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Raimundo Lulio



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A un amigo de la infancia



                                     Acoge cariñoso,
como sencilla ofrenda que tributo
      a nuestro antiguo afecto,
mis pobres cantos de Raimundo Lulio.
 
      Esta doliente historia
encierra un grave pensamiento, obscuro
      quizás, porque mi musa
ni engrandecerle ni aclararle supo.
 
      De la atrevida ciencia
que huye de Dios, y en su rebelde orgullo,
      con sus fulgores sólo
quiere llenar los cielos y los mundos;
 
      de esa ciencia a que rinde
la vanidad del hombre ciego culto,
      y que persigue siempre
con sacrílego afán y ardor impuro;
 
      por quien, obedeciendo
de su apetito al indomable impulso,
      mancha las sacras aras
y a Dios disputa su poder augusto:
 
      en Blanca, en esa hermosa
Blanca, sueño y delirio de Raimundo,
      el símbolo terrible,
el triste emblema presentar procuro.
 
      ¡Ay! cuando devorado
por insaciable sed, loco y convulso
      piensa alcanzar el hombre
de su soberbia el anhelado fruto;
 
      ¿qué encuentra? Eterna duda,
eterno hastío entre el placer oculto,
      y bajo regias galas
la horrible podredumbre del sepulcro.
 
      Mas, no porque condene
esos que errores de la ciencia juzgo,
      para extirparlos pido
el auxilio sangriento del verdugo.
 
      Impuestas por la fuerza,
o por la vil superstición del vulgo,
      odiosas me serían
la verdad y la fe que ansioso busco.
 
      Hijo soy de mi siglo,
y no puedo olvidar que por el triunfo
      de la conciencia humana,
desde mis años juveniles lucho.
 
      Por bárbaro rechazo
de la brutal intolerancia el yugo,
      y quiero en campo abierto
libremente lidiar con el absurdo.
11 de febrero de 1875.


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Canto primero

Profanación

                                  Como el radiante sol cuando declina,
la vida con sus últimos reflejos
nuestros fríos recuerdos ilumina,
 
   y vemos todos al llegar a viejos,
el muerto bien que la memoria guarda
más rico de color cuanto más lejos.
 
   Hoy que la edad me postra y acobarda,
mi pasada ilusión cruza furtiva,
al través de los años más gallarda.
 
   ¡Oh visión misteriosa y fugitiva,
que remontaste apresurada el vuelo
al centro de la luz eterna y viva!
 
   ¡Oh Blanca mía! ¡Oh Blanca de Castelo,
a mis ojos tan casta y luminosa
como las mismas vírgenes del cielo!
 
   Resplandecían en tu faz hermosa
el ampo de la nieve inmaculada
y el matiz perfumado de la rosa.
 
   Y era tanto el poder de tu mirada,
tan intensa su luz, que sus destellos
penetraron en mí como una espada.
 
   Coronaban tu frente los cabellos
como rayos de sol entretejidos,
para que el alma se prendiera en ellos.
 
   Y estaban mis potencias y sentidos
suspensos del aliento de tu boca,
tierno regazo de ósculos dormidos.
 
   Te vi y te amé con la pasión más loca
que puede contener el alma humana
cuando en la altura de sus sueños toca.
 
   ¡Cuántas veces al pie de tu ventana,
siempre cerrada para mí, llorando
me sorprendió la luz de la mañana!
 
   Jamás tu acento melodioso y blando
dio forma a una promesa lisonjera,
y entre el cariño y el temor luchando,
 
   a un tiempo mismo generosa y fiera,
parecían decir a mi deseo
tus ojos: «¡nunca!» y tu silencio: «¡espera!»
 
   ¡Ay, qué terrible incertidumbre! Creo
que es menor la ansiedad, menor la duda
con que el fallo mortal aguarda el reo.
 
   Mas siempre, siempre en la contienda ruda
de mi invencible amor, sombra querida,
te hallé a mi ruego impenetrable y muda.
 
   ¡Qué miserable vida fue mi vida!
Brotaban los sollozos de mi pecho
como estalla la llama comprimida.
 
