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Guatimozín último emperador de Méjico

Novela histórica

Gertrudis Gómez de Avellaneda

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Parte primera

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Capítulo I

Hernán Cortés y Moctezuma

 [3]

     La muerte de Maximiano I colocaba en la frente de Carlos V la corona imperial de la Alemania, y mientras el nuevo César recibía el cetro en Aquisgrán, y la España, presa de la codicia y la arbitrariedad de algunos flamencos, ardía en intestinas disensiones, el genio osado y sagaz de Hernán Cortés, ensanchando los límites de los ya vastos dominios de aquel monarca, lanzábase a sujetar a su trono el inmenso continente de las Indias occidentales.

     En vano Diego Velázquez, arrepentido de haberle entregado el mando del ejército, temeroso de su osadía y envidioso de su fortuna, quisiera detenerle en su rápida y victoriosa carrera; en vano también habían conspirado sordamente contra él enemigos subalternos.

     Verificando política y oportunamente en Veracruz la dimisión del cargo conferido y revocado por Diego Velázquez, había conseguido el astuto caudillo asegurarse el mando que anhelaba y en el cual se sostuviera hasta entonces con mas osadía que derecho.

     Un ayuntamiento creado por él le había nuevamente revestido de la autoridad que fingiera deponer, y coronada por el éxito su sagacidad, inspiró mayor confianza a su ambición.

     La severidad que desplegó luego que vio en cierta manera consolidado su poder, impuso terror al ejército y quitó a sus enemigos la facultad de dañarle. Muchos capitanes españoles que le eran desafectos, gemían en las cadenas exhalando estériles amenazas contra su arbitraria autoridad, mientras que el ayuntamiento, hechura suya, daba cuenta al rey de sus conquistas, ponderando las riquezas del Nuevo Mundo, enumerando pomposamente las provincias sometidas, representando las ventajas que debían redundar a la Iglesia de la propagación del cristianismo en aquel vasto hemisferio, y pidiéndole por conclusión revalidase al caudillo extremeño el nombramiento de capitán general que le habían concedido la villa y el ejército, con entera independencia de Diego Velázquez, gobernador de Cuba.

     Cortés por sí mismo hizo otra representación manifestando más extensamente al rey sus altas esperanzas de conquista, y acompañó ambos despachos con ricas alhajas de oro y plata debidas a la liberalidad de los príncipes y caciques americanos.

     Algunos soldados testigos del embarco de los mensajeros, trataron de fugarse para dar aviso al gobernador; pero descubierta su intención por el vigilante caudillo, sufrieron la última pena; inspirando este ejemplo tan profundo terror al pequeño ejército de su mando, que pudo creerse libre del riesgo de nuevas tentativas.

     Tranquilo en este punto, solo se ocupó entonces del gran proyecto que alimentaba desde que tuvo noticias de la existencia del dilatado imperio mejicano, y todos sus pensamientos y todas sus acciones no tuvieron ya otro objeto que la conquista de aquellos ricos dominios.

     La alianza que celebró poco después con Tlascala facilitaba su marcha, y tan previsor y político como atrevido y perseverante, había empleado todos los medios imaginables para captarse la amistad y confianza de aquella república, de la cual le convenía mantenerse [4] celoso y fiel aliado mientras no pudiese dominarla como señor.

     Fácil, le había sido adquirir un poderoso ascendiente sobre aquellos indios sencillos, aunque fieros y belicosos, pues además del origen sobrehumano que atribuían a los españoles, poseía Hernán Cortés cualidades personales propias para fascinarlos.

     Tenía entonces treinta y cuatro años y era de noble presencia y expresivo semblante. La dignidad de sus modales, su admirable destreza en los ejercicios militares y un don particular de persuasión con que la naturaleza le había dotado, cautivaban los corazones de aquellos fieros republicanos, que habían probado su valor en los combates y que se sorprendían de encontrar el más amable de los huéspedes en aquel mismo a quien habían temido como el más maléfico de los dioses.

     Ni su temerario empeño en arrancar de los altares los venerados ídolos fue poderoso a destruir el entusiasmo que inspiraba a los tlascaltecas, que perdonándole aquel en su juicio horrendo sacrilegio, se dieron por satisfechos con la promesa que les hizo de desistir de su primer empeño.

     Animados de un odio tan grande contra el emperador mejicano como de afecto hacia Cortés, se prestaron voluntariamente a acompañarle en su marcha (cuyo verdadero objeto no les era sin embargo perfectamente conocido), y sesenta mil hombres escogidos en la flor de sus guerreros, se unieron a las tropas españolas, con las cuales emprendió Cortés el camino de Méjico, habiendo obtenido por fin, después de reiteradas negativas, que el emperador Moctezuma consintiese en darle audiencia.

     No llegó a Méjico el ejército español sin dejar sangrientas señales de su tránsito. En Cholula, ciudad independiente del imperio, hubo indicios de mala fe por parte de sus habitantes, y dio Cortés una nueva prueba de temeridad y de rigor, haciendo teatro a la desgraciada ciudad de la más horrible carnicería, pero tan peligroso y severo castigo por sospechas de un delito no ejecutado, lejos de inspirar una enérgica resolución a los cholulanos, les causó un terror profundo, y sobre las ruinas de sus templos y entre la sangre de sus compatriotas, corrieron a tributar a los extranjeros los homenajes debidos a seres sobrehumanos: tan cierto es que la mayor parte de los hombres miden el poder por la osadía.

     Asegurado con esta señal de la ignorancia y flaqueza de sus enemigos, salió Cortés de Cholula, siendo su viaje hasta Méjico una marcha triunfal.

     Recibido en todas las poblaciones del tránsito con honores desmedidos, saludado como un numen bienhechor, muchos régulos tributarios llegaban a quejarse ante él de las tiranías del emperador, prestando sin saberlo mayores alas a las ambiciosas esperanzas del caudillo, que por aquellos síntomas comprendía la poca solidez de un Estado cuya fuerza natural estaba dividida y minada en sus cimientos.

     En efecto, no podía emprender su grande obra en circunstancias más favorables.

     El sistema feudal en su forma más rígida había prevalecido en Méjico hasta el reinado de Moctezuma II.

     Una nobleza numerosa y casi independiente; una clase no menos altiva y poderosa en el sacerdocio; un pueblo esclavizado y un emperador encargado de los poderes ejecutivos, y con la sombra de una autoridad que no residía realmente sino en las dos clases mencionadas, era el aspecto político del imperio cuando subió al trono aquel monarca.

     Soberbio, ambicioso y atrevido, descubrió desde luego sus tendencias al despotismo. Sin hacer más blanda la suerte del pueblo, al cual consideraba esclavo de la nobleza por un convenio legal y solemne (1), puso todo su empeño [5] en limitar los derechos y privilegios de ésta.

     Los tlatoanis, (2) que eran otros tantos señores feudales poderosos y altaneros, empezaron a mostrar su descontento.

     Rebeláronse abiertamente algunos de ellos; pero como las disensiones particulares que tenían entre sí les impidiesen ligarse y favorecerse mutuamente, fue fácil a Moctezuma reducirlos a la obediencia con la fuerza de tres ejércitos que mantenía constantemente sobre las armas.

     El descontento de los nobles no se calmó seguramente; pero las señales ostensibles fueron disminuyendo de día en día.

     Las cualidades del emperador eran propias para inspirar respeto y temor. Había dado pruebas de gran capacidad y extraordinario valor, y habiendo sido sacerdote, gozaba reputación de hombre favorecido por los dioses; concepto que parecía justificado por la dicha que le acompañaba en todas sus empresas.

     Era liberal, magnífico, justiciero; sus parciales le atribuían una sabiduría sobrehumana y virtudes sublimes; sus enemigos le temían porque conocían su rigor y la violencia de su resentimiento.

     El pueblo, aunque no menos esclavo en su reinado que en el de sus predecesores, aplaudía sus actos arbitrados contra la nobleza y amaba en el gran tirano el azote de los tiranos pequeños. La nobleza, aunque desposeída de sus más lisonjeros privilegios, se veía precisada a aceptar con aparente reconocimiento los facticios honores con que compensaba Moctezuma la autoridad que le quitaba, y sin que sea posible creer que aquel monarca gozaba un afecto general y verdadero, puede asegurarse que ninguno de sus antecesores obtuvo igual respeto y sumisión.

     Conquistó nuevas provincias en las que puso príncipes o gobernadores de su familia; ensanchó los Estados de los soberanos de Tacuba y Tezcuco, que eran sus deudos y tributarios, y para ligarles, dio su hija mayor en matrimonio al heredero del primero, y ofreció al otro la mano de la segunda, que aun era muy joven para realizar aquel enlace.

     Al mismo tiempo aumentó considerablemente el ejército, concediéndole mayores premios y distinciones, y se granjeó crédito de generoso y protector de las artes fundando hospitales y colegios y concediendo derechos de nobles a los artistas más distinguidos.

     A la sombra de la celebridad que adquirió con estos actos pudo desplegar con éxito las alas de su ambición y constituirse en verdadero déspota.

     Según el antiguo sistema, no podía declarar la guerra, admitir la paz, decidir las graves cuestiones del Estado ni dar ninguna ley, sin la aprobación de un consejo de nobles de primer rango; redújole al número de seis príncipes escogidos por él, y aunque les dejó el honor de llamarse consejeros del trono, los constituyó bien presto en una casi completa nulidad.

     Su ilimitado poder se hizo más aborrecido a proporción que fue más respetado, y muchos tlatoanis sufrían con impaciencia un yugo tiránico que adquiría cada día mayor gravedad, dispuestos a aceptar con regocijo la más leve esperanza de sacudirlo.

     Cortés y los suyos, vencedores de Tabasco y Tlascala, rodeados con la auréola de un origen celestial, pues eran llamados hijos del sol; temibles por sus armas y su disciplina; revestidos con el carácter de redentores, porque se anunciaban como amigos de los débiles y vengadores de los oprimidos, necesariamente debían ser recibidos con júbilo por los descontentos de Moctezuma.

     La conducta de éste, por otra parte, daba suficientes indicios del recelo con que veía aproximarse a aquellos huéspedes peligrosos; rece lo cuyas causas no tardaremos mucho en descubrir. Despachaba embajadores a Cortés con magníficos regalos y órdenes contradictorias, que sólo servían para revelar una inconsecuencia o debilidad de carácter de la que se prometía grandes ventajas el caudillo español.

     Adelantábase, pues, lleno de lisonjeras esperanzas, y en una de las más hermosas mañanas de noviembre, saludó a la populosa capital de aquel poderoso imperio, que semejante a la antigua, reina del Adriático, se levantaba del seno de las aguas, encumbrando en medio de feraces islotes cubiertos de verdor, las cúpulas de sus innumerables templos, y tendiendo dentro de su ceñidor de ciudades, espaciosas calzadas de piedras, hacia el Occidente, Setentrión y Mediodía.

     Mil príncipes y grandes del imperio salieron a recibir a los huéspedes extranjeros, anunciando la próxima llegada del emperador.

     -En efecto, no tardó en aparecer la brillante [6] comitiva precursora de aquel soberano la cual iba alfombrando el suelo que debían pisar los poderosos tlatoanis que conducían en sus hombros el magnífico palanquín, de oro macizo, en que iba Moctezuma con todas sus insignias reales.

     Los sacerdotes y los nobles de primera clase formaban un numeroso acompañamiento, vestidos con anchas túnicas negras, y los otros con airosos mantos, parecidos en la forma a los albornoces morunos, de varios y brillantes colores, en armonía con las altas plumas de sus penachos. Riquísimas joyas adornaban sus cuellos y desnudos brazos, y a vista de ellas encendiéronse de codicia y esperanza los soldados españoles, que devoraban los lujosos arreos de aquellos nobles como el buitre que mira vecina la presa largo tiempo perseguida. Los súbditos de Moctezuma por su parte, asombrados al ver las distinciones concedidas por su soberbio príncipe a los guerreros extranjeros, fijaban en ellos miradas atónitas, preguntándose en voz baja los unos a los otros: ¿serán realmente dioses?

     La entrevista de Moctezuma con Hernán Cortés fue sostenida bajo un aspecto de perfecta igualdad, y el afortunado aventurero entró en la capital del poderoso imperio mejicano conducido en triunfo por el mismo monarca, cuya corona debía servir de base al pedestal de su gloria.



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Capítulo II

La familia imperial de México

     Levantábase el palacio imperial dominando una extensa plaza, cuyo frente ocupaba con su principal fachada de mármol, sobre la cual se veía brillar desde lejos el escudo de las armas de Moctezuma, que eran una águila en campo de plata en el momento de tomar el vuelo, llevando un corpulento tigre entre sus garras.

     En torno de aquel enorme edificio, en toda la extensión de la plaza y en las avenidas de las numerosas calles y canales que desembocaban en ella, hormigueaba, por decirlo así, un hermoso concurso, que en literas, a pie y en canoas acudía ansioso a contemplar de cerca al general español, que debía hacer aquel día a Moctezuma su primera visita.

     Era una hermosísima mañana: el sol parecía ávido de acariciar con sus más puros y ardientes rayos a aquella ciudad que le colocaba en el número de sus dioses; sus reflejos argentaban blandamente las aguas del lago, cubiertas en parte, por las pintorescas chinampas, islillas flotantes de ingeniosa invención, sugerida sin duda a los aztecas por la misma naturaleza, porque aquellos jardines movibles no fueron era su principio más que muchos pedazos de césped arrancados por las aguas en las grandes avenidas.

     La industria de aquel pueblo consiguió más tarde convertir los trozos aislados, que reunieron artificialmente en tierras cultivadas, y nada debió ciertamente parecer tan curioso a los españoles como la vista de aquellos campos, flotantes, moviéndose a discreción del viento, con la cabaña del cultivador en medio de sus floridos plantíos.

     La animación que prestaban al lago las chinampas y las innumerables aves acuáticas de matizados plumajes que se deslizaban por su plateada superficie, en medio de los graciosos bateles que en todas direcciones lo atravesaban, correspondían al movimiento que se observa la en la ciudad en la mañana célebre de la primer visita de Cortés al monarca americano.

     Méjico, con sus rectas y anchas calles, sus canales y sus puentes, sus simétricos y ordenados monumentos y sus curiosos habitantes corriendo en tropel a contemplar a los recién llegados, presentaba aquel día un aspecto de fiesta que hubiera enternecido profundamente al que mirándolo alcanzase a levantar una punta del velo del porvenir; de aquel porvenir funesto que a toda prisa se anunciaba, y del cual no se curaba en tales momentos el imprudente pueblo.

     Sin embargo, permitiéndosenos la libertad de introducir al lector en lo interior de aquel palacio, en torno del cual se agolpaba la imprevisora multitud, le haremos esperar con menos impaciencia que ella la llegada del capitán español, ocupándole brevemente del monarca indiano.

