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ArribaAbajo- XIII -

El general Lecor, gobernador de la Cisplatina, que creía saber bastante de ciencia militar, y que en punto a planes de tacticógrafo, no reconocía por entonces antagonista entre los capitanes más expertos del ejército a que servía, no dio importancia a la invasión de un pequeño grupo. Supuso que, por más que este grupo se aumentase, pasando sucesivamente de «montonera» a escuadrón, a regimiento, a división en el caso de que no fuese batido y disuelto desde el primer instante por las tropas regulares que se hallaban destacadas en puntos estratégicos, la guerra sería de caballería, contra caballería, no debiéndose dudar del éxito favorable, dada la cantidad y calidad de las fuerzas imperiales.

Aquellos centros estratégicos o ganglios del sistema militar ofensivo y defensivo de la época, aparte de Montevideo, plaza fuerte de primer orden y cuartel general de ejército, eran: la ciudad de la Colonia, provista de murallas y baterías, y una guarnición relativa de las tres armas, centinela vigilante de los ríos, con embarcaciones de guerra en la rada; el pueblo de Mercedes, también guarnecido, con lanchas armadas en el puerto, que exploraban sin cesar el curso del Uruguay en su confluencia con el Negro; la villa de San Pedro del Durazno situada en el centro del país sobre el Yi,   —87→   donde tenía su asiento el comandante general de campaña; y los pueblos de San José y Canelones, escalonados en el trayecto a Montevideo, con sus cuerpos de paulistas en disponibilidad para acudir a cualquier zona amenazada.

Al norte, la misma antigua línea divisoria era una defensa por sí sola incontrastable, dado que allende ella estaban los refuerzos que en serie continua deberían desfilar en caso necesario hasta cubrir la provincia de hombres, armas y caballos.

En tales condiciones de defensa, el barón de la Laguna, que escudaba bien el derecho de la conquista dentro de fortalezas inexpugnables, descansaba confiado en la habilidad especial del brigadier Rivera para deshacer en un solo encuentro a los «gauchos» sin verse él en la necesidad de apelar a movimientos estratégicos que desdeñaba usar en absoluto con enemigos de esa estofa. Para precipitarlos al Uruguay y sepultarlos en su cauce con lanzas, sables y potros, bastaría una carga en dispersión del «brigadeiro» con los dragones de la provincia. Lavalleja era un «patria» que entendía más de picar bueyes que de organizar milicia; Oribe no pasaba de un conspirador oscuro; los demás invasores venían al mor del botín y del saqueo. Para gente de esta madera, el comandante de campaña se sobraba. ¡La cuña no podía ser mejor! Y esta ocurrencia, hacía feliz al vencedor de India Muerta.

Sobre la conducta de su subalterno no debía abrigar sospecha alguna, pues él le había reiterado con las protestas de su lealtad inconmovible, su patriotismo de brasileño.

Pero, cuando supo que Rivera había caído en poder de Lavalleja, y más tarde, que se había plegado al movimiento declarándose abiertamente rebelde, dio entonces al suceso unas proporciones que no había previsto y consideró perdida su acción en la campaña.

La prisión de Borba acabó por hacerle creer que un refuerzo de algunos millares de hombres se imponía para volver a la obediencia la asendereada Cisplatina.

Acudió al emperador.

Capaz de un plan militar acertado, y hasta decisivo en sus consecuencias matemáticas, habituado como lo estaba a combinarlos sobre planos exactos de un territorio reducido, lo mismo que sobre un damero movía hábil las piezas de ajedrez, llegó sin embargo a pensar que no le sería fácil la solución del problema, hasta   —88→   tanto al menos no llegasen por el puerto dos mil infantes y por la frontera dos mil jinetes.

Las cosas se habían puesto muy turbias. Os patrias revoltosos aparecían ya maniobrando en campo raso y consiguiendo rápidas victorias; todo, sin mancharse con la sangre de los vencidos, ni asaltar las propiedades. Luego, estos «gauchos» tenían también su política, sus procederes correctos, sus cálculos de proyección al futuro como si hubiesen cursado estudios teórico-prácticos en el destierro.

En esta forma y por estos medios, la acción de los «insurgentes» se hacía temible.

Era probable la influencia del gobierno argentino en esos sucesos, cuya marcha y desarrollo vindicaban un derrotero fijo. ¿Cómo creer que los nativos solos se atreviesen a todo el poder del imperio? Esto no era posible en concepto de Lecor y de sus hombres.

Lo que ocurría era un principio de nueva tentativa de absorción y predominio; cuestión de fondo: o banda oriental o provincia cisplatina, según la bandera que llamease triunfante en la ciudadela del antiguo real.

¿Pretenderían acaso los nativos erigir su tierra en nación independiente? ¡Eso era ilusorio!

No faltaban, sin embargo, quienes sostenían que esa era la tendencia inflexible, aun cuando existiera una desproporción notoria entre la aspiración y los medios.

Los españoles viejos, que después de la jornada de Ayacucho habían perdido la fe en la restauración del régimen secular, afirmaban que la tierra uruguaya tenía en el mapa geográfico los fundamentos de su personalidad autonómica, aparte de las razones históricas que siempre la mantuvieron alejada de Buenos Aires. Los espíritus aparecían apasionarse a este respecto.

Distinguíase entre esos españoles -núcleo de la verdadera clase conservadora del país- el antiguo vecino don Carlos Berón, persona de fortuna.

Había sido este sujeto grande amigo de Elio y Vigodet y resuelto partidario, como es de suponerse, de la causa real. Odió en la misma medida a los argentinos, a Artigas, a los portugueses y a los brasileños, así como había odiado a los ingleses, contra quienes combatió en los días de la defensa encabezada por Huidobro; pero este aborrecimiento, sin reservas había sufrido en los últimos meses   —89→   trascurridos una modificación tan sustancial como violenta respecto a los nativos.

Sus mismos íntimos lo extrañaban, aunque se sentían inclinados en definitiva a seguirle en su cambio de ideas.

El señor Berón daba sus razones, muy convencido de ser lógico con el mismo radicalismo hispano-colonial de principios del siglo.

Mientras España fue posible -decía en su dialéctica especial-, sostuve aquí sus fueros. Desde que no logró el intento, he sostenido y sostendré que esta tierra corresponde de exclusivo derecho a sus descendientes legítimos -vale decir: a los que en ella han nacido. De estos es la patria, que tiene por límites el Piratini, el Uruguay, el Plata y el Atlántico a los cuatro vientos; para conservarla han peleado contra los ingleses, los españoles, los argentinos, los portugueses y los brasileños durante todo un cuarto de siglo. ¡Y siguen peleando! No hay derecho contra derecho. La independencia es del que la busca sin descanso, la abona con su sangre y la conquista con su valor. ¿Por qué disputársela?... ¡¡Ea!! no porque son pocos los que luchan la justicia ha de abandonarlos. ¡Mejor! Quedarán sin brazos o sin pero con el alma entera y bravía, ¡por Santiago! ¿Por ventura no es sangre española la que corre por sus venas, y sus hechos no son dignos de la raza? Ya quisieran estos «San Sebastianes» valer cada uno lo que aquel dragonazo de Artigas que en nueve años no se bajó del caballo y tuvo a mal traer generales y ejércitos como si fuesen de poca monta... Es verdad que no vencieron, pero ¿quién no triunfa echando legiones sobre un puñado? ¡Vaya un mérito! Aquel centauro, que se andaba el territorio a escape haciéndose sentir aquí, allá y en todas partes, de día y de noche, como si no comiese ni durmiera, siempre tieso en los lomos, a través de inviernos y veranos, lo mismo bajo la helada o el sol rajante, nunca al abrigo, perseverante, duro, más soberbio en la derrota que en el triunfo, no se ha muerto por eso, se ha perpetuado en otros, dejando una cría que ha de costar extinguirla al mismo demonio... Es la cría de los indomables que tienen el brazo de ñandubay y las nalgas de hierro... ¡Que vayan estos con sus reyunos y sabrán otra vez lo que es amasijo! ¡No!... ya se ha derramado mucha, demasiada sangre para bautismo; y estos pobres criollos merecen que los aplaudan, que los estimulen, ser dueños de sus fértiles regiones, árbitros de su suerte, ya que su suerte los condena a una batalla continua en la que todos   —90→   cejan al fin, menos ellos, lo mismo que sí se reprodujeran en los osarios que han ido amontonando las guerras implacables...

El asombro que estos o análogos desahogos causaba en el ánimo de sus familiares y contertulianos, por la sinceridad y la vehemencia con que eran vertidos, tenían su atenuación en el hecho de encontrarse su hijo único Luis María en las filas «insurgentes».

Por lo menos, todos se daban esa explicación del cambio operado en sus sentimientos e ideas.

Su esposa, particularmente, se sentía muy complacida de oírle expresarse en tales términos: aun cuando, antes del alejamiento de su hijo ella nunca se había preocupado de asuntos de esa naturaleza. Ahora pensaba y sentía como él; seguíale atentamente en sus disertaciones sobre las cosas del día, quedándose pendiente de sus labios callada y ansiosa, como si fuese a las más gratas a su corazón.

Por otra parte, tenía una compañera joven, hermosa, que dividía con ella sus impresiones ayudándola a sufrir las zozobras de la ausencia, cuyo vacío no le era dado llenar sino con su pensamiento, constantemente entristecido. No la vinculaba a esa joven lazo alguno de sangre; pero era ella hija de un amigo de su esposo, que estaba preso, y la que había atendido a su Luis, herido en una refriega allá en los campos desiertos, el día que él fue llevado casi moribundo a la estancia de su padre.

Este doble título a su aprecio fue razón de simpatía, que aumentó cada hora, al punto de no querer desprenderse de Natalia. Ésta debía estar siempre a su lado hasta que su padre recobrase la libertad. ¿Cómo dejarla sola? La pobre joven había perdido a su hermana en la última estadía de campo, a causa de lo que ella llamaba la «gota coral»; su reciente duelo reclamaba, cariños, y debía sentirse bien allí, en el hogar de Luis María, que éste había abandonado «siguiendo un ensueño», -según la frase melancólica de la madre.

La casa en que vivían era muy hermosa, en la calle de San Fernando. Muchas habitaciones con paredes macizas, patios grandes, jardín, huerta, y en el fondo un estanque. Tenía vistas a la plaza principal y a una iglesia de ladrillo desnudo, que era la Matriz.

Desde un pequeño mirador del fondo se divisaba la ciudadela con sus dos cúpulas chatas, la muralla del norte, la puerta de San Pedro y más allá el campo, las colinas ondulantes y el montículo de la Victoria.

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A la izquierda, por encima de las techumbres rojizas y de las casernas de piedra con sus medias naranjas cubiertas de hierbas, las aguas en anfiteatro modelando la península, nuevas lomas airosas y el cerro con sus faldas sembradas de viviendas dispersas, como oscuros abejones en verde dosel.

Los buques de la armada asomaban sus cofas por arriba de la isleta de la bahía, a modo de lianas confundidas entre árboles sin hojas.

Don Carlos Berón tenía por costumbre en las tardes ir al mirador, en donde permanecía un rato, observando con un anteojo las naves que entraban o salían. A veces, el campo era su panorama predilecto. Espaciaba la visual en la vasta zona que se descubría delante, largos momentos, atento a las menores novedades del horizonte. Cuando descendía, daba sus noticias con aire sesudo. La fragata venía a toda vela del Janeiro; o un bergantín verileaba por la punta del este, rumbo a Maldonado; si ya no era que el vigía de señales indicaba buque a la vista; o unas nubes de occidente impelidas con fuerza, presagiaban la llegada del «pampero».

A ocasiones, reinando la borrasca, con un gorro de piel de mono y envuelto en una capa, subía a su observatorio, a fin de persuadirse si el viento y las olas habían hecho garrar los barcos de pescadores o las lanchas de guerra. Cuando era muy recia la «suestada», veía en la playa del norte como una resaca de gánguiles botes y balandras, unas de borda en las arenas, otras de quilla para arriba. En las costas del levante solía distinguir contra las piedras pequeñas embarcaciones hundidas que sólo enseñaban la mitad de los mástiles. Hacia el sur, naves dispersas empeñadas en ganar de bolina el puerto; o una goleta juguete de las olas con el timón roto, o una barca sin velamen ni masteleros que se ocultaba o resurgía entre crestas espumosas, para sepultarse al fin en el abismo.

Entonces cuando bajaba, traía nuevas de sensación a su esposa y huésped reunidas con otras personas en el comedor, al amor de la lumbre.

Condolíanse todos de los sufrimientos ajenos, en largos y animados comentarios: pero al fin caían en los propios, sin apercibirse de ello, como corolarios forzados de todas las conversaciones o íntimas confidencias.

Aquellas ideas de don Carlos al mirador eran frecuentes, aun en días crudos; siendo así que antes sólo lo hacía por pasatiempo, como   —92→   un ejercicio higiénico, evitando en lo posible el contacto del aire frío. Su esposa había llegado a notarlo; y acaso adivinando la causa, sin trasmitirse impresiones, lo miraba fijamente al rostro cada vez que volvía, como si quisiera leer en él alguna nueva extra ordinaria.

El viejo soldado de Ruiz Huidobro nada decía que no fuese relato de algún accidente del puerto o apreciación del estado de la atmósfera. Aparte de eso su gran casa de comercio absorbíale casi todo el día. No se llevaban sin embargo los libros a su gusto, y esto, a pesar de dirigir él mismo la contabilidad con aquel esmero y pulcritud que tanto distinguían a los hombres probos de la época. Algo creía el viejo Berón que fallaba allí, que él no se explicaba claro, por lo cual siempre se exhibía a sus dependientes de mal ceño, rígido, al punto de ser temida su presencia detrás de mostradores.

Y como viese que nunca dejaba de tener una razón de disgusto, preguntole una tarde a su esposa si ella no notaba lo que a él le parecía gran deficiencia en su despacho.

-Sí, -había contestado la señora con un gesto de tristeza infinita-. Falta el tenedor de libros.

Don Carlos había tosido, sin replicar e ídose al mirador a paso firme, muy metido en su capa.

Esa tarde bajó casi de noche, diciendo que en el puerto y en todo el largo de la rambla del sur andaban varios barcos voltijeando sin tino y desgarrada la vela, buscando algún peñasco en donde abrirse o algún aterrado en donde enclavarse. Se habían izado señales y disparádose cañonazos de socorro; pero la mar estaba muy gruesa, del sur venial, como montañas de aguas verdinegras y espumas y el cielo oscuro prometía lluvia torrencial. Las goletas y patachos sacudidos en sus ancladeros lo mismo que grandes corchos, habíanse afirmado con cabos y maromas a los postes cercanos a los muelles, bien arreado el velamen. ¿Qué sumaca había de atreverse a verilear por la restinga de punta Brava para prestar auxilio sin caer en los bajíos pedregosos?

La tormenta iba tomando el giro del huracán.

Como una confirmación de estos datos, llegaba un sordo estruendo de atrás de las murallas del sur mezcla de los bramidos del viento con los furores del oleaje.

-¡Pobre de los pescadores y marineros! -dijo la señora-. Pero... ¿de la parte del campo, nada viste?

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-¡Nada! -prorrumpía con violencia don Carlos-. ¡Está desolado y monótono, con sus eternas lomadas, sin alma viviente en parte alguna, como si todo lo hubiese arrasado una peste maldita!

En estos sus enojos de todos los días con un fantasma, pues a nadie nombraba, concluía siempre por irse a su habitación.

Su esposa y Nata quedábanse meditabundas, con una gran sombra de pesar en las frentes.

De este estado solía sacarlas la avispada Guadalupe entrando de improviso y trayendo alguna noticia oída entre los grupos de la calle o del café, de la esquina inmediata, cuando no la había recogido de labios de los esclavos de confianza o de los negros pasteleros que pululaban en las aceras de la plaza con sus canastas de empanadas rellenas.

No siempre sus informes eran verídicos o halagadores; pero por lo menos reavivaban las impresiones y deseos, engendrando nuevas dudas o esperanzas sobre la suerte de los «insurgentes».

Las medidas que se habían dictado contra los jefes del movimiento eran tan inflexibles, que hacían pensar cosas terribles acerca del fin que pudiera caberles a los que con ellos servían. Se habían ofrecido premios de sumas cuantiosas por ciertas cabezas, y era de temerse que este aliciente empujara a la perfidia y a la traición, pues que todos los medios se consideraban lícitos para restablecer el orden.

Las nuevas de Guadalupe se referían día a día a estas resoluciones, y a las seguridades que se daban de ser presentados pronto al gobernador los cráneos de los caudillos audaces.

Otras veces, eran rumores vagos, pero alarmantes sobre hechos ocurridos en el interior de la ciudadela y otros cuarteles. Se hablaba de extrañas maquinaciones, de síntomas inquietantes en la infantería pernambucana; y hasta llegó a difundirse con misterio la especie de haberse aplicado crueles castigos en las casernas a varios soldados.

Los principales hombres nativos, avecindados en el recinto de la plaza, habían sido apresados y conducidos entre guardias a bordo de una corbeta de guerra, la misma en que se encontraban don Luciano Robledo y otros patriotas, purgando imaginarios delitos.

La mano militar se hacía sentir a plomo. Últimamente no se toleraban reuniones, y al toque de queda todos debían recogerse en sus moradas, bajo la amenaza de una represión segura.

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El mismo afán de inquirir datos para mistificarlos en beneficio de la situación, como recurso de adhesión pasiva, iba desapareciendo. Se conversaba con miedo, a medias palabras, sin afirmar nada concreto; de ahí que no viniese de la calle, otro ruido que el de los instrumentos militares y del paso precipitado de las tropas que relevaban los puestos.

No era solamente Guadalupe quien sorprendía a sus amas, en medio de las preocupaciones de cada día.

Otra persona, a quien ellas y el mismo señor Berón recibían con deferencia por razones bien explicables, venía de vez en cuando a ofrecerles sus respetos, de un modo tan cortés y afectuoso que, venciendo naturales escrúpulos, veíanse en el caso de retribuirlos con agasajo aun en medio de las tribulaciones de ánimo.

Era esa persona el teniente Pedro de Souza, de la caballería imperial -gallardo mozo de modales cultos que llevaba el uniforme con bastante bizarría y no arrastraba por el suelo la contera del sable, como otros de su arma.

Medido y circunspecto, sus frases nunca rozaban las cosas del día sino por incidencia, en cuanto eran ellas estrictamente precisas. Asuntos familiares eran sus temas; a veces delicados comentarios sobre la necesidad de la paz, el don precioso para los países jóvenes y ricos.

Jugaba al ajedrez o al dominó con don Carlos, quien rara vez perdía; por lo cual el visitante tenía para él sus méritos incuestionables. En ciertas noches se hacia tertulia a la malilla por breve rato. Las visitas no eran largas; mucho menos en el tiempo de que hablamos, porque el servicio exigía múltiples atenciones y se combinaban los medios de abrir campaña de un momento a otro.

Alguna vez la señora de Berón se permitía aventurar alguna expresión en sentido de investigar la verdad de lo que estaba pasando.

El teniente notaba entonces cuán fijos en su rostro se ponían los lindos ojos de Natalia, muy abiertos, cual si a ellos se agolpase de súbito todo lo que concentraba en el fondo del cerebro. ¡Emoción extraña le causaban aquellas pupilas llenas de luz serena!

Contestaba solícito diciendo que los informes no eran nunca seguros; pero lo cierto parecía que la insurrección había alcanzado algunas ventajas. Nada más agregaba. Era necesario resignarse.

Natalia había sido siempre con él atenta; pero reservada, casi   —95→   prevenida. Algo de aspereza acompañaba a sus palabras, y de forzado a sus sonrisas.

Aquella joven blanda y bella sentía mal sus nervios en presencia del oficial extranjero. Causas concurrían para ello, aunque no fuesen de odio o antipatía profunda. Las vicisitudes de su familia y los pesares propios, inclinando su espíritu al aislamiento la habían hecho indiferente a todo anhelo que no naciese de lo que ella había amado o quisiera aún, como suprema aspiración de su vida solitaria.

Era una juventud llena de primores, pero adusta. Algo de altivez y de dureza se descubría en su ceño, a pesar de la expresión suave de sus pupilas sombreadas por doradas pestañas. Sus actitudes imponían a Souza, que ahogaba siempre en sus labios alguna frase insinuante, si es que a medias no la emitía coma fórmula de un pesar oculto o de un sentimiento amable. Sin duda ella había comprendido que el teniente reprimía deseos vehementes de expansión, ansias quizás de revelarse por entero; y ponía delante su frialdad como valía insuperable. Con todo; cuán bien dispuesta se hallaba en el fondo de estrechar más aquella relación, de hacerla más comunicativa y familiar, siquiera fuese para vencer las reservas discretas de Souza respecto a lo que ella tanto anhelaba conocer en sus menores detalles.




ArribaAbajo- XIV -

Una mañana, muy temprano, Guadalupe dirigiose presurosa a la pescadería del norte en busca de pescadillas de rey; bocado predilecto de don Carlos, que ella era muy hábil en preparar, y que a indicación de Natalia tenía dispuesto a lo menos dos veces en la semana. Iba la negra con su canasto al brazo, luciendo un vestido nuevo a listas moradas y un pañuelo de colores vivos cruzado por el pecho, echando miradas por encima del hombro a los pernambucanos del tránsito, cuando al llegar a la calle de San Pedro viose en el caso de detenerse, pues estaba obstruida por un regimiento de caballería.

Ella miró con atención. Sabía distinguir los cuerpos del ejército por sus números, aun por sus uniformes; y conocía a sus jefes por haberlos visto muchas veces en revistas y paradas.

-¡Hem! -dijo en voz alta con cierta ironía y no poca desenvoltura-.   —96→   ¿De dónde vendrán éstos?... ¿El segundo de paulistas del coronel Pintos entreverado con el que salió el domingo? Ha de calentar la cosa en el campo...

Y observaba con atrevida curiosidad, llevando sus miradas de la cabeza a la cola de la columna, que aún no había traspuesto la puerta de la muralla.

Las cabalgaduras parecían transidas, cubiertas de lodo, escuálidas, con las cabezas gachas y los vientres lastimados por la espuela.

Los jinetes todavía somnolientos, muy pálidos, encogidos en las monturas, con las carabinas a la espalda, los abrigos a medio cuerpo, denunciaban con sus bostezos que la marcha había sido de toda la noche. Algunos traían sólo la mitad de sus prendas de vestido o de «recado», como si los hubiesen dejado caer en el camino u olvidado en los vivacs. Otros estaban sobre los lomos limpios de jamelgos que los exhibían como sierras. Estos se apoyaban en una pierna, con el tronco colgante al lado opuesto, doloridos, malhumorados, exhaustos de fuerzas. No faltaba quienes murmurasen pasándose las manos por las cabezas polvorientas. Los oficiales estaban silenciosos, inclinados sobre el pescuezo de los caballos; que a su vez, al tascar los frenos, con las narices a una línea del lodo, parecían abrumados por el cansancio, el hambre, la sed y el sueño. Un clarín se había apeado, y dormitaba recostado en la montura. El porta, con el estandarte en su funda puesto en su caja, estaba cogido de él a dos manos, con los ojos cerrados y un pie fuera del estribo. El coronel Pintos recorría al paso las filas, deteniéndose para cambiar palabras con los capitanes.

-¡No digo yo! Estos han llevado una azotaina -murmuró Guadalupe alargando su labio pulposo y mostrando sus dientes, de una blancura de «mazamorra».

Y recogiendo el vestido, pasó zarandeándose por entre dos mitades con un gesto desdeñoso.