   Y de noche, agitándome en el lecho,
de día, persiguiéndote incesante
con la torpe insistencia del despecho,
 
   cuanto menos querido, más amante,
miraba transcurrir, ardiendo en ira,
como un siglo de angustias cada instante.
 
   ¡Qué solitario y tétrico suspira
el corazón que osado se levanta
y en su delirio a lo imposible aspira!
 
   La esperanza del hombre es arpa santa:
pulsa la fe sus cuerdas, y sublime
en medio del dolor, preludia y canta.
 
   Mas si con mano bárbara le oprime
el vil recelo, estéril y cobarde,
en medio del placer, se rompe y gime.
 
   Haciendo de mi amor público alarde,
por las calles de Palma te seguía
una tarde de abril. ¡Qué hermosa tarde!
 
   El sol su excelsa majestad hundía
en el seno del mar, con sus fulgores
arrebolando el término del día,
 
   y llenaban el aire esos rumores
que despiertan, abriendo su capullo
a los besos del céfiro, las flores.
 
   De las palomas el sentido arrullo,
el sonoro bullir de las corrientes,
del viento y de las hojas el murmullo,
 
   todo inspiraba al corazón ardientes
y tenaces deseos; todo amaba,
auras y flores, pájaros y fuentes.
 
   En árabe corcel, que levantaba
nubes de polvo al estampar su huella,
y el duro freno indómito tascaba,
 
   en pos de ti, que pudorosa y bella
recatabas la faz, con paso lento
iba yo a impulsos de mi negra estrella.
 
   Súbito, arrebatado pensamiento
turbó mi juicio y removió las heces
de mi amargo pesar y mi tormento;
 
   recordé con furor tus esquiveces,
sentí en el corazón la mordedura
de la sospecha ruin, una y mil veces,
 
   y descompuesto, ciego, en mi locura
al inquieto corcel piqué la espuela,
para alcanzar por fuerza mi ventura.
 
   Tú, como el ave que azorada vuela,
lanzaste un grito de terror, el grito
de la honrada virtud que se rebela.
 
   Sin duda el hondo torcedor maldito
que excitaba mi afán y mis enojos
debiste ver en mi semblante escrito,
 
   porque cayendo atónita de hinojos,
rígida y sin color como una muerta
volviste a mi los espantados ojos.
 
   La calle estaba, por tu mal, desierta,
y ya creía en mi febril anhelo
fácil el triunfo y mi ventura cierta,
 
   cuando de pronto, alzándote del suelo,
hacia una iglesia gótica cercana
avanzaste veloz, clamando al cielo.
 
   Muda de asombro y confusión la anciana
que te seguía, penetró contigo
en la augusta basílica cristiana,
 
   y yo ¡insensato! -con horror lo digo-
provocando de Dios el justo fallo
al bruto indócil apliqué el castigo;
 
   hizo sonar su endurecido callo
en las losas del atrio, y de repente
dentro del templo me encontré a caballo.
 
   Lo que entonces pasó, no habrá quien cuente:
sé que al verme llegar pálido y fiero
corrió sordo rumor entre la gente;
 
   que trastornado yo, pero altanero,
en torno las miradas revolvía,
acariciando el puño de mi acero,
 
   y que con pompa abrumadora y fría
un helado cadáver en la cumbre
del enlutado túmulo yacía.
 
   De los blandones la rojiza lumbre
reverberando en los bordados de oro,
el pasmo de la absorta muchedumbre;
 
   de la terrible música el sonoro
raudal, que con los rezos confundido,
inundaba la nave desde el coro;
 
   el ronco Miserere, ese gemido
de nuestra vanidad, que brilla apenas
para caer en perdurable olvido;
 
   todo, mezclado con mis propias penas,
condenaba mi intento temerario
y el calor apagaba de mis venas.
 
   Me pareció que de su obscuro osario
alzábanse los muertos con estruendo,
envueltos en su fúnebre sudario.
 
   Helóseme la sangre, y revolviendo
con ímpetu el rendal, gané la puerta,
de mi conciencia amedrentada huyendo,
lívido el rostro y la mirada incierta.


