo que hacemos nosotros.

D. Buenaventura manifestó que para acelerar en lo posible la solución, declarase aquella misma tarde Daniel su propósito en presencia de toda la familia reunida. Mas el virtuoso prelado dijo que no quería privarse de oír el sermón de la Soledad que D. Silvestre predicaría   —271→   aquella tarde, y que el día siguiente, Sábado Santo, día señalado por la Iglesia para la admisión solemne de los catecúmenos, era el más propio.

-¿Temes que esa madama Esther contraríe su buen propósito? -añadió-. Si la conversión es sincera, no hay que temer. No hay vigor que se iguale al de un alma iluminada por los destellos de la gracia divina y que se decide a echarse fuera de las tinieblas. Ni madres, ni padres, ni abuelos pueden nada contra un alma que ha visto la salvación y corre hacia ella.

Otras cosas santas y bellas dijo el prelado; mas no son del caso. D. Buenaventura corrió a casa del hebreo a quien no encontró, ni tampoco a su madre, que había ido con la señorita de compañía a visitar ¡cosa inaudita! al señor de Amarillo y su esposa. El único de la raza que estaba allí era Sansón, y por más señas que estaba preparándose con ayunos y mortificaciones, como muy devoto que era, para la celebración de la Pascua rabínica. A ratos leía el Salterio en alta voz con gestos que hacían reír a todos los de la casa, y como esto gastaba sus poderosas fuerzas, se confortaba al punto con cuatro o seis chuletas como ruedas de carro y botellas de cerveza.

Después de buscar a Daniel por todo el   —272→   pueblo, D. Buenaventura le halló en casa de Caifás, circunstancia que no dejó de causarle extrañeza. Informole del plan de D. Ángel, teniendo el gusto de que el hebreo lo creyese muy bueno por todos conceptos. De nuevo hizo protestas de la firmeza de su propósito, asegurando que la intervención y los halagos de su madre no le harían vacilar.

Con todas estas cosas hallábase el generoso Lantigua muy satisfecho. Pero enturbiaba ligeramente su gozo la idea de la mala salud de Gloria, cuya naturaleza en los últimos días padecía frecuentes accesos febriles, en los cuales alternaba con el agotamiento de las fuerzas una actividad abrasadora y una como acumulación de vida que salía a borbotones por los ojos mirando, y por la boca hablando. D. Nicomedes, médico titular de Ficóbriga, a quien encontró aquella tarde, le hizo una pintura hipotética, mas no muy lisonjera, del estado en que a su parecer debían hallarse el corazón y el cerebro de Gloria. Era el tal un hombre excelente y muy sabio, soldado viejo de las batallas contra la muerte, y vivía en pueblo tan oscuro por amor a la soledad y porque se había cansado de ganar dinero en las grandes poblaciones. Tenía grandísimo afecto a los Lantiguas, y era decidor, algo extravagante. Pasaba por racionalista,   —273→   aunque iba a misa, y se le veía en perenne paseo por aquellos campos, ya contemplando la Naturaleza, ya de cabaña en cabaña, sin más compañía que la de dos seres para él muy queridos, un perro negro y un paraguas azul.

Este hombre benéfico se alegró mucho cuando D. Buenaventura le dijo que las cosas iban a buen andar por el camino del casorio, y expresó en breves palabras su pensamiento, diciendo que la dilatación moral salvaría a la enferma; pero que la contracción la mataría. Condenó el misticismo como la más perniciosa congestión espiritual que podía sobrevenir a la enferma, y el descargo de un enorme peso del alma le pareció excelente antiflogístico. La paz, el contento y el amor humano, en su esplendente y natural desarrollo y armonizado con el divino, le parecieron admirables emolientes.

Tranquilizado con este dictamen el buen tío, se dirigió a su casa no sin prestar antes frívola atención a los rumores que en toda aquella tarde ocuparon a Ficóbriga, robándole hasta la devoción propia de tan luctuoso día... ¡Sí; madama Esther había visitado a D. Juan Amarillo y a su esposa! ¡Y ella y él la habían recibido, a pesar de ser Viernes Santo! ¡Y estaban en la casa las sobrinas de Teresita   —274→   y la Gobernadora y otras muchas damas de lo más principal y florido de Ficóbriga!... ¡Y la casa parecía un ascua de oro!... ¡Y madama Esther se había mostrado muy amable, muy cariñosa con D. Juan y con Teresita!... ¡Y se decía que madama Esther, quitándose del dedo un anillo con brillante de gran tamaño lo había ofrecido a la señora de Amarillo, que después de rehusarlo cortésmente, se dignó tomarlo!



