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Gregorio Marañón (1887-1960)

Pedro Laín Entralgo





Echando sobre mí, último entre vosotros, la honrosa pesadumbre de conmemorar a Gregorio Marañón, no habéis querido que yo declare con palabras de dolor el sentimiento de reciente y penosa manquedad que a todos nos aflige. En esta casa, cuyo principal instituto consiste en decir con pocas palabras la partecita de realidad que una sola palabra abarca y significa, la manifestación del dolor no debe ser y no es retórica sentimental, sino amorosa y recapituladora expresión de lo que para nosotros y en sí mismo era el compañero muerto.

Pero aquí viene la dificultad. ¿Es acaso posible declarar con palabras lo que un hombre es? ¿No se nos dijo hace mil quinientos años que «ningún hombre sabe lo del hombre», que «sólo sabe del hombre que hay en él»? Y esa genérica dificultad, ¿no se hace superlativa frente a una realidad humana tan excepcionalmente alta, rica y delicada como la de Gregorio Marañón? Ante vidas de este porte, y excluidas la epigrafía lapidaria y la biografía penetrante y morosa, ¿será posible una descripción que no las empequeñezca?

El primer sentimiento de quien se acercaba a Marañón por alguna de las muchas avenidas que de él arrancaban y a él conducían era la admiración. El enfermo en busca de ayuda médica, el lector de sus trabajos científicos, sus libros históricos y sus ensayos, el oyente de sus conferencias, el degustador de su conversación, el mero visitante de su casa, todos se sentían inconteniblemente movidos a admirarle. Cada una de esas actividades suyas poseía rara perfección específica, y de todas ellas eran común indumento la sencillez y la elegancia, las dos virtudes adjetivas en que el verdadero egregio muestra realmente serlo. Y puesto que aquí vino, ante todo, en cuanto escritor, dejad que me demore un poco inquiriendo cómo la prosa de Marañón poseía su singular, elegante, sencilla eminencia.

Respecto de la realidad a que se refiere, la prosa puede ser, en principio, una de estas dos cosas: marco o piel. Marco es, antes que cualquier otra cosa, la expresión de los prosistas en la segunda mitad del siglo XIX; marco que unas veces causa sobrecogimiento, como esas cornucopias que decoraban las mansiones de antaño, y otras lúdica y envolvente delicia. Recordad a Castelar y Echegaray, recordad a Pereda y Valera. Pero con los escritores que tópicamente llamamos «del 98», lo que hasta entonces era marco se convierte en piel. El prosista se esfuerza ahora por conseguir que sus palabras sean tenue y vivaz revestimiento expresivo de la realidad descrita, con lo cual la penetración del lector en la almendra sustantiva de aquello que lee se hace más directa, profunda y eficaz; a la postre, más poética, porque sólo a favor de cierta «poesía» -intelectual o sentimental, adivinatoria o emotiva- puede el espíritu humano acercarse al fondo de la realidad.

