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Gnoseología y Humanismo en el Quijote1

María del Carmen Bobes Naves

La historia literaria considera a Cervantes el primero de los novelistas «modernos», pues sus novelas incorporan los conceptos básicos de la llamada cultura moderna, la que se abre en el Renacimiento y con el Humanismo. Efectivamente Cervantes elige los motivos, dispone la trama de sus relatos y construye sus personajes de acuerdo con un concepto humanista del hombre y de la creación artística y da figuración narrativa a los problemas que sobre las posibilidades del conocimiento se le habían planteado al movimiento Humanista.

Las obras de Cervantes, sobre todas el Quijote, asumen las ideas históricas y filosóficas de su tiempo, cuyo marco de referencias es el Humanismo, surgido en Italia y extendido y afianzado en toda la Europa culta a lo largo del siglo XVI.

La cultura del Renacimiento, y de modo particular el Humanismo, centra su interés en el hombre, al que convierte en la medida de todas las cosas. Podemos considerar que la idea más amplia que define el Renacimiento es que frente al teocentrismo medieval, prevalece decididamente un antropocentrismo. Este cambio, tan sencillo en su enunciado, es difícil de verificar en el discurso de los textos, por la forma variada y compleja en que se manifiesta, tanto en la creación artística, como en la doctrinal y filosófica. Intentamos destacar algunos rasgos que consideramos inequívocamente humanistas en el discurso y en el modo de construir y de relacionar las unidades narrativas del Quijote, interpretándolas más allá de la anécdota que las manifiesta. Lo haremos centrándonos en el modo de presentarlas de acuerdo con unos principios gnoseológicos que consideramos decididamente humanistas; analizaremos la forma en que Cervantes los construye y los dispone en la trama, las relaciones en que coloca a los personajes en el cuadro funcional de la obra, la conducta que siguen y las ideas que mantienen sobre sí mismos y sobre su entorno en el mundo de ficción de la novela. Todos estos extremos responden, según creemos, a una visión humanista del mundo, con sus posibilidades y sus limitaciones, y a un modo de considerar las posibilidades gnoseológicas del hombre.

El arte y la filosofía humanistas hacen un discurso que no se apoya en lo transcendente, porque quieren moverse en los límites terrenales del hombre. El Humanismo no parte, o al menos no tiene por qué partir, de una negación de lo transcendente, como parecen interpretar algunas historias del pensamiento, pero quiere separar el ámbito del conocimiento humano del ámbito de la fe, y para ello da un giro a la cultura orientándola hacia un mundo cuyo centro es el hombre, y cuyo sujeto de investigación y de creación es también el hombre: intenta saber hasta dónde puede llegar el entendimiento humano sin el apoyo o el respaldo de la fe. De aquí el uso del término Humanismo al hacer referencia a la cultura que se basa en esta idea y del término Humanidades para referirse a las ciencias y a las creaciones humanas. El Humanismo trata de investigar y de alcanzar un conocimiento cuyas coordenadas sean sólo las del hombre.

El término Humanismo, que en principio hace referencia a esta nueva actitud, se ha hecho impreciso y complejo en el tiempo, por las relaciones en las que fue utilizado y por las connotaciones que ha ido acumulando. Los matices que lo enriquecieron, a la vez que lo hacen un tanto difuso, son diversos y lo han abierto a muchas acepciones, todas ellas vinculadas a su historia desde la época grecolatina hasta el Renacimiento italiano, en que se especifica en unos contextos culturales nuevos; éstos parecen los más conocidos y difundidos hoy en la historia de la cultura occidental, a pesar de que se habla también de formas de Humanismo en relación con movimientos ideológicos, sociales y políticos actuales.

Encontramos expresiones relacionadas con el término Humanismo desde antiguo: Studia Humanitatis se encuentra en autores clásicos, por ejemplo, en Cicerón, y persisten en la Edad Media como Humaniores Litterae o Humanitas (XIV) para denotar el conjunto de disciplinas que recogen y transmiten la cultura grecolatina (Gramática, Retórica, Poesía, Historia y Filosofía moral), que se supone basada en el hombre y destinada a él. Del término Humanitas proviene el italiano Umanitá, el francés Humanités, el inglés Humanities y el español Humanidades, que se generalizan en el Renacimiento. Cervantes en el cap. XVI del Quijote habla de «letras humanas», y en el episodio de la Cueva de Montesinos pone como guía a un «humanista».

El término humanista, paralelo en la norma de la lengua española a jurista, artista, canonista, etc. designaba al maestro en las disciplinas de Humanidades. La actividad docente y las ciencias culturales, desarrolladas por y para el hombre en los límites que le impone su propia naturaleza, están, pues, en la base etimológica del término «Humanismo», en sus primeras acepciones, y constituyen el puente entre la época medieval, que lo aplica a disciplinas formalizadas y concretas, y la época renacentista, que da al término nuevos contenidos, también relacionados con el saber y el conocimiento del hombre, pero más específicos. Y a éstos nos referiremos.

En Italia, el Humanismo como movimiento cultural aparece a mediados del siglo XIV, y tiene como uno de sus rasgos relevantes, además de su interés por el hombre, una gran admiración hacia la cultura clásica, desarrollada por el hombre antes de su orientación transcendente aportada por la cultura judeocristiana; de esa admiración por lo griego procede un intento de recuperar la paideia, el modelo de educación acorde con los ideales de la Grecia clásica, orientados hacia una formación integral de la persona y del ciudadano. El Humanismo ya no se vincula sólo a la actividad docente (maestro de humanidades), sino que se refiere preferentemente a un ideal de educación.

Los humanistas italianos se alejan, pues, de la figura del maestro de Humanidades que enseña unas disciplinas, para convertirse en hombres que son modelo de vida y mantienen una determinada actitud ante el hombre. El humanista, educado en la cultura clásica, es, en su comportamiento social y de relación, exquisito, elegante en el uso de la lengua hablada y escrita, conocedor de otras lenguas, refinado en sus modales, de buen tono y, sobre todo, respetuoso con sus interlocutores, a los que considera iguales, y con los que mantiene diálogos de todo tipo. En otro aspecto, en el intelectual y gnoseológico, el humanista es consciente de que el conocimiento que puede adquirir sobre el mundo y sobre el hombre es relativo, porque es humano, y no puede aspirar a la certeza y a la verdad absoluta, como el que se apoya en la fe, en los textos sagrados y en el criterio de autoridad. Y en la tarea de conseguir este ideal, que se inició, como hemos dicho, a mediados del siglo XIV en Italia, se ocuparon los países europeos en los siglos XV y XVI. El arte pictórico y escultórico, y desde luego, el arte literario de Cervantes, particularmente en el Quijote, están penetrados de ideas humanistas, de figuras humanistas, de problemas planteados y resueltos desde las perspectivas humanistas.

El método que sigue el Humanismo renacentista para lograr la formación integral del hombre es fundamentalmente la ciencia filológica, es decir, el estudio de la lengua y la literatura clásicas, pues lengua y literatura son espejos de vida y modelos inspiradores de conductas humanas. La lengua, depósito del saber, y la literatura, mimesis de la realidad humana, constituyen el camino para alcanzar la cultura humanista. El valor pedagógico de la obra literaria fue reconocido en el Renacimiento con el mismo entusiasmo que en la cultura clásica, cuando las clases se apoyan en la lectura y comentario de las obras de los grandes autores. La literatura se convierte en maestra de vida, dado el papel que le asigna la pedagogía humanista.

En el afianzamiento y desarrollo de esta idea tiene especial relieve la figura de Petrarca (1304-1374) que muestra gran entusiasmo por la recuperación de obras latinas (de Tito Livio, de Virgilio), en su imitación (De vins illustribus, De rerum memorandum...) y en su proyección pragmática hacia la vida cotidiana; sus epístolas Familiares y el De remediis muestran cómo las humanidades tienen una vertiente vital, en contraste con los estudios académicos realizados especialmente por la cultura y las quaestiones disputatae que en la Sorbona aún siguen los métodos escolásticos medievales. La nueva orientación de la cultura, inspirada en la clásica, se advierte en el progresivo abandono de las cuestiones de palabras y en la proyección pragmática hacia la vida cotidiana.

A Petrarca seguirán otras figuras relevantes que mantienen los mismos ideales; entre ellas L. Valla (1407-1457), que también rechaza la escolástica por su excesivo formalismo lingüístico y procura la vuelta a la cultura clásica en los studia humanitatis. Valla además intenta conciliar el mundo clásico con la fe cristiana y aplica los métodos filológicos al conocimiento y exégesis de los textos del Nuevo Testamento, abriendo así nuevas posibilidades de la ciencia filológica. La filología, apta para el análisis de los textos clásicos, resulta también pertinente para el estudio de los textos bíblicos, y para el descubrimiento del sentido histórico del hombre y de la cultura, pues relativiza las verdades al situarlas en el tiempo de los textos, y en la respectiva cultura que los produce.

Puede afirmarse que a finales del siglo XV el Humanismo como ideal de vida culta y de hombre culto está consolidado en Italia. En el XVI será seguido con entusiasmo en otros países europeos, por figuras como Erasmo que, continuador del pensamiento de Petrarca y Valla, ejercerá una gran influencia en la cultura europea, según se deja sentir en el relieve cada vez mayor que adquieren los studia humanitatis en la formación integral del hombre, en el rechazo a la filosofía escolástica y sus cuestiones de palabras, y en la atención a las lenguas originales, clásicas y bíblicas.

En España, ya en el siglo XV, se abre camino y se asienta el Humanismo, con la figura sobresaliente de Nebrija y con el favor de la Reina Isabel, a la que sigue la corte; se traen preceptores humanistas italianos para educar al príncipe don Juan y a los hijos de los nobles. Aunque a la muerte de los Reyes Católicos y de Nebrija (1522) decae el interés por los studia humanitatis, se revitalizará en la segunda mitad el siglo XVI, en las universidades, con la investigación-sobre autores clásicos y textos bíblicos.