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ArribaAbajo- XXVI -

Madama Esther


Esther Spinoza, mujer de Moisés Morton, opulentísimo negociante de Hamburgo, pero establecido en Londres, descendía lo mismo que su esposo de una familia hebrea española; pero si el linaje de Morton aparecía confuso por los enlaces con castas alemanas y holandesas, el de Spinoza conservábase puro, y siguiendo su clara genealogía, podían los últimos vástagos de él remontarse hasta Daniel Spinoza, judío de Córdoba, comprendido en la proscripción de 1492. Esther Spinoza era española de sangre, si no de nacimiento, española por la gravedad, por la vehemencia disimulada y contenida, por la fidelidad de los deberes, española también por la luz y la expresión melancólica de sus ojos negros, su esbelta figura y su gracioso andar.

Era además española por la lengua, y desde   —276→   la cuna aprendió a hablar como Nebrija. Es sabido que todas las familias israelitas que proceden de las expulsiones españolas conservan su lengua, aunque adulterada por la falta de renovación; y todo el que viaje hoy por Constantinopla, Belgrado, Jerusalén, Venecia, Roma, el Cairo, por todos los puntos en donde buscó refugio aquel miserable polvo humano arrojado de España, oye hablar un castellano arcaico que produce en su ánimo dulce y melancólica sorpresa, cual si oyera un eco de la patria pasada y muerta, que aun después de cuatro siglos lanza desde el fondo de la tierra su gemido. Los judíos españoles, la mayor parte envilecidos, conservan la lengua de sus mayores y leen sus oraciones en los libros rabínicos impresos en nuestro idioma. En ellos el amor a la patria madrastra es tan vivo como el que tienen al suelo antiguo que no han de volver a ver, y la lloran como lloraban hace dos mil quinientos años sobre los ríos de Babilonia. En los judíos ricos, no se conservó tanto esa costumbre. Los Spinozas amaban, sí, aquella triste memoria de la segunda patria perdida; pero Esther la aborrecía de todo corazón, exceptuando tan sólo la lengua que cultivó con esmero y enseñó a todos sus hijos.

No profesaba su religión con entusiasta   —277→   fervor, pero sí con lealtad, es decir, con un sentimiento dulce y firme que era, más que devoción, respeto a los mayores, amor al nombre y a la historia de una casta desgraciada. Esta era objeto de su pasión más viva, de un fanatismo capaz de reproducir en ella, si los tiempos lo consintieran, las grandes figuras de Débora la mujer-juez, de Jael la que con un clavo mataba al enemigo, de la trágica Judith y la dulce Esther. La moral la cautivaba; pero el rito no merecía de ella el mismo amor, y si lo practicaba con sus hijos y deudos, hacíalo por creer que convenía perpetuar aquel poderoso lazo de unión, especie de territorio ideal, donde se congregaba por la fe un desventurado pueblo sin patria. Esther era un modelo de las virtudes domésticas que son comunes en las clases elevadas de aquella raza, y que no deben sorprendernos ni dar motivo a comparaciones inconvenientes. Tampoco entraremos a dilucidar si el secreto de ellas, antes que en la moral intrínseca está, como muchos suponen, en la superior cultura y educación. Buena esposa y madre amorosa, había dado lugar a que se dijese de ella que merecía ser cristiana.

