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Como el radiante sol cuando declina, |
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la vida con sus últimos reflejos |
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nuestros fríos recuerdos ilumina, |
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y vemos todos al llegar a viejos, |
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el muerto bien que la memoria guarda |
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más rico de color cuanto más lejos. |
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Hoy que la edad me postra y acobarda, |
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mi pasada ilusión cruza furtiva, |
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al través de los años más gallarda. |
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¡Oh visión misteriosa y fugitiva, |
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que remontaste apresurada el vuelo |
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al centro de la luz eterna y viva! |
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¡Oh Blanca mía! ¡Oh Blanca de Castelo, |
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a mis ojos tan casta y luminosa |
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como las mismas vírgenes del cielo! |
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Resplandecían en tu faz hermosa |
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el ampo de la nieve inmaculada |
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y el matiz perfumado de la rosa. |
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Y era tanto el poder de tu mirada, |
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tan intensa su luz, que sus destellos |
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penetraron en mí como una espada. |
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Coronaban tu frente los cabellos |
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como rayos de sol entretejidos, |
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para que el alma se prendiera en ellos. |
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Y estaban mis potencias y sentidos |
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suspensos del aliento de tu boca, |
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tierno regazo de ósculos dormidos. |
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Te vi y te amé con la pasión más loca |
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que puede contener el alma humana |
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cuando en la altura de sus sueños toca. |
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¡Cuántas veces al pie de tu ventana, |
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siempre cerrada para mí, llorando |
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me sorprendió la luz de la mañana! |
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Jamás tu acento melodioso y blando |
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dio forma a una promesa lisonjera, |
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y entre el cariño y el temor luchando, |
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a un tiempo mismo generosa y fiera, |
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parecían decir a mi deseo |
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tus ojos: «¡nunca!» y tu silencio: «¡espera!» |
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¡Ay, qué terrible incertidumbre! Creo |
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que es menor la ansiedad, menor la duda |
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con que el fallo mortal aguarda el reo. |
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Mas siempre, siempre en la contienda ruda |
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de mi invencible amor, sombra querida, |
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te hallé a mi ruego impenetrable y muda. |
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¡Qué miserable vida fue mi vida! |
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Brotaban los sollozos de mi pecho |
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como estalla la llama comprimida. |
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Y de noche, agitándome en el lecho, |
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de día, persiguiéndote incesante |
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con la torpe insistencia del despecho, |
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cuanto menos querido, más amante, |
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miraba transcurrir, ardiendo en ira, |
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como un siglo de angustias cada instante. |
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¡Qué solitario y tétrico suspira |
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el corazón que osado se levanta |
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y en su delirio a lo imposible aspira! |
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La esperanza del hombre es arpa santa: |
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pulsa la fe sus cuerdas, y sublime |
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en medio del dolor, preludia y canta. |
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Mas si con mano bárbara le oprime |