Señaladas las líneas fundamentales del panorama que se abre para la cultura española, no tenemos intención de hacer una historia del Humanismo español, de sus autores, o de las obras, que son muchos y de relieve, nos limitamos a presentar el marco general italiano y el más inmediato español como referencia a la creación literaria, beneficiada del conocimiento de la literatura grecolatina, principalmente en los géneros que alcanzaron mayor cultivo en el mundo clásico, el teatro y la épica, que fueron también los que suscitaron las reflexiones más profundas y los comentarios críticos y teóricos más ricos. Nos interesa mucho destacar que el conocimiento de las Poéticas y Retóricas, sus comentarios y las discusiones sobre los temas más relevantes, están presentes o latentes en las más grandes creaciones literarias españolas, y también lo están los conceptos más interesantes, problemáticos y discutidos de la teoría literaria: el mito, los caracteres, la mimesis, la catarsis, la verosimilitud, los géneros literarios, la diversidad de estilos, el ritmo del discurso, etc.

Los conceptos literarios humanistas, planteados en la teoría de la tragedia y luego de la poesía mélica (lírica), se trasladan al género narrativo, y Cervantes los acoge particularmente en el Quijote, donde los encontramos en el trasfondo de la trama, como una teoría incipientemente sistematizada que explica los relatos, la disposición de las categorías narrativas y el modo de construcción de los personajes, basados en los principios gnoseológicos del humanismo, que se discuten bajo la envoltura anecdótica de varios episodios.

A veces las ideas humanistas, ya lo hemos advertido más arriba, son difíciles de identificar textualmente, porque no son partes cuantitativas de la obras; es preciso partir de una abstracción, y ver cómo se manifiestan discrecionalmente en el modo de presentar los motivos narrativos, en el ser y el actuar de los personajes, en el modo de construirlos, en las conductas que constituyen la trama de la novela, en el desenlace de los conflictos que permite inducir el sistema de valores subyacente... Los análisis permiten identificar conceptos humanistas en las unidades y categorías narrativas del Quijote, aunque no podamos señalar un término, una frase, una proposición, que refleje directamente el pensar humanista o su sentido de la vida. El modo en que se dice que los personajes se conocen entre sí, o conocen la verdad de una historia, el modo en que reconocen la dificultad de alcanzar las verdades, la falta de seguridad de los propios conocimientos, precisamente por ser humanos y no buscar el respaldo de lo divino revelado, y el hecho de que admitan la posibilidad de otras verdades tan legítimas como la suya, responde, sin duda, a ese sentido humanista y es el tema de nuestro análisis.

Podemos afirmar, sin embargo, que el humanismo del Quijote no se manifiesta sólo en «indicios», ni es un vago «humanismo erasmizante», como se ha dicho; el discurso de la novela, la materia narrativa y su disposición sintáctica (disposition), sus personajes, la visión del tiempo y del espacio, es decir, las categorías y unidades del relato, responden a una visión humanista: el humanismo selecciona los contenidos y está latente en los motivos narrativos y en la forma en que afrontan el problema del conocimiento, de la verdad y de la certeza. Cómo son, qué perspectivas de conocimiento y de actuación tienen estos personajes, y qué valores gnoseológicos les dan coherencia, es decir, cómo sus funciones literarias los configuran y cómo acceden al saber en su mundo de ficción, serán los aspectos que analizaremos para mantener la tesis del humanismo gnoseológico de la novela cervantina.

La cultura, cuando decide situarse en un ámbito exclusivamente humano, cuando quiere comprobar hasta dónde es capaz de llegar con las luces exclusivamente humanas, elige la inseguridad como compañera de camino, tanto en el arte como en la investigación. No hay razones para considerar que la verdad humana es indiscutible: las verdades del hombre son siempre relativas. Frente a la verdad divina, que es una, e indiscutible, y no admite controversia o inseguridad, la verdad humana es siempre relativa e insegura, porque cada hombre tiene la suya. La cultura teocéntrica y la cultura antropocéntrica son muy diferentes en sus posibilidades de certeza, y esto repercute fuertemente en las creaciones literarias, en el modo de manifestarse el discurso, en sus unidades sintácticas y en su significado.

La cultura medieval y la renacentista pueden manifestar sus principios gnoseológicos más generales como trasfondo de sus creaciones literarias: para la medieval la verdad es una, la divina, y el criterio de autoridad es decisivo en este sentido; los hombres pueden equivocarse, el texto sagrado, no. El Renacimiento quiere alcanzar las verdades de los hombres, que no pertenecen a la fe, sino a la ciencia, a la investigación, al arte; todos los hombres, en principio tienen la misma credibilidad, ninguno, a no ser que la adquiera, tiene más autoridad que otro, y gnoseológicamente todos parten de las mismas condiciones; el diálogo puede propiciar el conocimiento más fiable mediante la coincidencia, no por la imposición. Por naturaleza, todos los hombres tienen las mismas posibilidades y la misma autoridad en sus opiniones; el estudio y la dedicación pueden mejorar a unos frente a otros y conferirles mayor autoridad.

Este es el punto de partida del Humanismo para fundamentar una teoría del conocimiento, una gnoseología general. Cervantes, en la segunda parte del Quijote plantea, en la forma en que lo hace la novela, es decir, no teórica y sistemáticamente, sino mediante las anécdotas, cómo es posible el conocimiento, de qué vías (experiencia, sentidos, memoria, fantasía, información, etc.) dispone el hombre, qué grado de certeza puede adquirir con las percepciones y la argumentación y cómo han de ser las interacciones de los personajes en cuanto al respeto que se deben por sus ideas, sus opiniones, sus modos de ver y de verse; cómo pueden enfocarse las contradicciones o las coincidencias en los conocimientos respectivos. Un muestrario de situaciones pondrán al lector ante las diversas posibilidades de conocimiento y de certeza.

El tema gnoseológico me parece central para comprender el humanismo de Cervantes. No estamos ante una doctrina epistemológica formulada sistemáticamente, sino ante las posibilidades empíricas de un hombre, un personaje, para acceder al conocimiento de sí mismo, de los otros, del mundo que lo rodea, de los mundos de ficción que crea y de los conceptos que alcanza.

De la modernidad de Cervantes nadie duda; sobre su humanismo, y sobre su erasmismo, se han dado diversas opiniones. Ciríaco Morón Arroyo («Erasmo y el texto del Quijote», en Cervantes. Estudios en la víspera de su centenario, I. Kasselx Reichenberger, 1994, 173-195) denuncia la falta de precisión con que M. Bataillon habla de la influencia de Erasmo en Cervantes. Bataillon afirma que «las grandes obras de Cervantes [...] fundan verdaderamente la novela moderna y al mismo tiempo están bañadas por el espíritu del Renacimiento como por los rayos de un sol poniente», pero confiesa que no encuentra en los textos cervantinos signos claros, sino sólo indicios, y que «las tendencias literarias de Cervantes son las de un ingenio formado por el humanismo erasmizante».

Sin embargo, mantenemos la tesis de que, aunque el discurso de la novela cervantina no ofrezca afirmaciones expresas sobre su humanismo, y en ningún momento encontremos afirmaciones que anuncien que va a seguir los cánones del humanismo, los personajes están construidos desde una clara visión humanista y el modo en que se tratan y acceden al conocimiento sigue pautas humanistas. Lo demuestra el análisis de motivos narrativos y de actitudes en algunos pasajes del Quijote, quizá mejor que otras unidades de la gran novela, como puede ser el sentido o vivencia del tiempo o del espacio, que parece más tradicional, según hemos demostrado en otra ocasión (Bobes, C. «El tiempo como unidad sintáctica del Quijote», en Cervantes. Estudios en la víspera de su centenario. I. Kassel. Ed. Reichenberger. 1994. pp. 125-143).

En las referencias directas al humanismo, Cervantes muestra cierta sorna, en el capítulo XXII de la segunda parte del Quijote, que no parece que tenga nada que ver con el sentido del humanismo que tiene asimilado al dibujar a sus personajes, sus actitudes y su conducta. Mientras se encaminan hacia la aventura de la Cueva de Montesinos, punto donde se cruzan el mundo de la locura de Don Quijote y de la normalidad de Sancho a través de la categoría del tiempo, el caballero pregunta al hombre que les sirve de guía, «de qué género y calidad eran sus ejercicios, su profesión y sus estudios», y él contesta que «su profesión era ser humanista; sus ejercicios y estudios, componer libros para dar a la estampa, todos de gran provecho y no menos entretenimiento», como uno sobre las libreas, otro que imita a Ovidio, otro sobre Virgilio Polidoro. Parece que ni Sancho toma muy en serio lo de ser humanista, si escribe tales libros, y le pregunta con sorna si no ha escrito algo sobre el primero que se rascó la cabeza, que según todos los indicios racionales debió de ser Adán. Y no obstante este pasaje, en el que no falta una dosis de burla, los personajes del Quijote, al menos los más destacados, son construidos desde una perspectiva inequívocamente humanista. Parece que junto al sentido serio del término «humanista» interiorizado por Cervantes, son compatibles burlas como la de este capítulo.

Leí por primera vez el Quijote y luego repetí esa forma de lectura, como suelen leerse los relatos, con «complejo de marido de Scherazade», es decir, pendiente de lo que iba a pasar, de las acciones y sus inminentes consecuencias, hasta que en el año 1991, la editorial Reichenberger proyectó un Homenaje a Cervantes. Estudios en la víspera de su centenario para el que me pidieron colaboración. Me decidí entonces, dejando las acciones como elemento estructural de la fábula y su trama y buscando el sentido del cronotopo, a analizar un episodio que me inquietaba particularmente, porque entendía que en él se iniciaba la crisis de identidad del protagonista y marcaba el paso de la locura a la cordura; me refiero al episodio de la Cueva de Montesinos. Sobre el tema escribí «El tiempo como unidad sintáctica del Quijote», que he citado más arriba. Me pareció entonces que la secuencia de episodios de la segunda parte adquiría un sentido nuevo, si se leía como una estructura sistemática del tema gnoseológico, y no sólo con disposición acumulativa.