Los soldados rezongaron, dirigiéndole algunas pullas medio dormidos. Fue como un murmullo de insectos gruñones, zumbándole en los oídos.

Aunque ninguna de las frases llegó a entender claro, la negra volvió de lado la cabeza con el hombro encogido, torció la boca y dijo, sin pararse:

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-¿A mí monos? ¡Ya se quisieran!... ¡Lindo les fue en el baile!

Y siguió, riéndose, con un contento que le retozaba por todo el cuerpo entre visajes y contorsiones.

La pescadería estaba allí cerca; de modo que en pocos momentos hizo su compra, pero no de pescadillas esta vez, pues no las había sino de brótolas extraídas en la noche por las redes de jorro en la costa del este.

De todos modos ella había hecho otra pesca de importancia que se sentía ansiosa de comunicar a su ama; por lo cual se volvió casi corriendo por el mismo camino para no perder ni un minuto.

El regimiento marchaba a lo largo de la calle de San Fernando al trote, y sus últimas mitades enfrentaban con las de San Carlos que conduela en línea recta a la ciudadela.

Guadalupe llegó jadeante a la casa de Berón.

Era la hora precisamente en que todos debían encontrarse ya de pie. Natalia se levantaba con el sol por hábito invariable. Concluido su atavío, en el cual ponía pulcro esmero, recorría el jardín y la huerta, reuníase a la madre de Luis María, y se ocupaba con ella de dirigir las cosas domésticas alternándose en la labor, hasta que todo quedaba en orden.

Después, como atraídas por el mismo pensamiento, a veces sin comunicárselo, cual de un modo maquinal, hallábanse juntas de nuevo al pie de la escalera del mirador, o en el mirador mismo, con el anteojo en la mano para observar el campo, que de allí se dominaba sin obstáculo alguno al frente.

Guadalupe las encontró en camino del observatorio, cuando el señor Berón, dirigiéndose también allí, notando la agitación de la esclava, acercose preguntando:

-¿Qué ocurre, muchacha? ¿qué has visto en la calle? ¡Anda lista!

-¡Qué ha de ser, señor! -dijo Guadalupe sofocada-. Los paulistas han vuelto... acabo de verlos, han pasado por aquí, todos corridos y causados.

-¿Cuáles? ¿Los de Borba, o los de Pintos?

-Los de Pintos, señor, los conozco bien. Vienen que da miedo; mugrientos, sin ánimo, con los caballos que se caen de aplastados... El coronel parecía un fantasma; con la cara de difunto, todo metido en el capote hecho una espiga.

-¡Aguarda, muchacha, aguarda! -repuso don Carlos con el   —98→   aire grave de quien calcula, echándose el gorro a la nuca, y el índice en la frente-. Pintos estaba en Canelones y Borba en San José; pues que Pintos ha trasnochado al galope, según tus datos Borba ha caído en poder de los invasores y éste ha buscado la salvación en la fuga... ¡Golpe de mano atrevido!... No hay duda. Una marcha forzada a la buena de Dios hecha por esos guapos; una sorpresa de tente tieso y no te muevas, y zas... todo el regimiento en la trampa. ¡No puede ser de otro modo! Luego se han venido ganando largas al sueño derecho a Guadalupe, para caer sobre el segundo cuerpo, el que, por una fatalidad del diablo, que siempre se atraviesa, sintió el avance y, matando caballos ha enderezado a la guarida, atrás del cascarón a donde no alcanza el plomo... ¡Hum! Esto marcha...

Las mujeres casi sin desplegar los labios. En sus rostros, sin embargo, trasparentábase una emoción de intensa alegría.

-Los otros que salieron el domingo -se atrevió a decir la negra, interrumpiendo al señor Berón,- venían también revueltos...

-¿Venían? ¿no te equivocas, negrilla? -exclamó el viejo chispeándole los ojos, en un arrebato de entusiasmo concentrado.

-¡Digo que sí, señor!... A algunos de esos, los traen enancados, con las casacas rotas, llenas de barro.

Don Carlos levantó el puño con un visaje que le formó diez arrugas en el semblante, restregose las manos con indecible goce, y corrió a la escalera del mirador, repitiendo con acento ronco:

-¡Esto marcha, mujer!... ¡Sí, marcha, por San Santiago!

Natalia cogió entre las suyas la mano de la señora, y mirando a su negra, dijo toda estremecida:

-¡Qué noticias buenas traes, Lupa! ¡Si supieras cuanto bien nos hacen!... Mucho tarda don Carlos en decir si allá en el campo se divisa algo. ¿No quiere V. que subamos, señora?

-¿Para qué, hija? Ya nos dará él noticias. Tú sabes que cogiendo el anteojo, no hay medio de quitárselo; es como un capitán de buque que se empeña en descubrir la costa, aunque esté a cien millas.

Y la señora se sonreía con el rostro encendido por la impresión, atrayendo a la joven en un dulce movimiento de simpatía.

-¡Ah, no! -murmuraba-, Guadalupe; tan pronto no han de llegar,   —99→   niña. ¡Ni que tuvieran alas! Y si llegan han de ser tantos que hemos de sentir el ruido de lejos.

-¡Yo no sé; pero creo que llegarán pronto!

-¡Si viera, niña, los paulistas sucios que da miedo!... Los otros no han de venir más limpios; pero para esos tendremos ropa planchada y ponchos nuevos. Los pobrecitos han de estar muy necesitados con tanto andar a todos rumbos durmiendo al raso y pasando miserias...

-Cállate Lupa: ¿qué sabes tú?

-Yo sé, niña, pero adivino... ¿Y qué importa? Ellos a donde quiera que lleguen han de encontrar almas buenas que le hagan el gusto. No son como estos individuos que apestan de lejos y andan como maletas en los reyunos.

En esto oyose la voz de don Carlos que bajaba tramo a tramo, diciendo:

-Aun el lente no dibuja nada que se parezca a hombre, allá, en el Cerrillo... Por aquí cerca pululan soldados de la plaza en partidas que andan venteando las afueras. ¡Maldito campo taciturno! Ni un pájaro vuela espantado.

El español apareció en la puerta con su cabeza rígida y las manos bajo de la capa, castañeteando los dedos con impaciencia.

-¡Nada! -continuó violento-. No hay más que quieren desesperarlo a uno en esta incertidumbre en que se vive. Acaso esta negrilla ha confundido cangrejos con caracoles, porque yo no me explico cómo detrás de los ciervos no han aparecido los cazadores... Si quiera el cuerno ha debido oírse a lo lejos denunciando que se viene sobre la pista de la res cansada.

Al sentir la voz del amo, Guadalupe con un pretexto se había vuelto a la calle.

-No seas impaciente -dijo la esposa; al fin han de asomar.

-¿No crees lo mismo? -agregó abrazando a Natalia.

-¡Sí, sí! -contestó ésta con ingenua alegría-. Llegarán y quedarán cerca de nosotros; siquiera sabremos que están ahí...

Don Carlos movió la cabeza y se fue a su escritorio. No podía conformarse con tanta credulidad. Lo lógico era que las tropas brasileñas hubiesen llegado con las lanzas de los «insurgentes» en los riñones «para el efecto moral».

Apenas él las dejó, las dos mujeres subieron al mirador. Una en pos de la otra usaban del anteojo, graduándolo de distintas maneras,   —100→   en el afán de distinguir alguna cosa sospechosa en los apartados horizontes.

La región del norte estaba desierta, con sus lomadas y valles vestidos de esmeralda inundados de luz. Algunos animales se destacaban como puntos negros en los declives o junto a los hilos de agua que doraba el sol con vivos reflejos. A trechos, algunos ombúes despojados de follaje en las copas, pero anchos, y ramosos en su medio, se elevaban a grande altura en parejas solitarias, como mudos centinelas indígenas enclavados al frente de las viejas almenas.

-¡Cierto! -dijo Natalia-. Todo está sólo.

-Uno que se presentase ahí, bastaría a animarlo, hija; pero no desespero en verlo llegar. Yo lo conozco bien; ¡es capaz de venir!

La joven bajó el anteojo, y miró a aquella madre amante con tal aire de ardorosa confianza, que ésta no pudo menos de tenderla los brazos y estrecharla contra su seno. Después volvieron a mirarse las dos con los ojos húmedos, como si alguna lágrima los hubiese bañado; pero sonrientes, conmovidas por la misma emoción, abrigando quizá idéntica fe a pesar de la ignorancia en que vivían.

-Bajemos -dijo la señora-. El goce queda para la tarde.

-¡No! -murmuró Natalia con cierta entonación grave;- para el sol de mañana. ¡Verá V.!...

La madre de Luis se puso a reír, y ella la acompañó como una aturdida, mientras bajaban.

Ponían el pie en el patio, cuando Guadalupe se acercó corriendo.

Regresaba la negrilla mucho más agitada que la otra vez temblando, llena de aspavientos.

Sus amas se quedaron sorprendidas.

-¡Lupa! -exclamó la joven-; ya me parece que de todo haces una montaña. ¿Qué pasa?

Guadalupe se cuadró como un soldado; puso sus dos manos en el pecho, los ojos en blanco y alargó el labio inferior.

-No se figura, niña -contestó muy autera-; no adivinaría su mercé lo que acabo de ver, ahí en la bocacalle de San Carlos, con estos ojos que no son ni pizca de tuertos... ¡Oh, si asombra, niña! La gente de a caballo que iba para el hueco de la Cruz, no hace un ratito, se paró a dar paso a un carretón que cruzaba con enfermos. En eso yo llegaba a la esquina; y estando a la curiosidad sin hacer mal a nadie, un soldado del escuadrón flaco y viejo me   —101→   guiñó el ojo, y dijo como para que ninguno lo oyese: «retinta decile al patrón que me han pialao en un entrevero».

Él quiso seguir hablando, pero la gente marchó y ya no pudo... ¡Me quedé tiesa, niña!...

-¿Quién era?

-¿No adivinó su mercé? ¡El capataz! ¡Don Cleto en persona con su pelo de carnero y su nariz de mojinete, muy señor en una mula reyuna, y con lanza!...

-¡Qué estás diciendo, Lupa! ¿Don Anacleto aquí?

-Tan verdad es como esta cruz, niña.

Y la negra cruzó el pulgar sobre el índice, besándolo.

-Pues que lo juras, así será. Lo habrán tomado prisionero. Es preciso que de algún modo le hables y averigües todo... ¿Tendrá él mucho que decir?...

Cuando trajeron a mi padre de la estancia dos días después de la muerte de Dora, él se quedo allí con nosotros haciendo compañía a su hijo de V., que entraba en convalescencia de sus heridas. Souza no les hizo ningún daño. También quedaba Esteban que tanto quiere a su amo, y que era el que más lo asistía a toda hora con un cuidado que daba gusto...

-¡Oh, el pobre negro! -murmuró la madre-. Es muy fiel...

-Después, ¡quién sabe lo que habrá sucedido! Han pasado muchos días, y todas estas cosas que nos tienen en zozobra, sin sombra de concluir pronto.

-Él me escribió al poco tiempo -dijo la señora-. ¿No te acuerdas que te enseñé la carta, que tanto consuelo nos trajo?

-¡Oh, sí! -repuso Nata, encendiéndosele la mejilla al dulce recuerdo tal vez de lo que el joven había puesto en la carta para ella;- ¡cómo he de olvidar!... Pero, yo me refería a lo más adelante, al tiempo que ya llevamos sin noticias. Mi padre me las pedía ayer en la carta que recibí y que mandó Souza... Ahora podría decirle algo, por lo que Guadalupe nos informa. ¡Qué gusto tendría él en conversar con don Anacleto!

-Yo trataré de verlo, niña... Si su mercé me da permiso, voy hasta el hueco de la Cruz, adonde ha de estar acampada la gente.

-¿Y si no consienten que te acerques, Lupa?

-Déjeme su mercé a mí sola que yo he de buscarle la vuelta: más si están de guardia los pernambucanos, que me dicen siempre trompuda porque no les hago caso...

  —102→  

No pudieron sus amas reprimir una sonrisa ante la ocurrencia de la esclava; quien, sin esperar órdenes, acostumbrada como estaba a insubordinarse cuando así convenía a la casa, emprendió veloz el camino de la calle.

Dejáronla ir, en silencio, sin voluntad para detenerla.




ArribaAbajo- XV -

El hueco de la Cruz, hacia el mediodía, era un sitio despejado a cuyos flancos culebreaban tortuosas callejuelas orilladas de edificios bajos, chatos, de teja y ventanillos de verjas salientes, -especie de plaza alumbrada a candil por la noche, y de día, centro escogido de los vehículos de carga; por manera que desde la carreta al carromato y del carretón al carretoncillo, y desde el carricoche al último carrocín la industria de trasportes vivía allí, y en el hueco hacían parada sus conductores al habla el «picador» con el carrocero sobre todos los asuntos del día, los militares en primera línea, como si fuesen temas de su exclusiva competencia y ellos constituyeran algo como una democracia del ágora. Acudían también al hueco las negras con sus pasteles y los pescadores con sus palancas, cuando ya no quedaban sino rezagos de la factura o de la pesca, para hacer su último despacho por medias «patacas» o por «cuartillos».

Ese día, sin embargo, no se veían ni carretillas ni carromateros en aquel patio de los milagros o plazoleta de murciélagos. Sólo uno que otro vehículo de comercio ambulante, con el pértigo en tierra y la culata levantada, eran objeto de asedio por parte de la gente de la milicia allí apostada, la que a prisa se proveía de artículos de que había carecido algún tiempo.

Guadalupe llegó a este sitio en pocos momentos.

Un centinela la hizo retroceder, a pesar de sus protestas, cuando muy seria y alcotana iba a entrarse en el hueco.

Con todo, no se afligió ella por esto.

En la esquina cercana se hallaban varios oficiales de caballería de línea, a caballo todos, menos uno, que la miró con cierta curiosidad mezclada de sorpresa.

Guadalupe lo conoció al instante. Era el teniente Souza con la casaquilla abrochada hasta el collarín, y un capote echado sobre los hombros.

  —103→  

Esperó a que los otros se apartaran, lo que demoró bastante rato.

Así que, halló propicio el momento, y antes que el teniente se fuese al próximo cuerpo de guardia, frente a cuya entrada tenía del cabestro un soldado su montura, dirigiose a él rápida y atrevida.

El centinela, que era un pernambucano de cabeza aplanada, nariz de carpincho y labios como esponjas, incomodose al verla pasar sin mirarlo, y dando un golpe en la caja, del fusil, que llevaba al tercio, dijo brusco:

-¡Nao se pode pasar, revoltosa!

-Calláte hocicudo -respondió la negra; y siguió con mucho aire su camino.

Como la viese llegar presurosa, el teniente Souza se detuvo. La conocía de tiempo atrás. Ella acompañaba a don Luciano Robledo y a Natalia cuando él conducía preso al primero, después de una refriega habida en su campo entre una banda de «matreros» y un destacamento portugués. En cada posta o parada, la negra, le servía con solicitud, a la par de sus amos. El cariño que parecía profesarle, y el esmero extremoso en atenderlos, redoblando en cada etapa su actividad y su celo, atrajéronle la simpatía del oficial que miró en ella un modelo de criada fiel y sumisa.

Recordando estas impresiones del viaje obligado de la familia Robledo, esperó que Guadalupe se aproximase; y así que la tuvo cerca, le preguntó en buen castellano:

-¿Qué buscas tan apurada?

-Soy Guladalupe, para servir a su mercé.

-Ya sé. Dime qué deseas, y en qué puedo serte útil.

-¡Sí, señor! Vea su mercé: ahí en el hueco está acampada una gente que creo que es de Minas, toda bozalona y entruza, que ni sabe las calles. Entre esa gente está el capataz de la estancia de mi amo que ha de traerme noticias de una hermana mía, que tengo en Santa Lucía arriba, por las puntas; pero sucede que no me dejan conversar con él, ni siquiera acercarme unos pasos...

El oficial, que se estaba sonriendo, la interrumpió interrogando:

-¿Ese capataz es aquel hombre viejo que yo conocía en Tres Ombúes?

-El mismo en cuerpo y alma, señor: un vejestorio de nariz de loro, con una barba de chivo y ojos que reverberan; pero tan manso que no es capaz de hacer mal ninguno, como que lleva escapulario y es devoto de la virgen purísima... Si su mercé se   —104→   acerca lo ha de columbrar de aquí junto a alguna carreta por no perder la costumbre de echarse a la sombrita con los bueyes...

-¿Tanto interés tienes en hablarlo? -dijo Souza, sin dejar de reír.

-Ya lo ve, su mercé... aunque más no fuese aquí al lado de esa centinela, como un favor.

-¿Cómo se llama?

-Anacleto Lascano.

Quedose el teniente un instante pensativo. En seguida llamó con una seña a un sargento y diole órdenes en voz baja.

El sargento dirigiose a la plaza, y no tardó en regresar con un hombre avanzado en años, de mirada avizora, pobladas cejas y barbas, y una nariz ganchuda.

En cuanto lo divisó Souza, sonriose de nuevo, preguntando a Guadalupe;

-¿Ése es?

-En carne y hueso, señor.

-Bueno -agregó el oficial dirigiéndose al viejo-; puede V. hablar con esta mujer libremente pero sin apartarse de aquí, porque las órdenes son rigurosas.

Esto diciendo, hizo un gesto al sargento, y se alejó hacia el cuerpo de guardia sin esperar los agradecimientos de Guadalupe.

Don Anacleto, bastante sorprendido, aunque firme sobre sus talones, observaba todo callado.

Cuando la negrilla lo estimuló a hablar, costole a él persuadirse, recordando sus anteriores diferencias caseras que ella no pretendía mofarse de su precaria situación presente.

Y, un tanto caviloso le dijo:

-¿Cómo te va yendo, Lupa?... Mucho hace que no te vía después de tantos enriedos que se vienen añudando lo mismo que tira de torzal. ¡Siempre guapa y pintona como breva!... ¿Y la niña? Reventando estoy por verla a juerza de suspirarla en la ausencia y en las penas grandes que he pasao desde que me balearon el overo...

-¡Cállese! -lo interrumpió Guadalupe poniéndose un dedo sobre los labios, con aire de suma gravedad-. Necesitado ha de estar de ropa, por esos andrajos que trae colgando como lana de barriga.

-¡Lastimoso vengo, Lupita! -dijo el viejo-. Pero la culpa tiene esta vida melitar que lo vuelve a uno cola, en que todos los   —105→   abrojos se agarran... Te asiguro que caí por un evento en la embestida, y me enancaron cuasi sin conoscencia. Cuando acordé me vide entre trescientos babuinos que me hacían guiñadas, todos montados en reyunos.

-¡A ver si cierra esa boca don Cleto! No parece sino que es un tigre escapado de la jaula.

-Tigre nací, negra amorosa, y tigre he de morir porque en la sangre está el pecao y en la edá la penitencia...

Pero este no es mi pago, y mejor es no chiflar.

-Por fin dijo una cosa de fundamento... ¡Vea! ropas ha de tener luego, y plata también si precisa, que los amos se lo han de mandar todo sin mezquinarle. Ahora es el caso de que me dé noticias del señor Luis María, porque es mucha la aflicción que hay en la casa y no se sabe de él nada hace tiempo. ¿Dónde lo dejó, don Anacleto? ¿Quedó bueno?...

El viejo giró la cabeza con lentitud a todas partes; miró al sargento que estaba parado a algunas varas de distancia, dándoles la espalda, y al centinela que se paseaba muy amoscado con los ojos siempre vueltos a ellos; y en seguida contestó con aire serio:

-Mi teniente está sano y fuerte como un «yatay». Lo dejé en el paso del Rey con toda la tropa del coronel Lavalleja que se viene zumbando aquí derechito, como si fuese una bala de cañón.

-¿Está seguro que el señor Luis María quedaba bien, don Cleto? -volvió a preguntar la negra impaciente.

-Tan güeno, que a causa de una orden que me dio de seguir a un bombero, antes que la gente se moviese del campo, me mataron el overo después de un encuentro bravo con una partida de mamelucos. El mancarrón me aprietó, y ansina mesmo los puse cara fea peléandolos de a uno...

-Pero ¿y el señor Berón, don Cleto?

-Mi teniente guapo, ya digo. Esteban no lo deja. A poco de venir el patrón preso, mejoró del todo. Después se apareció en el campo el capitán Velarde con un grupito de patriotas; tomó a la guardia de golpe y zumbido, matando a unos y haciendo «majada» con los otros. Entonces marchamos a juntarnos con Lavalleja, y dentramos en el escuadrón de Oribe... Mirá, Lupa; no pueden tardar en venir. ¡Decile a tu ama que están al caer, sobra lo caliente no más!

-Voy ya, ya...Y en la estancia ¿quién quedó cuidando?

-Calderón y los otros viejos. Querían irse al olor de la pólvora,   —106→   con las masetas hirviendo, pero yo no consentí. Había que atender el campo, y mi «terneraje» flor que tengo metido en un potrero del monte. ¡Si me falta uno a la güelta de la guerra los achuro!

-¡Eso es! ¡por sus terneros! ¿Y los invasores son muchos don Cleto?

-¡Como una nube! ¡Hay más de mil prisioneros... pero nos están mirando mucho, Lupita!

-Mejor es que lo deje -dijo la negra, enterada ya de lo bastante-. Si le dan licencia alguna vez, vaya por casa.

-Lo he de hacer, aunque más fácil juese que rumbiase ajuera. ¿Y el patrón?...

-¡Recién pregunta! Preso desde que llegó...

-No dejes de verme Lupa. Hasta luego... Acordate de la ropa y de unas cuantas «patacas».

Sin hablar más palabra, la esclava se dio vuelta y se marchó veloz, desapareciendo tras de la próxima esquina.

Iba satisfecha; pues había averiguado cuánto le interesaba saber, venciendo la ojeriza que tenía al capataz. La idea de que su joven ama se sentiría feliz al verla la llenaba de un goce indecible; pero no dejaba de contribuir a esa fruición el detalle de que Esteban venía siempre al lado de su amo. Esto la complacía en extremo, sin que ella se diese cuenta del motivo: acaso pensaba mucho más de lo que quisiera, en la sombra negra que iba en pos del señor Luis María.

Y como si temiese que alguien lo descubriese el pensamiento un tanto egoísta que la preocupaba, encogíase de hombros andando y decía a media voz:

-¡Algún gusto le ha de llegar a una también!

Creía de buena fe que todos los deseos quedarían llenados con la presentación de aquella hueste «como nube», en las cercanías de Montevideo.

¿Qué importaba el enorme cinturón de murallas unido por aquel grueso broche que se llamaba ciudadela? ¿Qué los cañones que asomaban sus bocas sobre la escarpa y el foso a modo de fieras hambrientas? ¿Ni qué los batallones y regimientos bien armados y vestidos que se movían dentro del recinto como una gran serpiente que desenrosca sus anillos y luce sus escamas en los muros de su jaula buscando salida para desperezarse?

Todo eso no tenía importancia. Llegando aquellos, se pondrían   —107→   pronto al habla. Ella era capaz de salir a verlos y de volver a entrar con muchas novedades, sin que las guardias se lo privasen. Ahora se sentía con un valor que nunca hubiera sospechado. Que la sangre de su raza era briosa, lo probaban Esteban y tantos otros compañeros que venían en las filas «insurgentes». ¡Verdad que eran nativos, y se habían criado entre señores!

Entre estas y otras reflexiones semejantes, Guadalupe llegó a la casa, entrándose casi corriendo hasta el jardín.

La estaban aguardando con ansiedad visible. Por lo que a modo de borbollón, empezó a hablar trasmitiendo todos los informes recibidos entro demostraciones de júbilo.

