Los Gritos del combate: poesías
Prefacio
Accediendo a las reiteradas instancias de algunos amigos míos, me he determinado a coleccionar, con el título de GRITOS DEL COMBATE, los versos que bajo la impresión de dolorosos y trascendentales sucesos, y en medio del fragor de la lucha, he escrito, durante estos últimos años, acaso los más perturbados y revueltos de nuestra siempre revuelta y perturbada historia.
Tal vez parezca a algunos extemporánea la publicación; pero yo no escojo el momento; las circunstancias me lo brindan, y no quiero desaprovechar la ocasión que se me ofrece de saldar mis cuentas atrasadas con la revolución y con mi conciencia. Más lastimado por el espectáculo de las miserias humanas que por la violencia de los sucesos; triste, desengañado y abatido, siento cierta especie de melancólico orgullo en mirar desde las regiones de la poesía los desvaríos, las impurezas, el rebajamiento moral de esta época, tan exhausta de caracteres viriles como de virtudes cívicas. ¡Ay, pobre musa mía! Tú no estuviste ciega. Viste con claridad y desde muy lejos que no era posible cimentar nada sólido y permanente en el fango agitado de nuestras costumbres públicas, y estuviste en lo cierto, cuando en enero de 1866, al estallar los primeros chispazos del incendio que nos ha consumido, exclamaste con previsora indignación:
No esperes en revuelta sacudida | |
alcanzar el remedio por tu mano, | |
¡oh sociedad rebelde y corrompida! | |
Perseguirás la libertad en vano; | |
que cuando un pueblo la virtud olvida | |
lleva en sus propios vicios su tirano (2). |
Tampoco te equivocaste cuando en abril de 1868, es decir, seis meses antes del alzamiento de Cádiz, exponías en una lectura pública celebrada en el Ateneo catalán, con motivo de los Juegos florales, tus dudas e inquietudes sobre nuestro estado, y espantada ante el grosero materialismo de nuestra edad descreída, me empujabas hacia la soledad, de la cual ¡ojalá nunca hubiera salido! (3)
Pero las corrientes de la opinión, entonces irresistibles, la actitud unánime de mi partido, y el temor de que mis juicios y recelos no se fundaran en la realidad de las cosas sino en el desabrimiento de mi carácter, algún tanto huraño, me arrancaron del retiro en donde vivía consagrado exclusivamente al restablecimiento de mi salud quebrantada. La revolución surgió de la noche a la mañana; el pueblo de Barcelona, a pesar de mi alejamiento y honrándome más de lo que yo merecía, se acordó de mi nombre, casi desconocido; eligiome individuo de su junta y me encomendó el gobierno de la provincia en aquellos difíciles y angustiosos días. No sé si cumplí mi encargo a gusto de todos; lo que sí sé -y por ello doy gracias al cielo-, es que mientras ejercí el mando no se malgastó, como en otras partes, un solo céntimo del Erario público en expansiones revolucionarias, no se cometió atropello alguno, ni se derramó una sola gota de sangre. Llamado a Madrid, recibí la comisión de redactar el Manifiesto de 26 de octubre de 1868, en el cual el Gobierno del país expuso sus aspiraciones liberales, sus propósitos de reorganización política, e hizo por primera vez declaraciones terminantes y solemnes en favor de la monarquía. Pertenecí después a las Cortes Constituyentes; voté, sin vacilaciones hipócritas ni reservas mentales, la libertad religiosa con todas sus consecuencias; contribuí a la elección del rey D. Amadeo de Saboya; aprobé o rechacé, según mi leal saber y entender, las reformas que entonces se propusieron, y formé parte, así en la próspera como en la adversa fortuna, de la fracción en que figuraban los elementos más templados de la revolución de septiembre, si no siempre convencido, al menos siempre disciplinado.