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el vil recelo, estéril y cobarde, |
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en medio del placer, se rompe y gime. |
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Haciendo de mi amor público alarde, |
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por las calles de Palma te seguía |
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una tarde de abril. ¡Qué hermosa tarde! |
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El sol su excelsa majestad hundía |
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en el seno del mar, con sus fulgores |
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arrebolando el término del día, |
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y llenaban el aire esos rumores |
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que despiertan, abriendo su capullo |
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a los besos del céfiro, las flores. |
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De las palomas el sentido arrullo, |
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el sonoro bullir de las corrientes, |
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del viento y de las hojas el murmullo, |
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todo inspiraba al corazón ardientes |
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y tenaces deseos; todo amaba, |
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auras y flores, pájaros y fuentes. |
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En árabe corcel, que levantaba |
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nubes de polvo al estampar su huella, |
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y el duro freno indómito tascaba, |
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en pos de ti, que pudorosa y bella |
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recatabas la faz, con paso lento |
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iba yo a impulsos de mi negra estrella. |
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Súbito, arrebatado pensamiento |
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turbó mi juicio y removió las heces |
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de mi amargo pesar y mi tormento; |
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recordé con furor tus esquiveces, |
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sentí en el corazón la mordedura |
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de la sospecha ruin, una y mil veces, |
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y descompuesto, ciego, en mi locura |
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al inquieto corcel piqué la espuela, |
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para alcanzar por fuerza mi ventura. |
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Tú, como el ave que azorada vuela, |
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lanzaste un grito de terror, el grito |
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de la honrada virtud que se rebela. |
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Sin duda el hondo torcedor maldito |
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que excitaba mi afán y mis enojos |
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debiste ver en mi semblante escrito, |
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porque cayendo atónita de hinojos, |
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rígida y sin color como una muerta |
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volviste a mi los espantados ojos. |
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La calle estaba, por tu mal, desierta, |
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y ya creía en mi febril anhelo |
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fácil el triunfo y mi ventura cierta, |
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cuando de pronto, alzándote del suelo, |
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hacia una iglesia gótica cercana |
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avanzaste veloz, clamando al cielo. |
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Muda de asombro y confusión la anciana |
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que te seguía, penetró contigo |
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en la augusta basílica cristiana, |
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y yo ¡insensato! -con horror lo digo- |
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provocando de Dios el justo fallo |
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al bruto indócil apliqué el castigo; |
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hizo sonar su endurecido callo |
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en las losas del atrio, y de repente |
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dentro del templo me encontré a caballo. |
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Lo que entonces pasó, no habrá quien cuente: |
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sé que al verme llegar pálido y fiero |
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corrió sordo rumor entre la gente; |
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que trastornado yo, pero altanero, |
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en torno las miradas revolvía, |