Sus amas llegaron hasta cogerla de las manos, en su alegría, haciéndose repetir uno por uno los detalles que oían con un placer cada vez creciente.

¡Oh, entonces él venía también, sano y bueno!... Siquiera ya no había duda sobre lo ocurrido, aunque empezaran nuevas zozobras para el mañana.

Pero ellas sabrían más pronto lo que pasase allí cerca; inventarían algún medio de comunicación, aunque se echaran los cerrojos a los portones al toque de queda, y se formase un cordón inmenso de centinelas de este lado del foso.

No era un muro de granito el que había de evitar que las frases de cariño llegasen a la zona en que ellos debían detenerse. Esos como gritos del sentimiento y de la pasión volarían por encima de los baluartes y baterías, sin que fuesen escuchados por otros oídos que por aquellos a quienes serían dulces y gratos.

Don Carlos Berón vino a compartir con las señoras el regocijo. Enterado de todo, no ocultó su impresión de alegría, ordenando en el acto que en su nombre y en el de Robledo se llevasen ropas a don Anacleto, con una buena cantidad de «patacas» para sus vicios.

¡Ya era mucho lo que el capataz les había comunicado después de tantos días de incertidumbres y pesares!

Nata estaba sonriente, fresca como una rosa, agitándose sin cesar. Brillábale en los ojos una fruición íntima que la estremecía toda, como si la tomase de sorpresa aquella emoción que hacía mucho tiempo no experimentaba de una manera tan intensa. La madre del ausente la seguía en todas sus manifestaciones con mirada cariñosa.

Estas dos mujeres habían llegado a quererse. Una y otra se sentían vinculadas por el lazo de un hondo afecto, el que cada una   —108→   a su modo, profesaba al joven voluntario. Día a día, a veces horas enteras, lo habían recordado con afán haciendo votos por su ventura. En esas confidencias, llegaron a creer que serían oídas y se lisonjeaban de que sus esperanzas y vaticinios se cumplirían contra todas las eventualidades de la suerte.

Sin embargo, ¡cuántas congojas las asaltaron y aún las asaltarían! ¡Era tan voluble la fortuna, tan caprichoso el éxito en las luchas crueles! La muerte acechaba a cada paso, a cada minuto, a los que se batían.

¿Caerían otra vez en la taciturnidad preñada de tristezas? ¡Quién sabe cuántas nuevas impresiones les reservaba el porvenir, allí, en medio de enemigos, donde se cuidaba no decirse nada de favorable a los «insurgentes», aunque un grande malestar reinante, una ráfaga fría de odios y venganzas llegase hasta el fondo de los hogares!




ArribaAbajo- XVI -

Al día siguiente temprano, Natalia, fuese al mirador.

Era éste un cuarto muy pequeño, con techo de teja y dos ventanillos, uno que miraba al norte y el otro al este. No tenían rejas; por manera que el anteojo tenía que ser apoyado en el alféizar cuando se quería mirar al campo para mayor comodidad, poniéndose el observador de rodillas sobre una banqueta acolchada colocada allí con ese objeto.

Natalia se hincó limpiando con esmero el lente hasta dejarlo sin una mancha para lo cual había separado el disco del tubo. No contenta con esto, lo empañó varias veces con el aliento, para repasarlo y complacerse luego en la limpidez y transparencia del cristal.

Arreglado convenientemente el catalejo, que ella miraba con cariño como a un compañero que le señalaba el secreto de las soledades, lo apoyó en el alféizar, y dando un suspiro cerró uno de sus bellos ojos, acercando el otro al vidrio.

Todo fue una nube color de agua al principio; una visión del vacío, con sus estrías misteriosas y su claridad difusa.

Aquel plano inclinado era muy defectuoso; o era que ella, por hábito miraba demasiado arriba, ¡al azul celeste!

Movió con suavidad el instrumento, procurándole una posición   —109→   más adecuada, entre susurros incomprensibles cual si estuviese regañando a un ser querido.

Enderezolo bien hacia el Cerrito.

Después, volvió a acercar la pupila húmeda y brillante.

Tuvo algunos instantes la vista fija; era una mirada ansiosa, profunda.

De pronto el párpado vibró; las manos cogidas al catalejo se estremecieron, toda ella experimentó una conmoción.

Bajó el tubo temblando, volvió a contemplarlo con cariño, y pasose la mano por los ojos como si algo los anulase.

Cuando de ellos la retiró, una sombra estaba delante; sombra inmóvil, silenciosa.

Natalia se levantó de súbito, y abrió los brazos sin abandonar el catalejo.

-¡Oh! -exclamó con un acento inexpresable-. ¡Están ahí... madre!

La señora de Berón, pues era ella la que acababa de presentarse en el observatorio obligado, ávida de nuevas, cogió el catalejo besando a la joven sin decir palabra.

Luego paso una rodilla en el almohadón, acostando el tubo en su apoyo del marco, y observó a su vez.

La visual recorrió primero parte de la bahía de aguas semiazules y serenas sembrada en su centro de queches inmóviles, de goletas sin gavias rasas y finas, de polacras con las latinas velas recogidas, de veloces falúas de carroza a popa y de lanchas de atoaje, gobernadas con espadilla y remos pareles, que remolcaban lentamente hacia afuera dos barcas cargadas de frutos.

Rozó de paso la isleta pedregosa que en la primera guerra tomó Quesada por asalto con un destacamento de dragones que llevaban los sables entre los dientes, y que ahora en vez de la bandera ibérica o portuguesa, enseñaba la brasileña en lo alto de un asta enorme.

Detúvose en la ribera circular, como un esquife que embica empujado por el viento, allí donde se derraman tributarios humildes el Pantanoso y el Miguelete; y alzándose ansioso, púsose al nivel del pequeño morro que esos dos hilos de agua flanquean y casi circundan, nutriendo la gorda tierra de sus declives.

Entonces alcanzó a ver lo que había conmovido a Natalia.

Un reducido escuadrón tendido en línea sobre la cumbre destacábase correcto, quieto, muy visible en medio de la atmósfera sin celajes.

  —110→  

Aparecían los jinetes de un tamaño diminuto; las lanzas como agujas verticales; la bandera de colores vivos enarbolada en la cima como un guión de compañía. Tres de estos jinetes recorrían la fila sencilla. En manos de uno, brillaba de vez en cuando un objeto herido por el sol, acaso un clarín, cuyos ecos ahogaba la distancia.

En el fondo del diorama luminoso no se veía más que el cortinado azul del cielo, y una que otra nubecilla como capullo blanco sobre la línea del horizonte. Ni un convoy asomaba en las colinas, ni una pieza de artillería se erguía en sus afustes a modo de luciente escarabajo, ni una carreta forrada en piel de toro subía las cuestas con su pesadez de piedra. ¡Ah! ¡Pero ellos estaban allí!

La distancia era grande; no se podía determinar personas. Apenas se percibían mayores que el puño.

¿Qué importaba esto? Lo esencial era que ya habían clavado en la cumbre su bandera.

La madre apartó la vista del lente para mirar a Natalia. Expresaban sus ojos la alegría y la ternura.

-Ya no cabe duda -dijo dulcemente-. ¡Están allí!

En ese momento un paso conocido se hizo oír en la escalera, y no tardó en aparecer don Carlos cejijunto, con la mirada desconfiada, un tanto nervioso, caído el gorro de piel de mono sobre la oreja derecha.

-¡Mire V., señor! -murmuró Natalia estremecida-; ¡mire V.!...

Y le señaló el cerrito, con un aire tal de pasión y acento tan candoroso, que el viejo se metió el gorro hasta las cejas sin atinar en lo que hacía, y luego la cogió de las dos manos como tomado de improviso, clavando en ella sus pupilas oscuras, fijas, inquisidoras.

-Sí, -dijo, como adivinando- sí... Deben estar, hija. Es forzoso que estén... Habrán llegado en el alba de hoy sin duda alguna, porque así les convenía. ¿Qué te parece, mujer? Dame el anteojo. Hem... Siempre sostuve en que tenían que llegar esos bizarros descendientes de españoles...

Y mientras se apoderaba del catalejo y lo arreglaba a su gusto, pálido, trémulo, proseguía aparentando dominio sobre sí mismo:

-¡Descendientes en línea recta! Eso de «tupamaros», no fue más que una pequeñez rencorosa. Sí, señor. En línea recta. La sangre es la misma en los más, bravía, castellana. Si desconocemos aquí la semilla, ¿a qué queda reducido el honor de España?... ¡Tontería! Éstos valientes son dignos del romancero; ¡ya lo creo que son! Sin lisonja banal de que soy enemigo.

  —111→  

Veamos... ¡Sí! Sobre el airoso montículo observo bien claro el grupo y los movimientos, la bandera, los jefes que andan de uno a otro lado, un clarín que va detrás, banderolas en las lanzas, carabinas al tercio; ¡buenas figurillas de soldados a fe mía! el escuadrón maniobra con la dureza de una regla y el aplomo del cuadro veterano...

Y esto diciendo, el señor Berón, sacudiendo la cabeza, apartó el ojo del lente, para acercarlo sin mayor dilación, agregando:

-Levantan la bandera, que de aquí no es más grande que una cofia, y la elevan muy arriba... ¡Bien hecho! ¡Es una bandera tan digna como la más pretenciosa, por Santiago! La llevan hombres que saben combatir, que a nadie tienen miedo, desde que vienen a la boca del peligro como quien va a caza de «mulitas»... ¡Cosa singular, señoras mías, que la causa que ella simboliza haya sido siempre agobiada por el número, y que nunca haya sido, sin embargo, vencida!... Eso me entusiasma de veras me vengan con que son pocos, que nada valen, que nada pueden, que nadie los respeta, que todos los estrujan; porque puede y vale el que se impone al fin de la jornada, y a eso van pese a la fuerza, y a los poderosos, estos pobrecitos perdidos en un rincón del mundo.

Verdad que ese rincón vale más que un Potosí. Así se explica que se vengan a las manos de esta manera descomunal, nunca vista, sin fijarse en el cuantum, ni en la especie, a pecho descubierto y visera levantada, ni más ni menos que el héroe de Cervantes frente a los molinos de viento. ¡Por Cristo, digo y juro! Esto no es racional ni hacedero, o yo soy un calvatrueno sin sentido común...

Don Carlos, así hablando, levantó crispado un puño.

Y sin separar la vista del instrumento, impuso con el índice un silencio que nadie pensaba interrumpir, añadiendo:

-¡A no ser que ésta no pase de una gran guardia! Tal vez el grueso esté detrás de las lomas, un tanto agazapado, como gente que lo entiende... No hay que fiarse cuando la maña acompaña al valor; pues ningún matrimonio de esta clase fue nunca desgraciado.

-¡Cuántas cosas estás diciendo! -dijo la señora interrumpiéndole en tono dulce y reposado-. Mira bien, por si, más feliz que nosotros, descubres a Luís María.

-¡Hum!... Eso mismo procuro desde el principio. ¡Pero mujer, si son como soldaditos de plomo! Ya no me da el ojo. Bien distinto era, unos diez y nueve años atrás cuando yo revistaba también en filas. ¡Donde ponía ese ojo ponía la bala!... Quisiera distinguir a   —112→   algún gallardo oficial de morrión azul con plumas blancas de cisne, de uniforme bien ceñido, montado en un bridón fogoso de pelo alazán, para comunicarte algo de agradable. A pesar de mi empeño, no diviso más de lo que digo; muñequitos que se agitan allá en la comarca verde.

Ahora veo que se dividen en tres grupos y que marchan por distintas direcciones; uno rumbo al cerro, otro hacia el Buceo; el último queda firme. No... ya se mueve también en escalones muy bien alineados, y viene hacia acá como para formar una parada de día de fiesta.

¡Diablos! ¿que dirá esta gente? Debe estar muy azorada: tras de la corrida de los «mamelucos», un avance en son de ataque.

Ya van desapareciendo entre los pliegues del terreno... El primer grupo no se ve. El segundo se alcanza a divisar por encima de las lomadas, a medio cuerpo, trotando largo. El del centro sigue adelantando; se detiene ahora un momento... se desvía; la emprende al galope por el camino travieso, a bandera desplegada, rumbo al Cardal, allí donde tan duro nos refregamos con los ingleses el año VI... Seguramente está avanzada viene a ocupar el medio de la línea, en cruz con la que parte de la ciudadela por la carretera que va al interior.

Don Carlos calló de pronto, sin dejar de mirar.

Su esposa estaba de pie, a un paso, con los brazos cruzados sobre el pecho, atenta a sus palabras y gestos. También Natalia, muy quieta, caídos los brazos y entrelazadas las manos: pero tan cerca de él que el viejo podía sentir el calor de su boca y los latidos de su pecho.

El señor Berón seguía cogido al instrumento, encarnizado, dando a su cuerpo todo género de inflexiones y al tubo un movimiento de altibajo y diestra a siniestra, cual si persiguiese el volido lejano de una bandada, de aves extrañas, o si buscase en los huecos de las quebradas la cabeza de una columna formidable como en su deseo la quería para poner a prueba las tropas del recinto.

Esta visión o este miraje no se produjo.

Sin embargo, al abandonar el anteojo su rostro respiraba satisfacción.

En seguida bajó la escalerilla con más apuro que otras veces.

Se iba murmurando:

-¡Sitio largo!... Tan largo que me parece será como el de Rondeau en tiempo de Elio. Pero esto marcha... ¡Sí señor, marcha!

En su gran tienda había bastante concurrencia. Los dependientes   —113→   desplegaban extrema actividad, para atender a una demanda excesiva. Desdoblaban, tendían, descolgaban y volvían a subir objetos, en silencio.

Se hacía compra de lienzos fuertes, ponchos y jergas.

En la ferretería se pedían utensilios de cocina; en la sección de suelas, caronas, «lomillos», rendajes y estriberas.

Cruzábanse las voces rápidas; recogíanse los efectos, deslizábase el dinero de una a otra mano en cobre o en plata. Veíanse confundidos junto al mostrador soldados de infantería y «mamelucos», -como se llamaba a los paulistas- los cuales parecían empeñados en vivos diálogos sobre algún suceso de interés palpitante. De vez en cuando miraban hoscos a los encargados del despacho, diciéndose entro ellos frases cortadas de intención aviesa. Los despachantes, todos españoles, sonreían.

-¡Gruñen! -murmuró don Carlos de entrada no más, y observando de reojo a los brasileños.

Restregose las manos y se entró a su escritorio, oculto tras un cancel.

-Pueden gruñir a su gusto, como los pecarís cuando se aglomeran. ¡Ya les dirán de misas!...

Y puso el oído, muy atento.

Al parecer, hablaban de la llegada de los invasores y de medidas enérgicas que se habían dictado con este motivo. El murmullo de palabras y de toses, con otros incidentes de detalle, no permitía recoger ni seguir con claridad lo que se decía.

No obstante, él pudo entender que se habían hecho prisiones en personas notables, y que de la plaza habían salido muchas por distintas brechas de la muralla para incorporarse a los «insurgentes».

Uno de sus amigos íntimos, penetrando de priesa en el escritorio, confirmole estas noticias, muy agitado.

El señor Berón lo escuchó con calma, y luego díjole:

-Todo eso prueba que la cosa camina, ¿eh?... ¡Está listo el pandero para una jota de órdago! ¿Y las tropas se aprestan a salir?

-Nada se afirma al respecto. Lo que hay de verdad es que un gran sobresalto reina en los que mandan. Lecor se muestra muy inquieto y ha pedido refuerzos a la corte desde hace dos días. Todo está en confusión. Los cuerpos de línea hacen preparativos de defensa, o de marcha en sus cuarteles.

-Aquí mismo se encuentran varios soldados en compras de arreos   —114→   necesarios. He visto que un cabo acompaña a los pernambucanos, y un sargento a los «mamelucos»: sin duda desconfían...

-La gente está descontenta. Dicen que se han aplicado castigos hoy a algunos del primer cuerpo por haber dejado pasar a un grupo por la muralla del sur; el cual grupo se alejó a pie por la costa en dirección al Buceo, y se perdió de vista sin ser perseguido. Se agrega también que en ese punto, y en el de Carreta se han desembarcado hombres y armas; por cuyo motivo ha habido una diferencia entre el gobernador y el jefe de la escuadra.

-¡Ya es mucho; ya! -dijo don Carlos, todo oídos, y el gesto grave-. ¡No es asunto de reír a fe mía! Si de Buenos Aires llegan contingentes y del recinto se van, pronto los «insurgentes» serán beligerantes... ¡Desmentidme si podéis, señor mío!

-Por el contrario, estoy en ello. Con todo, conviene mucho no ser liberal en opiniones de este jaez, amigo viejo; porque a la hora presente los sabuesos andan en movimiento, y nada de extrañar sería que fuésemos a una prisión flotante.

-¡Echaríamos el aparejo a los bagres! -exclamó don Carlos alegremente-. Buen estreno en la nueva vida de sacrificios por esta tierra que ya nos tiene cogidos como a los troncos por la raíz... Pero, no ha de suceder eso tan sencillamente: somos hombres mansos, a condición de que no nos manosea, pues en llegándose a la injuria de hecho todavía hay nervio, ¡por Santiago!

Y don Carlos, sulfurándose de súbito, levantó el puño.

Su interlocutor, como él viejo y oriundo del antiguo reino de León, con muchos años de residencia en el país, era un hombre de mediana estatura, de faz atezada mordida por la viruela, voz ronca y locuacidad extrema.

Vivía de allí a dos cuadras en la calle de San Francisco, en donde tenía su negocio; un depósito de vinos, tabaco de la Habana y de Bahía y café, del que se hacía muy regular consumo en la ciudad, especialmente por los jefes y oficiales de la guarnición.

Don Pascual Camaño -que este era su nombre- ante la expansión de don Carlos tomó un aspecto serio y repuso:

-Sí... Pero vamos a cuentas. ¿A qué vienen los revolucionarios, a redimir el país; está bien. Pero, ¿quién los apoya, quién se esconde detrás? Este es el punto importante. V. ve, los tiempos se ponen malos, y hay que mirar por los intereses, precisar muy claro en cosas tan arduas y turbias. Si creemos que esta es camisa y no jubón que nos ha de llegar más cerca del cuerpo, por lo que nos atañe y   —115→   nos conviene, V. por su hijo, yo por mi sobrino y otros por sus entenados, ante todo, descubrir la filiación del movimiento para tomar nuestras medidas con seguridad y conciencia... Ahora, la demanda aumenta y la oferta afloja; se vende hasta por ocio, la mercancía sale a buen precio, y antes que se rompa el pelo aprovechar es de hombres de talento. Por eso, ¿qué conducta mejor que la de navegar de bolina? La tormenta arrecia y mal piloto el que larga toda la vela encima del escollo. Para mí tengo que se va a repetir la fórmula de anexión que se juró al Brasil por los cabildos y pueblos, en favor de las provincias unidas... Será poner la camiseta al revés.

-¡El cuento del gallego! -prorrumpió don Carlos-. Y aunque así fuese, ¿querría eso decir que los nativos no anhelan ser en absoluto independientes? No, señor de Camaño; ¡va V. en error lastimoso! Consulte V. uno por uno a los de esta batida, reúnalos a todos si puede en mitad del campo, allí donde ninguna influencia extraña llegue y donde nadie hable del rigor de la necesidad que los obligue a aceptar el concurso ajeno, aunque fuera el de los colombianos que están en la tercera esquina del mundo; reúnalos V., por mi madre, y pregúntelos si ellos pelean y se hacen matar por la causa de otros, o por su propio bienestar. Dirían a V. a grito herido que exponen el pellejo por su felicidad particular, por su terruño encantado, por sus familias y sus bienes, que valen tanto como los del emperador del Brasil. ¡Qué otra cosa le habían de contestar, hombre de Dios!... Ahora que V. me diga que sintiéndose débiles entre dos piedras de molino, notando que van a ser machucados se resuelvan a la incorporación a las otras provincias, de acuerdo, sí señor; de completo acuerdo. ¿No intentaron lo mismo cuando Artigas, como medio de salvarse? ¿No hicieron igual cosa con don Juan VI, para salir de la boca del lobo? ¿No reincidieron en idéntica pellejería con don Pedro I, por la fatalidad de los hechos? ¡Mil demonios!... ¡Lo que todo esto significa es que tienen instinto de conservación propia en medio de sus mismas aventuras temerarias!

Y don Carlos se tiró para abajo las orejas de su montera en un arrebato nervioso, poniéndose a pasear de uno a otro extremo del escritorio.

-¡No entro en eso!-dijo con cierta solemnidad don Pascual-, no me gustan las honduras, ni pesco más que en aguas conocidas. ¡Y yo sé lo que me pesco!... Mire V.: antes de hacerse buen vino la   —116→   uva se mostea o se remosta. ¡Sabe bien entonces el añejo! Opino que hay que conocer bien la materia antes de enredarse en estas cuestiones, como es preciso a veces el remosto antes de llegar al lagar. De atrás del mostrador se observa muy claro porque la inteligencia se aguza.

-Sí, se aguza el ingenio, ¡canarios! ya lo creo que se aguza y se llena la talega... ¡Qué, señor de Camaño! No es ese el caso, y voy derecho a la cuestión. Diga don Pascual, ¿se encontraría V. dispuesto a abrir su gaveta para ayudar a bien morir a los de la banda insurgente?

El señor Camaño abrió enormes los ojos, diciendo:

-¿Por qué me lo pregunta V.?

-Por un tantico de compasión que me escuece en sentido de auxilio a los menesterosos. Nunca vi sin irritarme que la injusticia abrume al débil, y V., que ha sido como yo soldado y que conmigo cayó en la banqueta de la muralla al sur aquella noche maldita en que entraron los ingleses, ha de pensar lo mismo; que la sangre castellana nunca fue de pato ni de cerdo, sino ¡Santiago me confunda, canejo!

Don Pascual, que lo miraba azorado, se apresuró a balbucear ya con disposición de retirarse:

-Hay que meditarlo despacio... no sería imposible, amigo mío. Por el momento el espíritu no está muy sereno... Y ahora se me cruza a mientes que tengo que recibir una carga de tabaco de Bahía, en que viene la hoja flor, la de aquellos cigarros que a V. le gustan y que tanta salida han hallado entra estos hombres fumadores que rodean al gobernador. La carguita la trae el bergantín-goleta «El Corcovado» de los más veleros que cruzan el Atlántico, y ha de estar ya en franquía... Ha de disculparme V. hasta pronto, mi querido amigo.

Ya sabe V.: un ojo en la política y cuatro en el negocio sin incluir las gafas.

-Así es -repuso don Carlos, ya más calmado-. Hasta pronto. Lo invito a comer en casa el domingo, si no tiene compromiso.

-¡Procuraré venir, gracias!

Y estrechando la mano de Berón, don Pascual salió a prisa.

El viejo tosió, lanzando un juramento. Arreglose el gorro volviendo a su lugar las orejeras, aunque hacía frío, y encaminose a paso lento al comedor.

Era hora de almorzar. A pesar de eso, las señoras no estaban allí,   —117→   lo que hizo suponer a don Carlos que todavía permanecían en el observatorio improvisado.

No se engañaba. Madre y joven seguían tenaces usando alternativamente del catalejo; y fue preciso que él fuese en busca de ellas para sustraerlas al encanto de una esperanza que no consiguieron ver realizada hasta esa hora.

La tarde, la noche, pasaron entre sordas inquietudes.

Oíanse en realidad toques de trompa y de tambores, marchas pesadas, rodar de trenes, toda una agitación anormal en las estrechas vías del recinto amurallado. Las voces, los galopes sobre las mismas aceras de piedras enriscadas, el estridor de espuelas, arreos, vainas y cascos completaban aquel tumulto inusitado de tropas en son de combate.

