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Góngora, Lope, Quevedo. Poesía de la Edad de Oro, II

Juan Manuel Rozas





Las alteraciones estéticas han sido tan notables desde el Renacimiento hasta nuestros días, que un antólogo que quisiera seleccionar un florilegio de poemas del Siglo de Oro que contase, con cierta aproximación, con el asenso de la crítica de las cuatro últimas centurias se vería ante un imposible. Unos poemas son vitales para el Parnaso español de Sedano; otros, distintos, imprescindibles para Las cien mejores poesías de Menéndez Pelayo; otros, incluso de opuesta estilística, para la Primavera y flor de Dámaso Alonso y, naturalmente, otro fue el gusto de Pedro de Espinosa en sus Flores de poetas ilustres, publicadas en 1605. Un caso límite de esas alternancias del gusto nos lo muestran dos genios del barroco: un poeta, Góngora, y un pintor, el Greco. Ambos han pasado por una larga curva de máximos y mínimos. Han ido, desde la indiferencia hasta la cumbre de la cotización universal, pasando por la benevolente explicación de que estuvieron locos. Hoy, y desde hace unos treinta o cuarenta años, de forma continua, la crítica ha remansado sus valoraciones, y estima que son seis los poetas de rango universal que hay en el Siglo de Oro. Tres en el Renacimiento: Garcilaso de la Vega, fray Luis de León y San Juan de la Cruz; tres en el barroco: Luis de Góngora, Lope de Vega y Francisco de Quevedo.

Meditar sobre tan sabidas cosas nos hace sentirnos doblemente humildes: ante la caducidad de los dogmatismos estéticos de cualquier época, incluida la nuestra; y ante la terrible selección que el tiempo, que es un caballero, pero que es también un jinete apocalíptico, hace de los artistas. Si miramos al panorama bibliográfico de 1613, por ejemplo, nos encontramos con varias docenas de poetas militantes, fogosos, ilusionados, envanecidos. De esas docenas, una puede seguirse reeditando hoy, y sólo media con la aceptación de la generalidad de los lectores cultos. Y sólo tres se hacen indispensables al catalogar en una obra de las características de la presente el patrimonio lírico español del barroco: Góngora, Lope, Quevedo.

¿Para qué tanto esfuerzo, pues? ¿No deberían limitarse en cada época a escribir sólo los grandes, a pintar sólo los grandes, si los demás han de caer en el vacío? Tajantemente no, pues en ese caso no habría tales grandes. Para que en un momento surjan tres genios se necesita que trescientos poetas luchen por llegar, haciendo de indispensable coro y atmósfera artística de los tres que quedarán. Para que el arte avance se necesita que convivan luchando muchos artistas de tres o cuatro generaciones, en sincronía. Por eso, antes de hablar de Góngora, Lope y Quevedo debemos entender en líneas generales el movimiento poético de su tiempo, encadenar unas generaciones y dar una nómina de escritores.




ArribaAbajoTres poetas, cuatro generaciones

Sin entrar de una manera técnica (tal como lo han hecho Ortega, Pinder, Marías, etc.) en la cuestión de las generaciones, y sin precisar duración y extensión, vemos que el mayor esplendor de nuestro barroco literario lo configuran dos generaciones, precisamente las de Lope-Góngora y Quevedo, a las cuales se suman los hombres de una generación anterior, la de Cervantes y los de otra posterior, la de Calderón. La primera de estas generaciones se caracteriza por la genialidad de sus novelistas. Nada menos que Cervantes, Mateo Alemán, Espinel, Pérez de Hita y Gálvez de Montalvo podemos nombrar en ella. Interesan sobre todo los tres primeros (que además nacen, entre 1547 y 1550, muy apretados) pues ellos crean el género picaresco en su segunda época, la novela corta y el Quijote. A su lado se ven hombres importantes como precursores del teatro, tal Juan de la Cueva, pero sin la abundancia ni la calidad de los novelistas. Y por fin, una pléyade de mediocres poetas, entre ellos Cervantes y Espinel, de los cuales destacaríamos sólo a Barahona de Soto (1548). Es importante recalcar que esta generación crea la novela barroca, y la crea muy tarde, en años en que sus hombres -nacidos y educados en pleno Renacimiento- son ya viejos, en años de la generación posterior, con la que conviven apasionadamente, hasta el punto de ser verdaderos tránsfugas de su propia generación.

Ofrece un panorama distinto la segunda generación, la de hombres nacidos hacia 1560. En primer lugar, no hay novelistas importantes. En segundo, están en ella los grandes creadores de la comedia nueva, Lope, Guillén de Castro, Aguilar, Valdivielso, etc. Y los creadores de una lírica riquísima: Góngora (1561), Lope (1562), los Argensolas (1559 y 1562), Ledesma (1562) y Arguijo (1560); además, tal vez Liñán, tal vez Caro, etc. Nótese el apretado haz de fechas en que nacen todos y la gama de tendencias: gongorismo, clasicismo andaluz, clasicismo aragonés, romancerismo artístico, conceptismo, lopismo, etc. Es, sin duda, una generación admirable en lírica y teatro. Con la anterior, para la novela, son las generaciones barrocas creadoras por excelencia.

La tercera generación es muy curiosa. La llamo la consolidadora de la anterior. En efecto, hay multitud -un verdadero alud- de ingenios, que no modifican en lo sustancial lo establecido y creado por los anteriores, sino que se apasionan por ellos y los siguen o los combaten, entrando claramente en la condición de discípulos fieles o díscolos. Novelistas como Salas Barbadillo y Castillo Solórzano, y el propio Tirso, consolidan la novela de Cervantes y Alemán. Dramaturgos como Vélez, Tirso, Alarcón, etc., consolidan el teatro de Lope. Poetas como Villamediana (1582), Soto (1580), Paravicino (1582), Espinosa (1578), consolidan la obra de Góngora. Mientras que otros, más o menos al lado de Lope, como Esquilache (1581), o por su cuenta (Carrillo, 1582), (Jáuregui, 1583), (Quevedo, 1580), atentan contra don Luis, a veces seriamente.