Cada uno de los grandes prosistas de nuestro siglo -Unamuno, «Azorín», Baroja, Valle-Inclán, Ortega, Ors, Antonio Machado, Gabriel Miró, Juan Ramón Jiménez, Gregorio Marañón- ha tenido su peculiar manera de revestir de tensa piel viviente, taraceada o desnuda, según la ocasión y el escritor, el mundo exterior y el mundo íntimo a que él quiso dar forma verbal; y dentro de esa excelsa pléyade, tan alto como cualquiera de quienes la componen, el gran escritor que hasta ayer mismo nos regalaba a todos su vida y su amistad. Mil veces se nos ha dicho que la clave más propia del estilo de Marañón es la claridad, la sobria, luminosa y fluyente transparencia con que deja ver el pensamiento de su autor y, por tanto, la realidad visible o imaginada de que ese pensamiento es personal trasunto; y con no menor reiteración se ha añadido que esa tan bien lograda claridad manifiesta la radical vena mental de médico y hombre de ciencia que en nuestro escritor había. Todo ello, por supuesto, es obvia y flagrante verdad, pero verdad muy preliminar y genérica. Aspiró Marañón a que la claridad de su prosa no fuese fulgor, sino lumbre cernida y matizadora: «[...] como la luz de la penumbra -tales son sus palabras-, que no hiere ni fascina, y es la que verdaderamente alumbra». «Tinieblas es la luz donde hay luz sola», enseña en su cima central uno de los más hermosos sonetos de don Miguel de Unamuno. Pero es el caso que Marañón, con su prosa, no pretendía solamente ver y hacer ver, theorcin, a la manera de los antiguos griegos. La teoría, la contemplación austera de la verdad, era uno de sus fines, no su fin único. Más ambicioso que los clásicos de la pura especulación, el escritor Marañón quería siempre que sus lectores comulgasen activa y personalmente con él en la posesión de la realidad o la posibilidad latentes bajo la limpia y clara piel de sus palabras. Comunión y posesión, no sólo delectación contemplativa. Y quien aspiraba a tanto, ¿podía contentarse dotando a su prosa de bien medida claridad?

Ni Marañón se conformó con tan poco, ni hizo una prosa meramente diáfana y elegante. «La claridad es la cortesía del filósofo», escribió Vauvenargues; «[...] la claridad no pasa de ser la cortesía del filósofo», podría replicarse. La comunión posesiva a que antes me he referido exige que la expresión verbal incite intelectual y emocionalmente la personal actividad de quien la oye o lee; y Marañón, que lo sabía muy bien -con ese saber no aprendido de los verdaderos maestros-, acertó a lograrlo mediante tres principales recursos: dos materiales o de contenido, la visión imprevista y el choque emocional, y uno formal y metódico, el apuntamiento sugestivo. Recordad una página de Marañón. El fino y transparente regato de sus líneas va mostrando con nitidez el pensamiento del autor. De pronto, un punto de mira insospechado, y desde él la novedad incitante de un paisaje entrevisto y prometedor. Poco más tarde, suscitado por una frase idónea, el leve y gustoso sobresalto de una emoción que nos ensalza sin contorsión ni desgarro. Y todo ello sin el opresor ejercicio de una voluntad exhaustiva, sólo apuntado y propuesto, para que el lector, poniendo algo de su parte, comulgue personalmente con el autor, y uno y otro, aquél con lo que adivina, éste con lo que dice y sugiere, caminen juntos en la tarea de poseer mancomunadamente la realidad o la posibilidad a que la prosa aludía. Si se me permite la ruda fórmula jurídica, diré que la lectura de la prosa de Marañón es siempre un placiente e inacabado ejercicio de condominio, y ésta ha sido la clave decisiva de su inmensa fortuna entre las gentes más diversas. Leyéndole, Marañón nos ofrece constantemente la espléndida posibilidad de enriquecernos y ennoblecernos con trabajo, pero sin esfuerzo; con meditación, pero sin aspaviento. Muy pocos habrán igualado su redonda perfección en la práctica de tal virtud intelectual.

Me pregunto si esta peculiaridad estilística, tan entrañablemente radicada en el alma de nuestro compañero, no permitirá, a la vez, entender sin violencia una cuestión que con apariencia contradictoria rueda por la haz de sus escritos: Marañón -el escritor, el hombre de ciencia, el pensador Marañón- ¿fue clásico o romántico? Neoclásicos, muy «siglo de las luces», fueron su espíritu académico, tantas veces por él proclamado, y su hondísima dilección por Feijoo y por Gaspar Casal; románticos, por contraste, su amor al siglo XIX, su concepto del corazón humano y el sentido de una gran parte de su vida pública. ¿Por qué no concluir, que esa estrecha rotulación dicotómica no podía dar cuenta suficiente de su opulenta existencia espiritual? ¿Por qué no ver más bien el alma de Marañón como la coincidencia armoniosa de un emocionado apetito de orden y claridad, que esto y no otra cosa fue el Marañón académico, y el esclarecido y ordenado apetito de emoción sobrerracional que fue nervio y espuela del Marañón artista?