Elegido también diputado para las primeras Cortes ordinarias del reinado de D. Amadeo de Saboya, y las siguientes, trabajé, luché, hice cuanto pude con el fin de que se mantuviera en aquellas críticas y azarosas circunstancias la conciliación de los partidos que habían levantado la nueva monarquía. No soy orador; ni mis condiciones físicas, ni mi genio retraído, ni mis inclinaciones literarias me han permitido jamás terciar en esas ruidosas luchas de la palabra, tan vivas, tan ardientes, tan apasionadas, y algunas veces tan desastrosas. Pero en la prensa, en mis conversaciones amistosas, en las conferencias políticas, donde quiera que mi voz podía ser oída, excitaba a la concordia, y señalaba los peligros de una ruptura que irremisiblemente había de causar la perdición de todos y el aniquilamiento de la patria. ¿Qué podía yo hacer, sin embargo, contra la conjuración de intereses bastardos, ambiciones impacientes, envidias implacables y apetitos desordenados, agrupados y fundidos para aquella obra de destrucción y vergüenza? Hombres más autorizados que yo, obscuro soldado de filas, voluntades más firmes que la mía y en más altas esferas colocadas, pretendieron en vano oponerse al vértigo que se había apoderado de los partidos, y poner un dique a aquella corriente desbordada de malas pasiones. Todo fue inútil: la catástrofe sobrevino, y desde aquel momento la revolución de septiembre degeneró en locura. De intemperancia en intemperancia, de caída en caída, hiriendo ciegamente los sentimientos más respetables, dislocando o disolviendo las fuerzas de resistencia, atreviéndose a los mayores absurdos, rodó, causando estragos, hasta el fondo del precipicio, como el alud que desciende de las cumbres; entregó la nación atónita y desarmada a las febriles sacudidas de la demagogia; robusteció con los desesperados y ofendidos las mermadas huestes carlistas, y después de habernos hecho pasar por los asesinatos de Alcoy, por las ignominias de Barcelona, por los delirios sacrílegos de Cádiz, por los crímenes de Cartagena, y por las más increíbles saturnales parlamentarias, cuando el terror había invadido todas las conciencias y el sentimiento del peligro debilitado el amor de la libertad en todas las almas, acabó ¡digno término de su extraviada vida! por ponernos, con general alegría, a merced de las sediciones militares y de los golpes de Estado.
Durante este período calamitoso, escribí, como he dicho, las poesías que hoy reúno y colecciono, excepto algunas, muy pocas, de distinta índole, que son de tiempos anteriores, y que he incluido en el tomo para darle variedad y huir de la monotonía. Engendradas y nacidas al calor de continuas turbulencias, palpita en estas composiciones la pasión que ha conmovido mi ánimo en las varias alternativas del combate; la cólera, la ironía, el desaliento, la alegría del triunfo, la amargura de la derrota, y raras veces los arrebatos de la esperanza: mi lira no tiene esa cuerda. Lanzado desde muy niño en las agitaciones de la vida pública, sobrecogido por los arduos problemas políticos, sociales y religiosos que ha planteado nuestro siglo sin haber podido resolverlos hasta ahora, y cegado por el polvo de las ruinas que incesantemente van cubriendo el suelo de Europa, ¿es, por ventura, extraño que la duda, la duda inquieta y dolorosa, se haya infiltrado en mi corazón y en mi inteligencia? ¡He visto tanto en el aún no largo espacio de mi vida! Tronos caídos y levantados, instituciones arrolladas y luego restablecidas, revoluciones perturbadoras, pero fugaces, como cuanto es violento, todo ha pasado ante mis ojos con rapidez asombrosa, y siempre para dejarme ver el mismo resultado: la reacción atropellada por la anarquía, la anarquía devorada por la reacción; la libertad, nunca. ¡Ay! Este estado de exaltación continua, apagando las creencias, trastornando los sentimientos y envileciendo los caracteres, ha hecho de nuestro pueblo, en otro tiempo tan espontáneo y animoso, una masa humana confusa, informe, indiferente, escéptica, en la cual sólo sobresale el egoísmo. Si es cierto que no ofrece resistencias, también lo es que ya no tiene arranques; se deja llevar por donde quieren llevarle, y como las olas de un río, va empujado por la corriente, o lo que es lo mismo, por la fuerza de la costumbre, indolente, taciturno, sin calor ni entusiasmo.