La madre de Luis María y Natalia se asomaron por una ventana.

Varios batallones estaban alineados a los costados de la plaza, con sus armas en descanso y banderas al centro, luciendo al sol sus uniformes y morriones.

En medio de la calle de San Carlos, algunas piezas de un bronce bruñido enseñaban sus fauces verdi-negras semi-atragantadas de escobillón.

Un montón de armones, avantrenes y cureñas obstruía con sus macizos rodados la bocacalle de San Pedro, con sus artilleros a los flancos montados en mulas.

Cuatro escuadrones de caballería con las carabinas cruzadas a la espalda, formaban columna a lo largo de la de San Carlos, y a retaguardia de la artillería.

Flotaban al aire los estandartes auri-verdes, resonando toda una fanfarria de trompetas.

Movíanse de uno a otro extremo al galope, espada en mano, alféreces de rostro enjuto y tez de cacao con una charretera de bronce sin canelones sobre el hombro, y espolines de gallo en el tacón de las botas.

En las filas reinaba esa descompostura que precede al momento de la marcha. Algunos soldados ponían colas de cigarros detrás de la oreja; otros chupaban «masacote» o algún «ticholo» revenido. Los semblantes expresaban cierta indiferencia o conformidad pasiva propia del oficio, demostrando alguna atención solamente cuando las voces de mando recorrían la línea a modo de recios y bruscos chasquidos.

  —118→  

Entre los ayudantes que pasaban impartiendo órdenes, uno llegó a detenerse un instante frente a las ventanas de la casa de Berón, y saludó con la espada. Era el teniente Souza.

A poco, la charanga del batallón allí alineado rompió en una marcha alegre; el cuerpo formó en columna y se movió.

El resto de las tropas siguió el movimiento, arma al brazo y paso de camino.

Don Carlos, que se había estado en la puerta de su casa muy atento entrose con rapidez en extremo nervioso.

-Estos salen con ánimo de combatir -dijo a su mujer-. ¡Ya veremos!... Vamos a almorzar,

La señora tenía un aire resignado.

-Ven -dijo a Natalia-. ¡No te aflijas! ¿Crees que éstos podrán más, aunque sean muchos?

-¡No creo, madre! -contestó la joven sonriendo, y estrechándola con su brazo de la cintura-. Dios ha de estar con ellos... ¡Si yo estoy tranquila!

Y la miraba de frente, encendida y palpitante.

Sin embargo, tenía los ojos llenos de lágrimas.

El señor Berón estaba cejijunto, callado. De vez en cuando lanzaba frases ininteligibles, o reñía a alguna negrilla del servicio por cualquier pretexto.

Sentáronse. El almuerzo fue silencioso, observándose a los rostros unos a otros, preocupados, inquietos. Los ecos de las charangas que se alejaban, y que ya sin duda habían salido de murallas, llegaban hasta ellos con un sonido hiriente, irónico, desalentador. Parecían de esas músicas monótonas e insultantes que se oyen en la fiebre o en las horas de duelo.

-¡Qué soplar el trombón y mover el «chinchín»! -exclamó la señora-. Parece que quisieran animarse.

-¿Ha visto V., madre? -repuso Natalia en un arranque de enojo que dejó sus labios trémulos-. ¡Qué gracia ir tantos contra un puñadito, qué valor tan caballeresco!... De ese modo podríamos ir las mujeres todas vestidas de corazas.

-¡Así es, hija! -barbotó don Carlos dando salida a un ronquido que se le había atravesado en la garganta, sordo, bronquial, colérico-. Estos «mamelucos» no acostumbran a acometer un tronco sino con veinte hachas; y asimismo cuando va a caer, se ponen a distancia... por cautela.

En seguida de esta explosión, encerrose en absoluta reserva.

  —119→  

El ruido de las charangas, alejándose cada vez más, concluyó por extinguirse. Apenas apercibíase casi apagado el redoble del tambor.

Una calma profunda reinaba en la ciudad. Y este sosiego aparente llegaba hasta allí, embargando más el espíritu.

Natalia se inclinó de improviso murmurando suave al oído:

-¡El catalejo!

-Sí -dijo la señora-. ¡Vamos al mirador!




ArribaAbajo- XVII -

Una parte de las tropas había salido de la ciudadela; la otra pasó por el portón de San Pedro, uniéndose en la carretera del centro.

Después de un alto breve, la columna siguió marcha hacia afuera camino recto.

Destacáronse dos escuadrones, uno con dirección al arroyo Seco; el otro, a vanguardia, en descubierta.

Nada de sospechoso se veía en los contornos, hasta tiro de cañón, el campo estaba desierto, los «potreros» sin los animales de pastoreo, los escasos edificios por allí dispersos cerrados, tristes como sepulcros.

Densos vapores se acumulaban en la atmósfera interceptando por completo la luz solar, y empezaba a correr de la costa un viento frío con rumor de olaje.

La columna hizo una nueva estación a una milla de los muros; a los pocos minutos continuó el avance, en un trecho de ocho o diez cuadras, y se mandó armas a discreción.

El escuadrón paulista, que hacia de gran guardia, llevando en despliegue una guerrilla, encontrose de súbito con tres hombres que, tendidos sobre el cuello de sus caballos detrás de un cardizal, a distancia de cien varas, se incorporaron en sus monturas y, echándose las carabinas al rostro, rompieron el fuego.

Un soldado se desplomó al suelo con el cráneo roto. El alférez de la avanzada recibió una contusión en la mejilla que le hizo saltar hasta grupas y bambolearse como un ebrio en la silla.

El ataque era brusco y atrevido.

La guerrilla contestó el fuego con una gran descarga.

  —120→  

Los tres hombres se habían apartado entre sí, y sin retroceder paso, hacían funcionar sus baquetas.

Sólo un caballo cayó herido en la frente.

Los paulistas reforzaron su guerrilla, adelantando impetuosos. Los enemigos parecían pocos.

Detrás del cardizal se alzaba una loma al flanco izquierdo, un «cañadón», cubierto de saúcos en sus bordes, orillaba el declive, a la derecha el terreno plano y herboso no presentaba obstáculo alguno.

Varios proyectiles, silbando del lado del «cañadón», detuvieron a los paulistas en su avance.

Otros tres hombres, guardando distancia, habían aparecido de improviso.

Simultáneamente, cinco nuevos tiradores en despliegue, surgieron por la derecha, saludando con otros tantos disparos a la guerrilla.

El jefe del escuadrón, en viendo caer dos de sus soldados a retaguardia de la avanzada, picó espuelas y amagó un carga.

Entonces coronó en ala la loma una fuerza de veinte jinetes que, a una voz de su jefe, sujetaron en la falda, quedando inmóviles en línea sencilla.

Los paulistas se pararon un tanto sorprendidos.

Las balas se cruzaban más frecuentes, y uno que otro grito extraño, ronco, bravío solía mezclarse a sus silbos siniestros.

Por pausas calculadas, la guerrilla «insurgente» se había ido engrosando hasta presentar quince tiradores en despliegue, con la protección de veinte que acababan de colocarse en la falda de la loma.

¿Podían ser éstos, todos? No era probable.

El jefe paulista, con ojo experto, notó que aquella tropa no traía bandera, ni siquiera un clarín de órdenes. Debía ser una simple avanzada de caballería volante.

Pero estaba obligado a descubrir, y para ello tenía fuerza de sobra. Antes de pasar un parte informal al jefe superior de la columna, que permanecía, quieta en las Tres Cruces, redobló las guerrillas, con el oído atento a detonaciones lejanas que venían de la zona del norte.

Sin duda había refriega por allá. Las descargas se sucedían sin interrupción; una especie de fuego graneado, cuyos ruidos se asemejaban a crepitaciones lejanas devoradas por las llamas.

  —121→  

Al refuerzo de las guerrillas, con orden de ganar terreno hasta dominar la loma, siguiose el avance de la protección al paso.

Los «insurgentes» se mantuvieron en sus puestos en el primer momento; luego volvieron grupas retirándose con lentitud; y fue entonces cuando atravesándose por retaguardia un joven jinete de cabellera rubia, que llevaba en la diestra el acero con marcial altivez, la tropa brasileña hizo una nueva descarga, que cubrió el espacio intermedio de humaza blanca y tacos ardiendo.

Caballo y jinete rodaron por el declive; y así que el primero quedose inmóvil con los remos en alto tras de algunas convulsiones, viose que el joven oficial estaba cogido por una pierna, tendido de costado, como muerto.

La avanzada paulista llegó al sitio, y aún más allá, acompañando con voces ruidosas sus disparos, en tanto se apoderaban otros del caído y lo conducían a la reserva.

Iba a coronarse la loma; pero antes era preciso cargar las carabinas. Esta función reclamaba varios tiempos, y la guerrilla se detuvo.

Los «insurgentes» que ya habían mordido el cartucho y atacado el cañón, volvieron cara de nuevo, reapareciendo en la loma paso ante paso, en busca del blanco a sus carabinas.

Esta vez la descarga fue casi a quemarropa.

Los proyectiles gruñeron llegando hasta la reserva; la guerrilla paulista se dobló al volver riendas para fijar posiciones, hizose un ovillo entre choques y emprendió el galope en pelotón.

La reserva «insurgente» apareció al trote largo despuntando la «cañada» fangosa, con las lanzas apoyadas en los estribos a falta de cujas.

La protección de la falda, formada en dos escalones, bajó al llano a media rienda, al grito de ¡carguen!

Al ruido del tropel y de los gritos iracundos, la guerrilla doblada precipitó su fuga echándose sobre su reserva; la que a su vez dio grupas, yéndose a estrellar contra el resto del escuadrón que procuraba ordenarse en batalla.

Pero el escuadrón todo fue envuelto, y arrastrado en desorden sobre el grueso de la columna.

A un lado de la carretera, detrás de una cerca de arbustos espinosos y de agaves confundidos, se erguía una «troja» o armazón vestido con los tallos de hojas lanceoladas, espatas y panículos ya secos del maíz, y destinado a guardar las espigas de la cosecha. Parecía un   —122→   gran bonete amarillo con guías y cascabeles, cuyo ruido remedaban las hojuelas membranosas al ser batidas por el viento.

Uno de los «insurgentes» que antes de la carga se había separado del grupo, adelantándose solo por el flanco al amparo de las cercas y a favor de la confusión, echó pie a tierra frente a la «troja»; y sin abandonar su caballo, que tenía del cabestro, entrose en el rústico depósito llevando en la diestra un clarín.

Trepose de rodillas hundiéndose en el maíz allí acumulado, y apartó la hojarasca del fondo de la «troja», de modo que pudiese observar sin ser visto.

Aunque espeso el boscaje de la cerca que se extendía paralela, algunos claros aquí y acullá permitían dominar grandes trechos de la carretera, hendida a un lado por las encajaduras de las carretas.

Hacia la izquierda, apenas a dos cuadras, sobre el camino, y asomando su cabeza en un recodo, estaba la columna brasileña.

El escuadrón, que venía en desorden, notando que otro se desprendía de la columna a protegerlo, recuperó su formación volviendo cara con nuevos bríos.

Tenía el choque que ser fatal a los nativos, cuyo empeño sin duda alguna era el rescatar a su compañero, el cual venía entre la soldadesca estrujado y oprimido.

La voz enérgica del jefe se oyó dos o tres veces en medio del tumulto, incitando siempre a la carga.

El que estaba oculto en la «troja», asomó bien la cabeza, -una cabeza pálida con una cabellera y una barba de Nazareno,- y miró ansioso a la derecha del camino.

Había reconocido la voz de su jefe, la del comandante Oribe. Su tropa cargaba a lanza y sable. A pesar de las volutas de tierra removida bajo los cascos, percibió en los aires las banderolas tricolores sacudidas por el viento entre moharras y medias lunas de hierro.

Aquel hombre sacó entonces el clarín por el hueco, llevose a los labios la embocadura y tocó a degüello.

Las notas partieron agudas, vibrantes, atropellándose como escalones en la carga a toda brida.

Los dos escuadrones sintieron el toque a retaguardia, y temiendo ser cortados, retrocedieron revueltos sobre la columna.

Pero el toque terrible los perseguía a lo largo de la carretera, lanzado de atrás de los árboles y de las breñas e introduciendo la pavura; y cuando ya los «insurgentes» estaban a punto de caer sobre ellos,   —123→   el eco de aquel clarín fatídico oyose más cerca, casi ronco, y en pos de su última nota un jinete o un hipogrifo saltó por un portillo la zanja que circuía la «chacra» dando su caballo un brinco gigantesco.

Un grito unánime acogió al recién venido; quien puesto a la encabezada el clarín y sable en mano, acometió la retaguardia enemiga, en cuyas filas se entró con la violencia del toro que se arroja a romper el cerco.

El prisionero, que iba montado en el caballo del paulista caído al pie de la loma, fue separado por la oleada contra la cerca.

En seguida se vio entre los suyos, que emprendían la retirada, desplegando una guerrilla.

Junto al rescatado iba un jinete macizo, de botas de piel de tigre, quien le dijo alegre:

-¡Te cayó la china, hermano!... Todos vinimos a la uña por salvarte; pero lo debés al capitán Mael.

-Ya sé, teniente Cuaró, -respondió el joven lleno de emoción-: a todos les debo mi gratitud... al capitán Velarde un abrazo.

-Aquí está la espada, que yo alcé de entre las matas.

Luis María tomó trémulo su acero, con un gesto de agradecimiento que conmovió al teniente.

-¡Ahí lo tenés al guapo! -exclamó este estrechando la mano que el joven le tendía.

Ismael llegaba al trote, todavía lívido y sudoroso, como si hubiese salido de la faena del «rodeo». Traía su caballo algunas cintas rojizas en la piel, allí donde habían pasado veloces las puntas de los sables en el entrevero.

Las balas seguían silbando. Rehechos los escuadrones, disparaban de lejos.

La columna, temiendo acaso un movimiento envolvente, contramarchaba hacia el recinto al son de las charangas y paso de camino.

Viendo llegar al capitán Velarde, el ex-prisionero le tendió los brazos, y estrechados los dos siguieron el paso de sus cabalgaduras por un momento.

La tropa aclamó al comandante Oribe, a Velarde y a Berón, por cuyo rescate se había puesto a prueba el denuedo de todos.

-¡Por siempre hemos de ser amigos! -dijo Luis María a Ismael.

-Aparcero hasta la muerte -respondió el capitán.

Berón le oprimió con fuerza la mano, añadiendo con entusiasmo:

  —124→  

-Bien me dijo V. allá en al paso del Rey, que ese clarín era un gran compañero; y de esta proeza nunca me he de olvidar. Cuando V. lo hizo sonar yo mismo llegué a creer que un regimiento venía flanqueando al enemigo; los paulistas se sorprendieron, ya no hubo voz de mando que se oyese. Un sargento fue el primero en dar la espalda; los soldados siguieron su ejemplo sobrecogidos por el pánico; y al correr, me envolvieron en el torbellino. Yo estaba aturdido todavía y maltrecho con la caída, allá en la falda; de modo que ni atiné a escapar en medio del desorden. Gracias a V...

Por el pálido rostro de Ismael pasó un estremecimiento.

Luego se sonrió encogiéndose, de hombros, y dijo:

-Hoy churrasqueamos juntos para festejar esto ¿no lo parece?

-¡Sí, con el mayor placer! Será el churrasco que con más gusto haya probado en la campaña junto al valiente compañero.

En ese momento llegaban a la loma, pasando cerca del sitio del primer choque. Allí estaba su caballo muerto, con un grande agujero cerca de la oreja. Los paulistas no habían tenido tiempo de despojarlo de su «apero». Al frente, en el llano, un hombre boca arriba; a pocas varas, otro acostado en el «albardón» con la cabeza entro las manos como si durmiese. Este, a mas de una bala en la clavícula, había recibido una lanzada en el vientre dada por un brazo terrible.

Una de las balas que todavía venían de lejos, rebotó en su cuerpo con un chasquido seco.

Cuaró, que marchaba al paso un poco apartado de Luis María e Ismael, lanzó como flecha una escupida hacia atrás, murmurando:

-El que tiró esa ha de ser tuerto.

Delante de ellos replegábase al trote una pequeña fuerza.

Era la de reserva, que no llegó a entrar en la carga, al mando del comandante Calderón, jefe de la línea.

Los patriotas, que regresaban alegres a su campo, sintieron a su vista un enfriamiento; el efecto que produce la aparición de un ave negra después del combate.

Cuaró alzó la cara, mirando con mucha fijeza el rumbo como mastín que olfatea, y refunfuñó:

-¡Carancho sarnoso!

Formó la tropa sobre la loma, a excepción de la que había quedado de avanzada en guerrilla, y de una pequeña protección.

Las descargas habían cesado.

  —125→  

Los escuadrones paulistas, después de un alto cerca de un antiguo saladero, había seguido el movimiento de la columna dejando partidas de observación casi a tiro de fortaleza.

Debía darse por terminada la faena del día, que ya declinaba sensiblemente.

El cielo se había cubierto de nubes por completo; el sudeste aumentaba en violencia y tendíase una llovizna fría sobre los campos a manera de ceniciento tul.

No existía bosque alguno por aquellas inmediaciones, salvo uno que otro grupo de arbustos ya en deshoje, y dispersos «ombúes» de cabeza calva.

Se acampó en una «tapera» -restos de vieja población incendiada en tiempos de Artigas por los portugueses, según informes de los vecinos,- y a la que habían dado sombra dos de aquellos gigantes de la flora indígena, que junto a ella se elevaban, plantados acaso por su primitivo dueño en los comienzos del siglo.

A falta de otra, recogiose «leña de vaca» para los fogones, aparte de algunos arbustos secos. El «cañadón» corría por el bajo sobre un fondo de cantera, y un agua tan pura como la del mejor manantial.

Saciose allí la sed, y llenáronse las calderas de asa que debían recostarse al fuego para el «mate» de yerba misionera.

Con los juncos, de un pequeño «estero» de allí poco distante, construyéronse sin demora los armazones de los «ranchos» de abrigo; asilos del largo de un hombre cubiertos por el poncho, en cuyo interior, sobre una capa de ramitas verdes de saúco, tendiéronse las prendas del «recado» que servirían de lecho.

Recién en estas faenas la tropa, Luis María, que acababa de recibir las felicitaciones de su jefe, apercibiose ya en el fogón de Ismael que Esteban no se encontraba en el campo.

Como hiciese notar en voz alta esta falta, un soldado se apresuró a decir:

-Ha de estar en la avanzada.

-No -repuso otro con acento de seguridad-. Para mí, cayó prisionero en el camino.

-¿Lo vio V.?

-¡Lo vide! Montaba un lobuno medio potro que rodó en el entrevero, en las encajaduras de carretas. Pudo montar otra vez... Pero los «mamelucos» hicieron rueda y al juir se lo llevaron en el borbollón como guasca lechera, cuando el teniente era apartao por el capitán. Dejó el sombrero, ¡y aquí está!...

  —126→  

El soldado, efectivamente, enseñaba a mas del suyo otro que llevaba colgado sobre el dorso, cogido al cuello por el «barbijo». Era un chambergo negro.

-Es el mismo -observó Luis María-. ¡Pobre Esteban!

-Por saber lo que aquí pasa, lo han de llevar vivo.

-A mas, el negro es de linda pinta -añadió un tercero.

Esta noticia contrarió bastante a Berón en los primeros momentos; pero la sociedad del fogón lo distrajo.

Ismael estuvo más comunicativo que otras veces con él; hizo una excursión al pasado en su estilo conciso; y después de esa expansión, como agriado por las mismas memorias, se recogió grave y huraño, sumiéndose en un silencio profundo.

Así que Luis María se retiró, asaltole de nuevo el recuerdo de Esteban. Esta vez, sin embargo, no fue para aumentar su aflicción.

Llegó a creer que aquella pasajera desgracia, porque tal la consideraba, podía serle de utilidad; siempre que el negro se desempeñase con el ingenio de que había dado pruebas en muchas situaciones delicadas. ¿Quién mejor que él podía servirle de intermediario con su familia? Acaso lo volviesen a su antigua condición de esclavo, bajo otros amos. Pero lo más probable era que lo obligasen al servicio militar como a tantos libertos, dado que había revistado en filas y poseía aptitudes necesarias.

En estas y otras cosas iba pensando, camino de su «rancho», que le había sido hecho por un soldado de Ismael próximo a la loma, cuando una sombra se interpuso y oyó una voz conocida que lo interpelaba, -la voz de su jefe.

La noche había caído oscura, y proseguía más densa la llovizna acompañada del viento recio.

Luis María contestó:

-El mismo, ¡comandante!

-Pues si no lo rinde el sueño, -repuso Oribe- véngase un rato a mi vivac. Hablaremos tranquilos; no hay novedad en el campo... Los «mamelucos» se han ido lejos.

-Seguiré sus pasos, mi jefe.

-La claridad del fogón es buena guía. ¡Vamos derecho, por la falda!

Luis María marchó detrás.

Por un instante sólo se sintió el ruido de sus espadas en las vainas y el trinar de las espuelas. Después, todo quedó en silencio.



  —127→  

ArribaAbajo- XVIII -

Ya en el vivac, que estaba cerca del cañadón y de una isleta de sauquillos, Luis María notó muchas sombras que se movían por las inmediaciones, y que ora se acercaban al fogón o se alejaban, como vigilando. Cuaró andaba por allí, a pasos lentos, taciturno. Los «tapes» de Ismael en grupo, atizaban el fuego, volvían un asador con medio cordero ensartado, y cebaban «mate». Jefe y ayudante pusiéronse al abrigo bajo un «ranchejo» bastante espacioso para los dos.

Oribe, que conocía bien a la familia del joven patriota, y tenía de éste una idea elevada, solía explayarse con él sobre lo que interesaba a la causa, sintiéndose complacido ante los arranques de su entusiasmo y de su fe. Creía que aquel mozo era de un molde nada común por su carácter, la solidez de su criterio y la abnegación extrema que revelaba en las horas del peligro, y de este concepto partía para estimarle de veras y reposar tranquilo en su lealtad.

Explícase así la razón de aquella carga valerosa que en la tarde se llevó a los paulistas, cuando éstos hicieron a Berón prisionero.

Ahora, el comandante sentía una gran satisfacción; y recordando el episodio, decíale:

-Acaso hubiese V. deseado llegar al recinto aunque fuese en esa condición después de tanto tiempo que no ve a sus padres; pero nosotros no queríamos perder a tan excelente compañero.

-¡Gracias, mi comandante! -contestó Luis María-. Aquel anhelo, por ardiente que sea nunca igualaría al que tengo de contribuir con todo lo que soy al triunfo de nuestra causa.

-¡Ya lo sé!... Hemos de conseguirlo con la ayuda de los que así sienten, y del tiempo... Ya la obra va tomando forma. Seguimos recibiendo elementos de guerra; nuestra venida no podía ser de más provecho.

Sin embargo, una parte del plan ha fracasado.

-¿De qué se trataba, señor?

-De atraernos cierto contingente de tropa, en el que revistan algunos orientales. La imprudencia de un sargento descubrió la trama, sospechada antes sin duda por Lecor, a juzgar por lo ocurrido hoy. La salida de esa columna, su alto en el saladero, sus vacilaciones y su retirada en presencia de nuestro pequeño grupo, indican la desconfianza de sus propias fuerzas.

A pesar del incidente desgraciado de que hablo, está en nuestro   —128→   interés el seguir fomentando la desmoralización en los cuerpos que defienden el recinto; siquiera sea para que el espíritu de nuestros amigos se levante, cuanto se relaje la disciplina del enemigo, y podamos conservar la superioridad adquirida.