Con esta eximia manera de trabajar la prosa puso Marañón fina piel limitante y expresiva a la materia de su obra escrita. Materia, todos lo saben, de verdad ingente y diversa. Pero aun siendo tan fabuloso el elenco de sus publicaciones -no menos de mil doscientos ochenta y siete títulos recogía un índice bibliográfico de 1952- es posible ordenar los temas de todas ellas bajo tres rúbricas principales: la enfermedad y su curación, España, la dignidad humana. Quede aquí sin comentario la tan importante obra médica de nuestro compañero; quede ahora no más que aludido -pronto reaparecerá, mirado a otra luz- el prodigioso tributo literario de este gran escritor a la tierra, los hombres y el pasado de su patria; queden, en fin, sin mención expresa y pormenorizada -entre lectores españoles no es necesaria- los títulos de los libros y ensayos, tan capitales en su obra, que él consagró al tema de la dignidad humana. Mas no quiero dejar sin breve glosa este último epígrafe, porque el modo de concebirlo Marañón ilustra muy bien su calidad espiritual de humanista cristiano. La dignidad humana no fue para él, como para los humanistas del Renacimiento había sido, la simple eminencia ontológica y operativa del hombre en la ordenación del cosmos, y tampoco mera respuesta polémica contra la tan reciente tendencia filosófica y literaria a subrayar cuanto de abyecto y fugitivo hay en el ser humano, sino capacidad ilimitada para la invención de deberes y posibilidad de sentir y cultivar en la propia alma alguna de las vocaciones que él llamaba «del amor». Deber inventado, vocación de amor: decidme si en la obra humanística de Marañón hay dos temas más reiterados y característicos, más «marañonianos».

He hablado del escritor y he aludido al conferenciante y al maestro. Pero antes he dicho y repetido lo que todos saben: que nuestro compañero no fue sólo escritor y académico; que también fue gran médico, y gran biólogo, y gran profesor, y gran historiador, y buscador incansable de la obra de arte, y hombre siempre atento al menester y a la historia de su pueblo, y -en alguna medida- hombre de mundo; y he dicho también que el sentimiento primero de quien entraba en personal contacto con cualquiera de estas actividades de nuestro compañero era y tenía que ser siempre la admiración. Lo cual vale tanto como afirmar que el sentimiento segundo que suscitaba la persona de Marañón, cuando se la contemplaba en su integridad, no era simplemente la admiración, era el pasmo. Muy conmovidamente nos lo recordaba, hace bien pocas horas, Dámaso Alonso. Pasmo. ¿Cómo era humanamente posible que un solo hijo de Adán llevase de frente tal copia de actividades, y todas ellas con tan rara perfección específica? El hombre que en el hospital y en su consultorio privado atendía a sus pacientes innumerables, ¿era el mismo que con tan rica y precisa documentación buceaba en el alma de Antonio Pérez, y el teorizador del sexo y la vocación, y el que luego sabía traer a los puntos de su pluma el adjetivo justo y sugeridor? La suma de tantos talentos eminentes, la suave y firme voluntad con que su dueño los cultivó siempre y la armoniosa figura total que del ejercicio de todos ellos resultaba, movían a pasmo y sugerían una primera imagen del Marañón entero: la imagen del artista de sí mismo. El hombre que así componía el luciente y variadísimo mosaico de su personalidad, ¿qué podía ser, allende sus poderosos talentos, sino un habilísimo e inexorable artífice, de sí mismo, un arquitecto capaz de ser a la vez cincelador y orfebre, una versión novecentista y española de cualquiera de aquellos uomini universali que fueron la prez del Cinquecento italiano?