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acariciando el puño de mi acero, |
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y que con pompa abrumadora y fría |
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un helado cadáver en la cumbre |
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del enlutado túmulo yacía. |
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De los blandones la rojiza lumbre |
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reverberando en los bordados de oro, |
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el pasmo de la absorta muchedumbre; |
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de la terrible música el sonoro |
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raudal, que con los rezos confundido, |
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inundaba la nave desde el coro; |
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el ronco Miserere, ese gemido |
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de nuestra vanidad, que brilla apenas |
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para caer en perdurable olvido; |
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todo, mezclado con mis propias penas, |
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condenaba mi intento temerario |
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y el calor apagaba de mis venas. |
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Me pareció que de su obscuro osario |
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alzábanse los muertos con estruendo, |
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envueltos en su fúnebre sudario. |
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Helóseme la sangre, y revolviendo |
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con ímpetu el rendal, gané la puerta, |
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de mi conciencia amedrentada huyendo, |
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lívido el rostro y la mirada incierta. |
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Mi caballo, sintiendo el acicate |
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y no la brida, abandonada y suelta, |
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salió escapado con furioso embate. |
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La atropellada multitud, envuelta |
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en el espeso polvo del camino, |
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me apostrofaba enérgica y resuelta. |
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Pero yo, como el raudo torbellino |
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que al través de los bosques se abre paso, |
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avanzaba frenético y sin tino. |
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Falto de aliento, de vigor escaso, |
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iba como la seca y móvil hoja |
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al impulso del viento y del acaso. |
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Poco a poco el temor y la congoja |
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fueron cediendo; recobré el estribo, |
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con mano firme aseguré la floja |
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y descuidada rienda, erguime altivo, |
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y lentamente hacia el paterno techo |
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retrocedí cansado y pensativo. |
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Arrojeme sin fuerzas en el lecho, |
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y contra mí frenético y sañudo, |
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herí mi frente, desgarré mi pecho. |
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Como si atara mi garganta un nudo |
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pugnaba por gritar, y no podía, |
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porque el dolor que se desborda es mudo. |
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¡Noche de insomnio, noche de agonía, |
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que vives ¡ay! en mi memoria impresa |
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con indelebles rasgos todavía! |
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¡Aún tiemblo de pavor! Al hacer presa |
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la calentura en mí, formas extrañas |
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se destacaron de la sombra espesa. |
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Híbridos monstruos, fieras alimañas, |
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trasgos y espectros espantosos, hijos |
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del fuego abrasador de mis entrañas, |
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al par deslumbradores y prolijos |
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revolaban en torno de mi frente, |
|
con sus ojos de luz, siempre en mí fijos. |
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Y en el círculo tú, resplandeciente |
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como la estrella matutina, muda |
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como el pudor, como el amor, ardiente, |