-¿Y es posible hacer eso de un modo práctico?

-Todo consiste en disponer de dinero... Ya lo han dado en Buenos Aires; también algunos en Montevideo, y no sé hasta qué extremo nos sería lícito llegar en exigencias de esta naturaleza. Preciso es, no obstante... sin el dinero no se mueven moles.

-Así es -repuso Berón lentamente, como absorbido por algún cálculo mercantil-. Dinero... Es la fuerza motriz, ¡el secreto de vencer las resistencias sórdidas!

-No ignora V. -prosiguió el jefe- que estamos rodeados de peligros... En este mismo campo, hay de qué sospechar.

-¡Sí, comprendo!

-De ahí que redoblemos la vigilancia. Nuestra causa es como un buque entregado a vientos adversos.

Si el Brasil fuese vencido, habríamos alcanzado el puerto... para embicar enseguida en la anexión.

-Verdad.

-¿Y qué otro remedio?... La misma fuerza de las cosas así lo determina. Ya se está en las preliminares de la formación de una junta de gobierno y de la reunión de una asamblea que declare la independencia de la provincia y su incorporación a las del antiguo virreinato... La autonomía completa sin recatos ni compromisos, el país solo y libre, tal como lo soñamos los que mantenemos la lucha, es una ilusión hermosa que se desvanece a poco de medir el alcance de nuestro esfuerzo.

-Cierto, también pero quién sabe, comandante, si al fin de ésta que parece muy larga jornada, resulta que ninguno de los poderes rivales se quede con el cardo...

-Cardo es, y muy espinoso en efecto -replicó riéndose Oribe-. En este caso quedaríamos únicos dueños del terrón. ¿Quién podría negarnos ese derecho, después de regarlo una vez más con nuestra sangre? Pero no podemos saber lo que ha de ocurrir en definitiva... Tenemos por delante un campo que ha de sembrarse primero de combates, acaso de catástrofes; ¡nadie puede adivinarlo! Por el momento, nos preocupan las cosas pequeñas... esas que acompañan siempre a las grandes y las traban, sin que lo evite el más previsor.

-Piedras en el camino... La mano militar puede disminuir sus efectos, comandante.

  —129→  

-Se ha de hacer sentir cada vez que sea oportuno. La fuerza tiene su razón respetable cuando está al servicio del derecho. Estas rosas pequeñas a que me refiero tendrán su término...

-¡Lo creo, señor!

Y luego, como luchando con una preocupación dura y tenaz de su espíritu, Luis María, siguió diciendo en voz suave, pero llena de unción:

-El país solo y libre... ¿Quimera?... No hay duda que por ahora es un problema el de la independencia absoluta. Somos pocos y pobres; esos pocos, desangrados... ¡Pero cuántos sacrificios! Bien valían ellos una autonomía completa.

El país pequeño, población reducida, rivales poderosos que se lo disputan; todo eso es cierto. Sin embargo, mañana... Vea V., mi comandante. ¿hay aquí grandes riquezas inexplotadas, aparte del pastoreo y de otras industrias, que darían envidia a los más fuertes el día que salieran a la superficie?

¿No hay pasión por la tierra, lujo de valor y de heroísmo; no hay conciencia de lo que se anhela de un modo constante?... Yo he soñado alguna vez que esas riquezas eran descubiertas, que el país se henchía de vida, y que venían de otros lejanos a sus puertos numerosas gentes, que se esparcían luego a la orilla de sus ríos sin semejantes, sembrándola de ciudades orgullosas. Y veía en sus campos feraces, llenos de luz y de verdor eterno, treinta millones de toros; en sus canales escuadras enteras con todas las banderas del mundo; un mar de espigas y de viñas en sus vegas; emporio de comercio en sus playas admirables; solidaridad nacional, leyes justas, historia gloriosa, culto por los mártires y los héroes... Era mi sueño, no se ría V.; un sueño acaso de niño, la ilusión enardecida al calor de la sangre, exagerada por la fiebre de los grandes y queridos amores. ¡Yo bien sé que es sueño! Me halaga, por eso vive en mi memoria... Cuando V. me habló de cosas pequeñas; de esas ambiciones personales que se agitan, de esas felonías que se traman entre algunos que aceptan la lucha como un medio de primar, no pudiendo conjurarla o deprimirla por completo, he vuelto a la realidad y pensado en un porvenir de aventuras.

-Si todo lo que V. ha dicho es hermoso; ¡pero nada más! El encanto se desvanece con sólo pensar en lo incierto de nuestro destino. Y si del presente seguimos hablando, si concretamos hechos convendrá V. en que estamos muy lejos de ese ensueño patriótico. Parte de nuestros elementos responde a medias...

  —130→  

-Me consta, comandante. El brigadier Rivera ha tomado a pecho el papel que le obligan a desempeñar, seguirá en el movimiento mientras abrigue la esperanza del predominio por la jerarquía, y se saldrá de él cuando así se lo aconseje su interés. Está eso en su índole y en sus hábitos: será héroe si así lo quiere, o «matrero» taimado si se encona. Calderón conspira, aquí en este mismo campo sus dragones preparan cazoletas...

-No han de dar chispas las piedras -repuso Oribe con acento tranquilo-. Tenemos que esperar, un poco, horas tal vez. Pero... ¡estas son las cosas pequeñas! Para fortalecer la acción, se va a constituir un gobierno.

-Como se proyectó en tiempo de Artigas.

-Se va a elegir una asamblea, que designará delegados al congreso.

-La fórmula de Artigas, que fue repudiada.

-¿Qué quiere V. significar con eso?

-Que los medios son únicos y se repiten y que ahora se piensa como entonces por la ley de la necesidad. ¿Darán al presente mejores resultados? Nosotros los aceptaremos en nombre de la causa. Otros, quizás no...

-Es posible. ¡Habrá entonces que imponerse, para la suprema salvación!

En tanto así hablaban, la noche hacía camino. A altas horas la llovizna empezó a ceder y a aclararse un poco el cielo. Lucían algunas estrellas.

Luis María, que necesitaba de reposo, se despidió de su jefe, diciéndolo al irse:

-Voy a escribir a mi padre, apenas venga el día.

Aquel le oprimió en silencio la mano.

Berón se fue a su vivac.

Una vez a cubierto, descalzose las espuelas y se acostó vestido, echándose encima el «poncho» de paño.

No pudo dormir bien. Tenía dolorida una parte del cuerpo, la que sufrió el peso del caballo en la caída en la loma. Una especie de sopor invadió su cerebro durante largo rato; y aquello que no era vela ni sueño, reparó poco sus fuerzas, agitándolo en febriles pensamientos.

Divagó horas enteras su mente sobre temas confusos, en los que se entremezclaban los recuerdos de familia, el nombre de Natalia balbuceado varias veces por sus labios, la idea, de la fortuna que   —131→   él nunca había acariciado con ardor en sus tristezas, unido al amor de la causa; los mirajes extraños de un presente lleno de peligros y de un porvenir preñado de tormentas. Sus pasiones cerebrales de consuno con el malestar físico lo hicieron sufrir, al punto de obligarle a abandonar el duro lecho antes del alba.

Arregló sus ropas ligeramente, fuese al cañadón, donde se lavó de un modo minucioso, y después de esto se sintió bien, despejado, ágil, dispuesto a los fuertes ejercicios de costumbre.

Volviose a su «rancho»; y allí tendido boca abajo, se puso a escribir, cuando ya se anunciaba serena la mañana.

Una carta era para sus padres; otra para Nata.

En la primera, tuvo el pulso firme, seguro; en la segunda, trémulo. Los afectos del hogar hablaron sin reservas; el amor, con miedo. ¡Qué lenguaje, sin embargo, lleno de sinceridad y de ternura!

Releyó, enmendó, volvió a escribir con una pluma oxidada que cogía a cada instante pelos; con una tinta resuelta en su frasquillo por el continuo vaivén del tubo de metal que lo encerraba; y en un papel tosco, moreno, como fabricado con corteza de «molle», y con tantas arrugas que parecía piel reseca de cabritillo.

Al fin concluyó; la encontró aceptable, doblola con cuidado y le puso cubierta, encerrándola luego bajo la de la otra, y después en el bolsillo más oculto de su casaquilla.

Sentía un grande alivio. Sus padres, Nata, sabrían de él. Tenía derecho a una contestación más pronta que antes, ahora que las distancias se habían acortado y que la comunicación era más fácil con el empleo de medios ingeniosos.

¡Cuánto anhelaba una respuesta! ¡Oh! su madre, que era tan buena, no podía haberlo olvidado; debía amarlo como en otro tiempo, cuando a la menor dolencia acudía solícita y le curaba con sus besos más que con las drogas, haciéndole creer que eran así todos los amores -acendrados, profundos, perdurables...




ArribaAbajo- XIX -

Salía, con ánimo de aproximarse al fogón de Ismael, cuando el teniente Cuaró se presentó a caballo, y sin apearse, díjole:

-Te convido a venir conmigo a visitar las guardias... Por allá tomaremos «mate». Puede ser que al pasito y a lo zorrino, entreveraos   —132→   con los ñanduces nos pongamos a tiro de pistola de los muros para bichear. ¿No te gusta, hermano?...

-Sí me agrada, teniente. Pero antes tengo que ir a recibir, órdenes del jefe.

-No tenés que hacerlo. Él acaba de montar, y no sé donde va. Me dijo que te convidase a vigilar las avanzadas.

-¡Entonces, vamos!

Montó a caballo al momento, y partieron.

Ya fuera de vivacs, pasaron lejos el cañadón en una de sus curvas hacia el este, traspusieron un pequeño llano y una «cuchilla» y bajaron al trote a la planicie arenosa en donde brotan diversos manantiales que dan alimento a un estero lleno de cortaderas y totoras.

El sol se levantaba algunas líneas sobre el horizonte bañándolos de frente con una luz sin ardor que arrancaba reflejos pálidos a las infinitas gotas de la llovizna de la noche, colgantes de los cardos y de las «chilcas». En el campo, muy herboso, veíase dispersa una «caballada» de la tropa; más lejos dos o tres carretones con sus pértigos en tierra; y junto a ellos otras tantas mujeres que atizaban fuegos hechos con troncos de un saúco; a la izquierda un «rancho» sobre una aspereza del terreno, en plano inclinado, como enorme terrón que parecía desplomarse al valle; al lado opuesto, un corral de palos a pique unidos; detrás de una sucesión de lomas, la línea azulada del «mar dulce» donde busca su confluencia con el océano.

Los dos jinetes, sin salir del trote, llegaron pronto hasta el sitio de los carretones.

Notando Luis María qua uno era de víveres, echó recién de menos su bolsica con monedas, que los «mamelucos» le habían arrebatado en los cortos instantes que estuvo prisionero.

Pero Cuaró le dijo que no se diese cuidado por eso.

Una de aquellas mujeres vestía de «bombacha» gris y «poncho» de paño burdo, un sombrero de paja gruesa con barboquejo, bajo el cual se alcanzaba a ver un pañuelo a cuadros amarillos y rojos con que ceñía bien al casco la cabellera. Estaba descalza, y eran sus pies pequeños, regordetes y duros poco sensibles a la escarcha y a las breñas, a juzgar por la rapidez con que iba y venía transportando leña.

Otra llevaba chiripá a listas, perfectamente aliñado, medias de lana cruda y encima botas de piel de puma con su pelaje dorado.   —133→   Una blusa larga le resguardaba el tronco, plegada por un cinturón de soldado de cuero negro con hebilla de bronce, a más de un vichará a bandas blanquinegras cruzado por el hombro, y cuyos extremos ceñía un «tiento» sobre la cadera izquierda.

El cabello formábale fleco muy negro sobre la frente y sienes, aumentando su largo en gradación hasta la nuca, donde caía lacio, abundoso y brillante como el de un mocetón cambujo. Sin duda había sido cortado a cuchillo y sin ningún esmero, pues uno que otro mechón le caía largo, ya sobre la mejilla redonda y carnuda, ya más abajo de la oreja chica y muy plegada al cráneo. Un sombrero de panza de burro, colgado a la espalda por el barboquejo puesto a modo de collar, y un pañuelo de algodón cruzado a la garganta, completaban la vestimenta de esta bizarra moza, que no cifraba en los veinticinco años.

Tenía los ojos color del pelo, las caderas amplias, las manos cortas, macizos los brazos, la boca de labios hinchados y encendidos, un lunar oscuro en la barba, el aire desenvuelto y atrevido.

Veíasele detrás de la oreja un medio cigarro de hoja de Bahía, a manera de cañoncito en su cureña, y en el pliegue del pañuelo dos flores de junquillo de una fragancia sutil y capitosa.

Fue ella la primera en venir al encuentro de los jinetes, acercándose al teniente con desenfado.

Cuaró se sonrió, y guiñó el ojo a Luis María. Enseguida dijo:

-Esta es una güena muchacha, de apelativo Jacinta, muy amiga mía.

Ella miró de lado, algo torcida a Berón con gesto de curiosidad; y luego se cogió con una mano del «fiador» del caballo de Cuaró, diciendo con una voz ronquilla:

-Apéate, indio... Hay mate y galleta.

-Al forastero se le brinda -repuso Cuaró-. ¡Te presiento al ayudante María!

Berón no pudo menos de reír. Nunca había logrado que su compañero lo designase por su verdadero nombre de pila. Cuaró se había aferrado al término medio: lo llamaba simplemente. María.

Jacinta se volvió, siempre a medias, hacia el joven, lanzole de nuevo una ojeada vivaz, y contestó:

-Tanto gusto, en conocerlo... ¿Por qué no se baja?

Manee el tostao, y alléguese, que para todos alcanza.

-Sí. Vamos a bajar un ratito a despuntar el vicio -dijo Cuaró.

  —134→  

-Es que pueden merendar un poco... el ruego está lindo, la caldera caliente. Aura verán que les arreglo una tortilla.

Mientras ellos se sentaban sobre dos cueros de carnero al lado del fogón, Jacinta se fue y regresó pronto con un huevo de avestruz que venía horadando en el casquete cónico con el mango del cuchillo.

La otra mujer, de ojos verdosos y una nariz llena, de pecas grises como si un montón de avispas la hubiesen picado, seca, adusta, de muy pocas palabras, cebaba el «mate» pasándolo por turno a los visitantes.

Jacinta puso el huevo al rescoldo, echándolo por la abertura algunos granos de sal gruesa y briznas de una hierbilla verdinegra que traía junto con el saquillo de la sal y, en tanto preparaba un palito para revolver la clara y la yema a fin de que con el calor no se hiciesen un engrudo, decía contenta:

-Desimulen que no les obsequee más que este güevo de ñandú, porque no han traído carne todavía. Ya verán que sabe bien y es cuasi mejor que el de pato y el de ganso cocinao asina...

Y como empezar a crujir la cáscara al ardor de la leña, se apuraba en agitar la varita como un molinillo, levantando la punta hacia arriba para dar lugar a la cocción lenta.

Después, contemplando a Luis María con el rabillo del ojo destellante, y un aire picaresco, añadía frunciendo los rojos labios:

-Conque este mozo se llama María... Ya se ve que no ha sido criao a monte, ¡por la estampa! ¡Demontre de brasas! Se quieren untar de güevo. Pero se ha de asar al antojo, por lo mesmo. Agapita: ¡arrempujá ese tronco a aquel costao, mujer, que no parece sino que te han metido una estaca en la boca!

-¡Hum! -replicó la aludida, agria y chúcara-. ¿Para qué querés acollararme? Con tu labia basta...

Y desparramó las ramas con los dedos.

Luis María observaba atento la escena, los tipos de las dos mujeres, sus vestidos varoniles y especialmente aquellas botas de cuero de puma con color que cubrían hasta la mitad las bien torneadas piernas de Jacinta.

Esta, por su parte, solía mirar al joven cuando él se quedaba como absorbido en una preocupación, y luego a Cuaró con los ojos muy abiertos. Acaso comparaba; tal vez la llenaba de extrañeza aquella cabeza rubia de finos perfiles asentada con energía en un tronco de hombre fuerte en un albor de juventud. Sin duda: no   —135→   era «criao a monte». Por lo mismo, podía ser de aquellos a quienes voltea de un salto el caballo, cuando vuela de pronto una perdiz.

-Calláte -murmuró Jacinta, muy empeñada en su obra, después de un momento de silencio-. Voy a servir a los hombres esta tortilla... Pueden comerla sin recelo, porque el güevo es fresco, de una nidada que encontré ayer de tardecita junto al bañao. Vaya, mozo. Ya tiene salmuera.

Y lo puso entre dos leños, al alcance de Luis María y de Cuaró.

-Lindo está -dijo el teniente-. Acarreá galleta, Jacinta.

-Ya truje.

Y sacó dos de un bolsillo de la blusa, duras como piedras y ornadas de un ribete de verdín.

Ellos las encontraron, sin embargo, muy sabrosas, al igual de la tortilla confeccionada dentro de la misma cáscara.

Concluida la merienda, Luis María declaró que se había desayunado como un canónigo y que Jacinta entendía bien las reglas del arte; -lo que dejó a oscuras a la moza, y en ellas se hubiese agitado un buen rato, si Cuaró no la habla con su calma inalterable en estos términos:

-Alcanzá el «chifle», china, para remojar.

Jacinta se apresuró a extraer del seno, debajo del «vichará», un medio cuerno de buey lleno de anís, provisto de un corcho en la embocadura.

Cogiolo el teniente, y se lo puso destapado cerca de la boca a Luis María, quien sin escrúpulos sorbió un trago.

Enseguida él se lo empinó, trasegando sin ruido. Limpiose los labios, y devolvió a Jacinta el «chifle» con un visaje.

-No es tan juerte -dijo ella, echándose un traguillo, y pasando el cuerno a Agapita.

-Orejano ha de ser -repuso Cuaró.

-¡Si es de tu marca, indio!

El teniente se echó a reír.

Levantose desperezándose con los brazos en alto, dio un brinco con las piernas tiesas, y luego, a pretexto de seguir desentumeciéndose, pusose de un saltito junto a Jacinta y le hizo cosquillas en el seno.

-Sacá esos dedos -dijo la moza toda llena de risa nerviosa-. Parecen nudos de «tacuara»... ¡indio!

Cuaró pellizco un instante concienzudamente; y revistiéndose de formalidad después, dirigiose a Jacinta en estos términos:

  —136→  

-Mirá, amiga: vas a tratar siempre muy a su gusto al ayudante, porque es mi compañero, un mozo de alma que vale, aunque yo le lave la cara asina a boca de jarro.

-¡La tiene bien limpia! -exclamó Jacinta, contemplando a Berón con un aire humilde-. He de servirlo en lo que mande...

Luis María, que estaba serio, agradeció todo; y como se dispusiera a la marcha, saludó a Jacinta, diciéndole que no olvidaría su agasajo.

Agapita, amorrada, siguió junto al fogón quieta, tomando «mate aguachento» hasta hacer sonar la «bombilla».

Ya sobre los lomos, Cuaró saludola así, calmoso:

-¡Adiosito, «tambeyuá»!...

Como si la hubiesen hincado en la nuca, Agapita se irguió colérica, contestando:

-¡Mirá el «quirquincho»!... Andá, zafao.

El teniente picó espuelas riéndose, al punto de echarse una y dos veces sobre el cuello de su montura.

Era la suya una risa de niño, tan espontánea o ingenua, que Berón no pudo menos que admirar aquel organismo poderoso, tan imponente en la lucha, tan sencillo en los efectos.

Y acabando de reír, dijo Cuaró:

-Las dos muchachas son muy güenas...

Jacinta se le juyó a Frutos, y aura no más, no quiere cabrestearle a Calderón que al ñudo la anda requebrando. Es muy de a caballo, y guapa cuando pinta.

-¡Ya me figuro!

Caminaban por una loma desierta, en dirección a la plaza.

A un flanco, como a media milla, cerca de un edificio arruinado, distinguíase un grupo de hombres y caballos. Los primeros estaban reunidos a un gran fuego que lanzaba vertical una larga humareda. Varias lanzas con banderolas se veían clavadas en redor, como enormes y derechos tallos de caña con sus penachos de hojas puntiagudas en desfleco.

Cuaró extendió el brazo hacia el grupo, murmurando casi entre dientes:

-La guardia del capitán Meléndez y el alférez Piquemán...

-Spikermann será, teniente -observó Luis María, sonriéndose.

Cuaró encogió un hombro, replicando:

-Lo mesmo es.

  —137→  

Al lado opuesto, pero más lejos, divisábase otro grupo próximo a un «ombú» que alzaba su redonda copa sobre las colinas dominando el campo a gran distancia.

-¡Lindo bichadero! -exclamó el teniente. A lo pájaro se columbran de arriba hasta los buques.

Es la guardia del capitán Sierra.

En la zona del frente, a más de una milla, movíanse algunos hombres a caballo. Algo adelante, lucían como fugaces relámpagos y oíanse después detonaciones aisladas, que eran disparos de carabinas.

-La avanzada del Capitán Manuel -dijo Cuaró-. Y enderezó el caballo hacia la costa, guiando a su compañero.

Luego, moderando el trote ante las rugosidades del terreno, volvió a tomar el rumbo del recinto fortificado.

Las lomas a la derecha reducían en extremo el campo de la visual; a la izquierda se extendía la playa llena de rumores con su oleaje de ligeras espumas.

Sobre las aguas de un azul sombrío, vagaban las gaviotas de pico negro y pinzas rojas en desfilada mojando el extremo de sus alas.

A lo largo de la costa se sucedían en serie los grandes peñascos con sus trechos de explanadas arenosas, y entre esos riscos y las colinas corría un sendero culebrino escondiéndose tan pronto detrás de las piedras y malezas, como enseñando en las alturas su huella angosta y amarillenta.

Los dos jinetes precipitaron la marcha por ahí, avanzando mucho terreno.

Luego repecharon una cuesta, deteniéndose en lo alto, para inspeccionar con una mirada atenta los contornos.

Habían dejado detrás las guerrillas, hacia el costado derecho.

Cerca de una milla delante descubríase el cinturón de granito que rodeaba a la plaza, con su gran broche de baluartes a tenaza y ángulos flanqueados, llenos de cañones; el campanario de la iglesia matriz y su cruceta de hierro; uno que otro mirador disperso con sus tejados verdinegros a modo de palomares, y el casquete del cerro en el fondo, como el morrión de un coloso.

A poca distancia de los jinetes, en un vallecico muy verde, veíanse diseminadas con sus bocas a flor de tierra varias «cachimbas» de aguas quietas y transparentes, al punto de divisarse los guijarros y las arenillas del álveo como a través de un vidrio color topacio.

  —138→  

En dos de esas «cachimbas», echadas de bruces, lavaban ropa dos negras viejas con sus cabezas bien envueltas en pañuelos de algodón unidos por los extremos en la mollera.

Sin perjuicio de restregar las ropas sobre una tabla que formaba como el diámetro de aquellas bocas circulares, sorbían, y devolvían por sus anchas fosas nasales el grueso humo de unas pipas de yeso, bien repletas de tabaco negro.

Las dos conversaban con mucho calor, cuando la aparición de los jinetes las dejó en suspenso.

Abandonaron por un momento la tarea, sentáronse sobre los talones, y miraron retirando de los labios los «cachimbos».

A poco de observar con grave atención a los recién venidos, una de ellas se persignó lentamente y uniendo luego las dos manos, exclamó llena de asombro:

-¡Ave María purísima!...

-Sin pecao concebida -gruñó la otra.

-¡Si me parece el niño Luis, que estoy mirando, por Dios Santo!