Pero esta visión estética de la persona de Marañón no llega a la raíz viva y secreta de lo que nuestro compañero fue; la verdad que pueda haber en ella es verdad parcial y penúltima. Escribió él una vez, frente a la figura titánica de Menéndez Pelayo: «Yo busco siempre al hombre, aun en el grande hombre, que suele ser tan poco humano; y lo busco, porque creo que es siempre lo esencial». Médico, historiador o ensayista, Marañón fue ante todo un insaciable, un amoroso buscador de vidas humanas. Para ser de veras grande, la suya tenía que contar con las vidas de los demás, halláranse éstas junto a él o esperasen nueva luz en ese oscuro y polvoriento seno de Abraham que son los archivos. Pues bien: si somos verdaderamente fieles al espíritu de nuestro autor, si ante su pasmosa figura no nos conformamos sino con lo que en ella fue esencial, pronto descubriremos que bajo el múltiple y unitario artista de sí mismo había en Marañón dos instancias harto más radicales: el español y -lo diré unamunianamente- el «hombre de secreto».

«Soy español: un español que siente, hasta la médula de sus huesos, hasta los rincones más hondos de su alma, el orgullo de serlo». Amigos, estamos llegando al fondo de Marañón; no estamos todavía en él, pero a él estamos llegando. Hasta la médula de sus huesos, hasta los más hondos rincones de su alma se sentía español Marañón. «No quisiera ser nada sin ser español», dijo en América. Pero, ¿cómo lo fue, cómo lo quiso ser? Este es el problema.

Para resolverlo, pongamos atención en sus héroes. Dime hacia quién miras y te diré lo que quieres ser, lo que acaso ya estás siendo. Entre los españoles de ayer, Marañón admiró y quiso especialmente a Vives y a Feijoo; y sin detrimento de cuanto en Vives y Feijoo fuera más personal y propio -¡cuánta autobiografía hay, por ejemplo, en la semblanza marañoniana de Margarita de Valdaura!-, esa admiración y esta querencia tuvieron por causa y fundamento lo que al humanista y al benedictino hizo hermanos entre sí; a saber su intento apasionado, inteligente y doloroso de trabar en unidad la inteligencia, el amor a España, la visión cristiana dé la realidad y la ocasional actualidad de la historia universal. Al modo renacentista, o al modo dieciochesco, uno y otro fueron a la vez cristianos, españoles y hombres vocados al saber; y como Vives y Feijoo, ya en el momento en que España se hiende, don Gaspar Melchor de Jovellanos, ese fino español de pro en quien Sánchez Cantón, tan certeramente, ha visto una de las vidas paralelas de nuestro gran muerto.

Pero no sólo esos dos españoles de ayer fueron los héroes de Marañón; fuéronlo también varios españoles de hoy, de su hoy; y entre ellos -quiero citar ahora los de su mocedad-, Cajal, Menéndez Pelayo y Galdós, Después de Jovellanos, España se hiende. Dos manos. Dos aceras. Dos cuerdas, llegará a decirse, para que tampoco falte la bronca y baja alusión -tan española, después de todo- a la vida presidiarla. Y entre esas manos, aceras y cuerdas discordantes, la hostilidad cerrada, la muerte y el dolor. ¿No veis ahora el sentido y la raíz de esta elocuente dilección marañoniana? Cajal, el genio del saber biológico, el quijotesco redentor solitario de la insipiencia científica de los españoles; Menéndez Pelayo, el genio del saber histórico, el católico que se desvive -y cada vez más, a medida que su edad avanza- por aunar la fe, la actualidad y la universalidad; y bajo la acritud ocasional de Electro, y Doña Perfecta, Galdós, genio de la invención innumerable de vidas humanas y españolas. El noble y sincero liberalismo de Marañón, ¿qué fue, a la luz de sus preferencias, sino el afán de que España, por la ya inevitable vía de la convivencia plural, fuese todavía fiel a lo que unitariamente habían sido las almas ejemplares de Vives, Feijoo y Jovellanos? Quien conociese un poco a Marañón, sólo un poco, sabía muy bien que bajo la férrea voluntad creadora y arquitectural del artista de sí mismo latía en él, siempre despierta, siempre activa, esta profunda y dolorida pasión española.