Por fin, hallamos una cuarta generación que ya no nos interesa aquí, sino como apéndice. Hacia 1600 nacen nombres nuevos. En teatro renovarán, bajo el signo de Calderón, el drama de Lope. El pensamiento barroco se consolidará con Gracián, así como la estética de las dos generaciones anteriores en la lírica por medio de su Agudeza y arte de ingenio. Pero ya en novela se vive una decadencia visible, y en lírica la postración es ya asombrosa, a pesar de algún fino poeta, como Bocángel, que todavía vendrá. Hacia 1600 nacen hombres tan significativos por lo prosaico o inexpresivo de sus versos, como Rebolledo (1597) o Pantaleón de Rivera (1600).




ArribaAbajoNuestro barroco, doble renacimiento

Así, pues, tenemos -tras pedir perdón al lector por la acumulación inevitable de nombres y fechas- que, justamente entre la aparición de las dos partes del Quijote (1605 y 1615), nuestra obra mayor y más universal, a la vez que hondamente española, se marca un paréntesis de tiempo en el que llegamos al máximo de nuestra literatura barroca, y a uno de los tres o cuatro máximos de la literatura universal. Esto es fruto de tres de las generaciones estudiadas, la de Cervantes, la de Góngora-Lope y la de Quevedo. Cervantes y su generación crean la nueva novela; Lope y Góngora, y su generación la nueva lírica y el nuevo drama; y la generación de Quevedo consolida lo que crearon las dos generaciones anteriores, y da, con este último, un hombre que es un resumen, intensificado y en retorcido esquema, de todo lo anterior. En 1605, aparece el Quijote; en 1613, las Novelas ejemplares; en 1615, la segunda parte del Quijote; en 1609, Lope publica el Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, documento capital sobre el nuevo teatro. Y en 1614, sus Rimas sacras, nueva pauta de lírica religiosa, muy lejana de la de los místicos y ascetas del Renacimiento. En 1613, Góngora rompe el equilibrio de un lento crecimiento del lenguaje poético con la explosión de su Polifemo y sus Soledades. Y con él, en los años sucesivos, hay una explosión de crítica literaria que nace para atacarle o ensalzarle. Al mismo tiempo, Quevedo divulga en manuscritos su Buscón, escrito, según Lázaro, tal vez antes de 1605, y también manuscritas sus mejores poesías y los Sueños, que los va escribiendo desde 1606. Y redactará por primera vez La cuna y la sepultura, llamada entonces Doctrina moral.

A esta riqueza la califico de doble renacimiento. ¿En qué sentido? Se entiende por Renacimiento el resurgir de una cultura anterior en un momento dado, es decir, la fecundación de una cultura por otra más elevada. En este sentido es un problema general de literatura comparada. Este hecho, por antonomasia, es el ocurrido en la Italia del siglo XV, y luego, por rechazo, desde Italia, en casi toda Europa. Pero en realidad, podemos llamar renacimiento a todo momento de esplendor de una cultura que parta desde impulsos exteriores o anteriores. Así, Azorín y otros escritores han hablado de un segundo renacimiento en la España de 1900. Ahora bien, no siempre que una cultura se fecunda con otra se llega a un auténtico renacimiento. La novela histórica inglesa de Walter Scott fecunda la nuestra del Romanticismo, y se consigue un resultado muy pobre.

El Renacimiento del siglo XVI logra en España un gran esplendor, aunque en línea, por ejemplo, sigue muy apegado a Italia. Pero hay un grado más elevado. El renacer completo se da cuando se produce un triple proceso: primero, asimilar una cultura exterior o anterior; segundo, fecundar con ella las letras propias, y tercero, dado ese impulso en el que la cultura extraña o exterior sirve de catalizador, empezar a elaborarla para crear una cultura y una literatura con raíces y circunstancias propias. Esto es el 98 en España, la «circunstanciación» de un modo original del modernismo internacional; y ese es un aspecto fundamental de nuestro barroco, la «nacionalización», la «circunstanciación», la realización plena, y aun superación, de unos materiales traídos del renacimiento italiano y español. Así es la novela de Cervantes o el drama de Lope.

Ahora bien, este proceso se ha realizado según circunstancias ideológicas muy concretas, como son la contrarreforma, que en España toma un especial carácter, la decadencia sociopoliticoeconómica, la inquietud de las masas y de los diferentes reinos del imperio, etc. Y en lo individual, esa continuidad medieval que el Renacimiento español conlleva en sus géneros y en sus hombres a través de esa edad media de frutos tardíos nunca muerta, a través de ese heredar el cetro religioso y político del imperio europeo medieval. Estas tensiones se muestran en todos los géneros, y, por tanto, de forma muy notoria en la lírica, desde lo más externo. Esa mezcla de Medievo y Renacimiento se da en el título «romancero artístico», con una voz medieval y un adjetivo renacentista, algo así como lo de «novelas ejemplares», pero aquí al revés, el adjetivo es lo medieval, los exempla. Se da esa tensión en la mezcla de géneros y metros viejos y nuevos. Se da en la mezcla de lo italiano puro y lo medieval castizo. Se da en la mezcla del ornato italiano y del concepto del siglo XV (de los cancioneros), como veremos al tratar de Lope. Conviven el sensual paganismo del Polifemo de Góngora con el teocentrismo de los Soliloquios de Lope. Y estas tensiones se rastrean en el léxico, la sintaxis, el estilo, en todos los órdenes. Pero estas tensiones tan dramáticas, como a menudo ocurre, suelen ser beneficiosas para las artes y las letras, y así, de ellas sale ese doble renacer literario. Se sube un escalón más de los tres que tiene todo gran renacimiento; uno se subió en el XV y principios del XVI, con la traída de elementos nuevos; otro, en el XVI con su asimilación, y otro en 1605-1615, con la nacionalización y realización de esos elementos dentro de la circunstancia española. Eso es El celoso extremeño, el Quijote, Fuenteovejuna, el Buscón, las Rimas sacras, y los romances y letrillas de Góngora.