     En un vasto salón de forma circular, cuyas paredes eran todas de riquísimos mármoles, hallábase el emperador Moctezuma aguardando a sus huéspedes.

     Su silla era una especie de diván de plata maciza, cuyo asiento estaba cubierto de finísimas plumas: descansaban sus pies calzados con un coturno de forma especial, en un almohadón igualmente de plumas, y a su derecha, sirviendo de apoyo a su brazo, estaba una mesa de piedra tan negra y lustrosa como el azabache, sobre la cual se veía la corona imperial, que, era de oro, primorosamente trabajada.

     Estaba el monarca en actitud de profunda meditación; sus vivaces ojos negros fijos en tierra con una mirada triste; su espaciosa frente surcada de arrugas verticales, que no podían ser obra de los años, pues no contaba todavía [7] cuarenta; y mientras una de sus manos sostenía su cabeza doblegada bajo el peso de algún doloroso pensamiento, la otra estregaba maquinalmente y como si quisiera hacerlo trizas, el ancho manto de finísimo algodón, tan luciente y hermoso como la más rica seda, que pendía de sus hombros sujeto encima del pecho con grandes broches de oro y perlas.

     A una distancia respetuosa de su persona veíanse tres hombres, cuya perfecta inmovilidad podría hacer imaginar eran estatuas, sil no se viese brillar en sus ojos la vida que el respeto debido al monarca paralizaba en sus cuerpos.

     El lugar que ocupaban y la riqueza de las joyas que sobresalían en sus adornos, indicaban un alto rango; más no obstante, ninguno era osado a fijar los ojos en el emperador y aguardaban en religioso silencio que se dignase llamarlos.

     A pesar de aquel silencio y de aquella inmovilidad, las fisonomías de los tres personajes revelaban con bastante claridad la diversidad de sus caracteres.

     El que parecía de más edad y que no llegaba sin embargo a la del emperador, tenía con éste una noble semejanza. Era como él de mediana estatura, esbelto, delgado, de agradable semblante; consistiendo la única diferencia esencial que entre los dos podía advertirse, en que había en la fisonomía del emperador más fogosidad y energía y en la del otro mayor calma y firmeza.

     El que estaba a la derecha de este personaje representaba ocho o diez años menos y le aventajaba considerablemente en estatura. Su robusto cuerpo presentaba todas las formas que los pintores y escultores prestan a los antiguos atletas, y el color animado de su rostro, con facciones enérgicamente pronunciadas, estaban manifestando un temperamento fibroso sanguíneo extremadamente activo, así como se advertía en la configuración de su cabeza una exuberancia de orgullo, imprudencia, impetuosidad y valor.

     Era el otro de los tres un joven aún no salido de la adolescencia, cuya tez perfectamente blanca y los ojos de un pardo claro, le hacían parecer extranjero entre sus compatriotas. Faltábale mucho para adquirir aquel exterior vigoroso del que acabamos de pintar, y aunque alto y bien proporcionado, no tenía apariencia alguna de robustez. Su hermosa cabeza, prolongada en la región superior, estaba cubierta de finos y sedosos cabellos que sombreaban agradablemente una frente alta, cuadrada, pálida y anchurosa, que parecía, sin embargo, oscurecida por una nube de melancolía. Sus ojos llenos de inteligencia, tenían la mirada penetrante del águila, y aunque la parte posterior de su rostro presentase rasgos notables de bondad y dulzura, la fisonomía del conjunto era triste y grave, pensativa y severa: diríase al observarla que reflejaba al mismo tiempo que el presentimiento doloroso de un infausto destino, la fortaleza invencible que se aprestaba a arrostrarlo.

     Los régulos, magistrados, oficiales y criados del emperador llenaban las antecámaras salones y patios del palacio, y solamente aquellos tres individuos parecían tener el privilegio de permanecer cerca de Moctezuma.

     Rompió este por último el silencio que reinara en aquel recinto vedado a los profanos, y volviendo los ojos lentamente hacia los tres personajes mudos, que esperaban al parecer aquel momento, pronunció con voz lenta:

     -¡Quetlahuaca!

     A este nombre se adelantó respetuosamente el primero de los tres que hemos descrito, y el emperador añadió a media voz y con tono de profunda amargura:

     -Quetlahuaca, tu hermano y señor quiere escuchar tus consejos.

     Inclinose con humilde acatamiento Quetlahuaca y Moctezuma extendiendo la mano hacia los otros dos que permanecían inmóviles en sus puestos, añadió:

     -Acércate también, Cacumatzin; eres un poderoso príncipe de mi sangre, eres primer elector y consejero del imperio y uno de los más valientes guerreros mejicanos, mereciendo por todos estos títulos que tu emperador se digne escucharte.

     Acercose con marcial aunque, respetuoso, continente el atlético mancebo, y luego que estuvo junto a Moctezuma, fijó este los ojos por un momento con cierta expresión de ternura, en el bello adolescente, que quedaba sólo a la distancia que le imponía el respeto.

     -Ven, dijo después de un instante de pausa, ven tú también, Guatimotzin, pues aunque tu edad debiera alejarte de los consejos arduos, tu valor, tu talento y tu rango te ponen al nivel de mis más dignos servidores y te constituyen uno de los más firmes apoyos del imperio.

     Obedeció el joven y Moctezuma prosiguió:

     -Príncipes de Iztacpalapa y de Tezcuco, y tú, Guatimotzin, hijo muy amado de mi ilustre hermano el rey de Tacuba, llegado es el momento en que vuestro emperador necesite de la sabiduría de vuestros consejos.

    Unos hombres extranjeros que el vulgo venera como a dioses y cuyas artes prodigiosas han alcanzado a domesticar las fieras, a imitar el rayo y a fabricar sobre las aguas, se han introducido en el seno de nuestros Estados. Las noticias que de esos extranjeros han llegado a nuestros oídos son varias y contradictorias. [8] Unos aseguran que son malos, feroces interesados, sedientos de oro y de sangre, y que no vienen a estos dominios sino con la esperanza de sembrar en ellos la discordia y poder robarnos nuestras riquezas. Otros los pintan benévolos, clementes, generosos y anuncian que son ellos los descendientes de nuestro venerado Quetzalcual, señor de las siete tribus de Nahuatlacas (3).

     Ninguno de vosotros ignora que reverenciamos como a fundador de los pueblos que dieron origen a este poderoso imperio a aquel príncipe sabio y emprendedor, que partió después en busca de otras tierras anunciadas por una tradición tan antigua como popular.

     Por ella sabemos que Topilzin, progenitor de Quetzalcoal, desapareció de entre los Nahuatlacas cuando habitaban todavía en sus primitivos campos, y que luego declararon los dioses que se había ido a fundar un reino en tierras apartadas y queridas del Sol, a las cuales irían algún día sus hijos o los descendientes de sus hijos a aprender mejores leyes y ciencias desconocidas.

     Ansioso Quetzalcoal de encontrar dichas tierras, abandonó las orillas del lago en que había nacido, y condujo a las siete tribus que le reconocieron por jefe por largos caminos, en los cuales experimentaron innumerables trabajos, hasta que llegaron a estos países, que creyeron serían los anunciados por Topilzin.

     Algún tiempo después conoció su engaño Quetzalcoal, y no queriendo seguirle las siete tribus, partió solo en busca de su progenitor, ofreciendo que andando el tiempo vendrían sus descendientes a cumplir las promesas trayendo mejores leyes y ciencias útiles y maravillosas.

     Llegadas estas profecías a los aztecas, las hemos respetado y trasmitido de padres a hijos; siendo muy sabido que en el reinado de uno de los príncipes de nuestra familia apareció por muchos días una ixtacihuatl (4), vestida con una túnica sembrada de soles y signos misteriosos, sobre la cumbre del alto monte que conserva todavía su nombre (5), la cual consultada por sus teopixques (6), declaró que llegarían antes de muchos soles (7), los descendientes de Quetzalcoal, para castigar con rigor a los príncipes tiranos o impíos.

     Posteriormente, prosiguió con visible turbación, hemos tenido otras muchas señales y vaticinios, que inducen a creer que es en mi reinado cuan lo deben realizarse las antiguas profecías.

     Hizo una pausa para disimular la alteración de su voz, y sus oyentes bajaron la cabeza respetando su silencio.

     -Nos aprovecharemos de él para manifestar al lector el origen que suponernos a todas: aquellas notables profecías, de las que se muestran maravillados los historiadores españoles, exagerándolas y desfigurándolas a su placer.

     Parécenos indudable que todas ellas no eran otra cosa que ingeniosas astucias sacerdotales para imponer terror a los príncipes y sujetarlos, por decirlo así, a los altares. Nunca estuvieron tan en uso estos medios restrictivos del despotismo real como en el reinado de Moctezuma II, cuyo orgullo y ambición no podía tener otro freno que el temor a los dioses.

     Entre las muchas amenazas que a manera de oráculos hacían llegar los sacerdotes a oídos de aquel que habiendo sido de su gremio se convirtiera después en su opresor, era ciertamente notable la que anunciaba la próxima llegada de los descendientes de Quetzalcoal, que venían del Oriente, tierra querida del Sol, armados del furor de los dioses, para castigar a los reyes tiranos y redimir a los pueblos de la esclavitud. Los sacerdotes, que conocían a Moctezuma tan soberbio como supersticioso, le obligaban de este modo a recurrir a ellos como a únicos medianeros entre él y las irritadas deidades; pero su objeto no fue completamente conseguido hasta el momento en que se tuvo noticias de la vecindad de los españoles.

     Vencedores de Tlascala y Tabasco, con la fama de un valor sobrehumano, armados de rayos, dominadores de fieras venidos del Oriente, según se decía encargados de una misión importante, todo [...] venía perfectamente a la idea que se formaban los mejicanos de aquellos redentores anunciados, y los autores de la ingeniosa mentira quedaron sorprendidos y no menos confusos e inciertos que el mismo Moctezuma, al verla inesperadamente convertida en realidad.

     Los tres príncipes que hemos dejado al lado del monarca, esperaban en silencio la conclusión de su interrumpida arenga, y venciendo con trabajo su emoción, volvió a tomar la palabra en estos términos:

     -Sabéis que desde mi primera juventud he aprendido a arrostrar los peligros de la guerra, y que mis victorias, más que mi sangre real, me levantaron al trono de Méjico. Sabéis que en cerca de quince años que han corrido desde que llevo en mi frente la corona imperial, he ensanchado considerablemente [9] límites del imperio, haciéndolo temido y respetado de todos los Estados vecinos.

     Nunca el enemigo ha visto el miedo en mi semblante, y la fama ha llevado muy lejos el ruido de mi nombre. Así pues, puedo confesaros, sin recelo de parecer cobarde, que siento desfallecer mi ánimo al aspecto de unos extranjeros que se me presentan con carácter dudoso y a los cuales no sé cómo debo considerar ni cómo me convierte recibir.

     Los teopixques, esos mismos teopixques que anunciaban con alegría su llegada, parecen ahora consternados, y en las oscuras palabras con que revelan la voluntad de los dioses, se translucen temores incompatibles con sus anteriores anuncios.

     Antes nos pintaban a los descendientes de Quetzalcoal como sabios y benignos, después como terribles ministros de la justicia de los dioses que debían arrojarme del trono y libertar a los pueblos; ahora se me avisa que la existencia del imperio está amenazada y que debo velar si quiero precaver funestas calamidades.

     Pero ¿qué debo pensar ni qué puedo resolver?

     Si los dioses protegen a los hombres de Oriente, ya sean los descendientes de Quetzalcoal, ya una raza desconocida y poderosa, ¿qué resistencia puede oponer un desgraciado mortal a la sentencia de los grandes espíritus? Si los dioses no les protegen, ¿cómo han podido obtener triunfos tan maravillosos, ni cómo entender los oráculos que hace tanto tiempo nos anunciaban su llegada, revistiéndoseles con un irresistible poder?

     Príncipes, con tales dudas he luchado toda la noche última, y solo sé que el corazón me anuncia desgracias inevitables y que los dioses no me son propicios.

     Calló Moctezuma inclinando la cabeza con profundo abatimiento, y tomando la palabra después de saludarle respetuosamente el príncipe de Iztacpalapa:

     -Supremo emperador, le dijo, permite a un hermano que te haga notar la exageración de tus temores. Tu grande ánimo solo ha podido decaer por la idea de que los dioses han determinado tu ruina y la de tu imperio, y porque consideras los extranjeros como instrumentos de su ira, pero acaso te ciega el vapor de tus cavilaciones.

     No creo que sea la llegada de esa gente origen de las calamidades que nos anuncian los teopixques. Poderosas razones, como tú mismo has observado, se unen para persuadirnos que los hombres de Oriente son los descendientes del gran Quetzalcoal, y que cumpliendo las antiguas profecías, vienen solamente a comunicarnos la sabiduría que han adquirido en remotas tierras. Pero aun suponiendo que no fuesen realmente esos hermanos tan deseados, ¿qué mal pueden hacernos unos hombres nacidos en los países que el mismo Sol escogió para su nacimiento y que vienen a visitarnos con muestras pacíficas?

     Si el supremo espíritu o alguno de sus hijos los dioses ha decretado castigarnos; si la existencia de tu imperio está amenazada, debemos alentarnos y recibir con un auxilio que otra divinidad benigna nos concede, el afecto y protección del poderoso monarca de Oriente de quien son súbditos nuestros huéspedes.

     Suspende, pues, ¡oh soberano tlatoani! Suspende el curso de tus cavilaciones, y desechando una desconfianza indigna de tu grande ánimo, muéstrate como siempre el más valeroso y magnífico de todos los monarcas de la tierra.

     Cesó de hablar Quetlahuaca y el emperador volvió los ojos hacia Cacumatzin, mostrando de este modo que esperaba su dictamen. Irguiose con altivez el mancebo y dijo:

     -Poco me importa a mí, ilustre emperador, que esos advenedizos, sean o no descendientes de Quetzalcoal, y vengan como amigos o como enemigos. Si los dioses quisieran destruirnos, no escogerían ciertamente tan flacos instrumentos. ¡Pues qué! ¿Puede algo contra el inmenso imperio mejicano un puñado de hombres que pudiera ser sepultado con el polvo que levantase al marchar nuestro ejército?

     Esos rayos que forjan, ¿son otra cosa que unos cañones de metal que a manera de nuestras cerbatanas obran por efecto del aire comprimido, que al escapar arroja con estrépito el obstáculo que dificulta su salida? Esos brutos maravillosos que les obedecen, ¿quién ignora que no son más que una especie de venados más corpulentos y más inteligentes que los que nacen en nuestros montes? Si los extranjeros poseen ciencias que desconocen nuestros sabios, no por eso alcanzan a hacerse invencibles, y mengua sería que una corta porción de simples mortales pusiese miedo al más poderoso y más fuerte de todos los monarcas de la tierra.