Los episodios de la primera parte del Quijote se enhebran con una disposición acumulativa. Las dos salidas de la primera parte incluyen los episodios mediante la técnica del enhebrado (enfilage): su unidad está garantizada por la presencia continuada de los protagonistas, que hacen la función de hilo conductor; el azar parecía la única causa del orden y aparición de los motivos, cuya unidad provenía de los sujetos: don Quijote solo, o acompañado de Sancho, encuentra en la venta de Juan Palomeque o en los caminos, una aventura detrás de otra, en forma imprevisible, sin atenerse a una estructura interna que dé sentido al orden. La disposición de esa parte es narrativa y corresponde a un viaje: el protagonista sale a buscar aventuras y la narración articula en unidad las acciones como experiencias del mismo viajero, en la ida y en la vuelta, con centro general en la venta. El artificio sintáctico no es otro en la dispositio de la primera parte de la novela.

Sin embargo, hay en el Quijote una estructuración interna que confiere a los episodios de la primera parte unidad de tipo pragmático, por la relación que mantienen con los protagonistas. En todos los motivos (molinos, rebaños, venta...) el pacto narrativo exige distinguir un mundo real y un mundo de ficción, el primero corresponde al entorno en que se mueven los personajes, y Sancho es su intérprete adecuado, junto con los personajes que pululan por el espacio manchego; en el segundo vive don Quijote sus fantasías caballerescas desde las que interpreta la realidad. Un hecho del mundo real: los molinos que mueven sus aspas, los rebaños que caminan con ruido y con polvo, ofrece los mismos síntomas y los mismos indicios a don Quijote y a Sancho. Ambos perciben tamaño grande y movimiento, ruido y polvo, pero a partir de la misma percepción, en el camino hacia la interpretación, Sancho no se aleja de la realidad empírica, e interpreta que son molinos y rebaños, mientras don Quijote deriva hacia su mundo de fantasías caballerescas, y ve gigantes y ejércitos, y cree que la venta es un castillo con sus caballeros y sus damas: es la interpretación propia de un paranoico, que distorsiona la realidad y sus síntomas como principio del conocimiento empírico. La repetición del mismo proceso interpretativo divergente ante las mismas percepciones, da unidad a los episodios, y justifican la compositio de la obra, aunque no su orden textual, pues no hay entre ellos una gradación, una contraposición, un conjunto de variantes: todos los episodios repiten la misma estructura, de la que toman su unidad pragmática, pero podrían tener otro orden.

Los episodios de la segunda parte pueden ser leídos con el mismo pacto narrativo, aunque don Quijote no cae tan frecuentemente en sus incursiones hacia el mundo de la caballería e interpreta que la venta es una venta y que la casa de don Diego de Miranda es efectivamente la casa de un hidalgo manchego y en ningún caso cree que está en un castillo.

El esquema sintáctico del viaje y la presencia de los mismos personajes que enhebran aventuras sigue siendo la disposición general de la novela en la segunda parte. Pero me parecen posibles otras lecturas que explican la unidad de un conjunto de capítulos y de motivos narrativos, que pueden ser interpretados en un marco epistemológico, como variantes posibles de situaciones y procesos de conocimiento, tal como se plantean en la cultura humanística.

A esta posible lectura epistemológica responden varios capítulos anteriores y posteriores al de la Cueva de Montesinos, cuyo sentido del tiempo había analizado. Empieza la serie en el episodio del Caballero de los Espejos, sigue con el de don Diego de Miranda, con las bodas de Camacho, con toda la trama transversal del encantamiento de Dulcinea y las aventuras en el palacio de los duques, y puede extenderse hasta el desenlace de la obra. La secuencia encuentra unidad de lectura, si interpretamos los distintos motivos narrativos como variantes que cuestionan parcialmente las posibilidades del conocimiento humano, en problemas concretos sobre la experiencia y los sentidos como fuentes del saber, la interpretación de las percepciones, la posibilidad de que la propia memoria apoye certezas, que la información de otros sujetos permita la seguridad necesaria para o por la información sobre los datos y su selección, la elección del objeto de estudio y sus límites, la certeza o la inseguridad del conocimiento, etc.

Podemos comprobar, que cada uno de los episodios es una variante de esta cuestión general, que plantea uno de los aspectos del conocimiento y vamos a analizarlos en su especificidad para mostrar que es así y que esta lectura que proponemos está avalada por el texto del Quijote.

El Quijote es una «novela de personaje» desde su título, como corresponde al género de caballerías, cuyos relatos suelen titularse con el nombre de su protagonista. En tales novelas, los motivos de la trama siguen una técnica acumulativa y las aventuras se suceden sin grandes variaciones; en ellos el protagonista muestra reiteradamente su valor, el amor a su dama, su firmeza, su discreción, su generosidad, etc. Los motivos de la primera parte del Quijote parecen responder a la disposición acumulativa, y tienen la funcionalidad de perfilar el modo de ser del personaje. Las aventuras en la venta, la de los molinos, la de los rebaños, según hemos dicho, sufren una desviación en las interpretaciones de don Quijote, y repiten la reacción de un paranoico. Es decir, podemos leerlas en función del personaje.

En la segunda parte don Quijote ha cambiado, y se enfrenta a la realidad interpretando adecuadamente su percepción de los hechos, y, con frecuencia, son otros los que proponen o imponen interpretaciones caballerescas, simplemente porque han leído la primera parte y quieren seguirle la comente al loco. En la lucha con el Caballero de los Espejos, quien urde el engaño no es don Quijote, es Sansón Carrasco. Tanto don Quijote como Sancho ven fehacientemente que el Caballero de los Espejos y su escudero son sus vecinos Sansón y Tomé. Pero esta realidad evidente a los sentidos no encaja con el hecho de que venga en plan de lucha, de enfrentamiento, pues, como razona don Quijote, Sansón no tiene ningún motivo contra él: no hay explicación para el cambio, a no ser acudiendo a lo maravilloso, a los encantamientos. Alguien ha cambiado el ser manteniendo las apariencias y, por tanto, el conocimiento empírico falla totalmente. Los sentidos pueden engañar al sujeto e impedir el conocimiento: tanto don Quijote, loco, como Sancho, cuerdo, están perplejos ante tal situación.

El Caballero de los Espejos y su narigudo escudero alcanzan a don Quijote y Sancho cuando es de noche y no pueden verlos. El de los Espejos viene a desafiar a don Quijote a quien ya había vencido otras veces, según dice. Esto demuestra que hay un fingido don Quijote por el mundo, puesto que el verdadero nunca había topado antes con el de los Espejos y está seguro de que es así. La trama está preparada con coherencia en todos sus detalles para presentar ese problema del conocimiento que se inicia en las percepciones sensoriales; no es mera casualidad que el encuentro se realice por la noche, de modo que los conocidos no puedan ser reconocidos. Cuando se entabla la lucha y don Quijote derriba contra todo pronóstico al de los Espejos, al quitarle la celada, aparece Sansón, y el desesperado y alarmado escudero, después de quitarse la nariz, que tan atemorizado tenía a Sancho, resulta tener la apariencia de Tomé Cecial, el vecino puerta a puerta de Sancho. Esto es lo que descubren los sentidos, y sobre esa percepción se inicia la experiencia, que confirma la memoria. Sin embargo, todo ello contradice las posibles explicaciones: ¿qué sentido tiene que Sansón y Tomé entren en la caballería y sigan a don Quijote y luchen con él? Algo falla, y se hace necesario en buena lógica acudir a un recurso que lo explique, ya que los pasos que llevan al conocimiento humano están muy alterados: se trata de encantamientos; el mismo encantador que pone en circulación Quijotes fingidos, anda distribuyendo por La Mancha Sansones y Tomés cuyo vencimiento no puede dar gloria a don Quijote. Don Quijote no interpreta las percepciones contradictorias directamente en su mundo de ficción, y acude a la lógica caballeresca.

El discurso de la novela inicia con ésta una serie de escenas en las que la percepción directa, la interpretación fisiognómica, la certeza del conocimiento apoyado en los sentidos y en la memoria va a ser cuestionada. Aquella forma de conocimiento seguro que el personaje tiene respecto a los otros que pueblan su mundo de ficción y el pacto narrativo que el lector admite cuando el narrador remite al ser interior de sus creaturas mediante sus rasgos externos, empieza a tambalearse. Los personajes emergen ahora de modos de conocimiento que son relativos, inseguros, dudosos, porque falla la seguridad en la percepción, falla la memoria y falla el discurso que los eleva a prototipos, pues también el discurso y el prototipo son inseguros.

Las aventuras que se suceden después del encuentro con el Caballero de los Espejos, no responden al azar, una detrás de otra, son una serie de motivos para discutir, matizar y perfilar las posibilidades del conocimiento humano, y se mueven con toda la inseguridad que procede de la actitud humanística. La posibilidad de que el hombre llegue a conocimientos ciertos es muy discutible, todo lo más puede formular opiniones, establecer acuerdos o consensos cuando coinciden varios en ver e interpretar los mismos hechos. Las anécdotas, analizadas desde este punto de vista, ofrecen una lectura nueva y sugerente de estos capítulos del Quijote.

El problema del conocimiento, en sus variantes, se inicia cuando los personajes dudan de su propia percepción de la realidad, en este episodio del Caballero de los Espejos, y continúa con otras escenas en las que falla la información, la memoria, la credibilidad, la posibilidad de hacerse una idea segura ante hechos que son o parecen contradictorios, como en la historia de don Diego de Miranda; ante hechos fingidos por los hombres, como en el episodio de las bodas de Camacho; ante las lógicas del sueño o de la fantasía, como en la Cueva de Montesinos; ante situaciones que se presentan como fantásticas, como el Retablo de Maese Pedro, o tantos en casa de los duques. Y no basta el consenso, como podría darse en el encantamiento de Dulcinea que Sancho inventa, don Quijote ratifica y finalmente la duquesa impone, porque pueden interferir con intereses, con la necesidad de ser creído, o con deseos de burla. La construcción ideal de Dulcinea, su encantamiento, su realidad empírica (Aldonza), responde también a un estudio de las limitadas posibilidades de certeza de los conocimientos humanos.