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mostrándote a mi afán, medio desnuda, |
|
confuso el rostro, palpitante el seno |
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cual la virtud que desfallece y duda, |
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con blando halago, de promesas lleno, |
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como nunca gozaron los mortales, |
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soltabas ¡ay! a mi pasión el freno. |
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Yo, rompiendo los diáfanos cendales |
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que te envolvían, con hambrientos ojos |
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devoraba tus formas virginales, |
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esclavo de mis lúbricos antojos, |
|
vencido por el lánguido embeleso |
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de tu húmeda pupila y labios rojos, |
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de mi amante ilusión en el exceso, |
|
extático y dichoso hubiera dado |
|
mi eternidad de gloria por un beso. |
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¡Por un beso no más! Desesperado, |
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atropellando la medrosa hueste |
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de monstruos que giraban a mi lado, |
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|
quise alcanzarte, aparición celeste, |
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y las manos tendí con desvarío |
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para rasgar tu inmaculada veste; |
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pero hallé un esqueleto hórrido y frío |
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que al deshacerse en mis convulsos brazos |
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exclamaba llorando: «¡Ay, amor mío!» |
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Y bajo la opresión de estos abrazos |
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de muerte, de estos punzadores goces, |
|
mi corazón saltaba hecho pedazos. |
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|
Y otra vez, dando incomprensibles voces, |
|
volvían los abortos del mareo |
|
a perseguirme airados y veloces. |
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|
Y otra vez ofreciéndote en trofeo |
|
a mi imposible amor, te descubría |
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más cerca y más radiante mi deseo... |
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¿Cuánto duró la fiebre? No sabría |
|
decirlo: sé que sonrosada y bella |
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calmó mi ardor la claridad del día. |
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¡Ay! a juzgar por la profunda huella |
|
que el dolor dejó en mí, duró las horas |
|
de mi edad juvenil la noche aquella. |
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|
Huyeron las visiones tentadoras |
|
a la naciente luz, con manso ruido |
|
batió el sueño sus alas bienhechoras, |
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|
y como el gladiador, que ya rendido, |
|
el postrer golpe resignado espera, |
|
cerré los ojos y perdí el sentido. |
|
|
Ya el sol en la mitad de su carrera, |
|
desparramaba sobre el ancho mundo |
|
su fúlgida y dorada cabellera, |
|
|
cuando saliendo yo de mi profundo |
|
letargo, alcéme triste y macilento |
|
como vuelve a la vida el moribundo. |
|
|
En medio de mi vago aturdimiento |
|
recordé tus ofensas, tan contrito |
|
como espantado de mi loco intento, |
|
|
y buscando el perdón de mi delito |
|
estos versos tracé, que de buen grado |
|
hubiera con mis lágrimas escrito: |
*** |
|
«¡Oh Blanca! Cierto que la culpa mía |
|
es grande; ni la oculto ni la niego: |
|
pero vencido por mi humilde ruego |
|
Dios al mismo Luzbel perdonaría. |
|
|
Injusta pena por demás sería |
|
la que impusieres, cuando ve el más ciego |
|
que aviva tu desdén mi amante fuego |
|
y es causa tu rigor de mi porfía. |
|
|
¡Oh mi vida! ¡Oh mi luz! ¡Oh mi esperanza! |
|
Ahógame entre tus brazos si a moverte |
|
mi fervorosa súplica no alcanza. |
|
|
Que yo al morir bendeciré mi suerte, |
|
pues será compasión, y no venganza, |
|
darme en tu seno cándido la muerte.» |
*** |
|
Berenguer de Pedralves, mi criado, |
|
animoso y resuelto, halló camino |
|
de entrar en tu mansión, sin ser notado. |
|
|
Encomendé mi carta a su buen tino, |
|
y tal maña se dio, que en plazo breve. |
|
con la respuesta inesperada vino. |
|
|
Quien sienta y sufra como yo, quien pruebe |
|
la esquiva condición de un pecho ingrato, |
|
para el amor de endurecida nieve, |
|
|
ése quizás comprenda el arrebato |
|
con que tu carta abrí, sin que acertara |
|
a entender su enigmático relato: |
*** |
|
«Mísera y desdichada criatura, |
|
lamento vuestro error, y le perdono. |
|
Mas ¿quién me guardará de vuestro encono |
|
si en la casa de Dios no estoy segura? |
|
|
»Nada vale la efímera hermosura |
|
con que, sin pretenderlo, os aprisiono. |
|
Dejad que se marchite en su abandono |
|
y alzad los ojos a mayor altura. |
|
|
»Pero si con mi ruego no os obligo, |
|
rompiendo para siempre nuestros lazos |
|
a separaros del amor terreno; |
|
|
»si es para vos piedad y no castigo |
|
hallar la muerte en mis crispados brazos, |
|
venid, que acaso dormirá en mi seno.» |
*** |
|
Era la cita misteriosa y rara; |
|
mas cuando la pasión nos precipita, |
|
¿quién en vanos escrúpulos repara? |