Berón contemplaba en ese instante a Montevideo; y de tal modo tenía allí puesto los ojos cual si buscase por encima de los muros en las más altas azoteas, alguna sombra amada, que las voces del llano no llegaron a su oído; ni llegado hubieran, si el teniente no le previene que una de aquellas lavanderas le hacía señas.

La negra empezó a hablar en voz tan alta, poniéndose de pie, que Luis María no tuvo que hacer grande esfuerzo para reconocerla.

Experimentó una emoción de alegría, que no puso empeño en dominar, bajando a gran trote la cuesta.

-¡El mismo soy, mama Nerea! -dijo con acento cariñoso-. ¡Qué suerte el encontrarla!... Va a hacerme V. un servicio señalado cuando yo creía imposible el medio de salir del paso. ¡Vea V.! Aquí tengo dos cartas que ansío mucho lleguen a su destino, pues son para personas queridas que acaso se acuerden de mí... ¿Ha visto V. a mis padres, Nerea?

-Sí, niño; están buenos... ¡Virgen bendita! Mírenlo como viene de quemao. ¡El servicio que quiera, aunque me afusilen!... El ama va a tener un gusto como nunca así que le cuente esto que me está pasando. ¡Quién lo diría, niño!

-Así es. Pero ahora, Nerea, el tiempo es corto; tenemos que regresar, y pídole me escuche. ¿Cómo va a llevar V. estas cartas? Yo temo mucho que se apoderen de ellas.

  —139→  

La negra se calló de súbito con gesto muy serio, y púsose a mirar a todos lados como si buscase un medio de solución.

Y poniéndose un dedo en la boca, dijo luego, bajito:

-¡Démelas, niño; yo sé!... Todos los días entramos y salimos por un portillo en la muralla donde hay poca vigilancia. Registran ahora, pero una nadita... A las negras viejas nos dejan pasar sin poner mucho el ojo, como que lavamos ropa de los oficiales. ¡Ya verá, niño! ya verá, su mercé...

Esto diciendo, Nerea se desataba, el pañuelo de algodón que ceñía su cabeza, un cráneo achatado en el frontal y saliente en el occipucio, cubierto en parte por «motas» blancas tan nutridas aún, que bien podían ocultarse dos cartas debajo del vellón.

Luis María comprendió; y haciendo con su correspondencia varios dobleces hasta reducirla al mínimum del volumen posible, la introdujo entre las «motas», de manera que no se descubriera a simple vista el engaño.

-¡Ahí está! -exclamó la negra pasándose una y dos ocasiones la callosa mano por el cráneo, subdividido en isletas y ranuras-. Ahora se aprieta fuerte el pañuelo en muchas vueltas y se ata en el medio... ¿A que ningún «mameluco» encuentra la güeva, niño?

-Así ha de ser, Nerea.

-Ya no hay más que irse, si su mercé no tiene otra cosa que mandar... Enjuago esa camisa que está ahí sobre el tablón, ato la ropa seca; guardo el jabón y el añil con todo lo demás, allí en ese «rancho» viejo de mi comadre Guma; me pongo el bulto en la cabeza, ¡y adiosito!... En un ave maría estoy en el pueblo, niño; y en una señal de la cruz en casa del ama junto que llegue la oración. ¡Por la virgen purísima! ¡Qué cosas me están pasando, bendito sea el Señor!

Y la negra, toda nerviosa, púsose a arrollar las ropas, dejando caer el «cachimbo»; en tanto Cuaró, inmóvil en la lonja, decía a su compañero:

-Es güeno volver, hermano. Ya comienzan a alborotarse los que están en el saladero de adelante, y nos van a cortar.

-Cuando guste. Adiós, Nerea...

-Que la virgen lo ayude a su mercé... ¡Pronto, niño, mire que estos «mamelucos» no son de fiar!

Ya Berón no lo escuchaba, pues había traspuesto con Cuaró la loma, y descendía al sendero de la playa.

  —140→  

Todavía Cuaró escaló la altura una vez más y al bajar dijo:

-Una partida grande corre para el campamento, a media rienda. ¡Vamos a emparejar!

Y arrancaron a toda brida.

En efecto, un grupo numeroso de jinetes se dirigían al campo de Oribe; pero no se oía un grito, y habían cesado las detonaciones.




ArribaAbajo- XX -

Llegaron al campo sin novedad alguna en su trayecto, después de un galope de media legua. Allí se informaron de la causa del movimiento producido en la línea; el cual no reconocía otra que la llegada de varios patriotas escapados de la ciudadela antes del alba. Aprovechándose de la confusión ocasionada por una de tantas alarmas diarias, especialmente después del repliegue de la columna descubridora, muchos prisioneros habían escalado la muralla y descolgádose al foso, diseminándose por las afueras a favor de las sombras. El más numeroso de los grupos encontró caballos en un «potrero», algunos de ellos semi-enjaezados, pertenecientes sin duda a los guardianes de la «tropilla», y era ese grupo el que acababa de atravesar la línea entre vítores y aclamaciones.

Como si todo concurriese a alentar el esfuerzo de los revolucionarios, súpose también que otros amigos de causa habían llegado del exterior. De diversas localidades habían venido nuevas igualmente halagadoras, sobre otros desembarcos, encuentros parciales, levantamientos; una verdadera atmósfera de alegría y de bullicio dominaba el campo entre diálogos rumorosos y ecos de diana.

Luis María y Cuaró pasaron por el sitio de los carretones, en donde se detuvieron un momento para tomar un «mate» que les brindaba Jacinta.

Esta parecía también contenta, y muy al cabo de lo que pasaba. Lucíanle los ojos negros con un brillo de loza fina, tenía la tez encendida, los labios más rojos, el pelo mejor peinado. En realidad, estaba hermosa; con esa hermosura agreste, selvática, que olía a flor de alhucema y a miel de «camoatí».

Ella les comunicó lo que sabía, y aun lo que se esperaba, añadiendo:

-¡No hay apuro, por irse! Apeense... ¡Tengo «churrasco» y un   —141→   costillar al asador que me trujo el cabo Mateo de parte del cordobés!

Y se reía, mostrando una dobla fila de dientes pequeños, afilados y lustrosos como los de un niño, acompañando su expansión con un ademán de alto desdén.

-Yo no quiero que se vayan... Bájense, pues, no parece sino que les gusta el ruego.

Cuaró, que miraba a su compañero de reojo, reprimiendo una sonrisa maliciosa, se apresuró a contestar:

-Aura no, Jacinta; pero luego ha de ser...

Enseguida, como recapacitando, reaccionó y dijo a Luis María:

-Mirá, hermano: es preciso comer a donde se encuentra, porque uno no sabe lo que ha de acontecerle cuando anda de «tapera» en galpón... Apeáte, que yo vuelvo de aquí a un ratito.

-El asao está listo -repuso Jacinta;- ¡lindo no más! Es una carne flor como la de regalo.

Guiñaba un ojo, con una sonrisa sardónica.

-¡Viene del cordobés, indio! Apurao por merecer dende hace días. ¡Jai!... No faltaba otra cosa. Y yo sé una que he de contarles porque corro priesa.

Dirigiéndose a Berón, agregó:

-Bájese a merendar, si tiene gusto; ¡no hay perros en la querencia!

Pensando que si bien era verdad que no había mastines bravos y sueltos, habría acaso leonas allí, Luis María, que tenía apetito, no vaciló en echar pie a tierra. Por otra parte, sentía cierta fuerza de atracción en aquel vivac de los carretones, que le hacía agradable la permanencia.

Tiró del cabestro y oprimió la mano de Cuaró, que le prometía de nuevo volver.

Cuando el teniente se fue, ella le tomó el caballo a pesar de sus protestas, lo condujo a un sitio herboso, quitole el freno y ató el «maneador» a una estaca allí clavada. Toda esta faena fue obra de pocos minutos.

Luis María, que ya estaba junto al fogón, no dejó de seguirla en sus menores movimientos no sabiendo que admirar más, si su práctica en tales tareas, o la bizarría de su figura de mocetona llena de bríos.

Aquellas botas de piel de puma con pelaje, tan bien ceñidas al pie y a la pierna redonda... ¡nunca había él pensado en semejantes coturnos!

  —142→  

Sin engañarse, aunque de estructura y arte semi-salvaje, las hallaba algo de interesante. Le habían llamado la atención las botas de Cuaró, aunque sabía que Cuaró era más que matador de tigres, y caíanle correctas al fiero lancero; con mayor motivo en Jacinta, parecíale que entre sus pies estrechos y regordetes y las afelpadas zarpas de la leona, no podía haber gran diferencia.

A juzgar, pues, por los extremos de plantígrado, las pasiones o los instintos que bullían en aquel tronco de amazona debían guardar íntima relación.

Sus dientes blancos y filosos encajados en encías de un color de grana, se mostraban con amenaza, aun sonriendo. El cabello muy negro algo crespo y retaceado, que ella sacudía cuando se quitaba el sombrero, semejaba una melena espesa, aunque cuidada y luciente.

Concluida su diligencia, volvió ella presurosa, atizó el fuego, movió el asador, del que goteaba a hilos la dorada pringue; fuese al carretón, tomó galletas y azúcar terciada, preparó otra vez el «mate», lo «cebó», y presentándoselo a su huésped, dijo:

-Desimule si no está a su gusto, mozo.

-Muy bueno he de encontrarlo, Jacinta; más, cuando pienso que esta suerte mía no la tienen muchos.

-¿Qué suerte, dice?

-La de que V. me lo brinde.

Refregose ella las manos, bajó la vista al suelo, y se quedó en silencio.

Se había sentado en un tronco cerca de él, con la caldera al alcance de la mano, cruzado un pie con el otro.

Alguna vez aspiraba fuerte los junquillos, ya mustios, que conservaba en un ojal de la blusa; y lo miraba de lado de un modo fijo y sombrío, huraño, persistente.

-Lo que siento, Jacinta, es no poder retribuir sus agasajos como yo quisiera, puesto que V. no puede dar de balde lo que a V. lo cuesta.

Hizo ella un gesto de enojo, pero reprimiéndose, respondió con acento grave.

-¡Qué me importa!

Y, después, poniendo en los del joven sus ojos siguió bajito.

-Es mi gusto. Si no juese asina, no estaría V. ahí.

-¡Gracias!

Luis María cogió la caldera para poner agua en el «mate» y pasárselo; pero Jacinta se lo quitó y siguió haciéndolo ella.

  —143→  

-A otros más pintaos, cuasi puedo decir, les he permitido; pero a usted no... Yo estoy para servirlo.

-¿Y V. es de Montevideo? -preguntó enseguida con vivacidad.

-Sí, Jacinta, de allí soy.

-Ya se ve... cuántos habrá que se acuerden de V. ¡Qué lástima andar siempre lejos y entreverao con tanto matreraje!

Mire, algunos son buenos; pero hay otros que ni para atusarlos... Voy a decirle. Frutos y Calderón se rascan juntos. El cordobés siempre jué con él como guasca lechera ¿sabe?... ¡Yo los conozco mucho, y a mí no me vengan con retobos ni con pialadas! Frutos se afigura que naide le pisa el poncho y que él solo manda, porque después de Artigas no hay otro; y a mí mesma me ha dicho que si lo agarraron jué por engaño, que los ha de arrocinar a todos porque él se duebla y no se quiebra, y que cuando menos se piensen los va a hacer andar como avestruz contra el cerco. ¿Oye V.?

-¡Sí, y bien que escucho! -contestó Berón un tanto sorprendido.

-Pues el arrastrao del cordobés quiere más que eso; anda en tratos con los de adentro y ha prometido matar a los mejores de aquí de una noche para otra.

-¿Es posible, Jacinta?

-¡Oh, sí! Tan verdad como esa luz que alumbra.

Y acentuando una a una sus palabras, continuó:

-Yo sé bien lo que pasa... sino, no diría nada. El cabo Mateo, de la gente de Calderón, me ha contao todo, para que me juese al campo de su jefe, de quien me trujo esa carne. Yo no quise... Entonces, dentró a hablar por asustarme; le retruqué, me reí de él y del otro, y el hombre comenzó a descubrirlo todo muy serio, por ver si yo entraba a afligirme y a dirme con el carretón. ¡De adónde! Lo hinqué un poco, por sacarle lo que guardaba, y no tardó en decir que su jefe tenía ofertas muy grandes de Lecor; que aquí, el más ladino era Oribe y no don Juan Antonio, según lo había asigurado Frutos, y que cayéndole a Oribe, Frutos había de acabar por ponerle a don Juan Antonio «pie de amigo», y arreglarlo todo sin más quebradero de cabeza. Últimamente, habló de que nada faltaba para el baile, porque hasta música había de venirles de la plaza. ¿Qué lo parece? ¡Vaya viendo!

Cuando Frutos jugaba en la tienda hacía burla de todos, decía que ninguno valía más que una onza de las que echaba en la carona, y que nunca había de consentir que lo ladeasen, aunque juese el emperador mesmo, ¡porque él era dueño de todo! hasta del último   —144→   guacho que entriega los ojos a los chimangos. Los hombres habían de servirle en cuanto ordenase; las mujeres tenían que aficionársele, porque sino ¡déle lazo! la plata era para él, que sabería repartirla sin que naide se quejase; y toda «doña» que pariese un hijo tenía que ser su comadre.

Jacinta calló un momento, para cambiar de lado el asador.

Luis María había apoyado el rostro en sus dos manos y parecía absorto, con la vista fija en el fuego.

Volvió ella a su asiento, y prosiguió con mayor locuacidad y acritud:

-Calderón no se le despegaba, como garrón al güeso. Frutos le decía siempre: ¡con este chicote he corrido a los porteños! ¡Había de ver! Se ganaban las onzas todas las tardes y se repartían las aparceras entre los dos como tabaco picao, lo mesmo que las vacas gordas y las «tropillas» ajenas; dentraban a los «ranchos» para averiguar cuántas mozas había, y si eran de carnecita, ¡para qué!... Se había de bailar hasta que rayase el sol cuando era un bautismo y comerse vaquillonas con cuero. Lo mesmo cuando era un velorio. El angelito se pudría de andar, de un pago a otro, en las «casas»que tenían cuartos grandes donde pudiesen amontonarse los oficiales de dragones y armarse el «pericón». Después se iban al campamento llevándose a las ancas más de una prójima, que ya no volvía. Al ñudo alguna madre afligida pedía por Dios que lo dejasen la más chica; se reían a reventar, diciendo que la más cara era la carne flor. Se hacían los quiebros y comadreros, y donde quiera iban al destajo, peor que indios... Mire, yo me cansé de ir atrás con mi carretón viendo tantas maldades; y los dejé una noche, a los pocos días de caer Frutos preso.

Esa tarde pasó V. cerquita de mí sin mirarme, muy tieso y amorrado -y entonces pregunté quién era esa estampa de nazareno con sable que iba montao en un overo rabón... Naide lo conocía, ¡como que no era fruta del pago!

Aura ya sabe. Si el cordobés se suleva, lo va a poner el ojo como ayudante de Oribe; hay que dormir con el caballo de la rienda, que los zorros roban guascas y los tigres se comen hombres. Como a ladina no me ganan, ¡yo les voy a ayudar a pialarlos lindo!

Al decir esto, los ojos de Jacinta centelleaban como dos ascuas, vivaces y bravíos.

Berón levantó la cabeza despacio, y la miró atento.

  —145→  

Todo lo que ella había dicho no tendría nada de poético, pero sí mucho de verdadero. Lo hacía pensar.

-¿Está V. en el secreto de lo que pasa, Jacinta? -preguntó.

-Sí, yo sé todo. El cabo Mateo tiene que venir cuando llegue una mujer que mandan de adentro con cartas. Esa mujer pasa la noche con Agapita, si no viene el cabo, y a ocasiones se va a donde Calderón con los papeles, para traer otros... Yo les voy a avisar asina que estén aquí y antes que Mateo converse con la «doña»... Pero, aura veo que el indio se ha de haber puesto a sestear porque no aparece. ¡Es un indino!

-No importa, Jacinta; yo lo diré lo que ocurre, aunque él ya está sobre aviso.

Y ahora la dejo, pues conviene que hable con mi jefe sobre estas cosas tan disgustantes.

-Es asina. Pero, ¡cuántas de éstas hacen! V. no conoce la laya de alguna gente. Son capaces de darle golpe a todos si ganan en la partida y de pasarse a la plaza en un repeluz, porque creen que los de adentro son de tiro largo y han de quedarse con la plata del juego.

-¡Verdad! Eso han de imaginarse.

Como Jacinta acercase el asador, clavándolo delante de él e invitándolo a servirse, el joven sintió que se reavivaba su apetito en presencia de una carne dorada que chorreaba delicioso jugo.

Almorzó, pues, hasta saciarse; pero antes pasó una costilla a la hermosa vivandera, cortada del centro, dejando otras en el asador al rescoldo por si aparecían Cuaró y Agapita.

Jacinta dijo que Agapita había de traer listo el diente, pero que aún demoraría, pues ese día estaba de lavado. En cuanto al teniente, ella agregó: el indio es muy gaucho y aonde quiera pega el tajo y merienda.

Concluido el almuerzo, Jacinta enfrenó el caballo de su huésped y se lo trajo del cabestro a paso lento.

-Ahí tiene su bayo -dijo-. Ya está por «despiarse», si no lo «desbasa» un poco.

Luis María se sonrió.

-Agradezco la advertencia, y la tendré presente, Jacinta.

Esta se sonrió a su vez.

Y como él añadiese que tenía además que agradecerlo todas sus bondades, ella dijo con acento suave, desentendiéndose:

-¡Que Dios lo acompañe!

  —146→  

Mirolo con ojos cariñosos, y quedose de pie, mientras el joven marchaba.

Todavía al trasponer la vecina loma, observó el jinete que Jacinta le seguía con la vista, inclinada la cabeza y los brazos cruzados sobre el pecho.

Preocupado iba con las revelaciones recibidas, al punto de interesarle mucho el tiroteo de la línea; pero, la verdad es que a poco se siguió a la preocupación formal otra risueña, sobre las botas de cuero de puma concolor de Jacinta. ¡Buenos coturnos para una diana cazadora!




ArribaAbajo- XXI -

Un viernes por la noche la helada cubrió los campos, que iluminaba la luna a través de un espacio de limpidez admirable.

El suelo blanqueaba en toda su extensión visible, desapareciendo bajo el manto de hielo el verde vivo de las hierbas y la negrura del lodo en los pantanos. De los arbustos semi-hojosos colgaban los gajos bajo el peso de una costra de cristales, y los que ya estaban desnudos parecían envueltos en redajas de frágiles hilos. El aire lastimaba al rozar las carnes como un latigazo finísimo, y de ahí los encogimientos y crispaciones de los caballos que, sujetos a la «estaca», permanecían con las cabezas quietas y las colas entre remos, sin triscar los pastos. En el «cañadón» la rata de agua solía cruzar el cauce en compañía de los patos silbones.

Algunas brasas brillaban en los vivacs, restos de fuegos encendidos con gruesos troncos traídos del monte de Carrasco de tiro a la cincha. Pero, ya no se veía sino uno que otro bulto de distancia en distancia junto a las cenizas ardientes, sin duda de centinelas perdidas que vigilaban las cercanas lomas. Pasada era media noche. Una hora haría apenas que Luis María se había recogido a su tienda de ramas de sauce y tolda, endurecidas por el hielo. Estaba recostado, fumando. Cerca de la entrada había ardido un buen fogón, del que se conservaban algunos enormes tizones. Ráfagas tibias se introducían a intervalos en aquel refugio, sólo para hacer sentir con mayor intensidad la crudeza del frío que se colaba por los intersticios vivo y sutil.

No parecía, sin embargo, muy mortificado, pues se mantenía inmóvil, envuelto en su «poncho». Acaso existía mucho ardor en su   —147→   mente, tanto como vigor en sus músculos. Pero, el hecho es que, en cierto momento, llamole la atención un ruido leve de pasos a espaldas de su vivienda.

Leve era, en efecto, ese ruido; el que pudiesen producir las zarpas enguantadas de un tigrino al sentarse sobre la capa helada.

Se incorporó para escuchar mejor y cerciorarse, antes de abandonar su escondrijo inútilmente.

Por un instante cesó el rumor de las pisadas. Pero luego volvió a sentirse, ora lejos, ya cerca, hasta que resonó a la entrada, al mismo tiempo que se proyectaba delante una sombra.

-¡Soy yo, ayudante María! -murmuró una voz de mujer. Tengo que hablarle ahí adentro, que no oigan...

El joven, que había reconocido a la que hablaba, le hizo lugar, diciendo con alguna sorpresa:

-¡Entra V., Jacinta! La habitación es bastante estrecha, pero yo me haré lo más pequeño posible...

-No le hace. Aonde quiera me acomodo sin petardear.

Y se entró en cuatro manos, tendiéndose al lado de Luis María.

-¿Qué ocurre, Jacinta? ¿Ya tenemos a la emisaria?

-Sí, por eso he venido... Manée el malacara por no alborotar.

-Entonces es preciso avisar de lo que pasa al comandante...

-¡No! Él ya jué, y está calentándose en el fogón junto a los carretones. También hay tropa con el capitán Mael y el indio.

-¿Y la mujer emisaria?

-El comandante le sacó los papeles que traía debajo de la bata, y la puso presa en un carretón. ¡Está enojao!

-Me imagino. ¡Ahora mismo voy hasta allá, Jacinta!

-No, no vaya... Él dijo que no había que mover nada del campo hasta que no raye el día; que todo estaba siguro, y que quería tener el gusto de desarmar él mesmo al cordobés cuando se pusiese a churrasquear en su fogón. Ha mandao que naide deje los «ranchos», sino a hora de siempre... La gente que está en el «playo» vino de la guardia del ombú, y la hizo apearse hasta la mañanita.

Luis María notó que Jacinta venía inquieta; que algunos de sus estremecimientos frecuentes no eran causados quizás por el frío, pues en ciertos momentos parecía sufrir sobresaltos, incorporándose de súbito al menor ruido que se produjese en las proximidades del vivac.

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En una de esas veces, se arrastró sobra sus rodillas y asomó la cabeza, poniendo el oído con atención.

Luego, al recogerse, se acercó bien al joven con la cara ardiendo a pesar del cierzo, y le preguntó:

-¿Tiene V. las armas a mano?

-Sí, están junto a mí, prontas. ¿Porqué esa pregunta, Jacinta?

-¡Oh, nada! Es bueno siempre. Mire: yo truje esta daga por si acaso. Hay «malevos» en el campo y puede antojárseles venir hasta aquí.

-No tenga cuidado por eso, que yo los recibiría como merecen -dijo Berón con lentitud, como si se diera cuenta de aquellos misterios-. Pero si Calderón se subleva no veo que le asista tan grande interés en sacrificar a un hombre que poco o nada significa; a no ser que tenga por lujo derramar sangre...

Jacinta lo miró de un modo intenso, murmurando bajito:

-No crea; ¡yo sé!... El cabo Mateo me preguntó anoche si yo conocía a un mozo alto, muy airoso, que era ayudante de Oribe, de apelativo... y si yo sabía donde hacia noche, si tenía fogón aparte, y en qué lugar del campamento... Le contesté que no conocía a naide de esa pinta. Pero yo caí en el ardite, y entré a averiguar haciéndome la poco alvertida para cuándo era el golpe; y me dijo que de esta noche a mañana con el alba, que no estaba en lo firme, porque tenían que salir tropas de la plaza... Entonces pregunté por qué iban a matar aquel mozo, si él no era jefe. Respondió, que había orden de adentro de no dejarlo con vida...