ArribaAbajo1613, fecha conflictiva

Si queremos, centrándonos ya sólo en la lírica, contemplar, a vista de pájaro, el campo barroco, deberemos elegir la vertical de 1613. En ese año, el astuto Almansa divulga por Madrid, por encargo de Góngora, que aún reside en Córdoba, el Polifemo y las Soledades. Estos poemas son un reactivo impresionante para nuestras letras. En un momento de gran efervescencia literaria, estas bombas poéticas caen en Madrid provocando una guerra literaria muy compleja, pues los frentes son varios. Estas bombas producen un sinfín de polémicas. A Góngora se le ataca, unas veces abiertamente, otras solapadamente, desde distintos lados, y se le defiende también desde varios lugares. De un lado, se le advierte, en nombre de la cultura académica, de los humanistas, que no exagere sus recursos; así, Pedro de Valencia. Se le ataca desde los que quieren una poesía culta, pero que no supere complejidades que mantiene la tradición italiana; así, Jáuregui. Se le ataca desde zonas donde el concepto y el pensamiento importan mucho; así, Quevedo, aunque hay muchas razones personales, además de literarias, en este frente. Y se le ataca desde una posición que quiere ser la salvaguardia de lo castizo español que no debe diluirse en los adelantos italianos, sino hermanarse con ellos. Así, Lope de Vega y su grupo. Se llega, incluso, a plantear la cuestión en términos pseudopatrióticos, y Lope procura envolver al príncipe de Esquilache, modelo de escritor, si aburrido, castizo y correcto, elogiándolo siempre y poniéndolo como ejemplo. En realidad, pretende decir que la verdadera nobleza y tradición española sólo podían ser opuestas al gongorismo; pero, siguiendo con el planteamiento social y nacional, esto no dio resultado, porque los nobles que eran poetas (casi en bloque, a partir de la generación de 1580) se pasarán al lado de Góngora. Lo que Esquilache es en el lado de Lope lo es el conde de Villamediana, por citar sólo un ejemplo, en el de Góngora.

Mientras tanto, los gongorinos irán contestando a Valencia, a Jáuregui, a Lope, a Quevedo. A veces, contesta en verso el mismo Góngora. Pero son más interesantes las réplicas de tono teórico, como las de Rute, Angulo y Pulgar, o ya más tardíamente, Espinosa Medrano, en contra, respectivamente, de Jáuregui, Cascales y Faría y Sousa. Pero, en medio de la batalla, Góngora vio cómo sus obras se comentaban, verso a verso, como si fuese un Virgilio, un Horacio, un Petrarca o un Garcilaso. Y Díaz de Rivas, Pellicer, Salcedo Coronel, desarrollaron toda una labor de crítica literaria, que es una aportación indirecta del gongorismo fundamental en nuestra cultura barroca, como ha estudiado Orozco.

De estas guerras se observa que el panorama de la lírica hacia 1613 era complejo y que tiende, desde entonces, a unificarse con la más o menos evidente victoria del cultismo gongorista, aunque no todos se inclinarían hacia ese lado. Por 1613, vemos cuatro tendencias principales en la poesía: el mundo culto y moderado de hombres como Espinosa o Jáuregui, Carrillo, etc., superados en esa misma línea por Góngora; el mundo que he llamado en otra ocasión de los amigos de Fabio, es decir, de los graves y clasicistas poetas del grupo aragonés o del grupo andaluz (este más colorista), que resultaron pronto aburridos para los jóvenes culteranos; el mundo propio de Lope, que se erige en defensor de lo castizo, mezclado con lo italiano, como veremos, y el mundo más conceptista y pensador, que tiene su cumbre en Quevedo. Lope y Quevedo quedaron, pero no sus seguidores. Los únicos seguidores que quedaron en pie, en grupo, fueron los gongoristas. Y el gongorismo pasó a formar parte, más o menos atenuado, del acervo poético y estético del XVII español y aun europeo. Pasó a la prosa, al teatro, al púlpito. Y como el genio de Góngora era irrepetible, produjo un colapso y decantación en la lírica posterior.




ArribaAbajoGóngora o la perfecta maquinaria poética

Nos cuesta trabajo ver hoy en Góngora (que ha simbolizado para la gran generación del 27 el poeta por antonomasia) a un racionero de la catedral de Córdoba, apegado terriblemente a su mundillo provinciano y burgués de eclesiásticos y terratenientes. Nos sorprende también verlo tan preocupado por el bienestar de sus sobrinos, por el apogeo o decadencia socioeconómica de su familia, intentando imitar la habilidosa jefatura familiar que, a través de su infancia y juventud, había visto ejercer a su tío Francisco, de quien heredó los beneficios eclesiásticos, mientras que su hermano heredaba los seglares. Pero es verdad. La sombra inteligente, inteligente para lo económico como ha demostrado Jammes, persiguió siempre al gran poeta, capaz de seguir de cerca, y aun sobrepasar, la sombra de Virgilio, pero no la de su tío Francisco. Hay un doble clímax en la vida del cordobés, y de signo contrario, pues cuando su creación poética llega a la cumbre de la calidad (1613-1623) llega también el poeta a una depresión económica, que tiene como dramático estribillo -vital, que no poético- el más dinero que se lee continuamente en sus cartas. Góngora, más vivencialmente que Quevedo, debió de escribir la letrilla


Poderoso caballero
es don Dinero.



