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Gracián y la prosa de ideas

Gonzalo Sobejano





Para la prosa de ideas no es enteramente válido el esquema que J. M. López Pinero [1979] aplica a la producción científica: 1) prolongación de la ciencia desarrollada en el siglo anterior, durante el tercio inicial del XVII; 2) tradicionalismo -ya «moderado», ya «intransigente»- en los cuarenta años centrales de la centuria; 3) crítica del saber tradicional y programa de asimilación de la ciencia moderna, por parte de los «novatores», durante el último cuarto del siglo (véase arriba, pp. 116-121). En ciertos casos puede darse coincidencia, pero en general la prosa de ideas con valor literario evoluciona de un modo que obliga a proponer otro esquema: 1) desde principios del siglo hasta poco más allá de su mitad, prolongación del humanismo adaptado a la ideología contrarreformista y precipitado hacia una crisis oscurecedora de sus orígenes (Gracián muere en 1658); 2) a lo largo de los cuarenta años últimos, inercia o diluido descenso de la fuerza ideativa y de la voluntad de estilo.

Como Quevedo, Gradan cultivó casi todas las modalidades en que la prosa de ideas del siglo XVII se ramifica. A ellas se dedican aquí sendos sumarios, colocando en el centro la obra de Gradan y tomando ésta (y la de Quevedo, pero casi siempre implícitamente) como puntos de referencia.

Un primer grupo de prosistas didascálicos es el de los filólogos, tratadistas de retórica y poética y humanistas en sentido amplio. Cuatro son las cuestiones principales que ocupan a los filólogos: los orígenes del castellano, la fijación de su ortografía, la codificación de su léxico y el estudio de su gramática. En todas opera la conciencia de que el castellano es un idioma de igual o mayor rango que el latín, al que puede superar (Bahner [1966]). El problema de los orígenes se debate entre la tesis del castellano como latín corrompido, que halla su mejor expositor en Bernardo José de Aldrete (1560-1641), cuya obra, exaltada por el mismo Bahner, ha sido editada y ampliamente descrita por Nieto Jiménez [1975], y la hipótesis del protocastellano, sostenida por Gregorio López Madera y que, aunque inverosímil, sedujo a muchos. Entre los tratadistas de ortografía descuellan Mateo Alemán (T. Navarro [1950], Pinero Ramírez [1967]), Jiménez Patón y Gonzalo Correas, y también en este campo hay conflicto: entre los partidarios de la ortografía etimológica (Patón, por ejemplo) y los defensores del fonetismo, ya moderado (Alemán), ya extremoso (Correas). La gran obra de lexicografía se debe al enciclopédico humanista Sebastián de Covarrubias (1539-1613): Tesoro de la lengua castellana, o española, cuya consulta facilitó la edición de M. de Riquer [1943]. La gramática, en fin, culmina en el magistral Arte de la lengua española castellana de Gonzalo Correas (1571-1631), editado y estudiado por Alarcos García [1954]. Debe verse además la ejemplar edición de Combet [1967] del Vocabulario de refranes del mismo Correas, la otra mina de conocimiento léxico, junto al Tesoro. Si el Arte de Correas es la mejor gramática de la época, en algunos criterios y particularidades inspírase, sin mencionar la obra, en las Instituciones de la gramática española de Jiménez Patón (Quilis y Rozas [1965]). Defensores del «uso» y perspicaces observadores del habla, tanto Patón como Correas perciben la madurez del castellano y, deseosos de enfrentarlo al latín, llegan a aceptar la teoría primitivista de López Madera. Siempre que puede, Correas aproxima el castellano al griego, idioma que tiene por el mejor, en actitud parecida a la que movía a Quevedo, años antes, a considerar el castellano óptimo retrato de la lengua hebrea.

La retórica, en cuanto arte de la oratoria religiosa y profana, se expone mayormente en latín, y los pocos tratados en castellano ofrecen escasa originalidad. Aunque haciendo las distinciones debidas, los estudios sobre esta disciplina se refieren a los siglos XVI y XVII, ya en relación con el desenvolvimiento de la oratoria sagrada desde el vigor renacentista, a través del practicismo postridentino, hasta la decadencia culto-conceptista, y en conexión con la poética (A. Martí [1972]), ya desde el punto de vista de la enseñanza universitaria de la retórica, sus nociones fundamentales y la terminología pertinente (J. Rico Verdú [1973]).

En su forma teórica menos sumaría, la poética aparece a fines del siglo XVI y se explaya en el XVII estimulada por la contienda entre poetas culteranos y poetas llanos y por el triunfo del arte nuevo de hacer comedias. A gran distancia cronológica de la Historia de las ideas estéticas de Menéndez Pelayo, la exposición más lúcida y condensada de la teoría literaria de esta época sigue siendo la de A. Vilanova [1953]; y a Antonio García Berrio [1977-1980] se debe el estudio más exhaustivo y profundo, muy rico, además, en observaciones sociológicas y en referencias críticas. Las anotaciones a Garcilaso, del Brocense y sobre todo de Herrera, abren paso a dos géneros predominantes en el XVII: el comentario de la obra de un poeta español (Góngora desplaza a Garcilaso) y el tratado en forma de diálogo o de discurso. En ambos géneros, y con pocas excepciones de signo platónico (Carvallo en su Cisne de Apolo, 1602, Carrillo o González de Salas) la teoría se fundamenta en la poética de Aristóteles auxiliada por Horacio, sobre todo a partir de la Philosophía antigua poética de Alonso López Pinciano (cf. HCLE, vol. 2, s. v.), que, si bien publicada en 1596, influye mucho en el XVII. A su vez, las artes poéticas desde Herrera son impensables sin la influencia de los comentaristas y teóricos italianos del siglo XVI.

En el presente contexto importa advertir que, luego de aparecer unas artes métricas de utilidad pedagógica, como el manual de Rengifo, tan desfigurado en el siglo XVIII (Martí [1977]), la poética alcanza su insuperada cima en la obra de López Pinciano: facultad imaginativa, deleite asociable a la doctrina pero distinguible de ella, imitación de la naturaleza, verosimilitud, primacía de la fábula. Esta poética infunde dignidad a las nuevas formas épicas en prosa (Cervantes) y actúa como contraste clasicista ante los usos de la comedía barroca triunfante. No mucho después, el Libro de la erudición poética (1611) de Luis Carrillo y Sotomayor (véase cap. 7) señala el comienzo de un largo debate sobre el derecho del poeta a alejarse de la claridad y exhibir una dificultad docta. En estas obras tan desiguales -el profundo tratado dialogal de Pinciano y el alentado discurso de Carrillo- la poética del XVI, más practicada que codificada, pasa a un nuevo plano, el de la licitación de géneros y estilos a través de los cuales la literatura española emule a la griega y la latina: narrativa en prosa («romance» y novela), y un lenguaje poético elevado y culto. Sólo en el teatro hallan estas teorías la resistencia de la comedia nueva, a la que no dejan de reconocer sus valores algunos teorizadores aristotélico-horacianos.