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Canto segundo

Insomnio

                                  Mi caballo, sintiendo el acicate
y no la brida, abandonada y suelta,
salió escapado con furioso embate.
 
   La atropellada multitud, envuelta
en el espeso polvo del camino,
me apostrofaba enérgica y resuelta.
 
   Pero yo, como el raudo torbellino
que al través de los bosques se abre paso,
avanzaba frenético y sin tino.
 
   Falto de aliento, de vigor escaso,
iba como la seca y móvil hoja
al impulso del viento y del acaso.
 
   Poco a poco el temor y la congoja
fueron cediendo; recobré el estribo,
con mano firme aseguré la floja
 
   y descuidada rienda, erguime altivo,
y lentamente hacia el paterno techo
retrocedí cansado y pensativo.
 
   Arrojeme sin fuerzas en el lecho,
y contra mí frenético y sañudo,
herí mi frente, desgarré mi pecho.
 
   Como si atara mi garganta un nudo
pugnaba por gritar, y no podía,
porque el dolor que se desborda es mudo.
 
   ¡Noche de insomnio, noche de agonía,
que vives ¡ay! en mi memoria impresa
con indelebles rasgos todavía!
 
   ¡Aún tiemblo de pavor! Al hacer presa
la calentura en mí, formas extrañas
se destacaron de la sombra espesa.
 
   Híbridos monstruos, fieras alimañas,
trasgos y espectros espantosos, hijos
del fuego abrasador de mis entrañas,
 
   al par deslumbradores y prolijos
revolaban en torno de mi frente,
con sus ojos de luz, siempre en mí fijos.
 
   Y en el círculo tú, resplandeciente
como la estrella matutina, muda
como el pudor, como el amor, ardiente,
 
   mostrándote a mi afán, medio desnuda,
confuso el rostro, palpitante el seno
cual la virtud que desfallece y duda,
 
   con blando halago, de promesas lleno,
como nunca gozaron los mortales,
soltabas ¡ay! a mi pasión el freno.
 
   Yo, rompiendo los diáfanos cendales
que te envolvían, con hambrientos ojos
devoraba tus formas virginales,
 
   esclavo de mis lúbricos antojos,
vencido por el lánguido embeleso
de tu húmeda pupila y labios rojos,
 
   de mi amante ilusión en el exceso,
extático y dichoso hubiera dado
mi eternidad de gloria por un beso.
 
   ¡Por un beso no más! Desesperado,
atropellando la medrosa hueste
de monstruos que giraban a mi lado,
 
   quise alcanzarte, aparición celeste,
y las manos tendí con desvarío
para rasgar tu inmaculada veste;
 
   pero hallé un esqueleto hórrido y frío
que al deshacerse en mis convulsos brazos
exclamaba llorando: «¡Ay, amor mío!»
 
   Y bajo la opresión de estos abrazos
de muerte, de estos punzadores goces,
mi corazón saltaba hecho pedazos.
 
   Y otra vez, dando incomprensibles voces,
volvían los abortos del mareo
a perseguirme airados y veloces.
 
   Y otra vez ofreciéndote en trofeo
a mi imposible amor, te descubría
más cerca y más radiante mi deseo...
 
   ¿Cuánto duró la fiebre? No sabría
decirlo: sé que sonrosada y bella
calmó mi ardor la claridad del día.
 
   ¡Ay! a juzgar por la profunda huella
que el dolor dejó en mí, duró las horas
de mi edad juvenil la noche aquella.
 
   Huyeron las visiones tentadoras
a la naciente luz, con manso ruido
batió el sueño sus alas bienhechoras,
 
   y como el gladiador, que ya rendido,
el postrer golpe resignado espera,
cerré los ojos y perdí el sentido.
 
   Ya el sol en la mitad de su carrera,
desparramaba sobre el ancho mundo
su fúlgida y dorada cabellera,
 
   cuando saliendo yo de mi profundo
letargo, alcéme triste y macilento
como vuelve a la vida el moribundo.
 