-¡Ah! ¿No añadió de quién podía venir esa orden?

-No dijo más nada. V. ha de saber.

Luis María se sonrió con tranquilidad.

-No adivino, Jacinta. ¡En verdad que es raro! De todos modos, mucho tengo que agradecerle este servicio, que me precave de una sorpresa.

Ella volvió a experimentar un sobresalto en ese instante, y sin desplegar los labios, arrastrose de nuevo hacia afuera mirando a todas direcciones.

Las formas correctas y llenas de su cuerpo ágil y flexible, dibujaban bien sus contornos entre las amplias haldas de la manta que lo servía de vestimenta. Llevaba puestas las botas de piel de puma que lo cubrían hasta la mitad las piernas y una «bombacha» de brin cuya blancura revelaba el aseo y cuidado de la persona; una blusa   —149→   de paño azul ajustada al talle y un pañuelo de seda ceñido a la garganta.

Así que se volvió al primitivo sitio, pudo recién apercibirse Luis María que aquella especie de leona olía a junquillo y a aroma silvestre, y que esa emanación capitosa empezaba a embarazarle los sentidos.

-¡Qué atrevimiento! pensará V. -dijo ella.

Sin su licencia estoy yo aquí.

-No la necesitaba, Jacinta, y menos para hacerme el bien que tanto me obliga...

-¡Qué obliga! Yo soy asina cuando tengo gusto, guitarra dura para todos menos para quien sabe tañerla.

Deseos tuvo Luis María de decir que él la iba a pulsar entonces; pero, aún se mantuvo firme, un tanto preocupado con lo que le estaba pasando de un modo tan extraño e imprevisto.

Aquel interés en matarle, ¿de quién podía provenir? Su imaginación se abismaba.

Luego hizo ésta pregunta, como confuso:

-Y esas cartas ¿qué dirán Jacinta?

-¡Ya se ve lo que han de decir!... El comandante no conversó nada de eso. Toma «mate» no más, mirando al fogón. A ocasiones se levanta y camina aprisa como para quitarse el frío...

-Verdad que aquí dentro hacía uno intolerable; pero desde pocos minutos acá la atmósfera se ha templado, y parece esto un hornito.

-¡Ya creo! -murmuró Jacinta-. Tengo la cara como fuego, y aun los pies también se me calientan, a la fija porque dan en los tizones.

Y después, siguió diciendo con voz cariñosa:

-Qué gusto de querer irse con esta helada grande, cuando no lo llaman todavía... Si V. quiere yo me voy, señor ayudante María... ¡Qué nombre lindo! ¿V. tiene madre? Porque si tiene, aura ha de estar llorando al acordarse de su rubio.

Luis María se estremeció; y como ella estaba muy cerca acurrucada bajo el mismo poncho, pues el que trajo lo había puesto tendido encima, llegó a sentir aquel temblor,

-¡No la echo!-contestó Berón-. ¿Por qué había de irse, ni yo permitirlo, habiendo V. sido tan buena conmigo?

-Mirá... ¡no hice tanto!

  —150→  

Y suavizando cuanto podía su acento ronquillo, añadió como un arrullo:

-¡No me trate tan formal...!

-¿Y cómo quieres que lo haga, Jacinta?

-¡Asina! -repuso ella contenta, cual si hubiese merecido una caricia-. Yo nada valgo, V. sí... Por eso lo quiero distraer un poco, para que no cavile tanto.

-Si yo no cavilo, Jacinta. Pero aunque así no sea tengo mucho placer en que estés junto a mí, el oír tu voz amiga...

Ella le cogió la mano, oprimiéndosela, y dijo:

-¡Qué gusto!

Él se acercó más, acaso sin pensarlo, por un movimiento instintivo; siguieron hablando bajito, estrechándose, y después ya no se oyeron voces.

De vez en cuando chisporroteaban los tizones reventando en el aire alguna brizna ardiendo. La helada descendía siempre acumulándose en cristales sobre el techo improvisado, y el frío era intenso, la noche azul y transparente.

Gran silencio reinaba en el campo. Algún zorro en busca de lonjas de cuero lanzaba en el bajo su grito estridente; si ya no era el de un cabiay errante por el ribazo del «cañadón», el que perturbaba por momentos la calma profunda.

Pronto vino la alborada -una claridad lechosa, tenue y difusa en el horizonte que se iba extendiendo como blanca gasa, y enseñando luego su festón de rosa sobre mi fondo colorante como una lámpara solitaria en la inmensa bóveda sin sombras. Del ramaje ya casi deshojado de los «ombúes» surgía el canto de los dorados y el «teru» recorría el campo a vuelo rasante entra notas bulliciosas.

Fue a esa hora que Jacinta salió de la tienda de Berón, para tomar su caballo en el bajo.

Poco después, Luis María salió, aparejó el suyo, y emprendió marcha hacia el vivac de los carretones.

No había aparecido aún el sol.

La tropa se hallaba dispersa en el llano junto a los fuegos. El comandante Oribe dormitaba recostado a la rueda de uno de los vehículos, frente a un fogón, bien arrebujado en su poncho de invierno.

Ismael y Cuaró departían sentados sobre pieles de carneros, al amor de otra lumbre viva en que se asaban las «cecinas» que debían servir al desayuno.

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Mostráronse contentos de la llegada del compañero, a quien hicieron lugar entro los dos brindándole con un «mate» amargo.

-¡Bien lo preciso! -exclamó Luis María-, pues al salir de lo caliente he sentido tal impresión, que sólo estas llamas y este «mate» pueden desvanecerla.

-Me alegro que encontrés esto lindo, hermano -dijo Cuaró-; pero te has venido muy pronto...

Y sonriéndose, le guiñó un ojo.

-No -repuso el joven respondiendo con otra aquella sonrisa; - debía estar aquí más temprano.

-No había priesa -observó Ismael-. El comandante dice que mejor se cazan tigres al romper el sol.

-De juro -agregó el teniente con aire de perito-. El «yaguareté» sale de la espesura cuando el sol alumbra de tendido, y ronza el bajo olfateando carne fresca.

-¡Ya! -objetó Berón-. Entonces hoy la cosa se aclara.

-Y puede ser que nos topemos con los del corral de piedra, porque han de querer venirse al bulto.

-¡Mejor! Dicen que Calderón la da ésta por segura.

-Sí -murmuró Ismael con ceño irónico-: ¡cuando el ñandú comienzo a volar!

Y atizó el cigarro con la uña, despidiendo con la fuerza de un fuelle la humareda por las narices.

-¡El comandante se levanta, y mira! -exclamó Cuaró.

Luis María se puso de pie, y dirigiose presuroso adonde estaba Oribe.

Habló con él breves momentos, y enseguida pasó a los puestos para transmitir la orden de montar.

Cuando regresó al vivac de Ismael, ya se había recogido todo, y los compañeros se encontraban a caballo, ordenando sus escalones sin precipitación ni ruido.

Pocos hombres los componían, constituyendo una simple escolta de números escogidos.

Esta tropa marchó bien pronto detrás de Oribe, que iba muy adelante acompañado de Berón.

Apenas traslomaron, viose que un grupo pequeño con un oficial a la cabeza se corría paralelamente a la costa, a bastante distancia. En el valle ardían fogones, rodeados de soldados con sus caballos listos.

Calderón se encontraba allí.

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Oribe hizo detener la escolta en la ladera, y marchó solo hasta el vivac del jefe de la línea.

Ismael, que estaba mirando con fijeza el grupo que se alejaba por su derecha, dijo a Cuaró:

-Aquel es Batista que ha venteao y se va. Vea, teniente, si le sale al encuentro, antes que dé el anca a las guardias... ¡Saque seis hombres y marche!

En un instante se hizo la operación.

El destacamento se desprendió con Cuaró al frente, al trote, simulando una contramarcha al flanco opuesto, y pronto desapareció detrás de una quebrada.

Luis María, atento a todo, había seguido con la mirada los pasos de su jefe.

Un ligero diálogo se había sucedido a su llegada al vivac, con el presunto traidor; luego, algunos ademanes violentos.

Cierto movimiento se produjo en los grupos, al parecer de hostilidad, pues algunos se dirigieron a sus caballos.

Empero, ese movimiento cesó muy pronto y todos se quedaron perplejos al observar la actitud resuelta de la escolta, inmóvil y carabina en mano en la ladera.

Voces diversas se oyeron, sin duda de protesta; y no pocos llevaron la diestra a sus armas.

Calderón siempre esforzando su voz, retrocedió algunos pasos con la mano en el pomo del sable.

Oyose que decía:

-¡No le reconozco autoridad para prenderme, ni me entrego!

Entonces Oribe, sin preocuparse de los que estaban a su espalda, sacó las dos pistolas que tenía cruzadas delante, y sin decir palabra las amartilló, apuntándole con ellas a la cabeza.

Enseguida de esto, Calderón se desprendió su sable y se lo entregó sin más resistencia.

De cerca y de lejos, con las cabezas en alto, silenciosos y sorprendidos, los pequeños grupos diseminados contemplaban la escena.

Nadie se atrevía a dar ya una voz.

Lanzola, al fin, Oribe.

Luis María se acercó.

-Que pase el capitán Velarde a retaguardia de esa gente y la haga marchar al campamento, bajo rigurosa vigilancia. Y V., ¡monte! -agregó dirigiéndose a Calderón con acento duro.

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El antiguo jefe de dragones estaba trémulo y muy pálido. Ni una palabra brotó de sus labios casi amarillos. Miraba torvo debajo del ala del sombrero.

Montó y siguió al trote, dos pasos al flanco de Oribe.

Ya en el campo, media hora después, Cuaró estuvo de regreso.

El oficial traidor había logrado escapar a favor de su caballo, pero no así dos de sus hombres que el teniente traía, atados de las piernas al vientre de sus monturas.

Así que divisó a Cuaró, hízole llegar Oribe, y díjole:

-Queda V. encargado de llevar este preso al cuartel general, y desde ahora está bajo su vigilancia. Descanso en V., teniente.

Cuaró oyó sin pestañear la orden, cuadrado, respetuoso; y volviendo a montar, dijo muy grave a Calderón:

-Endilgá el roano a aquel ombú que se empina en la loma, al pasito no más...

-El preso siguió en la dirección indicada, pasivo y silencioso.

Llegados al punto, Cuaró llamó a un soldado, y ordenole que trajese un caballo como para prisionero.

El soldado volvió al rato con uno de pelo cebruno, que no por ser el del ciervo y la liebre acusaba aptitudes en el animal; matalote sano en el lomo, pero que mostraba bien todo su esqueleto ganoso de rasgar el cuero, «lunanco» por vicio viejo y lerdo por añadidura.

Cuaró fijó un buen momento su mirada de inteligente en aquel Babieca, y luego murmuró con los labios apretados:

-¡Lindo! Echále el recao.

El soldado desensilló el caballo de Calderón y enjaezó el cebruno con sus prendas; y viendo que le bailaba la cincha se apresuró a ajustarla con los dientes.

Listo todo, Cuaró encendió despacio su cigarro en un tizón; con una seña hizo montar a su asistente y al preso, saltó él sin poner pie en el estribo en los lomos de su redomón como un hábil gimnasta, y arrancó al trote, diciendo suave:

-En ese caballo mansito no vas a rodar, comandante. Si echa vuelo por milagro, no te asustés, yo te barajo en la lanza y quedás siguro.



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ArribaAbajo- XXII -

Desde aquel día que se efectuó la salida de las tropas, Natalia había experimentado diversas impresiones. En ese día nada percibió que le interesase vivamente, desde el mirador.

Sintió detonaciones lejanas que podían confundirse con las que resonaban en la línea; vio regresar la columna descubridora, sin un solo prisionero, como se divulgó poco después; oyó hablar de un choque sin importancia en las avanzadas, y seguirse a estos sucesos la monotonía de las plazas fuertes con sus bandos conminatorios, sus clarinadas continuas y sus retretas tristes a la hora de queda.

En los días siguientes, estruendos sordos, movimiento de tropas, destacamentos que salían a ocupar puestos fortificados a regular distancia de los muros para asegurar víveres y forrajes. La situación de fuerza oprimía como un collarín las gargantas. Sólo estaba en actividad el músculo, bajo el duro pomo de la obediencia pasiva. En el fondo de los hogares, sin embargo, la pasión estaba viva, ardiente, enconada; era ya como un culto la causa de los débiles y se acariciaba a éstos en el recuerdo como a imágenes adorables. ¿Por qué no? Todo lo sacrificaban por su tierra. Eran dignos de vivir en el corazón de los ancianos, de las mujeres y de los niños, los varones que buscaban por el brío incontrastable lo que otros conseguían por la superioridad de los medios y la ciencia militar.

Si a esta pasión del valor se unía la del amor, ¡ah! ¡qué sentir agitado y qué pensar febril dominaban corazón y cerebro! Nada se decía, que no fuese palabra del momento; y no se hacía nada que no fuera tendente a estrechar el afecto profundo con los seres queridos. La muralla estaba por medio; pero el cariño salvaba el obstáculo como un ave dolorida que apura sus alas por llegar al bosque de refugio. Remotas eran las esperanzas de triunfo y la ilusión de paz, en la medida al menos de los medios de combate y de la temeridad del esfuerzo; con todo, ¡qué hermosos eran los hombres que así se batían, y qué seductor el ideal de su heroísmo!

  —155→  

Natalia se expandía con la que ella ya consideraba madre. ¡Era tan buena! La acompañaba en su cariño materno con otro cada vez creciente, hondo, intenso, y se ayudaban a sufrir sin queja, devorando sus lágrimas, ocultándoselas la una a la otra para no dar ninguna prenda de su dolor.

El retraimiento en que vivían, tenía sus consuelos. Muchos seres humildes a quienes ellas daban protección les comunicaban nuevas.

El mismo Pedro de Souza, siempre consecuente, solía sacarlas de incertidumbres.

Pero, era Guadalupe la que tenía el don de embargar horas enteras a su joven ama con el recuerdo de episodios en la estancia, en cuyas memorias se entremezclaba el nombre del ausente.

Cierta tarde se apareció una negra vieja, antigua esclava de don Carlos, y a quien éste había redimido el día en que su hijo Luis cumpliera sus tres lustros.

Nunca dejaba de ir a la casa a saludar a sus amos, como ella los llamaba siempre; si ya no era para llevar las ropas blancas cuyo lavado hacía.

Cuando sentía el ruido de sus chanclos en el zaguán, los sirvientes decían riendo: ¡ahí está la tía Nerea!

Y veíanla entrar en efecto a paso tardo, con el atado en la cabeza y el cachimbo sin fuego en la boca, dando los «buenos días de gracia» desde la verja, y nombrando a viva voz a todos los de la casa aunque no estuvieran presentes.

Esta vez, la tía Nerea entró sin atado ni cachimbo, arrastrando sus plantas con esfuerzo penoso; y los ojos, ahumados por la edad, llenos de llanto.

Parecía haber hecho una jornada dura, y sufrir una emoción en exceso violenta para sus años.

La madre de Luia María y Natalia estaban en el patio.

Distinguiéndolas ella, llegose bien cerca, y dijo con acento entrecortado y ronco:

-¡Ay, el ama del alma!... ¡Sáqueme, su mercé, eso que tengo en la cabeza, que ya me pesa más que el atado; tan ganosa estaba de llegar pronto por la virgen santísima!...

-¿Qué será, madre? -preguntó Natalia sorprendida, temblando cual si la hubiese oprimido una duda el corazón.

-¡Qué ha de ser! -dijo la señora reprimiéndose-. Que ésta nunca se explica claro y la tiene a una en angustias a veces... ¿Qué ocurre, Nerea?

  —156→  

La voz de la madre era tan imperiosa y afligida, que la negra, sin atinar a hablar, se arrancó de un tirón el pañuelo que cubría su cabeza, cayendo al suelo dos cartas muy dobladas.

Fue aquello como una revelación.

Nata, presa de un sacudimiento nervioso, dobló su cuerpo gentil, y precipitose sobre las cartas, recogiéndolas y oprimiéndolas contra el seno agitado con sus dos manos ceñidas.

Quedose mirando a la señora de hito en hito, con sus grandes ojos húmedos, y fijos, la boca entreabierta y una especie de latido en la garganta que parecía haber paralizado su habla.

Nerea empezaba a explicarse levantando los dos brazos; pero la señora no la oía.

Temblándole las mejillas, alargó hacia Natalia una mano blanca y rugosa, diciendo:

-¡Y bien, pues!... ¿Son de él, hija?... ¡Dame la mía, que una ha de haber!

Nata apartó callada las cartas del seno, leyó atenta los sobres; dio una; quiso retener la otra; pero de súbito, saliendo de su aturdimiento, sintió que el semblante se le encendía y balbuceó ruborizada:

-¡De él son, madre! Esta para ti, esta para mí... ¡Tómalas las dos!

Y extendió su manecita estremecida.

-¡Oh, qué dicha! -exclamó la madre-. Guarda la tuya, querida. La mía me basta...

Y apretando la carta contra el pecho, se entró en su aposento casi sollozante.

La joven siguió mirando y contemplando aquella letra amada por algunos momentos, sin atreverse a romper la cubierta; y como fuese reponiéndose de su primera emoción, de modo que ya viese claro, puso aquella ante sus ojos una vez más.

Parecíale que conversaba con él, muy cerquita, como otras veces, cuando sonaban sus palabras en el oído encantado como trinos, y su aliento le entibiaba la mejilla y le enardecía la sangre...

Sonrió, acarició a Nerea, puso la carta dentro del seno, la volvió a sacar y, sin saber lo que hacía, guardola de nuevo y, tornó a extraerla, alisando las arrugas, observándola por todas partes por si había rotura que denunciase su secreto.

Por último, dijo:

-No te vayas, Nerea. ¡Cuánto tenemos que hablar!...

  —157→  

Y huyó a su habitación, radiante de alegría.

Noche de júbilo fue esa en la casa de Berón.

Nerea tuvo que quedarse allí porque debía dar todos los datos más minuciosos.

Ella lo hizo punto por punto, siendo escuchada con la mayor atención.

Si bien no la ayudaba su manera de expresarse, desempeñose con éxito, narrando todo lo sucedido desde que la encontró en las «cachimbas» Luis María, hasta que se fue.

A causa de interrogarla don Carlos con aire inquisitorial, se turbó más de una vez, pero bien pronto repuesta; contestaba a todo añadiendo detalles inesperados.

Había venido a la ciudad sin tropiezo. Nadie la había detenido ni registrado. El niño estaba bueno; era un gran jinete, y había llegado hasta a una milla de las murallas.

Como ella dijese que tenía la cara morena de tanto viento y sol, y la nariz despellejada, el señor Berón, sin dejar de mostrarse en cierto modo adusto, trabó una especie de controversia sobre si ese desperfecto momentáneo provenía de la acción solar o del aire enrarecido. La negra sostenía que la tostadura venía del pasado verano.

En este punto, la madre preguntó grave y melancólica:

-¿Y le ha crecido la barba, Nerea?

-¡Si viera, su mercé! Es corta, pero le relumbra de dorada.

-Debe sentarle muy bien a mi Luis -dijo la señora con ternura-. Él es muy rubio y tiene la cara bonita.

Y miró a su marido.

Éste pestañeó, sin pronunciar palabra.

Natalia estaba como absorta.

Había motivo. ¡La carta encerraba tantas cosas seductoras! No cabía en sí de contento.

Oía; sin embargo, cuánto se hablaba, de modo que al dicho de la madre, repuso ella con deleite:

-¿Qué importa que el sol lo haya tostado y que la barba lo haya crecido? ¡Siempre será hermoso!

La madre pasole el brazo por el cuello y la estrechó con cariño.

Natalia la miró dulce, transportada, murmurando como si estuviera a solas:

-¡Qué dicha volverlo a ver bueno y vencedor! Madre, ¿cuándo se acabará esta guerra?

  —158→  

Desde esa noche, la joven se sintió más confortada, tierna y risueña después de tan largos silencios.

Leyó muchas veces la carta, hallando siempre en ella algo de nuevo.

Aquella pasión que había sabido inspirarle, la enajenaba por completo. Sentía un placer íntimo que la abstraía llenando su espíritu de extraños goces.

Recreábase en recordar; recordar siempre... ¡Qué deliquio! Palpitábale el seno a impulsos de emociones desconocidas, llevando allí trémula su mano, fijos los globos azulados de sus pupilas en un diorama ideal como si en rigor se reflejara delante de una imagen querida, digna de sus ternuras y compañera de sus soledades.

Todo agitaba su sensibilidad, cualquier paisaje mezcla de verde y luz, cualquier cuadro tierno de familia, el esplendor de la mañana, la serenidad de la noche, el canto de los pájaros, el rimo del aura y de las hojas, las escenas sencillas de la naturaleza. Veía siempre en todas y en cada una de ellas cierta relación con el estado de su espíritu, algo de belleza múltiple y cambiante que servía de marco a esa imagen escondida en su cerebro.

Pensar en que volvería a verle, en que lo tendría cerca de sí pronto para no alejarse ya; pensar en que entonces ella sería capaz de atreverse a una caricia, a un ruego, tal vez a un reproche, eran cosas que la estremecían trasmitiendo a su ilusión el tinte de la dicha verdadera.

Así, buscaba la soledad como un refugio, como el campo de asilo de sus ensueños donde la mente divagase suelta, entusiasta, ardiente. Esa soledad muda para otros estaba para ella llena de notas gratas y de encantos virginales; y era entonces cuando echaba de menos aquellas frondas silenciosas del Santa Lucía, donde recogiera sus primeras impresiones en compañía de su hermana ya muerta.

Escribió a Luis María, esperando otra de él llena de encantos.

Después, vinieron días tristes. Una inquietud mortificante dominó su ánimo, y viósela marchita, pasar del jardín al mirador y de éste al jardín y a la huerta, inclinada la cabeza, el paso tardo y vacilante, arrancando al pasar hojas a los árboles con mano nerviosa.

Con la mirada vaga recorría siempre el largo sendero orillado de boj, que iba sembrando de hojas verdes, sin advertirlo.

Un obstáculo la detenía de súbito.

  —159→  

Era el estanque del fondo con anchas franjas de juncos y totoras; extenso, inmóvil como un inmenso vidrio ojival, criadero de ranas y culebras, que solían mostrarse unidas por los apéndices al cogollo saliente de un recio «caraguatá» que en la banda opuesta del estanque se erguía solitario, y en redor del cual formaban con sus anillos al rayar la aurora o al caer la tarde como un haz de móviles diademas.

Miraba con miedo aquella verde nidada que se agitaba en rueda al calor del sol, dirigiendo a todos rumbos sus chatas cabezas ornadas de brillantes ojillos negros en lentas ondulaciones, entrelazándose y desenlazándose, reuniendo a veces sus bocas en caprichoso grupo como una pequeña hidra o apartándolas en forma de tentáculos de un pulpo.

Pero, eran inofensivas; reptiles acuáticos, veloces nadadores que nacían y morían entre la paja brava y el junco, reproduciéndose sin cesar al caliente vaho de las orillas.

Cuando alguien se ponía cerca, el haz de aquellas húmedas esmeraldas se deshacía con singular rapidez sepultándose en las aguas entre círculos y estrellas de espuma.

Entonces, si ella estaba próxima, miraba con terror las burbujas y se apartaba ligera del sitio.

Sin embargo, nunca dejaba de volver como atraída por aquel detalle de la naturaleza próvida que por doquiera hace surgir la vida, en lo alto del espacio como en el cieno del pantano, dando anillos al que priva de alas, élitros sonoros al que no lanza trinos, y blandos lechos de musgo a los que en vez de plumas llevan escamas. No era, pues, el suyo, miedo pueril; algún recuerdo la mortificaba ante aquel receptáculo de reptiles y de enquélidos semejante a un remanso, que al mismo tiempo la retenía.