     Recibamos, pues, a esos extranjeros como a gente amiga, y hagamos en su obsequio, ilustre Moctezuma, todo aquello que el genio de la hospitalidad puede inspirar a un pueblo generoso; pero si la menor acción o palabra nos da indicios de ingratitud o mala fe, yo, Cacumatzin, hijo de Nezahualpili, príncipe de Tezcuco, primer elector del imperio y humilde vasallo y sobrino tuyo, yo me ofrezco a presentar sus cabezas en el teocali (8) de Huitzilopochtli (9). [10]

     Tomó entonces la palabra el joven Guatimozin, y después de saludar con una profunda reverencia al emperador:

     -Me hallo muy distante, dijo, de conceder a los españoles el ilustre progenitor que algunos les atribuyen; ni doy como el noble Quetlahuaca gran valor a sus protestas de amistad, ni tampoco los considero tan despreciables como piensa el valiente Cacumatzin. Cortos son en número, es verdad, pero grandes son las ventajas que deben a esas armas formidables desconocidas entre nosotros, y a esos inteligentes brutos que les obedecen y a esos vestidos impenetrables contra los cuales se doblan como juncos nuestras flechas. Sus triunfos en Tabasco y en Tlascala prueban demasiado la exactitud de esta observación. Es un puñado de hombres, dice el príncipe de Tezcuco; pero ¿olvida que ese puñado de hombres traen consigo máquinas de muerte, de las cuales una sola bastaría para aniquilar un ejército? ¿Olvida que ese puñado de hombres aprovechando nuestras intestinas disensiones tiene ya por aliados más de doscientos mil, y puede todavía conseguir muchos más? También el respetable Quetlahuaca ha olvidado al llamarlos pacíficos huéspedes que han llegado a nuestras puertas cubiertos con la sangre de los cholulanos. Creo, sin embargo, que habiéndoles prometido la entrada en tu capital, ¡oh poderoso tatlzin! (10) no puedes ya negarte a oír la embajada de que dicen vienen encargados por su rey cerca de tu sagrada persona, así como no debes tampoco permitirles que permanezca la duración de un sol en tus Estados, cuando no los detenga en ellos causa legítima, y poderosa.

     -Príncipes, dijo Moctezuma, todos habéis hablado cuerda y valerosamente, y mi ánimo se siente menos decaído después de haberos escuchado.

     Convengo con vosotros en la necesidad de continuar tratando amistosamente a los extranjeros, que excusan las crueldades cometidas en Cholula diciendo que aquella ciudad infringiendo mis órdenes, les prevenía una alevosa muerte, y cuento con vuestro valor para castigarlos si son bastante ingratos para corresponder con perfidias a nuestra hospitalidad y buena fe. Sin embargo, te encargo a ti, hermano Quetlahuaca, ordenar que nuestros sacerdotes ofrezcan a los dioses públicos sacrificios, procurando, por todos los medios imaginables desarmar su ira y que alejen de mi imperio las calamidades que hace mucho tiempo me está anunciando sin cesar el corazón.

     En el momento en que el emperador terminaba estas palabras, oyose en la plaza alegre vocería, y un oficial llegó hasta los umbrales de la habitación en que se hallaban los príncipes, anunciando la llegada, de los españoles.

     Púsose en pie Moctezuma, ciñendo su frente con la corona imperial y procurando disipar de su rostro la profunda tristeza que le oscurecía, mientras que los príncipes de Iztacpalapa y de Tezcuco se adelantaban a recibir a los huéspedes, y Guatimozin se confundía entre la multitud de ministros y generales que en un momento llenaron la gran sala que servía de antecámara.

     Atravesó rápidamente el joven varios corredores y habitaciones vistosamente adornadas, y detúvose por último al umbral de una ancha puerta, cubierta por cortinas de algodón, que daba entrada a uno de los más hermosos aposentos del palacio. Levantó ligeramente la cortina y permaneció un momento inmóvil y silencioso, contemplando un interesante cuadro que en lo interior de aquel aposento se ofrecía a sus miradas.

     Aparecía en primer término en una hamaca de primoroso tejido, sobre una riquísima piel de marta, un niño como de dos meses apaciblemente dormido; junto a la hamaca una joven de diez y ocho a veinte años, de noble y hermosa presencia, se entretenía en hacer labores con pluma de diversos matices, habilidad en la que eran tan diestros los mejicanos, que formaban figuras y paisajes que parecían obras de pincel. Interrumpía la joven con frecuencia su trabajo para fijar en el niño una de aquellas miradas de inefable ternura que revelan el corazón de una madre, y en aquellos momentos su rostro, naturalmente sereno y grave, tomaba una expresión casi sublime.

     A algunos pasos de distancia sobre una espaciosa estera de variados colores, una jovencita como de quince años y cuatro muchachos, de los cuales el mayor no llegaba a doce, se divertían con un pequeño espejo, regalo de Cortés a Moctezuma, disputándose la posesión de aquella joya y celebrando con voces y demostraciones de alegría la menor apariencia de triunfo. Su decidió este por fin a favor de la joven, que posesionada del espejo, hacia mil gestos extravagantes, y colocaba de diversos modos los rizos de sus negros cabellos, por el placer de observarse en el mágico cristal. [11]

     Guatimozin se adelantó pronunciando con dulzura el nombre de Gualcazinla, y la tierna madre levantando sus bellos ojos:

     -¿Eres tú?, dijo, no te esperaba tan pronto, te suponía ocupado con los huéspedes extranjeros.

     -He preferido otra ocupación más dulce, respondió con galantería; he querido contemplar el sueño de mi hijo y oír la amada voz de mi esposa Gualcazinla.

     -¡Y qué!, exclamó con vivacidad la niña del espejo volviendo sus brillantes ojos hacia el príncipe y arrojando con desdén aquella joya tan disputada, ¿han venido ya los extranjeros?

     -Sí, Tecuixpa, respondió Guatimozin, y leo en tu semblante que cederías sin pena esa maravillosa alhaja que duplica tus lindas facciones, en cambio de ver por un momento a los hombres de Oriente.

     -¡Ah! Sí, exclamó la joven poniéndose en pie; toma al instante mi espejo y condúceme adonde pueda mirar, aunque sea de lejos, a esos seres maravillosos, que según se dice, son más hermosos y más valientes que todos los príncipes aztecas: más que tú, Guatimozin, más que el de Tezcuco, mi primo y futuro esposo, y más que el mismo emperador nuestro padre.

     Gualcazinla, cuyo aspecto lleno de nobleza y majestad contrastaba con la fisonomía alegre y casi infantil de Tecuixpa, lanzó sobre ella una severa mirada, y la niña volvió a sentarse lentamente en su estera, diciendo con gracioso despecho:

     -¡Ni por ser hoy, según dices, un sol hermoso (11) para ti, quieres ser complaciente con tu hermana!

     -Es verdad, dijo el príncipe sentándose junto a su mujer y mirándola con viva ternura. Doce lunas hemos visto comenzar y terminar su curso después de la noche feliz en que por primera vez me admitiste en tu lecho. Hoy hace un año (12) que tu padre el supremo emperador te llevó al templo en donde fueron unidas nuestras dos almas; y en aquel mismo salón que en este instante profana la planta de los extranjeros, recibimos juntos el calor del fuego doméstico, y nos declaró el sacerdote que éramos ya perfectos casados (13).

     A este dulce recuerdo una sonrisa de felicidad asomó a los labios de Gualcazinla, y mientras los dos jóvenes esposos, enlazándose con los brazos, se inclinaban a la par a besar la hermosa cabeza de su hijo, y Tecuixpa (14), aprovechando su distracción, se adelantaba ligeramente a una ventana, con la esperanza de ver desde ella a los guerreros españoles; los cuatro muchachos, que eran también hijos de Moctezuma, continuaban disputándose la posesión del espejo que Tecuixpa les había abandonado.



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Capítulo III

Visita de Cortés a Moctezuma

     Los señores de Tezcuco y de Iztacpalapa salieron a recibir a los españoles hasta el patio principal del palacio, en el cual había un cuerpo de guardia bien ordenado y numerosos sirvientes colocados en dos hileras, por medio de las cuales pasaron los españoles conducidos por los príncipes. Atravesaron innumerables corredores y salas ricamente adornadas y llenas de ministros, generales, nobles y oficiales del imperio, todos lujosamente ataviados y guardando en su rostro severa compostura.

     En la antecámara del aposento de Moctezuma hicieron detener a los extranjeros para descalzarlos, pues juzgaban irreverencia el pisar con los pies cubiertos la regia habitación.

     Adelantándose después dos oficiales a prevenir segunda vez al emperador de la visita de sus huéspedes, volvieron a anunciar el permiso con grandes ceremonias.

     Entró Cortés con sus capitanes, todos perfectamente armados, mostrando en sus semblantes [12] a par del orgullo que les inspiraba su posición presente y las esperanzas de su futura gloria, el asombro de encontrar en la corte de un soberano a quien llamaban bárbaro, la magnificencia ponderada de las antiguas monarquías del Asia.

     Adelantose el emperador algunos pasos y tendió la mano a Cortés con una sonrisa benévola, ordenando después que se sentase así él como los capitanes que le acompañaban: distinción inaudita que escandalizó a todos los grandes de su corte, porque apenas solía concederla Moctezuma a los príncipes de su sangre.

     Comenzó la conversación el monarca preguntando a Cortés, por medio de los intérpretes, si estaba gustoso en el alojamiento que le había destinado, especificando que era un palacio fortificado de pertenencia suya y construido por su padre Axayacat.

     Satisfecho por Cortés, abrió campo a las explicaciones haciendo otras muchas preguntas respecto a las regiones orientales en que habían nacido sus huéspedes y al gran monarca de quien eran embajadores.

     Cortés aprovechó la oportunidad para manifestar que su embajada era proponer al soberano de Méjico una amistosa alianza con el gran rey de las Españas, para que abriéndose comercio entre ambas regiones, lograsen una y otra las ventajas consiguientes a esta comunicación.

     Moctezuma manifestó el mayor placer, contestando con suma urbanidad que aceptaba desde luego la proposición, congratulándose de que tuviese lugar en su reinado un acontecimiento tan satisfactorio.

     Parecía que las sombrías nubes de su imaginación iban disipándose a medida que se explicaba el caudillo español, y que se hacían por instantes más sinceras las demostraciones de benevolencia que le dispensaba.

     Hablole largo tiempo afable y casi familiarmente, procurando instruirse de las leyes, usos y costumbres españolas, y descubriendo en todas sus preguntas y observaciones tanto talento como buen juicio. Sin embargo, cuando Cortés hizo caer la conversación sobre la diferencia de sus creencias religiosas, manifestó con un gesto enérgico que no escuchaba con placer ningún género de comparación en este punto, y su desagrado rayó casi en indignación cuando con más fervor que política, le echó en cara lo absurdo de su culto, haciendo irrisión de sus venerados ídolos.

     Centelleaban los ojos de Moctezuma mientras hablaba Cortés, y echábanse de ver los esfuerzos que hacía sobre sí mismo para no traspasar los límites de la moderación, notando lo cual el príncipe de Tezcuco iba ya a imponer silencio al orador, cuando levantándose con dignidad Moctezuma:

     -Basta, dijo; yo acepto lleno de gratitud la alianza que me propones a nombre del gran monarca que os envía, y deseo honraros y favoreceros como lo merecéis por vuestro valor y por súbditos de tan ilustre príncipe, a quien ya no dudo en reconocer como a legítimo descendiente de nuestro glorioso Quetzalcoal; pero creo que todos los dioses son buenos y que los míos deben ser respetados por vosotros. Quiero, añadió con cortesana urbanidad, que no me ocupéis ahora sino en el mejor modo de obsequiaros, y mientras llega la hora de comer os suplico permitáis a mi ilustre sobrino el príncipe de Tezcuco y a mi digno hermano el señor de Iztacpalapa, os acompañen a recorrer la ciudad y os hagan conocer algunas de sus curiosidades.

     A una señal casi imperceptible de su cabeza se adelantaron los dos príncipes y Moctezuma despidió a los españoles, concediendo a Cortés el extraordinario honor de volver aquel día para acompañarle a la mesa, e indicando con un gesto a Cacumatzin y a Quetlahuaca que debían usar igual atención con los otros capitanes.

     Salió Cortés en medio de los señores de Tezcuco y de Iztacpalapa, siguiendo de dos en dos los otros españoles y varios nobles mejicanos que iban como comitiva de los príncipes. Apenas estuvieron fuera del palacio, aparecieron muchos indios de la servidumbre de estos, llevando en hombros diferentes palauquines o literas cubiertas de plumas y otros adornos, y obligados los españoles por las instancias de los príncipes a dejarse conducir en ellas, emprendieron su paseo precedidos de Cacumatzin, cuya litera abría la marcha rodeándola algunos nobles de sus Estados, y seguido de Quetlahuaca, que iba el último, acompañado por otra pequeña corte de sus vasallos.

     Inmenso era el gentío que se agolpaba en cada calle por donde pasaba aquella especie de convoy, curiosos los mejicanos de ver de cerca a los extranjeros y a los príncipes de la sangre de Moctezuma.

     En medio de aquella multitud atravesaron la gran plaza de Tlaltelulco; plaza inmensa, rodeada de un magnífico pórtico bajo el cual todos los manufactureros y mercaderes del reino depositaban diariamente sus obras y mercancías, formando numerosas calles de portátiles tiendas, que ofrecían a la vista el más pintoresco conjunto. Hallábanse allí en determinados sitios toda clase de géneros; a un lado profusa reunión de variadas plumas, a otros exquisitos ornamentos de oro y plata [13] y las más preciosas piedras conocidas en aquellos países. No lejos de los tejidos delicados de los telares de Tezcuco (15), los blanquísimos alabastros de Telalco (16) y los matizados mármoles de Calpolalcan, cerca de las odoríferas flores y variadas frutas que amontonaban incesantemente las innumerables piraguas (17), que surcaban los canales, toda clase de artículos de caza.

     En medio de la plaza se elevaba una espaciosa tienda de madera, a la que llamaban la audiencia, porque en ella estaban constantemente los jueces del mercado para no permitir ninguna especie de fraude, y siguiendo toda la extensión del pórtico, numerosos almacenes de bebidas, barberías, boticas y perfumerías, adornadas con lujo oriental y provistas las últimas de toda clase de aromas, desde el precioso bálsamo de huitziloxit, en nada inferior al afamado de Palestina, hasta la exquisita goma de la acacia americana, de gran virtud para muchas dolencias, y aun el tecamaca milagroso, que reputaban como talismán infalible contra la fascinación.