El hombre puede ser artista o dilapidador de sí mismo, y español, francés o bosquimano; pero allende una y otra cosa es y tiene que ser persona y, por tanto, «hombre de secreto», porque -claro o turbio- secreto es siempre el fondo de la vida personal:


«Que uno es el hombre de todos
y otro el hombre de secreto»,



según un penetrante poemilla de Unamuno. En Marañón hemos visto hasta ahora al magnífico «hombre de todos» que en él hubo. Por debajo de ese «hombre de todos», en la fuente última de su existencia más personal, ¿cuál fue el «hombre de secreto»? ¿Cuál fue el secreto radical, el centro escondido y vivificante del hombre Marañón?

Algo hermético había en este incesante creador de acciones y obras transparentes. «Hay un secreto muy secreto -ha escrito uno de sus biógrafos- allá en el fondo del laberinto de esa especie de timidez segura que en él se observa». Es verdad. Cuando yo conocí personalmente a Marañón -el año 1943, en torno a los amistosos manteles de Antonio Marichalar- quedé sorprendido por esa timidez suya y me pregunté in continenti qué misterio pudiera albergar. Hoy creo poderme responder que en ese misterio había, por lo menos, dos principales ingredientes: generosidad y sed, amor de donación y anhelo.

¿Acaso no era así? Solían quebrantar la timidez de Marañón -y dejaban brotar, diversamente expresado, según los casos, algo del fondo de su persona- dos sentimientos muy distintos entre sí: el entusiasmo y la irritación. Ante todo o después de todo, Marañón fue hasta su muerte un hombre capaz de entusiasmo, un gran hombre en quien nunca llegó a extinguirse el pronto fuego de la adolescencia. Entre tantas y tantas almas recelosas, decrépitas y acartonadas, ¡qué consoladora maravilla! Mas también fue siempre, sin mengua de su liana y señorial cortesía, hombre que de cuando en cuando sabía irritarse, y todos hemos sido testigos directos o conocedores indirectos de algunas de esas oportunísimas irritaciones. Ahora bien, ¿qué es lo que entusiasmaba, qué es lo que irritaba a Marañón? Creo que la respuesta más justa y más breve podría rezar así: le entusiasmaba todo aquello en que prevaleciesen la inteligencia y la generosidad, especialmente esta última; le irritaba todo aquello que de algún modo fuese contra la inteligencia y la generosidad, y singularmente lo que contra ésta última pecase.

Sí. Celada por la timidez, porque no hay virtud auténtica sin recato, la generosidad, el amor de donación, era parte muy importante en el fondo de aquella persona que llamábamos Gregorio Marañón o, más a la española, don Gregorio. Más de una vez dijo ser «trapero de su tiempo». «Pero en realidad -comenta Rof Carballo- era todo lo contrario de un trapero; era un tremendo despilfarrador de su tiempo con los demás, y en término primerísimo con sus enfermos más modestos, con los enfermos del hospital». Su obra entera -sus libros, sus discursos académicos, sus prólogos, sus cartas, sus convites, las papeletas que tan asiduamente presentaba en esta sala-, ¿qué fueron en último término sino constante y generosa donación de sí? Mientras viva recordaré el día de su vida que hace unos años me regaló, queriendo que yo visitase Toledo con él, don Ramón Menéndez Pidal y don Manuel Gómez Moreno, y que juntos viviésemos la indecible emoción histórica de abrir de nuevo el féretro del rey Sancho IV. Si el fondo de la persona es ante todo la vocación, Marañón, antes que médico y escritor, fue un hombre vocado al ejercicio de la generosidad, un alma naturaliter christiana. Pocas veces el dicho de Tertuliano habrá sido aplicado con más estricta justicia.