Esther y su esposo poseían enormes riquezas. De ellos podía decirse que Jehová había prosperado sus caminos. Vivían en paz dichosa,   —278→   rodeados de los esplendores de las artes. Sus palacios hacían verosímiles las fábulas de la corte de Haroum-al-Raschid. Eran estimados de todo el mundo y distinguidos por los Reyes, que les sentaban a su mesa, porque habiendo adquirido aquella gente un poder financiero que en cierto modo suplía su falta de existencia política, sacaban de apuros a las Naciones. No tenían patria; pero las patrias más orgullosas doblaban la rodilla ante sus arcas. Títulos, honores, saludos, reverencias, consideración, respeto, adulación, todo lo que tienen los poderosos, lo tenían ellos. Eran como dioses, a quienes incensaban a porfía los Ministros de Hacienda de todos los países. Hasta el Papa, como Rey de Roma, les dio títulos, cruces y jamás les llamó deicidas, sino honorables señores. Hallándose en Roma Esther Spinoza, un cardenal le sirvió de cicerone para ver los museos. Otro cardenal le regalaba mosaicos, cameas y cornarinas. Otro le vendió un Cristo de marfil en mil libras, y en quinientas un Talmud español del siglo XIII manuscrito en vitela.

No reinaban en ninguna parte y reinaban en todas, porque el imperio de Baal es grande, y a él puede decirse que pertenecen la Tierra, el mundo y su plenitud, el Aquilón y el Austro.   —279→   A la digna familia que nos ocupa nadie osó preguntarle jamás, en la elevada esfera donde vivía, si había dicho: Crucifica a este y suéltanos a Barrabás.

A pesar de estar cerca de los cincuenta años, Esther conservaba su admirable belleza, fenómeno del cual tenemos aquí no pocos ejemplos, y que se explica por el privilegiado temple de ciertas naturalezas, unido al bienestar social y a las incomparables ventajas de una vida sin agitaciones, sin trabajo físico ni más penas que las indispensables para que no sea realidad el mito de la dicha completa. Usaba pocos artificios de tocador, y estos, más que para quitarse años, empleábalos para que tuvieran buen ver los suyos, como si le inspirara orgullo aquella madurez tan primorosa, tan lozana, tan interesante, verdadero homenaje de la juventud a la vejez. Viéndola se comprendía la larguísima primavera de aquellas mujeres bíblicas que vivían ciento veinte y ciento treinta años como quien no dice nada.



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ArribaAbajo- XXVII -

La madre y el hijo


En la noche del Viernes Santo la madre y el hijo estaban juntos y solos en la habitación de este. Sobre la mesa, en la cual apoyaba su codo Daniel, había una lámpara. Esther, sentada en un sofá junto a la pared miraba a su hijo en silencio. Por la disposición de su pantalla, el rostro de Daniel estaba inundado de luz, el de su madre en la sombra.

-Si tu terquedad -dijo Esther con serena voz-, no cede, como espero... si la autoridad de tu padre, la mía, tu decoro y la fidelidad que debemos a nuestra Ley no significan nada en tu espíritu, padeceré desde mañana el más grande dolor de mi vida, porque mi querido hijo primogénito habrá muerto.

-No, madre, esto no es morir -dijo Morton lúgubremente-. Quiero resucitar a esa pobre   —281→   mujer que adoro. Lo he decidido, después de meditarlo mucho. He formado un propósito que ninguna razón, ningún afecto podrán detener.

-Pues yo he venido a impedir ese propósito. Cuando huiste de nuestra casa hace quince días, saliendo de ella sin decirnos nada, comprendía que venías a este horrible pueblo. Al punto tuvimos el presentimiento de que ibas a consumar una gran locura. Tu padre quiso venir... Disputamos, vencí yo. Al partir hice juramento de arrancarte de aquí... Yo volveré quizás sola y llena de luto, volveré tal vez sin ti a nuestra casa; en este caso le diré a tu padre: «nuestro hijo ha muerto». No tendré valor para decirle: «nuestro hijo es cristiano».

-Ese valor que a ti te falta lo he tenido yo -repuso Daniel mostrando en su semblante desencajado una serenidad heroica-. Hago esto por convicción, no por despecho ni por capricho. He trazado a mis acciones un plan, y este plan se cumplirá, porque debe cumplirse; ¿lo entiendes, lo entiendes, madre?

Esther miró estupefacta a su hijo como si deseara hallar en el rostro de él la aclaración de tenacidad tan abrumadora.