Don Quijote y Sancho ven el parecido evidente que hay entre el Caballero de los Espejos y Sansón Carrasco, entre su escudero y Tomé Cecial, pero por otras razones no pueden dudar de que son personas diferentes, por tanto, no cabe más que decir que todo es obra de encantadores. La certeza, basada en la experiencia, ha fallado y el hombre no puede explicar racionalmente cómo puede ser eso: el recurso al encantamiento es la única salida. Y después de este episodio, empieza precisamente el de Don Diego de Miranda, en el que la vía empírica del conocimiento no basta para formar juicio, ni por don Quijote, ni por don Diego, ni por su hijo don Lorenzo, a pesar de que era universitario por Salamanca.

Cervantes analiza los problemas del conocimiento como puede hacerse en la obra literaria, en casos concretos, con anécdotas que son expresión de posibles teorías. No podemos analizar todos los motivos enumerados que plantean el tema gnoseológico, vamos a detenernos, como modelo, en el episodio de don Diego de Miranda y vamos a resumir las posibilidades del encanto de Dulcinea para apoyar las tesis de lectura que proponemos. Todos los demás motivos que hemos enumerado podrían estudiarse también en sus variantes, pero alargaría mucho el texto, sin aportar diferencias sustanciales a la tesis general.

El modo en que don Quijote encuentra a don Diego, la percepción de sus respectivas apariencias, las vías que tienen para conocerse y las certezas o dudas que el conocimiento les ofrece, son detalladas en el discurso, que lleva a la conclusión de que no funciona la lógica de la inferencia, ni del argumento, y sólo parece posible la lógica de la perplejidad: cada uno de los dos personajes tiene sus ideas y no encaja la de uno en la del otro; los dos se maravillan y no parece posible salir de ese estado anímico, no obstante todo está presidido por el respeto humanista: todas las opiniones son respetables, pero ninguna se erige en conocimiento cierto.

El encuentro de don Diego de Miranda con don Quijote es directo: visual y auditivo; el narrador los pone frente a frente y van a ser ellos mismos los sujetos y objetos de la percepción y quienes ofrezcan datos y emitan informaciones recíprocamente. El episodio es uno de los más minuciosos y claros en la presentación del proceso de conocimiento del hombre por el hombre, y el desenlace es pesimista: a pesar de que las vías de acceso de que disponen para alcanzar un conocimiento seguro son varias: la percepción directa, los informes de cada uno sobre sí mismo y sobre su sistema de valores, las acciones, y la convivencia de varios días, la participación en el mismo tiempo, en unos espacios semejantes, en una situación social parecida (ambos son hidalgos lugareños y labradores acomodados) no conducen a un conocimiento claro, no alcanzan certeza alguna por parte de los otros, los sujetos no comparten horizonte de expectativas, no están seguros de nada, y desde luego se separan sin que intervenga el narrador para aclarar las cosas y su consejo es que cada lector, en su discreción, juzgue y deduzca lo que le parece más razonable.

El lector no conoce aún a don Diego; sí conoce, a esta altura del relato, que entra en el capítulo XVI de la segunda parte, a don Quijote. El texto se abre con una interacción visual entre don Quijote y don Diego, que se justifica por la admiración que la figura de uno produce en el otro, y se añade al interés que, provocado mediante recursos estilísticos sutiles, adquiere este pasaje ante el lector. Ambos personajes se resultan raros, fuera de lo ordinario y experimentan a la vez que originan desconcierto, perplejidad, admiración, curiosidad; si fuesen normales no surgirían problemas de interpretación, pues entrarían en los cánones consabidos como prototipos y el juicio los identificaría con los modelos propios del tiempo y del espacio manchego por donde se mueven, incluido acaso el de «extravagante». La percepción, una vez superada la perplejidad, abre el diálogo, con la posibilidad de opinar, de preguntar, de explicar y en ningún caso de rechazar. El conocimiento que el humanismo reconoce para el hombre es un conocimiento relativo, sin certezas absolutas, que no tiene las ayudas exteriores que pueden proceder de una autoridad reconocida como indiscutible. El episodio de don Diego de Miranda ocupa dos capítulos, a partir del XVI; transcurre en varios días, varios ambientes, diversas conversaciones, y actitudes recíprocas: se inicia con la perplejidad de los dos protagonistas, y termina sin que ninguno de ellos alcance la certeza. Don Diego, cuando se despide de don Quijote, al final del capítulo XVIII, no sabe si despide a un loco cuerdo o a un cuerdo loco, y don Quijote marcha más agradecido por el buen trato que preocupado por el ser de don Diego y de su hijo Lorenzo, a los que renuncia a ilustrar, y encomienda a Dios que les haga salir del error en que están en no reconocer que existen caballeros andantes. Veamos por partes:

Don Quijote camina con Sancho mientras van comentando el extraño parecido entre Sansón Carrasco y el Caballero de los Espejos, entre Tomé Cecial y el escudero. Claramente se advierte la intención del narrador de relacionar los dos episodios.

El problema del conocimiento se inicia en el episodio de don Diego de Miranda desde el momento de su encuentro con don Quijote y sigue paso a paso paralelo a la narración. Primero se hace la presentación minuciosa del hidalgo:

«en estas razones estaban cuando los alcanzó un hombre que detrás dellos por el mismo camino venía sobre una hermosa yegua tordilla, vestido un gabán de paño fino verde, jironado de terciopelo leonado, con una montera del mismo terciopelo [...]. La edad mostraba ser de cincuenta años; las canas, pocas, y el rostro aguileño; la vista, entre alegre y grave; finalmente en el traje y apostura daba a entender ser hombre de buenas prendas».

La última frase, «en el traje y apostura daba a entender ser hombre de buenas prendas» indica la posibilidad de acceder al ser de la persona a partir de la apariencia externa, es decir, el conocimiento fisiognómico. Pero esta perspectiva, que tanto explotaron el teatro y la novela, queda pronto en entredicho: los indicios externos no conducen al conocimiento del hombre, sino a causar perplejidad. El personaje se acomoda al paso de don Quijote, a petición de éste para ir juntos, si es que llevan el mismo camino, como efectivamente lo llevan, y empieza la observación previa al conocimiento del uno por el otro:

«detuvo la rienda el caminante, admirándose de la apostura y rostro de don Quijote, el cual iba sin celada».

A estas alturas del relato el lector no necesita que le describan la figura de don Quijote, y la admiración que produce, y únicamente es necesario decir que su cara se dejaba ver, puesto que no llevaba celada, y cuando más adelante el Caballero describe los rasgos de su apariencia que él sabe que causan asombro en los que lo ven por primera vez, lo hace para intensificar el efecto y para que el lector advierta de modo directo lo que está viendo el del Verde Gabán. Los dos personajes son muy extraños y suscitan curiosidad inevitablemente. Cervantes, en un contraste de dos excepciones, toma principio para justificar juicios y valoraciones y para presentar ante el lector el dilema del decoro literario. Lo que cada uno de ellos ve en el otro no se acomoda a lo que el decoro pragmático pide. Los dos caballeros, frente a frente, se resultan extraños, pues ni uno ni otro tienen correspondencia con los tipos que solían andar por los caminos en la época; no se veían caballeros andantes como don Quijote, ni eran frecuentes gabanes de color verde como el de don Diego, y hay que ver las veces que el narrador insiste en el color, para destacar su rareza. El efecto es inmediato y ambos se miran, se suspenden y se admiran hasta maravillarse; cada uno trata de encajar al otro en un tipo, pero no son capaces de interpretarse, de leerse;

«si mucho miraba el de lo verde a don Quijote, mucho más miraba don Quijote al de lo verde [...].

Lo que juzgó de don Quijote el de lo verde fue que semejante manera ni parecer de hombre no le había visto jamás; admiróle la longura de su caballo, la grandeza de su cuerpo, la flaqueza y amarillez de su rostro, sus armas, su ademán y compostura: figura y retrato no visto por luengos tiempos atrás en aquella tierra».

El lector está perplejo y no sabe si con tanta admiración y tanta extrañeza los caballeros pueden sentirse molestos recíprocamente. El hombre humanista debe tener una educación exquisita, no extrañarse ante las disensiones formales o habladas, debe ponerse en lugar del otro; nadie es mejor, todos son hombres. Los dos son conscientes de la admiración que suscitan; don Quijote toma la iniciativa y lo declara abiertamente, a la vez que implica a don Diego, y así propicia el diálogo, pues «como era tan cortés y tan amigo de dar gusto a todos» (esto no lo ve su oponente, lo aclara el narrador omnisciente, y más adelante el lector verificará que don Diego no era tan delicado, ni tan sensible ante los sentimientos o curiosidades de los otros, como lo era don Quijote, y también que éste era un tanto guasón, y podía actuar con sorna, aunque por cortesía, en un primer momento, no la muestre), dice que él es caballero andante, y, dicho esto, sobran todas las explicaciones:

«esta figura que vuestra merced en mí ha visto, por ser tan nueva y tan fuera de las que comúnmente se usan, no me maravillaría yo de que le hubiese maravillado, pero dejará vuestra merced de estarlo cuando le diga, como le digo, que soy caballero «destos que dicen las gentes / que a sus aventuras van» [...]. Así que, señor gentilhombre, ni este caballo, esta lanza, ni este escudo, ni escudero, ni todas juntas estas armas, ni la amarillez de mi rostro, ni mi atenuada flaqueza, os podrá admirar de aquí en adelante, habiendo ya sabido quién soy y la profesión que hago».