Acaso era el recuerdo de su hermana Dora, que vivía fresco en su cerebro, punzante, doloroso.

¡Pobre Dora! Ella había amado al mismo hombre con toda la fuerza del candor, lo había amado entusiasta e ingenua, en medio de los estragos que en su pecho hacia la «gota coral»; -aquella dolencia hereditaria de eternas ansias y zumbidos, dueña por entero de su presa como un gusano venenoso.

De aquel amor desgraciado y de esta perenne mordedura, su muerte triste...

Una noche de luna tibia y aromada se escapó a la ribera, bajo las frondas, y allí, acometida del vértigo, cayó a un remanso de flotantes   —160→   «camalotes», a modo de ave dormida. Del fondo la sacó un compañero de Luis, y la llevó en brazos. Se acordaba: era un soldado formidable, bronceado, taciturno, con alma de niño.

Pero, venía muerta, con un color de cera casi transparente, los ojos inmóviles como los de una muñeca de las que ella se entretenía en vestir y arrullar en sus raptos pueriles, y los cabellos lacios enredados con lianas verdes, elásticas, tornátiles como aquellas culebras que anidaban en las totoras y envolvían el «caragnatá» con sus anillos.

Su padre y ella fueron presas de un gran dolor; todos sollozaban; hasta aquel hombre sombrío pareció conmoverse cuando puso en el suelo con cuidado a la pobre muerta...

¡No podía olvidar! Menos en esos días en que sufría hondos desalientos.

La presencia misma del teniente Souza reavivaba las memorias.

Él había querido a Dora, tal vez sin esperanza de poseerla; después parecía que el afecto se había cambiado por ella, que Souza la miraba con ternura, con esa intención que no se oculta porque necesita traslucirse en la pupila aunque la palabra no se atreva a revelarla.

¿Sería esto así?

Las simpatías que Dora despertara ¿habrían recaído sobre ella, como un afán que perdura?

¡Ay! así debía de ser por aquella insistencia muda en hacerse estimar, por aquel empeño y aquella discreción paciente que busca exhibirse a modo de faz de alma levantada.

Entonces ¿no sucedería ahora a ese afecto lo que antes, no estaría condenado a vivir siempre escondido a manera de un pecado que jamás se confiesa, porque nadie ha de absolverlo?

¡No! Esa constancia era inútil. ¡Cuán distintos eran sus ensueños!

Y al meditar sobra esto, volvía la imagen del ausente, del débil, del abnegado a retratarse en su espíritu lleno de congoja, al igual de una luz serena y brillante en las medias tintas de un crepúsculo.

Entonces poníase a andar, de una a otra parte cabizbaja, al punto de que encontrándola a su paso don Carlos solía volverse, y decirle con mucha serenidad:

-¡No te aflijas, hija; si todo se ha de allanar! ¿No me ves a mí vivo?

  —161→  

¡Y qué te figuras! Muchas balas me silbaron en la oreja y muchos cuchillos buscaron con sus filos mi garganta. No por eso me tendieron a lo largo por siempre. ¿Por qué no ha de suceder lo mismo con este mancebo voluntarioso?

Como en otra ocasión análoga, él repitiese el epíteto, Natalia díjole:

-¡Ay, no! Él es noble y bueno... como su padre.

Y se había inclinado llorando, para recoger unas violetas que cayeron de su seno. Contemplando un instante aquel cuerpo esbelto y aquel rostro lleno de frescura y de gracia a pesar de su sello de aflicción, el viejo corrió hacia ella y la besó en la frente, replicando solícito y apurado:

-¡Sí, hija mía, sí por Dios! ¿Quién puede dudarlo?... Si a veces no sé lo que me digo de rabia contra estos rancios que se empecinan en retenerlo que no los pertenece por derecho. Porque...

Y ahogándose, había huido don Carlos a su escritorio.




ArribaAbajo- XXIII -

Una noche, Natalia notó que Souza parecía más contento que de costumbre.

Estaba comunicativo en exceso, aventuraba ciertas frases de intención y hasta llegó a decir que la guerra debía terminarse de un día para otro, según su creencia.

Estas palabras preocuparon a sus oyentes, que eran las damas.

Don Carlos jugaba al tresillo en la próxima habitación con don Pascual Camaño, a puerta entornada; de manera que se percibían con claridad sus risas y voces, ya que no el sentido y alcance de sus diálogos.

A la afirmación de Souza, repuso la señora:

-Si fuese por la paz que esto acabase, al contento de todos, más no podría pedirse.

-No aseguraría tanto -dijo aquel con mesura-; pero en un simple hecho de armas sin mayor efusión de sangre, acaso el resultado fuese el mismo.

-¡Eso sí que no me parece! -observó Natalia con un acento de firmeza y confianza que puso algo nervioso al oficial-. Le he oído   —162→   referir a mi padre que sus paisanos cuando van a guerras como éstas, triunfan o vuelven pocos.

-Ese es nuestro dolor -agregó la señora suave y resignada. Souza recogiose un instante con dignidad, acariciándose el extremo de los bigotes, y luego respondió cortés:

-¡Oh, nadie duda del valor de los nativos! Pruebas tienen dadas de su virilidad en guerras desiguales aunque hayan sido para ellos sin suerte. De aquí que no siempre el heroísmo sea lo bastante para alcanzar lo que se sueña; aparte del número, es necesario el poder del dinero, sin el cual el mejor esfuerzo se malogra.

-¡Roña! -gritaba sulfurado en ese momento don Carlos en la otra habitación-. ¡Sí, señor! Roña... Las onzas no se escatiman de esa manera; se ganan y se guardan para utilizarlas luego con provecho. ¡Así que llega el caso de ponerlas a la suerte, se juegan, y si se pierden cómo ha de ser! ¿Qué me viene V. con esas reservas, por San Diego, cuando voy jugando más que V. en la partida?

-¡Lo sé, amigo viejo, lo sé! -contestaba la voz de Camaño-. Pero en todo azar...

A esta altura del debate, las voces bajaron e hiciéronse confusas.

No por esto se interrumpió el diálogo de la sala.

Por el contrario, la señora, que había recogido aquellos ecos un tanto en suspenso, se apresuró a replicar a Souza:

-Nosotras no entendemos bien de esas cosas. Hablamos por sentimiento, ¡V. comprende! Por cariño que nos ata y domina.

Souza asintió; y pasó delicadamente a otro tema más familiar, tratando por todos los medios ingeniosos de recuperar lo que creía haber perdido en el espíritu de Natalia con sus medias frases misteriosas.

Habló de los entretenimientos de don Carlos con el tresillo, la malilla o el ajedrez: observándole la señora que eran hábitos de antaño con sus íntimos, y que ponía siempre algo en las partidas para interesarlas; por lo que no debían extrañarle sus expansiones y entusiasmos, de que daba prueba en ese momento mismo.

Con efecto, la voz de don Carlos se alzaba de nuevo, oyéndose que decía franca y cordial:

-¡Ah, señor de Camaño!... Yo bien sabía que habíais de caer en la remanga como una platija, porque en estos juegos las onzas entran de canto y se quedan luego en pilas... Nada: ¡lo dicho! La partida ha sido de fuerza, no se ha perdido la noche, el caso era   —163→   de aprovechar sin escrúpulos de monja. ¡Al diablo con las delicadezas cuando prima la necesidad! Cincuenta onzas unidas a otras sirven a los menesterosos.

A esto, replicaba algo de poco inteligible don Pascual, y las voces fueron poco a poco convirtiéndose en murmullos.

Media hora después, cuando Souza se retiró, iba pensativo.

Indudablemente, la actitud de Nata, cada día más reservada, lejos de atenuar el impulso de la pasión que sentía incrementarse en él, la exasperaba y enardecía al punto de que empezaron a cruzar malas ideas en su cerebro.

Cierto era que este fenómeno se venía operando de algún tiempo atrás en sus sentimientos. La repulsa constante habíale enconado y llevaba camino de endurecerle.

Acaso la conspiración de Calderón que debía estallar por horas en el campo de Oribe, le allanase las dificultades.

Por su parte, había influido lo suficiente con los intermediarios del jefe sitiador para que su afortunado rival entrase en el número de los que fueran eliminados por sus propios amigos.

¡No quitaba, ni ponía rey! Si por cualquier circunstancia el plan se malograra, estaba él dispuesto a buscar por todos los medios la solución; procurando, eso sí, que la hija de Robledo no llegase a apercibirse de su acción directa en daño de Luis María.

Eso pensaba y estaba decidido a hacer.

¿No era Luis María su enemigo en la guerra y su rival en el amor y en una como en otra lucha, los ardides y estratagemas no eran lícitos? ¿No se habían compensado mutuamente sus acciones caballerescas? ¿Estaba obligado a guardarle deferencias que reñían con el cumplimiento estricto de los deberes militares? De ninguna manera.

En buenos instantes lo asaltaban a Souza ímpetus siniestros.

Pero, forzoso le era reprimirlos, hasta tanto se desenvolvieran los sucesos que seguían en incubación.

En definitiva, aquella guerra no podía prolongarse mucho; llegarían refuerzos; se tomaría la ofensiva; y si Berón salvaba del desastre, lo que él pondría empeño en que no acaeciese, tendría que irse al extranjero por tiempo indeterminado.

Por el momento, las probabilidades se inclinaban a su favor.

Los que conspiraban en el campo enemigo eran de empresa y mano segura; ni temían, ni perdonaban. Por otra parte, serían auxiliados por fuerzas de la plaza.

  —164→  

Un golpe de efecto reservaría él para Natalia, en estos días; el de la libertad de su padre, por quien venía interesándose con el general Lecor con verdadero empeño y confianza en el éxito.

Esta conducta crearía un nuevo vínculo de gratitud, evitando por lo menos que el odio llegase a reemplazar al efecto amistoso en el corazón de la joven.

Después, la obra era del tiempo, de la constancia, de la persuasión. Nada resistiría a los procederes hábiles y correctos.

Las intenciones de Souza llegaron a acentuarse contra Luis María, y su acritud subió de punto, cuando al día siguiente, ya tarde, se supo en la plaza que la trampa tan bien urdida había sido deshecha; que el jefe del movimiento había sido apresado por Oribe; y que, por encima de este fracaso se habían producido serias deserciones en ciertos cuerpos de la guarnición.

En casa de don Carlos, la noticia fue muy comentada alegremente.

Sin la menor efusión de sangre, aquel plan tenebroso había abortado; la buenaventura estaba de lado de los leales; no cabían traidores en sus filas; éstos se estrechaban con firmeza, en tanto decaía en el recinto la confianza.

Al oír la nueva, Natalia experimentó una fuerte impresión y dijo a su protectora:

-¡Tal vez eso tenga que ver con aquello que Souza decía, madre!... Aquello de que todo concluiría pronto.

-¡Bien puede ser! -respondió la señora-. Sabes que él es un poco enigmático en sus confidencias a medias... Pero, ahora debemos estar tranquilos, si todo lo que se asegura es cierto.

-¡Como dudarlo! Si no fuese así, ya nos habrían afligido con sus músicas y festejos.

Don Carlos recorría el patio contento a pasos precipitados; y en una de sus vueltas, acercándose al oído de su mujer, murmuró sin omitir sílaba:

-Anoche le saqué cincuenta onzas al cicatero de Camaño, y hoy veinticinco a Calixto, el del depósito de maderas.

-¡Ya te oímos! -repuso riendo la señora-. Hablabas bastante en voz alta; pero Souza se fue creyendo que eran ganancias al tresillo.

-¡Está fresco! Amarillas para los pobres, mujer; para unos pobres de solemnidad que viven al raso en el campo sin otra ayuda que Dios y sus fuerzas.

  —165→  

Siquiera algunos han de poder vestirse, y surtirse de ciertas cosillas indispensables que meterán estruendo, ¡por Cristo! Porque en ellos el plomo ha de andar revuelto con el acero y el bronce.

Los ojos del viejo relucían, y apretaba los labios hasta esconderlos en la cavidad sin dientes.

Su compañera no tuvo tiempo de objetarle nada, pues él se alejó a su escritorio con el gorro en la nuca, procurando erguirse cuan alto era, a paso militar.

Después de estos acontecimientos sucediose por algunos días una inacción extraña en las tropas del recinto.

Tal estado de cosas se prestaba a todo género de conjeturas; las que se hacían sin reservas a pesar de las amenazas publicadas por bando y de la persecución reiniciada contra los desafectos con brusca violencia.

Pero, muy pronto se divulgó el rumor de la llegada de refuerzos, y el aspecto del recinto sufrió un cambio completo.

Don Carlos presenció desde su mirador la entrada de las naves de guerra con mar tranquila y suave brisa.

La furia del viento y de las olas en la costa bravía del levante, no salió esta vez al encuentro de aquella nueva expedición enemiga para ayudar a los débiles en su obra.

-¡Oh, elementos caprichosos! -prorrumpía don Carlos siguiendo atento con el anteojo la marcha triunfal de las corbetas y transportes cuando doblaban la punta del este a velas desplegadas y banderas al tope;- ¿por qué no bramáis, sudeste irreductible, para arrojar ese presente dañino contra las restingas y cantiles como despojos de naufragio? ¿por qué no silbas «pampero» formidable, como millón de flechas disparadas por mil tribus del desierto, y empujas, desarbolas y tumbas esas negras naos mar adentro, allá donde levantas cordilleras de olas capaces de estrellar entre sus crestas toda una escuadra de Xerxes? ¡Dormís, vientos; dormís, ondas fragorosas y en tanto las hormigas trabajan a la espera del oso que ha de engullirlas!

¡Así sois los fuertes, por Santiago! Como las fieras; os respetáis, no venís a las manos sino por un evento; cuando se os precisa y se os ruega, dormitáis en los antros sin importaros un comino de nuestra suerte... ¡Andaos al infierno, fuerzas brutales e incapaces!

Y dejando el catalejo de golpe, don Carlos había descendido colérico para encerrarse en su escritorio.

Mucho bullicio hubo en la ciudad ese día; y antes de la noche   —166→   llegó a saberse que se habían desembarcado gran cantidad de elementos bélicos para el ejército y la armada, así como uno de los contingentes pedidos compuesto de cuatro batallones de línea, cazadores y granaderos de la guardia imperial y otras fuerzas regulares.

Añadíase que a estos regimientos debería seguirse la llegada por antigua línea divisoria de dos mil jinetes perfectamente listos para una carga a fondo.

Guadalupe que no perdía ocasión de recoger en la calle toda novedad cuyo conocimiento interesase a su ama, se encontraba desde la puesta del sol en una esquina de la calle de San Carlos viendo desfilar las tropas a sus cuarteles al son de trompetas y charangas.

Muy alborotada estaba ante tantos morriones, penachos, correajes y banderas; tantos semblantes desconocidos, aunque a ella le parecían iguales, aberenjenados y chatos, cuando no retintos y trompudos; tantas bandas lisas rumorosas y desaforados chin-chines; y tanto traquear de carromatos cargados con bagajes como para una cruda campaña.

Era aquel un desfile brillante lleno de reflejos y vivos colores, ruidos prolongados y haces de armas lucientes entre aclamaciones de bienvenida y dianas que encadenaban sus ecos a lo largo de las explanadas y bastiones.

La artillería solía unir su voz al general estruendo, a modo de extenso y ronco mugido.

Poco a poco todos estos ruidos se fueron apagando; y cuando la noche venía a grandes pasos, notó recién Guadalupe que el escuadrón de nativos que había acompañado a otros cuerpos en la recepción, alineado por una acera al flanco de la plaza, se apresuraba a formar para emprender marcha a su cuartel. Mantúvose quieta la negrilla basta que desfilase, tal vez con el sólo objeto de hacer alguna morisqueta a don Cleto, que en él dragoneaba a la fuerza.

El escuadrón rompió marcha al trote y toque de clarín.

Pasado habrían cinco mitades, cuando haciendo punta, en la siguiente un jinete apuesto y garboso, pero renegrido como un cuervo de las asperezas floridenses -según le pareció a Guadalupe,- fijó en ella el blanco de sus ojos, saludándola cortés y militarmente con el sable que llevaba terciado con bizarría.

La negrilla se quedó estática, encogida por la sorpresa.

El escuadrón acabó de desfilar; alejose; perdiose en las sombras entre un desconcierto de cascos y de vainas.

Pero, ella siguió mirando quieta y arrobada.

  —167→  

Luego, cual si saliese de un estupor al sentir el toque de queda, apresurose a llevar sus manos a la cabeza para advertir si sus racimillos de saúco estaban peinados; después al seno, recubierto por un pañuelo limpio de algodón, por si se lo había desprendido el alfiler rematado en cuenta roja que lo prendía; por último al delantal de lana floreada, que sacudió aturdida; y como un viento partió de súbito contorneándose y echando para atrás la visual por si los ojos blancos le lanzaban algún destello desde el fondo de la noche.

A quien ella acababa de ver, y la había saludado, era Esteban. Una nueva y grande sorpresa.

La negrilla no cabía en sí de gozo.

Muy cerca ya de la casa de Berón, y libre un tanto de su aturdimiento, Guadalupe entró a pensar.

¿Por qué está aquí Esteban? No ha ido a saludar a sus amos viejos, que lo vieron nacer y criarse junto al niño Luis María, su hermano de leche, y después su señor. ¿Cómo creer que él fuese un ingrato que hubiese abandonado al que le había dado libertad para entregarse al servicio de sus enemigos? ¡Oh! no era posible. Debía haber caído prisionero en alguna refriega, condenándosela después al servicio en la tropa auxiliar de extramuros como al pobre don Cleto. Lo que habría en el fondo de todo era eso, y lo tendrían siempre acuartelado por temor de que desertase. Sea como fuese estaba bueno y sano, y ya se presentaría ocasión de hablarle.

Guadalupe entró en la casa casi sin aliento.

Las señoras se encontraban en el escritorio haciéndole compañía a don Carlos, con quien conversaban de pie cogidas de la cintura en cariñosa familiaridad.

Reprimiéndose en lo posible, Guadalupe contó lo que había visto en la calle de San Carlos, el desfile de los cazadores y granaderos y la aparición de Esteban en filas del escuadrón de nativos, sin omitir los menores detalles del encuentro, del saludo y de su asombro.

En suspenso se quedaron todos por breves instantes. Don Carlos arrugó el ceño.

Su esposa pareció conmovida, balbuceando estas palabras:

-¡Ha dejado solo a mi Luis!

Natalia la acarició y díjole confiada y risueña:

-¡Oh, él volverá a su lado! Yo lo conozco bien; si está aquí no es por su voluntad, madre, y sobre esto estoy tan segura como si lo hubiese visto.

  —168→  

Guadalupe, solicitada en todo sentido, no hizo más que repetir lo que trasmitiera al principio.

Preguntáronle si no se habría equivocado, a lo que ella respondió sin titubear:

-¡Ah, no! Créanme, sus mercedes: tengo su estampa aquí en mitad de los ojos.

-Seguro es -dijo Natalia sonriendo-. ¿Y te saludó con el sable Lupa?

-Como negro de buena casa, niña, y más aires que un tambor mayor.

Don Carlos seguía callado, haciendo castañetear sus dedos sin descanso.

De pronto, llamaron a la puerta de calle.

Sintiéronse luego pasos en el patio; y cuado ya salía Guadalupe una voz conocida decía humildemente:

-¿Da permiso, su mercé?

Era la voz de Esteban.

-¡Entra! -gritó don Carlos como saliendo de un sueño.

Apareció el liberto en el umbral, avanzó un paso y no cuadró, diciendo como cuando era chico y no hubiera mediado larga ausencia:

-¡La bendición, los amos!

-Dios te la dé, hijo -murmuró la señora con los ojos llenos de lágrimas.

Don Carlos abrió cuan grandes eran los suyos, echose atrás el gorro y estuvo mirándolo un instante fijamente.

Luego se puso a pasear precipitado, encogiendo el hombro izquierdo hasta llevarlo a la altura de la oreja; y ahuecando la voz echó por encima la visual, preguntando severo:

-¿De dónde sales tú? ¿Cómo has dejado a tu amo?

-Caí prisionero, señor.

-¡Prisionero, eh! ¿Desde cuándo?...

-Desde el día de la salida. Yo diré a su mercé...

-¡Dí! Sí. Es preciso que te expliques.

-A mi amo le mataron el caballo en la guerrilla, y él quedó abajo, de modo que, no pudiendo zafarse, lo tomaron los «mamelucos»...

-¿Qué lo tomaron?

-¡Oh! -exclamaron la madre y Natalia a un tiempo-. ¿Eso es verdad?

-Crean, sus mercedes, que sí -repuso Esteban.

-¿Y qué sucedió después? -prorrumpió don Carlos.

  —169→  

-Después, aconteció que los compañeros cargaron por salvarlo, y lo consiguieron. Mi amo quedó libre sin lesión ninguna. Pero yo fui desgraciado, como ven sus mercedes; cargué también; mi caballo rodó y cuando volví a montar, me encontré envuelto en el tropel, y me arrastraron hasta donde estaba la tropa de infantería...

-¿Cómo no te mataron negro? -interrogó don Carlos, más tranquilo y atento.

-En la rodada perdí el sombrero, y si su mercé supiese que yo tenía puesto un vestuario de paulista, de unos que tomamos en el paso del Rey, porque andaba ya muy despelechado...

-¡Ah, comprendo! Te confundieron en los primeros momentos con otros pájaros del plumaje. ¿Y luego?...

-Me trajeron a la ciudadela, y estuve preso muchos días, sufriendo castigos.

Al cabo, un jefe me pidió para su cuerpo, donde serví un poco de tiempo. Después de esto me han pasado al escuadrón de auxiliares.

Hoy me dieron licencia por primera vez y he venido...

-Sí -lo interrumpió el señor Berón-. Es bastante extraordinario lo que nos cuentas y de que estábamos bien ignorantes. A fe mía; lo que confirma aquel adagio de que, por donde uno menos se imagina salta la liebre. ¡Canarios! Pues no es humo de paja todo eso que tú has dicho muy sereno en cuatro palabras. ¿Han oído ustedes a este negrillo?

La señora y Natalia, abrazadas, escuchaban en silencio.

-Sí, -dijo al fin la primera-. Veo que al escribirnos poco después, nuestro hijo nos ocultó el percance... ¡Pero ya eso pasó! ¡Ahora pienso cuánta falta le hará Esteban!

-¡Oh! ¡Ya haremos que vuelva!... ¿Te atreverías a volver de cualquier modo?

Y don Carlos clavó en el liberto su mirada penetrante.

-Sí, señor -contestó Esteban-. De un día para otro. Sabe, su mercé, que soy de a caballo y baqueano. No espero más que una noche oscura, cuando andemos a busca de forraje, para escaparme con otros compañeros.

-Entonces, ¿contigo se irán algunos?

-Sí, señor; y más que esos, si se pudiera...

Don Carlos reflexionó un breve rato.

-¡Está bien! -dijo-. Cuando tú creas que ha llegado la oportunidad   —170→   de la fuga, avísamelo, porque te quiero encomendar una cosa de interés. Por esto verás la confianza que te tengo. Seguro estoy que cumplirás lo que he de encargarte, si no te matan.

El liberto se inclinó callado:

-Y como la licencia que te han concedido ha de ser corta, conviene que te vuelvas al cuartel para hacerte acreedor a otras; pero antes, ve lo que precisas, para que te se dé aquí todo. Pide sin reservas, negro; pues tus amos no han cambiado en nada desde que te fuiste.