|
|
«A un tiempo mismo -murmuré- me incita |
|
y me desprecia. La razón no acierto; |
|
pero ¿qué importa? Acudiré a la cita.» |
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Y cuando en mi amoroso desconcierto |
|
esto decía, lúgubre y lejana |
|
en los aires vibró, doblando a muerto, |
|
la penetrante voz de una campana. |
|
La negra noche su enlutado manto |
|
por la serena atmósfera tendía |
|
con inefable y misterioso encanto. |
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¡Cuánta tristeza y cuánta poesía |
|
en el herido corazón despierta |
|
ese adiós melancólico del día! |
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La luz crepuscular pálida, incierta, |
|
que pasa, se amortigua y desvanece |
|
como recuerdo de esperanza muerta; |
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la muda sombra que impalpable crece, |
|
y a semejanza del dolor humano |
|
todo lo apaga y todo lo obscurece; |
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aquel reposo, de la muerte hermano, |
|
que extingue los latidos de la vida |
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en la selva, en la cumbre y en el llano; |
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|
aquel suave silencio que convida |
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al sueño; aquella soledad suprema, |
|
a la paz del sepulcro parecida; |
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el fulgor de la luna, casto emblema |
|
del doméstico hogar puro y honrado, |
|
que alumbra y da calor, pero no quema; |
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|
el infinito espacio, tachonado |
|
de innúmeras estrellas, que el camino |
|
señalan de otra patria al desdichado, |
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y son el jeroglífico divino |
|
que en la bóveda inmensa Dios imprime |
|
para enseñar al hombre su destino: |
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todo es en ti patético y sublime, |
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¡oh noche augusta! para el alma inquieta |
|
que duda y ama, que medita y gime. |
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Esperé, pues, con la ansiedad secreta |
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del que sueña en cercanas alegrías, |
|
a que la lobreguez fuese completa, |
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y dando suelta a las pasiones mías |
|
perdime entonces, de temor ajeno, |
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por calles solitarias y sombrías. |
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|
Insensible mi espíritu sereno |
|
a los siniestros cuentos y consejas |
|
que inventa el vulgo, de aprensiones lleno, |
|
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altivo, con la capa hasta las cejas |
|
y la mano en el pomo de la espada, |
|
palpitando de amor llegué a tus rejas. |
|
|
Tú aguardabas allí, triste, callada, |
|
inmóvil, como estatua misteriosa |
|
en su lecho de piedra incorporada, |
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|
y al verme, con palabra recelosa, |
|
tenue como el suspiro comprimido |
|
que del deshecho corazón rebosa, |
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|
«¡Cuán desgraciada soy! Habéis venido», |
|
dijiste, alzando la mirada al cielo |
|
y arrancando del alma hondo gemido. |
|
|
«¿Tanto me aborrecéis, que os causa duelo |
|
mi presencia -exclamé- cuando en el mundo |
|
cifro en vos, sólo en vos, todo mi anhelo?» |
|
|
«Quizás os pese y lo lloréis, Raimundo», |
|
respondiste con voz solemne y grave |
|
como el último adiós del moribundo. |
|
|
Llegué a tu puerta, rechinó la llave, |
|
abrió y entré. Lo que en aquel momento |
|
pasó dentro de mí, nadie lo sabe. |
|
|
La rápida explosión de mi contento |
|
tan recia fue, que atónito y confuso |
|
detuve el paso hasta cobrar aliento. |
|
|
¡Con qué placer mi corazón iluso |
|
vio entonces acortarse la distancia |
|
que tu rigor entre nosotros puso! |
|
|
Sobrecogido penetré en tu estancia, |
|
en aquella mansión tranquila y pura |
|
como los castos sueños de la infancia. |
|
|
De una lámpara de oro la insegura |
|
y vacilante luz, con noble empleo |
|
alumbraba de lleno tu hermosura. |
|
|
¡Ay! a despecho de la edad, aún veo |
|
tu imagen melancólica y esbelta |
|
como jamás la sospechó el deseo. |
|
|
En níveo traje desceñido, envuelta, |
|
por tu gallarda espalda descendía |
|
la cabellera destrenzada y suelta. |
|
|
Tu mirada, fijándose en la mía, |
|
intensa como el rayo y penetrante |
|
la sangre de mis venas encendía. |
|
|
Tímida, ruborosa y anhelante, |
|
con la impresión de la inquietud y el miedo |
|
retratada en tu angélico semblante, |
|
|
me viste aparecer, y con el dedo |
|
mostrándome un sitial, por vez primera |
|
tu labio me llamó, quedo, muy quedo. |
|
|
Y al pronunciar mi nombre, tu voz era |
|
como arrullo de tórtola que anida |
|
y al tierno esposo enamorada espera. |
|
|
De impaciencia y temor el alma henchida, |
|
obediente moví la débil planta, |
|
y a tus pies me postré, luz de mi vida. |
|
|
A tus pies me postré; pero con tanta |
|
agitación, que demudado y frío, |
|
sentí ahogarse la voz en mi garganta; |
|
|
hasta que al fin, como el hinchado río |
|
que se desborda y precipita ciego, |
|
estalló sordamente el amor mío. |
|
|
Y estalló con sus cláusulas de fuego, |
|
con su expresión incoherente y rota |
|
por el halago, y la pasión, y el ruego; |
|
|
con ese dulce cántico que brota |
|
al fecundo calor de una mirada, |