Convencido de que todos los esfuerzos, así los más débiles como los más vigorosos, son necesarios para arrancar a nuestra patria de su postración moral, he procurado cumplir con este deber de conciencia hasta donde me ha sido posible en la pequeñez de mis facultades intelectuales. Mas sería inútil querer animar el espíritu entumecido de las naciones que a tal extremidad han llegado con abstracciones deslumbradoras, por desgracia, baldías, y pueriles ilusiones, nunca realizadas; hay que hablarlas el lenguaje de la verdad, áspero y desabrido, apelar a su instinto de conservación, y, para sacarlas de su atonía, penetrar haciéndolas sangre, hasta los más ocultos repliegues de su incredulidad y su egoísmo. Esto es lo que he intentado en algunas de mis obras dramáticas y en casi todas mis composiciones líricas. He señalado los peligros y funestas consecuencias de ciertas ideas que el pueblo admite sin reflexión, porque le halagan y adulan; he inculcado el respeto y la obediencia a las leyes, como el medio más eficaz y seguro de afianzar las libertades conquistadas, y en nombre del derecho, he combatido siempre la corrupción de arriba y la licencia de abajo. Recordando las austeras enseñanzas de la historia, que es, por decirlo así, el cuadro patológico de la humanidad, en donde se ven sus enfermedades y se estudian sus síntomas, he repetido en todos los tonos, que, cuanto más adelantada está una sociedad en la senda de los progresos materiales, tanto más fácil es que caiga en la abyección, en la demencia y en la tiranía, si pierde el sentido moral y las virtudes públicas la abandonan; porque cuando los dioses se van, no se van solos: la dignidad humana los acompaña. Francia y España, donde desgraciadamente todo es posible y todo es efímero, son vivo ejemplo de esta verdad trivial, pero olvidada; pueblos sin ideal, marchan al azar, haciendo siempre tentativas infructuosas, cambiando a cada instante de postura sin hallar ninguna que mitigue sus dolores, devorados por la fiebre, consumidos por la impotencia, faltos de energía para salvarse, porque no tienen fe; sin resignación para sufrir su suerte, porque no tienen esperanza. Estos principios han sido el constante tema de mis cantos en medio de las más alegres expansiones de la muchedumbre y de sus más ruidosos triunfos, lo cual me ha valido por parte de muchas personas la calificación de poeta hipocondriaco, misántropo, aficionado a los cuadros sombríos y hasta algún tanto enemigo de la libertad; ¡de la libertad, que ha sido y es el más profundo amor de mi vida!
Tampoco ha faltado quien, bajo el punto de vista exclusivamente estético, haya censurado el carácter de mis trabajos literarios y sostenido con argumentos muy atendibles, que el arte no debe descender desde su altura a las ingratas realidades de la vida, ni menos mezclarse en las rudas y tumultuosas discusiones de la plaza pública. Quizás tengan razón los que en este sentido me han criticado; pero respetando su juicio, séame lícito sostener el mío, que es, sobre cuestión tan ardua y compleja, no sólo distinto, sino diametralmente opuesto.
Seré muy breve en la exposición de mi doctrina literaria.