Después de López Pinciano, el otro tratadista de más amplio objetivo es Francisco Cascales (1564-1642) en sus también dialogadas Tablas poéticas, de 1617. A la vida y la obra de este humanista consagró un libro J. García Soriano [1924], editor asimismo de sus Cartas filológicas de varia y amena erudición [1930]. Las Tablas han merecido una edición exhaustivamente comentada de A. García Berrio [1975] y otra más manual (B. Brancaforte [1975]). El cotejo de ambos editores con las fuentes italianas (Robortello, Tasso y especialmente Minturno) revela un mosaico de plagios literales; pero tanto en las Cartas como en estas Tablas, sin duda anacrónicas, pueden apreciarse ciertas cualidades: el clasicismo de Cascales, su equilibrio, su práctica exposición, el respeto que otorga a la verdad histórica como objeto de imitación y la atención que, siguiendo a Tasso, concede a la lírica, nunca hasta entonces, en España, tan claramente deslindada de la épica y la dramática: aquélla, basada en el concepto; éstas, en la fábula.

Las poéticas de Pinciano, Carvallo y Cascales abarcan todo. Otros preceptistas se limitan a la poesía o al teatro. Carrillo abre camino al tratamiento particular del lenguaje poético, y más de un apologista de Góngora recurrió al libro de aquél para justificar la dificultad de este, que a partir de 1613 desencadena fecunda controversia. A. Reyes, M. Artigas, D. Alonso y otros, en torno a 1927, revaloraron la poesía de Góngora sirviéndose ampliamente de la comentarística coetánea del cordobés. Aunque se sigue echando de menos una colección cronológica, crítica y completa de los comentarios sobre Góngora, la falta queda compensada por el sabio empleo que de ellos ha hecho Dámaso Alonso y por la publicación, entera o parcial, de algunos (E. J. Gates [1960], A. Martínez Arancón [1978]; véase cap. 4).

Entre los numerosos estudios sobre el gongorismo se destaca el libro de A. Collard [1967], donde se demuestra que la crítica del culteranismo incluye tanto la dificultad u oscuridad verbal como la conceptual («conceptismo» es término posterior al siglo), pero que de ésta se hizo una ortodoxia mientras a la primera se la vio como una heterodoxia ante la cual había que tomar partido. El Discurso poético de Juan de Jáuregui (M. Romanos [1978]) ha sido considerado por algunos como el manifiesto del conceptismo por oponer el «concepto ingenioso» al «sonido estupendo», y representa desde luego un diagnóstico (cauto y lúcido, a diferencia del mordaz Antídoto que Jáuregui compusiera antes) en el que se critican las demasías del nuevo estilo, pero postulando un lenguaje rico, elevado y difícil en la sentencia, lejos de la llaneza. Puede establecerse, en teoría literaria, una línea de aristocrática exigencia que tiene sus puntos principales en el Libro de Carrillo (1611), la «Carta de don Luis de Góngora, en respuesta de la que le escribieron» (1615), declaración breve y definitoria, el Discurso de Jáuregui (1624) y la Agudeza de Gracián (1642 y 1648). Como corona de la poética aristocraticista debe mirarse el Panegírico por la poesía (1627) de Fernando de Vera y Mendoza (A. Pérez y Gómez [1968]), estudiado por Curtius [1939] dentro de la tradición de los elogios de las artes y como poética teocéntrica. Exalta la divinidad de la poesía y menciona innumerables poetas, desde Jesucristo hasta Felipe IV con todos sus cortesanos titulados.

Por obra de Góngora y de los humanistas que comentando sus dificultades tanto impulso dieron a la crítica erudita y estilística, Lope de Vega perdió la batalla del lenguaje poético (del lenguaje «heroico» sobre todo); pero la ganó, en cambio, en la práctica teatral y, hasta cierto punto, en la teoría dramática. Son muy abundantes los textos en verso y prosa a través de los cuales se desarrolló la polémica en torno al teatro de fundamento aristotélico-horaciano frente a la comedia barroca (Sánchez Escribano y Porqueras [1965]; véase cap. 2). Especial recuerdo merece aquí la Nueva idea de la tragedia antigua (1633) de Jusepe Antonio González de Salas (1588-1654), sólido explanador de la poética de Aristóteles, pero tolerante respecto a la tragicomedia española por estar convencido de que la autoridad debe ceder a la naturaleza y adaptarse a los tiempos(Riley [1951]); y casi del todo conciliador es el breve discurso del pintoresco José Pellicer, Idea de la comedia de Castilla (ms. 1635, publicado 1639, en segunda versión; véase Canavaggio [1966]). Los ataques no procedían sólo de los clasicistas, sino también de quienes, juzgando inmoral la comedia, solicitaban su prohibición (véase arriba, pp. 276-283). Contra el más radical ataque teológico de un jesuita escribió Francisco de Bances Candamo, entre 1689 y 1694, sin 'llegar & publicarlo, su inconcluso Theatro de los theatros de los passados y presentes siglos, una de cuyas fuentes es la obra de González de Salas y que, más que como ensayo de una historia universal del teatro, vale como razonada defensa de la comedia española a la luz del decoro moral y la perfección artística de las obras de Calderón, a la vez que contiene argumentos en pro de la función política del teatro (Moir [1970]). Calderoniano fervoroso, Bances no defiende la comedia en nombre del gusto del vulgo, sino que trata de racionalizar las cualidades de la comedia ya perfeccionada y darle preceptos desde una concepción relativamente moderna, laica, histórica y enciclopédica, en el límite que mira hacia el siglo XVIII (Rozas [1965]).

La crítica literaria se moldeó en diálogos y discursos como los aludidos, pero también en -prólogos, sermones, memoriales, vejámenes, parodias y ensayos epistolares (J. M. Blecua [1971]). Un importante tratado de retórica, al reducir ésta a la «elocutio», dejando a la dialéctica lo demás, se distingue como excelente compendio del lenguaje literario y en particular de las «figuras»: la Eloquencia española en arte del fervoroso admirador de Lope Bartolomé Jiménez Patón (1569-1640), cuya primera versión de 1604 (E. Casas [1980]) merecería ser reeditada en compañía de la segunda, de 1621.