-Bien -dijo al fin, conociendo que su hijo no cedería atacado de frente-. Haz tu gusto;   —282→   realiza esa gran locura; desprecia el amor de tus padres, de tus hermanos; olvida todas las leyes, la ley santa de Dios y las de la sociedad, el decoro, el deber, la estimación; despréciate a ti mismo y envilécete más. Nosotros, traspasados de dolor por la pérdida del que fue nuestro amado hijo, te lloraremos muerto, no te lloraremos apóstata, porque apóstata no te podemos llorar, porque un renegado no puede ser, no puede haber sido nuestro hijo.

-Siempre lo soy y lo seré. No cambiaréis las leyes de la Naturaleza -dijo Morton sobreponiéndose a su amargura-. Aunque no lo queráis, vosotros me amaréis siempre, como yo os amo.

-Daniel, Daniel -exclamó Esther con solemne acento levantándose-. Ya no tienes madre. Si la tienes, si la quieres tener, yo no lo soy. Me avergüenzo de haberlo sido. En hora menguada te di a luz y de aquella triste hora debe decirse: «aféanla tinieblas y sombra de muerte».

-Cruel, engañas a tu corazón con palabras estudiadas -dijo el joven con brío-. No podrás, aunque lo quieras, ser dueña de tus sentimientos de madre, y me amarás aunque sea en silencio; me consagrarás todos tus pensamientos, me tendrás siempre en la memoria,   —283→   aunque sólo sea para orar por mí. Antes de que hubiera religiones, hubo Naturaleza...

-No puedo tener serenidad -exclamó Esther con grandiosa ira-; no puedo. ¿Por qué te deshonras, por qué te haces cristiano?

-Tú lo sabes bien. Hay aquí una víctima inocente, una mujer dotada de las más altas y bellas cualidades, y adornada con los atributos de los ángeles. Está en mi mano levantar a esa alma superior del lodazal en que yo mismo la arrojé con vileza, y debo hacerlo. El universo entero, Dios mismo, el Dios de todos los hombres me grita que lo haga. Esto es como la luz, madre. Si no lo comprendes, di que estás ciega, pero no niegues la luz.

Esther, sentándose en su asiento e inclinando la frente, cayó en meditación profunda.

-¿Callas, madre, callas? -dijo Morton después de una pausa-. Te he convencido.

-Mas para abrazar una religión es preciso creer en ella -objetó Esther-. Esto no puede depender de un capricho amoroso. ¿Crees en Jesucristo?

Daniel repuso lúgubremente:

-Debo y quiero ser cristiano.

-Te avergüenzas de decirlo claramente, te avergüenzas de decir: «Creo en Jesucristo», porque tu conciencia te grita más alto que tu   —284→   flaca razón, clamando contra esta apostasía deshonrosa. Daniel, Daniel, ¿qué has hecho del amor inmenso de tus padres, qué de la santa Ley que te enseñaron desde la cuna, qué del recuerdo de tus venerables antepasados, en cuyo nombre han estado vinculados el amor y el prestigio que quedan a la raza judía? ¿Qué has hecho de esto, desgraciado? Hemos conservado hasta ahora al través de tantos siglos la dignidad de nuestra desgracia, hemos dado a todos los hebreos del mundo un ejemplo de constancia, de firmeza, de rectitud, en medio de los mil peligros por que ha pasado nuestro pueblo; y ahora, tú, el que parecía nacido para enaltecer más y más todavía nuestro nombre; ¡tú, mi hijo, el amado entre los amados, el predilecto de Dios y de los hombres, todo lo desprecias, todo lo pisoteas, tu nombre y tu familia, tu pobre raza sin patria, la Ley santa tan antigua como el mundo, esa Ley y esa tradición, Daniel, que existen desde que el primer hombre abrió sus ojos a la luz acabada de hacer...! No, no te conozco, no eres tú mi hijo. Un hijo mío morirá cien veces antes que arrodillarse delante de un sacerdote cristiano y español por añadidura, y proclamar al Cristo en la misma tierra que impíamente nos echó de sí, como a seres inmundos. ¡Tú sabes cuánto, cuánto aborrezco   —285→   a este país! Con la leche mamé el odio a este potro de donde nos arrojaron cuando estaban cansados de atormentarnos. El país que a mis abuelos inspiraba un recuerdo melancólico como de patria perdida, a mí me ha inspirado siempre aversión, horror. ¡Y en él abjuras y nos abandonas!... ¡Traición espantosa! Si cuando te tenía en mis entrañas me hubieran dicho lo que ibas a hacer, en ellas te hubiera ahogado.