Pasadas las dos primeras etapas de su vida, la que va desde su nacimiento en Córdoba, en 1561, hasta su ingreso en la Universidad de Salamanca, y la que va desde este ingreso hasta que, por muerte de su tío Francisco (1586), ocupa su lugar y sus beneficios, encontramos al poeta muy apegado a su mundillo, pero también muy agobiado ante las responsabilidades que sobre él se yerguen. Y así lo vemos, siempre que es posible, viajar en comisión del cabildo catedralicio. Un viaje y una fecha y una ciudad, Valladolid, capital entonces de España, 1603, me parece fundamental para un cambio de rumbo psicológico en su vida de provinciano. En esa ciudad y en esa fecha se consagra como agudo, como conversador, y como poeta: en realidad, las tres formas del ingenio barroco. Pedro de Espinosa, que forma en ese año las Flores de poetas ilustres, incluye en su famosa antología nada menos que 38 poemas de don Luis. Es el más representado. Este éxito artístico y también social debió de llevar al poeta a enfrentar en su subconsciente su talento poético con su falta de talento económico. Esto parece indicar el modo con que, en 1613, hace difundir, manuscritos, por la corte -que es de nuevo Madrid- sus dos grandes poemas, el Polifemo y las Soledades, y cómo, tras el escándalo ya comentado antes, decide venirse a vivir a la capital del reino, lo que hace en 1617. Ha caído en la barroca trampa de los pretendientes. Desde esa fecha hasta 1626, en que ya enfermo de muerte regresa a Córdoba para morir al año siguiente, se arrastrará por la corte en busca de prebendas, y sólo hará acrecentar sus gastos más y más, al tiempo que sus ingresos disminuyen. Ya en 1622, y sobre todo en 1623, le vemos escribiendo dramáticos sonetos sobre el desengaño de las pretensiones y la corte. Ya en la primera fecha había escrito:


¿A qué escarmientos me vincula el hado?



Unas palabras de Dámaso Alonso, el máximo gongorista, completan la semblanza anterior y nos llevan hacia su obra: «La cabeza de Góngora -escribe- era verdaderamente impresionante, calvo con el pelo aún oscuro, frente despejada, nariz fina, aguileña, pero un poco colgandera, rostro alargado, fuerte entrecejo, dos intensos pliegues verticales sobre el bigote, y uno horizontal, ya muy bajo, en la barbilla, amén de un lunar sobre la sien derecha. Nos mira de lado. Todo en él indica inteligencia, agudeza, fuerza, precisión, desdén». Estos adjetivos a su cabeza, son válidos para su mente, y por tanto para su poesía. El poeta parece que fue así, por dentro y por fuera. Su poesía tiene la inteligencia, la agudeza, la fuerza, la precisión y el desdén de una perfecta máquina, de un perfecto reloj, de una maquinaria de relojería. Entendida de una vez, disipadas de una vez las dificultades de la complejidad de esa maquinaria, el lector la contempla con la máxima sencillez, con la seguridad de una perfecta maquinaria. Todo es luz, todo claridad, todo perfección. Tanto que, como ante la máquina, empezamos a distanciarnos de él sin querer, porque muchas veces la gran aventura estética de Góngora es aventura intelectual más que emocional. (Lo contrario de la gran aventura cordial de Lope de Vega.)

Se ha querido ver en don Luis dos etapas tajantemente diferenciadas. Una etapa primera, sencilla y graciosa; otra, compleja y rebuscada. Incluso, y recuérdese el paralelo con el caso del Greco, los románticos añadirán que debió de volverse loco y de ahí su aberrante segunda manera. Las letrillas y romances serían la parte baja del Entierro del conde de Orgaz, realista, sencilla, mientras que las Soledades serían la parte alta, la parte de la gloria del mismo cuadro. Dámaso Alonso probó hace ya muchos años que esa división transversal en la obra de Góngora es falsa, y que hay que sustituirla por una división longitudinal. En todas sus épocas se ve lo fácil y lo difícil, lo real y lo traspuesto. Estas series de valores se mezclan, desde sus comienzos en 1580, hasta sus últimas composiciones, lo mismo que se mezclan el poeta humorístico, o mejor, terriblemente irónico, y demoledoramente escéptico, con un poeta noble, altamente grave, y que, en principio -no en resultados-, aborda temas elevados y hasta elevadamente convencionales. Ahora bien, la crítica se equivoca en sus conclusiones más que en sus intuiciones. No se puede negar que hay una postura en Góngora que hasta justifica esa impresión intuitiva y falsa de su locura. Góngora, cuando él quiere -y sospecho que esto va ligado a veces a problemas extraliterarios, como son el épater le bourgeois y conseguir protección nobiliaria-, intensifica de tal modo sus recursos, los mismos que usó siempre, desde 1580, que uno se encuentra con tal obsesión de aristocracia y, por tanto, desdén hacia lo que no es, etimológicamente, extraordinario, con una obsesión de perfección y nobleza tan complicada que se le puede llamar sobrehumano (lo que está muy cerca de lo infrahumano, por el envés). Hay una locura en el estilo de Góngora radicalmente opuesta a la locura del poeta romántico. Más bien parece una locura científica, una locura de técnica, el virtuosismo de un perfecto equipo de físicos que construyen un aparato -tal vez, en nuestros días, una nave espacial-: un aparato de relojería. Esto se puede comprobar acudiendo a sus imitadores. Los hay muy buenos, y con obras admirables. Tal el Paraíso de Soto de Rojas, tal el Faetón de Villamediana. Estos usaban sus mismos recursos, pero en ellos estos recursos ocupan lugar. Necesitan los poetas encadenarlos unos tras otros, en diferentes versos o estrofas, es decir, necesitan analizar los recursos, tal como hace el crítico; pero en Góngora más que análisis hay síntesis, amontonamiento en un verso y en una estrofa de todos sus recursos, porque él crea, no analiza. En poco trecho encontramos en Góngora el periodo largo, el cultismo, las alusiones y elusiones, el hipérbaton, la metáfora, sinécdoque, las plurimembraciones y correlaciones, las fórmulas estilísticas del tipo A, no B, la semántica propia, y siempre una fonoestilística de la voz, el sintagma o la frase que no ha sido superada. Y por fin una perfección métrica inigualable. Esto en los discípulos se da como acierto aislado. En él, es la norma. En conjunto, sobre todo en la silva de las Soledades, hallamos unas largas y complicadas frases llenas de incisos y detalles, de la fonoestilística a la sintaxis, y que una vez comprendidos y entendidos se hacen de pronto luminosos, como un reloj muy complejo, que, una vez que acertamos a desarmar y armar, se hace, de pronto también, evidentemente claro.