Don Quijote se equivoca, ya que sus palabras y sus informaciones no acaban con la admiración y la sorpresa de don Diego, antes bien la aumentan, porque a los signos de apariencia que maravillan y sorprenden, hay que añadir las historias de caballeros andantes, que le maravillan aún más y le suscitan graves dudas: ¿existen caballeros andantes?, ¿existen en la actualidad?, ¿existen en la Mancha? El acceso al conocimiento para don Diego no tiene las escalas que le ofrecen los datos de don Quijote, y sigue tan maravillado y sorprendido y aún más desconcertado que antes con la alusión a caballeros andantes.

El respeto con que se miran, el tono apacible con que los caballeros se formulan las preguntas y acogen las respuestas, es fundamental para explicar el talante humanista y las teorías sobre el conocimiento. De momento hemos comprobado la eficacia semiológica de los signos de apariencia en la construcción literaria del personaje. La forma de presentarse, de admirarse, de entrar en diálogo, manteniendo la consciencia de la propia rareza y sin sobresaltarse ni alterarse por la rareza del otro, son signos de respeto y de humanismo. Ninguno cree estar en posesión de la verdad y admiten que al lado de la suya, hay otras verdades, que deben ser explicadas, no negadas ni excluidas, y esta actitud es humanista. El sentido que adquieren los personajes, por su aspecto, su conducta, su modo de razonar y de actuar, permite calificarlos de humanistas, y confirmar que están construidos con una visión humanista del hombre. Y también son humanistas las ideas sobre el conocimiento que se ejemplifican con el episodio.

Don Quijote se admira de la vestimenta del Caballero del Verde Gabán y éste se admira de la facha del Caballero de la Triste Figura. Es evidente que ninguno de los dos responde al canon de caballero español que se mueve por La Mancha a comienzos del siglo XVII, pero ninguno de ellos se burla del otro, ni lo descalifica; los dos hablan con cortesía, y siguen la lógica interpretativa que les permiten sus presupuestos pragmáticos y su buena crianza.

El proceso de conocimiento sigue su curso, sobrepasa la apariencia y se encamina al modo de ver la vida de uno y de otro; el lector comprueba que tienen ideas bastante diferentes sobre casi todos los temas que surgen en la conversación: el ser y el deber, la familia, los hijos, la amistad, el trabajo y el ocio, la vida diaria y las aventuras insólitas. La atención preside sus palabras, porque los dos quieren respetar y ser respetados en sus diferencias. El narrador los sitúa frente a frente, pero no enfrentados; sabe que la verdad del hombre es siempre relativa, que no hay un modelo único que deba prevalecer: cada hombre es como es y, en principio, no mejor que el otro, ni con más autoridad. El lector deberá situarse en actitud de comprensión ante las dos actitudes y puede valorar la que le parece mejor, pero el texto, en ningún momento, y menos a priori o en forma expresa, rechaza o hace prevalecer una. El relato mostrará que don Quijote tiene unas miras más elevadas que don Diego, que es más cortés, más valiente o más temerario, que tiene ideas admirables sobre las relaciones paternofiliales, aunque no tiene hijos, y que tiene, respecto a su oponente, virtudes compartidas: habla y deja hablar, es bien educado, es agradecido, es abierto a las confidencias y a las explicaciones.

Don Diego no cree en la existencia de los caballeros andantes y hasta cree inverosímil que haya alguien que lo crea; don Quijote no duda, porque sabe y está seguro de que los hay; don Diego además se queja de que se escriban y se lean novelas de caballería que realmente son ficciones que dañan las buenas costumbres; aquí se mete a censor. Don Quijote, sin agresividad, aunque con cierta sorna, afirma que hay mucho que decir sobre si son fingidas o no tales historias, pues bien lo sabe él.

Difieren, y mucho, los dos en lo que debe hacer un caballero no andante: las aspiraciones que don Diego de Miranda cumple en su vida diaria son, tanto en lo que se refiere al entretenimiento, como a la buena convivencia con vecinos, de corto vuelo: algún libro, pero no muchos, la pesca, la caza, pero sin pasión que exija mantener halcones o galgos, sólo algún perdigón manso o algún hurón atrevido, es decir, que cazaba perdices y liebres, como mucho; don Quijote tenía en su vida normal un galgo corredor, y se atreve gallardamente, como caballero andante, a desafiar leones («leoncitos a mi, y a tales horas»); don Diego tenía hasta seis docenas de libros, entre los profanos y los devotos, y su lectura preferida eran los de entretenimiento, siempre que no fuesen deshonestos, con lo que se limita mucho, porque de éstos había pocos en España; don Quijote, según se ha visto en el Donoso Escrutinio, disponía de bastantes libros, casi todos profanos y bastante discutibles para los cánones de don Diego, porque son de entretenimiento, son de caballería, y los lee con apasionamiento tal que pierde el juicio. El contraste entre los dos caballeros es grande: la mesura razonable de don Diego contrasta fuertemente con la desmesura admirable de don Quijote.

Las simpatías del lector se orientan, según me parece, al descomedido, a quien se eleva sobre lo normal. El poder de la literatura hace que el lector se salga de sus casillas, como se salió don Quijote, y prefiera su figura a la de don Diego, encamación del pequeño burgués, que vive a gusto con lo que tiene, si bien con alguna queja. Es posible que algún lector simpatice más con don Diego; Cervantes en ningún momento lo presenta como rechazable, se limita a insistir en su mediocridad frente a la grandeza y desmesura de su Caballero. En todo caso es cuestión de gustos, de empatía o simpatía, no de conocimiento y juicio cierto.

Si de las cuestiones de apariencia o de gustos, la historia pasa a temas más generales, las diferencias de criterio entre los dos caballeros son también notables. Don Diego afirma que pasa la vida con su mujer, sus amigos y sus hijos, que, comedido en todo, resultan ser uno, don Lorenzo. La forma de presentar al hijo que, sin ser malo, no es tan bueno como don Diego quisiera, y la afirmación de que sería más dichoso si no lo tuviera, es muy dura y sorprende al lector, porque hay pocos padres que digan tal cosa, y además las «maldades» del hijo se limitan a su pasión por la poesía. El padre no entiende que pueda dedicar tiempo a discutir si un epigrama de Marcial era o no era honesto, o si ha de entenderse que Virgilio estuvo acertado en tal ritmo o en tal verso. El ideal de vida de don Diego no admite esas disquisiciones, que no son malas en sí mismas, pero implican pérdida de tiempo. Si rechaza las novelas de caballerías por ser dañinas y peligrosas, ahora rechaza la dedicación a la poesía, porque es un entretenimiento no productivo. Don Quijote defiende el amor a los hijos, que son pedazos de las entrañas de sus padres y se deben querer como son, buenos o malos, por lo que aconseja a don Diego «que deje caminar a su hijo por donde su estrella le llama», y defiende también con garbo la poesía, por su virtud, nobleza y altura. Con tal discurso, «admirado quedó el del Verde Gabán del razonamiento de don Quijote, y tanto, que fue perdiendo de la opinión que con él tenía, de ser mentecado» (164).

Parece claro que los dos hidalgos están en desacuerdo y que el texto pone en contraste sus ideales de vida, pero deja de manifiesto la grandeza de don Quijote, aunque sea en su locura, y la mediocridad del pequeño burgués, aunque sea en su sensatez. Destacamos que, a pesar de estar en desacuerdo prácticamente en todo, la cortesía no les falla y el trato es siempre delicado: los humanistas saben que no hace falta coincidir para tolerarse. El canon y la verdad únicos pueden ser sustituidos por verdades personales y por cánones diversos en los que prevalece la visión de cada uno.

El narrador interviene para destacar la admiración que producía don Quijote con sus discursos, pero no dice nada de que don Diego consiguiese lo mismo: no hay alabanzas textuales para las ideas de don Diego sobre los hijos, sobre la poesía, sobre la novela de caballerías.

El paralelismo va abriéndose a distintos niveles; primero fue la apariencia externa: los dos caballeros son raros, pero eso no importa para iniciar su trato; luego es el modo de ser y de opinar sobre la familia, sobre la literatura: son muy diferentes, pero eso tampoco importa para la cortesía y hasta para la cordialidad. Ahora la confrontación va a establecerse entre la conducta de uno v otro ante un suceso que se sale de lo normal y es un repaso de las respuestas y reacciones de uno y otro. El capítulo XVII plantea la oposición, a propósito de la aventura de los leones, entre la valentía y la temeridad, la prudencia y el miedo', la locura y la cordura. Don Quijote se inclina, como era de esperar, por la desmesura, por lo extremoso; don Diego se decantará, como era de esperar, por la prudencia y el miedo, e intenta convencer a don Quijote de que no luche con los leones. Ante la insistencia del hidalgo, don Quijote adopta una firmeza total, que implica una valoración antes no expresada y no exenta de ironía; olvida un tanto su cortesía y aconseja a don Diego que se retire a sus cuarteles:

«Váyase vuesa merced, señor hidalgo, a entender con su perdigón manso y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su oficio» .

(168)



De todo el episodio, leído en clave gnoseológica, el lector saca en claro que la experiencia, los sentidos, los informes, el trato personal, no garantizan un conocimiento del interior del hombre. Un relativismo casi radical informa al lector de la incapacidad del hombre para conocer el interior de sus semejantes.

El episodio de don Diego ofrece muchos otros matices que se relacionan con las actitudes de los demás personajes y acciones.

La presentación del guía que lleva a don Quijote a la Cueva de Montesinos como humanista, se hace con una intención clara en ese camino de mostrar las posibilidades del conocimiento, para lo cual es importante elegir bien el objeto para que sea interesante, ya que lo trivial es mejor pasarlo por alto. El guía humanista perdía el tiempo en problemas sin importancia, por más que su investigación fuese buena. El método bien aplicado no garantiza que se alcance un conocimiento interesante, porque si el objeto no merece la pena, más vale dejarlo.