Muchas veces, considerando los primores de forma a que ha llegado nuestra poesía contemporánea, tan rica en versos melodiosos, en brillantes imágenes y elegantísimos giros, he tratado de inquirir las causas del disfavor, o más bien, del desvío con que el público la mira, y no he acertado a darme explicación precisa y convincente de este fenómeno. ¿Será acaso porque el siglo actual, esencialmente analítico, materializado y frío, rechace las inspiraciones del sentimiento y condene los vuelos de la fantasía? Difícil es que la historia registre en sus anales siglo tan entregado a los caprichos de la imaginación como el nuestro. En ciencias, en filosofía, en política, todas son hipótesis más o menos aventuradas, cálculos más o menos probables, sistemas ingeniosos, en los cuales entra quizás tanta cantidad de invención como de observación. Vivimos en el siglo de las utopías, y la utopía es hermana menor de la poesía; es como ésta, hija de las musas. En nuestra Edad no son los poetas, propiamente dichos, los que más han soñado. Los delirios de Fourrier y de Saint-Simón; las atrevidas paradojas de Proudhon y de Stuart-Mill; la doctrina de la evolución natural, dirigida por leyes fatales, y aplicada por Herbert Spencer al desarrollo de la humanidad para hacer inútil la intervención de la Providencia; las concepciones maravillosas de Kant, Hégel, Krause y toda la pléyade de filósofos alemanes, que tan poderoso influjo han ejercido y ejercen todavía en las artes, la literatura y la política del mundo; las conjeturas de las ciencias físicas y naturales empeñadas en arrancar a la noche de los tiempos el secreto de nuestro origen, y los trabajos del prehistoricismo, que intenta reconstruir lo desconocido, descifrar lo indescifrable y llegar por medio de deducciones sutiles a los últimos términos de lo pasado, cada vez más distante y obscuro, ¿son otra cosa más que sueños sublimes, donde las verdades se mezclan con las ficciones, y ante cuya grandeza, si no convencido, se detiene, por lo menos, atónito el pensamiento? El magnetismo, la frenología, el espiritismo, los trípodes parlantes, los sombreros giratorios, las más inverosímiles fábulas y las creencias más extravagantes han dado en nuestros días la vuelta al mundo, a pesar del escepticismo que le devora, o más bien, a causa de este mismo escepticismo; porque en el cerebro humano hay un hueco donde reside la fe religiosa, y cuando esta virtud le desaloja, huyendo a los cielos, la naturaleza, que en el orden moral como en el físico tiene, según la frase vulgar, horror al vacío, le llena con el absurdo. Pero sin ir tan lejos, sin apartarnos del terreno más humilde de la literatura, ¿hay motivo ni pretexto siquiera, para acusar de prosaica a una centuria en la cual han resplandecido, como grandes constelaciones, Goethe y Schiller, Byron y Shelley, Víctor Hugo y Lamartine, Manzoni y Leopardi, Quintana y Espronceda, Almeida Garret y Herculano? No; sería injusto, por tanto, atribuir a causa tan fútil la decadencia de la poesía española: otras razones existen que la explican mejor, y entre ellas, la más exacta y valedera es, en mi concepto, la que voy a permitirme exponer, sin explanarla, en defensa propia.
La poesía es, seguramente, la más alta revelación del arte, y sin embargo, es la más pobre y menos libre en sus manifestaciones externas. Aventájanla la escultura, en la severidad y firmeza de las líneas; la pintura, en la expresión y el colorido; la música, en la armonía y en la vaguedad del sentimiento; pero, en cambio, supera a todas en la elevación, amplitud y sublimidad de sus concepciones. El pensamiento humano, más o menos cohibido en las demás artes; tiende sus alas con holgura en los espacios infinitos de la poesía: no se siente encadenado por la piedra, el lienzo ni el sonido. Cuando desconociendo su potencia intelectual y creadora, se cuida más de la forma que del fondo, y pretende competir con sus hermanas en la belleza plástica y armónica, la poesía desfallece y decae, porque no dispone del cincel, de la paleta ni del instrumento musical; la materia se le escapa de entre las manos; quiere sujetarla, y abraza el vacío. La poesía, para ser grande y apreciada, debe pensar y sentir, reflejar las ideas y pasiones, dolores y alegrías de la sociedad en que vive; no cantar como el pájaro en la selva, extraño a cuanto le rodea, y siempre lo mismo. Es preciso que remueva los afectos más íntimos del alma humana, como el arado remueve la tierra: abriendo surcos. Y cuanto más ahonde; cuanto más penetre y encarne en las entrañas de un pueblo y de una época, tanto más estimada será, tanto más sentida y menos disputada su influencia. Dante se apodera del alma de su siglo, de sus rencores teológicos, de sus venganzas y amores políticos, y por espacio de más de cien años hace a todas las artes tributarias de su genio. La arquitectura, la pintura y hasta la música misma buscan en él sus inspiraciones, y en los albores del Renacimiento, a pesar de la corriente irresistible de la antigüedad pagana, que entonces lo arrolla todo, las gigantescas obras de Miguel Ángel parecen animadas todavía por el espíritu del gran poeta.