ArribaAbajoLope: poesía e historia

Hay una frase, en forma de consejo al poderoso duque de Sessa, en el interesantísimo epistolario de Lope, que es toda una definición de urgencia de su vida y personalidad: le dice que hay que ser como el caldero que para sacar agua del pozo debe humillarse. Agua es para Lope la poesía, el amor, la belleza en general, y el angustioso y barroco dinero. Lope es de humilde familia, y será mimado y consentido por todo el país hasta por los más altos. Lope es de humilde economía y ganará bastante dinero con la pluma, ya directamente o con mecenazgos, hasta el punto de ser tal vez nuestro primer escritor profesional, que edita sus obras -me refiero a las no dramáticas- con la tenacidad, incluso económica, de un escritor de hoy, cuando ni Góngora ni Quevedo imprimieron sus versos en vida. Lope es de humilde linaje, y la sociedad le permitirá abusos morales que no se permitió ni aun a algunos poderosos. Lope supo pedir. Pidió lo que necesitaba, siendo humilde caldero en busca de agua. Pidió favores, pidió dinero, protección social. Y pidió amor a varias mujeres. Luego, como el caldero, se elevó, una vez lograda, bebida el agua. Lope vivió en un tiempo en el que la moral colectiva no contaba nada al lado de la individual. Así él es terriblemente individualista. Él, con su ciega fe en sí mismo y en sus palabras, sabía desde joven que se elevaría hasta lo alto, en poesía, amor y favor social. En fama, en suma.

El tema de Juan Ramón, amor y poesía cada día, se cumple en Lope. Sin embargo, aquella frase que escribió de que él no tenía medio, sino que amaba o aborrecía, es una frase momentánea, uno de sus mil arrebatos, y además, como ha demostrado Eugenio Asensio, un calco de un autor latino. Lope aborrecía a rachas, desde Elena Osorio, pero no fue un hombre duro, como fueron Góngora y Quevedo, y la sátira no fue su fuerte. Así -olvidando sus luchas- su vida se ordenaría en tres líneas: su ascenso teatral, hasta crear y consolidar uno de los teatros más importantes de la historia; su vida de poeta lírico; y su vida de enamorado (de amante, esposo y padre).

Nacido en Madrid, en 1562, en la familia de un artista bordador de interesante carácter; parece ser que estudió con los jesuitas y aún que pretendió seguir carrera universitaria en Alcalá, lo que -según explica él- no se cumplió por una mujer. Pasada esta etapa de niñez y adolescencia, su vida se puede concebir en torno a cinco mujeres: tres amantes y dos esposas. Todas ellas van a estar presentes, más o menos directamente, en una etapa de su creación poética.

Los primeros datos abundantes que tenemos de Lope son de 1587-88. Son un proceso que cierra la etapa juvenil del poeta. En los años anteriores había vivido -según el horaciano fabula quanta fui- en hablillas de las gentes por sus amores con Elena Osorio (Filis), hija del comediante Velázquez. Amor de primavera, brioso, inquieto, plagado de versos y pasiones violentas, que acabará mal para el poeta, al abandonarle ella. A esta mujer y a su familia dedica los más duros insultos en verso, y es desterrado por ello del reino de Castilla. A esta mujer van ligados los primeros romances, a veces con disfraz morisco, y luego, pasados muchos años, en la vejez, La Dorotea, obra en la que recrea su juventud, haciendo poesía de la historia. Inmediatamente de ser condenado al destierro se cura el amor y el despecho con un nuevo amor, el de Belisa, Isabel de Urbina, con la cual se casa, pasando a residir en Valencia y Alba de Tormes. A ella va unida en parte La Arcadia y varios hermosos romances pastoriles. Muerta en 1594, y ya vuelto a la corte, entre Madrid y Toledo, y aun Sevilla, Lope vivirá un doble amor en lo que podríamos llamar el verano de su existencia. Tal fuego hay en la pasión por la comediante. Micaela de Luján (Camila Lucinda), a la que sirve de contrapunto el agridulce hogareño amor por su segunda esposa, Juana de Guardo. Camila está en relación con la primera gran obra lírica de Lope, las Rimas, en una etapa muy importante, en la que el poeta se eleva a la fama nacional, que culmina con el teatro de los primeros años del siglo (de 1609 es el Arte nuevo de hacer comedias) y con La Jerusalén conquistada. La mujer Juana Guardo no va a ser una bella musa, pero indirectamente preside ciertas zonas de la literatura de Lope muy interesantes. En primer lugar, su epistolario, donde tanto habla de su hogar, que se establece definitivamente y hasta la muerte del poeta, en Madrid, en la calle de Francos. Además de la muerte del hijo nacido de Juana, Carlos Félix, y de la propia muerte de ella, va a salir el deseo final de hacerse sacerdote y de escribir poesía hondamente religiosa, cuyo modelo son las Rimas sacras, sin olvidar los Pastores de Belén. (Esa etapa, desde 1605, tiene también el sello de sus primeras relaciones con Sessa, desde 1605, como secretario de cartas varias, incluso amorosas.)