El conocimiento, aunque anclado en la vida, no debe entretenerse con cualquier trivialidad histórica o de palabras, como indagar quién tuvo el primer catarro o quien se rascó la cabeza por primera vez, y esto lo advierte hasta Sancho, admirado por los temas que estudia el «humanista». El conocimiento, movido por la curiosidad o por la necesidad, o por lo que sea, se refiere a las cosas, a las personas, a las relaciones, al lenguaje, etc. y busca, por su misma naturaleza, alguna forma de certeza, de seguridad. Para conseguirla se contrasta con la visión de los otros, pues hay diferentes posibilidades de conocimientos. Aceptada esta idea, se comprende que los personajes humanistas no son de una pieza, se hacen a medida que actúan (el hombre es hijo de sus obras, repetirá don Quijote, y hasta los seres ideales lo son, como Dulcinea) y cada uno mantiene una forma de ser, de actuar y de discurrir; su enfrentamiento con la forma de ser, de actuar y de discurrir de otro no es rivalidad, sino diferencia; cada uno se entera de lo que dice el otro, expone lo que él cree y se separan tan amigos. El narrador, aunque tiene también su opinión, no mediatiza a favor de una u otra postura; el lector oye, ve y saca sus conclusiones. La novela humanística ofrece una galería de retratos todos válidos, y ninguno en exclusiva, donde el lector ha de elegir uno o quedarse con el conjunto. El narrador, como un lector más, después del pacto narrativo de su desdoblamiento (autor, Cide Hamete; traductor, narrador), muestra su sorpresa, o su estupor ante personajes o acciones y sale en primera persona a un metarrelato donde habla directamente al lector, al que aconseja que haga lo que crea conveniente. En el episodio de los leones sigue el narrador este artificio de neutralidad presentativa:

«Y es de saber que, llegando a este paso, el autor de esta verdadera historia exclama y dice: "Oh fuerte y sobre todo encarecimiento animoso don Quijote de la Mancha [...] ¿con qué palabras contaré esta espantosa hazaña? [...]. Tus mismos hechos sean los que te alaben, valeroso manchego, que yo los dejo en su punto por faltarme palabras con que encarecerlos".

Aquí cesó la referida exclamación del autor, y pasó adelante, anudando el hilo de la historia...».

(171)



El Caballero aborda la aventura de los leones sin distorsionar la realidad: sabe que son leones, porque se lo dicen y porque los ve. Quizá la disposición de los motivos de la novela ha llegado a un punto en que se inicia en el héroe el cambio de la locura a la sensatez, según lo verificamos en el texto, donde dice: «hasta aquí llegó el extremo de su jamás vista locura» (172) y «Dios ayude a la razón y a la verdad» (172). Ahora don Quijote es loco de la voluntad: quiere hacer algo más allá de lo que la razón aconseja, pero no ve dragones en los leones, ve lo que son, leones.

Hasta ahora don Quijote se siente seguro en las coordenadas de tiempo, espacio y lógica discursiva que ha encontrado en el mundo de la caballería, donde lo tiene su locura, y así lo afirma en muchas ocasiones: sabe quién es, qué quiere, qué debe hacer como caballero y en contra de los encantadores, si se presentan. A partir de ahora comienza para don Quijote el camino hacia la razón, empieza la aventura del conocimiento. No es extraño, pues, que el motivo narrativo de los leones vaya justo detrás de la aventura del Caballero de los Espejos, donde la realidad traiciona a los sentidos, y justo antes del episodio de la Cueva de Montesinos, donde la fantasía traiciona a la experiencia. Creo que en estos pasajes del relato y bajo anécdotas más o menos diversas, está el clímax entre locura y cordura, entre ficción y realidad, entre la primera parte de la novela como sucesión y acumulación de motivos que ilustran la locura del héroe, y la segunda parte en la que se sigue un lento proceso de recuperación de la razón: las aventuras constituyen una ascensión progresiva, mostrando variantes sobre los modos de conocimiento, sobre los personajes, que se van situando en el entorno de don Quijote para mostrarle la realidad, el encantamiento y la locura. Los sentidos pueden engañar con Sansón Carrasco y Tomé Cecial; el tiempo ficcional en la Cueva de Montesinos se contrapone fuertemente al tiempo de la realidad, de modo que la experiencia y las coordenadas espaciotemporales crean las primeras dudas sobre la certeza del conocimiento sensible.

La lucha entre fantasía y verdad será la lucha entre don Quijote y don Alonso Quijano el Bueno, entre el personaje que vive en el mundo intemporal caballeresco y la persona que vive en el tiempo presente y en el espacio de la Mancha. Y el desenlace está cantado: cuando don Alonso Quijano advierta que don Quijote es la creación de su locura, la historia llegará a su fin.

En la aventura de los leones, don Quijote cambia su nombre de Caballero de la Triste Figura por Caballero de los Leones. El paso al nuevo mundo lo da don Quijote después de vencer al Caballero de los Espejos, cuando su autoestima ha subido mucho; con la aventura de los leones sube mucho más y él es consciente cuando le dice a Sancho:

«¿Qué te parece desto, Sancho? ¿Hay encantos que valgan contra la verdadera valentía?».

(173)



Volviendo a la perplejidad de estas situaciones en la que se mueven muchos de los personajes que rodean a don Quijote, recordemos que don Diego de Miranda no sabe qué pensar: ha oído a don Quijote palabras muy sensatas y lo ha visto hacer cosas de loco, aunque Sancho, en este punto concreto, le corrige que no es loco, es atrevido:

«En todo este tiempo no había hablado palabra don Diego de Miranda, todo atento a mirar y a notar los hechos y las palabras de don Quijote, pareciéndole que era un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo. No había aún llegado a su noticia la primera parte de su historia; que si la hubiera leído, cesara la admiración en que lo ponían sus hechos y sus palabras, pues ya supiera el género de su locura; pero, como no la sabía, ya le tenía por cuerdo y ya por loco, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto».

(174)



A pesar de la euforia, Don Quijote también camina hacia la perplejidad y empieza a barruntar que hay dos mundos, el de la locura caballeresca y el de la realidad inmediata. Hace un discurso muy razonable con el que parece pretender que don Diego le perdone su intemperancia anterior al remitirlo al perdigón manso y al hurón atrevido y al exigirle que deje a los demás hacer su oficio y da fe de su propio desdoblamiento, porque se objetiva con juicios de valor, buscando el asentimiento de don Diego:

«¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuesa merced no me tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa. Pues, con todo esto, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco ni tan menguado como debo de haberle parecido [...]: como me cupo en suerte ser uno del número de la andante caballería, no puedo dejar de acometer todo aquello que a mí me pareciere que cae debajo de la jurisdicción de mis ejercicios; y así, el acometer los leones que ahora acometí derechamente me tocaba, puesto que conocí ser temeridad esorbitante, porque bien sé lo que es valentía, que es una virtud que está puesta entre dos estremos viciosos, como son la cobardía y la temeridad...».

(175)



Don Quijote intenta justificar una conducta que él mismo considera de loco: es prudente como persona, pero como caballero andante está obligado a ser temerario. Su largo razonamiento es pulcro, sutil y verdadero y así lo reconoce don Diego y aún es posible que así lo reconozca el lector, y desde luego así encaja en la lectura que propongo de la segunda parte del Quijote: un proceso hacia el conocimiento que se textualiza en anécdotas diversas, en las que aparece la duda sobre la verdad de lo que se recuerda, de lo que se ve, de lo que se dice, de lo que se imagina. Don Diego, de momento, cierra el tema asegurando:

«Digo, señor don Quijote que todo lo que vuesa merced ha dicho y hecho va nivelado con el fiel de la misma razón».

(176)



A partir de ahora se buscará un ajuste de la fantasía con la realidad que se cumplirá con la muerte de don Quijote, pues el Caballero no quiere vivir en la cordura, con la aurea mediocritas en que vive don Diego. Don Quijote no quiere un lugar en este mundo empírico, pues lo que da sentido a su existencia como héroe de un relato está en su imaginación, y si ésta desaparece, él no tiene razón de ser. Desde esta perspectiva interpretativa, los distintos estadios por los que pasa están muy en su sitio cada uno. Y no parece que pueda deberse a la casualidad el que Cervantes vaya proponiendo anécdotas, que permiten comprobar las posibilidades del conocimiento por la información que procede de experiencias anteriores (memoria), de la percepción directa, de la imaginación, de la información de otros. Los episodios parecen seguir un modo casi sistemático, hasta donde lo permite una narración literaria, que no es filosofía ni ciencia. El humanismo quiere limitarse al horizonte humano en el conocimiento; se hace preciso analizar, problematizar y discurrir hasta dónde da de sí el hombre: su memoria, sus sentidos, su fantasía. Y parece que con estas fuentes resulta imposible alcanzar la certeza del conocimiento.

Ahora vamos a ver que en las informaciones y en la selección de hechos para el conocimiento de la realidad, es preciso seguir un criterio que eliminar los que no son significativos y dejar sólo los que tienen sentido, es decir, los datos. Cuando llegan a casa de don Diego, se adelanta el traductor para aclarar que no se detendrá en menudencias sobre la casa y la vida diaria de un caballero labrador y rico, porque son las habituales y la experiencia de los lectores puede suplir en el relato las descripciones de lo normal: no es necesaria la exhaustividad, sino la selección acertada. La atención se centrará en las conversaciones, en las relaciones, en los juicios de unos sobre otros, en la convivencia, en la observación a la que los personajes se someten recíprocamente.

La apariencia de don Quijote suscita en la mujer y en el hijo de don Diego la misma maravilla que en él; como es lógico no se maravillan mujer e hijo de la apariencia del padre, que ya los tenía acostumbrados. Cuando don Lorenzo, el hijo poeta, le pregunta por el caballero, el padre responde desde su perplejidad y desde su dudoso juicio, y señala la necesidad de que cada uno piense y juzgue:

«no sé lo que te diga, hijo; sólo te sabré decir que le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo, y decir razones tan discretas que borran y deshacen sus hechos; háblale tú, y toma pulso a lo que sabe, y, pues eres discreto, juzga de su discreción o tontería lo que más puesto en razón estuviere» .