   En medio de mi vago aturdimiento
recordé tus ofensas, tan contrito
como espantado de mi loco intento,
 
   y buscando el perdón de mi delito
estos versos tracé, que de buen grado
hubiera con mis lágrimas escrito:
***
   «¡Oh Blanca! Cierto que la culpa mía
es grande; ni la oculto ni la niego:
pero vencido por mi humilde ruego
Dios al mismo Luzbel perdonaría.
 
  Injusta pena por demás sería
la que impusieres, cuando ve el más ciego
que aviva tu desdén mi amante fuego
y es causa tu rigor de mi porfía.
 
   ¡Oh mi vida! ¡Oh mi luz! ¡Oh mi esperanza!
Ahógame entre tus brazos si a moverte
mi fervorosa súplica no alcanza.
 
   Que yo al morir bendeciré mi suerte,
pues será compasión, y no venganza,
darme en tu seno cándido la muerte.»
***
   Berenguer de Pedralves, mi criado,
animoso y resuelto, halló camino
de entrar en tu mansión, sin ser notado.
 
   Encomendé mi carta a su buen tino,
y tal maña se dio, que en plazo breve.
con la respuesta inesperada vino.
 
   Quien sienta y sufra como yo, quien pruebe
la esquiva condición de un pecho ingrato,
para el amor de endurecida nieve,
 
   ése quizás comprenda el arrebato
con que tu carta abrí, sin que acertara
a entender su enigmático relato:
***
   «Mísera y desdichada criatura,
lamento vuestro error, y le perdono.
Mas ¿quién me guardará de vuestro encono
si en la casa de Dios no estoy segura?
 
   »Nada vale la efímera hermosura
con que, sin pretenderlo, os aprisiono.
Dejad que se marchite en su abandono
y alzad los ojos a mayor altura.
 
   »Pero si con mi ruego no os obligo,
rompiendo para siempre nuestros lazos
a separaros del amor terreno;
 
   »si es para vos piedad y no castigo
hallar la muerte en mis crispados brazos,
venid, que acaso dormirá en mi seno
***
   Era la cita misteriosa y rara;
mas cuando la pasión nos precipita,
¿quién en vanos escrúpulos repara?
 
   «A un tiempo mismo -murmuré- me incita
y me desprecia. La razón no acierto;
pero ¿qué importa? Acudiré a la cita.»
 
   Y cuando en mi amoroso desconcierto
esto decía, lúgubre y lejana
en los aires vibró, doblando a muerto,
la penetrante voz de una campana.


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Canto tercero

La cita

                                  La negra noche su enlutado manto
por la serena atmósfera tendía
con inefable y misterioso encanto.
 
   ¡Cuánta tristeza y cuánta poesía
en el herido corazón despierta
ese adiós melancólico del día!
 
   La luz crepuscular pálida, incierta,
que pasa, se amortigua y desvanece
como recuerdo de esperanza muerta;
 
   la muda sombra que impalpable crece,
y a semejanza del dolor humano
todo lo apaga y todo lo obscurece;
 
   aquel reposo, de la muerte hermano,
que extingue los latidos de la vida
en la selva, en la cumbre y en el llano;
 
   aquel suave silencio que convida
al sueño; aquella soledad suprema,
a la paz del sepulcro parecida;
 
   el fulgor de la luna, casto emblema
del doméstico hogar puro y honrado,
que alumbra y da calor, pero no quema;
 
   el infinito espacio, tachonado
de innúmeras estrellas, que el camino
señalan de otra patria al desdichado,
 
   y son el jeroglífico divino
que en la bóveda inmensa Dios imprime
para enseñar al hombre su destino:
 
   todo es en ti patético y sublime,
¡oh noche augusta! para el alma inquieta
que duda y ama, que medita y gime.
 
   Esperé, pues, con la ansiedad secreta
del que sueña en cercanas alegrías,
a que la lobreguez fuese completa,
 
   y dando suelta a las pasiones mías
perdime entonces, de temor ajeno,
por calles solitarias y sombrías.
 
   Insensible mi espíritu sereno
a los siniestros cuentos y consejas
que inventa el vulgo, de aprensiones lleno,
 
   altivo, con la capa hasta las cejas
y la mano en el pomo de la espada,
palpitando de amor llegué a tus rejas.
 