Tras esta etapa, varias veces padre, viudo, sacerdote, con cincuenta y tantos años, parece que Lope va a vivir un sosegado otoño. Pero este otoño viene impulsado por nuevos vientos, los de su último y mayor amor, Marta de Nevares (Amarilis), a la que conoce casada y a la que se une en intenso, adúltero y sacrílego amor en 1616, teniendo de ella una hija al año siguiente. A ella van unidas todas las composiciones, cartas y hasta alguna comedia como La viuda valenciana, que Lope escribe desde entonces; pero muy significativamente La Filomena y la Circe, que contienen entre las dos, las Novelas a Marcia Leonarda, escritas al parecer a petición de Marta.

Este otoño tiene, relativamente pronto, bandazos de invierno. Especialmente desde 1625, en que los bellos ojos verdes de Amarilis quedan ciegos. Ella morirá en 1632, tras haber pasado por la locura. Quedan tres vueltas alrededor del sol en la vida de Lope. Sol de invierno, agridulce. Vuelven los disgustos sobre él. Muere Lope Félix. Se fuga Antonia Clara. (Marcela hacía mucho que se refugió en un convento.) En estos años Lope puede por fin volver los ojos a Dios, en paz y a la poesía, y pulir dos de sus mejores obras, La Dorotea, donde recrea su primera pasión, la mujer, y las Rimas humanas, donde recrea su segunda pasión, la literatura.

La forma de publicar Lope su poesía le hace diferente de la mayoría de los poetas de su época. En cuanto que puede, desde 1598 hasta su muerte, en 1635, dejando incluso un libro inédito preparado para la imprenta, que luego verá la luz, La Vega del Parnaso, edita y edita, como un poeta de nuestro tiempo sus versos, y procura darles la unidad del libro, superando la simple recolección de poemas. Es decir, es un poeta lírico -en la medida que esto es posible- «profesional». Si a esto añadimos su constante producción teatral, tan parecida en sus vertientes sociales y económicas a nuestro cine de hoy, tendremos en Lope la imagen perfecta de un hombre muy moderno en su forma de profesar la literatura. Frente a Góngora, su gran rival, el caso no ofrece dudas. Góngora muere sin editar sus obras. Y, además, Góngora escribe cuando quiere, mientras que Lope escribe siempre, por vocación y oficio. Góngora escribe poemas, y Lope, poemas y libros, algunos concebidos como tales libros a priori, tal como se hará modernamente.

Otro carácter de su obra, tal vez el más importante, va unido a lo ya expuesto en su biografía. Lope es, sobre todo, moderno en que es el primer poeta español que pasa de la alegoría poética a la realidad poética, contándonos su intimidad, aun en problemas muy espinosos para la época. En este sentido, hasta el Romanticismo no encontramos ese desenfado de contar las intimidades (de un Canto a Teresa, de Espronceda, por ejemplo). En Lope es un proceso muy claro este paso del mundo antiguo, en este caso renacentista, al mundo moderno, por medio del barroco. Su primera historia de amor, con Elena Osorio, viene disfrazada de romances moriscos en los que el poeta se oculta en un pseudónimo (Zaide). En su segundo amor, el de Belisa, se oculta en romances pastoriles (Belardo). Hay que estar en el asunto para poder desentrañar la historia. De hecho, hasta que Tomillo y Pérez Pastor no descubrieron el proceso del destierro, no se pudieron atribuir muchos de esos romances al poeta.

Pero en una segunda etapa, en sus amores a Camila Lucinda, ha dado un paso hacia adelante; sigue, a la moda pastoril y morisca del Renacimiento, ocultando el nombre verdadero de Micaela Luján, tras el de Lucinda; pero ya no hay una doble historia morisca o pastoril, sino una sola historia verdadera con pseudónimo, que es cosa muy distinta. Así, cuando empieza un soneto como este:


Yo no quiero más bien que sólo amaros,
ni más vida, Lucinda, que ofreceros,



no estamos dentro del típico cancionero petrarquista, blanco, alegórico, sino que vemos palpitar la vida en concreto. Enseguida, en una tercera etapa, la de su gran crisis religiosa de las Rimas sacras, Lope dará un nuevo paso hacia adelante. Se abrirá a todos sus lectores, publicando en unos poemas de contrición sus pasiones que quedan al desnudo, así como su alma pecadora. Y cuando muere Carlos Félix se confiesa, en una magnífica elegía, públicamente de sus faltas. Y al final de su vida llega al sumo extremo al contarnos el rapto de su hija Antonia Clara con detalle. Aún hay más. Muerto el marido de Marta de Nevares, le dedica a ésta La viuda valenciana, en una horrible y naturalista dedicatoria donde el corazón de Lope, ciego de amor y ebrio de placer, se alegra de la muerte del rival y da la enhorabuena a Marta, y aquí no en trasposición poética, sino en un objetivo prólogo firmado por Lope de Vega, ya sacerdote, y no por Belardo o Zaide. No obstante, este fundamental carácter de la obra de Lope ha llevado a exagerar el valor documental de su poesía. Asensio ha demostrado cómo un poema tan tenazmente interpretado como la historia de la fuga de Antonia Clara, el Huerto deshecho, fue publicado en un pliego suelto en 1633, antes de que la fuga se efectuase, pero las muchas excepciones confirman la regla.