(179)



Don Diego no es capaz de conocer a don Quijote y cuando lo despide sigue tan perplejo como al principio, o si se quiere tan maravillado; ahora le toca a don Lorenzo, universitario en Salamanca, juzgar sobre el Caballero, y para ello habla de temas que son gustosos e interesantes para los dos: la poesía y la caballería. Don Lorenzo escucha a don Quijote y va formando su juicio, un tanto desconcertado («hasta ahora, no os podré yo juzgar por loco; vamos más adelante», 180).

Por su parte, don Quijote ve que es imposible convencerlo de su verdad sobre los caballeros andantes, así que encomienda al cielo ese imposible. Don Lorenzo, ante este argumento, se siente un tanto defraudado:

«escapado se nos ha nuestro huésped, pero, con todo eso, él es loco bizarro, y yo sería mentecato flojo si así no lo creyese».

(181)



A pesar de todo, don Lorenzo se complace en el juicio de don Quijote que lo alaba como poeta, porque lo que conviene se oye con gusto, sin cuestionar su verdad: la interferencia de los propios intereses en el conocimiento es algo que descubre la epistemología del siglo XX, pero que estuvo siempre presente en el hombre: don Lorenzo considera muy cuerdo a don Quijote cuando alaba su poesía.

Los cuatro días que don Quijote permanece en casa de don Diego no son suficientes para llegar a conocerse y los Miranda lo despiden con las mismas dudas. Parece que la lógica de la perplejidad, tan moderna, asoma ya en el Humanismo: es difícil para el hombre acceder a un conocimiento cierto sobre los otros. Las percepciones, las impresiones y los juicios nunca corresponden a los tipos canónicos: loco, cuerdo, sabio, necio, discreto, impertinente, etc. y el conocimiento está abocado a perder sus referencias, porque la realidad es siempre más rica que los esquemas, y el camino entre la realidad y el conocimiento pasa por las particularidades del sujeto cognoscente y su perspectiva.

El episodio de la Cueva de Montesinos prolonga el tema epistemológico, con una nueva variante: ¿hasta dónde es posible el conocimiento de la verdad y cómo se puede tener certeza a partir de la información verbal? La seguridad en este caso busca apoyo en la categoría «tiempo», que por lo general es criterio válido cuando es el real; aquí el tiempo cronológico se contrapone al tiempo onírico, o, al menos, un tiempo subjetivo, vivido por don Quijote (durée). La discordancia se hace irreductible y la duda se mantendrá hasta el final.

Don Quijote ve amanecer tres veces dentro de la cueva; Sancho y el guía esperan en la superficie «como media hora». Nadie dice mentira, pero las dos informaciones no puede ser ciertas. En casa de don Diego la discrepancia se presentaba en la opinión: uno cree buena la poesía, otro cree que es perder el tiempo, uno cree que la caballería es lo mejor, otros creen que es cosa de locos; alguno puede acertar, pues la opinión no es excluyente. En el episodio de la cueva de Montesinos la cuestión se plantea sobre hechos vividos: el tiempo puede ser medido en su objetividad por los relojes, pero no se mide cuando es experiencia onírica o imaginativa. No puede ser verdad que en media hora hayan transcurrido tres días, y puede serlo que en media hora uno sueñe que amanece tres veces. Si uno y otro tiempo son reales, y don Quijote insiste en que no estaba soñando, que estaba despierto como lo está para contarlo, no es posible. No hay salida para este conflicto, y sólo cabe trasladarlo a la creencia mediante un pacto: te creo si me crees. Sin embargo, el consenso, como forma de conocimiento, no garantiza certeza, y de ahora en adelante, el relato va a plantear muchas veces, tanto en don Quijote como en Sancho, la necesidad de buscar refrendo exterior a su saber; uno y otro no salen de sus dudas y, para resolverlas, preguntarán a maese Pedro, que tampoco la aclara con su magia.

Don Quijote afronta el episodio de la cueva de Montesinos con plena razón: sabe que es una cueva y que hay leyendas sobre ella; cuando sale, ha perdido la perspectiva objetiva, y cuenta historias vividas en su mundo caballeresco. El lector queda perplejo ante lo que puede ser un rasgo de ingenio de don Quijote: cuando Sancho muestra escepticismo radical ante el relato de su amo e incluso una cierta sorna, éste tiene la feliz ocurrencia de involucrar la historia de la cueva con la sanchesca del encantamiento de Dulcinea, y dice que vio a su amada con las otras dos labradoras, tal como las vieron a la salida del Toboso:

«cuando Sancho Panza oyó decir esto a su amo, pensó perder el juicio o morirse de risa; que, como él sabía la verdad del fingido encanto de Dulcinea, de quien él había sido el encantador».

(II, XXIII)



El nuevo esquema deriva hacia el burlador burlado: Sancho estará cogido por su propio engaño, y don Quijote muestra acaso que nunca creyó a Sancho en lo del encantamiento. El lector no sabe si don Quijote cree realmente que vio a Dulcinea encantada, porque no sabe tampoco si cree en su encantamiento. El laberinto del conocimiento se prolonga sin fin cuando las fuentes de información no son objetivas y proceden del hombre, sin refrendo empírico. Es la semiosis ilimitada.

Esta situación es un adelanto de lo que ocurrirá más tarde entre la duquesa y Sancho: ella le confirma el encantamiento de Dulcinea y Sancho tiene que creerla, si es que ha de creer en la ínsula. Insisto: estamos ante el tópico del burlador burlado y ante la semiosis sin fin.

El tema no se cerrará en todo el discurso, y el diálogo que mantienen amo y criado a partir de ahora se va convirtiendo en un prolongado duelo de palabras más que en una interacción informativa. Sancho sigue creyendo que su amo ha perdido el juicio en la cueva y el amo insiste en su verdad, que blinda ante Sancho con el encantamiento de Dulcinea.

Cada uno defiende su verdad, quiere envolver al otro y, a la vez, él mismo se ve envuelto: Sancho sabe que él fue encantador de Dulcinea, quiso engañar a su amo y ahora se encuentra con que Dulcinea está encantada; lo que creía producto de su ingenio, del que se ufanaba, se le escapa de las manos y se transforma en la verdad que se impone, al menos en forma de azotes. El conocimiento que Sancho tiene del encantamiento parece que tendría que ser de absoluta certeza, porque es hechura suya. Y don Quijote produce perplejidad continuada en el lector, porque si habla de Dulcinea encantada sin creer a Sancho, ¿a qué ha jugado hasta ahora? ¿es un loco consciente de que está haciendo una representación? ¿cómo es posible que se analice desde afuera como una creación?

Otro rasgo del ingenio del caballero es la prueba de los cuatro reales que le pidió la doncella de Dulcinea, pero nunca se aclara si volvió con ellos en el bolsillo, donde parece que los tenía: Sancho nunca se lo preguntó, y la prueba queda en el aire. La promesa de que contará más cosas que hagan verosímil lo contado, tampoco llega a cumplirse en el relato. Y únicamente el intercambio de concesiones (te creo, si me crees) permanecerá como testimonio de las dudas interiores de ambos personajes, a pesar de algunos faroles que se marcan. La falta de certeza es total; la necesidad de apoyarse en el otro para mantener la probabilidad del conocimiento, se ve como totalmente subjetiva, no como camino hacia la verdad. El criterio del «consenso» queda tan en entredicho, como el criterio de la experiencia sensible.

Sancho pagará su encantamiento de Dulcinea con los azotes, que son la alcabala por ser ingenioso y por haberse aprovechado de encantos, él que tiene los pies en tierra y en la primera parte es contrapunto a las fantasías de su amo. Lo que parece claro es el punto de partida en este ajedrez de la verdad: para Sancho el que su amo hable del encantamiento de Dulcinea, como si fuera verdad, le sirve de prueba de locura, puesto que tiene la certeza de la mentira inventada por él. Para don Quijote lo que ha contado y lo que contará de su estancia en la Cueva de Montesinos es una verdad sobre la que no admite réplica ni disputa: quiere mantener a toda costa su autoridad y su veracidad. Y sin embargo, su propio problema acerca de la certeza de su conocimiento no está, ni mucho menos resuelto, y busca apoyos externos, no para convencer a los demás, sino para convencerse a sí mismo. La duda es interior.

Sancho abre la puerta a las dudas cuando para tapar su mentira de haber ido al Toboso, huye hacia delante y encanta a Dulcinea; don Quijote lo cree, porque acudir a los encantamientos era su recurso y a partir de ahí el motivo del encantamiento atraviesa horizontalmente en el discurso del relato el tema del conocimiento, de la certeza, del engaño y del error, en la segunda parte de la historia.

El tema era crucial, y así lo muestra el autor al iniciar con un metarrelato el capítulo siguiente. Después de cerrar el XXIII con la contundente afirmación de don Quijote de que lo que él cuenta es verdad indiscutible, no opinable, cosa que debe admitir Sancho, sin embargo, ahora es el mismo narrador quien lo duda, y de su duda deja constancia: el episodio de la Cueva de Montesinos parece inverosímil, y hay un solo testigo que pueda dar testimonio, don Quijote, y todo lo suyo, o por encantamientos o por su locura, puede no ser verdadero. El Caballero dice su verdad, pues es imposible que mienta; por otra parte, resulta poco verosímil que inventase tanto en tan escaso tiempo. El autor muestra su perplejidad, pues las cosas han llegado a un punto en que la razón no encuentra argumentos para deshacer tales paradojas:

«si esta aventura parece apócrifa, yo no tengo la culpa; y así, sin afirmarla por falsa o verdadera, la escribo. Tú, letor, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere».

(II, XXIV; 238)



El problema del conocimiento se repite con variantes en otras anécdotas inmediatas: así en el capítulo XXV, en la venta, que para don Quijote, anclado ya en la realidad, es venta y no castillo, con el episodio de maese Pedro. Sancho se encarga de subrayar esta circunstancia, no vaya a pasar desapercibida:

«llegaron a la venta, y no sin gusto de Sancho, por ver que su señor la juzgó por verdadera venta, y no por castillo, como solía».