Esther hablaba con la inspiración de la ira. Se había levantado. Movida de su primera posición la pantalla, caía de lleno la luz sobre la madre, y su sombra, agrandada por la distancia, gesticulaba en la pared cercana. Las sombras de los dos iracundos brazos, movidos sin cesar, corrían a veces por el techo como grandes aves, a veces se deslizaban por el zócalo entre los muebles, como cuadrúpedos que buscan un rincón. Daniel había quedado en la oscuridad. Desde ella, cual de un abismo a donde se acaba de caer lanzado por el enemigo vencedor, envió estas débiles palabras:

-Madre, me has hablado de honor, de vergüenza, de familia, en fin, me has dado razones sociales, no religiosas. De todo me has hablado, menos del fuego eterno.

-¡También, también! -gritó Esther cayendo   —286→   sin aliento en el sofá y apoyando en un cojín su frente abrasada-. Te he dicho lo primero que ha brotado de mi corazón de madre, de este corazón que se ha abrasado en amor por ti, y que yo con mis propias manos apretaré y estrujaré para ahogar la llama... porque no... no puede ser, no puedo amarte ya... Se acabó la idolatría de nuestro hijo querido. Adiós, vete, no existes ya para mí.

Diciendo esto, rompió en amarguísimo llanto. Daniel corrió hacia ella, y poniéndose de rodillas la beso, tratando de levantar su cabeza.

-Madre, madre -murmuró-. Ni de tus labios, incapaces de mentir, puedo creer que no me amas. No lo creeré aunque me lo digas tú, a quien siempre he creído.

-Daniel, hijo mío -dijo la madre incorporándose-, yo no puedo soportar este golpe. Soporté la temprana muerte de mis dos hijas; pero la tuya, esta muerte en la forma más repugnante de la ignominia, no la puedo resistir. Quiero morir antes de que caigas, quiero morir. Dame tú mismo la muerte, te lo suplico, perdonándote. El crimen que cometas arrancándome la vida, no será tan grande como el de tu apostasía.

-Estás delirando, madre querida -dijo Daniel   —287→   haciendo fuerza con la cabeza en el seno de su madre-. Tú sí que me matas a mí con tus palabras, con tus fieras amenazas de no quererme.

-¡Ay, hijo de mi corazón! -exclamó Esther en un arrebato de ardiente cariño, oprimiendo contra su pecho forzudamente la incomparable cabeza del joven-. Hemos cometido una falta al quererte a ti más que a nuestros demás hijos, y el Señor nos castiga por esto. Pero no me puedo resignar al castigo, no me puedo resignar a perderte, no quiero; defiendo mi tesoro contra todos los dioses extraños, contra todos los Nazarenos que me lo quieran quitar... Señor, Dios de Abraham y de Jacob, antes que consentir esto, quita la vida a mi hijo y a mí también, porque no puedo vivir sin él.

Daniel se sentó a los pies de Esther, apoyando sus brazos en las rodillas de ella, le estrechó las manos y contemplándola con amor, le dijo:

-Madre, madre, óyeme lo que voy a decirte.

-¿Qué?

-La exaltación que veo en ti me obliga a revelarte un secreto, mi secreto.

-¿Tu secreto?

  —288→  

-Hice propósito de que ningún nacido, a excepción de mi padre a quien escribí ayer, lo supiese por ahora; pero siento el deseo y aun la necesidad de revelártelo.

Esther oyó con la más viva ansiedad.

-Dímelo pronto.

-Es un secreto de esos que no se dicen más que a Dios, porque sólo Dios puede juzgarlos.

-¿Y yo no?

-No: tú me juzgarás mal cuando lo sepas. No penetrarás fácilmente mis móviles... Pero te confesaré esta idea por el grande amor que te tengo, y confío en que la apoyarás.

-¿Cuál es?

-Yo no soy ni seré nunca cristiano.