A continuación de los gramáticos y teorizadores nombrados, hay que destacar a algunos humanistas ejemplares. Baltasar de Céspedes (m. 1615), helenista en Salamanca, yerno del Brócense, protector de Correas y maestro eficacísimo, fue uno de los mejores transmisores del humanismo del siglo XVI a la centuria siguiente, en cuyo umbral (1600) compuso el Discurso de las letras humanas (G. de Andrés [1965]), luminosa síntesis de las funciones que competen al humanista digno de tal título. Definido por Céspedes el programa enciclopédico del buen humanista, puede notarse el contraste entre el humanismo plenario del XVI, vital, asimilativo, progresivo, y el humanismo refractado del siglo XVII, obsesionado por la realidad nacional y regional, la historia y la política. Falto del hálito erasmiano y sujeto a normativas contrarreformistas y jesuíticas (L. Gil [1981]), el humanismo va derivando hacia una concepción anticuaria y erudita; de ahí, el florecer de la genealogía y la heráldica, corografía, arqueología y bibliografía (García Martínez [1965]), y la tendencia conservadora de la política paradigmática. Todavía en Jiménez Patou se da, después de su labor filológica (vertida ya hacia la lengua española y los poetas de su tiempo), un atento cultivo de temas de actualidad (Quilis y Rozas [1965]). Rodrigo Caro (1573-1647) es, en cambio, el humanista arqueólogo por excelencia, ya explore las antigüedades de Utrera y de Sevilla, o indague en los orígenes y precedentes paganos de juegos, cantares y costumbres de los muchachos, como hace en los serenos diálogos de sus Días geniales o lúdicros (Etienvre [1978]). La transformación del humanista en erudito tiene su caricatura en el farragoso y alardoso José Pellicer, y dos ejemplares muy respetables en Juan Francisco Andrés de Uztarroz (1606-1653), polígrafo, cronista de Aragón y amigo de Lastanosa y de Gracián (Del Arco [1950], Egido [1979]), y en Nicolás Antonio (1617-1684), debelador de los falsos cronicones (Alonso [1979]) y fundador de la historiografía y ¡bibliografía literarias con su Bibliotheca Hispana Vetus y Nova (Roma, 1672-1696).

El enlace entre la literatura económico-social y la sociopolítica es lógico en cualquier época, pero en el siglo XVII ambas se hallan fuertemente vinculadas a la moral por obvias razones. Aunque los economistas no pretendan calidad «literaria» en sus escritos, el esfuerzo novador de la mayoría de ellos, su valeroso empeño en remediar crisis y tensiones proponiendo soluciones más o menos practicables a errores de toda especie justifica la atención que se les viene otorgando. En muchos de ellos se perfila una conciencia burguesa, de transformación y modernidad. No es extraño, así, que la primera Historia social de la literatura española (Madrid, 1978) incluya en unas páginas a «ideólogos y arbitristas», resaltando para el XVII la importancia de los poblacionistas Martín González de Cellorigo y Francisco Martínez de Mata, del mercantilista Sancho de Moneada (J. Vilar [1974]) o del agrarista Miguel Caja de Leruela. La literatura económica de los Siglos de Oro debe contribuciones muy destacadas a J. Larraz, P. Vilar, A. Domínguez Ortiz, y ha sido objeto de estudio y aprovechamiento por J. A. Maravall [1972 a y b; 1975 a y b; 1979]. Indispensable es la monografía de J. Vilar [1973] acerca de los arbitristas. Por su relación con la picaresca de Mateo Alemán, demostrada por E. Cros y F. Rico en 1967, merece recuerdo especial aquí el humanitario médico Cristóbal Pérez de Herrera (1556-1620), autor del Amparo de pobres (Cavillac [1975]).

Con muy pocas excepciones, los tratadistas de política del XVII han sido considerados en forma panorámica. La obra crítica fundamental en este campo es la de Maravall [1944], generosa exposición sinóptica de la teoría política de ese siglo en sus rasgos formales e intencionales, ante toda la problemática del gobierno y según las líneas de pensamiento que se dibujan: contra Maquiavelo, contra Bodín o e indirectamente contra Tácito (Rivadeneyra, Márquez, Quevedo), a favor de una ciencia política experimental (el tacitista Álamos de Barrientos), y aquellos teorizadores que diferenciando, como Botero, la razón de estado independiente de la ética y la limitada por los preceptos morales, recurren a Tácito como psicólogo, maestro de prudencia y hondo observador de los hechos, pero lo cristianizan y oponen la política histórica a la natural del «impío» florentino (Alvia, Barbosa, Saavedra, Gracián). Una concisa monografía acerca de Álamos de Barrientos y una sagaz exposición del tacitismo en España es la tesis doctoral de E. Tierno Galván [1949] (y sobre el tema se anuncia ahora un libro de Charles Davis); y no sólo en la política sino en la historiografía se estudió después muy eruditamente el magisterio de Tácito (F. Sanmartí [1951]).

Se desarrolla en la primera mitad del siglo, pues, una tensión entre el tradicionalismo «intransigente» y otro de carácter «moderado», necesariamente abierto al giro maquiavelista (Maravall [1969 b]) y muy sensible al modelo ético y formal de Tácito. Editor de éste y de Séneca -el otro latino que más huella imprime en los españoles barrocos- fue Justo Lipsio, con quien mantuvieron correspondencia algunos de ellos. Sobre los mediadores más eficaces de Tácito -Alciato, Lipsio, Boccalini- entre los teorizadores españoles de política y sobre la confluencia del historiador romano y de Séneca, es de indispensable consulta otro estudio de Maravall [1969 a] que, entre otras cosas, relaciona la tesis de Álamos de Barrientos sobre el valor científico de la historia con los diagnósticos de los economistas reformadores.

Prologando una utilísima antología del pensamiento político del Siglo de Oro (P. de Vega [1966]), observaba Tierno Galván todas las deficiencias de aquél (escolasticismo teológico, escasa originalidad, antimaquiavelismo exacerbado), pero reconocía en Saavedra y Gracián ciertas actitudes modernas: en Saavedra, el espíritu crítico, la identificación entre virtud y saber, y la europeidad; en Gracián, la política del triunfo y la pedagogía del sobre aviso; sin embargo, concluía Tierno que en la segunda mitad del siglo nada se publicó que no fuese el tópico de la conducta virtuosa, sin esfuerzo ni ingenio porgarte de los autores.