(245)



Sancho recuerda su escepticismo y sugiere a su amo que pregunte al mono

«si es verdad lo que a vuestra merced le pasó en la cueva de Montesinos; que yo para mí tengo, con perdón de vuestra merced, que todo fue embeleco y mentira, o por lo menos, cosas soñadas».

Lo sorprendente es que don Quijote también manifiesta sus dudas:

«todo podría ser, respondió don Quijote, pero yo haré lo que me aconsejas, puesto que me ha de quedar un no sé qué de escrúpulo».

(254)



El mono no aclara nada y se limita a decir que parte de las cosas que vio don Quijote son verdad y parte no lo son. Sancho queda satisfecho pensando que tenía razón en desconfiar que los sucesos de la cueva eran verdaderos, al menos más de la mitad, y don Quijote queda contento si la mitad puede pasar por verdadero. La certeza no se alcanza, ni siquiera con recursos maravillosos; la duda se mantiene y planeará en adelante sobre las relaciones de amo y criado.

Dejamos otros episodios que pueden señalarnos algunos matices más del proceso de conocimiento, y, por último, vamos a comprobar algunas posibilidades gnoseológicas en la creación del personaje de ficción, concretamente nos detendremos en el estatus ontológico de Dulcinea del Toboso.

Ya hemos dicho que en el Quijote el pacto narrativo exige diferenciar el mundo de la realidad en el que se mueven los personajes y el mundo de ficción que no es otro que el de la caballería andante que para todos, menos para don Quijote, tiene ese estatuto de fantasía. Dulcinea se mueve entre uno y otro: como Dulcinea está en el mundo de la fantasía y es creación de don Quijote, como Aldonza Lorenzo es un recuerdo de don Quijote y una persona conocida de Sancho, es creación onírica (don Quijote en Montesinos), y lo que es más sorprendente, con una vuelta más de tuerca, es real encantada para Sancho, cuando sus intereses distorsionan no ya el conocimiento, sino el sentido común.

La figura de Dulcinea es un caso especial donde se discuten las posibilidades del ser y del conocer humanista, y resulta clave en la actitud ontológica y epistemológica de la novela; no queda claro en qué ámbito del ser habita: fantástico, real, ideal, ideal subjetivo o ideal objetivo, y tampoco queda claro si puede ser conocida de alguna manera.

No se presenta en un episodio único, como una variante del conocimiento y de sus elementos y conceptos, tal como los que hemos analizado, de Sansón Carrasco y Tomé Cecial, de don Diego de Miranda, etc., que empiezan y acaban con el problema que plantean, sino que el tema de Dulcinea atraviesa toda la obra, unas veces como contraste, otras como motivo autónomo; vamos a analizar sus posibilidades en algunos matices que confirman la inseguridad del conocimiento humanístico, y el papel de la fantasía y de la abstracción en los ámbitos del ser, de la palabra, y de la argumentación.

Don Quijote, Sancho y otros personajes adquieren con su presencia y con su palabra la relevancia suficiente para considerarlos, en el pacto narrativo, personajes de carne y hueso. Dulcinea, sin embargo, no tiene presencia ni voz, no pasa de ser una construcción de don Quijote, si acaso basada en el recuerdo de un ser real, Aldonza Lorenzo; y conviene recordar que de las tres aldeanas que Sancho hace pasar por Dulcinea y sus amigas, no hay constancia textual de que una sea Aldonza. Su importancia funcional en la trama es básica, porque recorre con su encantamiento y desencantamiento todos los pasos hacia la cordura de don Quijote, y desaparece con él. En la vuelta a casa, el presagio de la liebre que representa a Dulcinea no puede ser peor, a pesar de la reinterpretación que de todos sus extremos hace Sancho y a pesar de que, llegados a casa, don Quijote quiere conservarla con su nombre propio como la pastora de sus ensueños. Es lo último que el lector puede saber de ese ser creado tan a propósito para mostrar fantasía, encantamiento, locura, dudas y preguntas sin cuento. Después de que don Quijote deja de nombrarla al recuperar la razón, no la nombra nadie más.

La funcionalidad de Dulcinea es referencialmente la que corresponde al objeto del amor, sentimiento necesario en el ser de un caballero andante. Don Quijote es perfectamente consciente de que su amada, imprescindible en su mundo caballeresco, pertenece a una región del ser de la fantasía, y como tal la crea; su identidad ontológica no exige que se materialice. En el cap. XXXI el capellán de los duques califica a don Quijote de alma de cántaro, y don Quijote le contesta muy afectado («temblando de los pies a la cabeza como azogado») con un largo discurso que rebate todas las reprensiones del atrevido clérigo, que seguramente no fue sino un pupilo sin más horizonte que 20 ó 30 leguas, a juzgar por lo que dice, y justifica la existencia y hasta el encantamiento de Dulcinea con palabras justas, porque: «yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean; y, siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes» (307). Más adelante, en el mismo capítulo, insistirá «el caballero andante sin dama es como el árbol sin hojas, el edificio sin cimiento y la sombra sin cuerpo de quien se cause» (313).

El relato exigía, pues, la figura de una dama de quien se enamorara el Caballero; podía haberse presentado textualmente en el mundo de la realidad o en el de la fantasía, pero el autor la dibujó, a partir de un lejano recuerdo sobre una aldeana real, como una creación de la fantasía de don Quijote, a la que nadie conoce, y nadie ve, porque no puede ser de otra manera, pero a la que Sancho da engañosamente una materialidad visual que no le corresponde haciendo un alarde de ingenio apoyado en los encantamientos a los que su amo acude cuando no puede explicar las cosas. La creación del engaño de Sancho está contaminada del mundo ficcional de don Quijote.

El lector es informado sucesivamente de los pasos y oscilaciones que sigue la figura de Dulcinea y sabe lo que viene al caso, pero un personaje de la fábula, la duquesa, se permite decir directamente a don Quijote:

«delta [de la historia de la 1.ª parte] se colige, si mal no me acuerdo, que nunca vuestra merced ha visto a la señora Dulcinea, y que esta tal señora no es en el mundo, sino que es dama fantástica, que vuestra merced la engendró y parió en su entendimiento, y la pintó con todas aquellas gracias y perfecciones que quiso.

-En eso hay mucho que decir -respondió don Quijote-, Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo. Ni yo engendré y parí a mi señora, puesto que la contemplo como conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo, como son: hermosa, sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradecida por cortés, cortés por bien criada y, finalmente, alta por linaje, a causa de que sobre la buena sangre resplandece y campea la hermosura con más grados de perfección que en las hermosas humildemente nacidas. [...], Dulcinea es hija de sus obras [...] cuanto más, que Dulcinea tiene un jirón que la puede llevar a ser reina de corona y ceptro; que el merecimiento de una mujer hermosa y virtuosa a hacer mayores milagros se estiende, y, aunque no formalmente, virtualmente tiene en sí encerradas mayores venturas».

(314)



La fantasía de don Quijote pinta con tanta eficacia a su amada que la duquesa anuncia que «yo desde aquí en adelante creeré y haré creer a todos los de mi casa, y aún al duque mi señor, si fuere menester, que hay Dulcinea en el Toboso, y que vive hoy día, y que es hermosa [...]» (315).

La duquesa está muy entretenida con el tema de Dulcinea, y vuelve a la carga sobre su ser ficcional o real y quiere saber si Sancho fingió las respuestas, sin haber llegado al Toboso y sin haber visto a Dulcinea. Sancho confiesa que tiene a don Quijote por loco y mentecado y puede hacerle creer cosas que no tienen pies ni cabeza, como el encanto de Dulcinea. La duquesa tiene un rasgo de ingenio, parecido al de don Quijote a la salida de la Cueva de Montesinos, y coge a Sancho en su propio engaño cuando afirma que lo del encantamiento de Dulcinea es verdad, y que lo que vio don Quijote en la cueva de Montesino es cierto. El cap. XXXIV recuerda así directamente el episodio de la Cueva de Montesinos, que se afirma como el principio de la historia del encantamiento, y pensamos que principio también de las variantes epistemológicas en los episodios. La duquesa insiste:

«yo sé de buena parte que la villana que dio el brinco sobre la pollina era y es Dulcinea del Toboso, y que el buen Sancho, pensando ser el engañador, es el engañado [...] créame Sancho que la villana brincadora era y es Dulcinea del Toboso, que está encantada como la madre que la parió».

(325)



Con tantos testimonios y alguno interesado, Sancho, el encantador de Dulcinea, está convencido de que está encantada:

«de lo que más la duquesa se admiraba era que la simplicidad de Sancho fuese tanta, que hubiese venido a creer ser verdad infalible que Dulcinea del Toboso estuviese encantada, habiendo sido él mismo el encantador y el embustero de aquel negocio».

(329)



La clave de la credulidad de Sancho está en la interferencia de sus propios intereses con el saber. En el cap. XXXV, y respecto al tema de los azotes de Sancho, el duque se lo pone bien claro:

«o vos habéis de ser azotado, o os han de azotar, o no habéis de ser gobernador».

(344)



La posibilidad de conocer a los seres que crea la fantasía, constituye la variante gnoseológica más amplia que atraviesa todo el relato del Quijote y viene a completar el cuadro de los motivos que plantean estos problemas.

Creo que es posible leer la segunda parte del Quijote desde una interpretación epistemológica en la que consideramos variantes los problemas planteados bajo anécdotas diversas sobre la eficacia de los sentidos como fuente de información, sobre el valor de las coordenadas de tiempo y espacio para situar la experiencia, sobre las vías de información con la palabra, el papel de la fantasía y de la abstracción para presentar seres de ficción o seres ideales, etc. Cervantes no lo dice directamente, pero los episodios, analizados desde esta perspectiva, responden a un esquema coherente que da unidad a la segunda parte. Esta unidad se suma, sin destruirla o invalidarla a la que procede de la presencia continuada de los personajes protagonistas como hilo conductor de motivos enhebrados aparentemente por el azar que procede del desplazamiento de los personajes en la estructura general de la narración como un viaje, que repite en la segunda la disposición de la primera parte.

 
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