Ahora bien: ¿es posible que una nación tan profundamente trabajada como la nuestra, donde todo está en tela de juicio; herida, desangrada, calenturienta, y -¿por qué no decirlo?- estragada y corrompida, se satisfaga y entretenga con la oda ampulosa, sin sentido ni objeto, puramente imaginativa, artificial, rumorosa como la onda y el aire? Los hechos parecen demostrar lo contrario. Tampoco creo que distraigan sus penas ni exciten su curiosidad dormida las arcaicas reproducciones, frías como el retrato de un muerto, de nuestros tiempos gloriosos y caballerescos, con sus galanes pendencieros, sus damas devotas y libidinosas y su ferviente misticismo entreverado de citas y cuchilladas. Y pienso que todavía han de conmoverle menos esos suspirillos líricos, de corte y sabor germánicos, exóticos y amanerados, con los cuales expresa nuestra adolescencia poética sus desengaños amorosos, sus ternuras malogradas y su prematuro hastío de la vida. Mayores estímulos necesita nuestra sociedad para volver los ojos a la abandonada y solitaria musa lírica, más vigorosos sacudimientos para despertar sus dormidas emociones; que cuando, como los viejos gastados y viciosos, busca en los espectáculos públicos sólo el halago de los sentidos o los acicates de la concupiscencia, el baile desordenado de las bacantes, la bufonada irrespetuosa de los incrédulos y la exposición de mujeres más o menos desnudas, pero siempre poco vestidas, no ha de satisfacerse con esos cánticos de la poesía vagos, arqueológicos o infantiles. Y aunque se satisficiera, ¿debe de ser ésta la misión del arte en los tiempos de lucha incesante que alcanzamos, cuando todo oscila, cae o se transfigura bajo el ariete de nuevas ideas; cuando no le es permitido a ninguna manifestación del entendimiento humano permanecer impasible y neutral ante las graves y trascendentales cuestiones que se ventilan en el seno de las sociedades modernas? La glacial indiferencia del público responde a mi pregunta y resuelve de plano el problema. No es menester decir más.
Y cuenta que no es esto condenar en absoluto géneros líricos que tienen incontestables bellezas, y en los cuales tanto se han distinguido y se distinguen todavía inteligencias peregrinas, gloria y ornamento de las letras patrias. Lo que censuro es el carácter general de nuestra poesía, o mejor dicho, el predominio que ejercen en ella, por la fuerza de la rutina o porque es más fácil dilatar el vuelo por los mundos brillantes de la imaginación, que descender a los obscuros y muchas veces dolorosos abismos de la reflexión, esas inspiraciones indeterminadas, sin pensamiento ni alcance, que nada dicen y a ninguna parte van, llenas de galas y adornos, como las pobres doncellas muertas a quienes se atavía y corona de flores para conducirlas al campo santo.
Bien sé que no todos los poetas siguen el camino trillado, y algunos hay a quienes sinceramente admiro, que han roto el molde antiguo y arrancado de su lira sones penetrantes, notas vigorosas y acentos llenos de la pasión que conmueve a nuestro siglo. Son los menos; pero la acogida benévola y afectuosa que el público les dispensa, agotando en poco tiempo las ediciones de sus obras, mientras deja dormir en polvoriento olvido las de aquellos que no responden a las exigencias de nuestro estado social, político y religioso, parece revelar elocuentemente que no voy extraviado en mi juicio, y que la época presente reclama de sus poetas algo más que versos sonoros, imágenes deslumbradoras, recuerdos históricos y sentimientos de pura convención.
Estas opiniones que sobre la naturaleza y fines del arte profeso y expongo en mi abono, explican la tendencia de la mayoría de mis composiciones líricas, que será equivocada y falsa; pero que nace de profundo y arraigado convencimiento. ¡Ay! Únicamente me aflige (porque, si en efecto peco, me falta la voluntad para arrepentirme) que la pobreza de mi ingenio no me consienta justificar con el ejemplo todos los fundamentos de mi doctrina. Mas si son verdaderos, la juventud que sigue nuestros pasos, menos fatigada que yo, con más anchos y luminosos horizontes ante la vista, llegará a donde no alcanzo y entrará en esa tierra de promisión de la poesía que a mí sólo me es dable contemplar desde lejos, luchando con mi propia impotencia intelectual, decaído y desesperanzado.