     El orden admirable, la profusión, diversidad de las mercancías y la mucha afluencia de gentes, prestaban a aquel vastísimo mercado un aspecto tan grandioso, que según la expresión de un historiador español, se venían a los ojos de una vez la magnificencia y el gobierno de aquella corte.

     El gran teocali o templo de Huitzilopochtli fue el primer edificio visitado aquel día por los extranjeros. Ocupaba aquel el centro de la ciudad circundándole una muralla dentro de la cual, según Cortés, cabía una gran población. Estaba orientado el monumento mejicano como las pirámides egipcias, revestido todo de pórfido y con entrada por cuatro puertas a los cuatro vientos cardinales. Todo el pavimento contenido dentro del recinto de la muralla estaba primorosamente embaldosado, y decoraban el atrio algunas estatuas de mármol, que sino podían aspirar a la calificación de obras maestras, probaban al menos que, aunque sin el auxilio del cincel, no desconocían los aztecas el arte de la escultura.

     Componíase el templo de cinco cuerpos formando el último una plazoleta cuadrilonga a cuya extremidad oriental se elevaban dos torres de cincuenta pies de altura, coronadas por ligeras y elegantes cúpulas, contiguos a este teocalí principal, y en el mismo recinto de la muralla había, además de otros varios consagrados a diversos dioses, el palacio del pontífice, un gran seminario de nobles, un colegio o monasterio de sacerdotes y un hospicio vastísimo para hospedar forasteros que fuesen por devoción a visitar el templo o a admirar por curiosidad la grandeza de la corte.

     Bellísimas fuentes, a cuyas aguas se atribuían efectos milagrosos, adornaban aquella plaza, de la cual se salía a las principales calles de la ciudad.

     Después de llevar los señores mejicanos a los españoles a los templos de sus dioses, quisieron hacerles admirar los palacios de sus reyes. Varios eran estos, todos igualmente suntuosos y con extensos jardines. En uno de ellos estaba la armería real y en otro la curiosa colección de hombres deformes y animales de toda especie de que tanto han hablado los historiadores. En ningún país del mundo podía ser tan difícil como en Méjico encontrar un gran número de los primeros, pues apenas se conocía allí la figura humana contrahecha; pero en cambio eran abundantísimas las familias de la segunda clase de habitantes de aquel regio edificio.

     En uno de los departamentos se hallaban reunidas todas las aves domésticas, en otro las de rapiña; había magníficas habitaciones para los cuadrúpedos, y algunas no menos bellas estaban destinadas a los reptiles, sin faltar tampoco numerosos estanques de agua salada y dulce para aves acuáticas de río y de mar.

     Notábase en aquel singular museo de todas las especies irracionales el siguiente contraste. Después del gigantesco cóndor admirábase el casi imperceptible colibrí; no lejos del corpulento tapir se veía al elegante tlalmototli [el svizero de Buffon], y vecina del feroz cocodrilo la argentada serpiente maquizcoal y la inofensiva tzicatlinan, que vive familiarmente con las hormigas.

     Llegaban a trescientos los empleados en aquella casa, contándose entre ellos algunos médicos destinados exclusivamente a asistir en sus enfermedades a las numerosas familias animales.

     Saliendo de aquel palacio dijo Cacumatzin a Hernán Cortés:

     -Has visto ya, noble embajador, algunas de las grandezas de la antigua Tenoxtitlan (18) [14] y sería preciso pasases muchos años en ella para que conocieras todas las que contiene.

     -Yo espero, añadió Quetlahuaca con tono en que se mezclaban el recelo y la urbanidad, que nuestros ilustres huéspedes no nos dejarán antes de haberlas visto todas.

     Hernán Cortés, cuyos penetrantes ojos se habían clavado en aquel príncipe mientras profería estas palabras, se limitó a contestarlo que jamás haría cosa alguna que no fuese aprobada por sus ilustres aliados. Regresaron en seguida al palacio que habitaba Moctezuma, y entre las aclamaciones del pueblo, el caudillo español, sumido en honda meditación, pesaba todo la grandeza de la temeraria empresa que había acometido.

     Los príncipes llevaron a sus palacios a los capitanes, y Moctezuma declaró a su servidumbre que aquel día comería familiarmente con el embajador.

     La mesa fue servida en un gran salón, cuyas numerosas y rasgadas ventanas tenían vistas a un espacioso jardín, y el emperador condujo de la mano a Cortés diciéndole con tono jovial:

     -Ven a juzgar si están nuestros cocineros tan atrasados respecto de los vuestros como nuestros sabios.

     Ocupó la cabecera de la mesa, y obligó a Cortés a que se sentase a su lado, mandando en seguida a sus criados que hiciesen entrar a sus juglares.

     Aparecieron en efecto cuatro o seis hombres vestidos de un modo extravagante, con los rostros pintados de diversos colores, y en seguimiento suyo treinta o cuarenta mujeres ricamente ataviadas, que eran las que servían por lo común la mesa del emperador.

     -Aquí tienes, dijo a Cortés señalando con la mano a los Juglares, aquí tienes a los únicos hombres de mi imperio que suelen decirme las verdades amargas: por eso los amo y los admito con placer junto a mí en mis momentos de ocio. Qucalutcaco, añadió volviéndose a uno de los juglares, hoy estás en buena ocasión de lucir tu ingenio delante de un ilustre extranjero que viene de un país donde se saben todas las artes y habilidades de que es capaz el entendimiento humano.

     El juglar a quien se dirigían estas palabras empezó a preparar varios trabajos para sus juegos de manos, y sus compañeros tornaron a su cargo justificar lo que había dicho el monarca dirigiéndole algunas chanzas, cuya desvergüenza se perdonaba a favor del chiste de que iban acompañadas. Moctezuma parecía complacido, y a cada instante rogaba al intérprete explicase a Cortés las palabras más necias o atrevidas que salían de la boca de sus juglares, celebrándolas él con sus demostraciones.

     Mientras tanto trescientos jóvenes de la nobleza cubrieron las mesas de numerosos manjares en vajillas de oro, y retirándose en seguida, comenzaron a servirlos las mujeres, que eran también las que suministraban el pulque, bebida que en aquel país tenía lugar de vino, y era una especie de cerveza hecha del maguey, de la cual bebía muy parcamente Moctezuma, pues sus efectos no se diferenciaban de los que producen los más fuertes licores de Europa.

     Otras de aquellas mujeres quemaban mientras tanto en braserillos de oro exquisitos aromas, y cuatro de las más jóvenes hacían aire al emperador y a su convidado con grandes abanicos de plumas.

     Los juglares comenzaron también a lucir su habilidad con varios juegos de manos, en los cuales eran ciertamente sobresalientes, logrando no pocas veces maravillar a Cortés con gran satisfacción de Moctezuma, que parecía envanecerse del talento de sus locos, como él los llamaba.

     Sirviéronse más de trescientos platos, bien que Moctezuma, según su costumbre, no probase más que dos o tres, y que el español no fuese menos sobrio. En seguida aparecieron otras mujeres con canastillos de frutas y flores en aquella variedad y profusión con que las prodiga el feraz suelo mejicano, y cuyos aromas embalsamaron, por decirlo así, el aire de aquel recinto. Llenáronse las copas por última vez; bebió Cortés brindando por Moctezuma, y éste correspondió haciendo otro tanto por el monarca de España y su digno embajador.

     Estaba Moctezuma festivo y alegre, como si todas sus cavilaciones, ya atenuadas a las primeras explicaciones de Cortés, hubiesen sido completamente disipadas en la intimidad de aquella comida; y en sus conversaciones de sobremesa tuvo momentos de cordial franqueza con su convidado, hablándole de su familia, de sus disgustos como monarca, y aun de sus flaquezas como hombre. A pesar de haber sido dotado por la naturaleza de una gran sagacidad, tenía aquella especie de candor común a los americanos, y habituado a tratar con súbditos suyos, con los cuales hubiérale parecido indecorosa la confianza, gozaba una especie de placer nuevo para él en la sociedad de un hombre con el cual podía deponer algunas veces el austero carácter de soberano.

     Las sirvientas presentaron por último, a manera [15] del café que posteriormente se ha establecido servir en Europa después de la comida, anchas jícaras de espumoso chocolate, y seguidamente quemaron nuevos perfumes y presentaron a Moctezuma y a su convidado unas largas pipas parecidas a las turcas, llenas de tabaco y de resina de xochiocotzol, llamada vulgarmente liquidámbar.

     Moctezuma ordenó después que entrasen sus músicos, y como ya fuese casi de noche, se iluminó rápidamente el palacio y el jardín con numerosas teas de maderas resinosas, que daban una luz resplandeciente y pura.

     Los músicos, que eran en número de veinte, llevaban por instrumentos flautas, caracoles marinos, tambores, y una especie de bandurria de cuello corto de la que sacaban más ruido que armonía. Al compás de aquellos instrumentes concertados de la manera menos ingrata, comenzaron a cantar las hazañas de los reyes y héroes mejicanos, extendiéndose largamente cuando le llegó su turno a Moctezuma.

     «No hay en la tierra, cantaban los trovadores, no hay un ser humano que no sea esclavo del gran Moctezuma. Corre por sus venas la sangre de innumerables héroes, y tiene por vasallos a más de treinta reyes.»

     «La sangre de los enemigos vencidos por su brazo bastaría a formar una laguna tan grande como aquella sobre la cual se siente la noble ciudad de Méjico. Así tiemblan ante él todas las naciones de la tierra, y le llaman con respeto Moctezuma.» (19)

     «¡Desgraciados de aquellos contra los cuales se levanta la justicia de Moctezuma! Es su justicia como el sol de los cielos, que alcanza igualmente a la ceiba gigante y al humilde maní, que apenas osa levantar sus humildes tallos de la tierra.»

     «El rayo de la tempestad es menos rápido y temible que la cólera de Moctezuma. Su ira devora como el fuego, y su mirada severa paraliza la sangre de los culpables.»

     «Ningún mortal tiene bastante voz para cantar las glorias de Moctezuma. Sus hazañas se pierden en su misma multitud, y su grandeza anonada al que intenta describirla.»

     Y dejando el tono bajo y grave en que habían cantado hasta entonces por otro más vivo y agudo, empezaron a gritar haciendo todo el ruido posible con sus instrumentos:

     «¡Gloria a Moctezuma! ¡Moctezuma es el más grande y más poderoso monarca del mundo! ¡Gloria a Moctezuma!»

     Los sonidos de aquellos instrumentos, que eran los mismos que hacían oír en sus combates, y las palabras del canto que recordaban al emperador todas sus victorias, habían excitado en su alma una especie de ardimiento belicoso. Brillaban sus ojos con el fuego del entusiasmo; colorábase su frente y acelerábanse los latidos de su corazón. En aquel instante no se le venían al pensamiento ni los pronósticos de sus teopixques ni el poder de las armas de los españoles. Sentíase guerrero, valeroso, triunfante, invencible, y levantándose de la silla por un espontáneo movimiento de arrogancia, pareciendo tan alto como si creciese en aquel instante cuatro pulgadas más: «¡Sí, exclamó, gloria a los valientes! ¡Gloria a los invencibles aztecas! ¡El imperio de Méjico es eterno como el sol! ¡Gloria a Méjico!»

     Mil voces de alegría y entusiasmo respondieron a este exabrupto del monarca, y el grito de:      «¡Viva Moctezuma!» repetido por cien bocas, resonó largo tiempo por el palacio, encontrando eco en toda la servidumbre que ocupaba diferentes habitaciones.

     Mandó retirar a los trovadores haciendo que sus ministros les ofreciesen varios regalos, y radiante de placer y de orgullo, se volvió hacia Cortés diciéndole:

     -Me he criado en los campos de batalla y los cantos belicosos han sido el arrullo de mis sueños de niño. Todas mis grandezas como soberano son a mi corazón menos gratas que mis triunfos como guerrero. Moctezuma ha nacido para los combates, y los peligros son sus fiestas.

     En aquel momento llegaron a despedirse los Juglares y dijo jovialmente a Qucalutcaco:

     -Dí, mi ingenioso loco, tú que te precias de adivino, ¿serán mayores mis hazañas futuras que las pasadas? ¿Me reserva el cielo todavía el placer de muchas victorias?

     -Principia por vencer tu vanidad, dijo lentamente el juglar, y habrás conseguido el mayor triunfo que puedes esperar ya sobre la tierra. ¿Deseas saber tu porvenir? Los dioses te lo tienen señalado, y en vano sería que consiguieses conocerlo si no has de poder evitarlo.

     Estas palabras, a las que no prestaba el mismo que las profería otro valor que el del atrevimiento y agudeza, hicieron tan terrible impresión en Moctezuma, que vieron palidecer su frente y un estremecimiento súbito recorrió todos sus miembros.

     El juglar se alejó haciendo contorsiones ridículas, y el emperador cayó desplomado en una silla.

     Cortés, de pie junto a él, mirábale con profunda admiración, no alcanzando a explicarse la repentina mudanza ocasionada en el ánimo de Moctezuma, hasta que alzando este la cabeza y fijándole una mirada de terror:

     -¡Es verdad!, exclamó. De nada sirve el esfuerzo del corazón cuando pesa sobre él la mano del destino. El hombre no puede contrarrestar [16] el poder de los dioses, y los dioses no revocan jamás sus sentencias terribles.

     Y despidiendo a Cortés con un silencioso saludo, quedó solo largo tiempo, sumido en honda y tétrica meditación. Atreviose Guatimozin a interrumpirla entrando en la sala para convidarle a una pequeña fiesta que había dispuesto su esposa para aquella noche en celebridad del aniversario de su casamiento; pero Moctezuma se excusó pretextando una ligera indisposición.

     Salíase ya el príncipe, un poco enojado de la negativa, cuando levantándose súbitamente y acercándose a él Moctezuma, le tendió los brazos diciendo con voz conmovida:

     -Ven, Guatimozin, ven y olvida un instante la grandeza del monarca para que puedas compadecer los tormentos del hombre. Guatimozin, deja que descanse en tu pecho esta frente que se parte, y presta tu oído a las confianzas dolorosas de un padre desgraciado que no por sí, sino por sus hijos y súbditos, siente estallar su corazón de dolor. Pero apresúrate a apagar todas esas luces importunas.... apresúrate, príncipe de Tacuba, porque ningún mortal debe ver llorar a Moctezuma.

     -¡Llorar!, exclamó el príncipe, como si tal muestra de debilidad le pareciese increíble. Y apretando las manos del monarca con un movimiento convulsivo: ¡Desgraciado de aquel, añadió, que vea llorar a Moctezuma y no lave con ríos de sangre tan indigna flaqueza! ¡Desgraciado mil veces el que permita al sol alumbrar los ojos del hombre impío que haya sido causa de las lágrimas que el emperador de Méjico confía con vergüenza al misterio de la noche! Nombra, ¡oh supremo taltzin! Nombra al miserable que así ha podido trocar tu grande ánimo, y gota a gota caerá su sangre inmunda para cubrir las manchas de tus lágrimas.