En cuanto al estilo, con Lope nos encontramos ante un caso opuesto al de Góngora. Vimos allí la intensidad de un aparato de relojería, siempre funcionando en un incansable tictac de perfección. En Lope la intensidad se convierte en extensión. Lope es poeta de muchos registros y aun de varios estilos engarzados por su agitada biografía; y la extensión de gamas, tonos, géneros, momentos, circunstancias, profesionalidad, etc., hace que haya en su obra altibajos muy considerables, incluso, como señala Montesinos, momentos de verdadero mal gusto. Yo me explico esto porque la poesía de Lope es la historia poética de Lope, y la vida es irremediable que tenga en lo individual y en lo colectivo momentos de mal gusto, caídas en picada de la ética y de la estética. Esto sobre todo en un poeta que practicó tantos géneros como son todos los tradicionales, desde las letras para cantar, a veces suyas, a veces recreación de canciones tradicionales, la redondilla, el romance, etc., hasta el poema culto, incluso pasado por Góngora, en su amplísimo sonetario, sus églogas, epístolas, canciones, etc., llegando hasta una poesía -analizada por Dámaso Alonso- que quiere ser filosófica. La etiqueta de Lope poeta popular es muy incompleta. Lope propugnó, y lo ha estudiado muy bien Montesinos, una poesía que uniese el concepto (que le parecía muy español, siguiendo los poemas del Cancionero general y sus parientes) al ornato italiano, de nuevas estrofas, y ritmos, de un nuevo léxico. Equilibrio entre ambas fuerzas es lo que Lope buscó. Esto es muy barroco, un equilibrio, inestable, entre lo medieval y el renacimiento. Por eso luchó contra Góngora (aparte de razones personales y vanidades), aun admirándole, porque este desequilibraba, y más aún su escuela, la ecuación soñada de concepto más ornato.

Esto no lo vio sólo Lope. Melo comparó dos poetas de la época en su Hospital das letras, el conde de Salinas y el conde de Villamediana, y dijo que entre los dos harían un buen poeta, pues el primero era todo conceptos sin adorno, y el segundo todo adorno sin conceptos. Esto es injusto, pero lo que importa es la intención teórica, que equivale plenamente a la de Lope.




ArribaLas prisiones de don Francisco Gómez de Quevedo

Tres claras pasiones hay en Quevedo y de las tres da cuenta su vida con delectación: el saber, la literatura y la política. (Y como fondo el amor, en él mucho más problemático que las otras tres.) Tres secuencias fundamentales hallamos también en su vida. Una etapa hasta 1613, en que marcha a Italia al servicio del duque de Osuna: su estancia allí, con viajes por Italia y España; y una tercera (desde 1620) en la que empiezan a surgir los problemas junto a las bonanzas y que llegará a ser un calvario para el poeta en las sucesivas reclusiones en su señorío de la Torre de Juan Abad y, sobre todo, en la durísima prisión de San Marcos de León, de donde sólo saldrá para ir desterrado a la Torre y luego a Villanueva de los Infantes, donde morirá en 1645, a los sesenta y cinco años de edad, pues había nacido en Madrid en 1580.

Sin duda, Quevedo es un hombre difícil. Una personalidad tan fuerte y tan poco maleable (unida a una clarividencia y a un valor mental, rayano casi en el masoquismo, para enfrentarse con los problemas fundamentales del hombre, burlándose de todo lo demás) explica que chocase en todos los órdenes de la vida con quien le hizo daño, devolviendo ese daño. Hijo de padres nobles, de la nobleza secundaria, al servicio de la realeza, se hará bachiller en 1600 en la Universidad de Alcalá, y luego se graduará en teología en Valladolid. Esta especialidad me parece fundamental. No es que en aquella época resulte raro que un seglar se especializase en teología o en derecho canónico, pero en Quevedo esto resulta decisivo. Para mí, don Francisco se caracteriza de un lado por su radical actitud seglar, quiero decir etimológicamente, de hombre del siglo (con su cuerpo hundido en el siglo hasta las raíces), y de otra, por su profundo teologismo y teocentrismo. Yo creo que Quevedo es por antonomasia el teólogo seglar.

Sin duda, la prisión de Quevedo es un rasgo que se nos ha quedado a todos sus admiradores muy grabado en la mente. Pero Quevedo se enfrenta con cosas más dolorosas que la prisión de cal y canto y las heridas que esta le producirá: se enfrenta con una doble cárcel, metafísica y moral. La cárcel moral es verse rodeado de un mundo que le parece absurdo, y para describirlo tiene que inventar un género literario, los Sueños, que pertenecen sin duda a la prehistoria del esperpento. No le gusta ese mundo, y su pluma lo degrada. Sastres, jaques, poetas, políticos, médicos, todas las clases sociales aparecen degradadas en su literatura. Los sueños quieren decir que el mundo está mal hecho, o mejor, que el mundo, bien hecho por Dios, se ha desordenado, empujado por el mal.

También desde el punto de vista sexual el mundo está desordenado. La mujer es blanco de las peores sátiras (junto a los más elevados pensamientos amorosos) en la obra de Quevedo, y su brevísimo, tardío y fracasado matrimonio parece corroborar sus ideas sobre el asunto. Mas, sin embargo, hay en su poesía amorosa unas elevaciones platónicas que nivelan la crueldad y el realismo obsceno de otros poemas amatorios. También los jueces, representantes de la justicia divina, son injustos, y su pleito sobre la Torre de Juan Abad hace más vivo este sentimiento. En el aspecto internacional presencia el apogeo de Francia, que se une a los enemigos de la Iglesia, y el decaimiento de España. Mira los muros de su patria, como dice en un soneto, y se topa con un derrumbamiento inevitable. Mira hacia afuera de esos muros, y ve que todos le pueden quitar a España lo que ella quitó a todos, como dirá en otro soneto.