¡Quiera Dios que logre además tiempos más bonancibles y no se vea, como nosotros, condenada a cantar en medio de los horrores de la guerra civil, ni oiga en sus largas noches de insomnio el estertor de la patria moribunda! ¡Quiera Dios que pueda celebrar las conquistas pacíficas de la civilización, el afianzamiento de la libertad, la muerte de la anarquía, la regeneración del espíritu público y las luchas fecundas del trabajo! Nosotros no tendremos esta fortuna. Nos ha tocado vivir en medio de los dos períodos más terribles y morbosos por que puede pasar un pueblo: la inflamación y la supuración; la revolución y la podredumbre. Pero alguna vez el légamo revuelto volverá al fondo; alguna vez se cerrará la herida que ahora está abierta y destilando humores acres; algún día la luz del cielo disipará las sombras de nuestras conciencias atormentadas. Entonces comprenderán los que tal ventura vean, que no es el desorden el camino de la libertad, ni se templan los caracteres en el yunque de la anarquía que todo lo degrada, las almas y los cuerpos.
No lo niego: miro la anarquía, que ha desnaturalizado los generosos móviles de la revolución, con horror invencible; pero se engañaría grandemente quien me creyese capaz de renegar de una sola de las legítimas conquistas que hemos hecho, a costa de tan duros sacrificios. Hoy, como ayer, defiendo la libertad religiosa, íntegra, sin mutilaciones hipócritas, con sus dos alas para volar por las esferas de la ciencia, la inviolabilidad de la cátedra y la del libro; hoy lo mismo que ayer, afirmo y quiero la monarquía, no como una petrificación de los tiempos antiguos, cubierta de vanos oropeles y rodeada de ceremonias humillantes, que han caído en desuso hasta en los imperios de Oriente, sino como institución moderadora, imparcial, vivificada por el espíritu del siglo, religiosa sin fanatismo, respetable y respetada; hoy, como siempre, defiendo la intervención del país, legalmente representado, en la dirección de los negocios públicos para que el progreso se cumpla y realice de un modo ordenado, regular, tranquilo, sin sacudidas ni violencias; para que siga su curso como los ríos caudalosos que fertilizan los campos por donde atraviesan, y no como las inundaciones repentinas que, no sólo arrastran en su impetuosa corriente cuanto encuentran al paso, árboles, edificios, ganados y hombres, sino que esterilizan las tierras más productivas, cubriéndolas de arenas infecundas.
Pero sin querer me aparto del objeto que me había propuesto, y ya es hora de poner término a este Prefacio que crece y se alarga bajo mi pluma más de lo conveniente. Diré, resumiendo, que la revolución de septiembre me deja donde me encontró: algo más quebrantado; pero siempre el mismo. Entré en ella con desconfianza y salgo sin remordimiento. No fui de los que la iniciaron, no me conté con los que la torcieron, y tampoco me apresuro a imitar a los que la abandonan. En medio de sus triunfos, dije la verdad, no la adulé, no excité sus malas pasiones ni aplaudí sus excesos. Hoy tengo el derecho de hablarla en el mismo tono, y no podrá acusarme de ingrato, porque con ella caigo, sus responsabilidades acepto, y a nadie pido perdón de haberla seguido. Me resigno, sin odio ni cólera, con mi suerte; si he acertado, el tiempo me hará justicia; si me he equivocado, absuélvame de mi error la obscuridad a que voluntariamente me condeno. Esperaré mejores días sin prevenciones irreflexivas ni impaciencias interesadas, porque no pertenezco al número de esos hombres fáciles de todos los tiempos, que sólo saben hacer penitencia de sus culpas en las altas posiciones del Estado, o que se creen de buena fe, sin duda, con títulos bastantes para intervenir en todos los éxitos y tomar su parte de botín en todas las victorias.
Hechas estas aclaraciones, sólo me falta para terminar, ofrecer mis respetos al público y recomendar mis versos a su inagotable benevolencia.
G. NÚÑEZ DE ARCE.
9 de marzo de 1875.