Quevedo y Saavedra Fajardo pertenecen a la generación penúltima del Barroco que, ante la debilitación de la monarquía española, trata de remediar la decadencia, pero subordina aún la política práctica a la moral religiosa (Tierno [1948]), polemizando con ardor patriótico ante la declaración de guerra de Francia, en 1635 (Jover [1949]). Quevedo es el escritor de esa generación más apegado a las creencias tradicionales y, como artista, el único genial, incluso en su parenética Política de Dios (1626), y no digamos en las refulgentes glosas de la Vida de Marco Bruto (1644).

El murciano Diego Saavedra Fajardo (1584-1648), nada genial, y no obstante un escritor político de excepcional clarividencia, aunque fiel a la idea austrohispana del imperio como veterano diplomático a su servicio. Son accesibles en ediciones de clásicos sus obras más celebradas: República literaria (Dowling [1967]), Idea de un príncipe político cristiano representada en cien empresas (García de Diego [1927-1930]) y el tardío diálogo lucianesco Locuras de Europa (J. M. Alejandro [1965]). La primera y única edición de sus obras completas (González Palencia [1946]) habría de renovarse y completarse tras el descubrimiento de nuevos textos y copiosos fondos epistolares, de todo lo cual obtendrá el lector precisa información en el más reciente resumen de la vida y obra de Saavedra (Dowling [1977]; agréguese Q. Aldea [1975]). De carácter principalmente biográfico es la más vasta exposición que se ha hecho de la actividad diplomática de Saavedra en Italia, Centroeuropa y España (M. Fraga [1955]), coincidente en su mayor parte con la guerra de los Treinta Años (1618-1648).

F. J. Díez de Revenga [1977] recoge una bibliografía general de y sobre Saavedra Fajardo, como antes había hecho, más detenidamente por ser su objeto más parcial, A. Muñoz Alonso [1958]. Sobre la República literaria como reflexión acerca de la literatura y las artes ha escrito Entrambasaguas [19733], sobre su composición y técnica Díez de Revenga [1970], y A. Vilanova [1953] subrayó el platonismo de esa alegoría, su ironía erasmista y su burla de los pedantes especulativos; pero tales contribuciones -habrán de revisarse sustancialmente si se acepta la tesis sólidamente argumentada por Alberto Blecua [en prensa], según el cual ninguna de las dos redacciones de la República puede atribuirse a Saavedra. En Locuras de Europa se ha señalado la confusa percepción del ocaso del imperio cristiano y el orto de la Europa del equilibrio de poderes, que tanto beneficiaría a Francia (L. Martínez-Agulló [1968]).

La obra mejor estudiada de Saavedra son sus Empresas (1640, 16422). Se ha reconocido el método como culminación del proceso desde la emblemática humanística (retórica y moral) a la emblemática política barroca que expone la piadosa razón de estado, de carácter mayestático y defensivo (Maldonado de Guevara [1949], Sánchez Pérez [1977]), y la modernidad ensayística de la obra se ha inducido de la comparación con sus supuestos modelos (Gómez Martínez [1979]). Con la perspectiva de la decadencia política y económica de España expuso J. Dowling [1957] el contenido de la obra toda de Saavedra, conexionando su ideario con el de otros tratadistas que se esforzaban por superar los límites impuestos a sus aspiraciones y creencias. Pero el estudio más completo del pensamiento político de aquél se debe a F. Murillo Ferrol [1957], quien destacó en su obra cierto pesimismo antropológico ineludible, un tacitismo menos arriesgado que el de Álamos, el valor epistemológico y pedagógico del conjunto y su finalidad regio-política en trance de necesaria secularización, llegando a admitir algún maquiavelismo y «cartesianismo político» y notando, además, la atribución del decaimiento español a la empresa de las Indias, la política monetaria y la holganza. Maravall [1971] pondera la defensa saavedriana de las cortes en prevención de los excesos absolutistas, y Fernández-Santamaría [1979] la oscilación del escritor entre experiencia y conocimiento especulativo. El influjo de las Empresas, así como de varias obras de Gracián, en la obra del dramaturgo silesiano D. C. von Lohenstein inspira un competente estudio de K.-H. Mulagk [1973], que acentúa el significado de la fama y ansia de perpetuación en el pensamiento de ambos españoles. Y la cuestión del tacitismo de Saavedra ocupa la monografía póstuma de A. Joucla-Ruau [1977], minuciosa exploración de la que se deduce que aquél, aunque distante de los «tacitistas» de su época, leyó al historiador romano, en el texto fijado y comentado por Lipsio, con maduradora asiduidad, impregnándose de su estilo y de sus ideas hasta asimilarlos en forma muy original.

Saavedra Fajardo combinó en sus Empresas la emblemática, el tratado de educación principesca y el discurso integrado por reflexiones, sentencias e ilustraciones bíblicas e históricas. Gracián, aunque buen conocedor de la emblemática, recurre al más dinámico método de los aforismos. Y a Quevedo, Saavedra y Gracián, en línea de menor a mayor progreso, se refiere el libro de M. Z. Hafter [1966] cuyo subtítulo, «moralistas españoles del siglo XVII», define el intento más clarificador que se ha hecho de interpretar en relacionada sucesión a los mayores prosistas de ideas de la época: Quevedo toma como punto de partida la imperfección humana y como norma de virtud a Cristo; Saavedra, partiendo de la misma imperfección, no postula más virtud que la que del hombre puede esperarse; Gracián propone el uso diligente de medios humanos para alcanzar fines humanos, pasando de la inicial perfección abstracta a la observación crítica de la necedad generalizada. Los tres autores, pero en mayor medida Gracián, ejercitan la moralística, ese arte de la conducta o filosofía cortesana que cala en varios géneros hasta especializarse en el ensayo y en el aforismo.

Es copiosa la bibliografía sobre Baltasar Gracián (1601-1658) que, tras el interés despertado hacia su obra por Azorín y Alfonso Reyes, se vio favorecida por la revaloración general del Barroco y por el tricentenario de la muerte del jesuita aragonés. Su reseña se reducirá aquí a lo indispensable. Útil orientación auxiliar encontrará el curioso en una serie de trabajos parciales: sucesivos balances del estado de la investigación (M. Batllori [1958; 1965; ,1973], V. R. Foster [1967]) y trabajos de tipo comparatista sobre Gracián en relación con Alemania, con Francia y con Italia, de todo lo cual informa E. Correa Calderón [19702].