     Moctezuma levantó las manos y los ojos al cielo, y dijo con sorda voz:

     -Allá están, joven presuntuoso; ve pues a pedir cuenta de mi flaqueza a los grandes espíritus que dirigen la suerte de los reyes.

     Y volviendo a caer desfallecido en su taburete, hizo una seña al príncipe para que se retirase. Hízolo lentamente Guatimozin, y el emperador, que le siguió con la vista, exclamó con profunda desesperación:

     -Todos son valientes, generosos, magnánimos. ¿Qué han hecho?, ¡inexorables dioses! ¿Qué han hecho los heroicos príncipes aztecas para merecer vuestra ira?



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Capítulo IV

La fiesta popular

     La melancolía del emperador se hizo desde aquel día más constante y profunda, no siendo bastante a disiparla ni aun la llegada de su esposa, que volvió a Méjico después de una corta ausencia.

     Ocho años hacía que un feliz himeneo había unido a Moctezuma con la amable Miazochil, cuyas gracias y modestas virtudes le consolaron de la pérdida de la bella y altiva Maxaimazin, objeto de su primer amor y madre de Gualcazinla, de Tecuixpa y de tres niños que dejó en edad tierna. Menos hermosa Miazochil, pero más dulce, había cicatrizado con su ternura la herida dolorosa que aquella pérdida abrió en el corazón del monarca, de cuyo lado solo pudo arrancarla la necesidad de mudar de aires, como único recurso aun no probado para destruir una pasión de ánimo que iba alterando visiblemente su salud.

     Sin fuerzas para resistir una larga separación de su esposo y de un tierno hijo, único fruto de su himeneo, volvió Miazochil a la capital después de pasar algunas semanas en la ciudad de Tula, de la cual era señor un hermano suyo, y su regreso, deseado por el emperador, no produjo, sin embargo, el favorable efecto que esperaba.

     La afección que iba dejando a Miazochil parecía trasladarse toda al ánimo de Moctezuma, y su familia observaba con dolor aumentarse de día en día aquella enfermedad moral, contra la cual eran inútiles todos los esfuerzos del arte.

     Si la llegada de la emperatriz no había sido poderosa a restituir su alegría a Moctezuma, sirvió al menos de pretexto a los príncipes para ensayar otros medios que le distrajesen de sus tristes cavilaciones, y movidos de este deseo y acaso también por la vanidad de lucir su destreza delante de los españoles, pidieron permiso al monarca para celebrar con la mayor pompa una de aquellas fiestas populares frecuentes en Méjico, y a las cuales no se desdeñaban de asistir los mismos soberanos.

     Obtenido el consentimiento, se dispuso todo rápidamente bajo la dirección del señor de Iztacpalapa, y se señaló el día y se eligió el sitio para una soberbia fiesta, que bien podremos llamar torneo, aunque no fuese precisamente igual a los de Europa.

     Al rededor de un vasto circo formado en la gran plaza de Tlaltelulco (20) se construyeron numerosas gradas en forma de anfiteatro para [17] los espectadores, y algunos, palcas espaciosos destinados a la familia imperial.

     El día 10 de diciembre, señalado para la función, amaneció tan sereno y hermoso en aquel clima feliz, como si tomáse parte en el lucimiento de la fiesta.

     A las diez de la mañana salió de su palacio Moctezuma con su familia, conducidos en magníficos palanquines y acompañados de brillante comitiva. Apenas entraron en sus palcos, voló por todos los ámbitos de aquel extenso campo, lleno ya de un numeroso concurso, el unánime grito de ¡viva Moctezuma! ¡viva la familia imperial! y las manos tocaron la tierra en señal de veneración.

     Ocupó Moctezuma la silla preferente en uno de los palcos, colocando a su derecha a su esposa y a su izquierda a Hernán Cortés, y ordenando se pusiesen detrás varios personajes.

     Se colocaron en otro palco las princesas Gualcazinla y Tecuixpa con sus hermanos, y a espalda suya algunos señores y nobles damas de la servidumbre de palacio.

     Estaban el emperador y su esposa lujosamente ataviados, deslumbrando con el esplendor de sus joyas, no siendo de inferior magnificencia el ornato de las princesas.

     Llevaba la consorte de Guatimozin una ligera túnica de exquisita blancura, ceñida a su esbelto talle con un cordón de hilos de oro, de, cuyos extremos pendían gruesas borlas que casi tocaban en sus pulidos pies, calzados con unas ligeras sandalias de purísima plata. Sus hermosos brazos, descubiertos hasta el hombro, estaban engalonados con diversos brazaletes de plumas do tlanhtototl [pájaro cardenal] y da papagayo, y conchitas marinas de un bellísimo carmesí, engarzadas en arillos de oro. Caía su negra y sedosa cabellera sobre su redonda espalda, y brillaba en torno de su frente una diadema de perlas, que convenía perfectamente a su severo perfil de emperatriz. Dos robustos cangrejos de oro colgaban de sus orejas, y llevaba en las manos innumerables sortijas de diversas y preciosas piedras.

     Tecuixpa vestía una corta falda de color de rosa, sobre otra talar pajiza, ajustadas ambas a la cintura por una faja de piel de armiño cerrada por un broche de esmeraldas. Sobre su naciente seno, casi descubierto, se cruzaban varias cadenillas de oro con colgantes de pedrerías, y coronaba su cabeza, cuyos rizos numerosos le cubrían las orejas y parte del cuello, un penacho de plumas azules, sombreando agradablemente su rostro redondo y fresco, iluminado por dos ojos de fuego.

     Plumas iguales a las de aquel penacho adornaban sus brazos, y sobre sus torneados tobillos subían trenzadas las cintas de color de rosa que sujetaban sus sandalias de oro.

     Cortés y sus capitanes estaban también con todas sus galas militares. En el palco vecino al de las princesas se habían colocado los principales personajes extranjeros. Allí se veían el implacable Sandoval, el prudente Lugo, el fanático Dávila, el elegante Alvarado, que por su hermosura mereció entre los mejicanos el nombre de Tanatioh, que quiere decir Sol, pero en quien los vencidos no encontraron piedad. Allí estaban también Olid y el intrépido Orgaz y el joven y gallardo Velázquez de León.

     Las nobles mejicanas, cuyos ojos eran atraídos por un momento hacia las bellas facciones de Alvarado, se detenían con mayor complacencia en la noble y expresiva fisonomía de Velázquez, que por su parte correspondía a aquellas lisonjeras miradas con las suyas llenas de franqueza y de pasión.

     Presentó aquel recinto un espectáculo verdaderamente magnífico en el momento en que abriéndose las barreras del circo por orden de los príncipes de Iztacpalapa, de Matalcingo y Xochimilco, que hacían las veces de mariscales de torneo y reyes de armas, aparecieron los contendientes.

     Entraron sucesivamente cuatro cuadrillas de jóvenes guerreros vistosamente ataviados, con sus jefes al frente, y fueron desfilando por delante del palco regio, doblando la rodilla al saludar a Moctezuma.

     Mandaba la primera el soberbio príncipe de Tezcuco, cuyas atléticas proporciones encubría muy ligeramente el manto de finísimo algodón y de color purpúreo que caía en torno de su cuerpo, sujeto sobre el pecho con una hebilla de oro. Anchas plumas blancas y azules cubrían la especie de zagalejo que le caía desde más abajo de la cintura hasta la mitad de los muslos, dejando enteramente desnudo el resto de su cuerpo.

     Un carcaj de primoroso trabajo con labores de oro pendía a su espalda, y llevaba el arco en su mano derecha y en la izquierda un ligero escudo. Entrelazábase con las plumas del alto penacho que adornaba su cabeza una cinta roja, a cuyos extremos colgaban numerosas borlas del mismo color, en muestra de sus muchas hazañas y de su carácter de príncipe y caballero de la más alta orden militar del imperio (21). Seguíanle más de cincuenta [18] nobles de sus Estados, vestidos de la misma manera y con iguales colores, siendo la mayor parte de ellos caballeros del león o del tigre, como lo advertían las figuras de dichas fieras pintadas en sus escudos.

     Componían la segunda cuadrilla jóvenes de la alta nobleza de Tacuba, todos caballeros del águila, llevando por jefe al bizarro Guatimozin, que lo mismo que su primo el de Tezcuco, tenía la insignia de la orden suprema, con una cantidad de borlas que mostraba que eran sus hazañas más numerosas que sus años. Los mantos de esta cuadrilla eran blancos, y sus plumas verdes y encarnadas.

     Dirigía la tercera el príncipe de Cuyoacan, mancebo de aventajada estatura y acreditado valor, amigo íntimo de Guatimozin y amante favorecido de una hermana de éste. Mostrábase orgulloso de llevar en su cuadrilla no solamente los primeros nobles de sus Estados, sino también algunos príncipes de los Estados vecinos: todos ostentaban como él mantos azules y plumas negras y blancas.

     La última cuadrilla, dirigida por el príncipe de Tepepolco, llevaba mantos matizados de rojo y blanco y plumas blancas y amarillas, formando aquella variedad decolores un conjunto galano y vistoso.

     Los músicos, que ocupaban unas gradas bajo los palcos de la familia imperial, hicieron sonar a la vez sus caracoles, bandurrias, flautas y tambores, concertados del mejor modo posible, y cuya armonía, aunque no muy suave, tenía algo de belicosa.

     Después de varias danzas guerreras, ejecutadas por las cuatro cuadrillas al son de la música, cuyo compás seguían en el choque de sus escudos, comenzose la lucha por el tiro de flechas.

     Dos blancos se habían colocado en un mismo sitio. En la cima de una palma de plata de proporcionada altura se había puesto horizontalmente una varita de unas quince pulgadas de largo, sostenida por un eje, sobre el cual giraba con rapidez el más ligero impulso que diese a alguno de sus extremos. A uno de estos estaba una fruta de corteza dura, algo mayor que una manzana, que horadada por el medio, daba paso a un delgado cordón que la sujetaba a unos anillos de plata que había en aquella punta de la varita. Al otro extremo de esta se veía igualmente sujeto un pajarillo de plata muy ligero para equilibrar con su peso el de la fruta, pues el objeto que en aquella punta debía servir de blanco era una rodelita de madera que apenas llegaba al grandor de una peseta, pendiente del pico del pájaro.

     La fruta era el blanco general de los tiros y la rodelita sólo se ponía para que los más diestros archeros pudiesen, si lo deseaban, ensayar algunos tiros de mayor dificultad.

     Ninguno, sin embargo, se mostró decidido a aventurar una prueba de tan fácil malogro, y todos eligieron el primer blanco, probando su destreza la mayor parte de ellos. La fruta quedó bien pronto cubierta de flechas, y otro tanto sucedió a varias más que sucesivamente la sustituyeron, pues de 225 flechas que se dispararon, la 200 por lo menos dieron en el blanco, a cuarenta pasos de distancia. A cada tiro feliz la vara giratoria daba vueltas como una rehilandera, durando el aplauso de los espectadores lo que tardaba la vara en detener su giro y otro archero en presentarse.

     Difícil era declarar un vencedor en contendientes tan igualmente hábiles, y ya los mariscales -que este hombre daremos a los directores de los juegos- iban a ordenar se comenzasen otros, cuando saliendo de un grupo de su cuadrilla el arrogante príncipe de Tezcuco, declaró en altas voces que iba a clavar una flecha en la casi invisible rodela que sostenía el pájaro.

     Toda la atención se fijó entonces con profundo silencio en el atrevido archero, que plantándose con serenidad y desembarazo en la línea que señalaba los 40 pasos de distancia del blanco, sacó de su carcaj urja flecha, acomodola con cuidado en el arco, que levantó pausadamente hasta nivelarlo con sus cejas, miró de hito en hito al diminuto blanco, que apenas podrían divisar ojos menos perspicaces, y adelantando un pie, hizo volar la flecha, que despedida por tan robusto brazo, imprimió un movimiento rápido a la vara en el momento de clavarse en el centro de la rodela.

     Unánime aclamación le proclamaba vencedor, cuando acallándose súbitamente, volvió a reinar un silencio profundo. Guatimozin había aparecido en la línea con el arco en la mano y en actitud de disputar el triunfo a su orgulloso primo. La vara giraba todavía con mucha rapidez, y sonriéndose Cacumatzin, miraba aquel largo movimiento que probaba la fuerza de su brazo, y comenzó a decir al príncipe de Tacuba con altanera confianza:

     -Aprovecha el largo tiempo de reflexión que te impone la volubilidad del blanco y no aventures una prueba en la cual no tienen dos hombres el acierto de Cacu...

     No acabó de articular su nombre el príncipe de Tezcuco. La flecha de Guatimozin, sorprendiendo a la varita en su rápido giro, se había clavado en la flecha misma del tezcucano, que cayó en tierra hecha mentidos fragmentos; y recibiendo un impulso contrario al que traía, la varita comenzó a voltear en opuesta dirección. [19]

     Un silencio de asombro siguió a este maravilloso tiro, hasta que recobrados algún tanto los espectadores, prorrumpieron en desaforados aplausos,

     Ningún archero osó disputar el premio al esposo de Gualcazinla, que conducido en triunfo por los mariscales, lo recibió puesto de rodillas de manos de aquella idolatrada hermosura.

     Felicitáronle a porfía los mismos vencidos, y los guerreros españoles le saludaron como a un archero sin igual, recibiendo él con modesta dignidad todas aquellas lisonjeras demostraciones y buscando un premio más dulce en las miradas de su bella esposa. Comenzose después el juego de la pelota, que consistía en mantener por largo tiempo en el aire unas bolas elásticas, despidiéndolas con pequeñas palancas cada vez que descendían, hasta llevarlas hacia una línea trazada a mucha distancia. En este juego ninguno de los príncipes pudo igualar la destreza de dos jóvenes hermanos de la cuadrilla de Guatimozin. Eran aquellos adolescentes hijos de un valiente general muy estimado por Moctezuma; llamábanse Naothalan y Cinthal, y nacidos en los Estados del soberano de Tacuba, padre de Guatimozin, habían profesado siempre un particular cariño a este joven príncipe. El triunfo que acababan de obtener en la pelota le fue por tanto sumamente grato, y él mismo los llevó a recibir de mano de Tecuixpa el premio de su habilidad, que consistía en dos ricos brazaletes.

     Comenzose después la lucha; cada atleta eligió su contrario, y Cacumatzin, celoso de haber sido superado en el tiro de flechas por su joven primo, le desafió con altas y corteses palabras.

     -Ven, pues, admirable archero, le decía, y si quieres que te perdone el haberme quitado la dicha de recibir el carcaj de oro de la hermosa mano de Gualcazinla, hazte digno en la lucha de una de las coronas que la augusta emperatriz debe ceñir a la frente de los vencedores.