   Tú aguardabas allí, triste, callada,
inmóvil, como estatua misteriosa
en su lecho de piedra incorporada,
 
   y al verme, con palabra recelosa,
tenue como el suspiro comprimido
que del deshecho corazón rebosa,
 
   «¡Cuán desgraciada soy! Habéis venido»,
dijiste, alzando la mirada al cielo
y arrancando del alma hondo gemido.
 
   «¿Tanto me aborrecéis, que os causa duelo
mi presencia -exclamé- cuando en el mundo
cifro en vos, sólo en vos, todo mi anhelo?»
 
   «Quizás os pese y lo lloréis, Raimundo»,
respondiste con voz solemne y grave
como el último adiós del moribundo.
 
   Llegué a tu puerta, rechinó la llave,
abrió y entré. Lo que en aquel momento
pasó dentro de mí, nadie lo sabe.
 
   La rápida explosión de mi contento
tan recia fue, que atónito y confuso
detuve el paso hasta cobrar aliento.
 
   ¡Con qué placer mi corazón iluso
vio entonces acortarse la distancia
que tu rigor entre nosotros puso!
 
   Sobrecogido penetré en tu estancia,
en aquella mansión tranquila y pura
como los castos sueños de la infancia.
 
   De una lámpara de oro la insegura
y vacilante luz, con noble empleo
alumbraba de lleno tu hermosura.
 
   ¡Ay! a despecho de la edad, aún veo
tu imagen melancólica y esbelta
como jamás la sospechó el deseo.
 
   En níveo traje desceñido, envuelta,
por tu gallarda espalda descendía
la cabellera destrenzada y suelta.
 
   Tu mirada, fijándose en la mía,
intensa como el rayo y penetrante
la sangre de mis venas encendía.
 
   Tímida, ruborosa y anhelante,
con la impresión de la inquietud y el miedo
retratada en tu angélico semblante,
 
   me viste aparecer, y con el dedo
mostrándome un sitial, por vez primera
tu labio me llamó, quedo, muy quedo.
 
   Y al pronunciar mi nombre, tu voz era
como arrullo de tórtola que anida
y al tierno esposo enamorada espera.
 
   De impaciencia y temor el alma henchida,
obediente moví la débil planta,
y a tus pies me postré, luz de mi vida.
 
   A tus pies me postré; pero con tanta
agitación, que demudado y frío,
sentí ahogarse la voz en mi garganta;
 
   hasta que al fin, como el hinchado río
que se desborda y precipita ciego,
estalló sordamente el amor mío.
 
   Y estalló con sus cláusulas de fuego,
con su expresión incoherente y rota
por el halago, y la pasión, y el ruego;
 
   con ese dulce cántico que brota
al fecundo calor de una mirada,
y lleva una ilusión en cada nota;
 
   con esa breve frase entrecortada
que al morir en los labios adivina
el corazón de la mujer amada,
 
   música de las almas, peregrina,
que con suspiros trémulos empieza
y con vibrantes ósculos termina.
 
   No sé lo que te dijo mi terneza
entonces: sé que al escuchar mi acento
doblaste blandamente la cabeza;
 
   sé que en tu irresistible arrobamiento
más de una vez, a tu pesar, sin duda,
se confundió tu aliento con mi aliento;
 
   sé que en aquella prueba áspera y ruda,
tú, en amorosas lides inexperta,
debiste al cielo demandar ayuda;
 
   sé -y al profundizar mi herida abierta
aún abundantes lágrimas derramo-
que conmovida, fascinada, incierta,
 
   como pobre avecilla que al reclamo
acude presurosa me dijiste
en mis brazos cayendo: «¡Te amo! ¡Te amo!»
 
   ¿Qué más pude escuchar? ¿Ni quién resiste
al grato influjo de la voz querida,
a un tiempo mismo apasionada y triste?
 
   Dentro de mí se engrandeció la vida,
y ante mis ojos fulguró cercana
la dicha ansiada y nunca conseguida.
 
   Y te abracé con fuerza sobrehumana,
y mis labios ardientes dejé impresos
¡ay! en los tuyos de encendida grana.
 