A la primera edición de Obras completas de Gracián (Correa Calderón [1944]) sucedió una segunda, muy lograda (A. del Hoyo [1960]), y una tercera, excelente aunque inconclusa (M. Batllori y C. Peralta [1969]), en cuyo estudio preliminar desembocan y se conciertan la mayoría de los trabajos de Batllori (la mejor biografía) completados por sendos capítulos sobre las obras a cargo de Peralta.

Son de especial interés algunas ediciones sueltas: El héroe (Coster [1911], y el estudio del autógrafo de esta obra por Romera-Navarro [1946]); El político (F. Ynduráin [1953]: ed. de 1646; Correa Calderón [1961 b], con introducción de Tierno; Batllori-Peralta [1969]: ed. de 1640, descubierta por Eugenio Asensio); Agudeza y arte de ingenio (Correa Calderón [1969]; y la del Arte de ingenio, de 1642, como apéndice en A. del Hoyo [1960]); El discreto (Romera-Navarro y J. M. Furt [1960]); Oráculo manual (Romera-Navarro [1954]); El criticón (Romera-Navarro [1938-1940], A. Prieto [1970], Correa Calderón [1971]), y El comulgatorio (Correa Calderón [1977]).

El primer estudio de carácter general sobre la vida y la obra del gran moralista, con lo que ello supone de labor roturadora en todos los aspectos, fue el libro de A. Coster [1913]. De utilidad considerable, sobre todo para el deslinde de las alegorías de El criticón, es el volumen misceláneo de uno de los más laboriosos gracianistas (M. Romera-Navarro [1950]). Útil en mayor grado, por lo completo, el manual de E. Correa Calderón [1961], otro gracianista de entusiasmos y méritos constantes; y para el hispanista foráneo, el resumen de V. R. Foster [1975]. A Castro [19722] explicó el personalismo aristocrático de Gracián como refugio frente a la estéril política centralista, y K. Vossler [1935] interpretó su inclinación a la soledad, o a una sociedad muy selecta, y su relativo pesimismo, como producto de una sensibilidad agudísima para la mengua de las energías morales, tan patente en la España que le tocó vivir.

En un muy docto libro de Batllori [1958] se estudia a fondo la relación de la persona de Gracián y de su pensamiento y su retórica con la Orden de san Ignacio. La moral de Gracián, entre la salvación por la fama y el nihilismo, en contraste con la busca de un sentido inmanente a la vida, propuesta por su emulado y oculto modelo, el Quijote, ocupa un sugestivo ensayo de Aranguren [19762], quien observa también la honda reflexión sobre el tiempo en El criticón. Relacionando la filosofía de Gracián con la forma de vida postulada o puesta en práctica, W. Krauss [19622] examinó ambas a la luz de la psicología de las naciones y del individuo, arte de vivir y convivir, e ideal de perfección; y K. Heger [1960] lo hizo desde el punto de vista de la íntima conexión del conceptismo (y del perspectivismo funcional que rige El criticón) con la valoración moral y el estilo de vida (fortuna, probabilismo, casuística, discreción).

De la lectura del mejor diccionario de conceptos gracianos (H. Jansen [1958]), ordenados en tres campos nocionales (normativo, táctico y contemplativo), se puede derivar una clasificación de sus obras que los mismos títulos sugieren (aunque los tres aspectos puedan complicarse). Lo primero fue el modelo abstracto del héroe integral; después, ese modelo en la realidad de un personaje político; luego, importó a Gracián el juicio selectivo del discreto; más adelante, la inteligencia práctica, la prudencia en el mundo; redujo todas las virtudes, en el plano literario, a la agudeza; y, finalmente, cansado de paradigmas y reglas, contempló la existencia en su decurso desde el mirador del desengaño crítico. Todas las obras de Gracián quieren enseñar a vivir, a convivir, a pervivir. El que sabe vivir y convivir bien y logra perdurar en la memoria de los hombres, es la «persona» (lo opuesto: el «necio»).

El héroe (1637; 1639) expone, mediante una abstracción ejemplificada en numerosos individuos, los «primores» del hombre ínclito, proporcionando una «razón de estado» de la persona, de sentido moral pero orientada ya al triunfo, e influida por Maquiavelo, Plinio el Joven y Botero. Se ha notado el relieve innovador que adquiere aquí la cualidad, más política que moral, del disimulo (Schulz-Buschhaus [1979]). Y en efecto, la política prevalece en la más diminuta y más difundida obra de Gracián: El político (1640; 1646), síntesis de la interpretación española de la razón de estado en su siglo. Tratado y biografía a un tiempo, este discurso, que refleja la lectura de Tácito, intenta conciliar la moral pragmática y la católica al servicio del ideal de gobierno, erigiendo en Fernando el Católico el arquetipo de príncipe, antisemejante al delineado por Maquiavelo, a base de tres esquemas quíntuples (virtudes, partes del cuerpo, perfecciones biográficas) cuyo funcionamiento estudió A. Ferrari [1945]. Tierno Galván [1961] ve el sentido de tal discurso en la aplicación a la política del ocasionalismo moral de los jesuitas.

Pero no es la política el territorio predilecto de Gracián, sino la moralística. En El discreto (1646), cuyos «realces» corresponden a los rasgos del hombre eminente en la esfera social cortesana, expuestos en moldes de alabanza, vituperio, razonamiento, problema y ficción, se dibuja el antiguo dechado del cortesano de Castiglione, pero imbuido de notas tácticas y cautelosas, obligado a conocerse a sí mismo para prevalecer sobre los otros, avisado y prudente. Por la variedad de experimentos literarios, narrativos y satíricos algunos, esta obra preludia El criticón.

Más resonancia encontró el Oráculo manual y arte de prudencia (1647), analizada en el barroquismo de sus agudezas y juegos idiomáticos por H. Hatzfeld [1958]. Quien mejor ha profundizado en las consecuencias del aforismo 251 sobre la separación entre los medios humanos y los divinos, ha sido Maravall [1958], poniendo de relieve la modernidad del autor: antropocentrismo, plasticidad reformable del hombre y desdén hacia las utopías, secularización metódica del héroe, explicación racional de la dignidad del hombre y de su sentimiento religioso, interpretación vital del «cogito» (punto tratado también por Maldonado de Guevara [1958]), mitos adánico y prometeico en Andrenio y Critilo, valor de la ocasión y de la elección, aristocratismo no estamental sino individualista... El arte de prudencia que despliegan los trescientos aforismos del Oráculo consiste, desde luego, en adaptar el individuo al mundo y éste a aquél, con sagacidad y con dureza.