Y todavía más honda que la generosidad, la sed. Sólo la de Dios es generosidad pura; sólo Dios, desde el seno misterioso de su ser personal e infinito, da para no recibir. Quien sin ser Dios da algo, algo espera en este mundo o en el otro. El quid de la perfección en el dar -aquello por lo que la donación llega a ser generosa- consiste en esperar un bien metafísica y moralmente más alto que el bien que se regala. Generoso es quien da dinero y espera gratitud, y quien da heroísmo para cosechar gloria. Pero el generoso de sí mismo, el hombre que no sólo regala dinero y fulgurante valentía, sino trabajo, tiempo, vida, ¿qué deberá esperar para que su donación sea verdaderamente generosa? ¿De qué habrá de ser su sed?

Me ocurre pensar que una de las cifras más reveladoras de la persona de Marañón -tan firmemente aposentada, al parecer, sobre el suelo de este mundo- fue su idea del viaje. Libros de viajes componían la porción más preciada y personal de su biblioteca. Su más incumplida aspiración fue el viajar: «Me parece que viajo poco -confesaba una vez a González Ruano-. Siempre pensé que para la sabiduría, a la cual he aspirado continuamente, es imprescindible; necesario, forzoso, viajar mucho». La jornada previa al viaje era, en fin, el paradigma de sus jornadas cotidianas:

«¿Qué hace usted -decía al escritor antes mencionado- el día en que sabe que su tren sale, a las seis de la tarde y que se ausentará por algún tiempo del lugar donde vive? Se levantará usted, naturalmente, temprano y hará todas las cosas que necesite hacer, con eficacia; [...] y todavía le sobrará tiempo para aplicarlo al ocio que prefiera. Pues bien, hay que convertir todos los días en ese día de viaje». Viajar, viajar, o vivir como si se viajara. Iter est vita. Nunca la concepción cristiana de la vida terrenal del hombre -vida in via, homo viator- ha tenido más plástica y reiterada expresión. En el fondo insobornable de su persona, allá donde uno está a solas consigo mismo y con Dios, Marañón se sentía viajero, caminante, viador. Le interesaba, por supuesto, el camino: ahí están para demostrarlo sus amores, sus obras y sus libros. Pocos más enamorados que él de la realidad en torno y, a través de ésta, de la realidad toda. Pero su vida, como la de todo hombre esencial, fue una rara sed, permanente, amorosa y personalísima sed de una realidad en verdad saciadora. Viajar viviendo y viajar muriendo. Es ineludible el recuerdo -no tópico ahora- de un grande amigo suyo y nuestro, el poeta Antonio Machado:


«Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar».



«Casi desnudo, como los hijos de la mar». Ea, ya Marañón no es académico, ni escritor cimero, ni médico eminente, ni profesor, ni conferenciante, ni hombre famoso, ni anfitrión, ni consejero, ni artista de sí mismo. ¿Qué es ahora Marañón, en el abismo más íntimo y libre de su persona? Al fin lo hemos sabido: es simplemente, desnudamente, una secreta y generosa sed. Más allá de la admiración y más allá del pasmo, su realidad personal nos ofrece y nos pide compañía, convivencia amorosa y caminante. «¡Ah, qué terrible vivir! ¡Ah, qué terrible acabar! -ha escrito, en póstumo homenaje al amigo muerto, el dilecto y resurrecto "Azorín"- ... En silencio, pensamos en él; vemos cómo su figura mortal se aleja y su figura espiritual pervive entre nosotros». Pero bajo la figura mortal de su vida terrena y la figura perviviente de su fama latió siempre, esencial y obradora, su humanísima sed de agua viva. Dios, que desde el fondo de ella misma la conocía, la habrá saciado para siempre.





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