   Y sentí penetrar aquellos besos
que arrebataba a tu inocencia esquiva,
cual plomo derretido, hasta mis huesos.
 
   Ya, redoblando mis esfuerzos, iba
a vencer tu virtud lánguida y yerta,
cuando de pronto sacudiendo altiva
 
   la noble frente de rubor cubierta,
me rechazaste atónita y convulsa
exclamando: «¡Jamás! ¡Primero muerta!»
 
   Como es ciego el amor que nos impulsa,
tomé por la postrera llamarada
del pudor vacilante tu repulsa.
 
   Y te busqué otra vez y acongojada
reprimiste otra vez mi atrevimiento,
diciéndome con voz ronca y ahogada:
 
   «¡Soy débil, perdonadme! En vano intento
sofocar mi pasión, que ya no puede
permanecer oculta. ¡Harto lo siento!
 
   »Dios no permite que en la sombra quede
comprimido este afán que me consume
el alma mía a sus impulsos cede.
 
   »Y cual la violeta que presume
de modesta y humilde, aunque se esconda
revela dónde está con su perfume,
 
   »es inútil querer que no responda
al fuego inextinguible en que me abraso,
mi agitación desordenada y honda.
 
   »Sabedlo, pues; pero olvidadme. ¿Acaso
debo pensar en el amor terreno
yo, moribunda y triste ave de paso?
 
   »Esto soy, esto ansiáis, éste es el seno
donde la muerte os pareciera hermosa.
Ved lo que guarda. ¡Podredumbre y cieno!»
 
   Y con mano alterada y temblorosa
descubriste tu pecho carcomido
por repugnante llaga cancerosa.
 
   «¡Ay! -dijiste cayendo sin sentido
al contemplar mi horror- ¿Me amabais tanto,
que a robarme la vida habéis venido?»
 
   Yo, mudo de estupor, con el espanto
pintándose en mi faz desencajada,
pudiendo apenas reprimir el llanto,
 
   vi deshacerse en polvo, en humo, en nada
mis ensueños, mi gloria, mi alegría,
el encanto del alma enamorada.
 
   Y sentí bajo el golpe que me hería,
vacío el corazón, vacío el mundo,
hasta la misma inmensidad vacía.
 
   Trastornose mi vida en un segundo,
y como aquel a quien del sueño arranca
dolor extraño, insólito, profundo,
 
   dando a mi exaltación salida franca,
«¡Blanca! -gemí desesperado, al verte
caer cual ave herida- «¡Blanca, Blanca!
 
   »¡Oye mi ruego! ¡Unamos nuestra suerte!»
Mas ¡ay! que sólo al llamamiento mío
contestaba el silencio de la muerte.
 
   En mi airado y frenético extravío,
de Dios y de los hombres olvidado
cogí en mis brazos tu cadáver frío,
 
   le estreché con furor y arrebatado
besé tu boca lívida, aún caliente,
como nido recién abandonado.
 
   Y así hubiera seguido eternamente
abrazado a tus míseros despojos,
ajeno a todo, a todo indiferente,
 
   helado el corazón, turbios los ojos,
si no hubiera sentido de improviso
rumor de gente y ruido de cerrojos.
 
   Piadoso el cielo, con aquel aviso
quizás volverme la razón perdida
y poner fin a mis angustias quiso.
 
   Otra vez, en señal de despedida
posé mis labios en tu faz serena,
y en aquel beso te dejé mi vida.
 
   Salí. La noche transparente, llena
de reposo, insultaba mi tormento
parecía escarnecer mi pena,
 
   Templó mi fiebre abrasadora el viento
bullicioso y sutil, y más tranquilo
dijo en la soledad mi pensamiento:
 
   «¡Mundo engañoso, adiós! Rompiose el hilo
que me ligaba a ti, y en su regazo
la religión me prestará un asilo.
 
   »Unió la muerte con estrecho lazo
nuestras almas, ¡oh Blanca de Castelo!
Mi senda es fatigosa; pero el plazo
breve y seguro. ¡Espérame en el cielo!»
10 de febrero de 1875.

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