|
y lleva una ilusión en cada nota; |
|
|
con esa breve frase entrecortada |
|
que al morir en los labios adivina |
|
el corazón de la mujer amada, |
|
|
música de las almas, peregrina, |
|
que con suspiros trémulos empieza |
|
y con vibrantes ósculos termina. |
|
|
No sé lo que te dijo mi terneza |
|
entonces: sé que al escuchar mi acento |
|
doblaste blandamente la cabeza; |
|
|
sé que en tu irresistible arrobamiento |
|
más de una vez, a tu pesar, sin duda, |
|
se confundió tu aliento con mi aliento; |
|
|
sé que en aquella prueba áspera y ruda, |
|
tú, en amorosas lides inexperta, |
|
debiste al cielo demandar ayuda; |
|
|
sé -y al profundizar mi herida abierta |
|
aún abundantes lágrimas derramo- |
|
que conmovida, fascinada, incierta, |
|
|
como pobre avecilla que al reclamo |
|
acude presurosa me dijiste |
|
en mis brazos cayendo: «¡Te amo! ¡Te amo!» |
|
|
¿Qué más pude escuchar? ¿Ni quién resiste |
|
al grato influjo de la voz querida, |
|
a un tiempo mismo apasionada y triste? |
|
|
Dentro de mí se engrandeció la vida, |
|
y ante mis ojos fulguró cercana |
|
la dicha ansiada y nunca conseguida. |
|
|
Y te abracé con fuerza sobrehumana, |
|
y mis labios ardientes dejé impresos |
|
¡ay! en los tuyos de encendida grana. |
|
|
Y sentí penetrar aquellos besos |
|
que arrebataba a tu inocencia esquiva, |
|
cual plomo derretido, hasta mis huesos. |
|
|
Ya, redoblando mis esfuerzos, iba |
|
a vencer tu virtud lánguida y yerta, |
|
cuando de pronto sacudiendo altiva |
|
|
la noble frente de rubor cubierta, |
|
me rechazaste atónita y convulsa |
|
exclamando: «¡Jamás! ¡Primero muerta!» |
|
|
Como es ciego el amor que nos impulsa, |
|
tomé por la postrera llamarada |
|
del pudor vacilante tu repulsa. |
|
|
Y te busqué otra vez y acongojada |
|
reprimiste otra vez mi atrevimiento, |
|
diciéndome con voz ronca y ahogada: |
|
|
«¡Soy débil, perdonadme! En vano intento |
|
sofocar mi pasión, que ya no puede |
|
permanecer oculta. ¡Harto lo siento! |
|
|
»Dios no permite que en la sombra quede |
|
comprimido este afán que me consume |
|
el alma mía a sus impulsos cede. |
|
|
»Y cual la violeta que presume |
|
de modesta y humilde, aunque se esconda |
|
revela dónde está con su perfume, |
|
|
»es inútil querer que no responda |
|
al fuego inextinguible en que me abraso, |
|
mi agitación desordenada y honda. |
|
|
»Sabedlo, pues; pero olvidadme. ¿Acaso |
|
debo pensar en el amor terreno |
|
yo, moribunda y triste ave de paso? |
|
|
»Esto soy, esto ansiáis, éste es el seno |
|
donde la muerte os pareciera hermosa. |
|
Ved lo que guarda. ¡Podredumbre y cieno!» |
|
|
Y con mano alterada y temblorosa |
|
descubriste tu pecho carcomido |
|
por repugnante llaga cancerosa. |
|
|
«¡Ay! -dijiste cayendo sin sentido |
|
al contemplar mi horror- ¿Me amabais tanto, |
|
que a robarme la vida habéis venido?» |
|
|
Yo, mudo de estupor, con el espanto |
|
pintándose en mi faz desencajada, |
|
pudiendo apenas reprimir el llanto, |
|
|
vi deshacerse en polvo, en humo, en nada |
|
mis ensueños, mi gloria, mi alegría, |
|
el encanto del alma enamorada. |
|
|
Y sentí bajo el golpe que me hería, |
|
vacío el corazón, vacío el mundo, |
|
hasta la misma inmensidad vacía. |
|
|
Trastornose mi vida en un segundo, |
|
y como aquel a quien del sueño arranca |
|
dolor extraño, insólito, profundo, |
|
|
dando a mi exaltación salida franca, |
|
«¡Blanca! -gemí desesperado, al verte |
|
caer cual ave herida- «¡Blanca, Blanca! |
|
|
»¡Oye mi ruego! ¡Unamos nuestra suerte!» |
|
Mas ¡ay! que sólo al llamamiento mío |
|
contestaba el silencio de la muerte. |
|
|
En mi airado y frenético extravío, |
|
de Dios y de los hombres olvidado |
|
cogí en mis brazos tu cadáver frío, |
|
|
le estreché con furor y arrebatado |
|
besé tu boca lívida, aún caliente, |
|
como nido recién abandonado. |
|
|
Y así hubiera seguido eternamente |
|
abrazado a tus míseros despojos, |
|
ajeno a todo, a todo indiferente, |
|
|
helado el corazón, turbios los ojos, |
|
si no hubiera sentido de improviso |
|
rumor de gente y ruido de cerrojos. |
|
|
Piadoso el cielo, con aquel aviso |
|
quizás volverme la razón perdida |
|
y poner fin a mis angustias quiso. |
|
|
Otra vez, en señal de despedida |
|
posé mis labios en tu faz serena, |
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y en aquel beso te dejé mi vida. |
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Salí. La noche transparente, llena |
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de reposo, insultaba mi tormento |
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parecía escarnecer mi pena, |
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Templó mi fiebre abrasadora el viento |
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bullicioso y sutil, y más tranquilo |
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dijo en la soledad mi pensamiento: |
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«¡Mundo engañoso, adiós! Rompiose el hilo |
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que me ligaba a ti, y en su regazo |
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la religión me prestará un asilo. |
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»Unió la muerte con estrecho lazo |
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nuestras almas, ¡oh Blanca de Castelo! |
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Mi senda es fatigosa; pero el plazo |
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breve y seguro. ¡Espérame en el cielo!» |
10 de febrero de 1875. |