Esto hace de don Francisco de Quevedo, y ya es un tópico citar esta frase de Borges, más que un hombre toda una literatura. Es cierto. Pero había que completar esta formulación: Quevedo es toda una literatura y además toda una humanidad, quiero decir, todo un gigante de vida interior, donde la razón y la pasión luchan sin tregua, pues si su obra es toda una literatura, sus afectos son -como hombre que podía no haber escrito nada- todo un arquetipo donde caben todas las pasiones, odios y amores de la humanidad. Él encarna toda una literatura, porque en él se encarna una humanidad entera. En sus tres cuerdas (según Celina Sabor de Cortázar clasifica su obra) la grave, la amorosa, la jocosa, cabe todo un universo, ese universo que es, a su vez, cárcel moral del poeta, como él es de sí mismo, cárcel metafísica. Blecua, en su magna edición del poeta, empezó por publicar el apartado de poemas que con toda razón califica de metafísicos. ¡Qué inmenso desgarrón afectivo, con frase de Dámaso Alonso, hallamos en esta poesía! Partiendo de su honda pasión por Dios, y de su arraigado senequismo y estoicismo, que se acrecentó en su epistolario con Justo Lipsio, Quevedo nos muestra la prisión irrevocable del hombre, el tiempo, y, después, la muerte. Es muy conocida la secuencia fundamental, que la expresa con más deleite en prosa en La cuna y la sepultura, estudiada por L. L. Grigera. El hombre tiene mal de muerte. La única enfermedad es la vida. En el momento de nacer comienza el tiempo a resbalarse, y el tiempo viene cubierto de una única dimensión, la muerte. El hombre es sepultura de sí mismo y su radical dimensión es darse cuenta de cómo se resbala el tiempo, que ni vuelve ni tropieza, verso con el que Marías ha titulado sus memorias. Nadie ha dicho con más lúcido dolor vivencialgramatical:


Soy un fue, y un será, y un es cansado.



De esta forma, estructurado en sus dos prisiones, la moral y la metafísica, el pensamiento de Quevedo, que glosaron Ynduráin, Asensio, Green, Lázaro, Crosby, Dámaso Alonso, etc., está estudiado y, sin embargo, presenta infinitas posibilidades aún. Y es que esto se resuelve en una dicotomía: su unidad en la variedad. El ser toda una literatura, pero el serlo en un hombre de una pieza. Este paisaje desolado quevediano, tan barroco, tan ascético, responde a un impulso único, su personalidad. Podría haber sido un poeta de muchos registros, pues tiene más cultura y lectura que nadie en su época, pero no es así. La temática es variada como el mismo mundo, incluido su infierno, pero el tono estilístico, adecuado perfectamente a su contenido, es poco variado. En su época se le dijo con gran acierto que sus colores (colores retóricos) serían bajos como los de su paleta de pintor. En efecto, negro, ocre y blanco forman la trilogía de Quevedo. Poeta nunca plástico, sino poeta de paisajes anímicos, interiores, doloridos y desolados.

Por último, me interesa mostrar, aunque ya el espacio de que dispongo va pasado, esa unidad de colores y estilos a través de su amplia obra, toda una literatura, según la citada frase de Borges. Y lo haré rápidamente, emparejando unos pasajes que se corroboran mutuamente en estética, y aun en temática, a pesar de estar creados en vivencias artísticas y momentos sociales muy distintos. Su poesía metafísica es en bloque correlativa de ciertos textos de prosa del tipo de La cuna y la sepultura; pero en un lugar muy distinto, donde no se esperaba, aparece un texto en prosa, hermano gemelo de uno de sus mejores sonetos metafísicos, el que comienza Señor don Juan, si con la fiebre apenas. Blecua, atinadamente, anota a pie de página de este soneto un pasaje de una carta del poeta a don Manuel Serrano del Castillo que corrobora, al emparejarlo con los versos del poema, lo que venimos diciendo. Dice la carta: «Señor don Manuel, hoy cuento ya cincuenta y dos años, y en ellos cuento otros tantos entierros míos... Pues ¿cómo llamo vida una vejez que es sepulcro, donde yo propio soy entierro de cinco difuntos que he vivido? ¿Por qué, pues, desearé vivir sepoltura de mi propia muerte, y no desearé acabar de ser entierro de mi misma vida? Hanme desamparado las fuerzas..., saqueada de los años la boca..., las venas para calentarse necesitan de la fiebre...». De un segundo ejemplo he hablado en otra ocasión. Si comparamos el poema burlesco A Faetón con el soneto Solar y ejecutoria de tu abuelo, nos daremos cuenta cómo ante dos vivencias distintas aplica el poeta una sola personalidad, ora en burla, ora en serio. La unidad temática sigue semejante en ambos, pero el soneto, posterior sin duda en el tiempo al otro texto, se ha convertido en una trascendente sátira social sobre la limpieza de sangre. Un último ejemplo, muy llamativo. El romance Los que quisieren saber / de algunos amigos muertos, publicado por primera vez en la Primavera y flor de los mejores romances (desde la segunda edición, 1623) es muy curioso para las concomitancias estéticas y temáticas entre la prosa y el verso de Quevedo. En efecto, este romance es un auténtico sueño. Se conservan de él al menos cinco versiones, lo que da en primer lugar una idea de cómo don Francisco limaba una y otra vez los versos, aun los burlescos, y de cómo para él no había mucha diferencia entre un soneto grave y un romance burlesco; pero sobre todo es un ejemplo evidente, a través de las repeticiones y variaciones que se observan en las cinco versiones, y a través de su enfrentamiento con los sueños, de cómo don Francisco es una unidad (personalidad incambiable) que desarrolla toda una variedad (su literatura). Toda una literatura.





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