De 1642 es el Arte de ingenio y de 1648 la Agudeza y arte de ingenio, versión ampliada que se ha comparado con la primera (A. Navarro González [1948]). Ni retórica ni poética, sino teoría y antología de la estética de la agudeza, fue obra menos estimada en su tiempo que en el nuestro. E. Sarmiento [1932, 1935] analizó las modalidades y el valor relacional de los conceptos y reivindicó a Gracián contra malentendidos de Croce y de Coster. Otro crítico inglés, T. E. May [1948, 1950], evaluó el arte de la agudeza en su fecundidad creativa y en su complejidad sistematizada. Como una proeza nacional de entronque del manierismo de Góngora y otros coetáneos en el manierismo latino, sobre todo de Séneca y Marcial, interpretó Curtius [1948] la teoría del «ingenio» gracianesca; pero H. H. Grady [1980] quiere ver en Agudeza más bien un paso hacia delante en la vía que conduce a la libertad imaginativa moderna y al arte por el arte. Menéndez Pidal [1942] había distinguido la dificultad conceptista del recargamiento y la ornamentación gongoristas. Lázaro Carreter [1956] probó después la base conceptista anterior en que radica el movimiento culterano, y a conclusión semejante llega F. Monge [1966] al examinar cómo Gracián recomienda las figuras retóricas sólo cuando van acompañadas del concepto, reprobando aquéllas cuando de medios pasan a fines, lo cual engendra una reacción contra el culteranismo que le hace parecer un estilo distinto y aun opuesto, no siéndolo (véase «Preliminar»). Precisando las relaciones entre el conceptismo italiano y el español, A. García Berrio [1968] puntualiza la deuda de Gracián a Pellegrini y la de Tesauro a Gracián y advierte que para Gracián el concepto no fue mero objeto de codificación, como para ambos italianos, sino afloración necesaria del alma, la tradición y la historia en un estilo apasionadamente sentido.

Muchas de las contribuciones hasta aquí aludidas se ocupan de El criticón (1651, 1653 y 1657), la gran novela alegórica que narra el viaje del hombre a lo largo de la vida y a través de la tierra en busca de la felicidad, la cual consiste en la virtud, cuyo premio es la inmortalidad de la fama (aunque en este desenlace haya podido ver Maldonado de Guevara [1945] la resignada ironía de quien reconocía extinta la era de la heroicidad singular). Pero hay otros estudios más especiales sobre el estilo, la estructura, el contenido y el valor novelístico de la obra.

Una buena y primera exploración estilística se debe a J. M. Blecua [1945], que especifica todos los procedimientos de «intensión» de la novela. Referido menos a ésta que a los tratados de Gracián, el estudio de F. Ynduráin [1958] pone de manifiesto el arte quizás excesivamente simétrico y perfeccionista que supedita lo moral y aun lo racional a lo artístico. Desde el punto de vista de la retórica aborda M. Welles [1976] la estructura alegórica y satírica de El criticón, temas como el tiempo y la edad de oro, y símbolos apocalípticos y demoníacos. Pring-Mill [1968] compara las técnicas de representación de los Sueños de Quevedo y de ciertas crisis de El criticón, deduciendo una más refinada eficacia ilusoria y perspectivista en las crisis; y en otro estudio estilístico, analizando pasajes de la novela en que se deplora la fuga del tiempo, se ha intentado percibir en la prosa presuntamente cerebral de Gracián valores líricos (Sobejano [1980]).

Aspectos principalmente semánticos han sido atendidos en otros trabajos: la visión grotesca del hombre-monstruo y del hombre-títere (P. Ilie [1971]); el pesimismo de la parte última de la novela (J. B. Hall [1975]); el hombre como microcosmos (Rico [1970]); el «mundo al revés» y la conciencia de la crisis (A. Redondo [1979], Senabre [1979]). En el libro de G. Schröder [1966] se estudia la alegoría manierista como un complejo a veces más verbal que figurativo y la libertad ensayística de ciertas alegorías, teniendo en cuenta la dualidad ser/parecer, el valor senequista de la «persona», la teoría graciana del procedimiento alegorizante y la forma de las «crisis». A mostrar el valor táctico de la virtud, el aislamiento del sabio respecto de la sociedad y el individual aislamiento de Gracián en los últimos años de su vida se endereza el análisis que hace T. L. Kassier [1976] de la alegoría como principio constructivo de El criticón en sus líneas generales, en la articulación emblemática de sus capítulos y en la calidad oblicua o especular de sus conceptos. Ricardo Senabre [1979] ha dedicado, en fin, un excelente estudio a los paradigmas últimos de la obra maestra. Como novela. El criticón no oculta su procedencia de la Atalaya de la vida humana que es el Guzmán de Alfarache, entre otros modelos. El celebrado ensayo de Montesinos [1933] parte de ahí para considerar la obra de Gracián como «picaresca pura»: el alegorismo jesuítico despoja el relato de concreción y estímulo cordial, resume la amargura frente al mundo y aísla al hombre en el desengaño.

El comulgatorio (1655), único libro religioso de Gracián, ha sido menos leído y estudiado en nuestros tiempos. Lo mejor acerca de estas cincuenta meditaciones sacramentales para los domingos del año, ajustadas a las Escrituras, modeladas a ejemplo de los Ejercicios ignacianos y labradas en un lenguaje sobriamente conceptista y serenamente exhortativo, son las páginas de Batllori y Peralta [1969], aunque no resulte fácil admitir con Batllori que ésta sea «la obra más sincera de Gracián» ni con Peralta que sólo en ella aparezca «el Gracián auténtico y real». Se trata, en todo caso, de uno de los libros religiosos más bellos del siglo, quintaesencia devocional digna de la poesía eucarística de Calderón.

La literatura religiosa del XVII, orientada por la militancia jesuítica, es más doctrinal que contemplativa. Una exposición clara de ella es la trazada por M. Herrero García [1953], autor del mejor panorama histórico de la oratoria sagrada [1942], en el cual distingue, para el siglo XVII, sucesivas etapas: artística, crítica, del Barroco triunfante, y decadente.