     No esperó segunda provocación el yerno de Moctezuma, y arrojando el manto y el carcaj, dejó descubiertas las bellas formas de su blanco cuerpo; formas delicadas en comparación de las hercúleas que al desnudarse dejó patentes su adversario.

     Por grande que fuese la opinión que lo espectadores tenían formada de la destreza del príncipe de Tacuba, no hubo ninguno que al hacer involuntariamente aquel cotejo, se atreviera a pronosticar su victoria; y como era generalmente amado y el carácter violento de Cacumatzin no excitase las mayores simpatías, hubo un momento de emoción general en el cual todas las miradas, fijas en el joven combatiente, parecían suplicarle renunciase a una lucha desigual, cuyo éxito no podía serle favorable.

     Notolo Guatimozin, y una imperceptible sonrisa de desdén pasó fugaz sobre sus labios, mientras su arrogante adversario paseaba la vista por todos los espectadores, como si buscase testigos de su infalible triunfo.

     A una señal de los mariscales, los contendientes se lanzaron uno sobre otro, y la primera embestida de Cacumatzin es tan vigorosa, que su contrario se bambolea un momento entre sus membrudos brazos, y un grito unánime expresa el temor de los espectadores. ¡Animo, valor, príncipe de Tacuba! exclaman. La esperanza renace prontamente: Guatimozin ha logrado desembrazarse de su antagonista, como un águila que se escurre de la mano del niño que procura empuñarla, y acometiendo a su vez, echa su brazo izquierdo en torno de la cintura de Cacumatzin, y asiéndole con el derecho por el cuello, le da violentas sacudidas, a las que resiste el atleta como una ceiba azotada por el huracán.

     Hace el joven príncipe mayores esfuerzos y no permanece ocioso su enemigo. Sus brazos se enlazan como dos bejucos que se abrazan a un mismo tronco, se sacuden, se oprimen, se rechazan mutuamente y vuelven a trabarse con mayor tenacidad. La fuerza de Cacumatzin agobia repetidas veces a su adversario; la elasticidad y ligereza de este burlan otras tantas los esfuerzos de aquel y empiezan a fatigarlo.

     Aprovecha uno de estos momentos de cansancio Guatimozin y embiste con mayor denuedo; persigue, estrecha a su enemigo; enlázale, sacúdele con todas sus fuerzas y procura inclinarle hacia un lado. En efecto, una de las rodillas del príncipe de Tezcuco, se dobla al impulso y su mano izquierda casi toca la tierra. Los espectadores abren la boca para gritar ¡victoria! cuando enderezándose rápidamente el robusto mancebo y rugiendo como el león que acaba de romper la red que lo aprisionaba, arremete a su adversario con irresistible pujanza.

     La lucha entonces es rápida y sin tregua. Los dos cuerpos parecen uno solo; apriétanse pecho con pecho, se enlazan brazos y piernas, la cabeza de cada uno se apoya en el hombro del otro para dar mayor fuerza al empuje; caen a tierra sus penachos, mézclanse en desorden sus negras cabelleras; corre el sudor por todos los miembros de ambos: levántase en torno una negra polvareda y se oye el trabajoso resuello que sale de sus pechos a manera de ronquido.

     Una palidez profunda cubre a Guatimozin, [20] mientras parece que brotan sangre las mejillas y el desnudo pecho del tezcucano. Pero ninguno cede, ninguno afloja, y ambos, sin embargo, parecen próximos a sucumbir.

     El príncipe de Iztacpalapa da una voz y arroja en medio del circo la insignia de su autoridad, a cuya demostración cesa repentinamente la lucha.

     -Príncipes, dice entonces, ambos habéis merecido la gloriosa corona.

     El pueblo aplaude con entusiasmo aquella justa decisión, y la emperatriz previene iguales premios para los dos combatientes, que permanecen algunos minutos jadeando, sin voz y casi sin aliento. Mientras habían luchado aquellos dos diestros lidiadores, otros muchos combates del mismo género habían tenido lugar en aquel recinto. Los más notables vencedores habían sido el príncipe del Cuyoacan, que echó por tierra a tres robustos competidores, y el joven Naothalan, que había conseguido derribar al cacique de Otumba, después que este había triunfado de dos adversarios, uno de los cuales era Cinthal, hermano del osado joven que le arrebató después la victoria.

     Premiados los vencedores, la fiesta tomó un carácter más popular. Nobles y plebeyos se mezclaron y confundieron en el vasto recinto; los músicos sustituyeron tocatas alegres a los sonidos fuertes y belicosos, y comenzó el baile, en el cual el más orgulloso príncipe no se desdeñaba de tener por pareja a la hija o mujer del labrador y del artesano.

     Sucedíanse los corros, confundíanse los trajes lujosos con los ridículos; la alegría tomaba un carácter como de delirio, siendo de admirar que en medio de aquel aparente desorden que mezclaba las clases y los sexos, no aconteciese jamás la menor desgracia; pues aquel pueblo inmenso, en su casi frenético placer, no incurría en ningún exceso contrario a la razón ni a la decencia.

     Comió aquel día en público el emperador y duró la fiesta hasta la proximidad de la noche, hora en la que se volvió con su familia y los capitanes españoles al palacio, donde se había dispuesto un refresco o ambigú en obsequio de los príncipes vencedores.

     Cortés, que buscaba todos los medios posibles para imponer respeto e inspirar admiración, aprovechó la oportunidad de aquella fiesta, que se había celebrado con pretexto de la llegada de la emperatriz, para decir a Moctezuma que deseaban también los españoles festejar aquel fausto acontecimiento, y le pedían permiso para tener al día siguiente una de las fiestas militares que se estilaban en su país, la cual esperaba honrarían con su presencia el emperador y su familia.

     Concediolo Moctezuma agradeciendo el obsequio, y entró en palacio apoyado en el brazo de Cortés, como dos amigos que se conocen de largo tiempo. No era afectado, sin embargo, el cariño que mostraba a aquel capitán, pues bien que se hubiese persuadido de que una grande y próxima calamidad le amenazaba y de que eran aquellos extranjeros los ministros que había escogido el terrible Tlacatecolt (22) para ejecutores de su ira, sentía como a pesar suyo una especie de inclinación hacia Cortés, y parecía ligado a él por un sentimiento extraño, en que se mezclaban el afecto que le inspiraba por sus prendas militares, atrevido carácter y despejado talento, y el temor que estas mismas cualidades debían darle colocadas en un enemigo.

     Estos pensamientos le acompañaron en la fiesta de familia que aquella noche se celebró en palacio, y la expresión adusta y melancólica de su semblante afligió a la tierna y tímida Miazochil, que ignorante de la causa, creyó haber enojado involuntariamente a su esposo.

     Guatimozin, que observaba como ella a Moctezuma, inquietábase al ver que nada alcanzaba a disipar su tristeza, e inquietábase también al notar el valimiento que iban tomando los extranjeros con el atemorizado monarca.

     Hernán Cortés por su parte, ajeno de lo que pasaba a su alrededor, fatigado de unos placeres en los cuales no tomaba parte, absorbíase con frecuencia en sus ambiciosas esperanzas y meditaba los medios más seguros de apresurar su realización.

     De otro género eran los cuidados que en aquella noche turbaban el ánimo del príncipe de Tezcuco, pero no menos importantes para su corazón.

     Veía el fogoso joven con torvos ojos fijos sin cesar los de Velázquez de León en la graciosa Tecuixpa, y el rubor y la emoción que aquella muda preferencia causaba en la joven princesa, hería cruelmente el orgullo y la pasión del tezcucano. Amaba a su prima, que hacía cerca de dos años le estaba prometida por esposa, y aunque este compromiso no hubiese costado repugnancia a Tecuixpa, sabía Cacumatzin que nunca sus palabras más apasionadas habían excitado la dulce agitación que con solo sus miradas producía el extranjero.

     Devoraban sus ojos al joven capitán, y era [21] menester todo el respeto debido a Moctezuma! para que contuviese su celosa ira.

     En medio de todos aquellos semblantes, que expresaban diversas agitaciones, conservaba únicamente Gualcazinla su majestuosa calma.

     No le había revelado su esposo las inquietudes del emperador, ni concebía ella que pudiesen existir. Los españoles eran a sus ojos unos hombres peligrosos por su religión y sus ciencias; acaso los aborrecía como enemigos de sus dioses; acaso los temía como capaces de corromper la sencillez de sus costumbres; pero no se le había ocurrido todavía la idea de que pudiesen ser destructores del más poderoso imperio americano.

     Conservaba serena como su alma su hermosa y soberbia frente, pareciendo en aquella imponente tranquilidad un ser de naturaleza superior a la humana.

     Retiráronse los españoles concluido el refresco, y Moctezuma se apresuró a encerrarse en su habitación sin dirigir una palabra de cariño a su desconsolada esposa, que con los ojos llenos de lágrimas corrió a exhalar en su solitario lecho mil tiernas quejas por su inmerecido abandono.

     Gualcazinla y Guatimozin, privados de su precioso hijo en todo el día, se apresuraron también a retirarse para cubrirle de besos, y solamente Tecuixpa permaneció en su silla, preocupada con sus pensamientos. Acercóse a ella Cacumatzin y la dijo con alterada voz:

     -¿En qué te distraes tanto, Tecuixpa? ¿Piensas en las atrevidas miradas del imprudente extranjero, y en lo que habrá padecido mi corazón obligado a retardar su castigo?

     Volvióse hacia él la princesa con un gracioso gesto de desdén, y contestó:

     -Cacumatzin, tus palabras son a veces tan desagradables como la voz del cojotl o la del cuguardo (23), y se parece tu corazón a la gran montaña de Popocatepec (24), que se embravece sin motivo vomitando fuego, y sin motivo se aplaca.

     -¿Piensas pues, Tecuixpa, exclamó indignado el príncipe, que se calmará mi ira sin castigar al culpable?

     -Pienso, respondió ella con impaciencia, que harías muy mal en castigar una ofensa de la cual no se queja la ofendida, y que tus celos son más atrevidos que los ojos del extranjero.

     Juntáronse las cejas del príncipe por la contracción que la cólera produjo en sus facciones; pero reprimiéndose trabajosamente:

     -Severa estás conmigo, Tecuixpa, dijo, y acaso te conviniera más guardar esa severidad para aquel que sin ningún derecho ni disculpa ha perseguido tus ojos toda la noche, sin respetar tu rango ni tu modestia; pero supuesto que no te crees ofendida, que llamas celos atrevidos mi justa indignación, yo buscaré a ese extranjero y castigaré en él, no ya la osadía de mirarte, sino la fortuna de no haberte ofendido.

     Una sonrisa burlesca y de infantil malicia fue la sola respuesta de la doncella, y marchóse dejando confuso y colérico al enamorado príncipe.

     Permaneció un momento pensativo, y en seguida lanzose fuera del salón murmurando con amargura:

     -¡Moctezuma! ¡Moctezuma! ¡Desgraciado de ti si fuera tan fácil a los extranjeros conquistar tu imperio como el corazón de tus hijas!



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Capítulo V

La revista

     En el día siguiente al de la fiesta popular, dispuso Hernán Cortés pasar revista a su ejército en el mismo circo en que se había celebrado el que llamamos torneo, y según lo había ofrecido, asistió a aquella función militar el emperador con todos los príncipes y princesas.

     Inmenso era el gentío que se agolpaba a la plaza con el anhelo de ver la fiesta de los extranjeros. No cabiendo el pueblo en las gradas del anfiteatro, coronábanse de espectadores todas las azoteas de las casas vecinas, y pintábase en todos los semblantes una curiosidad mezclada de inquietud.

     Formóse la tropa española en orden de parada y al frente se puso el general perfectamente armado, oprimiendo el lomo de un soberbio caballo que tascando el freno con impaciencia, le cubría con copos de blanquísima espuma. Estaban igualmente a caballo todos los capitanes, entre los cuales se distinguían Alvarado y Velázquez de León, el uno por su elegancia y hermosura y el otro por su gallardía y nobleza.

     Previniéronse algunas piezas de artillería bajo la dirección de los más diestros oficiales, y a la sola vista de las formidables máquinas reinó un silencio de asombro en aquella inmensa multitud.

     Al entrar Moctezuma en el palco dispuesto para él y su familia, hiciéronle las tropas los honores militares debidos a su clase, y Velázquez [22] de León, cuyos ojos se fijaron en la linda Tecuixpa, hizo caracolear su yegua torda al bajar con respeto delante de la joven la aguda punta de su espada de Toledo.

     El dócil bruto, como si comprendiera y participase de los deseos de su dueño, enderezó las orejas, sacudió con orgullo la espesa y larga crin, y comenzó a lucirse, ya piafando con lentitud, ya dando graciosos corcovos, ya levantando con altivez la cabeza u ocultando la con coquetería entra sus delgadas piernas.

     Púsose pálida Tecuixpa temiendo que la fiereza del bruto no pudiese ser dominada por el imprudente, jinete que no pensaba más que en mirarla, y le expresó con un gracioso gesto que no quería por entonces se ocupase tanto de ella. Aquel interés inocente lisonjeó infinito al joven castellano, que dio gracias a la princesa con una mirada que fue perfectamente comprendida, pues volvieron los colores al gracioso rostro de la niña. En aquel instante una espuela diestra y oportunamente clavada mientras se sujetaban muy cortas las bridas obligó a la yegua a dar un bote, y cubriéndose los ojos Tecuixpa, arrojó un grito creyendo que el jinete había caído.

     Cuando descubrió sus ojos y miró ansiosamente buscando al temerario, encontrole muy firme en su silla, con una sonrisa sobre los labios y una expresión de amor y gratitud en la mirada. Su agitación y alegría fueron entonces tan excesivas, que algunas dulces y cristalinas lágrimas acudieron a sus párpados, y apresuróse a ocultarlas bajo el velo de sus negros y rizados cabellos. ¿Pero qué cosa perteneciente al objeto querido puede ocultarse a los ojos de un amante? Velázquez de León vio el precioso llanto y hubiera dado diez años de su vida por poder secarle con el fuego a sus labios.

     Pasó Cortés revista al ejército haciéndolo desfilar en columna, hasta situarse en el frente de la plaza opuesta al palco de Moctezuma, y ordenó en seguida varias evoluciones, todo lo cual veían los mejicanos con atenta admiración. Moctezuma, Guatimozin, Quetlahuaca y aun Cacumatzin, celebraban con entusiasmo aquellos ejercicios militares, en los que se descubría la pericia del general, el cual mandó terminar las evoluciones con un fuego bien sostenido por la artillería e infantería, que hizo perder su presencia de ánimo a los mejicanos.

     Al prolongado estruendo viose huir a los unos despavoridos; los otros se tendieron por el suelo cubriéndose las caras con las manos, y aun los más animosos sostuvieron con gran trabajo una serenidad afectada.