En la etapa crítica, es el trinitario fray Hortensio Félix Paravicino (1580-1633) el orador de dotes artísticas más destacadas: su biografía y bibliografía han sido laboriosamente esclarecidas por F. Cerdan [1979]; y a la interpretación de sus sermones, difíciles pero no oscuros, consagró E. Alarcos García [1937] un estudio no superado en el que se justifica que Gracián le considerase el Góngora del púlpito. Otra figura notable, el jesuita Juan Eusebio de Nieremberg (1595-1658), dejó abundantísima producción latina y castellana. H. Didier [1976] le ha dedicado una monografía erudita y más bien apologética en la que pone de relieve el neoplatonismo cristiano del prolífico padre, inspirado en Plotino, revisando a esa luz el descrédito de lo temporal frente a lo eterno, el menosprecio del cuerpo y la exaltación de la muerte, el sufrimiento y el desengaño. Abundante fue también la obra escrita de sor María de Jesús de Ágreda (1602-1665), monja concepcionista, autora de una Mística ciudad de Dios, vastísima biografía de la Virgen a lo largo de la cual hace la autora las composiciones de lugar que le inspiran su fantasía, su sentido realista y su fervor por promover a dogma la Concepción Inmaculada. La correspondencia secreta de sor María con Felipe IV entre los años 1643 y 1665 (C. Seco Serrano [1958]), tan reveladora de la simplicidad práctica de aquélla como de la endeblez y conciencia de culpa del monarca, posee más riqueza psicológica e histórica que el panegírico marial. Bastará remitir aquí a un último estudio sobre la no canonizada pero venerable madre (T. Kendrick [1967]). Mirada con aprensiva cautela en este siglo, como en el anterior, la mística no halló proyección trascendental más que en la Guía espiritual del quietista Miguel de Molinos (véase HCLE, vol. 2, pp. 491-492).

Molinos tuvo sus lectores y prosélitos fuera de España, pues dentro de ella el pensamiento religioso y el filosófico discurrieron principalmente por el cauce del tomismo. Los materiales para elaborar una historia de la filosofía española del siglo XVII los indicó y ordenó R. Ceñal [1962] y, dado que la inmensa mayoría de los escritos filosóficos se publicaron en latín, baste remitir a dicho estudio, en el que se marcan como corrientes capitales el escolasticismo (con la importante novedad de Francisco Suárez), el estoicismo (a consecuencia de la labor de Lipsio), el lulismo (que así llegó a Leibniz), el atomismo (con la obra del judeoportugués Isaac Cardoso) y la filosofía política (en general, antimaquiavelista). A fines del siglo penetra, despacio y con retraso, el cartesianismo y doctrinas afines, y entre los que se abren a éstas merece recuerdo Juan Caramuel, que conoció y elogió la obra de Descartes. La impregnación neoestoicista de toda la obra de Quevedo ha sido demostrada en forma óptima por H. Ettinghausen [1972].

En las ciencias de la naturaleza se da en España, desde 1687, un movimiento renovador (López Pinero [1979]). En ese final de siglo admirablemente redibujado por H. Kamen [1981], tampoco faltan innovadores por lo que respecta al pensamiento filosófico, moral, político y socioeconómico. Al estudio del eclecticismo como transición desde la escolástica, a través de la incorporación de la física, del probabilismo jesuítico y del suarismo, hacia la moderna filosofía europea dedicó un libro, más interesante para el siglo XVIII que para el XVII, O. V. Quiroz-Martínez [1949]. J. L. Abellán [1981], incluyendo en el «pensamiento» no sólo las ciencias de la naturaleza y del espíritu, sino también la literatura, intenta una visión integradora del Barroco y la Ilustración, y cuida de reconocer la renovación en proceso entre 1680 y 1724.

A lo largo del siglo va cobrando presencia un tipo de literatura que, caracterizada por el subjetivismo y la digresividad, la temática varia y la composición suelta, puede considerarse miscelánea y ensayística. Cristóbal Suárez de Figueroa (¿1571?-d. 1644) escribió en diálogos su miscelánea autobiográfica El pasajero (1617; ed. R. Selden Rose [1914]), donde el procedimiento «alivio de caminantes» enmarca algunos relatos, pero sobre todo disquisiciones sobre España y los españoles, prosa y poesía, la comedia, los sermones, el amor; milicia, justicia y comercio; la soledad, la vejez y la muerte; ricos y pobres, el ocio y los negocios. La obra ha sido alineada a veces con el precedente de Agustín de Rojas, quien inaugura con su Viaje entretenido (1602) el género impuro de las «misceláneas dialogadas» (Ressot [1972], Joset [1977], Avalle-Arce [1978]). Se conoce la vida de Suárez (Crawford [1907]) y se ha escrito una breve etopeya de este español frustrado (Dowling [1953]), pero está por precisar la medida de su independencia y la sazonada personalidad de su lenguaje. A Figueroa se parece bastante el portugués Antonio López de Vega, autor de ensayos filosóficos dialogados: Heráclito y Demócrito (1641) y Paradoxas racionales (manuscrito de 1655; ed. E. Buceta [1935]). El filósofo que ilustra al cortesano sobre la vanidad del linaje, la incomodidad de los honores, la brutalidad de la profesión militar, la tiranía de la honra y los perjuicios de la modestia, no se limita a prolongar la vieja tradición de las paradojas, sino aprovecha el método para racionalizar sobre unos fundamentos liberales, de tono utilitario y burgués. En esta línea están los Errores celebrados (1653) de Zabaleta (D. Hershberg [1972]), donde se refutan casos aplaudidos por los antiguos, invirtiendo paradójicamente su valor desde actitudes ilustradas y partiendo de la convicción de que el vulgo no sabe descubrir una verdad sino seguir una opinión. Maravall ha recurrido con frecuencia a Suárez, López de Vega y Zabaleta en sus estudios sobre la idea de progreso, la nueva estimación del trabajo y el cambio de mentalidad en los Siglos de Oro.

Como un preilustrado presenta el mismo Maravall [1978] a Francisco Gutiérrez de los Ríos (1644-1717), sobre quien había llamado la atención R. P. Sebold en un artículo de 1967 (Hispanic Review, 35, p. 247). En El hombre práctico, cuya primera fecha de publicación parece ser 1686 y de cuyo texto se ha hecho una útil selección (J. Gutiérrez [1981]), el aristócrata cordobés propone un modelo que ya no es ni heroico, ni discreto, en el sentido de Gracián, sino «práctico»: un hombre formado en el conocimiento de las matemáticas, antiescolástico, experto en lenguas vivas, urbano, sociable, amigo del trabajo y de la utilidad profesional, despierto a la «novedad».

Si se considera literatura costumbrista la que describe las formas de vida habituales y los tipos representativos de una sociedad determinada, tal literatura no aparece de un modo relativamente autónomo sino en el siglo XVII, favorecida por la novela picaresca y la cortesana, así como por la moralística. A diferencia del costumbrismo histórico-geográfico del XIX, el del siglo XVII es acentuadamente moral y cortesano (la corte como centro de la ociosidad). Misceláneas ensayísticas como El mundo por de dentro, de Quevedo, o El discreto, de Gracián, son menos costumbristas que ficciones morales como La hora de todos, del primero, o El criticón, del segundo; pero la relación entre ensayo misceláneo y costumbrismo es patente ya en El pasajero, aunque el costumbrismo en su mayor pureza aparece en otros autores (Correa Calderón [1950]).

La Guía y avisos de forasteros (1620), firmada por Antonio Liñán y Verdugo, obra bien caracterizada por J. Sarrailh [1919-1921], combina la conversación entre cuatro interlocutores, al igual que en El pasajero, con la relación de novelas destinadas a escarmiento (Simons [1980]). Revélase aquí la motivación generadora de este costumbrismo: el «aviso», prevención que el experimentado hace al inexperto acerca de las gentes con que éste tropezará en la corte, cuyos lugares admirables se le alaban de paso. Últimamente se ha insistido en que el verdadero autor pudo ser el dramaturgo Alonso Remón (Fernández Nieto [1974]). En 1646 B. Remiro de Navarra produjo una imitación con Los peligros de Madrid (Amezúa [1956]).

Dejando a un lado ficciones alegóricas entre morales y costumbristas como las de Rodrigo Fernández de Ribera, quien preludia a Gracián, o de Luis Vélez de Guevara (véase cap. 5), el costumbrismo más original del siglo es el que construye, sin componente novelístico, Juan de Zabaleta (¿1610?-¿1670?) en su díptico El día de fiesta por la mañana, de 1654 (Doty [1928], Sanz Cuadrado [1948]) y El día de fiesta por la tarde, de 1660 (Doty [1938], Díez Borque [1977]). Se ha estudiado la posición más bien avanzada de Zabaleta en su aprecio de honor como virtud y en su rechazo de la venganza y del duelo (Werner [1933]), y se ha justificado el valor de la reflexión moralizadora adjunta al cuadro pintoresco en El día de fiesta (Stevens [1966]). El sentido de este costumbrismo, edificante y profundamente cristiano aunque transido de razón y de arte, ha sido expuesto en certera síntesis por C. Cuevas García [1975]. Y la manera descriptiva, en presente, detallada, de las escenas de Zabaleta sugirió a J. M. Valverde [1971] agudos párrafos acerca de su efecto en la óptica y en el estilo de Azorín. Zabaleta gobierna una prosa de soberana elegancia, cuyas excelencias están por valorar debidamente, en la dirección hacia el laconismo que señalan Alemán, Figueroa, Quevedo y Gracián. Si el laconismo de Gracián impresiona por su densidad conceptuosa, el de Zabaleta produce la sugestión de una visualidad diáfana, ingrávida.

El más pródigo costumbrista de este tiempo, Francisco Santos (1623-1698) imita y a veces plagia, en forma un tanto chapucera, las fantasías de Ribera o Vélez, las alegorías de El criticón (Hammond [1950]), el artificio sómnico de Quevedo y las series de tipos y de escenas de Zabaleta. Entre sus obras más puramente costumbristas, de tono didáctico-moral demasiado obvio, El no importa de España ha sido objeto de edición e interpretación como testimonio de la decadencia desde una ideología católico-monárquica anticuada e impotente, dócil a todos los mitos casticistas e incapaz de racionalizar la protesta (Rodríguez Puértolas [1973]). Con Día y noche de Madrid y Las tarascas de Madrid se ha formado un primer tomo de obras selectas de Santos precedido de compendiosa introducción biográfica y crítica (Navarro Pérez [1976]).

Otra clase de «avisos», en el sentido de noticias que se dan a otros acerca de lo que sucede, origina una literatura periodística que no describe costumbres: las revela. Su estilo narrativo, su condición noticiera («Avisan que...»), su anecdotismo recuentan sucesos históricos y evocan la realidad cotidiana; son relaciones, cartas o avisos: de L. Cabrera de Córdoba (1599-1614), de algunos jesuitas (1634-1648), de J. Pellicer (1639-1644), de Jerónimo de Barrionuevo (1654-1658). Pertenecen al nivel más modesto -pero no menos interesante- de la historiografía: una buena muestra es la selección de Pellicer preparada por Tierno Galván [1965]. Quevedo practicó el género en sus Grandes anales de quince días, como Saavedra la vasta crónica del pasado en su Corona gótica y Gracián la biografía en El político. Y no cabe olvidar que en el siglo XVII adquieren notable desarrollo la biografía y la historia regional.

Estamos así en el terreno de la historiografía, que aquí no es posible incluir (sobre la autobiografía, véase el cap. 5). Baste, por un lado, remitir a los estudios generales reseñados en HCLE, vol. 2, cap. 4, y, para el período más tardío, al preciso examen de García Martínez [1965]; y, por otra parte, recordar simplemente los nombres de fray Prudencio de Sandoval, historiador del reinado de Carlos V; Luis Cabrera de Córdoba y fray José de Sigüenza (para el reinado de Felipe II); Carlos Coloma (sobre las guerras de los Países Bajos) (Avalle-Arce [1979]); y, por encima de todos, Francisco de Moneada (sobre catalanes y griegos), Francisco Manuel de Melo (movimientos y separación de Cataluña) (Colomes [1969]) y, ya en 1709, los Anales de Cataluña de Narcís Feliu de la Peña (Kamen [1975]). Junto a ellos piden mención igualmente las cuatro figuras mayores de la historiografía indiana: Antonio de Herrera y Tordesillas y Gil González Dávila, que intentaron abarcar todo el complejo americano; el Inca Garcilaso de la Vega, historiador del Perú (J. Durand [1968], Varner [1968], Avalle-Arce [1978]), y Antonio de Solís y Rivadeneyra, autor de la Historia de la conquista de México (1684), panegírico de Hernán Cortés y distanciada exposición ordenadora escrita en un lenguaje que, cerca ya del siglo XVIII, no es trivial calificar de primoroso.






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