     Tembló Moctezuma, aunque valiente, al estampido, perdiendo la color del rostro; pero un instante después procuró sonreírse aparentando complacencia.

     Volvióse Guatimozin al de Tezcuco y le dijo:

     -¿Crees todavía, príncipe, que son despreciables como enemigos esos extranjeros que dominan así la feracidad de los brutos y roban al cielo la ciencia misteriosa con que cría el fuego y hacer bramar al rayo?

     Movió la cabeza y respondió con arrogancia:

     -Aun cuando fuesen hijos del mismo Huitzilopochtli no pudieran imponer miedo al ánimo de Cacumatzin.

     -Eso no basta, dijo con amarga sonrisa el príncipe de Tacuba; de poco sirve tu valor personal (que sin duda no admira a ninguno de cuantos sienten correr por sus venas la sangre de Moctezuma), mientras no logres inspirarlo a ese pueblo que huye o se postra al oír los truenos de las armas extranjeras.

     La conversación de los dos príncipes fue interrumpida desagradablemente. La emperatriz se había desmayado de resultas del terror, y las princesas, no menos asustadas, enviaron a llamar a Guatimozin para que las hiciese conducir al palacio.

     Imposible fue a Cortés calmar el terror del pueblo, aunque debemos confesar que no hizo grandes esfuerzos para conseguirlo. Disolviose en un momento la multitud, y las tropas españolas volvieron a su cuartel por calles desiertas, de las que se alejaban los mejicanos con una especie de religioso miedo.

     Cortés y algunos de sus capitanes acompañaron a caballo las literas del emperador y su familia, hasta dejarlas a las puertas de palacio, donde se despidieron con atentas y respetuosas palabras, manifestándose pesarosos del susto que habían causado a la emperatriz y princesas.

     Apenas se vio dentro de su palacio Moctezuma, cuando ordenando a las mujeres del servicio de las princesas que las llevasen a sus habitaciones e hiciesen venir a sus juglares y enanos para distraerlas y alegrarlas, se encerró en su aposento, llevándose consigo a los príncipes de Tezcuco, de Tacuba y de Iztacpalapa.

     Echóse de repente en una silla, y dijo con voz alterada:

     ¿Habéis visto, príncipes, habéis visto a ese pueblo inmenso huir al estruendo de las armas españolas, como una tropa de tímidas palomas al grito del gavilán?

     -Castiga, gran señor, dijo airado Cacumatzin, castiga esa vergonzosa cobardía, indigna del nombre mejicano.

     -¡Castigarla!, exclamó Guatimozin. ¡Pues qué! ¿Puede el castigo inspirar el valor? ¿Y [23] por qué llamar cobardía el espanto natural que produce la primera vista de un fenómeno desconocido? No castigos, seguridades es lo que necesita el pueblo mejicano: en vez de aumentar el terror, ocupémonos en disiparle; hagamos comprender la naturaleza de esos rayos que creen bajados del cielo a las manos do los españoles; familiaricémosle con esas armas, que apenas han visto, inspirémosle confianza en su valor y en nuestra prudencia, y sobre todo, lancemos cuanto antes de nuestro suelo a esos extranjeros a quienes ningún motivo plausible detiene ya entre nosotros.

     Movió Moctezuma la cabeza y dijo con profunda emoción: ¡Lanzarlos!... ¿Qué os han hecho para justificar tal ultraje? ¿Y pensáis que lo dejarían impune? Los dioses que los han traído a nuestro suelo por ocultos designios de su sabiduría o de su ira, ¿les abandonarán en aquel trance?

     -No les protege otro Dios que nuestra flaqueza, exclamó con indignación Cacumatzin, y, sobrado crimen es en ellos el haberla inspirado.

     Poderoso emperador, dijo Quetlahuaca, me atrevo a aconsejar a tu sabiduría que ordenes nuevos sacrificios y que consultes al gran sacerdote para que nos revele la voluntad de los dioses.

     Hágase como lo dice mi ilustre hermano, respondió Moctezuma, y mandó al instante que se previniesen los sacrificios y avisasen al pontífice que iría aquella tarde el mismo emperador a consultarte sobre importantes negocios del Estado.

     Mientras estas cosas pasaban en la regia cámara, los capitanes españoles, que tenían ya recogida su tropa, se esparcían por la ciudad buscando entretenimiento.

     Visitaban unos las armerías reales, examinando con curiosidad y admiración los trabajos de los artífices mejicanos; otros se iban a palpar por los jardines de los palacios del emperador, en todos los cuales tenían entrada franca por particular obsequio; algunos se embarcaban en las piraguas que surcaban las aguas, de la gran laguna, y los de más talento buscaban útil recreo instruyéndose de las costumbres de aquel imperio, recorriendo los colegios y escuelas de enseñanza pública y visitando a los artistas oradores, poetas historiadores de más fama en el país (25).

     Muy distinto pasatiempo era el de Velázquez de León. Rondaba el joven por las cercanías de palacio buscando en su pensamiento algún medio para poder explicarse con Tecuixpa. Ora determinaba aprenderla lengua mejicana, ora, pareciéndole muy lento aquel recurso, se resolvía a intentar medios extraordinarios para darla a entender su pasión.

     Vagaba todavía pensativo por la plaza atisbando indiscretamente las ventanas de la habitación de la joven princesa, cuando vio salir sin acompañamiento al emperador con los príncipes de Iztacpalapa, Tezcuco, Tacuba y los otros consejeros de Estado, que subiendo silenciosamente a sus literas, tomaron el camino de uno de sus más cercanos templos.

     Atrevióse entonces a aproximarse a palacio, y como iba ya oscureciendo, pudo situarse sin ser notado debajo de las mismas ventanas de Tecuixpa, e inspirándole su amor temeridad, sacó una pequeña flauta y comenzó a tocar muy pianito una canción amorosa que había aprendido en su niñez.

     Cuando sentía las pisadas de alguno que atravesaba la plaza, suspendía su música y se ocultaba detrás de una disforme estatua que allí había; y cuando la plaza estaba sola, volvía a su puesto y a su música.

     La ventana, sin embargo, permaneció cerrada, y ya muy entrada la noche se retiró el enamorado joven, asaz mohíno del poco éxito de su tentativa.

     Poco después regresó el emperador, y cualquiera que hubiese visto la expresión de su rostro, habría adivinado que los oráculos celestiales no habían sido en manera alguna satisfactorios. Al observar su profunda tristeza no osaban hablarte los príncipes que lo acompañaban, a los cuales despidió secamente, retirándose solo y sombrío a su aposento.

     -Las palabras de Hueiteopixque (26), dijo uno de los consejeros, no han sido propicias a lo que parece. El dolor ha aferrado entre sus garras el corazón de Moctezuma.

     -Son las hechicerías de los extranjeros, [24] repuso Cacumatzin, las que trastornan su grande espíritu.

     -Príncipes, dijo Guatimozin, lo más sensible en todo esto es que el soberano entregado a sus cavilaciones, descuide lastimosamente los importantes cuidados del imperio. Preciso es que le estimulemos a sacudir esa indigna pereza, y que dejando por ahora las consultas con los sacerdotes, conceda audiencia a sus súbditos y vuelva a mostrarse poderoso príncipe y padre benigno.

     -En vano intentarás devolver su grandeza y sabiduría al desgraciado monarca, exclamó Cacumatzin, mientras no alejes de su sagrada persona a esos advenedizos que empiezan haciéndole perder la razón y serán causa al fin de que pierda también la corona y la vida.

     Dijo, y se alejó, muy ajeno de sospechar él mismo toda la exactitud de aquel vaticinio.



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Capítulo VI

La audiencia

     Las instancias de los príncipes y consejeros, y acaso también el deseo del mismo Moctezuma, que creía conveniente ostentar a los ojos de los españoles toda la sabiduría de su gobierno para hacerles olvidar en cierto modo sus atrasos en el arte de la guerra, le decidieron a conceder una solemne audiencia a sus vasallos, convidando para presenciar el acto a Cortés y sus capitanes.

     Una hora antes de abrirse la audiencia se trasladaron estos al palacio del emperador, donde fueron recibidos por los ministros, que les instruyeron de algunas particularidades de su gobierno.

     Aquella conversación no fue desagradable a Cortés, y sus curiosas preguntas dieron vasto campo a los ministros para extenderse en explicaciones.

     -Las leyes por medio de las cuales gobiernan nuestros reyes a sus numerosos súbditos, dijo Cortés, constan escritas y pasan fácilmente de este modo de soberano a soberano y de siglo a siglo. Pero vosotros, ¿de qué manera conserváis y perpetuáis vuestras leyes?

     -Aunque no haya alcanzado nuestra sabiduría, respondió Guacolando, que era el más anciano de los ministros, a comprender esos signos que llamáis letras, no carecemos de otros que suplen su falta, y por cuyo medio trasmitimos a nuestros nietos las historias de nuestros reyes y grandes generales y los acontecimientos memorables de que somos testigos. Los signos a que me refiero no se parecen a los vuestros, ni podemos trazarlos en el lienzo o en el icxolt (27) con tanta rapidez como pintáis vosotros en esas hojas finísimas que llamáis papel; pero tienen igual uso y destino y nos bastan para glorificar los nombres y hechos dignos de eterna alabanza.

     Por lo que hace a nuestras leyes, jamás hemos pensado que tuviésemos necesidad de escribirlas. Nuestros ascendientes nos las transmitieron sin este auxilio, y nosotros cuidaremos de trasmitirlas a nuestros descendientes, siendo la costumbre un monumento más indestructible que todos los signos inventados para dar forma a la palabra. Pensamos además que no deben existir leyes absolutas; que no pueden preverse en ellas todos los casos posibles, y que la sabiduría de los reyes debe solamente juzgar con equidad las diferencias que pueden existir entre aquellos que aparentemente sean iguales. Por eso damos a nuestros monarcas el derecho de alterar la costumbre cuando lo aconseje la justicia.

    Nosotros creemos que la sabiduría de los dioses ilumina el entendimiento de los reyes; pero como comprendemos que un solo hombre no puede atender a todos los cuidados de un gran pueblo, nos resignamos a que llame en su auxilio a los nobles de conocida virtud, capacidad y experiencia. Así es que tenemos varios ministros con diversas atribuciones y prerrogativa: uno que cuida de la hacienda pública y del real patrimonio, otro que administra la justicia, otra que atiende al sostenimiento del ejército y a sus premios y castigos, [25] otro para el comercio y abasto público, y el supremo consejo de Estado, que preside siempre el rey. En este consejo no son admitidos sino los ancianos electores de sangre real, y los príncipes de Tezcuco y de Tacuba, en quienes es hereditaria esta prerrogativa.

     Tenemos además varios tribunales. En todas las principales capitales hallaréis un magistrado revestido de extensa autoridad, destinado exclusivamente a administrar justicia. Subordinados a este existen otros jueces inferiores, que conocen en las causas civiles o criminales en primera y segunda instancia; en las causas de la primera clase su sentencia es inapelable: en las de la segunda puede apelarse al magistrado supremo. Aparte de los expresados tribunales de justicia, existen en Méjico algunos otros para velar por la seguridad pública y perseguir a los ladrones y perturbadores del orden; para cuidar de la limpieza de las calles y buena dirección de los trabajos públicos; para el arreglo y distribución de los correos (28), y uno al fin, cuya única atención es el inspeccionar las escuelas de la enseñanza. Tenemos muchas de estas gratuitas para la gente vulgar, y seminarios de nobles, y colegios de niñas presididos por matronas.

     Absorto estaba Cortés escuchando al ministro mejicano, y lo dijo sin esforzarse por encubrir su admiración:

     -Vuestro gobierno me maravilla; paréceme: que hay en él tanto acierto como armonía, y quisiera saber cuáles son los delitos que en vuestras leyes penales merecen el castigo capital.

     -El robo sin necesidad probada, respondió Guacolando, la rebelión o desacato al emperador, la herejía, la falta de integridad, en los ministros y funcionarios públicos, el adulterio, el asesinato y la embriaguez repetida. También tienen entre nosotros gravísimas penas los que cometen incesto en primer grado de parentesco, los reos de delitos nefandos contra la castidad, mayormente, si son sacerdotes, y el oficial que pierde por cobardía o descuido el estandarte sagrado del imperio.

     -Y estas audiencias extraordinarias, unas de las cuales vamos hoy a presenciar, dijo Cortés, ¿qué objeto tienen, siendo así que la justicia es constantemente administrada por el tribunal competente?

     -En estas audiencias, satisfizo el ministro, escucha el emperador por sí mismo las quejas de sus vasallos; ¿y cómo pudiera saber de otro modo si sus ministros desempeñan con acierto e integridad sus cargos y destinos?

     -Y sin embargo, repuso el español, he oído quejarse a muchos señores mejicanos del despotismo y arbitrariedad de Moctezuma.

     -Muchos tlatoanis, respondió el anciano, son soberbios y descontentadizos y tienen mala voluntad a su monarca, cuya justicia castiga severamente sus demasías; pero lo que más les desagrada, es que se les haya despojado del injusto privilegio de ejercer enormes exacciones sobre sus vasallos, sin estar ellos obligados a pagar tributo al emperador. Cumplían en otro tiempo con acudir al ejército con sus vasallos en tiempos de guerra; más al presente están obligados a venir por turno a prestar sus servicios personales en palacio, y hallándose impuestos los tributos con más justa regla saben que tienen que soportar una parte del fondo público. Estos tributos son a proporción de las tierras que se posean, ya heredadas, ya adquiridas; los mercaderes y artesanos contribuyen también con una parte de sus efectos y manufacturas, que se venden en el mercado, y los que ejercen cargos o empleos lucrativos, ceden una pequeña utilidad de las que gozan por sus sueldos u honorarios.

     -¿Goza del derecho de propiedad la clase plebeya entre vosotros? preguntó Cortés.

     -Sí, aunque de un modo diferente que la nobleza, contestó su interlocutor. Las tierras del imperio se hallan divididas entre el emperador, los nobles, los sacerdotes y el pueblo. Las primeras las distribuye el soberano a su albedrío a los empleados especiales de palacio, para que las posean en clase de usufructuarios. Las segundas son hereditarias; las terceras pertenecen perpetuamente al templo, y las cuartas, que son las del pueblo, se dividen y reparten a proporción del número de las familias. Estas forman asociaciones que conocemos con el nombre de altepetlalli (29) (comunidad), y no pueden enajenar las tierras que poseen, porque su propiedad, permanente e indivisible, está destinada a su manutención.

     El cultivo de dichas tierras es común, como la propiedad, a todas las familias que componen la altepetlalli; la recolección se deposita en almacenes públicos, de los que se saca y reparte bajo la dirección del ministerio de hacienda, según las necesidades respectivas de las familias (30). [26]

     -¿Y es esa clase del pueblo, preguntó Cortés, la más pobre y humilde que existe en Méjico?

     -No ciertamente, respondió Guacolando; entre nosotros son muchas las distinciones de rango. Sin mencionar a la alta nobleza, que posee vastos territorios y ha sido largo tiempo casi independiente, hay una clase distinguida cuyos individuos designamos con el título honorífico de teutlis (31). A ella pertenecen los magistrados y todos los que ejercen empleos considerables; de ella salen la mayor parte de los jóvenes que se dedican a las armas y al sacerdocio; y en el día logran entrar en ella los poetas y artistas célebres, como también aquellos que por haber prestado grandes servicios al Estado, merecen del emperador una distinción tan honrosa.

     Hay otra clase libre y estimada, aunque no es noble; tal es la del comercio, artesanos, etc., e inferior a la expresada la muy numerosa de los mezecuales (32), cuyas familias componen las altepetlalli o comunidades. Pero existe aún otra ínfima clase que se emplea en la servidumbre doméstica; a ella pertenecen los tamemes y los que trabajan en las obras públicas. Una parte considerable de los individuos de esta última clase es esclava, porque no obstante que en Méjico sólo están condenados a suerte tan infausta los prisioneros de guerra que no son sacrificados, hay hombres en esta vil clase de que os hablo que venden voluntariamente a sus hijos. Esto, empero, no puede hacerse sino cuando el interesado tiene edad suficiente para ser consultado y después de haberse justificado su libre asentimiento.

     -Y los hijos de los esclavos, preguntó Hernán Cortés, ¿participan de la mísera condición de sus padres?

     -No, respondió el ministro; todo mejicano nace libre: la esclavitud no es hereditaria, y si algún perverso se atreve a sujetar a tan triste condición un niño, ya sea o no su hijo, pierde en castigo su libertad propia.

     -¿Tiene el amo derecho de vida y muerte sobre un esclavo?, interrogó el español.

     -El esclavo fugitivo, contumaz, que ha sido inútilmente amonestado por tres veces, delante de testigos, sólo puede ser castigado por su amo imprimiéndole una señal de infamia y haciéndolo vender públicamente en el mercado. Si con el nuevo amo persiste en su delito, entonces es vendido por poca cosa al templo para el sacrificio. Pero el esclavo más delincuente queda absuelto infaliblemente si consigue pisar los umbrales del palacio imperial.

     -Quisiera saber, dijo Cortés, quiénes son los que entre vosotros tienen el derecho de elegir emperador, y qué cualidades se requieren para merecer dicha elección.

     -El derecho de elección residía antiguamente en todos los individuos de la alta nobleza, respondió el ministro, y era elegido el emperador por mayoría de votos; pero al presente solamente son seis los electores. Los príncipes de Tacuba y Tezcuco gozan esta prerrogativa por herencia, y los otros cuatro son siempre los más ancianos señores de aquellos que componen la alta nobleza.

     Para merecer la suprema dignidad de emperador le basta al ciudadano noble haberse distinguido con grandes virtudes y acciones gloriosas; pero por respeto a la familia del monarca difunto se elige por lo común a un príncipe de su sangre. No se observa la mayor o menor aproximación al trono, pues se prefiere al orden de nacimiento el mérito distinguido; y el príncipe más digno es siempre el que se considera con mayores derechos.

     -Son numerosos, según tengo entendido, observó Cortés, los ejércitos que puede levantar en sus dominios el soberano de Méjico.

     -Treinta príncipes vasallos de Moctezuma, respondió Guacolando, pueden presentar en campaña cien mil hombres de guerra cada uno.

     En el momento en que terminaba estas palabras llegaron algunos oficiales de palacio a advertir que iba a abrirse la audiencia, y los españoles fueron conducidos con grandes ceremonias al gran salón del consejo, donde debía verificarse.

     Era este uno de los más espaciosos departamentos de aquel gran edificio, y sorprendió a Cortés la riqueza y magnificencia de su ornato.

     Estaban las paredes entapizadas de plumas, formando simétricos matices; el pavimento y los techos se hacían notables por el primor y delicadeza de sus embutidos y labores, y en las muchas ventanas que daban luz al recinto se veían cortinajes de trasparente blancura en forma de pabellones, suspendidos de grandes flechas de oro adornadas con pedrerías.

     En todo el circuito del salón había escaños de caoba sin respaldo para los príncipes y señores que asistían al acto, y al frente se levantaba el trono imperial, sostenido sobre las tendidas alas de cuatro águilas de oro. Del mismo [27] metal era el trono, cuyo asiento y respaldo lo formaban cojines de piel de armiño. El solio era de plata recamado de esmeraldas y coronado con una águila de oro, sostenido sobre delgadas columnas de jaspe, de cuya piedra eran también las gradas, y dos corpulentos tigres que guardaban sus extremos con las garras extendidas y abiertas las anchas fauces.

     A los lados había seis magníficos divanes para los electores del imperio, y un poco más atrás otros muchos, formados en semicírculo, para los consejeros y ministros. En medio de la sala estaban las mesas y sillas para los secretarios, que con sus jeroglíficos iban anotando las cosas dignas de conservación.

     Subió Moctezuma al trono sosteniéndole por los brazos los príncipes de Tezcuco y de Tacuba, y sentándose con majestad procuró disimular la melancolía de su espíritu.

     Ocuparon después sus respectivos puestos las demás personas, y Cortés y sus capitanes se sentaron entre los señores mejicanos que eran espectadores del acto.

     No tardaron en llegar los pretendientes, que fueron introducidos sucesivamente en el salón los pies descalzos y con excesivas ceremonias, que cansaban extrañeza a los españoles.

     Presentáronse varios régulos con quejas o pretensiones. El de Guacachula acusaba al de Izucan de ladrón y facineroso, pues introducía sus vasallos en los dominios de aquel, y talaba y robaba sus campos. El de Izucan se defendía diciendo que el de Guacachula le insultaba continuamente y se declaraba su enemigo, obligándole a cometer aquellas tropelías para vengarse de sus ultrajes. Los señores de la serranía se quejaban de estar mal mirados por los de la tierra llana, y los de la tierra llana clamaban contra los de la serranía. En fin, los unos pidiendo justicia y los otros mercedes, fueron tantos los indios que acudían a la audiencia, que prolongándose ya demasiado aquel acto, empezó a cansar a los españoles.

     No podían, sin embargo, dejar de admirar la paciencia y atención con que escuchaba Moctezuma a todos los solicitantes, animando con su bondad a los que llegaban turbados y torpes y dando sus fallos con equidad y energía. En los casos que le parecían dudosos o difíciles consultaba a sus consejeros, y bien que muchas veces no siguiese su dictamen, les oía siempre con suma amabilidad.

     La audiencia aún no terminaba y Cortés ideaba ya el modo mejor de evadirse de tan larga sujeción, cuando se presentó un mancebo de aventajada presencia, que después de las formalidades de estilo, dijo con un desembarazo poco común en los pretendientes:

     -Señor, mi señor, gran señor (33), tu humilde vasallo Zimpanzin, hijo de Qualpopoca, solicita de tu bondad un momento de audiencia; pero siendo cosas reservadas e importantes las que tendrá el honor de comunicarte, te suplica le escuches tú solo o con tus ministros y consejeros.

     -Habla, dijo el emperador; los extranjeros que aquí se hallan, son como miembros de mi propia familia y nada les reserva mi confianza.

     El joven lanzó una rápida e iracunda mirada sobre los españoles, y bajando la cabeza guardo silencio.

     -¡Habla!, repitió el monarca con tono absoluto.

     -No puedo, dijo resueltamente el mancebo.

     Una nube de cólera pasó sobre la frente de Moctezuma; pero antes que tuviese tiempo para hablar, uno de los consejeros se atrevió a dirigirle la palabra, no sin alguna timidez, haciéndole observar que acaso aquel joven tendría que quejarse a su justicia de algún ultraje vergonzoso, de aquellos que un hombre noble no confiesa sino a Dios y a su rey, y que sería una cruel humillación obligarle a hacer casi pública su vergüenza.

     Estas palabras parecieron tener alguna fuerza en el ánimo de Moctezuma, y no queriendo hacer exclusión notable de los españoles, mandó salir igualmente a todos sus ministros y consejeros, quedando sólo con Zimpazin. Aguardó el joven escuchando con atención, hasta que atenuándose gradualmente el rumor de las pisadas, conoció que se hallaban los que habían salido a bastante distancia para no poder oírle; entonces inclinándose profundamente delante del trono:

     -Señor, dijo, tu humilde vasallo Qualpopoca, que manda la gente de guerra que tienes en las fronteras de Zempoala, me envía a ti a comunicarte noticias importantes. Señor los extranjeros que hospeda tu benignidad en esta corte son gente maligna y sediciosa, que solo aspira a sembrar la discordia entre tus vasallos y a deprimir tu grandeza. Muchos de esos españoles han hecho una nueva población en tus dominios, y no contentos con que tu bondad los deje tranquilos sin castigar su atrevimiento, andan excitando a la rebeldía a tus vasallos y apoyan con sus armas la resistencia que por consejo suyo hacen algunos pueblos de la serranía negándose a pagar el tributo establecido. Los totonaques, gente servil y revoltosa, [28] se han enorgullecido de tal manera con el apoyo de los extranjeros, que excusan hasta darte el nombre de emperador, y provoca tan insolentemente a tus soldados, que Qualpopoca se ha visto precisado a entrar en sus poblaciones con las armas en la mano.

     Los españoles han acogido en su población a los rebeldes que abandonaron las suyas, y aunque mi padre no atreviéndose a castigar su insolencia sin tu permiso, excusó la persecución de los rebeldes, el capitán de aquella gente se ha atrevido a enviarle unos emisarios reconviniéndole agriamente por el justo castigo dado a los totouaques.

     Calló un momento el joven viendo la alteración que sus palabras producían en el rostro de Moctezuma; pero notando en este un ademán de impaciencia, continuó:

     Contestó mi padre manifestando que no recibía órdenes sino de su soberano, y que era hacerse culpable para con tu grandeza el oponerse al castigo de tus rebeldes.

     Despachados los emisarios con esta contestación resolvió, Qualpopoca enviarme a ti para poner, en tu soberano oído la noticia de los desafueros, que ejecutan esos extranjeros, en desprecio de tu autoridad, pidiéndote permiso para castigarlos; pero en el momento de mi salida recibió aviso cierto de que los españoles, auxiliados por un ejército de tus rebeldes, marchaban contra tus tropas en ademán de presentarles la batalla.

     Calló segunda vez el joven emisario. El rostro de Moctezuma había cambiado cien veces de color durante sa relación, y cuando la concluyó permaneció largo rato en agitado silencio y como si dos opuestos impulsos luchasen en su corazón.

     -Retírate, dijo después a Zimpanzin, y a nadie comuniques las noticias que acabas de darme.

     Llamó en seguida a sus ministros, les ordenó declarar que había terminado la audiencia por aquel día, y solo, torvo, meditabundo, se encerró en su habitación, en la cual solo permitió la entrada a Guacolando, su ministro favorito, con el cual quiso tener una secreta conversación.

     -Fiel vasallo, le dijo con acento concentrado y triste, muchos soles han salido sin que se alegrasen con su luz mis ojos que no cierra el sueño, ni hallase manjar grato mi paladar. El grande espíritu hábil algunas veces al corazón de los reyes, y el mío ha sabido de este modo cosas terribles.

     Una voz que no suena en el oído pero que encuentra eco allá en lo más hondo de mi pecho, me dice sin cesar que el tiempo de mi reinado va a terminar; pero no es eso lo que abate mi ánimo ni hace desfallecer mi cuerpo.

     La corona pesa más que adorna, y la mano de Moctezuma sabe empuñar un cetro con dignidad y soltarle con alegría. Si el cielo me indicase cuál es el hombre más digno que yo de gobernaros; si supiese que bajo su potestad seríais más grandes y más felices, yo mismo buscaría al nuevo rey y de mi mano recibiría la corona. Pero otro temor, otra calamidad más grande es la que me intimida. Horribles pronósticos anuncian hace algún tiempo la destrucción de este poderoso imperio, y desgracia menos grande no pudiera abatir el fuerte ánimo de Moctezuma. El infausto Tlacatecolt, que acaso nos castiga por alguna falta grave de nuestros abuelos, puede sólo revelarnos la extensión de los males que nos prepara.

     Ve a consultar a los teopixques del formidable dios, Guacolando, y para hacerle propicio ofrece nuevos sacrificios de sangre y de oro. Yo quedo en oración esperando tu vuelta y rogando a los grandes espíritus se apiaden de mi pueblo y descarguen en mí sólo todo el peso de su ira.

     Salió Guacolando a cumplir las órdenes del emperador, y tardó poco en volver con semblante triste y grave. Hallole en el mismo sitio y postura que le había dejado, orando mentalmente con profundo fervor.

     Levantó los ojos, y al ver el aire melancólico del ministro, movió tristemente la cabeza, diciendo con amarga sonrisa:

     -Nada tienes que decirme, habla por ti tú tristeza.

     -Señor, dijo compungido Guacolando, el dios se niega a todos los conjuros; pero los teopixques han comprendido por mil signos notables que es grande su enojo contra ti.

     -¡Ya lo sabía!, exclamó con abatimiento Moctezuma.

     -¡Gran señor y dueño mío! prosiguió el ministro, contra ti más que contra tu pueblo dirige la implacable divinidad los rayos de su ira, y yo te suplico de rodillas salgas, de los términos de Méjico y evites los primeros golpes del castigo. En Méjico es en donde te amenaza la calamidad; no la esperes, señor, y poniendo en salvo tu sagrada persona, da tiempo a tus vasallos para que puedan aplacar a la divinidad con preces y sacrificios.

     ¡No!, dijo Moctezuma levantándose con majestad y como si acabase de recobrar súbitamente todo su perdido brío. Venga la calamidad, caiga el cielo sobre mi cabeza; no es razón que me encuentre fugitivo.

     Y decayendo progresivamente de ánimo a medida que hablaba, prosiguió:

     -¡Pero sálvese mi pueblo! Tengan los dioses piedad de él, y sobre todo, de los pobres [29] ancianos, niños y mujeres que no pueden defenderse (34).

     Cayó en su silla casi desfallecido al concluir estas palabras, y algunas lágrimas humedecieron sus pálidas mejillas.

     Guacolando se puso de rodillas delante de él, y acompañando las lágrimas del monarca con las suyas:

     -Señor, exclamó, manda a tu esclavo; no hay cosa, por grande o arriesgada que sea, que no intente para aliviar tu aflicción.

     -¿Y qué podemos hacer?, dijo con desesperación Moctezuma. ¿Qué podemos hacer ¡insensato!, si nos desamparan nuestros dioses?

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